Richard

Eran las diez de la mañana cuando Julio se presentó en la finca de don Raúl. La cancela estaba cerrada, pero pudo hablar con dos empleados que entraban en aquel momento en una furgoneta.

– Digan que Alsina quiere hablar con Richard, alias «Gun-boy», de la CIA.

Aquellas palabras, como esperaba el policía, surtieron efecto, porque poco después acudió un jeep con dos tipos de Wilcox a recogerle.

Lo condujeron por entre un mar de almendros hasta una casa inmensa y señorial. Al fondo, hacia el sur, estaba la residencia de don Raúl. Alsina sabía que se hallaba en La Casa. El jardín era precioso, de ensueño, con un césped bien cuidado, piscina y setos de cipreses rodeando el conjunto. Aquello parecía una residencia de las que aparecían en las películas americanas. Había pistas de tenis y canchas de baloncesto, una pista de atletismo e incluso un pequeño y cuidado campo de golf.

Allí, en un solarium junto a la enorme piscina, le esperaba Richard, sentado al sol con un whisky en la mano.

– ¿Un Licor 43? -ofreció, recibiendo al policía con una clara alusión a que lo sabía todo de él.

– No, gracias, como ya sabe usted, he dejado de beber recientemente. Julio Alsina, encantado.

– Richard Smith -dijo el otro sin levantarse. Había mentido sobre su apellido.

– Ya.

Era un tipo menudo, delgado y de aspecto insignificante, cabello abundante, lo peinaba con raya al lado. Era castaño tirando a rubio, llevaba bigote y gafas de sol de estilo milita como de piloto, que no dejaban ver sus ojos.

Julio sentía que su rival le estaba escrutando. No hablaba, sólo le miraba, paladeando cada trago de su copa.

– Se preguntará por qué quería verle.

– Pues la verdad, sí.

– Tienen ustedes unas instalaciones preciosas.

– Nos gusta que nuestra gente se sienta a gusto, están muy lejos de casa.

– ¿Eso incluye fiestas con prostitutas?

Richard sonrió:

– ¿Ha venido sólo para provocarme con tonterías como ésa? Le queda a usted mucho por aprender.

Obviamente, Julio estaba dando palos de ciego, se sentía presionado por Guarinós y no sabía cómo actuar. Había sido un ingenuo.

– Richard, usted sabe que ha desaparecido gente por aquí, del pueblo.

– ¿Sí?

Dos tipos bien parecidos, rubios y altos, pasaron junto a ellos ataviados como tenistas profesionales.

– Sí. Los asesinatos son asesinatos aquí y en Estados Unidos.

– No sea imbécil, Alsina, una vida norteamericana no vale lo que una española. No se ofenda y no me mire así. Hoy por hoy es la verdad -replicó el agente de la CIA.

El policía sintió que la furia crecía en su interior y no pudo contenerse:

– Sé lo que están haciendo ustedes aquí.

Richard Smith estalló en una sonora carcajada. De hecho, se atragantó cómicamente con su bebida y a consecuencia de aquello comenzó a toser como si se ahogara. Cuando se encontró más repuesto volvió a tomar la palabra:

– Es usted fantástico; pero ¿qué pretende? ¿Ahogarme de risa? Ni yo mismo sé lo que hace Wilcox, yo no entiendo de abonos, lo mío es la seguridad.

– Y el robo de fotografías.

El veterano agente de la CIA no pudo disimular. Hasta se le cayó el vaso al suelo.

Había dado en el blanco.

Richard intentó rehacerse. Entonces, mirándolo con odio por encima de los cristales verdosos de sus Ray Ban de piloto americano, añadió:

– Deje ya de decir tonterías. Me está enojando, ¿sabe?

– Sé que usted robó la foto y sé que es importante. Ah, y sé por qué.

– ¡Yo no robé nada! Sería el asesino, Honorato.

– Vaya, ¿y cómo sabía a qué foto me refería? ¿De qué domicilio? No lo he mencionado.

Richard dio un puñetazo en la mesa. Apretaba los puños con furia. Era evidente que se trataba de un tipo violento.

– ¡Not now! -gritó amenazando con el dedo a una criada que había salido de La Casa para barrer los cristales. La chica, sumisa, volvió sobre sus propios pasos.

Alsina se había crecido:

– ¿Sorprendido? -remachó-. Además, no ha reparado usted en otro pequeño detalle: cuando se produjo el robo de la fotografía, Honorato Honrubia ya había sido detenido. Él no pudo ser. ¿Cómo no se le ocurrió llevarse unas alhajas o algo de dinero para que aquello pareciera un robo de verdad, hombre? La verdad, pensaba que era usted un profesional, quizá se ha relajado pensando que aquí somos tontos. ¿Cree usted que está en Cuba o en Vietnam?

Aquello ya era demasiado.

Antes de que pudiera darse cuenta, aquel energúmeno había saltado sobre él. Sintió el frío acero de un estilete que el americano había sacado de no se sabía dónde. Parecía una navaja de esas cuya hoja se acciona con un muelle. Richard tenía una fuerza descomunal pese a ser tan menudo.

– Escuche, hijo de puta -barbotó aquel carnicero-. Tiene diez segundos para salir de esta finca y no volver a poner aquí los pies nunca más. Es usted hombre muerto.

Se separó de su presa de un salto y dos gorilas se llevaron al incómodo visitante en volandas. Cuando lo dejaron junto a su coche y se alejaron derrapando en su jeep, a Julio Alsina aún le temblaban las piernas.

Eran las cinco de la tarde cuando Alsina hacía su entrada en el despacho del comisario. Allí, don Jerónimo apuraba un habano junto con don Faustino Aguinaga, el gobernador civil, y el gusano de Adolfo Guarinós. Estaban sentados en unos cómodos sillones que rodeaban una recargada y horrible mesa de café.

– ¡Aquí está nuestro hombre! -exclamó el gobernador-. Siéntese, siéntese, pollo.

Alsina lo miró con cara de pocos amigos.

Le sirvieron una copa de coñac que ni tocó: -Ustedes dirán.

– No, no, habla tú primero, Alsina.

Julio suspiró; aquellos tipos no iban a rendirse.

– No sé nada. He ido allí, me he colado tres veces en la finca e incluso intenté infiltrarme en las instalaciones de Wilcox y no sé qué coño se traen entre manos.

– ¡Modera el lenguaje, escoria! -escupió Guarinós.

– No importa, no importa. Estamos entre amigos -terció el gobernador.

– Esta mañana he ido a la finca y me he entrevistado con Richard, el de la CIA.

– ¿Cómo? -preguntó don Faustino incorporándose en su silla.

– Sí, que Richard, el jefe de seguridad de la Wilcox, es de la CIA. ¿No lo sabían?

El comisario y el gobernador civil miraron al jefe de la Polí tico Social con cara de pocos amigos.

– ¿Ves, Guarinós? Este hombre piensa y por eso progresa. Siga joven, siga.

– Bueno, el caso es que me he plantado allí y le he apretado. Por poco me mata. Se me ha lanzado al cuello con una navaja y me ha dicho que soy hombre muerto.

– Bah, bravatas. Está usted con nosotros, se lo dice Faustino Aguinaga.

– Perdone usted, señor gobernador, pero esa gente no se anda con chiquitas, y con respecto a eso de que estoy con ustedes… no sabría qué decirles.

– ¿Cómo dice?

– Sí, que quiero desvincularme de este asunto en el que, sea dicho de paso, siempre he estado solo. Además, me falta información. Por ejemplo, ¿qué pasó con Ivonne?

El comisario, muy serio, dijo:

– Ya se te dijo que no siguieras por ahí. No hay nada que rascar. Podrías hacerte daño.

Alsina pensó en que aquello comenzaba a ponerse feo y se tranquilizó al sentir el tacto de la pistola en sus costillas. Después de lo ocurrido aquella mañana con Richard, había decidido ir armado como precaución.

– Ustedes la mataron -sentenció.

– Ésa es una acusación muy seria, hijo -apunto el gobernador-, pero haré como que no la he oído. Le necesitamos, es usted bueno; ha resultado ser un… descubrimiento. Tiene dos opciones: o colabora o está acabado, usted elige. Tiene una semana. Se ha colocado usted justo donde no puede estar, entre los dos bandos, y eso es lo peor que podía hacer. Debe tomar partido. Bueno, piénseselo.

Alsina se levantó y salió de allí arrastrando los pies. Guarinós le miraba con odio, por haberle hecho quedar mal con sus superiores. Había conseguido enemistarse con dos sicarios en un solo día, primero Richard, luego, Adolfo Guarinós. Pensó que las cosas no podían irle peor.

Comenzaba a oscurecer cuando llegaba a la pensión en la calle de Almenara. Debían de ser poco más de las seis. Nada más entrar en el portal intuyó que algo iba mal: desde detrás, algo a la izquierda, surgió un tipo. Estaba aguardando en la sombra, oculto, y preguntó:

– ¿Alsina?

No pudo contestar. Apenas había asentido cuando vio brillar el acero de una navaja que iba directa a su corazón. Oyó gritar a una mujer. Gracias a que llevaba la gabardina en la zurda pudo oponer cierta resistencia, usándola como antaño hacían los espadachines con su capa. Adelantó el brazo lo justo como para que la hoja del arma se enredara con la prenda, aunque en seguida supo que el agresor le había herido, pues sintió un intenso dolor en el antebrazo. En esas décimas de segundo estuvo rápido y pudo empujar a aquel tipo con el brazo derecho haciéndolo rodar por el suelo. Julio dio un paso atrás, aún confundido, y acertó a meter la mano en la funda para tirar de pistola. ¿Qué estaba pasando?

El atacante se había rehecho, y tras rebuscar por el suelo en la oscuridad del portal, recogió la navaja y saltó hacia él con la intención de apuñalarlo de nuevo. El policía, reculando asustado y con la pistola al pecho, logró hacer fuego y reventó la cara del hombre antes de caer de espaldas al suelo.

Había estado muy cerca.

Oyó voces y se levantó mareado. Notaba el brazo caliente y la sangre manaba en abundancia. Tuvo que sentarse en los peldaños. En un momento, aquello estaba lleno de curiosos que gritaban. Él sólo escuchaba ecos, sonidos sordos procedentes de algún lugar muy lejano. Únicamente podía oír los latidos de su corazón que redoblaba como un tambor, haciendo que sus sienes parecieran ir a estallar. Alguien le hizo un torniquete y sin saber ni cómo, lo subieron a un coche camino de la casa de socorro.

– Es un gitano, el Manolete, de la calle Ericas. Andaba metido en trapicheos. ¿Lo conocías? -preguntó Yesqueros.

Alsina, ya más tranquilo, en pijama, con el brazo en cabestrillo y medio incorporado en su cama de la pensión, dijo:

– Ni idea.

– Entonces, si tú no lo conocías…, ¿por qué te atacó?

– Era un encargo. De los americanos.

– Ya. Bien pudo ser un atraco.

– Sabía mi nombre, me buscaba. Cuando entré se dirigió hacia mí y dijo: «¿Alsina?».

Hubo un silencio.

Yesqueros volvió a hablar tras hacer un gesto al agente que le acompañaba, quien, discretamente, los dejó a solas:

– ¿No pueden haber sido los del búnker?

– No -negó Alsina-. Esos me necesitan. Todavía, claro. Ha sido ese americano, Richard. Esta misma mañana hemos tenido un altercado.

– Debes tener cuidado, Julio. Esa chica, Inés, lo vio todo; es un caso muy claro de defensa propia y no tendrás pegas, pero sé cauto. Ese tipejo había actuado ya por encargo en otras ocasiones, un mal bicho. Pero esto es serio. No puedes permitirte cometer más errores.

– Sí, el médico me ha dicho que descanse unos días. ¿Ha cantado el pedáneo?

– No, se mantiene en sus trece. Dice que sólo enterró el coche, y no creas, le han dado lo suyo.

– Pobre hombre. Un perro fiel. Ése no tiene idea de dónde están los cuerpos. Por eso lo entregó su jefe.

– Sí, dudo que podamos cazar a don Raúl.

– Ni a Guarinós.

– De eso olvídate, directamente.

– No quiero que lo de Ivonne quede impune.

– Pues me temo muy mucho que será así. A no ser que en lugar de los del búnker terminen ganando los amigos de don Raúl, los tecnócratas.

– No pierdo la esperanza de que paguen todos, unos y otros. Los primeros por lo de Ivonne y los segundos por lo que han hecho a esa pobre gente del pueblo.

– Cuídate mucho.

Yesqueros se levantó para despedirse y dio paso a una visita que aguardaba: eran Ruiz Funes y Blas Armiñana.

– ¿Estás bien, amigo?

– No es nada, no es nada -contestó quitando importancia al asunto-. Sólo ha sido un rasguño.

– Me ha comentado tu patrona que la herida es profunda.

– El médico me ha dicho que ha pasado cerca de un tendón, pero he tenido suerte. Una semana y fuera los puntos.

– ¿No has pasado miedo? -preguntó el forense.

– Pues, sinceramente, no. No tuve tiempo más que de defenderme.

– ¿Y ahora? -quiso saber Ruiz Funes.

– Tampoco, la verdad. Me sorprende, pero es así. ¿Que podrían hacerme? ¿Matarme? Total, yo ya estaba muerto.

– Chico, lo dices de una forma…

– No, no, Joaquín. Me encuentro bien, nunca me he sentido mejor. No tengo miedo, y eso es raro, lo sé, pero te hace sentir muy poderoso. Voy a por todas.

– Estás loco, amigo. Pensaba proponerte que dejaras de investigar este caso. Vete de vacaciones una buena temporada.

– No.

Armiñana y Joaquín se miraron como con pena.

– Tienes un futuro, Julio…

– Todos lo tenemos; minutos, segundos, días, meses…, quién lo sabe. Pero no pienso vivir nunca más con miedo. Esos hijos de puta van a pagar.

– ¿Quiénes?

– Todos.

Doña Salustiana asomó la cara y dijo:

– Tiene usted visita.

Julio sintió que le daba un vuelco el corazón al ver aparecer a Rosa Gil acompañada por su madre.

– Nosotros ya nos íbamos -dijo Ruiz Funes con expresión picara al observar que su amigo se había ruborizado.

– Sí, sí, mañana volveremos. Hala, a mejorarse -añadió Armiñana.

La madre de Rosa, doña Ascensión, le entregó unos bombones mientras doña Salustiana traía un par de sillas:

– ¿Está usted bien? -preguntó Rosa con cara de susto.

– Muy bien, no ha sido nada. Un rasguño -contestó sonriendo para tranquilizarla.

– Ha sido terrible. Terrible -comenzó la madre de la chica-. Parece que estas cosas sólo ocurran en las películas y fíjese. Cuando lo he sabido me he quedado muerta, y mi Rosita me ha dicho: «Vamos a verle, mamá». Sé que se portó usted muy bien con uno de sus descarriados y también con ella misma.

Alsina se sintió doblemente culpable.

– Son ustedes muy amables. No tenían por qué molestarse.

– Si es lo que yo digo -prosiguió la buena mujer-, que el Caudillo es demasiado bueno. ¡Mano dura es lo que hace falta! Un gitano era, ¿no? Para robarle, seguro. Ahora que a usted le va bien con eso de los televisores…

Rosa y Julio se miraron con disimulo.

– ¿Se puede? -dijo la voz de alguien que asomaba a la puerta.

Era doña Tomasa, la madre de Clarita, acompañada por doña Salustiana. Aquello parecía una romería.

– ¿Cómo está el enfermo? -preguntó la recién llegada-. Le traigo una tarta de chocolate. Las hago yo misma, con chocolate puro Valor y galletas María.

– Vaya; gracias, doña Tomasa.

– Quería pedirle disculpas por lo del otro día…

– No se preocupe. ¿Cómo está ella?

– Bien, bien…, pero usted sabrá perdonarme. Yo creí que…, en fin, pensaba que usted era el culpable de aquello. Por eso quise arrancarle la cara.

– Doña Tomasa, no se preocupe. Le digo que es asunto olvidado, comprendo que usted creyera que yo…

– Ya, hijo, ya, pero ¡fui tan injusta! Ese don Serafín, al que Dios confunda, se portó como un mezquino. Mi hija hubiera muerto de no ser por usted. Me dijo el médico que, de esperar un poco más, habría muerto desangrada. Usted le salvó la vida, la llevó a la casa de socorro aun poniéndose en peligro. Es usted un buen hombre, ¡y un valiente! Espero que ese Tenorio de pacotilla se pudra en la cárcel.

– Pero ¿Clarita se encuentra bien?

– Sí, cada día mejor. Le llevo sus buenos filetes de hígado -precisó la mujer, que bajó la voz para añadir-: En cuanto le den el alta, se va con mi hermana a Santiago de la Espada, en la sierra. Allí estará en un ambiente más noble, de pueblo. Me ha dicho el médico que ya no podrá tener hijos, pero me conformo con que haya salvado la vida.

– Vaya, lo siento.

– Pues nada, nada, usted acábese la tarta y póngase bueno, que yo ya le dejo con la compaña. He de irme al hospital.

Doña Tomasa y doña Salustiana salieron del cuarto y fue entonces cuando la madre de Rosa hizo algo inesperado:

– Yo me voy, que es tarde y me quiero acostar.

Rosa hizo ademán de levantarse, pero doña Ascensión cortó el intento:

– No, hija, no. Tú quédate y hazle compañía a este hombre tan valiente. Un ratito sólo. Que se mejore, don Julio.

– Gracias.

Y salió dejándolos a solas.

Rosa estaba boquiabierta, y Julio alzó las manos como diciendo que no entendía lo que pasaba.

– ¡Lo sabe, seguro! -dijo ella en un susurro.

– ¿Qué va a saber?

– Es mi madre y lee en mí como en un libro abierto.

Quedaron en silencio. Rosa le rozó la mano con la suya, pero de inmediato miró hacia atrás y la separó; la puerta del cuarto estaba abierta.

– Esto es de locos -murmuró él.

– Debes de caerle muy bien para habernos dejado a solas.

Alsina sonrió.

Ella dijo:

– He pasado miedo. Joaquín me ha contado tus dos entrevistas de hoy. Si te ocurriera algo me volvería loca. Deberías dejarlo.

– Sí, debería.

– ¿Por qué no nos vamos?

– ¿Irnos? ¿Adónde?

– A Francia, a trabajar y a vivir. Allí no es necesario casarse, la gente vive su vida.

– Pero ¿has perdido la cabeza? Tú tienes una vida aquí.

– Que no me gusta.

Julio suspiró. Parecía cansado.

– ¿De verdad darías un escándalo como ése por mí?

– Sí, estaría lejos, muy lejos como para importarme lo que dijera la gente.

– ¿Y tus padres?

– Se les pasaría. En cuanto vinieran a ver a su primer nieto.

Julio volvió a sonreír.

– ¿Qué? -dijo ella-. ¿Tendríamos hijos, no?

– Los que tú quisieras, Rosa.

Volvieron a quedar en silencio. Entonces entró doña Salustiana con una bandeja en la que traía un ponche y un buen plato de sopa.

– Y ahora, a cenar -dijo la patrona.

Rosa se levantó y se despidió hasta otro momento.

Antes de que saliera, Alsina le dijo, no sin retintín:

– Recuerde, señorita Gil, le tomo la palabra.

Y se puso una servilleta a cuadros sobre el pecho.

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