Tres horas tardó el abogado en volver a la sala de espera de la comisaría. Alsina, desesperado, se levantó y dijo:
– ¿Qué?
Alfredo Ayala ladeó la cabeza. Pintaba mal. Alsina había acudido a buscarle a toda prisa a su gabinete de la Gran Vía diciéndole que no reparara en gastos. Los padres de Rosa permanecían atrás, como en un segundo plano. No se atrevían ni a acercarse.
– Los acusan de conspirar para cometer un atentado.
– ¿Cómo?
– Dicen que son comunistas, que los jóvenes de Barcelona los han delatado. Quieren acusar a Joaquín de asesinar a Blas, el forense, porque, según ellos, les había traicionado.
– ¡Qué tontería! ¿Y Rosa? Es falangista.
– Una infiltrada del PCE, según ellos.
– Están locos.
– Voy a solicitar que salgan bajo fianza, pero con la Político Social de por medio me temo que será imposible. Me voy al juzgado, les van a tomar declaración y no me dejan estar presente. Se plantean llevarlos a Madrid, al TOP [2].
– Jesús, María y José! -exclamó doña Ascensión santiguándose mientras su marido la abrazaba.
– Váyanse a casa. No teman -los tranquilizó el letrado-. Por cierto, Alsina, dicen que pases, que quieren hablar contigo.
Julio miró a los padres de la chica y les dijo:
– Descansen un rato. Yo me encargo. No le va a pasar nada, yo respondo. Luego les llamo.
Antes de entrar en el despacho que le indicaba el abogado miró de reojo y vio que los tres iban camino de la puerta de la comisaría. Adolfo Guarinós lo esperaba con los pies encima de la mesa. Al verle entrar descolgó un teléfono y ordenó:
– Que bajen.
– ¿Qué quieres? ¿Qué he de hacer?
– Un momento, sin prisas.
No habían pasado ni tres minutos cuando el comisario y el gobernador civil hicieron su entrada en el despacho de Guarinós. El jefe de la Político Social les invitó a sentarse en un sofá de tres plazas que tenía para las visitas y les sirvió sendas copas de coñac:
– ¿Un Licor 43? -le ofreció el comisario con cierto retintín.
– No, gracias -rechazó Alsina mirándole con cara de pocos amigos.
Guarinós se sentó en una silla frente a él, junto a sus jefes, como un perro fiel. Era obvio que disfrutaba con todo aquello. Ni siquiera le invitaron a sentarse.
– Bueno -comenzó diciendo el gobernador, don Faustino Aguinaga-, la cosa ha hecho crisis.
– ¿Y?
– Ha hecho crisis por tu culpa -añadió Guarinós.
– ¿Cómo?
– Sí, sabemos que lo sabes.
– Que yo sé, ¿qué?
– Lo que hacen los de Wilcox. Queremos las pelotas de don Raúl.
– Yo no sé nada.
El comisario, don Jerónimo, dijo entonces con una amplia sonrisa en los labios:
– Tú dijiste antes de ir a Madrid que habías aclarado el misterio.
Sabían que había estado en Madrid. ¿Sabrían que Veronique estaba viva?
Entonces reparó en algo peor, algo que le hizo sentir un escalofrío. Él sólo había dicho saber lo que estaba ocurriendo delante de Blas, Joaquín y Rosa. Su rostro debió de reflejar que sentía como si, de repente, le hubieran sacado toda la sangre del cuerpo.
Aquellos tres hijos de puta estallaron en una violenta carcajada:
– Sí, hijo mío, sí, uno de sus amigos le traicionaba -dijo el gobernador.
– Das pena, créeme. Deberías verte -apuntó Guarinós.
Intentó pensar. Rápido.
Blas.
Eso era. Blas le había traicionado y se pegó un tiro por ello, o le habían matado. Claro, era evidente, Blas.
– ¿Qué quieren de mí?
– Cuéntanos lo que sabes -concretó Guarinós.
– ¿Y los soltarán?
– ¿Todavía te preocupa esa puta que te ha traicionado? -dijo el comisario.
Julio sintió que se le doblaban las piernas.
– ¿Cómo? -acertó a decir-. ¿Rosa?
Los otros tres volvieron a reír a carcajada limpia. Se daban codazos e incluso el gobernador sacó un pañuelo para secarse las lágrimas.
– Ay, ay -suspiró el comisario-. Este Alsina me mata. Tan listo para unas cosas y tan rematadamente tonto para otras. A ver, amigo, ¿se te ha escapado que la joven es falangista?
El gobernador se partía de risa y Guarinós llegó a mirarlo incluso con pena. Se sintió morir.
– Rosa trabajaba para ustedes.
– En efecto-asintió sonriente el gobernador.
– Entonces, ¿qué hace detenida?
– Se pasó de lista. Os ibais a Francia, ¿no?
Intentó pensar. A ver. Ella le había traicionado, sí. Rosa. Quizá por eso había sido tan amable desde el principio. Por eso habían conectado de aquella manera desde el primer momento Le extrañaba que una joven de la Sección Femenina hubiera sido tan comprensiva, tan abierta.
Era obvio.
No.
Ella le quería.
Recordó Barcelona.
Además, ellos lo habían dicho. Se había pasado de lista. Pretendía ir a Francia con él. Eso habían dicho. Sí, le quería. Le. quería.
Rosa trabajaba para ellos.
Suspiró.
– Si os cuento lo que sé, ¿los soltaréis?
– ¿Al maricón? -preguntó Guarinós.
– A los dos.
Los tres se miraron y asintieron complacidos.
– Sí -aceptó Adolfo Guarinós.
– Veronique está viva.
Sonrieron. Esta vez no parecían tan divertidos.
– Lo sabemos. Ha volado. Dime algo nuevo. Sabemos que antes de irte dijiste que habías identificado al novio de Antonia García.
– No, no. Dije que creía saberlo. Pensé que era un tipo de la CIA, pero me equivoqué -mintió.
Guarinós lo miró con cara de pocos amigos:
– ¿Me tomas por tonto?
– La verdad, no.
– ¿Por qué coño te crees que están detenidos tu amigo y la putita? Por ti. Tuvimos la excusa perfecta con el asunto ése de los estudiantes llegados de Barcelona, los huidos.
– Ella es inocente. ¡Es falangista!
– Dame un par de horas y confesará ser comunista -afirmó Adolfo Guarinós sonriendo como una hiena.
– Si le tocas un pelo, te mato, hijo de puta -amenazó Alsina mirándole a los ojos.
– Un momento, un momento -terció el gobernador civil a la vez que se servía otra copa de coñac-. No nos pongamos nerviosos. Aquí todos podemos salir ganando. Mire, Alsina, usted se ha mostrado muy reservado con nosotros desde el principio y todo este malentendido podría aclararse con un poco de buena voluntad.
– ¿Qué quiere de mí?
– La cabeza de don Raúl. Tiene la finca llena de fiambres y podríamos agarrarlo por los huevos, es la forma de saber qué negocio se llevan esas ratas de sacristía con los americanos.
– No sé dónde los esconden.
– Me da igual lo que sepa o lo que crea saber. Tiene cuarenta y ocho horas, ni un minuto más. Si no me soluciona antes la papeleta, dejaré que Guarinós se haga cargo de los dos detenidos. Ya sabe, para interrogarlos.
Sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
– Bien -respondió muy serio sin levantar la vista del suelo-. Tendrá lo que quiere, pero si esa rata les toca un pelo, juro que le mato.
– Me parece razonable -dijo el comisario sonriendo.
– Pero ustedes no me facilitan toda la información, y así no podré resolver el rompecabezas. Por ejemplo, ¿qué les contó Ivonne? Estuvo detenida.
Los ojos de Adolfo Guarinós, inyectados en sangre, lo miraban como si fuera una presa.
– Deje ese asunto, ya se lo dije -apuntó el gobernador.
– ¿Qué les dijo?
– No sé de qué habla.
– Así no iremos a ninguna parte.
El gobernador lo miró con cara de pocos amigos y añadió:
– Eso que dice no es cierto. Esa joven nunca estuvo detenida, consulte usted los registros que quiera, pero suponiendo, que es mucho suponer, que lo hubiera estado, ¿de verdad cree usted que si hubiese dicho algo estaríamos aquí perdiendo el tiempo con un borracho como usted?
– Supondré entonces que no les dijo nada -resumió Alsina.
Entonces el gobernador civil lo miró con cara de malas pulgas y sentenció señalándole con el dedo:
– Cuarenta y ocho horas. Si no me lo resuelve antes, entregaré a sus amigos a Guarinós, y luego, de propina, a usted mismo. Así sabremos qué nos oculta.
El comisario y don Faustino Aguinaga se levantaron como indicando, que la reunión había terminado. Salió de allí a toda prisa y se quedó mirando el movimiento de las ramas del ficus centenario de la plaza de Santo Domingo. Había algo hipnótico en ello. Quizá era que se sentía fuera de la realidad, como en un sueño.
Comenzó a andar como si otro guiara sus pasos. De camino a la pensión tuvo tiempo de pensar en lo que había ocurrido. Se sentía traicionado por Joaquín: era comunista y se lo había ocultado, pero lo que de verdad le molestaba era sentirse utilizado como un muñeco. No le importaba que su amigo hubiera mantenido en secreto su filiación, eso era comprensible, era lógico que fuera muy discreto al respecto. Lo que le hacía sentirse como un tonto era que Ruiz Funes lo había enviado a dar un recado a Práxedes, el loco de las palomas, y le había hecho visitar a un posible espía del Partido en Barcelona. Le hizo correr un gran riesgo sin avisarle. La gestión con Juárez resultó útil, pero ahora sabía que Joaquín estaba interesado en el asunto de La Tercia por otro tipo de motivaciones. No le preocupaba que desaparecieran lugareños, no, ni el suicidio de Ivonne o el asesinato de Antonia García; sino qué podía sacar de aquello el Partido Comunista y qué información sensible podría pasar a Rusia.
No le agradaba aquello. Por otra parte, no le cabía duda de Joaquín; lo apreciaba de veras, le había ayudado, no sólo con el asunto de los televisores, sino también con el caso. Se sentía obligado a auxiliarle, a sacarlo de la cárcel. Sentía un gran aprecio por él pese a que lo hubiera utilizado. Ruiz Funes estaba en un grave apuro y él era la única persona que podía ayudarle.
Veronique no quiso hablar con él. Era la clave y había perdido cualquier posibilidad de contacto con ella. Se alegraba de que la joven se hubiera esfumado, pero no podía continuar la investigación sin su testimonio, le faltaban datos.
Los del búnker lo tenían bien amarrado. Tenía que hacer lo que ellos quisieran, y no le agradaban aquellos locos, malditos hijos de puta, que habían asesinado a Ivonne.
Tenían a Rosa. Ella le había traicionado. También.
En el fondo lo esperaba; o quizá no.
En su momento le extrañó que una joven falangista con mando se hubiera comportado con él de aquella manera, tan abierta, tan sincera. Esperaba que la chica fuera una solterona reaccionaria y amargada, y había hallado a alguien dulce, que se preocupaba por auxiliar a los demás. Una mujer que lo había ayudado a recuperar la seguridad en sí mismo y a la que, sin duda, amaba. Por eso le dolía más su traición.
O no.
Aquellos fascistas habían dicho que «se había "pasado de lista» y que «pensaba irse a París con él». Eso debía de significar algo. Quizá ella lo quería de veras.
Recordó Barcelona, la forma de hablar de Rosa, sus ojos.
La idea de escaparse a París había surgido de ella cuando lo vio herido en el brazo. Temía por él. Era evidente que la joven quería alejarse de allí con Julio, poner tierra de por medio y empezar una nueva vida. ¿O era todo parte de una treta para ganarse absolutamente su confianza?
No; si estaba detenida era porque se les había enfrentado. O eso quería pensar.
Todo lo que tocaba se convertía en mierda. Las únicas dos personas que le importaban algo en aquel mal sueño que otros llamaban vida le habían traicionado.
Bueno, no tan rotundamente.
Lo habían utilizado, sí, pero sabía que le respetaban y él los necesitaba.
Quería sacarlos del calabozo y sólo había una manera de hacerlo. Resolver el asunto de La Tercia.
Sabía quién era Robert y eso le llevaba a intuir qué demonios estaba pasando allí. Tenía que jugar esa baza. Se sentía agotado, a punto de desfallecer. No había dormido y necesitaba pensar con claridad. Vio a lo lejos la puerta de la pensión y deseó acostarse para reponer fuerzas. Cuanto antes.
A la mañana siguiente, nada más levantarse, tomó un café en la cocina junto a una taciturna doña Salustiana que acusaba la ausencia de Eduardo, su joven amante. Desde el desagradable incidente en que fuera detenido corriendo semidesnudo por la calle no había vuelto a la pensión. Se limitó a enviar a un amigo en busca de sus efectos personales. La mujer del representante de pantalones Lois se había mudado a casa de su hermana y la esposa de don Serafín, ya en la cárcel por haber hecho abortar a una menor, se trasladó con su ruidosa prole a Valladolid, a casa de sus padres. Todo resultaba más tranquilo en aquel pequeño mundo.
Antes de salir pasó por casa de Rosa y comprobó no sin pesar que los padres de la chica habían pedido ayuda a los superiores de su hija sin éxito. No querían saber nada. Nadie se atrevería a dar la cara por una joven acusada de comunista.
No había pruebas, ni podía haberlas, pero es que tampoco estaban muy claros los cargos. El abogado no se había podido entrevistar con los detenidos y ni siquiera sabía qué pruebas obraban en su contra. El periódico relataba el «suicidio» de Práxedes y se hacía eco de la desarticulación de una pequeña célula comunista, «apenas unos revoltosos».
En la calle se rumoreaba que bien podían ser llevados a Madrid, al temido TOP. Alsina supo que sólo le quedaba una opción y fue a recoger su coche para dirigirse a La Tercia. Una vez allí se encaminó al Teleclub y le dijo al dueño que tenía que hablar con don Raúl y con míster Thomas sobre la foto, urgentemente.
Aquel tipejo salió de allí y al poco volvió con un recado:
– Dicen que espere aquí.
En quince minutos lo había recogido un coche negro, el inmenso Cadillac de la otra vez. Escoltado por dos gorilas, llegó a la finca en un cuarto de hora. Lo llevaron a la casa de don Raúl, desde la cual se divisaba la vivienda de los americanos, La Casa, a lo lejos, y al fondo, la sierra de Columbares. Míster Thomas, don Raúl y Richard se hallaban sentados en un pequeño empedrado en la parte delantera de la inmensa mansión, al sol. Estaban tomando vermú con sifón y aceitunas. La casa era grande, señorial y añosa, más vieja que la de los hombres de Wilcox. Tenía enredaderas en las paredes y muchos tiestos con geranios que le daban un cierto aire andaluz. Al fondo se adivinaba un pequeño tentadero y, más allá, un amplio picadero con amplias cuadras.
– Siéntese y tome algo -invitó don Raúl por todo saludo.
Alsina se sirvió un vermú para darse ánimos.
– ¿Quería vernos? -preguntó míster Thomas.
– Sí.
Se sentó junto a Richard. Observó al espía de la CIA. El sol le daba en la cara y se filtraba por los cristales verdes de sus gafas de sol dejando entrever sus ojos. Era imposible percibir el color, pero supuso que serían claros. Pensó en que en la fotografía de aquel hombre que había visto en Barcelona llevaba gafas de sol, al igual que en las dos ocasiones en que había estado con él en persona. Tomó nota de ello.
Observando de reojo a míster Thomas, comenzó a decir:
– Tengo que hacerles una oferta.
– ¿A nosotros? -repuso don Raúl sonriendo.
– Sí, sé lo de la fotografía, ya se lo dije a Richard.
El agente de la CIA lo miró con fiereza. Pudo percibirlo gracias a que el sol delataba hacia dónde se movían sus ojos. Vio sus cejas arquearse, como si lo hubiera contrariado demasiado con su comentario. Don Raúl le incitó:
– Usted dirá.
Julio bebió un sorbo de vermú en una pausa efectista que dio resultado. Leyó la expectación en los ojos de sus interlocutores.
– Sé lo que hacen ustedes aquí.
Don Raúl comenzó a carcajearse mirando a míster Thomas.
– He identificado a Robert, sé quién es y tengo los negativos de la foto que se hizo con Antonia. Una prueba inequívoca de que estuvo aquí. -Don Raúl dejó de reír al instante, mientras el policía continuó a lo suyo-: Mis amigos han sido detenidos por la Político Social. Necesito su ayuda o hablo. Iré a los rusos.
– No podemos hacer nada en este asunto -aseguró don Raúl-. Para eso los detuvieron, para presionarle a usted.
Alsina advirtió que Richard tenía vuelta la cabeza hacia la izquierda, hacia la sierra, pero que le miraba de reojo, un viejo truco que usaba el hermano Ildefonso, en los maristas, cuando Alsina era crío. Aquel cura vigilaba los exámenes con gafas de sol para que sus alumnos no supieran adónde miraba. Era evidente que el americano no se había dado cuenta de que el astro rey le traicionaba. El detective supo que aquello suponía una mínima ventaja y decidió aprovecharla.
– Los del búnker saben que ustedes tienen un montón de cadáveres enterrados en algún lugar de la finca.
– ¡Qué tontería! -exclamó don Raúl.
Alsina, con cuidado, había mirado a Richard, cuyos ojos giraron con disimulo hacia un punto situado tras él.
– Sí, es como buscar una aguja en un pajar -admitió. Entonces, mientras continuaba hablando, se volvió para mirar hacia el mismo punto donde el agente de la CIA había fijado la vista durante unas imperceptibles décimas de segundo-. Esta finca es inmensa; debo felicitarle por ello, don Raúl.
– Gracias -dijo el terrateniente.
El depósito.
Richard había mirado al enorme depósito de agua que se veía desde cualquier punto de la propiedad. No había otra cosa que se percibiera en aquel punto.
El detective se levanto para repetir la experiencia. Haciendo como que paseaba arriba y abajo y asegurándose de que veía el rostro del espía y el depósito de agua a la vez, añadió:
– Tienen ustedes razón. Lo tengo todo perdido. Además, no creo que hayan sido ustedes tan estúpidos como para colocar todos los fiambres juntos. Son profesionales.
Otra vez.
No había duda.
Richard había movido los ojos, no la cabeza, hacia el lugar en que se encontraba el depósito. Se creía protegido por las gafas de sol y había cometido un error de principiante. Sintió que le temblaban las piernas. Intentó no parecer nervioso, así que se acercó a la mesa y apuró el vermú.
– Exquisito -alabó-. Ustedes ganan, me rindo. Total, mi amigo Joaquín es comunista y la chica trabajaba para ellos. Al menos me la beneficié varias veces. Sólo les diré una cosa. La fotografía y la identidad de Robert se harán públicas en caso de que me suceda algo; de lo contrario, no tienen ustedes nada que temer. Espero que sean inteligentes y me dejen en paz, yo me voy a vivir lejos de aquí.
– ¿Y no va usted a pedir nada a cambio? -preguntó míster Thomas.
– ¿Acaso mi vida le parece poca cosa? Para mí no hay nada más valioso.
– Es razonable. Que traigan el coche -ordenó don Raúl a Richard, mientras sonreían complacidos, lo mismo que míster Thomas.