El viernes fue un día algo extraño para el policía. La jornada se le hizo larga, muy larga. No encontró más noticias sobre el asunto de los jóvenes comunistas detenidos por los incidentes de la Universidad de Barcelona, así que supuso que habría quedado en poco menos que nada. En los periódicos no se hablaba de Juárez ni de su detención, de modo que respiró tranquilo. Como siempre, la prensa traía noticias que eludían cualquier atisbo de carga política, al menos para el Régimen. Los tripulantes de las dos Soyuz, ya de nuevo en Rusia, habían sufrido un atentado cuando iban de camino al Kremlin para recibir un homenaje. Un extenso artículo del profesor Álvarez Villa decía que la exploración de la Luna era rentable y aparecían más noticias de las que entusiasmaban a los censores, como que dos artistas circenses, un payaso enano y una acróbata, se habían convertido al catolicismo en una ciudad siciliana. Demencial. Alsina pensó que aquello podría hasta ser risible, de no ser porque aquel control mediático era real, ocurría en su país y le afectaba a él y a la gente que quería. Después de comer, los cursillistas pudieron dormir la siesta, y por la noche tuvieron una cena de despedida con fiesta incluida a la que asistieron varios directivos de la empresa en España. Tomó apenas una cerveza, un poco de vino en la cena y una copita de sidra. En el fondo, y aunque no sentía el impulso atroz de beber que antaño le dominara, temía la posibilidad de emborracharse y caer de nuevo en el abismo. Era el viernes 24 de enero y hacía un mes de la muerte de Ivonne. Llevaba un mes resucitado.
El sábado por la mañana tomó un tren hacia Murcia, que salía a las diez de la estación término de Francia. Compró la prensa y sintió que se le helaba el corazón. Un enorme titular rezaba a toda página: «Estado de excepción».
Un subtítulo, más pequeño y situado justo debajo precisaba: «En suspenso los artículos 12, 14, 16 y 26 del Fuero de los Españoles».
Tomó asiento sin hablar con nadie y siguió leyendo algo asustado. Había fotografías de disturbios estudiantiles en París, San Francisco y Bogotá. «Ola estudiantil», decía un titular junto a ellas. Como muchos españoles, sintió miedo. Parecía obvio de qué iba el asunto, sólo había que leer entre líneas. Los incidentes de la universidad no debían de haber sido aislados, ni mucho menos, y el Régimen estaba empeñado en destacar que había disturbios estudiantiles en todo el mundo, o sea, que aquello era algo supranacional y, por tanto, inevitable. No tenía información, pero debían de haberse producido desórdenes en diferentes puntos del país, sin duda. Siguió leyendo las noticias y ni siquiera se dio cuenta de que el convoy se ponía en marcha. Buscó qué motivos alegaba el Gobierno para tomar una medida como aquella. El señor Fraga Iribarne decía que se debía a «Acciones minoritarias pero sistemáticamente dirigidas a turbar la paz de España y su orden público que han venido produciéndose en los últimos meses, claramente en relación con una estrategia internacional que ha llegado a muchos países». Era eso, debían de haberse producido disturbios. ¿Estaría despertando el pueblo de su letargo, como le había ocurrido a él mismo? ¿Había llegado el día en que la gente se echara a la calle?
Era evidente que una medida así no se adopta porque unos cuantos estudiantes hubieran asustado a un rector; no, aquello tenía más calado.
«Ningún hombre de bien y de paz tiene nada que temer», decía Fraga en la prensa. Lo de siempre.
Buceó en las informaciones y comprobó que los artículos referidos afectaban a los derechos de reunión y a que la policía allanara en un domicilio sin orden previa de un juez. La cosa no era tan grave, y ese tipo de recursos era utilizado por el Régimen con cierta regularidad. Dentro de lo malo, pensó para sí, la situación no era tan difícil. Además, la vida seguía, los periódicos se preguntaban si Mao Zedong había muerto o reflejaban que el Cordobés estaba muy grave por una cogida. Quizá no ocurriera nada malo. O eso querían creer todos.
El domingo por la mañana se levantó agotado por el viaje y desayunó con tranquilidad con su patrona y con el ciego, Rubén. Hablaron del asunto del estado de excepción, y doña Salustiana salió con la clásica frase que la costumbre había terminado por inculcar en la mente de los españoles:
– No, si el Caudillo no es malo, el problema son los ministros que le aconsejan.
Alsina recordó, sonriendo para sí, el motín de Esquilache, sin ir más lejos, evocó las lecciones de Historia que le diera un viejo profesor en una escuela nacional de las afueras de Madrid y convino en que los españoles no se habían movido un ápice en todos aquellos siglos.
A eso de las once se dejó caer por casa de Ruiz Funes, quien leía fumando con aire sofisticado en su butacón.
– ¡Dichosos los ojos! ¿Cómo ha ido? -preguntó levantándose para abrazarlo efusivamente.
– ¿Los televisores o los juegos de espía?
– ¡No, hombre, no, lo de Rosita!
Se quedó mirando a su amigo y no pudo por menos que sonreír.
– Joder, tengo que reconocer que ahí has estado hábil, Joaquín.
– Siéntate, anda, siéntate y toma un café.
– ¿En qué lío me has metido? Ha habido detenciones.
– Lo sé, lo sé y perdona. Ese asunto del rector ha complicado las cosas. ¿Te has enterado?
– Estado de excepción.
– Sí, y no será la primera vez ni la última, pero no conviene a nadie.
– ¿Qué coño era eso de Juárez?
– Un amigo. Pensé que podía ayudarte.
– Pues no sé, Joaquín, porque me puso los pelos de punta. Ese Richard, el jefe de seguridad de Wilcox…
– Sí, le hablé a Juárez de él.
– Me enseñó unas fotos por si podía identificarlo.
– ¡Bien hecho! ¿Y…?
– Es de la CIA.
– ¡No!
– Sí.
– Joder -murmuró Joaquín pasándose la mano por el pelo-. Esto se complica.
– ¿Es un espía?
– ¿Quién? ¿Richard?
– No, coño. Tu amigo Juárez.
– ¿Tú qué crees?
– Que sí.
– Pues eso. Necesitábamos saberlo, Julio. Ahora sabemos qué terreno pisamos.
Hubo un silencio entre los dos amigos.
– Joaquín…
– ¿Sí?
– Sabes que confío en ti plenamente, pero ¿no estarás metiéndome en un lío? Sabes que la política no es lo mío, ni quiero que lo sea.
– Tranquilo, tranquilo. Nunca haría nada que pudiera perjudicarte y lo sabes.
– Ya.
– Ten fe en mí.
– Sabes que la tengo ¿Eres comunista?
Alsina no podía creerlo: se había atrevido a preguntar aquello.
Se oyó un ruido procedente del cuarto contiguo y Ruiz Funes pidió:
– Espera un momento.
Se incorporó y abrió la puerta de la habitación, lo justo para que Alsina viera a dos chicos jóvenes, con buena pinta, a los que su amigo dijo algo en voz baja. Cuando Joaquín se dio la vuelta para cerrar la puerta, a Julio le pareció que uno de los jóvenes decía algo al otro en catalán. No entendió lo que era, pero le pareció catalán, seguro.
– Perdona, Julio, pero tengo unos invitados imprevistos y tengo que hacer unas cosas; si te parece, hablamos mañana -propuso Ruiz Funes dando por terminada la entrevista.
Cuando lo acompañaba por el pasillo, el anfitrión dijo de pronto:.
– Por cierto, no he podido conseguir planos de la finca de don Raúl.
– Vaya, qué fastidio.
– Sí, mi amigo del Ministerio de Agricultura me ha dicho que el centro de El Colmenar, justo el lugar donde está la casa de los americanos, está clasificado como C-5T. ¿Y sabes lo que quiere decir eso?
– ¿C-5T?
– Zona restringida de uso militar.
Salió de allí blanco por la impresión. Ni siquiera había caído en que Ruiz Funes no respondió a su pregunta sobre si era comunista.
Comió en la pensión y, sin dormir la siesta, se fue al cine a ver El loco del pelo rojo, un estreno con Kirk Douglas que le ayudó a alejar su mente del caso. Volvió a la hora de la cena a la pensión, donde, tras reponer fuerzas, pidió un termo de café con leche bien cargado y se retiró a su cuarto, donde se vistió de manera un tanto extraña: botas chirucas y pantalón militar que guardaba desde la mili, jersey negro, una cazadora de cuero vieja y oscura y un gorro de lana azul marino. Se entretuvo en dar algunas pinceladas de betún al pantalón de color caqui antes de salir. Salió sin hacer ruido y tuvo la suerte de no cruzarse con el sereno hasta el lugar en que tenía aparcado su coche. Condujo sin prisa, escuchando un programa deportivo en un pequeño transistor, y llegó a las inmediaciones de la finca de don Raúl, El Colmenar, a eso de las doce y media de la noche.
Aparcó en un camino lateral que salía hacia la izquierda, tras unas cañas que crecían a una altura considerable. Debía de haber cerca una balsa o una fuente de agua. Rezó porque nadie reparara en el vehículo que, afortunadamente, no quedaba a la vista, y bajó de él estirando los brazos para deshacerse del frío. Miró las estrellas, comprobando que hacía una noche despejada pero muy fría, y se echó a la espalda la mochila en que había guardado algunas cosas que supuso podría necesitar. Caminó junto a la alambrada y se adentró hacia el este, en paralelo a la sierra. Cuando estaba lejos del camino se quitó la mochila, sacó los alicates y cortó los alambres jalonados de pinchos. Pasó agachándose, y por segunda vez en su vida se adentró en aquella maldita finca donde la gente desaparecía para siempre. Intentó utilizar la linterna lo menos posible y caminó a paso vivo, orientándose por lo poco que recordaba de su visita anterior. Aquello era C-5T, o sea, territorio vedado de uso militar. No había ningún cartel al respecto en la zona, así que fuera lo que fuese lo que hacían allí los americanos, era secreto. Al cabo de una media hora se sentó en una roca y sacó el termo. El café le sentó bien; lo tomó mientras contemplaba, al fondo, el grandioso silo o depósito de agua que había visto en la otra ocasión. Según sus cálculos, La Casa, la residencia de los americanos, debía de quedar al este, a un par de kilómetros. Entonces oyó un ruido.
Quedó inmóvil como si la vida le fuera en ello, y ni se atrevió a cerrar el termo por no hacer ruido alguno.
Sí, pasos, sobre la tierra.
Apoyó el termo y el tapón que hacía las funciones de vaso en el suelo, junto a la mochila, y se levantó sin mover los pies.
A la derecha. Alguien venía.
Con cuidado y moviéndose muy despacio, dio un paso atrás sin hacer ruido, hasta quedar oculto tras el tronco de un añoso olivo, a la vez que buscaba a tientas la funda riñonera de la pistola. El corazón le latía desbocado.
¿Desaparecería él como los demás? Una luz, sí, una luz venía en su dirección y se escuchaba un jadeo. Vio que la luz se movía por el terreno justo delante de él y cuando supo que aquella cosa estaba a su altura, giró por detrás del árbol y apuntó hacia aquello tras amartillar el arma.
– ¡Quieto o te reviento!
– ¡No, no! ¡Soy periodista! -exclamó una voz temblorosa.
– ¿Cercedilla? -preguntó Alsina, comprobando que tenía ante sí al tembloroso ufólogo ataviado como un explorador, con una mochila a la espalda, y pertrechado con un casco de minero con una potente linterna.
– ¡Alsina! ¡Alabado sea Dios! Me ha dado usted un susto de muerte.
– ¿Qué coño cree que hace con esa linterna? Apáguela o nos van a descubrir.
– ¿Qué hace usted aquí?
– Pues supongo que lo mismo que usted. ¡Apague esa puta linterna ahora mismo!
Entonces, en mitad de aquel silencio desolador se escuchó el ruido de un motor. Al principio era un rumor apenas perceptible, pero en unos segundos fue evidente que venía a toda velocidad. La luz indirecta de los faros iluminó unos almendros a apenas unos doscientos metros.
– ¡Rápido! ¡Al suelo! -susurró Alsina lanzándose sobre aquel suicida.
Cayeron junto a un pequeño promontorio de tierra, boca abajo, y la linterna de Dionisio Cercedilla iluminó algo que hizo a Alsina gritar de espanto. En las escasas décimas de segundo en que su cerebro logró comprender qué era aquello, sintió un miedo atroz, atávico, que lo dejó inerme.
Junto a él, a unos centímetros apenas de su cara, había una boca abierta, unas horribles fauces de dientes afilados, demoníacos, que en un gesto hostil amenazaban con devorarlo.