La «Casita»

Dicen que un animal herido resulta muy peligroso, y suele ser cierto. Algo similar ocurre con los hombres desesperados. Y es que, en el fondo, no existe nada más liberador que no tener nada que perder. Sentado en el coche aparcado, Julio miró la foto de Ivonne. Ella lo había sacado del letargo y le había metido en aquel turbio asunto. Había averiguado lo que estaba pasando en La Tercia y no le había servido de nada. En aquella zona residencial, en La Alberca, un delicioso pueblo a la falda de la sierra, se hallaba la «Casita», una típica vivienda de la burguesía murciana, veraniega, fresca y de techos altos. Tenía un hermoso y amplio jardín y parecía una más de aquellas residencias de recreo que jalonaban la empinada calle resguardada por centenarios falsos plataneros. Un lugar donde los veranos eran soportables, salpicado de segundas residencias de gente bien.

Echó un último vistazo a la foto de Ivonne y bajó del coche con el M16 del americano en la mano. Llevaba al cinto la pistola de don Raúl. Abrió la cancela de entrada y, tras subir los tres peldaños del porche, llamó a la puerta con varios golpes.

– ¡Vaaaa! ¡Vaaaa! -gritó una voz al otro lado.

La puerta se abrió y Alsina se encontró frente a frente con Leyva, uno de los perros de Guarinós. Llevaba un bocadillo en una mano e iba en mangas de camisa, con corbata y tirantes.

– Pero ¿qué coño…? -empezó a decir a la vez que hacía amago de sacar la pistola de la funda.

Alsina, con el fusil apoyado en la cara, hizo tres disparos, «pam, pam, pam», que impactaron en el pecho de aquel hijo de puta, que reculó una, dos, tres veces, hasta quedar en el suelo moribundo entre convulsiones.

Dio una patada a una puerta que había a la derecha.

Nada.

Un somier, desnudo, con cables que lo conectaban a una batería eléctrica.

– Cabrones -murmuró.

Se movió con agilidad y cruzó de nuevo el pasillo. Un salón.

Nada.

Había una puerta al fondo que se abría a una pequeña salita. Asomó la cabeza y volvió hacia atrás. No había moros en la costa. Entró en la pequeña habitación y comprobó que tenía otra puerta que daba a la cocina.

Justo cuando se iba a asomar escuchó un leve sonido. Alguien montaba una pistola. Al asomar la cabeza tuvo el instinto de echarse hacia atrás. Varios disparos rompieron el silencio, impactando en el marco de la puerta. Algo le quemó el brazo. Los disparos cesaron.

Estaban cambiando de cargador. Eran dos. Se asomó y vio que habían volcado la mesa de la cocina. Estaban parapetados tras ella.

Puso el M16 en posición de ráfaga y aspiró aire: una, dos, tres veces.

Dio un paso lateral y abrió fuego contra la mesa durante unos segundos. Le pareció oír un grito entre el sonido de los disparos y los zumbidos de la madera que se astillaba. Agotó el cargador ametrallando la mesa con insistencia y volvió a su escondite. Repasó el arma. No quedaba munición.

Tiró el fusil y sacó la pistola de don Raúl. Echó el percutor hacia atrás. Se oían gemidos. Entró en la cocina con el arma por delante, apuntando con una mano y sujetando la base de la pistola con la otra. Llegó hasta la inmensa mesa que había pulverizado y se asomó.

Dos tipos.

Uno yacía con un balazo en mitad de la frente y el otro gemía como un crío. Tenía la mano destrozada, un tiro en el hombro y un balazo en la barriga. Le apuntó a la cabeza y el otro imploró:

– ¡No, no! ¡Tengo hijos!

Julio le propinó una patada en la boca que le saltó varios dientes. Quedó medio inconsciente. Seguro que cuando torturaba inocentes no hablaba de su parentela. Hijo de puta…

Entonces le quitó las esposas y lo amarró a la tubería del radiador. Tiró las llaves por la ventana.

Escuchó.

No se oía nada. Giró a la izquierda y vio las escaleras.

Subió abriéndose camino con el arma por delante.

Un pasillo. Cuatro dormitorios.

Las puertas de los dos primeros estaban abiertas. No había nadie.

Llegó al tercero, a la derecha. Estaba cerrado con un pestillo inmenso, de calabozo. Lo descorrió y abrió la puerta. Allí, sentada en la cama, halló a Rosa.

– Julio! -gritó echándose en sus brazos.

Lloraba.

– He venido por vosotros -explicó Alsina con la mirada ida-. ¿Estás bien? ¿Te han hecho algo?

– Sí, sí, estoy bien. He pasado mucho miedo, pero estoy bien. Pero ¡estás herido!

– No es nada.

Ella sacó un pañuelo de no se sabe dónde y le hizo un torniquete. Era el mismo brazo en que lo hiriera el gitano.

– ¿Y Joaquín?

Ella señaló la puerta de enfrente con la cabeza.

– Lo han torturado. Oía sus gritos de noche.

– Siéntate en la cama y espera. Tranquila. Puede haber alguien con él -susurró Julio.

Se encaminó hacia la puerta del otro cuarto con decisión. Quitó el cerrojo y le dio una patada que reventó el marco. Apuntó su arma al interior y sólo vio un cuerpo sobre el lecho.

Era Ruiz Funes.

Se acercó y vio que estaba semiinconsciente. Tenía el rostro tumefacto, los ojos morados y le faltaban uñas en la mano derecha. Llevaba la camisa ensangrentada y tenía una mancha oscura en el pantalón, junto a la bragueta. Olía a mierda y a orines.

– Sabía que vendrías, amigo -musitó el preso abriendo los ojos y con una horrible y patética sonrisa. Le faltaban varios dientes.

– Sí, Joaquín, sí. Nos vamos -dijo Alsina, que comenzó a sollozar.

Pasos.

Cuando quiso darse cuenta, era tarde. Salió del cuarto a toda prisa y vio a Rosa en manos de Guarinós. Se ocultaba tras ella apuntándole a la sien derecha.

– Tira el arma o la mato -conminó el canalla.

– No he llegado hasta aquí para rendirme -replicó él, cuya mirada evidenciaba que su mente estaba muy lejos de allí; parecía un loco, quizá un poseso.

– Tira el arma, Alsina.

– Eres un imbécil, Guarinós. ¿No te has dado cuenta de que no me conoces? Siempre crees que sabes cómo voy a reaccionar y nunca aciertas. Como el día de Nochebuena.

Guarinós sonrió con frialdad. Alsina recordó su paso por el ejército y sus primeros días como policía. Estaba considerado un buen tirador.

– Sí, pensamos que era el día ideal para simular el suicidio de Ivonne. Un borrachín de guardia y una puta muerta que no importaba a nadie.

– Pero no hice lo que esperabais, ¿verdad?

– Pues no. Me sorprendiste, lo reconozco.

– Como ahora.

Un disparo.

El pómulo derecho de Guarinós estalló en mil pedazos y se desplomó, arrastrando a Rosa con él. Julio le pisó la muñeca del brazo en que sujetaba aún el arma, exánime.

– ¿Estás bien, Rosa?

– Sí.

– Vamos por Joaquín, nos largamos -concluyó mientras arrojaba el arma de Guarinós por la ventana. Por un momento miró a aquel hijo de puta, un torturador, y se sintió bien por haber hecho del mundo un lugar mejor. Pensó que si había de penar en el infierno por aquello, merecía la pena.

– Jódete -le dijo al muerto-. Te dije que si le tocabas un pelo, te mataba.

Y salió de allí.

Les costó trabajo llevar a Ruiz Funes hasta el coche, pues no caminaba, apenas podía hablar y deliraba musitando incoherencias. Al fin lograron acomodarlo en el asiento trasero, tumbado, y lo cubrieron con una manta. Ellos ocuparon los asientos de delante.

– ¿Podrás conducir con el brazo así? -se preocupó la joven.

– Sí. Ahora que se me curaba el navajazo… -comentó él sonriendo con resignación.

– Tengo que hablar contigo.

– No tienes que explicarme, nada, Rosa. Te quiero -contestó mientras ponía en marcha el motor.

Justo cuando el Simca 1000 se perdía tras doblar la esquina, un jeep hizo su aparición al otro lado de la calle. Tres tipos armados con fusiles de asalto descendieron de un brinco, al mando de Richard. Entraron en la casa al instante.

– ¡Limpio abajo! -gritó uno de ellos.

– ¡Limpio arriba! -dijo otro.

Un tercero se dirigió a Richard.

– Han volado, señor.

– Me lo temía -manifestó el agente de la CIA con fastidio.

Entonces el tipo que había subido al primer piso urgió:

– ¡Señor, suba a ver esto!

Adolfo Guarinós volvió en sí recordando como en un sueño que Alsina le había volado la cara. Se palpó el rostro, muy mareado, y comprobó horrorizado que tenía abierto un agujero en el pómulo. Tenía la zona de detrás de la oreja como mojada, húmeda, y sin osar levantarse se tocó, para comprobar que la bala había salido por allí dejándole un inmenso boquete. Una sombra se movía delante de él. Logró enfocar algo mejor entrecerrando los ojos y acertó a ver a uno de los gorilas de Wilcox que le apuntaba con un arma. Entonces, como si hubiera llegado al infierno, apareció Richard en el umbral de la puerta y, tras mirarle, lo señaló con el índice, esbozó una sonrisa y, para que el herido le entendiera, dijo en perfecto castellano:

– Aquí no hay nada que hacer ya. Nos vamos. Ah, y nos llevamos a éste; ahora es mío.

El oficial de guardia de la Embajada de Francia en Madrid, el teniente Douillet, se sorprendió mucho cuando uno de sus soldados requirió su presencia en la calle por cierto asunto de importancia; allí, delante de la verja principal, vio un tipo alto que escondía un brazo herido bajo una gabardina y venía acompañado por dos personas que le aguardaban en un vehículo estacionado en la acera de enfrente.

– Me llamo Julio Alsina -le dijo muy serio el individuo-. Soy policía y dispongo de cierta información que permitirá a su gobierno tener agarrados por los huevos a los mismísimos americanos para siempre. Necesito ayuda médica urgente, asilo y pasaportes para mí y para mis amigos. Me siguen y no tardarán en encontrarme si me quedo quieto, no tengo tiempo para que haga usted consultas. ¿Qué me dice?

Douillet miró a aquel loco con extrañeza y en lugar de mandarlo a freír espárragos se sorprendió al oírse decir:

– Abra la verja, soldado, y avise ahora mismo al médico y al agregado militar.

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