El hotel

Desayunó en la pensión y salió para la comisaría. Al bajar la escalera se cruzó con la hija de don Prudencio, el dueño del edificio. La saludó educadamente, a lo que ella contestó con un simple «buenos días» sin apenas levantar la mirada. Vestía falda gris, una rebeca de lana negra y una sempiterna camisa azul. El abrigo que ceñía el talle era marrón claro. Iba peinada hacia atrás, siempre con moño, y llevaba unas gafitas que le daban cierto aire de bibliotecaria. Era de la Sección Femenina. Para Julio Alsina aquélla era la visión menos erótica que su mente, ya de por sí abotagada, pudiera imaginar. Además, no le agradaban los militantes del Régimen.

Una vez en comisaría, se acercó a ver a Daniela, la secretaria del comisario, un bellezón teñido de pelirroja como si fuera una estrella de cine yanqui. Era la única mujer de la comisaría y además solía ir muy maquillada, por lo que pensó que quizá podría ayudarle en su búsqueda. Las malas lenguas decían que era la querida del comisario Gambín.

– Buenos días, Daniela -saludó, sin poder evitar compararla con la hija de don Prudencio, la de la Sección. Femenina. No había color. La secretaria era toda una mujer.

– Hola -repuso ella sin apenas levantar la mirada de su máquina de escribir.

– ¿Sabes dónde puede encontrarse una como ésta? -preguntó arrojando la uña sobre su mesa.

Aquello llamó la atención de la joven, que parecía entendida en ese tipo de complementos.

– Es de porcelana -dijo, comparándola con sus propias uñas, pintadas en un tono más claro-. Quién las pillara.

– Aquí, en Murcia, ¿dónde puede alguien ponerse unas como ésa?

Ella reflexionó.

– Es una ciudad pequeña; yo creo que, si acaso…, en Llorens.

– Gracias, guapa -agradeció, saliendo a toda prisa.

Aquella era la mayor, por no decir la única, peluquería de Murcia con salón de belleza incluido. Las damas más acaudaladas de la ciudad pasaban allí las tardes enteras charlando y cotilleando mientras se daban masajes faciales, se teñían el pelo o se hacían la manicura. Algo que, sin duda, quedaba muy lejos del poder adquisitivo de la mayor parte de la población, que aún estaba a un paso, como quien dice, del hambre.

Entró en el amplio salón situado en la calle de Trapería, junto a las Cuatro Esquinas, y tres damas que ojeaban revistas con la cabeza metida en inmensos secadores le miraron con cierto interés. No era habitual ver un hombre en un santuario femenino como aquel.

Aún no se habían cerrado las inmensas puertas de cristal cuando una señora que vestía un elegante traje chaqueta de mezclilla con el pelo recogido a lo Audrey Hepburn se identificó como la encargada y dijo:

– ¿En qué podemos ayudarle?

Dio los buenos días, sacó la placa con discreción y mostró la uña.

– Quisiera saber si esta uña se colocó aquí.

– Un momento.

Esperó hojeando una revista en la que aparecía Carmen Sevilla en biquini. No se explicó cómo aquellas fotografías habían eludido la censura. Sintió un impulso que creía olvidado y su mente recordó a la hija de la costurera, Clara.

– Pase por aquí -invitó la encargada.

Le hicieron bajar unas escaleras y se vio en una especie de pequeño almacén. Allí aguardaba una joven que llevaba una bata de color azul y se recogía el cabello en una cola:

– Esta es Amalia, nuestra manicura. Ella le atenderá gustosamente -explicó la encargada, y los dejó a solas.

– Alsina, policía -dijo a modo de presentación al tiempo que le daba la uña-. ¿Es trabajo vuestro esto?

La joven la miró con atención. Le dio la vuelta.

– Sí, son caras; lo recuerdo, se las coloqué a una señora hará cosa de…, cinco, quizá seis días.

– ¿Era morena? ¿Con un tono de pelo tirando a caoba?

– Sí, muy guapa. Muy elegante.

– Está muerta. Quiero saber dónde vivía. ¿Se lo dijo?

La joven hizo memoria. Asintió.

– Se hospedaba en el hotel Victoria.

– Era una prostituta, ¿verdad?

– Sí. Al principio hablaba poco, pero llevaban aquí más de un mes y venían tres veces por semana.

– ¿Venían?

– Sí, ella y una amiga, una rubia, alta; parecían actrices de cine. Me dijo que qué hacía trabajando en esto si de los hombres se podía sacar más dinero.

– ¿Cómo se llamaba?

– Nunca lo dijo.

– Muchas gracias, has sido de mucha ayuda.

Al salir pidió a la encargada que le dejara echar un vistazo al dietario.

– Aquí -indicó la mujer señalando-. Una reserva a nombre de Ivonne.

– Ivonne.

Salió de allí a toda prisa y no tardó mucho en llegar al lujoso hotel Victoria, que, señorial y junto al Puente de los Peligros, vigilaba imponente desde lo alto la Gran Vía. Era el mejor y más lujoso establecimiento hotelero de la ciudad. Entró en el hall echando un vistazo hacia arriba como un palurdo y pidió hablar con el director tras enseñar la placa. En seguida compareció un tipo alto, de fino bigotillo, vestido con un elegante chaqué. Le recordó a un pingüino. El pantalón, gris y de mil rayas, le pareció muy elegante, y la corbata le rememoró las de los caballeros que aparecían en las ilustraciones de las aventuras de Holmes que había leído de pequeño.

– Desiderio Córcoles -se presentó estrechando su mano.

– Julio Alsina.

El director lo hizo pasar a su despacho y tomaron asiento. Una fotografía del Generalísimo presidía el cuarto.

– Tengo que saber si dos mujeres se hospedaban aquí, una rubia, la otra morena, tirando a caoba, muy elegantes. Eran unas prostitutas de posibles.

– Perdone, señor, pero éste es un hotel serio y elegante. Serio porque no podemos desvelar la identidad de los clientes y elegante porque nunca, y digo bien, nunca, se ha ejercido la prostitución en el hotel Victoria.

– Perdone usted, don… -dijo el detective encendiendo un pitillo pausadamente.

– Desiderio.

– Eso, Desiderio. Yo no he dicho que ejercieran aquí, pero es muy probable que se dedicaran a la vida fácil. Una de ellas ha muerto, no creo que quiera usted que se asocie su nombre en la prensa al cargo «obstrucción a la justicia».

– Espere, espere, señor Alsina. Yo no he dicho eso.

– Tengo que hablar con la amiga, la rubia.

– No quería darle una impresión equivocada; aquí se colabora con las fuerzas de seguridad, descuide. De hecho… -añadió mirando a uno y otro lado a la vez que bajaba la voz- colaboro con el Somatén.

Alsina miró a aquel tipo con asco.

– Acompáñeme -solicitó entonces el director a la vez que se levantaba.

Llegaron a recepción y le mostraron la ficha de ingreso; estaba a nombre de Assumpta Cárceles Beltrán.

– Ésa es la mujer rubia -precisó el recepcionista-. Hace varios días que no se les ve el pelo.

– ¿Y no sospecharon nada?

– Es normal, a veces acuden a fiestas, monterías, qué sé yo, y tardan un par de días en volver.

– ¿Y la otra, la morena?

– La señorita Ivonne.

– Un nombre de guerra.

– La rubia, se hace llamar Veronique -añadió el director-. Una auténtica belleza.

– Quiero ver su habitación.

– El botones le acompañará.

Un crío, pecoso y de aspecto despierto, lo acompañó en el ascensor hasta la tercera planta.

– Tienen dos habitaciones contiguas que se comunican por una puerta.

El chaval abrió la puerta y se quedó boquiabierto.

Alsina entro.

Deambuló entre los dos cuartos. Parecía que por allí había pasado un maremoto. Las camas y las cómodas, volcadas; la ropa por el suelo y los colchones y almohadones rajados. Había plumas por todas partes.

– Esto lo han registrado a conciencia. Llama al director, ¡rápido!

Mientras subía don Desiderio, realizó una inspección a fondo. No halló ni un solo documento, ni un solo papel. Había dinero en un cajón; obviamente, no se trataba de un robo.

– ¡Válgame Dios! -exclamó el director al ver aquello.

– Llame a la camarera que ha hecho la habitación esta mañana.

– Fernando, que suba Juana echando leches -ordenó el jefe al botones perdiendo un tanto su estudiada compostura.

Mientras el director maldecía intentando ordenar algo todo aquello, el policía siguió inspeccionando a su alrededor. El baño que compartían las dos mujeres aparecía con el suelo lleno de frascos rotos y olía en exceso a perfume. Faltaba el aire. Alsina abrió la pequeña ventana. En un rincón había una especie de polvera, quizá una pitillera. Sabía qué era aquello. Se agachó, tomó el pequeño estuche y comprobó que había restos de cocaína.

– Vaya…

Entonces llegó la camarera, Juana, una joven baja, casi enana, de brazos fuertes y aspecto retraído.

– ¿Has hecho tú esta mañana la habitación? -dijo el director.

– No -contestó ella, resuelta-. Hice las camas y el cuarto por última vez dos días antes de Nochebuena, desde entonces no han vuelto. Cada mañana me asomo y veo que sigue igual.

Alsina tomó la palabra:

– ¿Te has asomado esta mañana?

– No -negó la joven bajando la mirada-. Iba mal de tiempo y en recepción me dijeron que anoche tampoco habían venido a dormir.

– Ya -asintió el policía-. Gracias.

En aquel momento supo que no iba a sacar nada en claro allí, así que añadió:

– ¿Va usted a poner una denuncia?

– No, no, esto no debe saberse -rehusó el director.

– Descuide. En lo que a mí concierne, no ha ocurrido. Buenos días.

Cuando cruzaba la Gran Vía, ya a la altura de la parada de taxis, oyó que le chistaban:

– ¡Oiga! ¡Señor! -dijo una voz.

Era el botones.

– Dime, hijo.

– Las dos señoras, eran mis amigas, creo que les ha pasado algo.

– La morena se suicidó en Nochebuena. Lo siento.

El crío quedó quieto, mirando al suelo. Parecía afectado.

– Eran muy buenas conmigo; cuando terminaba mi turno, subía a su cuarto y me invitaban a una Coca-Cola. A veces me dejaban echarle un poco de ginebra.

– ¿Sabías el verdadero nombre de la morena?

– No; eran las señoritas Ivonne y Veronique.

– Ya. ¿Algún amigo? ¿No las visitaba nadie?

– Muchos señores. Y muy importantes.

– Me lo imaginaba, Cosme.

– La señorita Veronique decía que si algún día se hiciera público su diario, se hundiría hasta el Vaticano.

– ¿Cómo? ¿Llevaba un diario?

– Sí, eso decía cuando se emborrachaba.

– Eso que me cuentas es muy interesante. Toma, hijo, un duro. Y no hables con nadie de esto. Con nadie, recuerda.

Todo comenzaba a encajar. Aquellas dos prostitutas llevaban un diario. Gente importante. Quizá de ahí el registro de los dos cuartos. Comenzó a temer de veras por la vida de la rubia, Assumpta, alias «Veronique».

Justo cuando iba a comenzar a andar sintió que le tiraban de la manga de la chaqueta.

Era el botones de nuevo.

– Tenían un amigo -dijo-. Un maricón. Acudía todas las noches a verlas. A veces trabajaba con ellas.

– ¿Sabes dónde vive?

– Ni idea, pero le llaman el Lolo; es rubio y delgado.

– Gracias, Fernando. Que no te echen de menos, vuelve a tu trabajo.

Mientras el crío regresaba trotando al hotel, Alsina contempló su estridente uniforme, con el ridículo gorro y las excesivas hombreras. Parecía un buen chaval.

Advirtió entonces que se había metido en un caso. Un caso. Había interrogado testigos y hecho indagaciones como si nada. Como un verdadero policía. Palpó el hierro bajo el sobaco, en la funda. Entonces, por primera vez en mucho tiempo, reparó en que llevaba más de un día sin beber. Decidió acercarse al bar El 42 a tomarse un buen café con leche con churros. Tenía apetito.

Después de comer, se tumbó un rato en su cuarto. Hacía frío, así que encendió el brasero eléctrico que solía calentar la pequeña habitación en unos minutos.

No podía evitar que su mente analizara una y otra vez el caso: dos prostitutas de lujo que habían desaparecido un buen día. Quizá habían viajado a hacer algún servicio especial, pues dejaron el equipaje en las habitaciones y no liquidaron su cuenta en el hotel Victoria. Una de ellas, Ivonne, se había suicidado en Nochebuena saltando de la torre de la catedral. Tenía marcas de esposas en las muñecas y le habían atizado de lo lindo. La uña en la balaustrada de piedra de la torre le hacía sospechar que fue obligada a saltar. La otra, Veronique, se llamaba en realidad Assumpta Cárceles Beltrán.

Había telefoneado personalmente a la Dirección General de Seguridad, donde habló con un viejo conocido, Herminio Pascual. Le encargó copia de los antecedentes de la joven. Tardaría lo menos una semana. Había pedido que se los enviara a la pensión. «Ah, ¿pero te dejan investigar aún? Creí que estabas retirado», oyó decir a su viejo amigo al otro lado del teléfono.

Le parecía obvio que aquellas dos prostitutas se habían metido en un lío. La rubia se jactó delante del botones de tener un diario. Mal asunto. Consideró muy probable que si cometía ese tipo de indiscreciones cuando bebía, bien podía haber hablado de más delante de oídos indiscretos. Alsina conocía bien la hipocresía del Régimen. La Religión, la Patria, el Imperio, la reserva moral de Occidente, toda aquella palabrería no era más que eso, propaganda; pero luego, en la intimidad de sus dormitorios, aquellos prohombres del Régimen eran tan viciosos, decadentes y pervertidos como el peor de los chulos de los bajos fondos de Marsella o de Nápoles.

Marcas de esposas. Sabía lo que iba a hacer aquella misma tarde, en comisaría. Además, tenía que localizar al Lolo. Igual podía ayudarle. ¿Estaría viva la rubia? Pensó que probablemente, no.

Ojeó el periódico: «Hoy ameriza el Apolo en el Pacífico», rezaba el titular. Al parecer habían preparado una cabina de cristal para que las familias de los intrépidos cosmonautas pudieran reencontrarse con ellos sin riesgo de violar la cuarentena a la cual debían ser sometidos para cerciorarse de que no traían del espacio ninguna enfermedad extraña. La misión había sido un éxito. Habían llegado a orbitar alrededor de la Luna.

Aquello le cansaba. Propaganda sí, pero norteamericana.

Tiró el periódico y cerró los ojos. Una siesta no le vendría nada mal. Comenzaba a llover.

Pasó la tarde entre papeles en comisaría, pues se le había acumulado bastante trabajo. No tuvo la tentación de abrir el cajón y buscar la botella de Licor 43 en ningún momento, aunque tampoco era consciente de ello. Su mente se hallaba ocupada y no pensaba más que en las dos prostitutas. ¿Averiguaría la identidad de la fallecida?

Esperó a las ocho de la tarde a propósito, era viernes y estaban en plenas Navidades, así que la comisaría fue quedando paulatinamente desierta. Entonces se acercó a hablar un rato con el agente uniformado que hacía guardia en el mostrador, Eufrasio. Era del Atleti, como él, y maldijeron su mala suerte mientras que Alsina se sentaba a su lado. Como quien no quiere la cosa, comenzó a consultar el libro de registros, pasando páginas de aquí para allá con aire despreocupado. Entre comentario y comentario sobre fútbol, hacía algún inciso y, señalando algún nombre del registro de detenciones, decía «éste es una buena pieza» o «a éste lo detuve yo hace cuatro años por falsificación, ¿qué ha hecho ahora?». Con aquel simple truco no levantó sospechas y encontró lo que buscaba. Era un registro de entrada del día 22, el del sorteo de la lotería. Había sido cubierto con corrector blanco y luego escribieron un nombre encima: «Juan Velasco Martínez». La hora de entrada, las seis y cuarto de la tarde. Antes había ingresado una tal Juana Galián y, justo después, un tal Pancracio Cuestablanca. ¿Por qué habían hecho una corrección para escribir encima «Juan Velasco Martínez»?

Se despidió de Eufrasio amablemente y pasó al archivo. Allí, en una bandeja, aún descansaban los impresos de las detenciones para ser archivados a final de mes.

El impreso número 75.343 correspondía a Juana Galián, en efecto, detenida por escándalo público, y el siguiente era el 75.345, de Pancracio Cuestablanca, un agricultor de Patiño que, al parecer, había abierto la cabeza a un vecino por un asunto de lindes.

Un momento…

Faltaba un impreso: el 75.344.

Era obvio que el tal Juan Velasco Martínez no existía. El suyo, en el libro, era un registro falso, hecho a posteriori, una vez que el líquido corrector había secado. No existía la papeleta número 75.344 a nombre de Juan Velasco. Había desaparecido.

Ahora venía lo más difícil: era obvio que en Nochebuena la joven suicida no estaba en los calabozos. Él la habría visto, pues al entrar de guardia había dado una vuelta de rutina y, por otra parte, sabía que había ingresado en comisaría el día 22 por la tarde, de ahí la corrección, la anotación falsa de un nuevo nombre y la desaparición de la papeleta 75.344.

La sacaron de allí y la llevaron a otro lugar por algún motivo. Solía hacerse con determinados detenidos que no debían «constar» en los papeles. Había dos posibilidades: la «Casita» o el «Picadero». Así llamaban los de la Brigada Político Social a los dos inmuebles que utilizaban como lugares de retención y tortura de los detenidos. La «Casita» era una vivienda señorial situada junto a la falda del monte que cerraba el valle por el sur, en una localidad llamada La Alberca. El «Picadero», un ático situado en la calle de Platería, en un cuarto piso de un inmueble con el tercero vacío. Sin oídos indiscretos debajo.

Sólo había una forma de averiguar si la joven, Ivonne, había sido llevada allí, y suponía que debía descubrirse. No era un buen asunto.

Decidió irse a la pensión a cenar; tenía sueño. Luego escucharía un poco la radio en su cuarto.

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