Ciudad de ilusiones Ursula K. Le Guin

Capítulo 1

Imaginar la oscuridad.

En la oscuridad que sigue al Sol un mudo espíritu despertaba. Envuelto en el Caos, no conocía signo alguno. No tenía lenguaje y no sabía que la oscuridad era la noche.

Cuando la luz, ya olvidada, lo inundó, comenzó a andar, a rastras, por momentos corriendo a los cuatro vientos, por momentos manteniéndose erguido, sin rumbo. No había senda para él en su mundo, porque una senda significaba un principio y un fin. Todas las cosas se confundían a su alrededor, todas las cosas le ofrecían resistencia. Su perdido ser era impulsado al movimiento por fuerzas cuyo nombre desconocía: terror, hambre, sed, dolor. A través de la sombría selva de las cosas se equivocaba en silencio hasta que la noche lo detenía, una fuerza más poderosa. Pero, cuando la luz advenía, nuevamente seguía su marcha a tientas. Al irrumpir en el súbito y asoleado ámbito del Claro se irguió y quedó en suspenso. Luego se tapó los ojos con las manos y profirió un grito penetrante.

Parth tejía en su telar en el jardín lleno de Sol y lo divisó en el borde del bosque. Llamó a los otros con un rápido golpe de su mente. Pero nada temía y cuando ellos salieron de la casa ya había cruzado el Claro hacia la extraña figura que se agazapaba entre los altos y espesos pastos. Mientras se acercaban la vieron apoyar su mano sobre el hombro de él, inclinarse hacia él, hablarle suavemente.

Se volvió hacia ellos con una mirada inquisidora que decía:

—¿Ven sus ojos…?

Eran ojos extraños, en verdad. La pupila dilatada; el iris, color ámbar grisáceo, se extendía a lo largo del óvalo de modo que no se veía el blanco del ojo.

—Como un gato —dijo Garra.

—Como un huevo pura yema —dijo Kai, portavoz de la ligera e incómoda inquietud que producía esa pequeña pero esencial diferencia.

En lo demás, el forastero parecía sólo un hombre; bajo el barro y los arañazos y la suciedad de su rostro y de su desnudo cuerpo después de su desatinada lucha a través de la selva; a lo sumo era algo más pálido que las morenas gentes que a su alrededor hablaban de él tranquilamente mientras él se encogía bajo el Sol, doblado y tembloroso de agotamiento y de temor.

Aunque Parth lo miró directamente adentro de sus extraños ojos no encontró allí destello alguno de reconocimiento humano. Sordo a sus palabras, tampoco comprendía sus gestos.

—Sin mente o demente —dijo Zove—. Pero también muerto de hambre; podemos remediar esto.

Después de estas palabras, Kai y el joven Thurro lo sostuvieron a medias y a medias lo arrastraron hacia la casa. Allí, ellos y Parth y Buckeye se las arreglaron para alimentarlo y limpiarlo, y luego lo colocaron sobre un jergón y le inyectaron un narcótico para que no escapara.

—¿Será un Shing? —Parth le preguntó a su padre.

—¿Lo eres tú? ¿Lo soy yo? No seas ingenua, mi querida —respondió Zove—. Si pudiera contestar a esta pregunta sería capaz de liberar a la Tierra. Sin embargo, tengo la esperanza de descubrir si es loco o está sano o si es imbécil, y de dónde vino, y cómo tiene esos ojos amarillos. ¿Se habrán apareado los hombres con gatos y halcones en la degenerada y última época de la humanidad? Dile a Kretyan que suba a los dormitorios, querida.

Parth siguió a su ciega prima Kretyan escaleras arriba, hacia el umbrío y ventilado balcón donde dormía el extraño. Zove y su hermana Karel, llamada Buckeye esperaban allí. Ambos estaban sentados con las piernas cruzadas y la espalda erguida; Buckeye jugaba con su bastidor, Zove no hacía nada: hermano y hermana ya entrados en años, los rostros anchos y morenos muy tranquilos. Las jóvenes se sentaron junto a ellos sin romper el plácido silencio. Parth era morenorojiza, con una cascada de negro pelo largo y brillante. Sólo vestía unos amplios pantalones plateados. Kretyan, algo mayor, era obscura y frágil; una cinta roja cubría sus ojos vacíos y sostenía hacia atrás su pesado pelo. Al igual que su madre; usaba una túnica de tela delicadamente tejida. Hacía calor. La tarde estival ardía en los jardines debajo del balcón y, más allá, en los ondulados campos del Claro. Por todos lados, tan cerca de esta ala de la casa como para sombrearla con las ramas llenas de hojas y de pájaros, tan lejos en las otras direcciones como para azularse y ponerse brumosa por la distancia, la selva los rodeaba.

Los cuatro permanecieron sentados durante buen rato, juntos y separados, sin hablar pero unidos.

—La cuenta de ámbar se evade hacía el dibujo de la Infinitud —dijo Buckeye con una sonrisa, dejando a un lado su bastidor con su entretejido de cuentas.

—Todas tus cuentas llevan a la Infinitud —dijo su hermano—. Efecto de tu reprimido misticismo. Terminarás como nuestra madre, te lo aseguro, capaz de ver las cuentas en un bastidor vacío.

—¡Reprimida tontería! —señaló Buckeye—. Nunca he reprimido algo en mi vida.

—Kretyan —dijo Zove—, los párpados del hombre se mueven. Debe estar en un ciclo de sueños.

La ciega se acercó al jergón. Extendió su mano y Zove la guió nuevamente hacia la frente del forastero. Nuevamente guardaron silencio. Todos escuchaban. Pero sólo Kretyan podía oír.

Finalmente levantó su inclinada y ciega cabeza.

—Nada —dijo, su voz estaba ligeramente tensa.

—¿Nada?

—Una confusión… un vacío. No tiene mente.

—Kretyan, te contaré su apariencia. Sus pies han caminado, sus manos han trabajado. El sueño y la droga relajan su rostro, pero sólo una mente pensante podría hollar y desgastar una cara con estas líneas.

—¿Qué parecía cuando estaba despierto?

—Temeroso —dijo Parth—. Temeroso, aturdido.

—Puede ser un extranjero —dijo Zove—, no un terráqueo, aunque podría ser… Quizás piense de otro modo que nosotros. Intenta una vez más, mientras sigue durmiendo.

—Intentaré, tío. Pero no siento mente alguna ni una real emoción o sentido. La mente de un bebé asusta, pero esto… es peor… oscuridad y una especie de vaciedad confusa…

—Bueno, déjalo —dijo tranquilamente Zove—. La negación de la mente es un mal lugar para la mente.

—Esta oscuridad es peor que la mía —dijo la chica—. Tiene un anillo en la mano…

Había posado su mano por un momento sobre la del hombre, en señal de compasión o como si le pidiera su inconsciente perdón por haberse entremetido en sus sueños.

—Sí, un anillo de oro sin señales ni dibujo. Era todo lo que tenía sobre el cuerpo. Y su mente tan desnuda como su carne. Así el pobre bruto vino hacia nosotros desde el bosque… ¿enviado por quién?

Toda la familia de Zove, excepto los más chicos, se reunieron esa noche en el gran hall de abajo, donde altas ventanas permanecían abiertas al húmedo aire de la noche. La luz de las estrellas y la presencia de los árboles y el ruido del arroyo penetraban en la habitación casi en penumbras, de modo que entre una y otra persona y entre las palabras que decían había un lugar para las sombras, el viento de la noche y el silencio.

—La verdad, como siempre, elude al Forastero —el Amo de la Casa les decía con su profunda voz—. Este extraño nos obliga a elegir entre varias cosas desagradables. Puede ser un idiota de nacimiento, que erró hasta llegar aquí por casualidad; pero, si es así ¿quién lo perdió? Puede ser un hombre cuyo cerebro haya sufrido un accidente o una intervención deliberada. O puede ser un Shing que disfraza su mente con una pretendida demencia. O quizás no sea hombre ni Shing; pero entonces, ¿qué es? No hay prueba o contraprueba para cualquiera de estas probabilidades. ¿Qué haremos con él?

—Podemos intentar enseñarle algo —dijo Rossa, la esposa de Zove.

El hijo mayor del Amo, Metock habló:

—Si puede ser enseñado, entonces hay que sospechar de él. Puede haber sido enviado aquí para ser enseñado, para aprender nuestras costumbres, nuestra intimidad, nuestros secretos. El gato criado por los bondadosos ratones.

—No soy un ratón bondadoso, hijo mío —dijo el Amo—. ¿Entonces piensas que es un Shing?

—O su instrumento.

—Todos somos instrumentos de los Shing. ¿Qué harías con él?

—Lo mataría antes de que despertara.

El viento sopló débilmente, un pájaro llamó en el húmedo y estrellado Claro.

—Me pregunto, —dijo la Mujer Más Vieja—, si será una víctima y no un instrumento. Quizás los Shing destruyeron su mente como castigo por algo que hizo o pensó. ¿Coronaremos nosotros el castigo?

—Sería más piadoso —dijo Metock.

—La muerte es una piedad falsa —dijo la Mujer Más Vieja amargamente.

Entonces discutieron el asunto de adelante para atrás y de atrás para adelante durante un rato, con equidad, pero con una gravedad que incluía tanto la preocupación moral como una ansiedad mayor, nunca expresa pero insinuada cada vez que alguno de ellos decía la palabra Shing. Parth no intervino en la discusión, sólo tenía quince años, pero escuchaba atentamente. El forastero le había inspirado profunda simpatía y quería que viviera. Rayna y Kretyan se unieron al grupo; Rayna había ensayado todos los tests fisiológicos que conocía sobre el forastero; Kretyan había permanecido a su lado para captar cualquier respuesta mental que se produjera. Sin embargo, poco tenían para informar, salvo que el sistema nervioso del forastero y las áreas sensibles y la capacidad motriz básica de su cerebro parecían normales, aunque sus respuestas físicas y su destreza motora pudiera tan sólo compararse, quizás, con las de un niño de un año de edad, y ningún estímulo local dentro del área del habla había obtenido respuesta.

—La fuerza de un hombre, la coordinación de un bebé, la mente vacía —dijo Rayna.

—Si no lo matamos como a una bestia salvaje —dijo Buckeye—, tendremos que domesticarlo como a un animal salvaje…

El hermano de Kretyan, Kai, habló:

—Vale la pena intentarlo. Que se nos permita a algunos de los más jóvenes hacernos cargo de él; veremos qué se puede hacer. No tenemos por qué enseñarle los Cánones Internos directamente, después de todo. Por lo menos, enseñarle a no mojar la cama es algo que procede… quiero saber si es humano. ¿Crees que lo sea, Amo?

Zove extendió sus grandes manos.

—¿Quién sabe? los tests sanguíneos de Rayna pueden denotarlo. Nunca escuché que un Shing tuviera ojos amarillos, o alguna diferencia visible con los terráqueos. Pero si no es Shing ni humano, ¿qué es entonces? Ningún ser de Otros Mundos conocidos alguna vez ha caminado sobre la Tierra durante doce mil años. Como tú, Kai, creo que podría arriesgarme a tenerlo aquí, entre nosotros, por pura curiosidad…

De modo que decidieron que su huésped viviera.

Primero no constituyó gran trabajo para los jóvenes que lo cuidaban. Recuperaba fuerzas lentamente, dormía mucho, sentado o acostado silenciosamente la mayor parte del tiempo que permanecía despierto. Parth lo llamó Falk, que en el dialecto de la Selva Oriental significaba «amarillo», por su piel cetrina y sus ojos de ópalo.

Una mañana, varios días después de su llegada, al llegar a un tramo aun no diseñado de la tela que tejía, dejó ella que su bastidor equipado con energía solar siguiera zumbando por sí solo en el jardín y trepó al protegido balcón donde guardaban a «Falk». Él no la vio entrar. Estaba sentado sobre su jergón y miraba intensamente el brumoso cielo estival. El reflejo hacía llorar sus ojos y los restregó enérgicamente con su mano; después, al ver su mano se quedó contemplándola, por el dorso y la palma. Cerró y extendió los dedos, con el ceño fruncido. Luego, levantó su rostro, otra vez, hacia el blanco resplandor del Sol y lentamente, intencionadamente, estiró su abierta mano hacia él.

—Es el Sol, Falk, —dijo Parth—. Sol…

—Sol —repitió él, mirándolo, concentrando, su vacío y ausente ser inundado por la luz del Sol y el sonido de su nombre.

De este modo comenzó su educación.


Parth subió desde los sótanos y al atravesar la Vieja Cocina vio a Falk acodado en una de las ventanas, solo, mirando como caía la nieve del otro lado del manchado vidrio. Hacía diez días que había golpeado a Rossa y que tuvieron que encerrarlo hasta que se calmara. Desde ese momento se había retraído y no hablaba. Era extraño ver su rostro de hombre ensombrecido y corroído por un persistente sufrimiento de chico malhumorado.

—Acércate al fuego —le dijo Parth, pero no se detuvo a esperarlo.

En el gran hall, junto al hogar, esperó durante unos momentos, luego desistió y buscó algo con qué levantar su decaído ánimo. No había nada que hacer; la nieve caía, todos los rostros eran demasiado familiares, todos los libros hablaban de cosas sucedidas hacía mucho tiempo y muy lejos, que ya no eran verdaderas. La silenciosa Casa y sus campos estaban enteramente rodeados por la silenciosa selva, sin fin, monótona, indiferente; invierno tras invierno, y ella no dejaría jamás la Casa, porque, ¿adonde iría, qué haría…?

Sobre una de las mesas vacías había dejado su teanb, un bello instrumento con teclas, al parecer de origen Hainish. Farth ensayó una melodía en el melancólico Ritmo Escalonado de la Selva Oriental, luego afinó el instrumento en su escala primitiva y comenzó nuevamente. No era hábil con el teanb y encontraba las notas con lentitud, cantando las palabras, prolongándolas para mantener la melodía mientras buscaba la nota siguiente:

Más allá del ruido del viento en los árboles,

más allá de sombríos mares tormentosos,

sobre escalones de piedra asoleada,

se yerguen las rubias hijas de Airek…

Perdió la melodía, luego la encontró nuevamente:

…de Airek,

silenciosas, las manos vacías.

Una leyenda muy antigua que revelaba, desde un mundo increíblemente remoto, la antigüedad de sus palabras y melodía como parte del patrimonio del hombre durante siglos. Parth cantaba muy suavemente, sola en la gran habitación iluminada por el fuego, mientras la nieve y el crepúsculo obscurecían las ventanas.

Hubo un ruido detrás de ella y se volvió y vio a Falk a sus espaldas. Había lágrimas en sus extraños ojos. Dijo:

—Parth… basta…

—Falk, ¿qué te pasa…?

—Me hace daño —dijo, volviendo su rostro que tan claramente revelaba la incoherencia y desamparo de su mente.

—¡Qué cumplido para mi canto! —lo hostigó, pero se sentía conmovida y dejó de cantar.

Más tarde, esa noche, vio a Falk junto a la mesa donde estaba el teanb. Extendió su mano pero no osó tocarlo, como si temiera despertar el dulce e implacable demonio que yacía en el interior y que había gemido bajo las manos de Parth y convertido su voz en música.


—Mi niño aprende con más rapidez que el tuyo —le dijo Parth a su prima Garra—, pero el tuyo crece más. Afortunadamente.

—El tuyo es bastante grande —convino Garra, mirando a través del huerto hacia la orilla del arroyo donde Falk se encontraba con la hija de un año de Garra sobre su hombro.

La temprana tarde estival vibraba con el canto de los grillos y de las chicharras. El pelo de Parth se rizaba en negros bucles sobre sus mejillas mientras ella desataba y anudaba y volvía a desatar los corchetes del bastidor. Por encima de su lanzadera asomaban las cabezas y los cuellos de una fila de garzas bailarinas, bordadas en plata sobre gris. A los diecisiete años era la mejor tejedora entre las mujeres. En invierno, sus manos estaban siempre manchadas con las substancias químicas con las que se elaboraban sus hilos y madejas y con las tinturas que los coloreaban y durante todo el verano tejía, en su bastidor equipado con energía solar, los delicados y diversos diseños de su imaginación.

—Pequeña araña —dijo su madre a su lado—, un chiste es un chiste. Pero un hombre es un hombre.

—Y tú quieres que yo vaya con Metock a la casa de Kathol y canjee mi tapiz de garzas por un marido. Ya lo sé —dijo Parth.

—Nunca dije eso… ¿no es cierto? —preguntó su madre y prosiguió limpiando la maleza entre las hileras de lechugas.

Falk subió por el camino, la beba sobre su hombro bizqueaba por el reflejo y sonreía alegremente. La depositó sobre el pasto y le dijo, como si se tratara de una persona mayor:

—Hace más calor aquí ¿no es así? —luego, se volvió hacia Parth con el grave candor que lo caracterizaba y le preguntó—: ¿Tiene fin la selva, Parth?

—Eso dicen. Los mapas son todos diferentes. Pero por ese camino se llega, finalmente, al mar… y por ese a las praderas.

—¿Praderas?

—Tierras abiertas, de pastoreo. Como el Claro pero que se extienden unas mil millas, hasta las montañas.

—¿Montañas? —preguntó él, con persistente ingenuidad, como un niño.

—Colinas altas, con nieve en sus picos durante todo el año. Como esto.

Haciendo una pausa para dejar su lanzadera, Parth indicó con sus largos, torneados y morenos dedos la forma de un pico.

Los amarillos ojos de Falk se encendieron súbitamente, y su rostro se avivó.

—Debajo del blanco está el azul y, debajo los… los macizos… de lejanas montañas…

Parth lo miró sin hablar. Gran parte de lo que él sabía provenía directamente de ella, pues siempre fue la que pudo enseñarle. La reconstrucción de la vida de él había sido un efecto y una parte del desarrollo de la suya. Sus mentes estaban estrechamente entretejidas.

—Lo veo… lo he visto. Lo recuerdo —balbuceó el hombre.

—¿En una lámina, Falk?

—No. No en un libro. En mi mente. Lo recuerdo. A veces, cuando me duermo, lo veo. No conocía el nombre: la Montaña.

—¿Puedes dibujarla?

De rodillas, Junto a ella, bosquejó rápidamente sobre la tierra el perfil de un cono irregular, y debajo, dos líneas de laderas. Garra se estiró para ver el dibujo y preguntó:

—¿Y está blanco de nieve?

—Sí. Es como si lo viera a través de algo… de una gran ventana, grande y alta… ¿Viene de tu mente, Parth? —preguntó con ligera ansiedad.

—No —dijo la joven—. Ninguno de nosotros, los de esta Casa, hemos visto alguna vez grandes montañas. No creo que las haya de este lado del Río Interior. Debe ser lejos de aquí, muy lejos —hablaba como alguien sobre quien se desploma un frío.


A través del borde de los sueños, un sonido de sierra dentada, un débil zumbido mellado, imponente. Falk se levantó y permaneció junto a Parth; ambos avizoraban con ojos somnolientos que se esforzaban por ver, hacia el norte, donde el remoto sonido vibró y se extinguió y la temprana luz empalidecía el cielo por encima de la oscuridad de los árboles.

—Un coche aéreo —susurró Parth—. Escuché uno, antes, hace mucho…

Se estremeció. Falk puso su brazo alrededor de los hombros de ella, acosado por la misma inquietud, la sensación de una presencia remota, incomprensible y maligna que pasaba por el norte, a lo largo del borde del día.

El sonido murió a lo lejos; en el profundo silencio de la selva algunos pájaros cantaban en un disperso coro crepuscular da otoño. La luz brillaba en el este. Falk y Parth se reclinaron mutuamente en la calidez y la infinita blandura de sus brazos; sólo a medias despierto. Falk se deslizó hacia el sueño. Cuando ella lo besó y se evadió hacia sus tareas diurnas, él murmuró:

—No te vayas todavía… pequeño halcón, pequeñita…

Pero ella rió y escapó y él se adormeció durante un rato, todavía incapaz de substraerse a las perezosas y dulces profundidades del placer y de la paz.

El Sol brillaba alto y directo en sus ojos. Se dio vuelta, luego se sentó, bostezando, y observó el profundo y rojizo follaje del roble que se elevaba junto al dormitorio. Advirtió que, al marcharse, Parth había dejado funcionando el preceptor del sueño junto a su almohada; murmuraba lejano y repasaba la teoría numérica Cetiana. Eso lo hizo reír, y el frío de la brillante mañana lo despertó completamente. Se puso la camisa y los pantalones —eran de gruesa, suave y obscura tela tejida por Parth y cortados por Buckeye— y se apoyó contra la barandilla de madera del porch, mirando a través del Claro hacia el pardo, el rojo y el oro de los interminables árboles. Fresca, tranquila, dulce, la mañana era tal como había sido cuando los primeros seres de este lugar emergieron para levantar casas y contemplar el Sol que se elevaba por sobre la obscura selva. Las mañanas son todas una sola mañana, y el otoño siempre es otoño, pero los años que cuentan los hombres son muchos. Hubo una primera raza en esta Tierra… y una segunda, los conquistadores; ambos se perdieron, conquistados y conquistadores, millones de vidas, todos fundidos en un vago punto del horizonte, en el pasado. Las estrellas fueron ganadas y nuevamente perdidas. Sin embargo los años siguieron corriendo, tanto que la Selva de los tiempos arcaicos, completamente destruida durante la era en que los hombres hicieron y guardaron su historia, creció una vez más. Aun en la obscura e inmensa historia de un planeta el tiempo que lleva hacer una selva cuenta. Un largo lapso. Y no todos los planetas pueden; no es un efecto común ese enredarse de la primera y fría luz entre la sombra y la complejidad de innumerables ramas agitadas por el viento…

Falk gozaba de ello, quizás más intensamente que nadie porque, para él, detrás de esta mañana había tan pocas mañanas. Sólo un breve lapso de días recordados mediaba entre él y la oscuridad. Escuchó las observaciones de un pájaro, en el roble, luego se estiró, sacudió vigorosamente su cabeza y se aprontó para unirse al trabajo y la compañía de los otros.

La Casa de Zove era un chalet-castillo-granja, serpenteante y ascendente, de piedra y madera; partes de la misma tenían más de un siglo, algunas más. Su aspecto trasuntaba cierto primitivismo: obscuras escaleras, chimeneas de piedra y sótanos, pisos desnudos de baldosa o madera. Pero nada estaba inconcluso; perfectamente construida a prueba de fuego y aislada de las inclemencias del tiempo; y algunos elementos de su construcción y función eran inventos sofisticados o máquinas —las agradables y amarillentas luces difusas, las bibliotecas de música, letras y láminas, distintos instrumentos automáticos o inventos utilizados para la limpieza, la cocina, el lavado y el trabajo de granja y algunos más sutiles y más especializados, guardados en las habitaciones de trabajo en el Ala Este. Todas estas cosas formaban parte de la Casa, construidas en ella o junto con ella, fabricadas allí o en otra de las Casas de la Selva. La maquinaria era pesada y simple, fácil de reparar; sólo la ciencia que sustentaba su poderío era delicada e irremplazable.

Pero una especie de inventos tecnológicos brillaban por su ausencia. La biblioteca reflejaba una habilidad con la electrónica que casi se había vuelto instintiva; a los muchachos les gustaba fabricar pequeños conmutadores para enviarse señales entre sí a través de las habitaciones. Sin embargo no había televisión, teléfono, radio, trasmisiones telegráficas a o desde el Claro. No existía instrumento de comunicación a la distancia. Había un par de deslizadores neumáticos fabricados en la casa, en el Ala Oriental, pero éstos también eran usados principalmente en los juegos de los chicos. Eran difíciles de manejar en los bosques o en las agrestes sendas. Cuando la gente iba a visitar o comerciar a las otras Casas marchaba a pie, o a caballo si el trayecto era muy largo.

El trabajo de la Casa y de la granja era liviano, no implicaba una pesada carga para nadie. El confort no iba más allá del calor y la limpieza, y la comida era fuerte pero monótona. La vida en la Casa tenía el nivel opaco de la existencia en comunidad, una frugalidad limpia y serena. La serenidad y la monotonía se originaban en el aislamiento. Cuarenta y cuatro personas vivían juntas aquí. La Casa de Kathol, que era la más cercana, distaba unas treinta millas hacia el sur. Alrededor del Claro, milla tras milla, la selva se extendía, espesa, inexplorada; indiferente. Selva salvaje y por encima el cielo. No había forma de conciliar lo inhumano con la restricción de lo humano como en las ciudades primitivas dentro del ámbito del hombre. Conservar la mínima expresión de una civilización compleja, intacta, entre tan pocos, constituía un éxito peculiar y peligroso, aunque a la mayor parte de ellos les parecía natural: era el modo de hacerlo; no se conocía ningún otro. Falk lo consideraba de manera ligeramente diferente que los chicos de la Casa, porque siempre tuvo presente que él había surgido de esa inmensa e inhumana maraña, tan siniestro y solitario como cualquier bestia salvaje que en ella deambulara, y que todo lo que había aprendido en la Casa de Zove era como un simple candil que ardiera en un gran espacio obscuro.

Durante el desayuno —leche de cabra, queso y cerveza negra— Metock le pidió que lo acompañara a cazar venados. Eso le gustaba a Falk. El Hermano Mayor era un cazador muy diestro, y él también estaba adquiriendo habilidad, esto les permitía, a Metock y a él, tener algo en común. Pero el Amo intervino:

—Lleva a Kai, hoy, hijo mío. Quiero hablar con Falk.

Todos en la casa tenían su propia habitación para estudio o trabajo y también para dormir en las épocas más frías. La de Zove era pequeña, de techo alto y llena de luz, con ventanas mirando al este, norte y oeste. Mientras contemplaba la maleza y el barbecho de los campos otoñales, el Amo dijo:

—Parth te vio por primera vez cerca de esa playa cobriza, creo. Hace ya cinco años y medio. ¡Mucho tiempo! ¿Es hora de que hablemos?

—Quizás lo sea. Amo —dijo Falk, con timidez.

—Es difícil decirlo, pero creo que tendrías unos veinticinco años cuando llegaste. ¿Qué conservas de esos veinticinco años?

Falk levantó su mano izquierda durante unos momentos.

—Un anillo —dijo.

—¿Y el recuerdo de una montaña?

—El recuerdo de un recuerdo —Falk se encogió—. Y, con frecuencia, como ya te lo he dicho, encuentro por un instante en mí mente el recuerdo de una voz, o la sensación de un movimiento, de un gesto, de una distancia. Estos no encajan en mi memoria actual, junto a ustedes. Pero no configuran una totalidad, no tienen sentido.

Zove se sentó en el alféizar de la ventana y le hizo señas a Falk para que hiciera lo mismo.

—No tuviste que crecer; tu capacidad motriz primaria estaba intacta. Pero, aun si se tiene en cuenta esta base, has aprendido con una facilidad pasmosa. Me he preguntado si los Shing, al controlar la genética humana en la antigüedad y al desechar colonias enteras, nos seleccionaron por la docilidad y la estupidez y si tú provendrás de alguna raza en mutación que, de alguna manera, escapó al control. Donde quiera que te encontrases… fuiste un hombre muy inteligente… Y ahora lo eres nuevamente. Y quisiera saber qué es lo que tú mismo piensas sobre tu misterioso pasado.

Falk permaneció en silencio durante un minuto. Era un hombre pequeño, enjuto, bien formado; su rostro vivaz y expresivo se mostraba ahora ligeramente ensombrecido o aprehensivo y reflejaba sus sentimientos con tanta candidez como el de un niño. Finalmente, se decidió visiblemente y dijo:

—Mientras estudiaba con Rayna el verano pasado, ella me mostró cómo difería de la norma genética humana. Sólo serán una o dos vueltas de hélice… una diferencia insignificante. Como la diferencia entre wei y o.

Zove elevó la mirada y sonrió por la referencia al Canon que fascinara a Falk, pero el hombre más joven no sonreía.

—Sin embargo, no hay duda de que soy humano. Por lo tanto, quizás sea un monstruo, o un mutante, producto accidental o intencionalmente; o un extranjero. Supongo, más bien, que soy un experimento genético fracasado, descartado por los experimentadores… No hay indicio que lo confirme. Preferiría pensar que soy un extranjero, que vengo de otro mundo. Eso significaría que, por lo menos, no soy la única criatura de mi especie en el Universo.

—¿Qué te induce a asegurar la existencia de otros mundos poblados?

Falk miró hacia arriba, asombrado, y con la credulidad de un chico pero la lógica de un hombre dedujo inmediatamente esta conclusión:

—¿Existe razón alguna para pensar que los otros Mundos de la Liga fueron destruidos?

—¿Existe razón alguna para pensar que existieron alguna vez?

—Eso me lo dijeron ustedes, y los libros, las historias…

—¿Crees en ellas? ¿Crees en todo lo que te decimos?

—¿En qué otra cosa podría creer? —enrojeció—. ¿Por qué habrían ustedes de mentirme?

—Podríamos mentirte sobre todas las cosas, día y noche, por cualquiera de estas dos razones. Porque somos Shing. O porque pensamos que tú trabajas para ellos. Hubo una pausa.

—Y yo podría estar al servicio de ellos y no saberlo jamás —dijo Falk, bajando la vista.

—Posiblemente —dijo el Amo—. Debes tener en cuenta esa posibilidad, Falk. Entre nosotros, Metock ha creído siempre que eras una mente programada, como la llaman ellos. Pero, igualmente, nunca te ha mentido. Ninguno de nosotros, a sabiendas. El Poeta del Río dijo hace mil años: «En la verdad miente el hombre…» —Zove pronunció las palabras retóricamente, luego rió—. Doble lengua, como todos los poetas. Bueno, te hemos contado las verdades y hechos que conocemos, Falk. Pero quizás no todas las creencias y las leyendas, lo que sustenta a los hechos…

—¿Cómo podrían enseñarme semejante cosa?

—No podríamos. Aprendiste a ver el mundo en algún otro lugar… en algún otro mundo, quizás. Pudimos ayudarte a hacerte nuevamente hombre, pero no pudimos brindarte una verdadera niñez. Eso sólo sucede una vez…

—Me siento bastante niño, entre ustedes —dijo Falk con una sombra de pesar.

—No eres un niño. Eres un hombre sin experiencia. Eres un inválido, porque no existe el niño en ti, Falk; te han desarraigado, te han arrancado de tu fuente. ¿Puedes afirmar que éste sea tu hogar?

—No —respondió Falk, retrocediendo, luego dijo—. He sido muy feliz aquí.

El Amo hizo una ligera pausa, pero volvió a su interrogatorio.

—¿Crees que nuestra vida aquí es positiva, que nosotros seguimos el recto camino que deben seguir los hombres?

—Sí.

—Dime otra cosa. ¿Quién es nuestro enemigo?

—Los Shing.

—¿Por qué?

—Ellos rompieron la Liga de todos los Mundos, les quitaron la libertad y el albedrío a los hombres, destruyeron las obras y los registros de los hombres, detuvieron la evolución de la raza. Son tiranos y mienten.

—Pero no nos impidieron proseguir nuestra buena vida aquí.

—Nosotros estamos ocultos… vivimos apartados, del modo que nos dejan ser. Si intentáramos construir algunas de las grandes máquinas, si nos reuniéramos en grupos o ciudades o naciones para hacer cualquier obra importante juntos, entonces los Shing se infiltrarían y arruinarían el trabajo y nos dispersarían. ¡Te digo sólo aquellos que ustedes me han contado y que yo creo, Amo!

—Lo sé. Me pregunto si detrás del hecho quizás hayas percibido la… leyenda; la creencia; el anhelo…

Falk no respondió.

—Nos ocultamos de los Shing. También eludimos aquello que una vez fuimos. ¿Te das cuenta de eso, Falk? Vivimos bien en las Casas… bastante bien. Pero estamos completamente dominados por el miedo. Hubo una época en que viajábamos en naves entre las estrellas, y ahora no nos atrevemos a alejarnos ni cien millas de la Casa. Conservamos algunos conocimientos y nada hacemos con ellos. Pero, alguna vez, utilizamos ese saber para tejer la trama de la vida como un tapiz a través de la noche y del caos. Ampliamos las probabilidades de vida. Hicimos obra de hombres.

Después de otro silencio Zove prosiguió, con la mirada elevada hacia el brillante cielo de noviembre.

—Piensa en los mundos, en los diferentes hombres y bestias que moran en ellos, las constelaciones de sus cielos, las ciudades que ellos construyen, sus canciones y costumbres. Todo eso está perdido, perdido para nosotros, tan completamente como tu niñez lo está para ti. ¿Qué es lo que realmente sabemos de la época de nuestra grandeza? Unos pocos nombres de héroes y mundos, un chismorreo de hechos que hemos tratado de remendar como historia. La ley de los Shing prohíbe matar, pero ellos matan el saber, queman los libros, y, lo peor de todo, falsifican lo poco que ha quedado. Se deslizan hacia la Mentira, como siempre. No tenemos ninguna seguridad en relación con la Época de la Liga; ¿cuántos de los documentos son falsificados? Debes recordar, por lo tanto, en qué medida los Shing son nuestros enemigos. Es común vivir toda una vida sin encontrar a ninguno de ellos, por lo menos sin saberlo; a lo sumo se escucha un coche aéreo que pasa a la distancia. Aquí, en la Selva, nos dejan vivir, y quizás suceda otro tanto en toda la Tierra, aunque no lo sabemos. Nos dejan mientras nos mantengamos en este lugar, en la jaula de nuestra ignorancia y aislamiento, inclinándonos cuando pasan por encima de nuestras cabezas. Pero no confían en nosotros. ¿Cómo podrían, aun después de doce mil años? No existe la confianza entre ellos porque no existe la verdad en ellos. No respetan ningún pacto, rompen las promesas, perjuran, traicionan y mienten incansablemente; y algunos informes de la época de la Caída de la Liga sugieren que hasta podían mentir mentalmente. Fue la Mentira que traicionó a todas las razas de la Liga y nos condujo a ser esclavos de los Shing. Recuerda eso, Falk. Nunca creas nada de lo que haya dicho el enemigo.

—No lo olvidaré, Amo, si alguna vez encuentro al Enemigo.

—No lo encontrarás a menos que vayas hacia ellos.

La aprensión en el rostro de Falk cedió paso a una mirada atenta y tranquila. Lo que había estado esperando llegaba, al fin.

—Quieres decir si dejo la Casa —dijo.

—Tú mismo has pensado en ello —dijo Zove serenamente.

—Sí, lo he hecho. Pero no es posible que me vaya. Quiero vivir aquí. Parth y yo…

Vaciló, y Zove arremetió, incisivo y amable.

—Me honra el amor entre tú y Parth, la felicidad y la fidelidad de ustedes. Pero viniste aquí cuando andabas en pos de otra cosa, Falk. Tu relación con mi hija debe ser estéril; a pesar de ello, la apruebo. Pero también creo que el misterio de tu estadía y de tu llegada aquí es importante, no insignificante y desechable; que tú transitas por un camino que sigue más allá; que tú tienes que…

—¿Tengo qué? ¿Quién puede decirlo?

—Aquello que no se nos concedió y que a ti te robaron deben tenerlo los Shing. Puedes estar seguro de ello.

Una dolorosa y destructora amargura se percibía en la voz de Zove, como nunca hasta entonces escuchara Falk.

—¿Acaso aquellos que no dicen la verdad contestarán a mi pregunta? ¿Y cómo reconoceré lo que busco cuando lo encuentre?

Zove se quedó silencioso nuevamente y luego dijo con su acostumbrada tranquilidad y mesura.

—Me aferro a la noción, hijo mío, de que en ti anida alguna esperanza para el hombre. No quiero abandonar ese anhelo. Pero sólo tú puedes descubrir tu propia verdad: y si a ti te parece que tu camino finaliza aquí, entonces, quizá ésa sea la verdad.

—Si me voy —dijo abruptamente Falk—, ¿dejarás que Parth venga conmigo?

—No, hijo mío.

Un niño cantaba en el jardín, el hijo de catorce años de Garra, que daba torpes saltos mortales en el camino y tarareaba con voz aguda melodías dulces. Arriba, en la ondulante V de las grandes migraciones, bandada tras bandada de gansos salvajes se dirigían al sur.

—Yo pensaba acompañar a Metock y Thurro a buscar a la novia de Thurro —dijo Falk—. Proyectamos ir pronto, antes de que cambie el tiempo. Si voy, seguiré viaje desde la casa Ransifeld.

—¿En invierno?

—Hay casas hacia el Oeste de Ransifeld, no cabe duda, donde puedo solicitar abrigo si lo necesito.

No dijo ni Zove le preguntó por qué el Oeste era la dirección en que marcharía.

—Quizás; no lo sé. No sé si ellos darán cobijo a los extraños como nosotros. Si te vas, estarás solo y deberás estar solo. Fuera de esta Casa no hay lugar seguro para ti en la Tierra —habló, como siempre, con absoluta sinceridad… y pagó el precio de la verdad con autocontrol y dolor.

Falk dijo, recobrando rápidamente confianza.

—Lo sé, Amo. No hay seguridad y lo lamento.

—Te diré lo que creo acerca de ti. Pienso que viniste de un mundo perdido; creo que no naciste en la Tierra. Pienso que viniste aquí, primer Extraño que regresa en mil años o más, y que nos traías un mensaje o una señal. Los Shing cerraron tu boca, y te perdieron en las selvas de modo que nadie pudiera decir que te habían matado. Llegaste a nosotros. Si te vas, me apenaré y temeré por ti, pues sé cuan solo estarás. ¡Pero depositaré mi fe en ti, y en nosotros mismos! Si traías palabras para hablar a los hombres, las recordarás, finalmente. Debe de haber una esperanza, un signo, no podemos seguir así para siempre.

—Quizás mi raza no haya sido amiga de la humanidad —dijo Falk y miró a Zove con sus ojos amarillos—. ¿Quién sabe para qué vine aquí?

—Encontrarás a aquellos que lo saben. Y luego, lo harás. No temo a tu misión. Si tú sirves al Enemigo, también lo servimos nosotros: todo está perdido y no queda nada por perder. Si no es así, entonces tienes eso que los hombres hemos perdido: un destino; y si lo realizas, puedes traernos la esperanza a todos…

Загрузка...