Capítulo 3

Los días que Falk ya no contaba se habían acortado mucho, y quizás ya habían pasado el Fin de Año, el solsticio de invierno. Aunque el tiempo no era tan malo como podría haber sido en los años en que la ciudad se irguiera por encima de la Tierra, porque éste era un ciclo meteorológico más cálido, sin embargo casi siempre estaba nublado y gris. La nieve caía a menudo, no tan espesa como para dificultar el camino, pero lo suficiente como para que Falk pensara que si no hubiera traído su ropa de invierno y su bolsa de dormir de la Casa de Zove, habría sufrido algo más que la simple incomodidad del frío. El viento norte soplaba tan cruelmente que tendía siempre a desviarse ligeramente hacia el sur, y elegía la dirección suroeste, cuando era posible hacerlo, antes que dar la cara al viento.

En la avanzada y obscura tarde de un día de cellisca y lluvia llegó trabajosamente a un valle que corría en dirección sur, y se debatió a través de espesa maleza que crecía sobre el terreno rocoso y barroso. Inmediatamente los pastizales ralearon y accedió a un súbito alto. Ante él corría un gran río, que brillaba con destellos obscuros y salpicados por la lluvia. La llovizna obscurecía casi por entero la ribera opuesta. Se asombró de la anchura, la majestad de esta gran corriente silenciosa que fluía en dirección al oeste y de sus aguas obscuras bajo el cielo encapotado. Primero pensó que se trataba del Río Inland, una de las pocas referencias del continente interior conocidas en calidad de rumores por las Casas de la Selva Oriental; pero se decía que aquel corría hacia el sur y delimitaba el borde occidental del reino de los árboles.

Seguramente era un tributario del Río Inland. Lo siguió, por esa razón, y porque lo mantenía apartado de las altas colinas y lo proveía tanto con agua como con buena caza; además, era agradable tener, a veces, una playa de arena como camino, con el cielo abierto por encima de la cabeza y no la oscuridad eterna de las ramas sin hojas. De modo que siguiendo el río se dirigía al oeste, por el sur, a través de una ondulada tierra de bosques, fría y silenciosa y sin color bajo la garra del invierno.

Una de esas mañanas junto al río, cazó una gallina salvaje, tan comunes aquí en bandadas que cacareaban y volaban bajo y que le procuraban su plato principal. Recién la había aferrado por las alas y todavía no la había matado cuando la levantó. Entonces aleteó y gritó con su penetrante voz de ave: «quitar la vida… quitar… vida… quitar…»; le retorció el cuello.

Las palabras afluían a su mente y no podía silenciarlas. La última vez que una bestia le hablara fue cuando se encontraba cercano a la casa del Terror. En alguna parte, en estas solitarias colinas grises, había, o había habido, hombres: un grupo escondido como en la casa de Argerd, o Merodeadores salvajes que lo matarían cuando vieran sus extraños ojos, u hombres instrumentos que lo llevarían ante sus Amos como prisionero o esclavo. Aunque al final tuviera que enfrentar a estos Amos, encontraría su propio camino hacia ellos, a su debido tiempo, y solo. ¡No confiar en nadie, evitar a los hombres! Había aprendido la lección. Anduvo muy cautelosamente ese día, tan silencioso que, con frecuencia, las aves acuáticas que pululaban en las riberas del río levantaban vuelo, sorprendidas, casi debajo de sus pies.

No cruzó ningún camino ni vio signo alguno de que seres humanos habitaran o hubieran llegado nunca cerca del río. Pero hacia el final de la corta tarde, una bandada de aves salvajes verdebroncíneas elevaron vuelo adelante de él y sobrevolaron el agua cacareando y gritando juntas en una algarabía de palabras humanas.

Un poco más lejos se detuvo pues creyó haber percibido olor de humo de leña en el viento.

El viento soplaba río arriba hacia él, desde el noroeste. Prosiguió, doblemente cauteloso. Luego, como la noche avanzara entre los troncos de los árboles y obscureciera las ya obscuras márgenes del río, en la lejanía, más allá de la costa agreste y poblada de sauces una luz parpadeó y se desvaneció y volvió a brillar.

Ya no fue ni por temor ni siquiera por precaución que se detuvo, inmóvil sobre sus huellas para contemplar el distante relumbrar. Aparte de su propio fuego solitario, era la primera luz que había visto en medio de la espesura desde que abandonara el Claro. Lo conmovió extrañamente, brillando lejana entre las sombras.

Paciente en su fascinación como cualquier animal de la selva, esperó hasta que la noche se cerniera completamente y luego se encaminó despacio y sin hacer ruido, a lo largo de la ribera del río, manteniéndose al amparo de los sauces, hasta que estuvo lo suficientemente cerca como para ver el cuadrado de la amarilla ventana con la luz del fuego y el pico de la chimenea por encima, cubierto de nieve, y el alero de pino. Imponente sobre la obscura selva y el río, brillaba Orion. El viento de la noche era muy frío y silencioso.

De vez en cuando un copo de nieve se desprendía de una rama y caía hacia las obscuras aguas teñido con la luminosidad del fuego mientras descendía.

Falk permaneció observando la luz dentro de la cabaña. Se acercó algo, luego se quedó inmóvil durante largo rato.

La puerta de la cabaña crujió al abrirse, y formó un abanico de oro sobre el obscuro suelo y desmenuzó la nieve en corpúsculos y lentejuelas.

—Acércate a la luz —dijo un hombre que se detuvo, al descubierto, en el dorado recuadro formado por la puerta.

Falk en la oscuridad de la espesura puso su mano sobre su pistola láser y no hizo ningún otro movimiento.

—Te escucho mentalmente. Soy un Auditor. Entra. No tienes nada que temer. ¿Hablas en este idioma?

Silencio.

—Espero que sí, porque no utilizaré la comunicación telepática. No hay nadie aquí, excepto yo, y tú —dijo la pausada voz—. Escucho sin intentarlo, como tú escuchas con tus oídos, y todavía te escucho allí, en la oscuridad. Ven y golpea la puerta si quieres entrar y refugiarte bajo mi techo.

La puerta se cerró.

Falk permaneció inmóvil durante unos momentos. Luego cruzó la breve distancia obscura que lo separaba de la cabaña y golpeó la puerta.

—¡Entra!

Abrió la puerta y entró a la luz y al calor.

Un anciano, de largo pelo gris trenzado sobre su espalda, estaba de rodillas frente al hogar avivando el fuego. No se dio vuelta para mirar al extraño, pero dejó su fuego despaciosamente. Después de un momento cantó en voz alta y lenta:

estoy solo y confundido,

confundido, desolado.

Oh, como en el mar, al garete.

Oh, sin puerto donde anclar…

La cabeza gris se volvió finalmente. El viejo sonreía; sus angostos y brillantes ojos recorrieren de arriba a abajo a Falk.

Con una voz que sonaba débil y vacilante porque no había pronunciado palabra alguna durante mucho tiempo, Falk respondió con la estrofa siguiente del Antiguo Canon:

Todo el mundo es útil,

pero yo estoy solo

y para nada sirvo,

forastero.

Sólo yo difiero de los otros,

pero busco la leche de la madre,

el camino…

—¡Ja, ja, ja! —dijo el anciano—. ¿Es cierto, Ojos Amarillos? Acércate, siéntate junto al fuego. Forastero. Sí, sí, sí… No cabe duda. Eres un forastero. ¿A qué distancia de la Tierra…? ¿quién sabe? ¿Cuánto hace que no te bañas en agua caliente? ¿Quién sabe? ¿Dónde estará la maldita marmita? Fría noche en el ancho mundo, ¿no es cierto? Fría como el beso de un traidor. Ya está: llénala con el balde que encontrarás junto a la puerta, ¿quieres? luego yo la pondré sobre el fuego, eso es. Soy un Thurro-sabio, veo que me comprendes, de modo que no encontrarás demasiado confort aquí. Pero un baño caliente es caliente, no importa si la marmita hierve por fusión de hidrógeno o por las llamas de los leños, ¿en? Sí, evidentemente eres un extranjero, muchacho, y a tus ropas no les vendría mal un baño, también, por más que sean a prueba de tiempo. ¿Qué es eso…? ¿Conejos? Bueno. Los asaremos mañana con una o dos verduras. Las verduras son algo que no se puede cazar con un fusil láser. Y no puedes cultivarlas en un zurrón. Vivo solo aquí, mi muchacho, solo y absolutamente solitario. Porque soy un gran, el muy grande, el más grande Auditor, vivo solo y hablo demasiado. No nací aquí, como un hongo bajo un árbol; pero con los demás hombres nunca pude lograr una comunicación de mentes; todo el barullo y el dolor, y la algarabía y el pesar y todas sus modalidades me dejaban en situación de tener que encontrar mi propio camino a través de cuarenta selvas diferentes. De modo que vine a vivir solo en la verdadera selva con las bestias a mi alrededor, con mentes pequeñas pero constantes. No hay mentiras en sus pensamientos. No yace el engaño en sus intenciones. Siéntate: hace mucho que andas y tus piernas están cansadas.

Falk se sentó en el banco de madera junto al hogar.

—Te agradezco tu hospitalidad —dijo, y estaba a punto de decir su nombre cuando el anciano habló.

—No tiene importancia. Puedo llamarte por una cantidad de nombres, lo suficientemente buenos para este lugar del mundo: Ojos Amarillos, Forastero, Huésped, cualquiera servirá. Recuerda que soy un Auditor, no un paraverbalista. No me interesan las palabras ni los nombres. No los quiero. Había un alma sola, afuera, en la oscuridad, lo sabía, y sé como mi iluminada ventana brillaba para tus ojos. ¿No es eso suficiente, más que suficiente? Y mi nombre es TodoSolo. ¿Entiendes? Ahora, arrímate, caliéntate junto al fuego.

—Estoy entrando en calor —dijo Falk.

La trenza gris del anciano saltaba contra sus hombros mientras se movía, ligero y frágil, al par que fluía su suave voz; nunca formulaba una verdadera pregunta, nunca hacía una pausa para dejar lugar a una respuesta. No tenía ningún temor y era imposible temerlo.

Ahora todos los días y noches de viaje a través de la selva se homogeneizaban detrás de Falk. No tenía que pensar en el tiempo, en la oscuridad, en las estrellas y bestias y árboles. Podía sentarse y estirar sus piernas hacia el brillante fuego, podía comer en compañía de otro, podía bañarse frente al fuego en una cuba de madera llena de agua caliente. No sabía cuál placer era mayor, si la calidez del agua que lavaba la suciedad y el cansancio o la calidez que lavaba su espíritu en este lugar, la absurda charla fugaz del viejo, la milagrosa complejidad de la conversación humana después del largo silencio de la espesura.

Admitía como verdadero todo lo que el anciano le decía, que era capaz de sentir las emociones y percepciones de Falk, que era un auditor de mentes, que practicaba la empatía. La empatía era respecto de la telepatía lo que la vista respecto del tacto, un sentido más ambiguo, más primitivo y más íntimo. No estaba sujeta a un refinado aprendizaje y control, en el grado de la telepatía; inversamente, la empatía involuntaria no era poco frecuente, aun entre los no ejercitados. La ciega Kretyan se había cultivado como auditora de mentes, pues tenía el don natural. Pero no era un don semejante a éste. No le llevó a Falk demasiado tiempo el tener la certidumbre de que el anciano advertía, de hecho, constantemente, y en cierta medida lo que su visitante sentía y experimentaba. Por alguna razón esto no le molestó a Falk, mientras que cuando se enteró de que la droga de Argerd le había abierto la mente para la investigación telepática se enfureció.

—Esta mañana maté una gallina —dijo, cuando el viejo calló unos momentos, mientras calentaba una áspera toalla para él junto al crepitante fuego—. Habló en su lenguaje. Algunas palabras de… de la ley. ¿Significa eso que alguien de los alrededores le enseña a hablar a las bestias y a las aves? —No estaba tan relajado, a pesar de salir del baño caliente, como para decir el nombre del Enemigo… no después de su lección en la casa del Terror.

A modo de respuesta, el anciano meramente le formuló una pregunta por primera vez:

—¿Comiste la gallina?

—No —dijo Falk, secándose a la luz del fuego que enrojecía su piel y la volvía del color del bronce—. No después de que hablara. En su lugar maté a los conejos.

—¿Matarla y no comerla? Vergonzoso, vergonzoso, —cloqueó el viejo y luego alardeó como un gallo salvaje—. ¿No tienes respeto por la vida? Debes entender la Ley. Dice que no debes matar a menos que te veas obligado a matar. Y, en esa circunstancia, lo menos posible. Recuerda eso en Es Toch. ¿Estás seco? Cubre tu desnudez, Adán del Canon Yawhe. Aquí tienes, envuélvete con esto, no es delicado como tus propias ropas, sólo cuero de venado curtido, pero, por lo menos, está limpio.

—¿Cómo sabes que voy a Es Toch? —preguntó Falk, mientras se envolvía en la suave vestimenta de cuero como si fuera una toga.

—Porque no eres humano —dijo el viejo—. Y recuerda, yo soy el Auditor. Conozco la brújula de tu mente, a pesar de que es extranjera, lo quiera o no. El norte y el sur son confusos, muy lejos en el este hay una luminosidad perdida; hacía el oeste yace la oscuridad, una profunda oscuridad. Escucha. Escucha lo que digo, porque no quiero escucharte a ti, querido huésped, y desatinado. Si hubiera querido escuchar la charla de los hombres no habría vivido aquí entre los cerdos salvajes como un cerdo salvaje. Tengo que decir esto antes de irme a dormir. Escucha: No hay muchos entre los Shing. Esto es una información importante y entraña sabiduría y consejo. Recuérdalo, cuando camines entre las terribles sombras de las brillantes luces de Es Toch. Curiosos fragmentos de información siempre sirven para algo. Ahora olvida el este y el oeste y ve a dormir. Acuéstate tú en la cama. A pesar de ser un Thurro-sabio me opongo al lujo ostentoso, aplaudo los simples placeres de la existencia, tales como una cama donde dormir. Por lo menos siempre que se pueda. Y aun la compañía de un camarada, una vez al año o algo por el estilo. Aunque no puedo decir que los eche de menos como tú. Solitario no es desolado… —y luego de armarse una especie de catre sobre el suelo, citó un afectuoso canto del Canon más Joven de su credo:

No soy más solitario que un molino, o que una veleta, o que la estrella del norte, o que el viento del sur, o que una lluvia de abril, o que un deshielo de enero, o que la primera araña en una casa nueva… No soy más solitario que el tonto en la laguna que tan alto ríe, o que el propio Walden Pond…

Luego dijo:

—¡Buenas noches! —y no dijo nada más.

Falk durmió esa noche con un sueño profundo y largo, el primero que se dispensara desde que su viaje había comenzado.

Permaneció dos días o dos noches más en la cabaña junto al río, porque su huésped fue con él muy hospitalario y le resultaba difícil abandonar ese pequeño paraíso de calor y compañía. El anciano rara vez escuchaba y nunca contestaba las preguntas, pero aquí y allá, a lo largo de su fluyente charla, ciertos hechos e indicios afloraban y se desvanecían. Conocía el camino que llevaba al oeste y qué parajes recorría… pero Falk no estaba seguro de la distancia que cubrían sus conocimientos. Evidentemente hasta Es Toch; ¿quizás más lejos? ¿Qué había más allá de Es Toch? Falk no tenía la menor idea, excepto que era posible llegar, al Mar del Oeste y, allende éste, al Gran Continente, y probablemente, otra vez, en redondo, al Mar del Este y a la Selva. Que el mundo era redondo era algo sabido por los hombres, pero no quedaban mapas. Falk sospechaba que el viejo hubiera pedido dibujar uno; pero de dónde provenía esa sospecha no atinaba a saberlo, pues su huésped nunca habló directamente de nada que hubiera hecho o visto más allá de su pequeña ribera del claro.

—Cuídate de las gallinas, río abajo —dijo el viejo, a propósito de nada, mientras desayunaban, temprano por la mañana, antes de que Falk partiera nuevamente—. Algunas de ellas pueden hablar. Otras oír. Como nosotros, ¿eh? Yo hablo y tú oyes. Porque, por supuesto, yo soy el Auditor y tú el Mensajero. Condenada lógica. Recuerda lo de las gallinas y desconfía de aquellas que cantan. Los gallos tienen menor importancia; están demasiado ocupados en alardear. Ve solo. Eso no te hará mal. Dale mis saludos a todo Príncipe o Merodeador que encuentres, especialmente a Henstrella. De paso, se me ocurrió, mientras dormías, entre tus sueños y mi propia noche, que has caminado lo suficiente como para ejercitarte y que podrías usar mi deslizador. Había olvidado que lo tenía. No lo usaré, porque no voy a ninguna parte, salvo a morir. Espero que alguien venga y me entierre, o, por lo menos, que me entierre afuera en beneficio de las ratas y de las hormigas, una vez que esté muerto. No me agrada la perspectiva de pudrirme aquí, después de haber mantenido durante tantos años la pulcritud de este lugar. No puedes usar un deslizador en la selva, por supuesto, ahora no existen caminos que merezcan tal nombre, pero si quieres seguir el curso del río te llevará muy cómodamente. Y también a través del Inland River, que no es fácil de cruzar durante los deshielos, excepto si eres un siluro. Lo guardo bajo el alero, si lo quieres. Yo no.

La gente de la casa Kathol, la más cercana a la de Zove, eran Thurro-sabios; Falk sabía que uno de sus principios era andar, tanto como fuera posible dentro de la sanidad y la mesura, sin inventos mecánicos ni artificios. Que este anciano, que vivía mucho más primitivamente que ellos y que se alimentaba con aves y verduras porque ni siquiera tenía un rifle para cazar, poseyera un producto de la más sofisticada tecnología, constituía un hecho tan extraño como para inducir a Falk, por primera vez, a mirarlo con una sombra de sospecha.

El Auditor chasqueó la lengua y cloqueó:

—No había razón alguna para que confiaras en mí, muchachito forastero —dijo—. Ni para que yo en ti. Después de todo, es posible ocultarle cosas también al gran Auditor. Es posible ocultar cosas a la propia mente, ¿no es cierto?, de modo que ni los pensamientos acceden a ellas. Toma, el deslizador. Mis días de viaje se han terminado. Sólo lleva a una persona, pero tú irás solo. Y creo que tu viaje es mucho más largo del que pudieras hacer a pie. O quizás, por qué no, con deslizador.

Falk no formuló pregunta alguna, pero el viejo respondió:

—Quizás tengas que volver a casa —dijo.

Al partir en ese amanecer helado y lleno de rocío, bajo los pinos cubiertos de hielo, Falk con pena y gratitud le ofreció su mano como se hace con el Amo de una Casa; así se lo habían enseñado; pero cuando lo hizo dijo:

—Tiokioio…

—¿Cómo me has llamado, Mensajero?

—Quiere decir… quiere decir, padre, creo… —la palabra había brotado espontáneamente entre sus labios, incoherente; no estaba seguro de conocer su significado, y no tenía idea de qué lengua era ésa.

—¡Adiós, pobre y confiado tonto! Hablarás la verdad y la verdad te liberará. O no, depende del caso. Ve, completamente solo, querido tonto; es el mejor modo de andar. Extrañaré tus sueños. Adiós, adiós. El pescado y los visitantes apestan después de tres días. ¡Adiós!

Falk se arrodilló en el deslizador, elegante y pequeña máquina con incrustaciones negras y un arabesco tridimensional de alambre de platino. La ornamentación escondía los controles, pero él había jugado con un deslizador en la Casa de Zove y, después de estudiar los arcos de control, tocó el arco izquierdo, deslizó su dedo a lo largo de éste hasta que el deslizador se levantó silenciosamente a unos dos pies de altura, y luego, con el arco derecho, envió a la pequeña nave por encima del cercado y de la ribera hasta dejarla suspendida sobre el espumoso hielo del brazo de agua que pasaba por detrás de la cabaña. Se volvió, entonces, para decir adiós, pero el anciano ya había penetrado en la cabaña y cerrado la puerta. Y, luego de que Falk piloteara su silenciosa nave hacia la ancha y obscura avenida del río, el silencio enorme se cerró nuevamente alrededor de él.

El helado rocío se amontonaba en las amplias curvas de agua, adelante y detrás de él, y colgaba entre los grises árboles de cada margen. El suelo y los árboles y el cielo se teñían de gris con hielo y niebla. Sólo el agua que se deslizaba algo más lentamente que su deslizador aéreo era más obscura. Cuando, al día siguiente, comenzó a nevar, los copos eran obscuros contra el cielo, blancos contra el agua antes de desvanecerse, cayendo interminablemente y perdiéndose en la interminable corriente.

Este modo de viajar significaba el doble de velocidad que la marcha a pie, y era más seguro y cómodo, demasiado cómodo, en realidad, monótono, hipnótico. Falk se alegraba de acercarse a la orilla cuando tenía que cazar o acampar. Las aves acuáticas caían ante sus manos y los animales que se acercaban a la orilla para beber, lo miraban como si él y su deslizador fueran una grulla o una garza que pasara rasante y le ofrecían sus indefensos flancos y pechos a su fusil de caza. Entonces, todo lo que podía hacer era sacarles el cuero, descuartizarlos, cocinarlos, comerlos y construirse un pequeño refugio para pasar la noche a resguardo de la nieve o de la lluvia, con ramas y troncos y el deslizador invertido a manera de techo; dormía, al amanecer comía carne fría de la noche anterior, bebía agua del río y seguía. Y seguía.

Practicaba juegos con el deslizador para entretener las horas muertas; lo elevaba a unos quince pies donde el viento y las corrientes de aire volvían menos denso el sostén del aire y hacían inclinarse al deslizador casi hasta volcarlo, pero lo impedía instantáneamente con los controles y su propio peso; o acercaba al deslizador hasta el agua y producía una salvaje conmoción de espuma y salpicaduras cuando golpeaba y saltaba y rebotaba por encima del río, corcoveando como un potro. Un par de caídas no le hicieron desistir de su entretenimiento. El deslizador estaba preparado para estabilizarse a un pie de altura, en caso de pérdida de los controles, y todo lo que él tenía que hacer era trepar nuevamente, llegar a la costa y encender un fuego si se había enfriado, o si no, simplemente seguir viaje. Sus ropas eran a prueba de condiciones meteorológicas adversas, y, en todo caso, el río sólo lo mojaba un poco más que la lluvia. La ropa de invierno lo mantenía agradablemente templado; nunca sentía realmente calor. Sus pequeños fuegos de campamento eran estrictamente para cocinar. No había suficiente madera seca en toda la Selva Oriental, probablemente, para una verdadera fogata, después de los largos días de lluvia, nieve, rocío y nuevamente lluvia.

Se aficionó a batir el deslizador contra el río en una serie de largos y ruidosos saltos de pez, brincos en diagonal que terminaban en un golpe y en un chorro de salpicaduras. El ruido del procedimiento le agradaba como una ruptura en la suave y silenciosa monotonía del deslizador por encima del agua, entre los árboles y las colinas. Venía golpeando el río en una curva, contorneando la ruta con delicados toques en los arcos de control, cuando irrumpió en un súbito alto silencioso en medio del aire. A lo lejos, contra el acerado brillo del río, un bote se dirigía hacia él.

Cada nave quedaba completamente a la vista de la otra; no había posibilidad de evadirse secretamente detrás de la pantalla de los árboles. Falk se tiró boca abajo en el deslizador, el fusil en la mano, y piloteó hacia la margen derecha del río, a una altura de diez pies, de modo tal que su posición resultara ventajosa respecto de los tripulantes del bote.

Se acercaban tranquilamente con su embarcación triangular. Cuando estuvieron más cerca, a pesar de que el viento soplaba río abajo, pudo escuchar el débil sonido de su canto.

Se acercaban más aun y no le prestaban atención y seguían cantando.

Hasta donde llegaba su breve memoria, la música siempre lo había arrastrado y atemorizado, embargándolo con una especie de angustiado deleite, un placer muy cercano al tormento. Ante el sonido de una voz humana que cantara sentía intensamente que él no era humano, que esta combinación de modulación y ritmo y tono le era ajena, no algo olvidado sino algo nuevo, más allá de él. Pero justamente esa extrañeza lo arrebataba y ahora, inconscientemente, disminuyó la velocidad del deslizador para escuchar. Cuatro o cinco voces cantaban, entonaban y se entretejían en una armonía tan llena de arte como no escuchara antes. No entendía las palabras. Toda la selva, las millas de agua gris y de cielo gris le parecían alertas, en un silencio intenso e incomprensible.

El sonido se desvaneció, deshaciéndose y perdiéndose en una ráfaga de risas y charla. El deslizador y el bote se encontraban casi de frente, ahora, separados por un centenar de yardas. Un hombre alto y muy esbelto de pie sobre la popa, saludó a Falk; su clara voz sonaba argentina a través del agua. Nuevamente no captó las palabras. A la acerada luz invernal, el pelo del hombre y el pelo de los otros cuatro o cinco que se encontraban en el bote brillaban con reflejos dorados, todos del mismo modo, como si fueran de la misma sangre o de una misma especie. No pudo distinguir los rostros con claridad, sólo el pelo oro rojo y las esbeltas figuras que se inclinaban y hacían señas y reían. Durante un segundo un rostro fue nítido, el de una mujer que lo observaba a través del agua que fluía y del viento. Había casi detenido el deslizador que permanecía suspendido y el bote, también, parecía inmóvil en el río.

—Síguenos —dijo nuevamente el hombre, y, esta vez, al reconocer el idioma, Falk entendió. Era la antigua lengua de la Liga, Galaktika. Como todos los Forasteros, Falk la había aprendido mediante cintas grabadas y libros, pues los documentos que se habían conservado de la Gran Edad, estaban grabados en ella, que servía como idioma común entre hombres de diferentes lenguas. El dialecto de la Selva había descendido del Galaktika, pero se había emancipado después de mil años, y, en la actualidad, difería hasta de Casa a Casa. Una vez, habían llegado a la Casa de Zove viajeros que provenían de la costa del Mar Oriental, y hablaban en un dialecto tan diferente que les resultó más fácil hablar en Galaktika con sus huéspedes, y sólo en esa oportunidad Falk la había escuchado como a una lengua viva; en general, sólo había sido la voz de un libro sonoro o el murmullo del teleprofesor en su oreja, en la oscuridad de una mañana de invierno.

Como un sueño y arcaica sonaba ahora en la clara voz del piloto:

—¡Síguenos, vamos a la ciudad!

—¿A qué ciudad?

—A nuestra ciudad —dijo el hombre y rió.

—La ciudad que da la bienvenida al viajero —gritó otro.

Y otro, con esa voz de tenor que tan dulcemente fluyera en su canto, habló más suavemente:

—Aquéllos que no hacen daño, ningún daño encuentran entre nosotros.

Y una mujer dijo como si sonriera con las palabras:

—Abandona la vida salvaje, viajero, y escucha nuestra música por una noche.

El nombre con el que lo invocaban era viajero o mensajero.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó.

El viento sopló y el ancho río fluyó. El bote y el bote aéreo permanecieron inmóviles entre el flujo del aire y del agua, juntos y separados como en un encantamiento.

—Somos hombres.

Con esa respuesta el hechizo se desvaneció, se perdió como un suave sonido o un aroma en el viento del este. Falk sintió nuevamente el ave que se debatía, herida, entre sus manos, y que gritaba palabras con su penetrante voz inhumana: ahora, como entonces, lo recorrió un escalofrío y, sin vacilar, pero también sin firmeza, tocó el arco de plata y aceleró el deslizador hacia adelante a toda velocidad.

Ningún sonido le llegaba desde el bote, aunque ahora el viento soplaba de ellos hacia él, y después de unos momentos, cuando la vacilación pudo vencerlo, disminuyó la marcha de su nave y miró hacia atrás. El bote se había ido. Nada se divisaba sobre la ancha y obscura superficie del agua, desnuda hasta la lejana curva.

Después de eso, Falk no practicó ya juegos sonoros, sino que prosiguió tan rápida y silenciosamente como podía; no encendió fuego alguno esa noche, y su sueño fue intranquilo. Sin embargo, algo del encanto persistía. Las dulces voces habían hablado de una ciudad, Elonaae en la antigua lengua y mientras navegaba río abajo, en medio del aire y en medio de la espesura, Falk susurró la palabra en voz alta. Elonaae, el lugar del Hombre; miríadas de hombres reunidos, no una casa sino miles de casas, grandes lugares habitados, torres, paredes, ventanas, calles y los lugares abiertos adonde convergían las calles, las casas de comercio de las que se hablaba en los libros, donde todos los ingeniosos inventos de las manos de los hombres se fabricaban y vendían, los palacios de gobierno donde los poderosos se reunían para hablar entre sí de las grandes obras que ellos hacían, los campos de maniobras desde donde se disparaban naves espaciales que viajaban a través de años hacia soles extranjeros: ¿Hubo alguna vez en la Tierra algo más maravilloso que los Lugares del Hombre? Todos habían desaparecido ahora. Sólo quedaba Es Toch, el Lugar de la Mentira. No había ninguna ciudad en la Selva Oriental. Ni torres de piedra y acero y cristal llenas de almas se elevaban ya entre los pantanos y las alamedas, las cuevas de los conejos y las huellas de los ciervos, los perdidos caminos, las piedras rotas y sepultadas.

Sin embargo, la visión de una ciudad yacía en Falk como un obscuro recuerdo de algo que había conocido alguna vez. Por ello estimaba la potencia de la ilusión, la esperanza que lo había conducido a tientas y mantenido a salvo, y se preguntaba si habría más trampas y engaños en su viaje hacia el oeste, hacia su misma fuente.

Los días y el río seguían corriendo, fluyendo con él, hasta que una quieta y gris tarde el mundo se abrió lentamente más y más en una imponente anchura, en una inmensa llanura de aguas barrosas debajo de un cielo inmenso: la confluencia del Río de la Selva con el Río Inland. No era de extrañarse que hubieran escuchado hablar del Río Inland aun en la profunda ignorancia de su aislamiento, a cientos de millas de allí, en las Casas: era tan enorme que ni siquiera los Shing podían ocultarlo. Una vasta y brillante desolación de aguas gris amarillentas surgía de los últimos tramos e islas de la regada Selva hacia el oeste y hasta una lejana orilla de colinas. Falk se remontó como una de las azules garzas de vuelo bajo que poblaban el río, por encima del lugar de convergencia de las aguas. Aterrizó en la orilla occidental y, por primera vez desde que tenía memoria, se encontró afuera de la Selva.

Hacia el norte, el oeste y el sur se extendía una tierra ondulada, donde se apiñaban muchos árboles, llena de pastos y malezas, pero campo abierto, ancho y abierto. Falk con ingenua ilusión miró hacia el oeste, y esforzó sus ojos para ver las montañas. Esta tierra abierta, la Pradera, se consideraba como muy ancha, mil millas quizás; pero nadie en la Casa de Zove lo sabía con certidumbre.

No vio montañas, pero esa noche vio el borde del mundo donde se cruza con las estrellas. Nunca había visto un horizonte. Su memoria estaba rodeada con una frontera de hojas, de ramas. Más, aquí, nada se interponía entre él y las estrellas, que brillaban desde el término de la Tierra hacia arriba, en un enorme bol, una bóveda negra bordada con fuego. Y debajo de sus pies, el círculo se completaba; hora tras hora el inclinado horizonte revelaba la ardiente trama que yace hacia el este y debajo de la Tierra. Pasó más de la mitad de la invernal noche despierto y nuevamente se despertó cuando ese declinante borde oriental del mundo se cruzó con el Sol y la luz del día se proyectó desde el espacio exterior a través de las llanuras.

Ese día prosiguió hacia el oeste, guiándose con la brújula, y lo mismo al día siguiente y al siguiente. Ya no sujeto a los meandros del río, andaba en línea recta y rápido. Correr con el deslizador no era el insulso juego que había sido sobre el agua; aquí el terreno desigual lo obligaba a corcovear y a ladearse en cada bajada y subida si no se concentraba constantemente en los controles. Le gustaba la vasta apertura del cielo y de la pradera, y descubría que la soledad era un placer cuando se disponía de una extensión tan inmensa para estar solo. El clima era templado, una tranquila luz de Sol denunciaba las postrimerías del invierno. Al pensar nuevamente en la Selva se sentía como si emergiera de una oscuridad asfixiante a la luz y al aire, como si las praderas fueran un enorme Claro. Ganado salvaje colorado en rebaños de miles de cabezas obscurecían las planicies como sombras de nubes. El terreno casi en su totalidad era obscuro pero había ciertos lugares, débilmente mezclados con verde, donde se abrían los primeros brotes de doble hoja de los pastos más duros; y por encima y por debajo de los pastizales hormigueaba y se escondía en sus madrigueras un submundo de pequeñas bestias, conejos, tejones, gazapos, lauchas, gatos salvajes, topos, antílopes, la plaga y los cachorros de civilizaciones caídas. El enorme cielo estaba surcado de alas. Al crepúsculo, a lo largo de los ríos, descansaban bandadas de blancas grullas y el agua que corría entre las cañas y los bosques sin hojas reflejaban sus largas patas y alas plegadas.

¿Por qué los hombres no siguieron viajando para ver su mundo? Falk se preguntaba esto, sentado junto al fuego que brillaba como un pequeño ópalo en la amplia bóveda azul de la crepuscular pradera. ¿Por qué hombres como Zove y Metock se escondían en los bosques, y jamás salían a contemplar el amplio esplendor de la Tierra? Ahora sabía algo que ellos, que todo se lo habían enseñado, no sabían: que un hombre podía ver como giraba su planeta entre las estrellas…

Al día siguiente, bajo un cielo encapotado y a través de un frío viento del norte, prosiguió; guiaba su deslizador con una destreza que ya era hábito. Un rebaño de ganado salvaje cubría la mitad de la pradera sur que atravesaba, y todos los animales, miles y miles, daban la cara al viento, blancas caras inclinadas por delante de los peludos hombros rojos. Entre él y las primeras filas de ganado, durante aproximadamente una milla, los largos pastos grises se mecían con el viento, y un pájaro gris voló hacia él; se deslizaba sin mover las alas. Lo observó y se extrañó ante su deslizamiento en línea recta… no del todo recta porque se movió hacia un costado sin aleteo alguno para interceptarle el paso. Se acercaba muy velozmente, derecho a él. Abruptamente se alarmó, y sacudió su brazo para espantar a la criatura, luego se tiró boca abajo y viró el deslizador… demasiado tarde. Un segundo antes del choque vio la ciega cabeza sin rasgos, el brillo del acero. Luego el impacto, un estallido de metal, una inconsciente caída hacia atrás. Una caída interminable.

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