Capítulo 8

El extraño e invisible Consejo de los Amos de la Tierra había terminado. Al partir, Abundibot le dijo a Falk:

—La elección está en tus manos; o seguir siendo Falk, nuestro huésped en la Tierra, o recobrar tu herencia y completar tu destino como Agad Ramarren de Werel. Deseamos que tu elección sea concienzuda y oportuna. Esperamos tu decisión y la acataremos —y luego a Orry—: Haz que tu pariente recorra libremente la ciudad, Har Orry, haznos saber todo lo que él y tú deseen.

La puerta hendidura se abrió detrás de Abundibot y éste se retiró, y su alta y corpulenta figura se desvaneció tan abruptamente que parecía que la hubieran apagado. ¿Había estado, en realidad, allí en substancia, o sólo como una especie de proyección? Falk no estaba seguro. Se preguntaba si ya había visto un Shing, o sólo las sombras y las imágenes de los Shing.

—¿Hay algún lugar adonde se pueda caminar, al aire libre? —le preguntó súbitamente al muchacho, enfermo de los caminos indirectos y no substanciales y de las paredes de ese lugar y, también, preguntándose hasta qué punto se extendía, realmente, su libertad.

—Adonde quieras, prech Ramarren. Si quieres caminar por las calles… ¿o quizás prefieras tomar un deslizador? ¿O bien visitar el jardín, dentro de este palacio?

—Mejor será el jardín.

Orry lo condujo por un corredor amplio, vacío y brillante y a través de una puerta valva hacia una pequeña habitación.

—El jardín —dijo en voz alta, y la valva se cerró; no hubo sensación alguna de movimiento pero cuando se abrió accedieron a un jardín. Estaba justo del otro lado de la puerta; las paredes translúcidas destelleaban con las luces de la Ciudad, a lo lejos; la Luna, casi llena, brillaba brumosa y distorsionada a través del vidrioso techo. El lugar estaba anegado de suaves luces móviles y de sombras, repleto de arbustos tropicales y enredaderas que trepaban por enrejados y colgaban desde glorietas, cuyos macizos de flores crema y carmesí rezumaban en el enrarecido aire y cuyo follaje ocultaba el panorama todo en derredor. Falk se volvió súbitamente para asegurarse de que el camino de salida permanecía abierto detrás de él. El silencio cálido, pesado y perfumado era inescrutable; durante unos momentos creyó que las ambiguas profundidades del jardín ocultaban el rastro de algo extraño y enormemente remoto, los matices, la cualidad, la complejidad de un mundo perdido, de un planeta de perfumes y de ilusiones, de ciénagas y transformaciones…

En el camino entre umbrías flores, Orry acortó el paso para tomar un pequeño tubo blanco de una caja y colocó su extremo entre sus labios, succionando con vigor; Falk estaba demasiado absorto en otras impresiones como para prestarle atención, pero, ligeramente turbado, el muchacho le explicó:

—Es la pariitha, un tranquilizador, todos los Amos la usan; tiene un efecto muy estimulante sobre la mente. Si tú quieres…

—No gracias. Hay algunas cosas más que quiero preguntarte.

Vaciló, sin embargo. Estas nuevas preguntas no podrían ser completamente directas. A través del «Consejo» y de las explicaciones de Abundibot había experimentado repetida e incómodamente, que todo el asunto era una representación: una pieza, tal como las que había visto en los antiguos telecarreteles, en la biblioteca del Príncipe de Kansas, por ejemplo, el viejo y loco rey Lir delirante en medio de una tempestad. Pero lo curioso era su clara impresión de que la obra no se representaba en su beneficio, sino en el de Orry. No entendía por qué, pero una y otra vez había sentido que todo lo que Abundibot le dijera estaba dirigido a demostrarle algo al muchacho.

Y el chico lo creía. Para él no era una representación; o, de serlo, él actuaba en ella.

—Hay algo que me preocupa —dijo cautelosamente Falk—. Me dijiste que Werel se encuentra a ciento treinta o ciento cuarenta años luz de la Tierra. No puede haber muchas estrellas a esa misma distancia.

—Los Amos dicen que hay cuatro estrellas con planetas que podrían ser nuestro sistema, entre ciento quince y ciento cincuenta años luz de distancia. Pero están situadas en cuatro direcciones diferentes, y si los Shing envían una nave en su busca podrían pasarse más de mil trescientos años de tiempo real yendo de una a otra hasta encontrar la que corresponde.

—Aunque fueras un chico, me parece un poco extraño que no supieras cuánto tiempo insumía el viaje… es decir, qué edad tendrías a tu regreso.

—Se habló de «dos años», prech Ramarren… es decir, aproximadamente, mil veinte años terrestres… pero es muy evidente que no era esa la cifra exacta —durante un momento, al volver al tema de Werel, el muchacho habló con un dejo de sobria resolución que no había demostrado antes—. Creo que, como no sabían qué cosa o a quienes encontrarían en la Tierra, los Adultos de la Expedición quisieron asegurarse de que nosotros, los chicos, sin necesidad de guardia mental alguna, no podríamos procurarle al enemigo la ubicación de Werel. Era más seguro para nosotros ser ignorantes, quizás.

—¿Recuerdas cómo se veían las estrellas desde Werel… las constelaciones?

Orry se encogió de hombros para negar y sonrió.

—Los Amos también preguntaron eso. Yo había nacido en invierno, prech Ramarren. La primavera recién comenzaba cuando partimos. Apenas recuerdo un cielo sin nubes.

Si todo era cierto, entonces realmente sólo él —mejor dicho, su suprimido ser, Ramarren— podía decir de dónde habían venido él y Orry. ¿Explicaría eso lo que aparentaba ser el problema central, el interés que los Shing demostraran por él, el haberlo traído a este lugar bajo la tutela de Estrel, su ofrecimiento para restaurarle la memoria? Había un mundo que no estaba bajo su control y en él se había reinventado el vuelo a velocidad luz; ellos podrían querer saber dónde se encontraba. Y si le restituían su memoria él sería capaz de decírselo. Si era cierto que ellos podían restituirle la memoria. Si algo, por lo menos, de todo lo que le dijeran, era verdad. Suspiró. Estaba fatigado de todo ese tumulto de sospechas, de esa plétora de insubstanciales maravillas. Por momentos se preguntaba si todavía se encontraría bajo los efectos de una droga. Él y, probablemente, este muchacho, eran como juguetes en las manos de extraños jugadores sin fe.

—¿Estaba él… el llamado Abundibot… estaba él en la habitación, recién, o se trataba de una proyección, de una ilusión?

—No lo sé, prech Ramarren —replicó Orry; la substancia que aspiraba del tubo parecía animarlo y sedarlo; siempre ligeramente aniñado, hablaba ahora con alegre facilidad—. Pienso que estaba allí. Pero ellos nunca se acercan. Te diré, y es curioso, que en el largo tiempo que he permanecido aquí, seis años, nunca he tocado a uno de ellos. Se mantienen completamente aparte, cada uno en su soledad. No quiero decir con esto que no sean bondadosos —añadió rápidamente, mirando con sus claros ojos a Falk para asegurarse de que no lo había inducido a error—. Son muy bondadosos. Me gusta mucho el Amo Abundibot, y Ken Kenyek, y Parla. Pero están tan distantes… más allá de mí. Saben tanto. Soportan tal responsabilidad. Mantienen vivo el conocimiento, mantienen la paz y soportan todas las cargas, y así han vivido durante mil años, mientras que el resto de la gente, en la Tierra, no asume ninguna responsabilidad y vive en una libertad embrutecida. Los otros hombres los odian y no aprenden la verdad que éstos les ofrecen. De modo que deben mantenerse aparte, solos, con el objeto de preservar la paz y las facultades y el conocimiento que se hubieran perdido, de no ser por ellos, en unos pocos años, entre las tribus guerreras y las Casas y los Merodeadores y los caníbales errantes.

—No todos son caníbales —dijo Falk secamente.

La bien aprendida lección de Orry parecía haberse esfumado.

—No —convino—, supongo que no.

—Algunos de ellos dicen que han caído tan bajo porque los Shing los someten; que si buscan el conocimiento los Shing se lo impiden, si pretenden formar una Ciudad propia, los Shing se la destruyen y a ellos también.

Hubo una pausa. Orry terminó de succionar su tubo de pariitha y, cuidadosamente lo enterró entre las raíces de un arbusto de largas y colgantes flores rojas. Falk esperó su respuesta y sólo recién comprendió, progresivamente, que no habría ninguna. Lo que había dicho simplemente no había penetrado, no tenía sentido para el muchacho.

Caminaron entre las luces cambiantes y húmedas fragancias del Jardín, la Luna estaba brumosa encima de ellos.

—¿La mujer cuya imagen apareció en primer término, recién… la conoces?

—Strella Siobelbel —respondió prestamente el muchacho—. Sí, la he visto en reuniones del Consejo antes.

—¿Es una Shing?

—No, no es uno de los Amos; creo que sus parientes son montañeses, pero que ella se educó en Es Toch. Mucha gente trae o manda sus hijos para que sean educados en el servicio de los Amos. Y los chicos con mentes infranormales son traídos aquí y sometidos a las psicocomputadoras de modo que, aun ellos, puedan contribuir en la gran obra. Esos son los que los ignorantes llaman instrumentos. ¿Tú viniste aquí con Strella Siobelbel, prech Ramarren?

—Vine con ella; caminé con ella; comí con ella; me acosté con ella. Me dijo que era Estrel, una Merodeadora.

—Tendrías que haberte dado cuenta de que no era una Shing —dijo al chico, luego enrojeció y buscó otro de los tubos tranquilizadores, comenzando, entonces, a succionar nuevamente.

—¿Una Shing no se hubiera acostado conmigo? —preguntó Falk.

El muchacho se encogió de hombros con su wereliana negación, todavía ruborizado; la droga finalmente lo animó y dijo:

—No tocan a hombres comunes, prech Ramarren… Son como dioses, fríos y bondadosos y sabios…. se mantienen apartados…

Era fluido, incoherente, aniñado. ¿Sabía él de su propia soledad, huérfano y extranjero, viviendo su infancia y adolescencia entre estas gentes que se mantenían aparte, que no lo tocaban, que lo cebaban con palabras pero lo dejaban tan vacío de realidad que, a los quince años, buscaba la alegría en una droga? Por cierto que no conocía su aislamiento como tal… no parecía tener ideas demasiado claras sobre nada… pero su soledad se asomaba a sus ojos, a veces, como una súplica a Falk. Suplicante y débilmente expectante, era la mirada de alguien que se moría de sed en un seco desierto de sal y elevaba los ojos en busca del milagro. Había mucho más para preguntarle pero preguntar no servía de mucho. Compadecido, Falk puso su mano sobre el delgado hombro del muchacho. El chico se asombró, sonrió tímida y vagamente y succionó nuevamente su tranquilizador.

De regreso en su cuarto, donde todo estaba tan lujosamente arreglado para su confort… ¿y para impresionar a Orry…? Falk se paseó durante unos momentos como un oso enjaulado y, finalmente, se acostó a dormir. En sus sueños se vio en una casa, como la Casa de la Selva, pero la gente que la habitaba tenía los ojos de color ágata y ámbar. Él intentaba decirles que era uno de ellos, su propio pariente, pero ellos no lo entendían y lo observaban con extrañeza mientras él tartamudeaba y buscaba las palabras adecuadas, las verdaderas palabras, el verdadero nombre.

Los hombres instrumentos esperaban para servirlo cuando despertó. Los despidió y se marcharon. Se dirigió al hall. Nadie le obstaculizó el paso; no encontró a nadie. Todo parecía desierto, nadie en los largos y brumosos corredores o en las rampas o en el interior de las semivisibles habitaciones de paredes obscuras, cuyas puertas no pudo encontrar. Sin embargo, constantemente se sentía observado, todos sus movimientos controlados.

Cuando encontró el camino de regreso a su cuarto, Orry lo estaba esperando, para llevarlo a conocer la ciudad. Toda la tarde la exploraron, a pie y en un deslizador paristolis, recorrieron calles y terrazas de jardines, puentes y palacios y casas de Es Toch. Orry estaba generosamente provisto con cuentas de iridium que servían como dinero, y cuando Falk señaló que no le gustaban las ropas fantaseosas que sus huéspedes le habían dado, Orry insistió para que fueran a una tienda y se vistiera como le gustara. Estuvo eligiendo entre percheros y mesas de suntuosas ropas, tejidas y plastiformisadas, destellantes con dibujos de colores fuertes; recordó a Parth tejiendo en su pequeño telar bajo el Sol un dibujo de garzas blancas sobre gris. Tejeré ropas negras y las usaré había dicho ella, y, al recordarlo, eligió, de entre todo el encantador arco iris de batas y telas, pantalones negros, una camisa obscura y una corta capa negra de tela de invierno.

—Se parecen a nuestras ropas, en Werel —dijo Orry que miró dubitativamente, durante unos instantes, su propia túnica rojo fuego—. Sólo que allí no tenemos tela de invierno., ¡Oh, hay tantas cosas que podríamos llevar de la Tierra a Werel, tantas para contarlas y enseñarles, si pudiéramos ir!

Se dirigieron hacia un lugar donde se servía comida, construido sobre un estante transparente por encima de la garganta del cañón. Cuando la fría y brillante tarde de las altas montañas obscureció el abismo, por debajo de ellos, los edificios que se elevaban en los bordes destellaron, iridiscentes, y las calles y los puentes colgantes relumbraron con luces. La música ondulaba en el aire alrededor de ellos mientras comían los alimentos disfrazados con especies y observaban el ir y venir de la multitud ciudadana.

Algunos de los que caminaban por Es Toch estaban pobremente vestidos, otros suntuosamente, muchos como travestis, con vestimentas chillonas como las que Falk recordaba, vagamente, que le había visto usar a Estrel. Un grupo era de piel blanca, ojos azules y el pelo como paja. Falk pensó que se habían decolorado de alguna manera, pero Orry le explicó que se trataba de tribus provenientes de una región del Continente Dos, cuya cultura había sido alentada por los Shing, que trajeron a los dirigentes y jóvenes con coches voladores para que vieran Es Toch y aprendieran sus costumbres.

—Como verás, presch Ramarren, no es verdad que los Amos se nieguen a enseñarles a los nativos; son los nativos los que se resisten a aprender. Estos blancos que aquí andan, comparten el saber de los Amos.

—¿Y de qué se han olvidado para ganar semejante premio? —preguntó Falk, pero la pregunta nada significó para Orry. No sabía casi nada sobre los «nativos», cómo vivían o qué cultura tenían. Trataba a los tenderos y a los mozos con condescendencia, amablemente, como un hombre entre inferiores. Esta arrogancia debía de haberla traído de Werel; describió a la sociedad de Kelshak como jerarquizada, intensamente consciente del puesto de cada persona en una escala u orden, aunque qué fuera lo establecido por el orden y sobre qué valores se fundara, era algo que Falk no comprendía. No se trataba sólo de rango de cuna, pero los infantiles recuerdos de Orry no lograban proporcionar una imagen clara. A pesar de que pudiera ser así, a Falk no le agradaba el tono de la palabra «nativos» en la boca de Orry y, finalmente, le preguntó con un dejo de ironía:

—¿Cómo distingues a aquellos ante quienes debes inclinarte de los que tienen que inclinarse ante ti? Yo no logro discernir a los Amos de los Nativos. Los Amos son nativos, ¿no es cierto?

—Oh, sí. Los nativos se llaman con ese nombre a sí mismos, porque insisten en afirmar que los Amos son conquistadores extraños. Yo tampoco puedo distinguirlos, algunas veces —dijo el muchacho con su ambigua y contagiosa sonrisa ingenua.

—¿La mayor parte de las personas que transitan por esta calle son Shing?

—Supongo que sí. Por supuesto sólo conozco a unos pocos de vista.

—No entiendo qué mantiene a los Amos, a los Shing, aparte de los nativos, si todos son hombres terrestres.

—¡Cómo! ¡El conocimiento, el poder… los Amos han regido la Tierra durante más tiempo que los achinawo a Kelshy!

—¿Pero se mantienen como una casta aparte? Dijiste que los Amos creen en la democracia —esta era una palabra antigua y lo había impresionado cuando Orry la usara; no estaba seguro de su significado pero sabía que se refería a la participación general en el gobierno.

—Sí, por cierto, prech Ramarren. El Consejo rige democráticamente para el bien de todos, y no hay rey ni dictador. ¿Vamos a un hall de pariitha? Tienen estimulantes, si no quieres pariitha, hay bailarinas y también intérpretes de teanb.

—¿Te gusta la música?

—No —dijo el muchacho con candor apologético—. Me dan ganas de llorar o de gritar. Por supuesto, en Werel sólo los animales y los niños pequeños cantan. Es… es algo mal visto que los adultos lo hagan. Pero a los Amos les gusta alentar las artes nativas. Y la danza, a veces es muy lindo…

—No —la inquietud se apoderaba de Falk, un deseo de terminar de una vez por todas con este asunto—. Tengo que hacerle una pregunta al llamado Abundibot, si consiente en vernos.

—Por cierto que sí, fue mi maestro durante largo tiempo; puedo llamarlo con esto —Orry elevó hasta su boca el brazalete de oro que llevaba en la muñeca.

Mientras hablaba por él, Falk recordaba a Estrel murmurando sus plegarias a su amuleto y se maravillaba de su propia estupidez. Cualquier tonto hubiera adivinado que se trataba de un trasmisor; cualquier tonto menos éste…

—Lord Abundibot dice que vayamos tan pronto como podamos. Está en el Palacio del Este —le anunció Orry, y se marcharon; al pasar Orry le arrojó una moneda al mozo que los saludaba con una reverencia.

Nubes de tormenta primaverales habían ocultado las estrellas y la Luna, pero las calles destellaban luz. Falk las atravesó con el corazón oprimido. A pesar de todos sus temores había deseado ver la ciudad, Elonaae, el Lugar de los Hombres; pero ésta sólo lograba angustiarlo y fatigarlo. No eran las multitudes las que lo perturbaban, aunque no recordaba haber visto más de diez casas o de un centenar de personas reunidas. No era la realidad de la ciudad lo abrumador sino su irrealidad. Este no era un Lugar de Hombres. Es Toch no producía la impresión de histórica, de prolongarse hacia atrás en el pasado y hacia afuera, en el tiempo, aunque había regido al mundo durante un milenio. No había ninguna de las bibliotecas, escuelas, museos que los antiguos telecarreteles en la Casa de Zove le habían mostrado; no había monumentos ni recuerdos de la Gran Época del Hombre; no había corriente alguna de enseñanza ni de comercio. El dinero usado era, tan sólo, una largueza de los Shing, porque no existía economía que diera lugar a una autonomía monetaria. Aunque se decía que había tantos Amos, sin embargo, en la Tierra, sólo contaban con esta Ciudad, apartada de todo, así como la propia Tierra permanecía apartada de los otros mundos que una vez habían formado la Liga. Es Toch se limitaba a sí misma, se nutría a sí misma, no tenía raíces; todo su brillantez y la transparencia de sus luces y maquinarias y rostros, su multiplicidad de extranjeros, su lujosa complejidad estaba construida sobre un cisma en el terreno, sobre un lugar hueco. Era el Lugar de la Mentira. Sin embargo, era maravillosa, como una joya tallada y caída en la vasta espesura de la Tierra: maravillosa, sin tiempo, ajena.

El deslizador los condujo por encima de uno de los puentes descendientes, hacia una luminosa torre. El río, muy abajo, corría invisible en la oscuridad; las montañas estaban ocultas por la noche y la tormenta y el reflejo de la ciudad. Hombres instrumentos recibieron a Falk y Orry a la entrada de la torre, y los condujeron hasta un ascensor valva y de allí a una habitación cuyas paredes, sin ventanas y translúcidas, como siempre, parecían hechas de rocío azulino y destellante. Se los invitó a sentarse y se les sirvió, en altas tazas de plata, alguna bebida. Falk sintió cautelosamente el gusto y se sorprendió al descubrir el mismo sabor a enebro que tenía el licor que le sirvieran en el Enclave de Kansas. Sabía que era muy mareador y no bebió más; pero Orry lo apuró a grandes tragos con fruición. Abundibot hizo su entrada, vestido de blanco, el rostro con la máscara, y despidió a los hombres instrumentos con un ligero gesto. Se detuvo a cierta distancia de Falk y Orry. Los instrumentos habían dejado una tercera taza de plata sobre un pequeño estrado. La levantó, a guisa de saludo, la apuró de un trago y luego dijo con su seca voz susurrante:

—¿No bebes, Amo Ramarren? Hay un proverbio muy viejo en la Tierra: «En el vino, la verdad» —sonrió y dejó de sonreír—. Pero tú tienes sed de verdad, no de vino, quizás.

—Hay una pregunta que deseo hacerte.

—¿Sólo una? —la nota de burla le pareció tan evidente a Falk, tan clara que miró hacia Orry para ver si éste la había captado; pero el muchacho, succionando otro tubo de pariitha, los ojos gris oro bajos, nada había percibido.

—Preferiría hablar contigo a solas, durante un momento —dijo Falk abruptamente.

Al escuchar estas palabras Orry levantó la mirada, turbado; el Shing dijo:

—Puedes hacerlo, por supuesto. No constituirá ninguna diferencia sin embargo, para mi respuesta, el que Har Orry se encuentre o no presente. Nada hay que le ocultemos y que pudiéramos decirte a ti, así como nada hay que pudiéramos decirle a él y ocultarte a ti. Si prefieres, no obstante, que se retire, así se hará.

—Espérame en el hall, Orry —dijo Falk; dócil, el muchacho salió. Cuando los verticales labios de la puerta se hubieron cerrado detrás de él, Falk dijo… susurró, más bien, porque todos susurraban aquí—: Quisiera repetir lo que te pregunté antes. No estoy seguro de haber entendido. ¿Pueden ustedes restituirme mi primera memoria sólo al precio de mi memoria actual, ¿no es verdad?

—¿Por qué me preguntas qué es verdad? ¿Lo creerás?

—¿Por qué… por qué no habría de creerlo? —replicó Falk, pero su corazón saltó porque sintió que el Shing jugaba con él como con una criatura absolutamente incompetente y sin fuerzas.

—¿No somos los Mentirosos? No debes creer nada de lo que decimos. Eso es lo que te enseñaron en la Casa de Zove, eso es lo que piensas. Sabemos en que piensas.

—Contéstame lo que te pregunto —dijo Falk, sabiendo lo inútil de su obstinación.

—Te diré lo que ya te dije, y lo mejor que pueda, aunque es Ken Kenyek el que más sabe de estos asuntos. Él es nuestro más hábil manipulador de mentes. ¿Quieres que lo llame…? No cabe duda de que deseará proyectarse aquí, ante nosotros. ¿No? No importa, por supuesto. Crudamente expresada, la respuesta a tu pregunta es la siguiente: Tu mente, como dijimos, fue destruida. La destrucción de la mente es una operación, no quirúrgica, sino paramental y significa un tratamiento psicoeléctrico, cuyos efectos son mucho más absolutos que los del mero bloqueo hipnótico. La restauración de una mente destruida es posible, pero es un asunto mucho más drástico, en consecuencia, que la remoción de un bloqueo hipnótico. Lo que se cuestiona, para ti, en este momento, es una memoria secundaria, superagregada, una memoria y una estructura de personalidad parcial, que ahora llamas tu «yo». Tal no es, por supuesto, el caso. Si se lo considera con imparcialidad, este segundo yo es un mero rudimento, emocionalniente limitado e intelectualmente incompetente, comparado con el verdadero yo que tan profundamente yace escondido. No podemos ni esperamos que seas capaz de juzgar imparcialmente; sin embargo, quisiéramos asegurarte que la restauración de Ramarren incluiría la continuidad de Falk. Y hemos estado tentados de mentirte sobre el asunto, para evitarte el temor y la duda y facilitar tu decisión. Pero, es mejor que conozcas la verdad; no podría ser otra para nosotros ni, creemos, para ti. La verdad es ésta: cuando restauremos a su normal condición y función la totalidad sináptica de tu mente original, si es que puedo simplificar de este modo la increíblemente compleja operación que Ken Kenyek y sus psicocomputadores están dispuestos a realizar, esta restauración entrañará el bloqueo total de tu estructura sináptica secundaria que ahora consideras como tu mente y tu yo. Esta segunda estructura será irreversiblemente suprimida: destruida, a su vez.

—Para revivir a Ramarren tienen que matar a Falk, entonces.

—Nosotros no matamos —dijo el Shing en su más áspero susurro, luego lo repitió con inflamada intensidad en comunicación telepática— ¡Nosotros no matamos!

Hubo una pausa.

—Para ganar lo más grande debes renunciar a la menor. Siempre es ésa la regla —susurró el Shing.

—Para vivir uno debe de consentir morir —dijo Falk y vio la mueca en el rostro de máscara—. Muy bien. Estoy de acuerdo. Consiento y admito que me maten. Mi consentimiento no tiene realmente importancia, ¿no es cierto…? sin embargo, ustedes lo requieren.

—No te mataremos —el susurro era más alto—. Nosotros no matamos. No tomamos la vida. Te restauramos a tu verdadera vida y ser. Sólo que debes de olvidar. Ese es el precio; no hay posibilidad de elección o de duda: para ser Ramarren debes de olvidar a Falk. A esto debes asentir, en verdad, pero es todo lo que te pedimos.

—Denme un día más —dijo Falk, y luego se levantó poniendo término a la conversación.

Había perdido; se encontraba impotente. Y, sin embargo, la máscara se había contraído en una mueca; había tocado, por un segundo, la inapresable mentira; y en ese momento había sentido que, si tuviera las facultades o el poder para alcanzarla, la verdad yacía muy cerca de su mano.

Falk abandonó el edificio con Orry, y cuando se encontraron en la calle dijo:

—Ven conmigo. Quiero hablarte lejos de estas paredes.

Cruzaron la brillante calle hacia el borde del acantilado y permanecieron allí, juntos, en el frío viento nocturno de la primavera, ametrallados por las luces que atravesaban el puente, por encima del negro abismo que se abría desde el borde de la calle.

—Cuando yo era Ramarren —dijo Falk lentamente—, ¿tenía el derecho a pedirte un favor?

—Todos los favores —contestó el muchacho con la sobria celeridad que le sobrevenía cuando volvían al asunto de su temprana experiencia en Werel.

Falk lo miró a los ojos y sostuvo su mirada durante unos momentos. Señaló el brazalete de eslabones de oro en la muñeca de Orry y con un gesto le indicó que se lo quitara y lo arrojara a la garganta del cañón.

Orry comenzó a hablar; Falk puso su dedo sobre sus labios.

La mirada del muchacho destelló; vaciló y luego se quitó la pulsera y la arrojó hacia las sombras. Luego volvió nuevamente su rostro hacia Falk y en él se leían la confusión, el miedo, y el anhelo de aprobación.

Por primera vez, Falk se comunicó telepáticamente con él.

—¿Usas otro invento o adorno, Orry?

Al principio el muchacho no comprendió. El mensaje de Falk era tosco y débil en comparación con el de los Shing. Cuando comprendió, finalmente, replicó paraverbalmente con gran claridad:

—No, sólo el comunicador. ¿Por qué quisiste que lo arrojara?

—Quiero hablar sin que nadie nos escuche, Orry.

El muchacho parecía asombrado y asustado.

—Los Amos pueden escuchar —susurró en voz alta—. Pueden escuchar la conversación telepática en cualquier lugar, prech Ramarren… y recién acabo de comenzar mi entrenamiento en defensa mental.

—¡Entonces, hablaremos en voz alta —dijo Falk, aunque dudaba de que los Shing pudieran percibir la comunicación telepática «en cualquier lugar» sin ayuda mecánica de alguna naturaleza—. Esto es lo que quiero pedirte. Estos Amos de Es Toch me trajeron aquí, al parecer, para restaurar mi memoria como Ramarren. Pero ellos pueden hacerlo o lo harán sólo al precio de mi memoria actual y de todo lo que he aprendido sobre la Tierra. Insisten en ello. Yo no deseo que así sea. Yo no deseo olvidar lo que sé y lo que intuyo, y ser un ignorante instrumento en sus manos. ¡No quiero morir una vez más antes de mi muerte! No creo que pueda oponerme a ellos, pero lo intentaré, y el favor que te pido es éste… —se detuvo, hesitante entre varias alternativas, pues todavía no se había forjado un plan.

El rostro de Orry, que se había excitado, ahora se ensombreció nuevamente con confusión y, finalmente, éste dijo:

—Pero por qué…

—¿Entonces? —dijo Falk, comprobando que la autoridad que, brevemente había ejercido sobre el muchacho se evaporaba. Sin embargo, lo había inducido a la pregunta.

—¿Por qué? —y, si alguna vez habría de imponerse, tendría que ser ahora.

—¿Por qué no confías en los Amos? ¿Por qué habrían de querer ellos suprimir tu memoria terrestre?

—Porque Ramarren no sabe lo que yo sé. Ni tú tampoco. Y nuestra ignorancia puede delatar al mundo que aquí nos envió.

—Pero tú… tú ni siquiera recuerdas nuestro mundo…

—No. Pero no serviré a los mentirosos que rigen éste. Escúchame. Esto es todo lo que puedo intuir de lo que quieren. Restaurarán mi primera mente con el objeto de conocer el verdadero nombre y la situación astral de nuestro mundo. Si lo logran mientras trabajan en mi mente, entonces creo que me matarán allí mismo y te dirán que la operación ha sido fatal; o destruirán mi mente una vez más y te dirán que la operación ha resultado un fracaso. Si no es así, me dejarán vivir, por lo menos hasta que les diga lo que pretenden. Y yo no sabré lo suficiente, como Ramarren, no para ellos. Entonces, nos mandarán de regreso a Werel únicos sobrevivientes del gran viaje que retornan después de los siglos para decirle a Werel como, en la obscura y bárbara Tierra, los Shing mantienen valientemente la antorcha de la civilización encendida. Los Shing que no son los Enemigos del hombre, los Amos que se sacrifican a sí mismos, los sabios Amos que son realmente hombres de la tierra, que no son extranjeros ni conquistadores. Les contaremos a Werel todo sobre los amigos Shing. Y ellos nos creerán. Creerán las mentiras que nosotros creemos. Y de ese modo no temerán ataque alguno por parte de los Shing; y no enviarán socorro a los hombres de la Tierra, los verdaderos hombres que esperan la liberación de la mentira.

—Pero, prech Ramarren, no son mentiras —dijo Orry.

Falk lo miró durante un minuto a la difusa, brillante y cambiante luz. Su corazón se abatió pero, finalmente, dijo:

—¿Me harás el favor que te pido?

—Sí —susurró el muchacho.

—¿Sin contarle a ningún otro ser viviente de qué se trata?

—Sí.

—Es simplemente esto. Cuando me veas por primera vez como Ramarren… si alguna vez sucede… entonces dime estas palabras: Lee la primera página del libro.

—Lee la primera página del libro —dijo Orry dócilmente.

Hubo una pausa. Falk se sentía cercado por la impotencia, como una mosca en una tela de araña.

—¿Es ese todo el favor, prech Ramarren?

—Eso es todo.

El muchacho inclinó la cabeza y murmuró una frase en su lengua nativa, evidentemente alguna fórmula de juramento. Luego preguntó:

—¿Qué debo decirles sobre el brazalete comunicador, prech Ramarren?

—La verdad… no tiene importancia si mantienes lo otro en secreto —dijo Falk.

Parecía, por lo menos, que no le habían enseñado a mentir. Pero tampoco le habían enseñado a distinguir la verdad de la mentira.

Orry lo llevó de regreso en el deslizador por el puente, y volvió a entrar en el palacio brillante y de luminosas paredes donde Estrel lo condujera por primera vez. Una vez solo en su habitación dio curso al temor y a la rabia con absoluta conciencia del engaño a que se lo sometía y de su desamparo; y cuando hubo controlado su cólera, todavía siguió caminando arriba y abajo, por el cuarto, como un oso en una jaula que luchara contra el miedo a la muerte.

Si les suplicaba, ¿no lo dejarían seguir viviendo como Falk, un ser sin utilidad para ellos pero no dañino?

No. No lo harían. Era algo muy claro y sólo la cobardía lo inducía a concebir semejante cosa. No había esperanza. ¿Podría escapar?

Quizás. La aparente soledad de este edificio podría ser una celada o una trampa o, como tantas otras cosas, aquí, una ilusión. Sentía y adivinaba que se encontraba constantemente espiado, ya fuera oral como auditivamente, por presencias secretas e inventos. Todas las puertas estaban custodiadas por hombres instrumentos o monitores electrónicos. Pero si escapaba de Es Toch, después… ¿qué?

Podría hacer el viaje de regreso a través de las montañas, de las llanuras, a través de la selva, y llegar, por fin, al Claro, donde Parth… ¡No! Se detuvo con ira. No podía volver. Había llegado aquí detrás de su rastro y tenía que seguir hasta el final; hasta la muerte si era necesario, hasta el nuevo nacimiento… nuevo nacimiento de un extranjero, de un alma extraña.

Pero nadie había aquí para contarle a ese extranjero la verdad. Nadie había aquí en quien Falk pudiera confiar, excepto en sí mismo, y no sólo Falk debía morir sino que su muerte habría de servir a los propósitos del enemigo. Eso era algo que no podía soportar; algo insoportable. Se paseaba arriba y abajo, entre las sombras persistentes y verdosas de su cuarto. A través del techo se reflejaban, velados, los destellos de inaudibles luces. No serviría a los Mentirosos; no les contaría lo que pretendían saber. No era Werel lo que lo preocupaba… pues todo lo que sabía, sus propias intuiciones, eran erradas, el propio Werel era una mentira y Orry, tan solo, una Estrel más elaborada; no tenía qué contarles. Pero él amaba la Tierra, aunque era un extranjero en ella, el Sol en el Claro, Parth. No traicionaría todo esto. Debía creer que existía alguna posibilidad para guardarse, contra todo poder y celada, de traicionarlos.

Una y otra vez intentó imaginar algún modo de que él, Falk, pudiera dejar un mensaje para sí mismo en su carácter de Ramarren: un problema tan grotesco en sí mismo que agotaba su imaginación, y, además, insoluble. Si los Shing no lo observaban escribir dicho mensaje, seguramente lo descubrirían, una vez escrito. En un primer momento había pensado utilizar a Orry como el nexo indispensable, con la orden de decirle a Ramarren:

—No contestes las preguntas de los Shing.

Pero no era posible confiar en que Orry obedeciera o en que mantuviera la orden en secreto. Los Shing habían manejado hasta tal punto la mente del muchacho que éste representaba tan solo, un instrumento; y aun el mensaje sin significado que le había confiado podría ser conocido por sus Amos.

No encontraba ardid o estratagema, ni medios o instrumentos que le facilitaran una salida. Sólo había una esperanza, y muy remota: que él pudiera resistir; que, a pesar de todo lo que le hicieran se pudiera mantener y se negara a olvidar, se negara a morir. Lo único que le permitía concebir este pensamiento era la afirmación de los Shing en el sentido de que semejante resistencia sería imposible.

Querían hacerle creer que era imposible.

Las ilusiones ópticas y las apariciones y alucinaciones de sus primeras horas o días en Es Toch habían obrado sobre él con el fin de confundirlo y de debilitar su confianza en sí mismo: porque eso era lo que ellos pretendían. Querían que no tuviera seguridad en sí, en sus creencias, en su. conocimiento, en su fuerza. Todas las explicaciones sobre la destrucción de la mente concurrían, también, a su alarma, a espantarlo, a convencerlo de que no podría resistir sus operaciones parahipnóticas…

Ramarren no las había soportado.

Pero Ramarren no había tenido sospechas o prevención alguna respecto de sus poderes o de lo que intentaban hacerle, mientras que Falk sí. Eso implicaba, por cierto, una diferencia. A pesar de todo, la memoria de Ramarren no había sido anulada más allá de toda apelación posible, como insistían en que lo sería la de Falk: la prueba era que pretendían convocarla nuevamente.

Una esperanza; una muy remota esperanza. Y todo lo que podía era decir sobreviviré, con el anhelo de que fuera cierto; y, con suerte, lo sería. ¿Y sin suerte…?

La esperanza es más útil y más dura aun que la verdad, pensaba, y recorría su habitación mientras el relampagueo vago y silencioso se reflejaba por encima. En una época favorable uno confía en la vida; en una mala, sólo anhela. Pero, ambas tienen la misma esencia: constituyen las indispensables relaciones de una mente con otras, con el mundo y con el tiempo. Sin fe, un hombre vive, pero no una vida humana; sin esperanza, muere. Cuando no existe relación alguna, cuando no hay manos que se toquen, la emoción se atrofia en la vaciedad y la inteligencia se esteriliza y obsede. Entre los hombres, entonces, el único vínculo que subsiste es el de amo y esclavo o asesino y víctima.

Las leyes se han hecho contra el impulso que más teme la gente. No matar era la sola Ley de que se vanagloriaban los Shing. Todo lo demás estaba permitido: y ello significaba, quizás, que, salvo aquello, era muy poco lo que pretendían… Con temor ante su propia y profunda atracción por la muerte predicaban la Reverencia por la Vida, y, finalmente, se autoengañaban con su propia mentira.

Contra ellos no podría salir victorioso excepto, quizás, a través de la única cualidad con la que un mentiroso no puede competir: la integridad. Quizás no se les ocurriera que un hombre podía de tal modo querer ser él mismo, vivir su vida, como para resistir, aunque se encontrara desamparado entre sus manos.

Quizás, quizás.

Acallando deliberadamente sus pensamientos tomó el libro que el Príncipe de Kansas le diera y que, a pesar de la predicción del Príncipe, todavía no había perdido, y lo leyó durante unos momentos, con gran intensidad, antes de dormirse.

A la mañana siguiente —la última, probablemente, de su vida— Orry sugirió que sobrevolaran en coche aéreo, y Falk accedió, y dijo que quería ver el Mar Occidental. Con refinada cortesía, dos de los Shing, Abundibot y Ken Kenyek, se ofrecieron para acompañar a su honorable huésped y contestar cualquier pregunta ulterior que él pudiera formular acerca del Dominio de la Tierra, o acerca de la operación proyectada para el día siguiente. Falk había alentado vagas esperanzas respecto de la posibilidad de lograr más información sobre lo que pretendían hacerle a su mente, para tener así la posibilidad de oponer una mayor resistencia. No obtuvo resultado. Ken Kenyak derramó palabras y palabras sobre neuronas, sinapsis, salvamentos, bloqueo, liberación, drogas, hipnosis, parahipnosis, computadores anexados al cerebro… ninguna de las cuales tenía sentido, todas las cuales eran atemorizantes. Falk pronto desistió de su intento por comprender.

El coche aéreo, piloteado por un hombre instrumento sin habla que parecía apenas algo más que una extensión de los controles, franqueó las montañas y se dirigió hacia el oeste, en dirección a los desiertos, brillantes con las pequeñas flores de la primavera. En pocos minutos se encontraron cerca del frontón de granito de la Cordillera Occidental. Todavía distorsionadas y quebradas y desnudas desde los cataclismos producidos dos mil años antes, se erguían las Sierras, mellados pináculos que se levantaban entre abismos de nieve. Del otro lado de las crestas yacía el océano, brillante a la luz del Sol; obscuras debajo de las olas yacían las anegadas tierras.

Había habido ciudades allí, olvidadas como en su mente también las había, lugares perdidos, nombres perdidos. Cuando el coche aéreo giró para regresar al este, dijo:

—Mañana es el cataclismo; y Falk quedará sepultado…

—Es una lástima que así sea, Amo Ramarren —dijo Abundibot con satisfacción.

Siempre que Abundibot manifestaba alguna emoción en palabras, era tan falsa su expresión que parecía implicar la emoción opuesta; pero quizás lo que efectivamente trasuntara era una total falta de afecto o de sentimiento. Ken Kenyek, rostro pálido y claros ojos, con facciones regulares y sin edad, no demostraba ni fingía emoción alguna cuando hablaba, como ahora, sentado inmóvil e inexpresivo, ni sereno ni impasible, sino absolutamente introvertido, autosuficiente y remoto.

El coche aéreo recorrió la distancia de regreso cubriendo las millas que mediaban entre Es Toch y el mar; no había señales de vida humana en esa vasta superficie. Aterrizaron sobre el techo del edificio en el cual se encontraba el cuarto de Falk. Después de un par de horas, transcurridas en la fría y penosa presencia de los Shing, anhelaba aun esa engañosa soledad. Le permitieron disfrutarla; el resto de la tarde y la noche las pasó solo en la habitación de brumosas paredes. Había temido que los Shing intentaran drogarlo nuevamente o que enviaran ilusiones para distraerlo y debilitarlo; pero, al parecer, creían que no era necesario tomar más precauciones con él. No lo molestaron. Pudo pasear por el translúcido piso, sentarse en silencio, leer su libro. ¿Qué podía, después de todo, hacer contra la voluntad de ellos?

Una y otra vez a lo largo de las lentas horas volvió al libro, el Antiguo Canon. No osaba marcarlo ni siquiera con la uña de su dedo; sólo lo leía, si bien lo sabía, con total concentración, páginas tras página, plegándose a las palabras, repitiéndoselas mientras se paseaba o se sentaba y volviendo una vez más y otra y otra al comienzo, a las primeras palabras de la primera página:

El camino que puede ser caminado

no es el eterno camino

El nombre que puede ser nombrado

no es el eterno nombre.

Y lejos adentrándose en la noche, bajo la presión de la debilidad y del hambre, de los pensamientos que no se hubiera permitido pensar y del terror a la muerte que no se hubiera permitido sentir, su mente entró, finalmente, en el estado que buscaba. Las paredes se derrumbaron; su ser se evadió de sí mismo, y no fue nada. Él era las palabras: era la palabra, la palabra dicha en la oscuridad sin nadie que escuchara, en el principio, la primera página del tiempo. Su ser se había escamoteado y él era absolutamente él mismo, su eterna mismidad: inefable, una y singular.

Gradualmente el mundo volvió, y las cosas tuvieron nombres y las paredes se levantaron. Leyó la primera página del libro una vez más, y luego se acostó a dormir.

La pared este de su cuarto tenía un brillo verde esmeralda con la luz del Sol cuando una pareja de hombres instrumentos vinieron a buscarlo y lo condujeron a través del brumoso hall y de los niveles del edificio hacia la calle y con un deslizador a lo largo de las calles, aun en sombras, y a través de un puente, hacia otra torre. Estos dos no eran los sirvientes que habían esperado por él sino un par de guardias y sin habla. Recordaba la metódica brutalidad de la paliza que le propinaran la primera vez que entró en Es Toch, la primera lección sobre autodesconfianza que le habían brindado los Shing; adivinó que habían temido su fuga en el último minuto y que estos guardias estaban prevenidos para disuadirlo de semejante impulso.

Fue llevado a través de un laberinto de habitaciones que finalizaba en un lugar bañado de luz, cubículos subterráneos sobre cuyas paredes se acumulaban pantallas y las teclas de un inmenso complejo de computadoras. Ken Kenyak se adelantó para recibirlo. Estaba solo. Era curioso que siempre hubiera visto a los Shing de a uno o dos, y a muy pocos en total. Pero no quedaba tiempo para preocuparse por eso, ahora, aunque en las fronteras de su mente, un ambiguo recuerdo, una explicación, danzó durante unos segundos, hasta que Ken Kenyak habló:

—No intentaste suicidarte anoche —dijo el Shing en su susurro átono.

Esa era, en verdad, la única salida que no se le había ocurrido a Falk.

—Pensé que debía dejarlos a ustedes manejar este asunto —dijo.

Ken Kenyak no prestó atención a sus palabras, aunque tenía el aire de escuchar atentamente.

—Todo está listo —dijo—. Estos son los mismos teclados y precisamente, las mismas conexiones que fueron utilizadas para bloquear tu primaria estructura paramental, hace seis años. La remoción del bloqueo no opondrá dificultad o trauma, en función de tu consentimiento. El consentimiento es esencial para la restauración, aunque no para la represión. ¿Estás listo ahora? —casi simultáneamente con sus palabras le habló telepáticamente a Falk en este deslumbrante y claro discurso mental:

—¿Estás listo?

Escuchó con gran atención cuando Falk respondió:

—Lo estoy.

Como si estuviera satisfecho por la respuesta o por su tono de empatía, el Shing asintió con su cabeza y dijo con su monótono susurro:

—Comenzaré, entonces, sin drogas. Las drogas empañan la claridad de los procesos parahipnóticos; es más fácil trabajar sin ellas. Siéntate aquí.

Falk obedeció, silencioso, y trató de guardar, también, silencio mental.

Un asistente entró, obedeciendo a una señal muda, y se dirigió hacia Falk mientras Ken Kenyak se sentaba frente a uno de los teclados computadores, como un músico se instala frente a su instrumento. Durante un momento, Falk recordó el gran bastidor en el Salón del Trono, en Kansas, las rápidas y obscuras manos que revolotearon sobre aquel, y formaron y quebraron los cambiantes dibujos de piedras, estrellas… pensamientos. La oscuridad se precipitó como una cortina adelante de sus ojos y sobre su mente. Advirtió que le cubrían la cabeza con algo, una capucha o un gorro; después no percibió ya nada, sólo oscuridad, infinita oscuridad, las sombras. Entre las sombras una voz decía una palabra en su mente, una palabra que casi entendía. Una y otra vez la misma palabra, la palabra, la palabra, el nombre… Como el relumbrar de una luz que su voluntad quería mantener relumbrando, y lo afirmó con todo su esfuerzo, contra toda superioridad, en silencio:

—¡Yo soy Falk!

Después, oscuridad.

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