Capítulo 9

Era un lugar silencioso y umbrío, como una profunda selva. Débil, fluctuó entre el sueño y el despertar. Soñaba o recordaba fragmentos de un sueño anterior y más profundo. Luego, nuevamente se dormía, y una vez más despertaba a la umbría luz verdosa y al silencio.

Hubo un movimiento cerca de él. Volvió la cabeza y vio a un joven, un extraño.

—¿Quién eres tú?

—Har Orry.

El nombre cayó como una piedra en la soñolienta tranquilidad de su mente y se desvaneció. Sólo que los círculos se ampliaron y ampliaron suave, lentamente, hasta que, por fin, el círculo más exterior tocó la playa y se quebró. Orry, el hijo de Har Weden, uno de los Viajeros… un muchacho, un chico, nacido en invierno.

La lisa superficie del pozo de sueño fue ligeramente perturbada. Cerró los ojos nuevamente y deseó sumergirse.

—Soñé —murmuró con los ojos cerrados—, tuve muchos sueños…

Pero volvió a despertarse y miró adentro de ese rostro asustado, infantil e inseguro. Era Orry. El Hijo de Weden: Orry, pero dentro de cinco o seis fases lunares, si sobrevivían al Viaje.

¿Qué sería lo que había olvidado?

—¿Qué es este lugar?

—Por favor, no hables, prech Ramarren… todavía no hables; por favor, quédate callado.

—¿Qué me ha sucedido? —El vértigo lo obligó a obedecer al muchacho y a recostarse.

Su cuerpo, aun los músculos de sus labios y de su lengua cuando hablaba, no le obedecían adecuadamente. No era debilidad sino una extraña falta de control. Para levantar una mano tenía que emplear una volición consciente, como si fuera la mano de algún otro la que levantaba.

La mano de algún otro… Contempló su brazo y su mano durante largo rato. La piel lucía curiosamente obscurecida como si hubiera sido teñida. Desde el codo a la muñeca corrían una serie de paralelas cicatrices azulinas levemente punteadas como marcadas por sucesivos pinchazos de una aguja. Aun la piel de la mano se había endurecido y curtido como si hubiera andado mucho tiempo al aire libre y no en los laboratorios y en las salas de computadoras del Centro de Viajes y en los Salones del Consejo y en los Lugares de Silencio de Wegest…

Súbitamente miró en derredor. El cuarto en el cual se encontraba no tenía ventanas; pero, misteriosamente, pudo ver la luz del Sol, allí adentro, a través de las verdosas paredes.

—Hubo un accidente —dijo finalmente—. En el aterrizaje o cuando… Pero hicimos el Viaje. Lo hicimos. ¿Acaso lo soñé?

—No, prech Ramarren, hicimos el Viaje.

Nuevamente silencio. Después de unos momentos dijo:

—Sólo puedo recordar el Viaje como si fuera una noche, una larga noche, última noche… Pero en él creciste y de un chico te volviste casi un hombre. Nos equivocamos en eso, entonces.

—No… el Viaje no me hizo madurar —Orry se detuvo.

—¿Dónde están los otros?

—Perdidos.

—¿Muertos? Dime todo, vesprech Orry.

—Probablemente muertos, prech Ramarren.

—¿Qué es este lugar?

—Por favor, descansa ahora…

—Contesta.

—Esta es una habitación en una ciudad llamada Es Toch sobre el planeta Tierra —contestó el muchacho con la debida formalidad, y luego prorrumpió en una especie de lamento—. ¿No lo conoces? ¿No lo recuerdas… nada recuerdas? Esto es peor que antes…

—¿Cómo podría recordar la Tierra? —susurró Ramarren.

—Yo… yo tenía que decirte: "Lee la primera página del libro".

Ramarren no prestó atención al tartamudeo del muchacho. Sabía ahora que todo había fracasado, y que había transcurrido un tiempo del cual nada sabía. Pero, hasta que pudiera dominar esta extraña debilidad de su cuerpo nada podía hacer, de modo que sé mantuvo silencioso hasta que el mareo hubo pasado. Luego, tácitamente, se repitió algunos de los Soliloquios del Quinto Nivel; y cuando ellos tranquilizaron su mente, se ordenó dormir.

Nuevamente los sueños lo asaltaron, complejos y atemorizantes pero velados por una dulzura como la luz del Sol cuando irrumpe en la obscura y antigua selva. Con sueños más profundos se dispersaron estas fantasías y la imagen se convirtió en un recuerdo simple y vivido. Esperaba junto al lugar de aterrizaje para acompañar a su padre a la ciudad. En las laderas de las colinas de Charn, las selvas habían perdido a medias sus hojas en su largo otoño, pero el aire era cálido y claro y tranquilo. Su padre, Agad Karsen, un hombrecito magro cubierto con sus vestiduras de ceremonial y su yelmo se acercaba lentamente, a través del césped, con su hija, y ambos reían pues él le hacía burla con su primer pretendiente:

—Cuida de ese mozo, Parth, llorará sin consuelo si lo dejas.

Palabras ligeramente dichas hacía mucho tiempo, bajo el sol del prolongado y dorado otoño de su juventud, las escuchaba nuevamente, ahora, y la risa de la chica como respuesta. Hermana, pequeña hermana, amada Arnan… ¿Cómo la había llamado su padre?… no por su verdadero nombre sino de alguna otra manera, por otro nombre…

Ramarren despertó. Se sentó con un esfuerzo definitivo para controlar su cuerpo… sí, el suyo, todavía vacilante y tembloroso pero, efectivamente, el suyo. Durante un momento, al despertar, había pensado que era un fantasma en carne ajena, desplazado, perdido.

Estaba muy bien. Era Agad Ramarren, nacido en la casa de piedra de plata, entre amplios terrenos, al pie del blanco pico de Charn, la Única Montaña; el heredero de Agad, nacido en otoño, de modo que toda su vida había sido vivida en otoño e invierno. Nunca había visto la primavera, ni podría verla porque la nave Alterra había comenzado su viaje a la Tierra el primer día de primavera. Pero el largo invierno y el otoño, la extensión de su vida, de su niñez y adolescencia se prolongaba hacia atrás de él, vivida y sin interrupción, como el río que se remonta hasta su fuente.

El muchacho Orry ya no se encontraba en su cuarto.

—¡Orry! —dijo en voz alta; porque estaba dispuesto y determinado a saber qué había sucedido con sus compañeros, con él mismo, con la misión. No hubo respuesta o señal alguna. La habitación no sólo parecía carecer de ventanas, sino, también, de puertas. Contuvo su impulso de llamar telepáticamente al muchacho; no sabía si Orry estaba todavía sincronizado con él, y su propia mente había sufrido, evidentemente, algún daño o una interferencia, era mejor proceder con cautela y guardarse de entrar en circuito con otra mente, hasta saber si se encontraba amenazada por control volitivo o anticronía.

Se levantó, desafiando el vértigo y un breve y agudo dolor occipital, y se paseó de arriba a abajo por la habitación varias veces, para conseguir cierta armonía muscular mientras observaba las extrañas ropas que usaba y el curioso cuarto en que se encontraba. Había un profuso moblaje, cama, mesas y sillones, todo armado sobre largas y delgadas patas. Las paredes traslúcidas de lóbrego verde estaban cubiertas con dibujos expresamente engañosos y dislocados, uno de ellos disimulaba una puerta oval y otro un espejo de media luna. Se detuvo y se miró durante unos momentos. Estaba delgado, curtido por el Sol y la intemperie y, quizás, más viejo; era difícil de determinar con exactitud qué le sucedía. Se sintió extrañamente consciente de sí cuando se miraba. ¿Qué significaba esta inquietud, esta falta de concentración? ¿Qué había sucedido? ¿Qué se había perdido? Se alejó y comenzó a estudiar el cuarto nuevamente. Había varios objetos enigmáticos y dos de aspecto familiar aunque extraños en su detalle: una taza sobre una mesa, y un libro junto a ella. Tomó el libro. Algo que Orry había dicho revoloteaba en su mente y se perdía. El título no tenía sentido, aunque los caracteres se relacionaban claramente con el alfabeto de la Lengua de los Libros. Lo abrió y le echó una mirada. Las páginas de la izquierda estaban escritas —a mano, al parecer— en columnas de diseños maravillosamente complicados que podrían ser símbolos religiosos, ideográficos, taquigráficos. Las páginas de la derecha también eran manuscritas, pero con letras que recordaban a las de los Libros, Galaktika. ¿Un código? Mas apenas se había concentrado en el examen de una o dos letras cuando la puerta oval se abrió silenciosamente y una persona entró en la habitación: una mujer.

Ramarren la miró con intensa curiosidad, sin precaverse y sin temor; sólo quizás, sintiéndose vulnerable, intensificó algo la directa y autoritaria mirada que su cuna más su nivel le permitían. Sin turbaciones, ella le devolvió la mirada. Se quedaron, durante un momento, en silencio.

Ella era hermosa y deliciosa, vestida fantásticamente, el pelo decolorado o pigmentado de rojo. Sus ojos eran un círculo obscuro dentro de un óvalo blanco. Ojos como los de los rostros pintados en el Lighall de la Ciudad Antigua, frescos de gente morena y alta que construían una ciudad y guerreaban con los Migradores, atentos a las estrellas: los Colonos, los Terráqueos de Alterra…

Ahora Ramarren sabía, sin duda, que se encontraba en la Tierra, que había hecho su viaje. Dejó el orgullo y la precaución a un lado y se arrodilló ante ella. Para él, para todos los que lo habían enviado en la misión a través de ochocientos veinticinco trillones de millas de nada, ella era de una raza que el tiempo y el recuerdo y el olvido habían investido con la cualidad de lo divino. Sola, singular, tal como se erguía adelante de él, era, sin embargo, de esa Raza, y el rendía honor a la historia y al mito y al largo exilio de sus antepasados inclinando su cabeza ante ella mientras permanecía de rodillas.

Luego se levantó y mantuvo extendidas las manos, abiertas, con el gesto Kelshak de recepción, y ella comenzó a hablarle. Su conversación era extraña, muy extraña, pues, aunque no la había visto antes, su voz le sonaba infinitamente familiar, y, aunque desconocía la lengua que hablaba, comprendió una palabra, primero, después otra. Durante un instante esto lo atemorizó por inexplicable y le hizo temer que ella estuviera utilizando alguna forma de comunicación telepática que penetrara, aun, su barrera exterior; al momento, comprendió que la entendía porque hablaba la Lengua de los Libros. Galaktika. Sólo que su acento y su fluidez le habían impedido reconocerla inmediatamente.

Le había dirigido ya unas cuantas frases de modo extrañamente frío, rápido, sin vida…

—No saben que estoy aquí —decía—. Ahora dime cuál de nosotros es el mentiroso, el que no tiene fe. Caminé contigo durante ese interminable camino, me acosté junto a ti durante cien noches, y ahora ni siquiera sabes mi nombre. ¿No es cierto, Falk? ¿Acaso lo sabes? ¿Sabes el tuyo?

—Yo soy Agad Rammarren —dijo él, y su propio nombre en su propia voz le sonó extraño.

—¿Quién te dijo eso? Tú eres Falk. ¿No conoces a un hombre llamado Falk? Acostumbraba usar tu carne. Ken Kenyek y Kradgy me prohibieron decirte su nombre, pero estoy enferma de jugar el juego de ellos y nunca el mío. Me gusta jugar mi propio juego. ¿No recuerdas tu nombre, Falk?… Falk… Falk, ¿no recuerdas tu nombre? ¡Ah, eres todavía tan tonto como antes, con esos ojos de pescado!

Inmediatamente él apartó la vista. El mirar directamente adentro de los ojos de otra persona era muy delicado entre los Werelianos y se encontraba controlado por tabús y costumbres. Esa fue la única respuesta, en un principio, a sus palabras, aunque sus reacciones interiores fueron inmediatas y variadas. Por esto: ella estaba ligeramente drogada, con alguna substancia del orden de los estimulantes alucinógenos: su entrenada percepción le procuró la certidumbre de la droga, le gustaran o no sus implicaciones en lo concerniente a la Raza del Hombre. Y también por esto: no estaba seguro de haber comprendido todo lo que ella dijera y, en verdad, no tenía la mínima idea de lo que hablaba, pero sabía que su intención era agresiva, destructiva. Y la agresión fue efectiva. Porque su falta de comprensión, las misteriosas mofas y el nombre que ella continuaba repitiendo lo conmovieron y angustiaron, lo sacudieron, lo traumatizaron.

Se volvió ligeramente para significarle que no cruzaría nuevamente su mirada con la de ella excepto que ella lo deseara, y dijo, por fin, suavemente, en la arcaica lengua que su pueblo sólo conocía a través de los antiguos libros de la Colonia:

—¿Eres tú de la Raza del Hombre o del Enemigo?

Ella rió de un modo forzado y burlón.

—Ambas cosas, Falk. No hay Enemigo y yo trabajo para ellos. Escucha, dile a Abundibot que tu nombre es Falk. Díselo a Ken Kenyek. Dile a todos los Amos que tu nombre es Falk… ¡eso les dará motivo de preocupación! Falk…

—Basta.

Su voz fue tan suave como al comienzo, pero había hablado con toda su autoridad: ella se detuvo con la boca abierta, perpleja. Cuando habló nuevamente fue sólo para repetir ese nombre por el que lo llamaba, en una voz que se había vuelto temblorosa y casi suplicante. Inspiraba lástima, pero no le contestó. Se encontraba en un estado psicótico permanente o temporario, y él se sentía demasiado vulnerable e inseguro, en dichas circunstancias, como para permitirse comunicación alguna. Se sentía bastante tembloroso, él también, y alejándose de ella se retrajo y sólo secundariamente advirtió su presencia en su voz. Necesitaba recogerse en sí mismo; había algo muy extraño que le sucedía, no era una droga, por lo menos una droga que conociera, sino un profundo desplazamiento y desequilibrio, peor que cualquiera de las insanías inducidas en la disciplina mental del Séptimo Nivel. La voz detrás de él se elevó en agudo rencor y luego él advirtió el pasaje a la violencia y junto con ello la sensación de una segunda presencia. Se dio vuelta con mucha rapidez: ella había comenzado a sacar de entre sus extrañas vestiduras algo que era obviamente un arma, pero estaba petrificada mirando no hacia él sino a un hombre alto que había aparecido en la puerta.

No se pronunció palabra, pero el recién venido dirigió a la mujer una orden telepática de tal fuerza coercitiva que hizo respingar a Ramarren. El arma cayó al suelo y la mujer, articulando un agudo y penetrante sonido, corrió agachada hacia afuera del cuarto, intentando escapar a la destructora insistencia de esa orden mental. Su borrosa sombra onduló un momento sobre la pared y luego se desvaneció.

El hombre alto volvió sus ojos ribeteados de blanco hacia Ramarren y le habló telepáticamente con poder normal:

—¿Quién eres tú?

Ramarren respondió del mismo modo:

—Agad Ramarren —pero nada más y no se inclinó. Las cosas eran peores de lo que se había imaginado al principio. ¿Quiénes eran estas personas? En la confrontación había sido testigo de insanía, crueldad y terror y nada más; por cierto, nada que lo predispusiera a reverenciarlos o a confiar en ellos.

Pero el hombre alto se adelantó ligeramente, con una sonrisa sobre su pesado, rígido rostro y habló en voz alta, cortésmente, en la Lengua de los Libros:

—Soy Pelleu Abundibot, y te doy una calurosa bienvenida a la Tierra, ¡hombre de la misma sangre, hijo de un largo exilio, mensajero de la Colonia Perdida!

Ramarren, ante esto hizo una breve inclinación y permaneció unos momentos en silencio.

—Pareciera —dijo—, que he estado sobre la Tierra durante un tiempo, y que me hubiera hecho una enemiga de esta mujer y también que hubiera ganado algunas cicatrices. ¿Puedes decirme cómo fue todo eso, y cómo perecieron mis compañeros? Háblame telepáticamente, si quieres: no hablo Galaktika tan bien como tú.

—Prech Ramarren —dijo el otro, evidentemente había tomado la expresión de Orry como si se tratara de una mera distinción y no tuviera noción de cuál era la relación de prechnoye— perdóname, primero, que hable en voz alta. No es costumbre nuestra hablar telepáticamente excepto en caso de necesidad urgente, o a nuestros inferiores. Y, en segundo lugar, perdona la intrusión de esa criatura, una sirvienta cuya locura la ha llevado al margen de la Ley. Nos ocuparemos de su mente. No te molestará nuevamente. En cuanto a tus preguntas, todas serán contestadas. Brevemente, sin embargo, aquí va la desdichada historia que, en última instancia, tiene un final feliz. Tu nave Alterra fue atacada, cuando ingresó en el espacio Terrestre, por nuestros enemigos, rebeldes al margen de la Ley. Ellos apresaron a dos o alguno más entre los tuyos en sus pequeños coches planetarios antes de que nuestra guardia llegara al lugar. Cuando se hizo presente, habían destruido la Alterra con todo lo que quedaba a bordo y se habían dispersado en sus pequeñas naves. Atrapamos aquella en la cual iba el pequeño Orry prisionero, pero a ti te llevaron, no sé con qué propósito. No te mataron, pero anularon tu memoria y te retrotrajeron al estadio prelingüístico y luego te abandonaron en una selva virgen para que allí encontraras la muerte. Sobreviviste, y los bárbaros te dieron albergue; finalmente, nuestros rastreadores dieron contigo, te trajeron aquí y mediante técnicas parahipnótieas hemos logrado restaurar tu memoria. Fue todo lo que pudimos hacer… poco, en realidad, pero todo.

Ramarren escuchaba con toda concentración. La historia lo conmovió y no hizo ningún esfuerzo para ocultar sus sentimientos; pero, también experimentó cierta inquietud o sospecha que sí ocultó. El hombre alto se había dirigido a él, aunque muy brevemente, en forma telepática, y, en consecuencia, le había procurado cierto grado de sincronización. Luego Abundibot había cancelado toda emisión telepática y levantado una guardia empática, pero no perfecta; Ramarren, muy sensible y sutilmente entrenado, recibió vagas impresiones empáticas en relación con lo que dijera el hombre al aludir a una demencia. ¿O se encontraba él mismo tan fuera de sincronización… cosa lógica después de la parahipnosis… que estas recepciones empáticas simplemente eran falaces?

—¿Cuánto tiempo…? —preguntó, por fin, clavando la mirada, por un instante, en esos ojos extranjeros.

—Hace seis años según cómputo terrestre, prech Ramarren.

El año terrestre tenía, aproximadamente, la extensión de una fase lunar.

—Tanto tiempo —dijo; no podía concebirlo, sus amigos, sus compañeros de Viaje habían muerto hacía tanto tiempo, y él había estado solo en la Tierra durante…—¿Seis años?

—¿No recuerdas nada de esos años? Nos vimos obligados a borrar esa rudimentaria memoria que tuviste en ese periodo, con el objeto de restaurarte tu verdadera memoria y personalidad. Lamentamos mucho esa pérdida de seis años de tu vida. Pero no deben de constituir recuerdos sanos o agradables. Los brutos al margen de la ley hicieron de ti una criatura más embrutecida aún, que ellos mismos. Me alegro de que no recuerdes, prech Ramarren.

No sólo contento, sino gozoso. Este hombre debía de tener muy poca habilidad empática o entrenamiento, pues, en tal caso, hubiera levantado una guardia mejor; su guardia telepática, en lo que le concernía, era total. Cada vez más distraído por esos implícitos tonos escuchados telepáticamente que implicaban falsedad u oscuridad en lo dicho por Abundibot, y por la constante falta de coherencia en su propia mente, aun en sus reacciones físicas, que seguían siendo lentas e inseguras, Ramarren tuvo que esforzarse para responder. Los recuerdos… ¿cómo era posible que hubieran transcurrido seis años sin que recordara un solo momento de ellos? Pero ciento cuarenta años habían transcurrido mientras su nave de velocidad luz viajara de Werel a la Tierra y de eso tan sólo recordaba un momento, en verdad, un momento terrible y eterno… ¿Cómo lo había llamado la mujer loca con su demente y gimiente rencor?

—¿Cómo me llamaba, durante esos seis años?

—¿Llamado? ¿Entre los nativos, quieres decir, prech Ramarren? No estoy seguro del nombre que te habían dado, si se ocuparon de llamarte de algún modo…

Falk, ella lo había llamado Falk.

—Compañero —dijo abruptamente, traduciendo la forma Kelshak de hablar al Galaktika—, me enteraré de más cosas sobre ustedes más tarde, si quieres. Lo que me cuentas me perturba. Déjame solo con ello por un tiempo.

—Por cierto, por cierto, prech Ramarren. Tu joven amigo Orry está ansioso por verte… ¿quieres que te lo mande? —pero Ramarren, después de haber formulado su pedido y escuchado que se lo concedían, al modo de los de su Nivel, se había alejado del otro, lo había desincronizado y todo lo que aquel pudiera decir sólo significaba para él meramente un ruido—. Nosotros también tenemos mucho que saber acerca de ti y esperamos, ansiosos, que llegue el momento, una vez que te sientas recuperado —silencio, luego, el ruido nuevamente—: Nuestros sirvientes esperan para servirte; si deseas un refresco o compañía sólo tienes que acercarte a la puerta y hablar —silencio nuevamente y, por fin, la grosera presencia se retiró.

Ramarren no especuló sobre ella. Estaba demasiado preocupado consigo mismo para angustiarse por esos extraños huéspedes. El tumulto, dentro de su mente, se agudizaba y llegaba a la crisis. Se sentía como si hubiera sido arrastrado a enfrentar algo que no podía soportar y que, al mismo tiempo, anhelaba enfrentar, descubrir. Los días más amargos de su entrenamiento en el Séptimo Nivel sólo habían sido una pálida sombra de esta desintegración de sus emociones y de su identidad, pues aquella había sido una psicosis inducida, cuidadosamente controlada, mientras que ésta escapaba a su control. ¿O no?… ¿Acaso él mismo se llevaba a esto, se compelía a una crisis? Pero, ¿quién era «él» que compelía y quién el compelido? Lo habían matado y lo habían retrotraído a la vida. ¿Qué era la muerte, entonces, la muerte que no podía recordar?

Para huir del omniabarcador pánico que se abría camino en él miró en derredor en busca de algún objeto en el cual concentrarse, volviendo así a la temprana disciplina del trance, la técnica Exógena de concentrarse en una sola cosa concreta para edificar sobre ella el mundo. Pero todo lo que se encontraba en torno era extraño, engañoso, no familiar; el mismo piso debajo de él era una obscura plancha de niebla. Estaba el libro que examinara cuando apareció la mujer que lo llamó por el nombre que él no pudo recordar. No lo recordaría. El libro que había sostenido entre sus manos era real, estaba allí. Lo tomó muy cuidadosamente y contempló la página en que lo había abierto. Columnas de diseños hermosos pero sin sentido, líneas de escritura a medias inteligible, derivadas de aquellas letras que había aprendido hacía mucho en el Primer Analecta, desconcertantes. Las observó y no pudo leerla, y una palabra cuyo significado no sabía surgió, la primera palabra:

El camino…

Su mirada paseó del libro, a su propia mano que lo sostenía. ¿La mano de quién, obscurecida y cicatrizada bajo un Sol extraño? ¿La mano de quién?

El camino que puede ser caminado

no es el eterno camino.

El nombre…

No podía recordar el nombre; no lo leería. En un sueño había leído esas palabras, en un largo sueño, una muerte, un letargo.

El nombre que puede ser nombrado

no es el eterno nombre.

Y con eso el sueño despertó anegándolo como una ola que se levantaba y rompía.

Era Falk, y era Ramarren. Era el tonto y el sabio: un hombre que nació dos veces.

En esas primeras horas de temor suplicó y oró por ser liberado ya de uno, ya del otro. Una vez, cuando gritó angustiado en su propia lengua nativa, no entendió las palabras que había dicho, y fue tan terrible que sumido en la más absoluta miseria, lloró; era Falk que no comprendía, pero Ramarren lloraba.

En ese preciso momento de desdicha tocó, por primera vez, fugazmente, el punto de equilibrio, el centro, y, fugazmente, fue el mismo: luego se perdió, una vez más, pero alentaba la suficiente fuerza como para desear el próximo momento de armonía. Armonía: cuando era Ramarren se aferraba a esa idea y disciplina, y era quizás su dominio de esa doctrina central Kelshak lo que le impedía franquear el umbral de la cordura. Pero no se producía integración o equilibrio entre las dos mentes y personalidades que compartían su cráneo, no todavía; debía fluctuar entre ellas anulando una en virtud de la otra, para inmediatamente cederle lugar a aquella y sacrificar ésta. Apenas era capaz de moverse, invadido por la alucinación de tener dos cuerpos, de ser efectiva y físicamente dos hombres diferentes. No osaba dormir, aunque estaba agotado: temía demasiado al despertar.

Era de noche, y había sido abandonado a sí mismo. A nosotros mismos, se dijo Falk. Falk era, al principio, el más fuerte, pues había tenido alguna preparación para esta ordalía. Fue Falk el que inició el primer diálogo:

—Tengo que dormir algo, Ramarren —dijo.

Y Ramarren recibió las palabras como por telepatía y replicó de este modo:

—Tengo miedo de dormir.

Entonces se quedó alerta unos momentos y supo de los sueños de Falk como de sombras y ecos en su mente.

Este fue el primer y peor período y cuando la mañana brilló umbría, a través de las verdosas paredes velos de su cuarto, había perdido su temor y comenzaba a ganar control tanto sobre el pensamiento como la acción.

Por supuesto, no se producía una efectiva superposición de sus dos memorias; Falk había advenido a la conciencia en el gran número de neuronas que en un cerebro muy inteligente permanecen sin uso… los campos vírgenes de la mente de Ramarren. Las vías sensorial y motriz básicas nunca habían sido bloqueadas y, por lo tanto, en cierto sentido, eran compartidas aunque se producían ciertas dificultades por la duplicación de los hábitos motores y de los modos de percepción. Un objeto era diferente para él si lo miraba como Falk que si lo contemplaba como Ramarren, y, si bien a la larga esta duplicación implicaría una duplicación de su inteligencia y poder perceptivo, en ese momento, confundía hasta el vértigo. También se producía interferencia emocional, de modo que sus sentimientos, en ciertos tópicos, eran conflictuales. Y, puesto que los recuerdos de Falk cubrían su «vida» tal como los de Ramarren, las dos series tendían a aparecer simultáneamente en lugar de sucesivamente. Era duro para Ramarren permitirlo durante la fisura en el tiempo en la cual no había existido conscientemente. Hacía diez días ¿dónde se encontraba? Había andado sobre el lomo de una mula entre las montañas nevadas de la Tierra; Falk lo sabía; pero Ramarren sabía que se había despedido de su esposa en una casa de las verdes y altas llanuras de Werel… También, lo que Ramarren intuía sobre la Tierra era con frecuencia contradicho por lo que Falk sabía, mientras que la ignorancia de Falk respecto de Werel arrojaba un extraño encanto de leyenda sobre el propio pasado de Ramarren. Sin embargo, aun en ese azoramiento existía el germen de la interacción, de la coherencia hacia la cual tendía. Porque el hecho seguía siendo el de un solo hombre, corpórea y cronológicamente: su problema no era realmente el de crear una unidad, sino el de comprenderla.

La coherencia estaba lejos de haber sido ganada. Una o la otra de las dos estructuras de memoria todavía tenía que dominar, si se determinaba a pensar y actuar con cierta competencia. Con más frecuencia, ahora, era Ramarren el que se imponía, pues el Piloto de la Alterra era una persona decidida y potente. Falk, en comparación con aquél, se sentía aniñado, inexperto; podía ofrendar el conocimiento que tenía pero sólo confiar en el poder y la experiencia de Ramarren. Ambos se requerían, porque el hombre de dos mentes se encontraba en una situación muy obscura y azarosa.

Una pregunta era la fundamental en relación con todas las demás. Era simple de formular: ¿eran o no los Shing dignos de confianza? Pues si Falk había sido inducido sin fundamentos a temer a los Amos de la Tierra, entonces los riesgos y oscuridades quedarían, consecuentemente, sin fundamento. En un primer momento, Ramarren pensó que tal era el caso; pero no lo creyó por mucho tiempo.

Existían mentiras abiertas y discrepancias que su doble mente había captado. Abundibot se había negado a comunicarse telepáticamente con Ramarren, diciendo que los Shing evitaban la comunicación paraverbal: eso Falk sabía que era una mentira. ¿Por qué la había dicho Abundibot? Evidentemente porque quería decir una mentira —la historia Shing de lo acontecido a la Alterra y a su tripulación— y no osaba ni podía decírselo a Ramarren telepáticamente.

Pero él le había contado a Falk la misma historia telepáticamente.

Era una historia falsa, por lo tanto los Shing podían y efectivamente mentían telepáticamente. ¿Era esto falso?

Ramarren recurrió a la memoria de Falk. En su comienzo, este esfuerzo de combinación lo superaba, pero se hizo más fácil a medida que él luchó, paseándose de arriba a abajo por el cuarto silencioso y, súbitamente, se hizo la luz; podía recordar el brillante silencio de las palabras de Abundibot:

—Nosotros, a quienes conocéis como Shing, somos hombres… —y al escucharlo, aun en la memoria, Ramarren supo que era una mentira. Era increíble e indudable. Los Shing podían mentir telepáticamente… los presentimientos y los temores de la humanidad sometida eran acertados. Los Shing eran, en verdad, el Enemigo.

No eran hombres sino extranjeros, dotados de un poder extraño; y no había duda de que habían quebrado la Liga y ganado el mando sobre la Tierra mediante el uso de ese poder. Y habían sido ellos quienes atacaron a la Alterra cuando ésta penetró en el espacio terráqueo; toda la charla sobre los rebeldes era mera ficción. Habían matado o anulado las mentes de toda la tripulación excepto la del niño Orry. Ramarren podía adivinar por qué: porque ellos habían descubierto, a través de él mismo o de cualquiera de los otros integrantes de la tripulación, entrenados en discurso paraverbal, que un Wereliano podía detectar la mentira telepática. Eso había asustado a los Shing, y, por ello, se habían desembarazado de los adultos, salvándole la vida al único niño, inofensivo, que les serviría de informante.

Para Ramarren era recién ayer que sus compañeros de Viaje habían perecido, y, luchando contra ese golpe, intentó pensar que, como él, podrían haber sobrevivido en algún lugar de la Tierra. Pero en ese caso —y él había sido un afortunado— ¿dónde se encontraban ahora? Los Shing habían hecho grandes esfuerzos por localizarlos, al parecer, cuando descubrieron que podían necesitarlos.

¿Para que lo necesitaban? ¿Por qué habían buscado, lo habían traído hasta aquí, le habían restaurado la memoria que le destruyeran?

Ninguna explicación surgía de los hechos que conocía excepto aquella a la que arribara Falk: los Shing lo necesitaban para que les dijera de dónde venía.

Esto le procuró a Falk-Ramarren el primer motivo de diversión. Si realmente se trataba de eso, era muy gracioso. Habían salvado a Orry por ser tan joven; no entrenado, no formado todavía, vulnerable, dócil, un perfecto instrumento y un informante. Por cierto que había sido todo eso. Pero no sabían de dónde venía… Y cuando lo advirtieron ya habían borrado toda información de las mentes que sí lo sabían y habían dispersado a sus víctimas sobre la salvaje y arrumada Tierra para que murieran por accidente o de hambre o por el ataque de las fieras o los hombres.

Podía suponer que Ken Kenyek, mientras manipulaba su mente a través de psicoconmutadores, ayer, había intentado inducirlo a divulgar el nombre en Galaktika, del sol de Werel. Podía suponer que, en caso de haberlo divulgado, estaría ya muerto o acerebrado. No lo querían a él, Ramarren; sólo querían sus conocimientos. Y no los habían obtenido todavía.

Eso los debía haber preocupado y mucho. El código Kelshak del secreto concerniente a los Libros de la Colonia Perdida había evolucionado juntamente con una refinada técnica de control mental. Esa mística del secreto —o más precisamente de la contención— se había desarrollado a través de los años, desde el riguroso control del conocimiento técnico científico ejercitado por los Colonos originarios, en sí mismo vástago de la Ley de la Liga sobre el Embargo Cultural, que prohibía la importación de cultura a los planetas colonias. El concepto total de restricción era fundamental en la cultura wereliana, y la estratificación de la sociedad wereliana estaba regida por la convicción de que el conocimiento y la técnica debían de permanecer bajo control inteligente. Detalles, como el Verdadero nombre del Sol eran formales y simbólicos, pero el formalismo se tomaba en serio… con seriedad trascendental, pues en Kelshy el conocimiento era religión, la religión conocimiento. Para conservar los intangibles lugares santos en las mentes de los hombres se habían inventado defensas intangibles e invulnerables. Excepto que se encontrara en uno de los Lugares de Silencio y fuera interrogado de cierta manera estipulada por un iniciado de su propio Nivel, Ramarren estaba totalmente incapacitado para comunicar, de palabra o por escrito o telepáticamente, el Verdadero Nombre del sol de su mundo.

Poseía, por supuesto, un conocimiento equivalente: el complejo de hechos astronómicos que le habían permitido proyectar las coordenadas de la Alterra, desde Werel hasta la Tierra; su conocimiento de la exacta distancia entre los soles de los dos planetas; su clara memoria de astrónomo de las estrellas, tal como se veían desde Werel. Todavía no habían conseguido arrancarle esta información, probablemente porque su mente se encontraba en un estado demasiado caótico cuando fuera recién restaurada por las manipulaciones de Ken Kenyek, o porque quizás, aun entonces, sus controles mentales parahipnóticamente reforzados y las barreras específicas habían funcionado. Con el conocimiento de que quizás hubiera un Enemigo en la Tierra, los tripulantes de la Alterra no habían partido sin preparación. Sólo en caso de que la ciencia de los Shing respecto de la mente fuera mucho más poderosa que la de los Werelianos, no serían aquellos capaces de obligarlo a decir nada. Anhelaban inducirlo, persuadirlo. Por lo tanto, se encontraba en la actualidad físicamente a salvo.

Siempre que no advirtieran que recordaba su existencia como Falk.

Esto lo supo y experimentó un escalofrío. No se le había ocurrido antes. Como Falk no representaba utilidad para ellos, pero era inofensivo. Como Ramarren era útil para ellos e inofensivo. Pero como Falk-Ramarren, constituía una amenaza. Y ellos no estaban dispuestos a tolerar amenazas: no podían correr ese riesgo.

Y allí residía la respuesta a la última pregunta: ¿por qué querían, con tanto empeño, conocer la ubicación de Werel… qué importancia revestía Werel para ellos?

Nuevamente la memoria de Falk le habló a la inteligencia de Ramarren, esta vez con una voz admonitoria, calma, gozosa, irónica. El anciano Auditor de la profunda selva habló, el anciano más solitario sobre la Tierra que viera Falk alguna vez:

—No hay demasiados Shing

Un importante fragmento de información y de sabiduría y de consejo, lo había llamado; y debía ser esa la estricta verdad. Las antiguas historias que Falk había escuchado en la casa de Zove decían que los Shing eran extranjeros que provenían de una región muy distante en la galaxia, más allá de las Hyades, cosa de varios millares de años luz. Si esto era así, probablemente no muchos de entre ellos habían cruzado tan inmensa extensión de espaciotiempo. Sí los suficientes como para infiltrarse en la Liga y destruirla, en función de sus poderes de mentira telepática y demás habilidades o armas que podrían poseer o haber poseído; ¿pero eran acaso muchos los que regían todos los mundos que habían dividido y conquistado? Los planetas eran lugares muy grandes en cualquier escala que se midieran los espacios entre ellos. Los Shing debían haberse diseminado y raleado y asegurado la sujeción de los planetas de modo de impedirles aliarse nuevamente y unirse para la rebelión. Orry le había contado a Falk que los Shing, aparentemente, no viajaban ni comerciaban con velocidad luz; ni siquiera había visto una nave de velocidad luz de aquellos. ¿Se debía todo esto a que temían a sus propios correligionarios en los otros mundos, que se habían desarrollado lejos de ellos durante los siglos de su dominación? ¿O era la Tierra el único planeta que todavía regían, y lo defendían de toda incursión por parte de otros mundos? Imposible decir algo al respecto; pero sí era probable que en la Tierra no hubiera muchos de ellos.

Se habían negado a creer la historia de Orry acerca de que los terráqueos en Werel habían mutado hacia la norma biológica local y, finalmente, habían podido engendrar uniéndose a los nativos. Habían dicho que tal cosa era imposible: eso significaba que a ellos no les había sucedido; eran incapaces de aparearse con los terráqueos. Eran todavía extranjeros, entonces, después de doce mil años; aislados sobre la Tierra. ¿Y de hecho regían la humanidad desde esa única Ciudad? Una vez más Ramarren apeló a Falk y éste dijo: No. Controlaban a los hombres por costumbre, ardides y por el miedo y, también, con armamento, rápidos para impedir el surgimiento de cualquier tribu fuerte o la profundización del saber que los amenazaría. Impedían a los hombres todo. Pero ellos nada hacían. No regían, sólo esterilizaban.

Era evidente, entonces, por qué Werel les significaba una amenaza mortal. Ellos habían sometido con su amenaza la cultura que mucho antes destruyeran y dominaran; pero una raza fuerte, numerosa y tecnológicamente avanzada, con un mito de parentesco con los terráqueos y con una ciencia mental y un armamento igual al de ellos, podría aplastarlos de un solo golpe. Y liberar a los hombres de su yugo.

¿Si le sonsacaban la situación de Werel, enviarían ellos una nave bomba de velocidad luz, como una larga mecha encendida, a través de los años luz, para destruir el peligroso mundo antes de enterarse de su existencia?

Eso parecía demasiado posible. Sin embargo dos cosas se opondrían a esta conclusión: su cuidadosa preparación del joven Orry, como si pretendieran hacerlo actuar como mensajero y su peculiar Ley.

Falk Ramarren era incapaz de determinar si la regla de Reverencia por la Vida era la genuina creencia de los Shing, su único tablón a través del abismo de autodestrucción que subyacía respecto de su conducta así como el negro cañón se abría debajo de su ciudad, o si se trataba, simplemente, de la más grande de todas sus mentiras. Efectivamente parecían evitar la muerte de los seres sensibles. A él lo habían dejado con vida, y quizás a los otros también; sus comidas disfrazadas y elaboradas eran siempre vegetales; con el fin de controlar la natalidad era claro que azuzaban a las tribus entre sí, inducían a la guerra pero dejaban a los hombres la tarea de matarse; y las historias contaban que, en los primeros días de su dominio, habían utilizado la eugenesia y la selección para consolidar su imperio y no el genocidio. Podría ser cierto, entonces, que obedecían a su Ley, a su modo.

En tal caso, el cuidado dispensado al joven Orry indicaba que harían de él su mensajero. Único sobreviviente del viaje, habría de retornar a través de los golfos del tiempo y del espacio a Werel para contarles todo lo que los Shing le habían enseñado sobre la Tierra… cuac, cuac, como los pájaros que graznaban: no hay que tomar la vida, el jabalí moral, las lauchas del sótano de la casa del Hombre… Acerebrado, honesto, desastroso, Orry llevaría la Mentira a Werel.

El honor y el recuerdo de la Colonia eran poderosas fuerzas en Werel, y un llamado de socorro de la Tierra podría surtir efecto; pero si les decían que no había ni había habido jamás un Enemigo, que la Tierra era un antiguo y feliz vergel, no intentarían semejante viaje tan sólo para verlo. Y si lo emprendieran vendrían sin armas, como Ramarren y sus compañeros.

Otra voz habló en su memoria, todavía más lejana, profunda en la selva:

—No podemos seguir así para siempre. Debe de haber una esperanza, una señal…

Él no había sido enviado con un mensaje para la humanidad como lo soñara Zove. La esperanza era más extraña que esa, el signo más obscuro. Él debía de llevar el mensaje de la humanidad, articular su pedido de socorro, de liberación.

Debo volver a casa; debo contarles la verdad, pensaba, sabiendo que los Shing se lo impedirían a cualquier precio, que sería Orry el mensajero y que a él lo retendrían aquí o lo matarían.

En la gran fatiga por su denodado esfuerzo para pensar con coherencia, su voluntad se relajó de golpe, su control sobre su atormentada y preocupada doblemente se quebró. Se derrumbó exhausto sobre el lecho y apoyó su cabeza entre sus manos.

—Si pudiera, tan solo, volver a casa —pensaba; si pudiera una vez más caminar con Parth por el campo largo…

Era la queja de un sueño, del soñador Falk. Ramarren intentó evadirse de esa súplica sin esperanzas pensando en su esposa, pelo obscuro, ojos dorados, vestida con una bata de millares de pequeñas cadenas de plata, su esposa Adrise. Pero su anillo se había perdido. Y Adrise había muerto. Había muerto hacía mucho, mucho tiempo. Se había casado con Ramarren sabiendo que apenas pasarían algo más que una fase lunar juntos, pues él partiría en su Viaje a la Tierra. Y durante ese terrible momento de su Viaje, ella había vivido su vida; envejecido y muerto; había muerto hacía cien años terráqueos, quizás. A través de los años entre las estrellas, ¿qué era ahora el soñador y qué el sueño?

—Deberías haber muerto hace cien años —le dijo el Príncipe de Kansas al perplejo Falk, viendo o sintiendo o sabiendo acerca del hombre que yacía perdido en su interior, el hombre que hacía tanto que naciera. Y ahora, si Ramarren hubiera de retornar a Werel se adentraría más aún en su futuro. Alrededor de tres siglos, alrededor de cinco de los grandes años de Werel transcurrirían desde su partida; todo estaría cambiado; sería tan extraño en Werel como lo había sido en la Tierra.

Había sólo un camino que lo llevaría verdaderamente a casa, a los brazos de quienes lo habían amado: a la casa de Zove. Y nunca, sin embargo, volvería a verla. Si su camino llevaba a alguna parte, era afuera, lejos de la Tierra. Estaba sobre él y sólo una era su misión: intentar seguir por ese camino hasta el final.

Загрузка...