Capítulo 2

Zove había vivido sesenta años, Parth veinte; pero ella parecía, esa fría tarde en los Largos Campos, vieja en un sentido en que hombre alguno lo sería, sin edad. No se reconfortaba con las ideas de un último triunfo interestelar o de la vigencia de la verdad. La profecía de su padre al respecto sólo trasuntaba la necesidad de una ilusión. Sabía que Falk se marchaba. Sólo dijo:

—No volverás.

—Volveré, Parth.

Ella lo rodeó con sus brazos pero no prestó atención a su promesa.

El intentó comunicarse telepáticamente con ella, aunque era poco diestro en la telepatía. La única Auditora de la Casa era la ciega Kretyan; ninguno de los otros era adepto a la comunicación sin palabras, al discurso mental. Las técnicas de la enseñanza del discurso mental no se habían perdido, pero se practicaban poco. La gran virtud de esa forma más intensa y perfecta de comunicación se había tornado peligrosa para los hombres.

El discurso mental entre dos inteligencias podía ser incoherente y enfermizo, y por lo tanto, significar el error, implicar la sospecha; pero no era posible hacer un uso equivocado del mismo. Entre el pensamiento y la palabra hablada existe una fisura en la que puede penetrar la intención, el símbolo puede ser abstraído y la mentira admitida en la existencia. Entre el pensamiento y el pensamiento enviado telepáticamente no hay fisura; constituyen un acto único. No queda lugar para la mentira.

En los últimos años de la Liga, las leyendas y narraciones fragmentarías que había estudiado Falk parecían demostrar que el uso del discurso mental se había difundido y las habilidades telepáticas se habían desarrollado mucho. Era una ciencia que advino tardíamente a la Tierra, pues sus técnicas procedían de otras razas: el Último Arte, como la llamaba un libro. Hubo indicios de perturbaciones y levantamientos en el gobierno de la Liga de Todos los Mundos, que surgieron, quizás, de la relevancia de una forma de comunicación que excluía la posibilidad de la mentira. Pero todo esto era ambiguo y a medias legendario, como la historia entera del hombre. Por cierto, desde la llegada de los Shing y la caída de la Liga, la diseminada comunidad de los hombres había faltado a la verdad y utilizado la palabra hablada. Un hombre libre puede hablar libremente, pero un esclavo o un fugitivo debe ser capaz de esconder la verdad y mentir. Eso era lo que Falk había aprendido en la Casa de Zove, y por esa causa tenía muy poca práctica en la armonización de las mentes. Pero ahora pretendía hablarle telepáticamente a Parth para que ella comprendiera que no le mentía:

—¡Créeme, Parth, volveré a ti!

Pero ella no escuchaba.

—No, no hablaré telepáticamente —dijo en voz alta.

—Entonces me ocultarás tus pensamientos.

—Sí. ¿Por qué habría de procurarte mi pena? ¿Qué es lo bueno de la verdad? Si me hubieras mentido ayer, todavía creería que sólo irías a Ransifeld y que dentro de una quincena estarías de regreso en casa. Entonces, todavía me quedarían diez días y diez noches. Ahora nada me ha quedado, ni un día, ni una hora. Todo ha terminado. ¿Qué es lo bueno de la verdad?

—Parth, ¿me esperarás un año?

—No.

—Sólo un año…

—Un año y un día y tú regresarás en un corcel de plata para llevarme a tu reino y convertirme en reina. No, no te esperaré, Falk. ¿Por qué esperaría a un hombre que yacerá muerto en la Selva, o fusilado por los Merodeadores en la pradera o acerebrado en la Ciudad de los Shing, o en viaje de mil años hacia otra estrella? ¿Qué sería lo que esperaría? No es necesario que pienses que tendré otro hombre. No lo haré. Me quedaré aquí, en la casa de mi padre. Teñiré los hilos y tejeré ropas negras, para vestir de negro o morir de negro. Pero no esperaré a nadie o a nada. Nunca.

—No tenía derecho a pedírtelo —dijo él con la humildad del dolor.

Y ella sollozó:

—¡Oh, Falk, no te lo reprocho!

Estaban sentados uno junto a otro en la suave pendiente del Campo Largo. Cabras y ovejas pastoreaban en la extensión cercada que se extendía entre ellos y la Selva. Había potrillos que retozaban alrededor de las afelpadas yeguas. Soplaba un gris viento de noviembre.

Tenían las manos entrelazadas, Parth tocó el anillo de oro que él llevaba en la mano izquierda.

—Un anillo es algo que se regala —dijo ella—. Algunas veces lo he pensado. ¿Tú también? Quizás hayas tenido una esposa. Piensa… quizás haya estado esperándote —tembló.

—¿Y eso qué importa? —dijo él—. ¿Por qué debo preocuparme por lo que haya sido, por lo que fui? ¿Por qué tendré que irme de este lugar? Todo lo que soy ahora es tuyo, Parth, viene de ti, es tu don…

—Te lo di libremente —dijo la joven llorando—. Tómalo y vete. Vete… —Se abrazaron como si no pudieran separarse.

La Casa estaba lejos, detrás de negros troncos nevados y ramas sin hojas que se entrechocaban. La espesura se cerraba detrás de la senda.


El día era gris y frío, silencioso excepto por el silbido del viento entre las ramas, un susurro ininteligible y no localizable que no cesaba. Metock abría paso y dejaba tras de si una clara huella. Falk lo seguía y el joven Thurro marchaba atrás. Los tres vestían ropas livianas pero cálidas, camisas con capuchas y pantalones de un material no tejido llamado tela de invierno, sobre el cual no se necesitaba chaqueta, aun en medio de la nieve. Cada uno llevaba un liviano fardo de regalos y mercaderías, bolsas de dormir y suficiente comida concentrada como para soportar un mes entero de ventisca. Buckeye, que no había abandonado la casa desde su nacimiento, temía los peligros y demoras en la Selva y había abastecido sus bolsos de acuerdo con ello. Cada uno llevaba un fusil-láser; y Falk cargaba con ciertas provisiones extras —una o dos libras más de comida; medicinas, brújula, un segundo fusil, una muda de ropa, un rollo de soga, un pequeño libro que dos años antes le regalara Zove— todo sumaba unas quince libras de peso; sus posesiones terrestres. Fácil y sin fatiga Metock galopaba adelante, y unas diez yardas atrás, lo seguía él, y después de él venía Thurro. Marchaban con ligereza, hacían poco ruido y detrás de ellos, los árboles se aglomeraban, estáticos, por encima de la débil senda cubierta de hojas.

Tenían que llegar a Ransifeld el tercer día. El segundo, por la tarde, se encontraban en un paraje diferente al de las cercanías de la Casa de Zove. La selva era más abierta, el suelo escarpado. Grises claros se extendían en las colinas, alternados con malezas. Acamparon en uno de esos despejados terrenos, sobre una ladera que miraba al sur, porque el viento norte soplaba más fuerte aún, mordiente e invernal. Thurro trajo brazadas de leña seca mientras los otros dos arrancaban los grises pastos y construían un rústico hogar de piedra. Mientras trabajaban, Metock dijo:

—Cruzamos una vertiente, esta tarde. La corriente corre hacia el oeste. Hacia el Río Inland, al final.

Falk se enderezó y miró en dirección hacia el oeste, pero las bajas colinas se elevaban demasiado pronto y el cielo se cerraba de modo que no había perspectiva.

—Metock —dijo—. He estado pensando que no hay razón para que visite a Ransifeld. Mejor será que prosiga mi camino. Pareciera que una senda corre hacia el oeste, a lo largo del curso del río que vadeamos esta tarde. Volveré atrás y la seguiré.

Metock miró hacia arriba; no habló telepáticamente, pero sus pensamientos eran evidentes:

—¿Estas pensando en volver corriendo a casa?

Falk sí le envió una respuesta telepática:

—No, condenado sea, por cierto que no.

—Lo siento —dijo el Hermano Mayor en voz alta, con su modo torvo y escrupuloso. No había pretendido ocultar el hecho de que la partida de Falk lo alegraba. A Metock nada le importaba tanto como la seguridad de la Casa; todo extraño constituía una amenaza, aun ese extraño que conocía desde hacía cinco años, su compañero de caza y el amante de su hermana; pero prosiguió—: Te darán la bienvenida en Ransifeld. ¿Por qué no partir desde allí?

—¿Por qué no desde aquí?

—Tú sabrás por qué eliges esto —Metock puso la última piedra en su lugar, y Falk comenzó a encender el fuego—. Si había una senda por el lugar donde cruzamos, no sé de dónde viene ni adonde va. Mañana temprano cruzaremos un verdadero camino, el antiguo Hirand Road. La Casa Hirand queda muy lejos hacia el oeste, por lo menos a una semana de marcha; nadie ha ido allí durante los últimos sesenta o setenta años. No sé por qué. Pero la senda permanecía aun despejada la última vez que hice este camino. La otra debe ser, tan solo, la huella de algún animal y te extraviará o te conducirá a algún cenagal.

—Muy bien. Probaré el Hirand Road.

Hubo una pausa, luego Metock preguntó:

—¿Por qué te dirigirás hacia el oeste?

—Porque Es Toch se encuentra en el Oeste.

El nombre poco pronunciado sonaba opaco y extraño aquí, afuera, bajo el cielo. Thurro se acercaba con una brazada de leña y miró con inquietud en derredor. Metock no preguntó nada más.

Esa noche, junto al fuego del campamento, en la ladera, fue la última de Falk. A la mañana siguiente estaban en camino, nuevamente, poco antes de la salida del Sol, y mucho antes del mediodía llegaron a una senda amplia y cubierta de hierbas que conducía hacia la izquierda del camino a Ransifeld. Había una especie de entrada formada por dos grandes pinos. El lugar era umbrío y tranquilo bajo las ramas y allí se detuvieron.

—Regresa a nosotros, huésped y hermano —dijo el joven Thurro, perturbado, a pesar de sus preocupaciones de novio, por el aspecto de ese camino obscuro y vago que tomaría Falk.

Metock sólo dijo:

—Dame tu cantimplora, por favor.

Y, a su vez, le dio a Falk la suya, cincelada en plata. Luego partieron ellos para el norte, él para el oeste.

Después de haber caminado durante un rato, Falk se detuvo y miró hacia atrás. Los otros se habían perdido ya de vista; el camino a Ransifeld estaba casi oculto detrás de los árboles y malezas que cubrían el Hirand Road. La senda parecía hollada, si bien con poca frecuencia, pero no había sido arreglada ni despejada durante muchos años. Alrededor de Falk nada se veía sino selva, espesura salvaje. Se detuvo, solo, bajo la sombra de los interminables árboles. El suelo era blando con su alfombra de mil años; los grandes árboles, pinos y abetos, volvían el ambiente umbrío y tranquilo. Algún copo de cellisca danzaba en el viento agonizante. Falk aflojó la correa de su faltriquera y prosiguió. A la caída de la noche tuvo la sensación de haber dejado la Casa hacía mucho, mucho tiempo, de que quedaba inconmensurablemente atrás de él, de que siempre había estado solo.

Sus días eran iguales: luz gris de invierno; el viento que soplaba; colinas cubiertas de selva y valles, largas lomas, corrientes ocultas por la maleza, tierras pantanosas. Aunque muy cubierto de hierbas el Hirand Road era fácil de seguir, pues conducía a largos cañadones o a suaves curvas y evitaba los pantanos y las subidas pronunciadas. En las colinas, Falk advirtió que seguía el curso de alguna gran carretera antigua, porque el camino se abría a través de las serranías y dos mil años no lo habían borrado enteramente. Pero los árboles crecían en él y a sus lados, pinos y abetos, grandes macizos de acebos en las lomas, tramos de hayas, robles, nogales, alisos, fresnos y olmos, todos ellos superados y coronados por los imponentes castaños que ahora perdían sus hojas amarillo obscuro y sus frutos pardos a lo largo de camino. Por la noche cocinaba el gorrión o la liebre o la gallina salvaje que cazara entre la infinidad de caza menor que se escabullía y revoloteaba en este reino de los árboles; recogía nueces de haya y nueces de nogal y cocinaba las castañas sobre las brasas del fuego que encendía al acampar. Pero las noches eran malas. Dos sueños pesadillescos lo perseguían diariamente y siempre lo sorprendían a medianoche. En uno era perseguido furtivamente, entre las sombras, por una persona que no se dejaba ver. El otro era peor. Soñaba que había olvidado traer algo consigo, algo importante, esencial, sin lo cual estaba perdido. De este sueño despertaba y sabía que era verdadero: estaba perdido; era de él de quien se había olvidado. Entonces, si no llovía, encendía el fuego y se agachaba junto a éste, demasiado adormilado y perturbado por el sueño como para leer el libro que había traído, el Antiguo Canon, y buscar consuelo en las palabras que afirman que, cuando todos los caminos se han perdido el Camino se abre claramente. Un hombre completamente solo es una cosa miserable. Y él sabía que ni siquiera era un hombre sino, a lo sumo, una especie de ser a medias, que intentaba lograr su totalidad en su tentativa por cruzar, desamparado, un continente, bajo estrellas indiferentes. Los días eran todos iguales, pero significaban, sin embargo, un alivio, después de las noches.

Todavía llevaba la cuenta de ellos, y se encontraba a once días del cruce de caminos, es decir, en su décimo-tercer de viaje, cuando llegó al término del Hirand Road. Había llegado a un claro. Descubrió una senda entre extensos tramos de zarza salvaje y de espesos abedules, que llevaba a cuatro torres negras en ruinas que se elevaban por encima de la zarza y las enredaderas y los cardos; eran las chimeneas de una Casa derrumbada. Hirand ya no era nada, sólo un nombre. El camino terminaba en las ruinas.

Deambuló alrededor del lugar durante un par de horas, atraído, simplemente, por el helado rastro de la presencia humana. Movió algunos fragmentos de maquinaria herrumbrada, trozos de cacharros rotos, que sobrevivían a los huesos humanos, un fragmento de tela podrida que se hizo polvo entre sus dedos. Finalmente se arrancó del lugar y buscó una huella que condujera hacia el oeste, desde el claro. Atravesó un extraño paraje, un campo de media milla cuadrada, alisado en el mismo nivel y pulido con alguna substancia vidriosa, de obscuro color violeta, impoluta. La tierra se insinuaba en los bordes y las ramas y las hojas habían formado costras en su superficie, pero no se había roto ni rayado. Parecía que ese gran espacio hubiera sido anegado con amatista fundida. ¿Qué había sido: un campo de aterrizaje para algún vehículo inconcebible, un espejo para enviar señales a otros mundos, una base de maniobras? Fuera lo que fuese, había condenado a muerte a Hirand. Había constituido una gran obra que los Shing le permitieron realizar a los hombres.

Falk prosiguió su camino y penetró en la selva sin seguir, ya, senda alguna.

Aquí se alineaban limpios troncos que formaban pasillos. Siguió caminando con paso vivo durante el resto de ese día y la mañana siguiente. El paisaje nuevamente se ondulaba, las lomas corrían de norte a sur atravesando su camino, y alrededor de mediodía, al encaminarse hacia el punto que, desde una loma, parecía el más bajo de la otra, se encontró en medio de un pantanoso valle lleno de cauces de agua. Buscó vados y tropezó en cenagosas praderas anegadas, todo bajo una fría y tupida lluvia. Finalmente, cuando encontraba una salida del lóbrego valle, el tiempo comenzó a mejorar, y, al trepar la ladera el Sol se le adelantó por debajo de las nubes y envió una invernal gloria de rayos entre las desnudas ramas, haciéndolas brillar y también a los troncos y al suelo con dorada humedad. Eso lo alegró; prosiguió con denuedo, pensando en caminar hasta que terminara el día antes de acampar. Todo brillaba, ahora, y estaba completamente silencioso excepto por el goteo de la lluvia desde los extremos de las ramitas y el lejano silbido anhelante de un paro. Luego escuchó, como en su sueño, los pasos que lo seguían, hacia el lado izquierdo.

Un roble caído que había sido un obstáculo se convirtió en un instante en una defensa: se dejó caer detrás y, al par que apuntaba con el rifle, dijo en voz alta:

—Déjate ver.

Durante un momento largo nada se movió.

—¡Sal afuera! —dijo Falk telepáticamente, y se aprestó para la respuesta aunque tenía miedo de ella.

Tenía una sensación de extrañeza; había un olor ligeramente rancio en el aire.

Un jabalí salvaje salió de entre los árboles, cruzó sobre sus huellas y se detuvo para olfatear el suelo. Un chancho salvaje magnífico, grotesco, con un poderoso lomo, colmillos, patas cortas y rápidas cubiertas de suciedad. Por encima del hocico, de los colmillos y de las púas, los pequeños ojos brillantes miraban a Falk.

—Ah, ah, ah, hombre, ah —dijo la criatura resoplando.

Los tensos músculos de Falk saltaron y su mano se crispó sobre el gatillo de su pistola láser. No disparó. Un jabalí herido era terriblemente peligroso. Se agazapó y permaneció absolutamente inmóvil.

—Hombre, hombre —dijo el chancho salvaje, la voz espesa y opaca brotaba del hocico lleno de cicatrices— háblame telepáticamente. Háblame telepáticamente. Las palabras me hacen daño.

La mano de Falk, que empuñaba la pistola tembló. Súbitamente habló en voz alta:

—No hables, entonces. No hablaré telepáticamente. Sigue, sigue tu camino de jabalí.

—¡Aah, aah… hombre, háblame telepáticamente!

—Vete o disparo —Falk se irguió, su arma apuntaba con seguridad; los pequeños ojos de cerdo observaron el caño.

—Es un error quitar la vida —dijo el cerdo.

Falk había recuperado sus facultades y no dio respuesta alguna, esta vez, seguro de que la bestia no entendería las palabras. Movió el arma ligeramente, afinó la puntería y dijo:

—¡Vete!

El jabalí dejó caer la cabeza, hesitó. Luego, con increíble rapidez, como si se hubiera roto una invisible cuerda se volvió y corrió hacia el lugar por donde había aparecido.

Falk permaneció inmóvil durante unos momentos, y mientras el animal huía su dedo se crispó, alerta, sobre el gatillo. Su mano tembló nuevamente. Existían antiguas leyendas de bestias que hablaban, pero la gente de la Casa de Zove consideraba que eran pura fantasía, experimentó una ligera náusea y un deseo, también breve, de reír en voz alta.

—Parth —susurró, pues tenía que hablar con alguien—, acabo de recibir una lección de ética de un cerdo… ¿Oh, Parth, saldré alguna vez de la selva? ¿Termina en alguna parte?

Prosiguió su camino trepando las laderas pronunciadas y cubiertas de maleza de las serranías. En la cúspide los troncos clareaban y, a través de los árboles, pudo divisar la luz del Sol y el cielo. Unos pasos más y se encontró afuera de las ramas, en el borde de una ladera verde que bajaba hacia una extensión cubierta de huertos y tierras aradas y, al final, hacia un río claro y ancho. Del otro lado del río un rebaño de cincuenta o más cabezas pastoreaba dentro de una pradera cercada y, por encima, campos de alfalfa y huertos se sucedían, cuesta arriba de la loma vecina. Poco más al sur de donde se encontraba Falk el río serpenteaba ligeramente alrededor de una pequeña colina, sobre cuyo barranco, dorada por el Sol poniente se elevaba la roja chimenea de una casa.

Parecía un fragmento de otra época de oro, encerrada en ese valle y respetada por los siglos, preservada del gran desorden salvaje de la desolada selva. Un puerto, compañía, y, por encima de todo, orden: el trabajo del hombre. Una especie de aflojamiento de tensiones embargó a Falk cuando divisó una columna de humo que se elevaba de la roja chimenea. Un hogar de leña… Corrió colina abajo y atravesó el huerto más bajo hacia un camino que serpenteaba a lo largo del cauce del río entre achaparrados alisos y sauces dorados. Nada vivo se veía excepto el rojizo ganado que pastaba del otro lado del agua. Un silencio de paz inundaba el invernal valle lleno de Sol. Aminoró la marcha y caminó, entre huertas, hacia la puerta más próxima de la casa. Cuando rodeó la colina, el lugar se elevó ante sus ojos, paredes de ladrillo colorado y piedra que se reflejaban en las rápidas aguas de la curva del río. Se detuvo, ligeramente acobardado y pensó que sería mejor llamar antes de ir más lejos. Un movimiento en una ventana abierta, justo encima de la profunda puerta de entrada, le llamó la atención. Sin avanzar, vacilante, miró hacia arriba y experimentó un súbito y profundo dolor, agudo y quemante, a través del pecho, debajo del esternón: se tambaleó y luego cayó, replegado como una araña al saltar.

El dolor había sido instantáneo. No perdió la conciencia, pero no pudo moverse ni hablar.

La gente se congregaba a su alrededor; podía verlos, obscuramente, a través de oleadas de ceguera, pero no podía escuchar las voces. Era como si se hubiera vuelto sordo y su cuerpo estaba totalmente entumecido. Luchó para pensar a través de la privación de sus sentidos. Era transportado hacia algún lugar y no podía sentir las manos que lo llevaban; un horrible mareo lo abrumaba, y, cuando se disipó, había perdido todo control sobre sus pensamientos, que corrían y susurraban y parloteaban. Las voces comenzaron a cotorrear y a zumbar dentro de su mente, aunque el mundo deambulaba al garete y se empequeñecía y se acallaba a su alrededor. Quién eres tú de dónde vienes Falk yendo adonde yendo vas no lo sé eres un hombre rumbo oeste yendo no lo sé donde el camino ojos un hombre no un hombre… Oleadas y ecos y vuelos de palabras como gorriones, preguntas, respuestas, estrechándose, superponiéndose, susurrando, gritando, muriendo en un silencio gris.

Un velo de oscuridad se corre sobre sus ojos. Un haz de luz la penetra.

Una mesa; el borde de una mesa. Luz de una lámpara en una habitación a obscuras.

Comenzó a ver, a sentir. Estaba sentado en una silla, en una habitación en sombras, junto a una larga mesa sobre la cual había una lámpara. Estaba amarrado a la silla; podía sentir la cuerda hundida en los músculos del pecho y en los brazos cuando se movía un poco. Movimiento: un hombre surgió a la existencia, a su izquierda, otro a su derecha. Estaban sentados como él, se apoyaban en la mesa. Se inclinaban hacia adelante y hablaban entre ellos, frente a él. Sus voces sonaban como si vinieran desde atrás de altas paredes y de muy lejos, y él no podía entender las palabras.

Tembló de frío. Con la sensación de frío entró en más íntimo contacto con el mundo y comenzó a recuperar el control de su mente. Su oído se aguzaba, su lengua se trababa. Dijo algo que quería decir:

—¿Qué me han hecho?

No hubo respuesta, pero el hombre que estaba a su izquierda acercó mucho su cara a la de Falk y dijo en voz alta:

—¿Por qué viniste aquí?

Falk escuchó las palabras; después de un momento las comprendió; después de otro momento respondió:

—En busca de refugio. La noche.

—¿Refugio de qué?

—De la selva. Solo.

Sentía que el frío lo penetraba más. Intentó levantar sus pesadas y torpes manos para abotonar su camisa.

Debajo de las correas que lo sujetaban, hundidas en la carne, debajo del esternón había un pequeño centro de dolor.

—Mantén las manos bajas —dijo el hombre que estaba a su derecha, desde las sombras—. Es algo más que un programado, Argerd. Ningún bloqueo hipnótico podría soportar de tal modo el penton.

El de la izquierda, rostro viscoso y ojos rápidos, corpulento, contestó con débil y sibilante voz:

—No puedes decir eso… ¿qué sabemos nosotros acerca de sus ardides? De todos modos, ¿cómo juzgas su resistencia… qué es él? Tú Falk, ¿dónde queda ese lugar de donde vienes, la Casa de Zove?

—Al Este. Me fui… —el número se le escapaba—. Hace catorce días, creo.

¿Cómo sabían el nombre de su Casa, su nombre? Recuperaba sus sentidos y no necesitó pensar demasiado en la respuesta. Había cazado venados con Metock utilizando dardos hipodérmicos, que podían hacer de un leve arañazo la causa de una muerte. El dardo que lo había derrumbado o una inyección posterior cuando estuvo inconsciente, debía haberle inoculado una droga que relajara el control aprendido y el bloqueo inconsciente primitivo de los centros telepáticos del cerebro, de modo que se abrieran para el cuestionario paraverbal. Habían escudriñado su mente. La sola idea de ello aumentaba su sensación de frío y malestar y se complicaba con el ultraje a que estuviera indefensamente expuesto. ¿Por qué esa violación? ¿Por qué suponían que mentiría antes siquiera de hablarle?

—¿Pensaron ustedes que yo era un Shing? —preguntó.

El rostro del hombre sentado a su derecha, delgado, de pelo largo, barbudo, surgió súbitamente dentro del círculo de luz, los labios estirados hacia atrás, y su mano abierta le asestó a Falk un revés en la boca, que le sacudió la cabeza y lo cegó momentáneamente por el golpe. Le zumbaron los oídos; sintió el gusto de la sangre. Hubo un segundo golpe y un tercero. El hombre siseaba con persistencia:

—No digas ese nombre, no lo digas, no lo dirás, no lo digas…

Falk se debatió, indefenso, para protegerse, para liberarse. El hombre, a su izquierda, habló con voz cortante. Luego reinó el silencio durante un momento.

—No pretendí hacer ningún daño al venir aquí —dijo Falk por último, tan serenamente como pudo a través de la ira, el dolor y el miedo.

—Está bien —dijo el de la izquierda, Argerd— adelante, cuéntanos tu historia. ¿Qué pretendías al dirigirte aquí?

—Pedir refugio para pasar la noche. Y preguntar si hay algún camino que lleve hacia el oeste.

—¿Por qué quieres ir hacia el Oeste?

—¿Por qué preguntan? Ya les he contado todo telepáticamente, y así no se puede mentir. Ustedes conocen mi mente.

—Tienes una extraña mente —dijo Argerd con su débil voz—. Y extraños ojos. Nadie viene aquí a pedir refugio para la noche o a preguntar el camino o a cualquier otra cosa. Nadie viene aquí. Cuando los siervos de los Otros vienen, los matamos. Matamos a los hombres instrumentos, y a las bestias que hablan, y a los Merodeadores y a los cerdos y a las sabandijas. No obedecemos le ley que dice que es un error quitar la vida, ¿acaso no es así, Drenhem?

El barbudo asintió con una sonrisa malévola que mostró sus ennegrecidos dientes.

—Nosotros somos hombres —dijo Argerd—. Hombres libres, asesinos. ¿Qué eres tú con tu mente a medias y tus ojos de búho, y por qué no habríamos de matarte? ¿Eres un hombre?

En el breve lapso de su memoria, Falk no se había encontrado directamente con la crueldad o el odio. La poca gente que había conocido, si bien no dejaba de ser temerosa, no estaba regida por el miedo; habían sido generosos y familiares. Entre estos dos hombres que ahora conocía estaba indefenso como un niño, y el saberlo lo espantaba y simultáneamente lo llenaba de odio.

Buscó alguna defensa o evasión y no encontró nada. Todo lo que podía hacer era decir la verdad.

—No sé qué soy ni de dónde vengo. Trato de investigarlo.

—¿Yendo adonde?

Paseó su mirada de Argerd al otro, Drenhem. Sabía que sabían la respuesta, y que Drenhem lo golpearía nuevamente, en caso de decirlo.

—¡Contesta! —murmuró el barbudo, levantándose a medias e inclinándose hacia adelante.

—A Es Toch —dijo Falk, y una vez más Drenhem lo golpeó en la cara y una vez más asimiló el golpe con la silenciosa humillación de un chico castigado por extraños.

—Esto no anda bien; no dirá ninguna otra cosa de lo que le sacamos con el penton. Levantémoslo.

—¿Después qué? —dijo Drenhem.

—Vino a pedir refugio para pasar la noche; se lo daremos. ¡Levántate!

La correa que lo sujetaba fue aflojada. Se puso de pie, tambaleante. Cuando vio la puerta y el declive de la escalera, lo empujaron hacia abajo, intentó resistirse y liberarse, pero sus músculos todavía no le obedecían. El brazo de Drenhem lo obligó a doblarse y lo empujó a través de la puerta. La puerta se cerró de golpe mientras él se volvía, tambaleante, para no rodar escalones abajo.

Estaba obscuro, negro obscuro. La puerta parecía sellada, no había picaportes de este lado, ni un punto ni un atisbo de luz se divisaba por debajo. Falk se sentó en el escalón de más arriba y apoyó la cabeza sobre sus brazos.

Gradualmente la debilidad de su cuerpo y la confusión de su mente se despejaron. Levantó la cabeza, se esforzaba por ver. Su visión nocturna era extraordinariamente aguda, una función, como lo señalara Rayna hacía mucho, de su dilatada pupila y extenso iris. Pero sólo manchas y fogonazos de imágenes alucinantes lo atormentaban; no podía ver nada porque no había luz. Se levantó y escalón tras escalón tanteó su lento camino por la estrecha e invisible escalera.

Veintiuno, dos, tres… nivel. Suciedad. Falk se adelantó lentamente, una mano extendida, atento.

Aunque la oscuridad era una especie de presión física, una constricción, una ilusión engañosa de que si sólo mirara concentradamente vería, no la temía en sí misma. Metódicamente, a pasos y tanteos y escuchando, concibió una parte del amplio sótano en el que se encontraba, primera habitación de una serie que, a juzgar por el eco, parecía continuar indefinidamente. Encontró el camino directo hacia la escalera, la cual, por haber sido el lugar de partida constituía el hogar básico: Se sentó en el escalón más bajo esta vez. Tenía hambre y mucha sed. Le había quitado su bolsón y no le habían dejado nada.

—La culpa es tuya —se dijo amargamente Falk, y una especie de diálogo se estructuró en su mente.

—¿Qué hice? ¿Por qué me atacaron?

—Zove te dijo: «No confíes en nadie». Ellos no confían en nadie y tienen razón.

—¿Aun en alguien que viene solo y pide ayuda?

—¿Con tu rostro… tus ojos? ¿Cuando es evidente, con una simple ojeada, que tu no eres un ser humano normal?

—No importa, podrían haberme ofrecido un vaso de agua —dijo la quizás aniñada y no temerosa parte de su mente.

—Tienes una suerte de los mil demonios de que no te hayan matado después de haberte visto —replicó su intelecto y no obtuvo ya respuesta.

Todas las personas de la Casa de Zove se habían acostumbrado a la mirada de Falk, y los huéspedes eran poco frecuentes y circunspectos, de modo que nunca se había visto obligado a reparar específicamente en su diferencia física con la norma humana. Le había parecido una peculiaridad y una barrera mucho menor que la amnesia y la ignorancia que lo aislaran durante tanto tiempo. Ahora, por primera vez, advertía que un extraño que lo observara no encontraría en él el rostro de un hombre. El llamado Drenhem le había temido y lo había golpeado porque el extranjero lo atemorizaba y le resultaba repelente, lo monstruoso, lo inexplicable.

Era sólo aquello que Zove había intentado decirle cuando le advirtiera grave y tiernamente:

—Debes ir solo, no hay otra posibilidad.

No le quedaba otro recurso que dormir. Se enroscó de la mejor manera posible en el último escalón, porque el sucio piso estaba húmedo y cerró sus ojos en la oscuridad.

Poco tiempo después, sin conciencia de la hora, lo despertaron las lauchas. Corrían y hacían un débil ruidito, un zigzagueante rasguño de sonido a través del velo negro y susurraban con voces pequeñas muy cerca del suelo.

—Es un error quitar la vida es un error quitar la vida hola holaaaaaa no nos mates.

—Las mataré —rugió Falk y todas las lauchas se callaron.

Era difícil conciliar el sueño nuevamente; o quizás lo difícil era dirimir si estaba dormido o despierto. Se quedó recostado y se preguntó si sería ya el día o todavía la noche; cuánto tiempo lo dejarían allí y si lo matarían o si utilizarían otra vez esa droga hasta que su mente quedara destrozada, no sólo violada; cuánto tardaría la sed en convertirse de molestia en tormento; cómo haría uno para cazar lauchas en la oscuridad sin trampa ni cebo; cuánto tiempo duraría uno vivo con una dieta de ratón crudo.

Varias veces, para descansar de sus pensamientos, se dedicó a nuevas exploraciones. Encontró una tina grande o cuba y su corazón latió con esperanza, pero estaba vacía: las maderas astilladas cerca del fondo le lastimaron las manos cuando las tanteó. No pudo encontrar ni otras escaleras ni puertas en sus ciegas excursiones a lo largo de interminables e invisibles paredes.

Finalmente perdió la noción de la orientación y no dio con las escaleras. Se sentó en el suelo, entre las sombras, y se imaginó la lluvia cayendo en la selva de su solitario viaje, la luz gris y el sonido de la lluvia. Habló para sí las palabras que pudo recordar del Antiguo Canon, que comienzan en el comienzo:

El camino que puede ser caminado

no es el eterno camino…

Su boca estaba tan seca que intentó lamer el suelo sucio en busca de frescura; pero, para la lengua sólo fue polvo seco. Las lauchas corrían cercanas a veces, susurrando.

En la lejanía, corredores abajo, los cerrojos chirriaron y hubo estrépito de metales y un brillante y penetrante estampido de luz. Luz…

Vagas formas y sombras, bóvedas, arcos, tinas, rayos, puertas que se abrían, se desvelaron y relucieron a través de la sombría realidad que lo rodeaba. Luchó para ponerse en pie y salvó el camino, inseguro pero corriendo, hacia la luz.

Provenía de una puerta baja, a través de la cual, cuando se acercó, pudo ver una loma del terreno, las copas de los árboles y el cielo rosado del crepúsculo o de la mañana, que deslumbró sus ojos como si fuera una mediodía de verano. Se detuvo, puertas adentro, por el encandilamiento y porque una figura inmóvil permanecía justo a la entrada.

—Sal —dijo la débil y ronca voz del hombre corpulento, Argerd.

—Espera. Todavía no puedo ver.

—Sal. Y sigue tu camino. No vuelvas la cabeza o te la saco de un tiro.

Falk llegó a la entrada luego vaciló nuevamente. Sus pensamientos en la oscuridad tenían ahora un sentido. Si lo dejaban ir, había pensado, significaría que tenían miedo de matarlo.

—¡Muévete!

Aprovechó la oportunidad.

—No sin mi bolso —dijo, débil la voz en su garganta reseca.

—Es un láser, te advierto.

—Puedes usarlo. No puedo atravesar el continente sin mi propio revólver.

Ahora fue Argerd quien hesitó. Finalmente, su voz. se convirtió casi en un chillido cuando le gritó a alguien:

—¡Gretten! ¡Gretten! ¡Trae las cosas del extranjero!

Hubo una larga pausa. Falk permanecía en la oscuridad del lado de adentro de la puerta, Argerd, inmóvil, del de afuera. Un muchacho se acercó corriendo por la pendiente de césped que se divisaba desde la puerta, arrojó el bolso de Falk al piso y desapareció.

—¡Levántalo! —ordenó Argerd; Falk salió a la luz y obedeció—. Ahora sigue tu camino.

—Espera —murmuró Falk, de rodillas mientras buscaba afanosamente dentro del desordenado y desatado bolso—. ¿Dónde está mi libro?

—¿Libro?

—El Antiguo Canon. Un libro manual, no electrónico…

—Crees que te dejaríamos partir de aquí con eso?

Falk lo miró con fijeza.

—¿No reconocen ustedes los Cánones del Hombre cuando los ven? ¿Por qué cosa los toman?

—Tú no sabes ni sabrás qué es lo que pensamos, y si no comienzas a marcharte te quemaré las manos. Levántate y sigue tu camino, en línea recta, ¡pronto!

La nota chillona deformaba nuevamente la voz de Argerd, y Falk advirtió que se había extralimitado. Cuando vio la mirada de odio y miedo en la pesada e inteligente cara de Argerd se sintió perdido y con rapidez cerró y se echó al hombro el bolso, pasó junto al hombre y comenzó a subir la cuesta cubierta de césped que arrancaba desde la puerta. La luz era la del atardecer, poco después de la puesta del Sol. Caminó hacia ella. Un fino cordel elástico de puro suspenso parecía conectar la parte posterior de su cabeza con el caño de la pistola láser que sostenía Argerd, estirándose, estirándose a medida que él caminaba. A través de una extensión cubierta de maleza, a través de un puente de tablones sueltos que cruzaba el río, camino arriba, entre pastizales y luego entre huertos. Llegó a la cima de la loma. Allí miró hacia atrás rápidamente, y vio el oculto valle tal como la primera vez, inundado por la dorada luz del crepúsculo, suave y tranquilo, las altas chimeneas reflejadas en el espejo del río. Se apresuró a internarse entre las sombras de la selva donde ya era de noche.

Sediento y hambriento, dolorido y desanimado, Falk vislumbró su desamparado viaje a través de la Selva Oriental, abriéndose paso ante sus ojos sin ningún vago deseo, ahora, de un hogar amistoso, en algún lugar, a lo largo de su ruta, para quebrar la dura y salvaje monotonía. No debía buscar un camino sino evitar todos los caminos, y ocultarse de los hombres y de sus tristes parajes como cualquier bestia salvaje. Sólo una cosa lo alegraba ligeramente, mientras hacía un alto junto a una corriente de agua para beber y comer algo de la ración que guardaba en el bolso, y era el pensamiento de que, si bien había atraído el peligro sobre sí; no había sucumbido a él. Había burlado al jabalí moral y al brutal hombre en su propio terreno y salido a salvo. Eso lo animaba; porque se conocía tan poco a sí mismo que todos sus actos eran, también, actos de descubrimiento de sí, como los de un chico, y al saber que tanta falta le hacía se alegraba de comprobar que por lo menos no carecía de coraje. Después de beber y comer y de beber una vez más prosiguió, a la luz de una Luna que recién salía y que era suficiente para sus ojos, hasta que puso una milla o más de campo abierto entre él y la Casa del Terror, como ahora la pensaba. Luego, agotado, se echó a dormir al borde de un pequeño claro, sin hacer fuego ni levantar refugio alguno, yaciendo boca arriba bajo el invernal cielo bañado por la Luna. Nada rompió el silencio sino una o dos veces el suave chistido de un búho cazador. Y esta desolación le parecía llena de paz y bendita después de las carreras y de las fantasmales voces y de la oscuridad del sótano prisión de la casa del Terror.

Cuando prosiguió rumbo al oeste, a través de los árboles y de los días, no llevó ya la cuenta ni de unos ni de otros. El tiempo seguía; y él seguía.

El libro no era lo único que había perdido; se habían quedado con la cantimplora de plata de Metock y con una pequeña caja, también de plata, de ungüento desinfectante. Sólo podían haberse guardado el libro porque pretendían hacer un mal uso de él o porque lo consideraban una especie de código y de misterio. Hubo un momento en que su pérdida le pesó irracionalmente, pues le parecía el único vínculo que lo unía con la gente que había amado y en quien confiara, y una vez se dijo, sentado junto al fuego, que al día siguiente volvería atrás y encontraría la casa del Terror y conseguiría el libro. Pero siguió hacia adelante, al día siguiente. Tenía la posibilidad de marchar hacia el oeste, con la brújula y el Sol como guías, pero no de volver a encontrar un lugar determinado en la infinidad de esas interminables colinas y valles de la Selva. No el oculto valle de Argerd; no el Claro donde Parth estaría tejiendo a la luz del Sol de invierno. Todo eso quedaba detrás de él, perdido.

Quizás de la misma forma se había perdido el libro. ¿Qué podría haber significado para él, aquí, ese sagaz y paciente misticismo de una civilización muy antigua, esa callada voz que hablaba desde olvidadas guerras y desastres? La humanidad había sobrevivido al desastre; y él había huido de la humanidad. Estaba demasiado lejos, demasiado solo. Vivía enteramente de la caza ahora; eso volvía más lenta su marcha diaria. Aun cuando no se tratara de caza mayor y fuera muy abundante, no era tarea que pudiera realizarse con apuro. Luego uno debía limpiar y cocinar la presa y sentarse a pelar los huesos junto al fuego, lleno por un rato y amodorrado en medio del frío invernal; y levantar un refugio de ramas y troncos contra la lluvia; y dormir; y al día siguiente seguir adelante. Un libro no tenía objeto aquí, ni siquiera ese Antiguo Canon de la Antiacción. No lo hubiera leído; en verdad, estaba dejando de pensar. Cazaba y comía y caminaba y dormía, silencioso en el silencio de la selva, sombra gris que se escurría hacia el oeste a través de un medio salvaje y frío.

El tiempo estaba cada vez más nublado. Con frecuencia, delgados gatos salvajes, hermosas criaturas de piel manchada o a rayas y ojos verdes, esperaban dentro del ámbito de su campamento los restos de su comida, y se acercaban con cautelosa y tímida fiereza a recoger los huesos que él les arrojaba: su presa de roedores era escasa ahora, pues invernaba bajo el frío. Ninguna bestia desde la casa del Terror le había hablado o se había comunicado telepáticamente con él. Los animales que poblaban el hermoso y helado bosque de tierras bajas en que ahora se encontraba nunca se habían entremetido en su andar, quizás nunca hubieran visto o sentido el olor del hombre. Y, a medida que se alejaba detrás, advertía con mayor claridad la extemporaneidad de esa casa escondida en el tranquilo valle, de sus cimientos habitados por lauchas que chillaban en lenguaje humano, de su gente que revelaba poseer avanzados conocimientos, la droga de la verdad, y una ignorancia propia de la barbarie. El Enemigo había estado allí.

Que el Enemigo hubiera estado alguna vez aquí era dudoso. Nadie había estado aquí nunca. Nadie podría haber hollado este lugar. Los grajos gritaban en las grises ramas. Heladas hojas pardas crujían bajo sus pies, las hojas de mil otoños. Un alto ciervo lo miró a través de una pequeña pradera, inmóvil, cuestionándole el derecho a estar allí.

—No te mataré. Cacé dos gallinas esta mañana —dijo Falk.

El ciervo lo contempló con la señorial prestancia de los que no tienen habla, y se marchó lentamente. Nadie le temía a Falk, aquí. Nadie le hablaba. Pensó que terminaría olvidando el lenguaje nuevamente y convirtiéndose, otra vez, en el ser que había sido, mudo, salvaje, inhumano. Se había alejado demasiado de los hombres y había accedido a un paraje donde reinaban las criaturas mudas y los hombres no habían llegado.

Al llegar al borde de la pradera tropezó con una piedra, y apoyado en las manos y las rodillas leyó unas letras gastadas por el tiempo, grabadas en el bloque a medio sepultar: CK O.

Los hombres habían llegado aquí; habían vivido aquí. Debajo de sus pies, debajo del helado y abrupto terreno de arbustos sin hojas y árboles desnudos, debajo de las raíces, había una ciudad. Sólo que él llegaba un milenio o dos demasiado tarde.

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