Capítulo 6

Con su único recuerdo de un único pico para expresar la palabra «montaña», Falk había imaginado que, tan pronto como llegaran a las montañas, habrían alcanzado Es Toch; no se había imaginado que tendrían que encaramarse al techo de un continente. Hilera tras hileras se elevaban las montañas; día tras día ellos trepaban hacia el mundo de las alturas, y todavía su meta yacía más arriba y más hacia el sudoeste. Entre las selvas y los torrentes y las cimas atravesadas por las nubes y cubiertas de nieve, cada tanto, se levantaba un pequeño campamento o pueblito a lo largo del camino. Con frecuencia no podían evitarlos porque sólo era accesible una ruta única. Pasaban cabalgando en sus mulas, el principal regalo que les hiciera el Príncipe cuando partieron, y no eran perturbados. Estrel dijo que la gente de la montaña, la que vivía aquí o a las puertas de los Shing, eran cautelosas y ni estorbarían ni darían la bienvenida a un extranjero, y que era mejor dejarlos solos.

Era una empresa helada acampar en abril, en las montañas, y una vez que se detuvieron en un pueblo fue éste un alivio bienvenido. Era un lugar pequeño, cuatro casas de madera junto a una ruidosa corriente de agua en un cañón, a la sombra de grandes picos circundados de nieve; pero tenía nombre, Besdio, y Estrel había estado allí una vez, siendo niña, según le contó a Falk. La gente de Besdio, entre ellos una pareja de piel blanca y pelo obscuro como la propia Estrel, hablaron con ella brevemente. Hablaban en la lengua de los Merodeadores; Falk siempre había hablado en Galaktika con Estrel y no había aprendido esta lengua occidental. Estrel explicaba y señalaba hacia el este y el oeste; la gente de la Montaña asentía fríamente y estudiaba cuidadosamente a Estrel, mirando apenas a Falk por el rabillo del ojo. Formularon unas pocas preguntas y les dieron comida y cobijo por una noche pero con una actitud fría y extraña que hizo sentir a Falk ligeramente intranquilo.

El establo donde durmieron era cálido, sin embargo, con el calor animal del ganado y las cabras y las aves de corral que allí se apretujaban en compañía olorosa y tranquila. Mientras Estrel conversaba unos momentos más con sus huéspedes en la cabaña principal, Falk se dirigió al establo y se puso cómodo. En el pesebre armó una lujuriosa cama doble de heno y estiró sus rollos de dormir sobre ella. Cuando llegó Estrel ya estaba casi dormido, pero se despertó lo suficiente como para señalar:

—Me alegro de que hayas venido… Huelo algo oculto aquí, pero no sé qué.

—No es eso todo lo que yo huelo.

Esta era la oportunidad en que Estrel había estado más próxima a hacer un chiste, y Falk la miró sorprendido.

—Estas contenta de la proximidad a la Ciudad. ¿No es cierto? —preguntó el—. Ojalá yo lo estuviera.

—¿Por qué no habría de estarlo? Allí espero encontrar a los míos; en caso contrario, los Amos me ayudarán, y allí también tú encontrarás lo que buscas, y te será restaurada tu herencia.

—¿Mi herencia? Pensé que creías que era un Raze.

—¿Tú? ¡Nunca! Me imagino que no creerás, Falk, que los Shing han andado con tu mente. Una vez lo dijiste, allá abajo, en las llanuras, y entonces no te comprendí. ¿Cómo podrías pensar que eres un Raze, o cualquier otro hombre? ¡Tú no has nacido en la Tierra!

Pocas veces había hablado ella con tanta decisión. Lo que dijo lo reanimó pues coincidía con su propio pensamiento, pero que ella lo dijera, le resultó ligeramente molesto, pues durante tanto tiempo lo había callado. Luego él vio algo que pendía de un cordel atado a su cuello.

—Te dieron un amuleto —esa era la causa de su alegría.

—Sí —dijo ella mientras miraba con satisfacción el pendiente—. Profesamos la misma fe. Ahora todo nos saldrá bien.

Él sonrió ligeramente ante su superstición, pero le alegró que le procurara consuelo. Cuando decidió dormirse supo que ella estaba despierta, con los ojos abiertos en la oscuridad, impregnada con el olor y el suave aliento y la presencia de los animales. Cuando el gallo cantó antes de que amaneciera, se despertó a medias y la escuchó orar al amuleto en la lengua que él desconocía.

Siguieron viaje, por un camino que bordeaba por el sur los tormentosos picos. Quedaba por escalar una enorme montaña y durante cuatro días treparon, hasta que el aire se rarificó y heló, el cielo se volvió de un azul profundo y el Sol de abril brilló alumbrando los desflecados bordes de las nubes que pasaban, rasantes, por las praderas, muy por debajo de ellos. Una vez alcanzada la cima, el cielo se obscureció y la nieve cayó sobre las desnudas rocas y blanqueó las grandes laderas peladas de color rojo y gris. Había un refugio para viajeros en el paso y ellos y sus mulas se guarecieron allí hasta que cesó de nevar y pudieron emprender el descenso.

—Ahora el camino es fácil —dijo Estrel mientras se volvía para mirar a Falk por encima de la grupa saltarina de su mula y las orejas de la de él; y Falk sonrió, pero el temor anidaba en él y fue creciendo a medida que seguían bajando, rumbo a Es Toch.

Se acercaban gradualmente y el camino se ensanchó en carretera; vieron cabañas, granjas y casas. Vieron a poca gente, porque hacía frío y llovía y todos permanecían adentro de sus viviendas, bajo techo. Los dos viajeros recorrieron al trote lento el solitario camino bajo la lluvia. La tercera mañana de descenso, amaneció radiante, y después de haber cabalgado durante un par de horas, Falk detuvo a su muía y miró a Estrel interrogativamente.

—¿Qué sucede, Falk?

—Ya hemos llegado… esto es Es Toch, ¿no es cierto?

La Tierra se elevaba alrededor de ellos, picos distantes cerraban todo el horizonte en derredor y los campos de pastoreo y tierras aradas que atravesaran habían cedido lugar a casas, casas y más casas todavía. Había cabañas, casuchas, tabernas, comercios donde se fabricaban y vendían las mercaderías, chicos por todos lados, gente en la carretera, gente en las veredas, gente que andaba a pie, a caballo, o mula, sobre deslizadores, gente que iba y venía: estaba lleno y sin embargo era ralo, tranquilo y agitado, sucio, monótono y vívido debajo del brillante y obscuro cielo de la mañana en las montañas.

—Falta una milla o algo más para llegar a Es Toch.

—Entonces ¿qué es esta ciudad?

—Estos son los suburbios de la ciudad.

Falk miraba en derredor, con desmayo y excitación al mismo tiempo. El camino que desde tan lejos emprendiera, en la Selva Oriental, se había convertido en una calle que conducía demasiado rápido a su tramo final. Andaban en sus mulas por la mitad de la calle y la gente los miraba, pero ninguno se detuvo ni les habló. Las mujeres ocultaban el rostro. Sólo algunos de los harapientos chicos los observaban o los señalaban, gritando, y luego corrían, perdiéndose por algún sucio callejón o detrás de una choza. No era lo que había esperado Falk. Pero, ¿que había esperado?

—No sabía que había tanta gente en el mundo —dijo finalmente—. Zumban alrededor de los Shing como moscas en el estiércol.

—Los gusanos proliferan en el estiércol —dijo Estrel secamente; luego, le lanzó una mirada y se acercó y le apoyó su mano suavemente—. Estos son los parias, los marginados, la chusma del otro lado del muro. Entremos en la ciudad, en la verdadera Ciudad. Hemos hecho un largo camino para verla…

Siguieron cabalgando; y pronto vieron, descollando sobre los achaparrados techos, las paredes de verdes torres sin ventanas, brillantes a la luz del Sol.

El corazón de Falk latió con fuerza; advirtió que Estrel hablaba durante unos momentos con el amuleto que le regalaran en Besdio.

—No podemos entrar con las mulas en la ciudad —dijo ella—. Podemos dejarlas aquí —se detuvieron ante un desvencijado establo público; Estrel habló persuasivamente en la lengua occidental con el hombre que cuidaba el lugar y cuando Falk le preguntó qué era lo que había estado averiguando, ella dijo—: Cómo dejar nuestras mulas en prenda.

—¿Prenda?

—Si no pagamos por su estadía, se quedarán con ellas. No tienes dinero, ¿no es cierto?

—No —dijo Falk humildemente.

No sólo no tenía dinero sino que nunca había visto dinero; y aunque el Galaktika tenía una palabra para designarlo, no por cierto el dialecto de la Selva…

El establo era el último edificio sobre el borde de un muro de piedra que separaba la zona de las casuchas de una elevada y larga pared construida con bloques de granito. Había una entrada a Es Toch para peatones. Grandes pilares cónicos señalaban la puerta. Sobre el pilar de la izquierda, una inscripción en Galaktika rezaba: «Reverencia la vida». Sobre la derecha, estaba grabada una frase más larga, en caracteres que Falk nunca había visto. No había tráfico a través de la puerta ni guardias apostados en ella.

—El pilar de la Mentira y el pilar del Secreto —dijo en voz alta mientras pasaba entre ellos sin adoptar actitud alguna de reverencia; pero luego penetró en Es Toch, y la vio, y se quedó inmóvil sin decir una palabra.

La Ciudad de los Amos de la Tierra estaba construida sobre los dos bordes de un Cañón, como una tremenda hendidura en la montaña, angosta, asombrosa, sus negras paredes con rayas verdes se precipitaban en fantástica caída media milla hacia abajo, hacia el plateado oropel de un río que corría en las sombrías profundidades. Sobre los bordes de los acantilados opuestos descollaban las torres de la ciudad, firmemente asentadas en la tierra, unidas a través del abismo por etéreos puentes. Torres, carreteras y puentes terminaban y la pared cerraba nuevamente la ciudad justo antes de una vertiginosa curva del cañón. Helicópteros de diáfanas hélices cruzaban el abismo y los deslizadores revoloteaban a lo largo de calles apenas vislumbradas y de ágiles puentes. El Sol, todavía cercano al macizo de picos oriental apenas proyectaba sombras aquí; las grandes torres verdes brillaban como si fueran translúcidas.

—Ven —dijo Estrel, unos pasos adelante de él, los ojos brillantes—. No hay nada que temer aquí, Falk.

Él la siguió. Nadie transitaba por la calle que descendía entre edificios más bajos hacia el borde del acantilado donde se erguían las torres. Una vez, él volvió la cabeza hacia la entrada, pero ya no pudo ver la apertura entre los pilares.

—¿Adonde vamos?

—Hay un lugar que yo conozco, una casa que frecuenta mi gente —lo tomó por el brazo, era la primera vez que lo hacía en el largo viaje que habían hecho juntos, y así entrelazada, mantuvo los ojos bajos mientras avanzaban por la zigzagueante calle. Ahora, a la derecha, los edificios se elevaban a medida que ellos se acercaban al corazón de la ciudad, y, hacia la izquierda, sin pared o parapeto, la vertiginosa garganta caía a pico llena de sombras, grieta obscurísima entre las luminosas torres encaramadas sobre los acantilados.

—Pero si necesitamos dinero aquí…

—Ellos cuidarán de nosotros…

Gente vistosa y extrañamente vestida pasaba junto a ellos sobre deslizadores; los lugares de aterrizaje, sobre los edificios de altísimas paredes, bullían de helicópteros. Por encima de la garganta un coche aéreo zumbó, ganando altura.

—¿Son todos estos… Shing?

—Algunos.

Inconscientemente, había colocado su mano libre sobre su láser. Estrel, sin mirarla, pero con una ligera sonrisa, dijo:

—No uses aquí tu fusil linterna, Falk. Viniste aquí para recuperar la memoria, no para perderla.

—¿Adonde vamos, Estrel?

—Aquí.

—¿Esto? Esto es un palacio.

La luminosa pared verdosa se elevaba sin ventanas, sin rasgos, hacia el cielo. Ante ellos una puerta cuadrada se abrió.

—Saben que estoy aquí. No tengas miedo. Ven.

Ella se aferró a su brazo. Él vaciló. Miró hacia atrás, en dirección a la calle y vio a varios hombres, los primeros que había visto a pie, que se dirigían hacia ellos y los observaban. Eso lo asustó y penetró con Estrel al edificio, atravesando portales interiores automáticos que se abrían a medida que ellos avanzaban. Una vez en el interior, embargado por el sentimiento de haberse equivocado, de haber cometido un terrible error, se detuvo.

—¿Qué es este lugar, Estrel?

Era un hall alto, lleno de profusa luz verdosa, obscuro como una gruta submarina; había puertas y corredores, a lo largo de los cuales se aproximaba gente que corría hacia él. Estrel se había apartado. Presa del pánico se volvió hacia las puertas, a sus espaldas; ahora estaban cerradas. No tenían picaportes. Confusas figuras de hombres se precipitaron sobre él, gritando. Retrocedió hacia las cerradas puertas y llevó su mano al láser. Ya no estaba. Lo tenía Estrel entre sus manos. Ella permaneció detrás de los hombres que lo rodeaban, mientras intentaba escapar a través de ellos y lo capturaban y luchaba y lo golpeaban, escuchó, durante un momento, un sonido que nunca había oído antes: su risa.

Un desagradable ruido resonaba en los oídos de Falk; un gusto metálico le llenaba la boca. Su cabeza sufría vértigos cuando intentaba levantarla, sus ojos no discernían con nitidez y no podía moverse libremente. Advirtió, sin embargo, que despertaba de la inconsciencia y pensó que no podía moverse porque estaría herido o drogado. Luego descubrió que sus muñecas estaban amarradas con una corta cadena y también sus tobillos. Pero el vértigo de su cabeza empeoraba. Una potente voz resonaba ahora en sus oídos y repetía la misma cosa una y otra vez:

RAMARREN-RAMARREN-RAMARREN

Se debatió y gritó en una tentativa por liberarse de la poderosa voz que lo llenaba de terror. Vio centellear luces delante de sus ojos y, a través del rugido de su cabeza, escuchó que alguien gritaba con su propia voz.

—Yo no soy…

Cuando volvió nuevamente en sí todo estaba completamente silencioso. Le dolía la cabeza y todavía no podía ver con claridad; pero ya no había ataduras en sus muñecas ni en sus tobillos, si alguna vez las había habido, y tuvo la certidumbre de que estaba protegido, amparado, cuidado. Ellos sabían quién era él y le daban la bienvenida. Su propia gente venía a verlo, estaba a salvo aquí, querido, amado y todo lo que necesitaba, ahora, era dormir y descansar, descansar y dormir, mientras la blanda quietud murmuraba tiernamente en su cabeza:

MARREN, MARREN, MARREN

Despertó. Le llevó un buen rato, pero despertó y se las ingenió para sentarse. Tuvo que enterrar su dolorida cabeza entre sus brazos durante unos momentos para superar el vértigo y advirtió, por primera vez, que estaba sentado en el piso de una habitación, un piso que parecía cálido y confortable, casi blando, como el flanco de alguna enorme bestia. Luego levantó la cabeza, logró enfocar el lugar con sus ojos y miró en derredor.

Estaba solo, en medio de una habitación tan misteriosa que revivió su vértigo durante unos minutos. No había muebles. Las paredes, el techo y el piso eran del mismo material translúcido que producía una sensación de blandura y de ondulación como si fuera una serie de espesos velos verdes, pero era duro y pulido al tacto. Extraños grabados y rebordes y pliegues formaban ornamentos sobre el piso pero, para la exploración de la mano, resultaban inexistentes; simplemente producían ilusiones ópticas, o bien yacían bajo una suave y transparente superficie. Los ángulos donde se encontraban las paredes eran disimulados por fantaseosos dibujos de cruces y pseudoparalelas que hacían las veces de decoración; hacer retroceder las paredes hasta su ángulo correcto implicaba un esfuerzo de voluntad, que era, quizás, un esfuerzo de autoengaño porque bien podría ser, que, después de todo, no se tratase de ángulos. Pero ninguno de estos atormentadores subterfugios de la decoración desorientaba tanto a Falk como el hecho de que la habitación en su totalidad era translúcida. Vagamente, con la sensación de mirar en las profundidades de una charca, debajo de él era visible otra habitación. Por encima se veía un parche de luz que bien podría ser la Luna, velada o verdosa por la interposición de uno o más techos. A través de una pared del cuarto se distinguían borrosamente rayas y manchas de luz y él podía percibir el movimiento de las luces de helicópteros o coches aéreos. A través de las otras tres paredes esas luces exteriores estaban mucho más veladas, borroneadas por paredes ulteriores, corredores, habitaciones. En esas habitaciones se percibía el movimiento de formas. Podía verlas pero no identificarlas; rasgos, vestidos, color, tamaño, todo estaba velado. Una mancha de oscuridad en algún punto entre las profundidades verdes, surgió de pronto y se volvió menos nítida, más verde, confusa y se fundió en la masa de ambigüedad. Visibilidad sin individualización, soledad sin privacidad. Era extraordinariamente hermoso este resplandor enmascarado de luces y formas a través de superpuestos planos de verde y extraordinariamente perturbador.

En ese momento, en un lugar más brillante de la pared más cercana, Falk captó el destello de un movimiento. Se volvió rápidamente y con un estremecimiento de temor percibió algo, por fin, vivido, distinto: un rostro marcado con cicatrices, salvaje y atónito, con dos amarillos ojos inhumanos.

—Un Shing —susurró lleno de terror; el rostro le hacía burla, los terribles labios modularon, silenciosamente «un shing», y entonces vio que se trataba del reflejo de su propia cara.

Se levantó rígidamente, se dirigió hacia el espejo y pasó su mano por encima para asegurarse. Era un espejo, oculto a medias por un marco moldeado y pintado para causar la impresión de menos relieve.

Se volvió al escuchar el sonido de una voz. Del otro lado de la habitación, no demasiado clara en la oscuridad aunque iluminada por secretas fuentes y con suficiente consistencia, una figura permanecía de pie. No había puerta visible, pero un hombre había entrado y allí estaba mirándolo: un hombre muy alto, con un amplio manto o capa que caía desde sus anchos hombros, pelo blanco, claro, obscuro, ojos penetrantes. El hombre habló. Su voz era profunda y muy amable:

—Eres bienvenido aquí, Falk. Te hemos esperado durante largo tiempo, te hemos guiado desde hace mucho y también cuidado.

La luz se volvía más brillante en el cuarto, era una radiación clara y creciente. La profunda voz tenía una nota de exaltación.

—Depón el temor y sé bienvenido, Oh Mensajero. El camino obscuro yace detrás de ti y tus pies están sobre la ruta que te conduce a casa.

El destello aumentó hasta enceguecer los ojos de Falk; tuvo que pestañear y pestañear y cuando miró nuevamente, bizqueando, el hombre ya se había marchado.

Espontáneamente le vinieron a la mente las palabras pronunciadas por un viejo, hacía algunos meses, en la Selva: «La terrible oscuridad de las brillantes luces de Es Toch».

No jugarían con él, ni lo drogarían ni lo engañarían ya. Había sido un tonto al venir aquí y nunca lograría salir con vida; pero no jugarían con él. Se adelantó para buscar la oculta puerta y seguir al hombre. Una voz, desde el espejo, dijo:

—Espera, Falk. Las ilusiones no siempre son mentiras. Tú buscas la verdad.

Una grieta en la pared se abrió dando lugar a una puerta; dos figuras entraron. Una, esbelta y pequeña, entró atropelladamente: usaba pantalones y chaquetón y una gorra calzada. La segunda, más alta, estaba vestida pesadamente y se movía con afectación, como una bailarina; el pelo largo, negrorojizo, caía en una cascada hasta la cintura femenina, no… masculina porque la voz, aunque muy suave era profunda:

—Hemos sido filmados, lo sabes, Strella.

—Ya lo sé —dijo el hombrecito con la voz de Estrel; ninguno de ellos miró a Falk; se comportaban como si estuvieran solos—. Sigue con lo que estabas por decir, Kradgy.

—Te preguntaba por qué tardaste tanto tiempo.

—¿Tanto tiempo? Eres injusto, mi Amo. ¿Cómo podría haberlo encaminado hacia la selva oriental de Shorg…? es completamente salvaje. Los estúpidos animales no sirvieron de ayuda; todo lo que hacen en la actualidad es balbucear la Ley. Cuando ustedes finalmente me arrojaron el detector de hombres ya se encontraba él a las puertas del territorio de Basnasska. Sabrás que el Consejo los ha pertrechado con pájaros bombas, de modo que pueden barrer con los Merodeadores y los Solia-pat-chim. De modo que tuve que unirme a la repugnante tribu. ¿No escuchaste mis informes? Te los envié regularmente hasta que perdí mi transmisor al cruzar un río al sur del Enclave de Kansas. Y mi madre en Besdio me dio otro. ¿Seguramente han grabado mis informes en cintas?

—Nunca escucho los informes. En todo caso, fue tiempo perdido puesto que, en todas estas semanas, no tuviste éxito en enseñarle a no temernos.

—¡Estrel! —dijo Falk—. ¡Estrel!

Grotesca y frágil dentro de sus vestimentas de travesti, Estrel no se volvió, no escuchó. Siguió hablando con el hombre de la capa. Sofocado de vergüenza y cólera, Falk gritó su nombre, luego se precipitó hacia adelante y la tomó por el hombro… y nada había allí, una confusión de luces en el aire, un destello de color, desvaneciéndose.

La grieta-puerta en la pared permanecía, todavía, abierta y, a través de ella, Falk pudo ver la habitación contigua. Allí estaban el hombre de la capa y Estrel, de espaldas a él. Él dijo su nombre en un susurro y ella se volvió y lo miró. Ella miró adentro de sus ojos sin triunfo y sin vergüenza, tranquilamente, pasivamente, desapegada e indiferente, como siempre lo había mirado.

—¿Por qué… por qué me mentiste? —dijo él—. ¿Por qué me trajiste aquí?

Él sabía por qué; él sabía lo que había y lo que siempre había habido en los ojos de Estrel. No fue su inteligencia la que habló, sino su amor propio y su lealtad que no podían admitir o soportar la verdad en un primer momento.

—Me enviaron para que te trajera aquí. Tú querías venir aquí.

Él intentó recuperar la calma. Permaneció rígido, sin moverse hacia ella y preguntó:

—¿Eres una Shing?

—Yo lo soy —dijo el hombre del manto sonriendo afablamente—. Soy un Shing. Todos los Shing son mentirosos. Soy, entonces, un Shing que te miente, en cuyo caso, por supuesto, no soy un Shing, ¿sino un no-Shing que miente? O es una mentira que todos los Shing mienten; Pero yo soy un Shing, en verdad; y, en verdad, yo miento. Se sabe que los terrestres y otros animales también dicen mentiras; los lagartos cambian de color, las sabandijas fingen ser astillas y los lenguados mienten permaneciendo inmóviles de modo que se los confunda con guijarros o arenilla, según sea el fondo sobre el que yacen. Estrella, éste es más estúpido que un niño.

—No, mi Señor Kradgy, es muy inteligente —replicó Estrel, con su modo suave y pasivo.

Hablaba de Falk como un ser humano habla de un animal.

Ella había caminado junto a Falk, había comido junto a él, dormido con él. Había dormido en sus brazos… Falk la observaba en silencio; y ella y la figura más alta también permanecían silenciosas, como si esperaran una señal por parte de él para continuar su representación.

Él no podía experimentar rencor hacia ella. Nada sentía hacia ella. Ella se había convertido en aire, en una bruma y un destello de luz. Sus sentimientos se concentraban en él; estaba enfermo, físicamente enfermo de humillación.

Ve solo, Piedra de Ópalo, había dicho el Príncipe de Kansas. Ve solo, había dicho Hiardan, el Guardia de las Abejas. Ve solo, había dicho el anciano Auditor, en la selva. Ve solo, hijo mío, había dicho Zove. ¿Cuántos más lo habrían guiado por la buena senda, lo habrían ayudado en su búsqueda, pertrechado con su sabiduría, si hubiera andado solo por las praderas? ¿Cuánto más habría aprendido si no hubiera confiado en la guía y la buena fe de Estrel?

Ahora nada sabía excepto que había sido infinitamente estúpido y que ella le había mentido. Le había mentido desde un principio, constantemente, desde el momento en que le dijo que era una Merodeadora… no, antes de esto: desde el momento en que lo viera por primera vez y fingiera no saber quién o qué era él. Ella había sabido todo siempre, y su misión había consistido en hacerlo llegar a salvo a Es Toch; y, quizás, en operar en cualidad de contrapeso, para contrarrestar la influencia que aquellos que odiaban a los Shing habían tenido y podían tener sobre su mente. Pero entonces, ¿por qué, pensaba él con dolor, de pie en esa habitación y observándola a ella en la otra, por qué había dejado de mentir, ahora?

—No tiene importancia lo que yo te diga ahora —dijo ella, como si leyera sus pensamientos.

Probablemente lo hacía. Nunca se habían comunicado telepáticamente; pero si ella era una Shing y tenía los poderes mentales de un Shing, cuya extensión era sólo tema de rumores y especulaciones entre los hombres, podría haberse sincronizado con sus pensamientos durante toda la travesía, durante todas las semanas de su viaje. ¿Cómo podría él saberlo? No valía la pena preguntarle…

Hubo un sonido detrás de él. Se dio vuelta y vio a dos personas de pie en el otro extremo de la habitación, cerca del espejo. Vestían batas negras y capuchas blancas y tenían dos veces la altura de un hombre normal.

—A ti se te engaña muy fácilmente —dijo uno de los gigantes.

—Debes saber que has sido engañado —dijo el otro.

—Sólo eres medio hombre.

—Medio hombre no puede conocer la verdad entera.

—El que odia es engañado y decepcionado.

—El que mata es derribado y utilizado.

—¿De dónde vienes, Falk?

—¿Qué eres, Falk?

—¿Dónde te encuentras, Falk?

—¿Quién eres tú, Falk?

Ambos gigantes levantaron sus capuchas y mostraron que nada había en su interior sino sombras y retrocedieron hacia la pared y la atravesaron y se desvanecieron.

Estrel corrió hacia él desde la otra habitación, le echó los brazos al cuello y lo oprimió contra sí y lo besó ávida y desesperadamente.

—Te amo, te he amado desde la primera vez que te vi. ¡Créeme, Falk, créeme! —luego fue desprendida de él mientras gritaba— ¡Créeme! —y fue arrastrada como por una fuerza poderosa e invisible, como barrida por un fuerte viento, envuelta en un remolino y soplada a través de una hendidura puerta que se cerró silenciosamente a sus espaldas, como se cierra una boca.

—Comprendes —dijo el hombre alto de la habitación contigua—, que te encuentras bajo la influencia de drogas alucinatorias —su voz susurrante y precisa tenía un dejo de sarcasmo y aburrimiento—. Confía en ti menos que en nadie. ¿Eh? —entonces levantó sus largas vestiduras y orinó copiosamente; después de lo cual se marchó, arreglando sus ropas y alisando su largo pelo flotante.

Falk permaneció mirando como el verdoso piso de la habitación de al lado absorbía la orina hasta que desaparecía.

Las hojas de la puerta se cerraban muy lentamente, cubriendo la hendidura. Era la única salida de la habitación en la que se encontraba atrapado. Despertó de su letargo y corrió a través de la abertura antes de que se cerrara. La habitación donde Estrel y el otro extraño habían estado era exactamente igual a la que acababa de abandonar, quizás algo más pequeña y obscura. Una hendidura puerta, abierta en la pared opuesta se cerraba lentamente. Se apresuró a atravesar el cuarto y a escapar por aquella hacia una tercera habitación que era exactamente igual a las otras, quizás algo más pequeña y obscura y, de ésta, se arrastró hasta un espejito obscuro y cayó hacia adelante, gritando con un terror enfermante, contra la blanca, cuarteada y estática Luna.

Despertó, se sentía descansado, vigoroso y confundido, en una cómoda cama, en una habitación luminosa y sin ventanas. Se sentó y, como si eso hubiera significado una señal, dos hombres se acercaron prestamente desde un tabique, corpulentos y con una mirada estática y bovina.

—¡Salud Amo Agad! ¡Salud Amo Agad! —dijeron uno después del otro, y luego—: Ven con nosotros, por favor, ven con nosotros, por favor.

Falk se levantó, completamente desnudo, dispuesto a la pelea —lo único claro, en ese momento, en su mente, era su lucha y su derrota en el hall de entrada del palacio—, pero ellos no manifestaron ninguna violencia.

—Ven, por favor —repetían antifonalmente, hasta que los siguió.

Lo condujeron, todavía desnudo, afuera de la habitación y escaleras arriba; la escalera se reveló como rampa pintada de tal modo que tenía el aspecto de escalera, atravesaron otro corredor y subieron más rampas y, finalmente, penetraron en un cuarto amplio con paredes verdeazuladas, una de las cuales destellaba luz. Uno de los hombres se detuvo afuera, del cuarto; el otro penetró a éste junto a Falk.

—Allí hay ropas, allí hay comida, allí hay bebida. Ahora tú… ahora tú pide lo que necesites. ¿Estás bien? —miró con insistencia pero sin particular interés a Falk.

Había un jarro de agua sobre la mesa, y lo primero que hizo Falk fue beber, pues estaba muy sediento. Miró en derredor de la extraña pero agradable habitación, su moblaje de plástico pesado y claro como cristal y sus paredes sin puertas y transparentes y luego estudió a su guardia o sirviente con curiosidad. Era un hombre corpulento, de rostro descolorido y llevaba un revólver al cinto.

—¿Cuál es la Ley? —preguntó impulsivamente.

—No matarás —dijo obediente pero sin sorprenderse el enorme y estático individuo.

—Pero tú llevas un revólver.

—Oh, este revólver, te atiesa pero no te mata —dijo el guardia, y rió; las modulaciones de su voz eran arbitrarias, no estaban relacionadas con el significado de las palabras y con la risa—. Ahora bebe, come, aséate. Aquí hay buenas ropas. ¿Ves? aquí hay ropas.

—¿Eres un Raze?

—No. Soy el Capitán del Cuerpo de Guardia de los Verdaderos Amos —dijo el hombre y rió nuevamente como si le apretaran un botón. Quizás se lo apretaran cuando el computador hablaba a través de su cerebro. Se retiró. Falk pudo ver las vagas y pesadas sombras de los dos guardias a través de la pared interior de la habitación; esperaban, uno a cada lado de la puerta, en el corredor. Encontró el baño y se lavó. Ropas limpias esperaban, extendidas, sobre la mullida cama que ocupaba uno de los extremos del cuarto; eran largas batas sueltas con dibujos color rojo, magenta y violeta; las examinó con disgusto, pero se las puso. Su traqueteado bolso descansaba en la mesa de plástico de vidrio con molduras doradas; su contenido parecía intacto, pero no se veían ni sus ropas ni su láser. Una comida estaba servida y él se sentía hambriento. ¿Cuánto hacía que había penetrado por las puertas que se cerraron a sus espaldas? No tenía idea, pero su hambre le decía que ya había pasado un tiempo razonable. La comida era extraña, muy condimentada, mezclada, cubierta con salsa, disfrazada, pero la comió toda y buscó más. Como no había más, y puesto que había hecho lo que le indicaran, examinó la habitación con mayor atención. Ya no divisaba las vagas sombras de los guardias del otro lado de la pared semitransparente y verdeazulada y se aprestaba para investigar cuando se detuvo bruscamente. La apenas visible hendidura de la puerta se ensanchaba y una sombra se movió detrás de ella. Se abrió en un elevado óvalo, a través del cual una persona penetró en el cuarto.

Una chica, pensó Falk en un primer momento, luego advirtió que se trataba de un muchacho de alrededor de dieciséis años, vestido con ropas sueltas como las que él mismo usaba. El muchacho no se acercó a Falk, pero se detuvo con las palmas de las manos hacia arriba y le espetó una torrencial jerigonza.

—¿Quién eres tú?

—Orry —dijo el joven—, ¡Orry! —y más jerigonza.

Parecía frágil y excitado; su voz vibraba de emoción. Luego se desplomó sobre sus rodillas e hizo una profunda inclinación de cabeza, un gesto que Falk no había visto antes aunque su significado era indudable: era el gesto original y completo del cual, entre los Guardias de las Abejas y los súbditos del Príncipe de Kansas subsistían algunas reminiscencias.

—Habla en Galaktika —dijo Falk, con furia, traumatizado e intranquilo—. ¿Quién eres tú?

—Yo soy Har Orry… Prech… Ramarren —susurró el muchacho.

—Levántate. No te quedes de rodillas. Yo no… ¿Tú me conoces?

—Prech Ramarren, ¿no te acuerdas de mí? Soy Orry, el hijo de Har Weden.

—¿Cuál es mi nombre?

El muchacho levantó la cabeza y Falk lo miró… a los ojos, que miraban en derechura a los suyos. Eran de color gris ambarino, salvo la obscura pupila: todo iris, sin blanco visible, como los ojos de un gato o de un ciervo, ojos como jamás había visto Falk, excepto en el espejo, la noche anterior.

—Tu nombre es Agad Ramarren —dijo el muchacho, atemorizado y sumiso.

—¿Cómo lo conoces?

—Yo… yo siempre lo he conocido, prech Ramarren.

—¿Eres tú de mi raza? ¿Pertenecemos al mismo pueblo?

—¡Soy el hijo de Har Weden, prech Ramarren! Te juro que lo soy.

Hubo lágrimas en los ojos gris viejo, durante unos momentos. El propio Falk había demostrado siempre tendencia a reaccionar a un shock con un breve aflujo de lágrimas; Buckeye lo había amonestado, una vez, por su preocupación por esta característica y le había dicho que se trataba de algo puramente fisiológico, de una reacción probablemente racial.

La confusión, el espanto y la desorientación que había padecido Falk desde su entrada a Es Toch lo dejaban ahora sin armas para cuestionar y juzgar esta última aparición. Parte de su mente decía.

—Esto es exactamente lo que ellos quieren: te quieren confundir hasta el punto de la total credulidad.

En ese momento ya no sabía si Estrel —Estrel, a quien tan bien conocía y tan lealmente amaba— era una amiga, o una Shing, o un instrumento de los Shing, si alguna vez le había dicho la verdad o le había mentido, sí se encontraba atrapada con él, aquí, o lo había atraído con engaños a esta celada. Recordaba una risa; también recordaba un abrazo desesperado, un susurro… ¿Qué tenía que hacer, entonces, con este muchacho, este muchacho que lo miraba con veneración y dolor, con esos ojos no terrestres, como los suyos? ¿Se convertirían si lo tocaba, en bruma y luces? ¿Contestaría a las preguntas con mentiras o con la verdad?

En medio de todas las ilusiones, errores y decepciones, quedaba, le parecía a Falk, sólo un camino; el camino que había seguido siempre, desde la casa de Zove. Miró nuevamente al muchacho y le habló con la verdad.

—Yo no te conozco. Si te recordara… pero nada recuerdo más allá de los últimos cinco o seis años —aclaró su garganta, se volvió y se sentó en una de los altas sillas invitando al muchacho a hacer lo mismo.

—¿No te acuerdas de Werel?

—¿Quién es Werel?

—Nuestra casa. Nuestro mundo.

Eso dolió. Falk nada dijo.

—¿Recuerdas el viaje… aquí, prech Ramarren? —preguntó el muchacho, tartamudeando.

Había incredulidad en su voz; parecía no haber asimilado lo que Falk decía. Había también una nota temblorosa, plañidera, rubricada por el temor o el respeto. Falk sacudió la cabeza.

Orry repitió su pregunta con una ligera variante.

—¿Recuerdas nuestro viaje a la Tierra, prech Ramarren?

—No. ¿Cuándo fue el viaje?

—Hace seis años terrestres. Perdóname, por favor, prech Ramarren, yo no sabía… Yo me encontraba cerca del Mar de California y enviaron un coche aéreo para buscarme, un automático; no se me dijo para qué se me requería. Luego el Amo Kradgy me dijo que un miembro de la expedición había sido encontrado y yo pensé… Pero no me contó esto sobre tu memoria… ¿Tú recuerdas… sólo… sólo la Tierra, entonces?

Parecía que mendigaba una negación.

—Sólo recuerdo la Tierra —dijo Falk, decidido a no dejarse conmover por la emoción del muchacho, o por su ingenuidad o por el candor infantil de su rostro y de su voz. Debía presumir que este Orry no era quien pretendía ser. ¿Pero si lo era?

«No seré engañado nuevamente»; pensó Falk con amargura.

«Sí, lo serás —le retrucó otra parte de su mente—: serás engañado si ellos quieren que lo seas, y no tienes modo de impedirlo. Si no le haces preguntas a este muchacho, por miedo a que las respuestas sean falsas, entonces la mentira prevalece absolutamente y nada significa tu viaje a este lugar sino silencio y falsedad y disgusto. Viniste a aprender tu nombre. Él te da un nombre: acéptalo».

—¿Me dirás quiénes somos… nosotros?

El muchacho comenzó con energía, nuevamente, a hablar en su jerigonza, luego se detuvo ante la mirada de incomprensión de Falk.

—¿No recuerdas cómo se habla el Kelshak, prech Ramarren? —casi era una queja.

Falk sacudió la cabeza.

—¿El Kelshak es tu lengua nativa?

El muchacho dijo:

—Sí —y añadió tímidamente—: y la tuya, prech Ramarren.

—Cuál es la palabra que designa al padre en Kelshak?

—Hiowech. O wawa… como dicen los bebés —un destello de ingenua broma relampagueó en el rostro de Orry.

—¿Cómo llamarías a un anciano a quien respetaras?

—Hay una cantidad de palabras como ésa… palabras emparentadas… Prevwa, kioinap, ska ngehoy… Déjame pensar, prechna. No he hablado en Kelshak durante tanto tiempo… Un prechnoweg… un alto nivel no pariente podría ser tiokioi o previotio…

—Tiokioi. Dije esa palabra una vez… sin saber dónde la había aprendido.

No era una verdadera prueba. No había prueba posible aquí. Nunca le había contado a Estrel demasiado acerca de su estadía en la cabaña del anciano Auditor, en la Selva, pero ellos podrían haber descubierto todos los recuerdos de su cerebro, todo lo que él hubiera dicho o hecho o pensado mientras estaba drogado en sus manos la noche o noches anteriores. Era imposible saber qué habían hecho; era imposible saber qué podrían hacer, o qué harían. Y mucho menos podría saber él qué pretendían. Todo lo que le restaba era seguir adelante en pos de lo que buscaba.

—¿Eres libre de ir y venir, aquí?

—Oh, sí, prech Ramarren. Los Amos han sido muy bondadosos. Desde hace mucho han buscado a otros… sobrevivientes de la Expedición. Sabes tú, Prechna, si alguno de los otros…

—No sé.

—Todo lo que tuvo tiempo de decirme Kradgy, cuando llegué aquí hace pocos minutos, fue que habías estado viviendo en la selva, en la parte oriental del continente, con alguna tribu salvaje.

—Te contaré sobre todo eso, si quieres saberlo. Pero dime algunas cosas primero. No sé quién soy, quién eres, qué era la Expedición, qué es Werel.

—Nosotros somos Kelshy —dijo el muchacho, contrito y evidentemente perturbado por una explicación de nivel tan bajo a alguien que consideraba superior, en edad, por supuesto, pero también en algo más que en edad—. De la Nación Kelshak, en Werel… vinimos aquí en la nave Alterra…

—¿Por qué vinimos aquí? —preguntó Falk, inclinándose hacia adelante.

Y lentamente, con disgresiones y retrocesos y con mil preguntas de interrupción. Orry se explayó, hasta quedar agotado por la conversación y Falk, a su vez, por tanto como escuchó, y hasta que las paredes con apariencia de velos fueron iluminadas por la luz de la tarde; entonces permanecieron en silencio durante unos momentos y sirvientes mudos les trajeron de comer y de beber. Y durante todo el tiempo en que comió y bebió, Falk contemplaba con los ojos de la mente la joya que podía ser falsa o sin precio, la historia, la trama, el fogonazo —de verdadera visión o no— iluminador del mundo que había perdido.

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