Capítulo 5

Cruzaron las Grandes Llanuras a pie, cosa fácil de decir pero no, por cierto, de hacer. Los días eran más largos que las noches y los vientos de la primavera se volvían más suaves y templados cuando vieron, por primera vez, aun desde muy lejos, su meta: la barrera, pálida por la nieve y la distancia, la muralla que atravesaba el continente de norte a sur. Falk permaneció inmóvil mientras contemplaba las Montañas.

—Muy arriba, en las Montañas, queda Es Toch —dijo Estrel, que miraba a su lado—. Espero que encontremos allí lo que buscamos.

—Con frecuencia tengo más miedo de ello que anhelo… Aunque estoy contento de haber visto las Montañas.

—Seguiremos desde aquí.

—Le preguntaré al Príncipe si es posible que partamos mañana. —pero antes de dejarla, él se volvió y miró hacia el oeste, la desértica tierra que se extendía más allá de los jardines del Príncipe, durante unos momentos, como si contemplara el largo camino que ella y él habían recorrido juntos.

Sabía todavía mejor, ahora, cuan vacío y misterioso era el mundo habitado por los hombres en estos últimos años de su historia. Durante innumerables días, él y su compañera habían andado sin ver huella alguna de presencia humana.

En la primera parte de su viaje habían avanzado cautelosamente, a través de los territorios de los Samsit y de los Cazadores de Ganado, que Estrel sabía eran tan rapaces como los Basnasska. Luego, al llegar a parajes más áridos, se vieron obligados a seguir caminos utilizados antes por otros, con el fin de procurarse agua; sin embargo, cuando había señales de gente que recientemente había pasado por allí, o que vivía en los alrededores, Estrel examinaba el terreno minuciosamente y, a veces, cambiaban su ruta para evitarlo, aun a riesgo de ser vistos. Ella tenía un conocimiento general y, en ciertos lugares, extraordinariamente específico de la vasta superficie que recorrían; y, en algunos casos, cuando el terreno desmejoraba y dudaban de la dirección a seguir, ella decía:

—Esperemos hasta el amanecer —y apartándose ligeramente, oraba unos minutos a su amuleto, luego volvía, se enroscaba en su bolsa de dormir y descansaba serenamente.

Y el camino que elegía siempre era el mejor.

—Instinto de Merodeadora —decía cuando Falk admiraba su intuición—. De todos modos, mientras nos mantengamos cerca del agua y lejos de los seres humanos, estaremos a salvo.

Pero, una vez, a muchos días de caminar en dirección oeste de la caverna, mientras seguían la curva de un profundo y regado valle, llegaron tan abruptamente a una población, que los guardias del lugar los rodearon antes de que pudieran escapar. Una espesa lluvia había velado toda visión o sonido del lugar antes de que ellos lo alcanzaran. Cuando la gente no manifestó violencia y declaró que les daría amparo por uno o dos días, Falk se alegró, porque caminar y acampar bajo esa lluvia hubiera sido bastante difícil.

Esta tribu o pueblo se llamaba a sí mismo los Guardias de las Abejas. Gente extraña, informada y armada con lasers, todos vestían igual, hombres y mujeres, largas camisas de tela de invierno amarilla, marcada con una cruz parda en el pecho, eran hospitalarios y poco comunicativos. Les brindaron camas en sus cuarteles, edificaciones largas, bajas, endebles, construidas con madera y greda y les sirvieron abundante comida en su mesa común; pero hablaban tan poco, tanto a los extranjeros como entre ellos mismos, que más bien causaban la impresión de una comunidad de mudos.

—Están conjurados para guardar silencio. Han hecho votos y juramentos y cumplen con ritos que nadie conoce enteramente —dijo Estrel, con el tranquilo e indiferente desdén que parecía profesar por la mayoría de las razas humanas.

Los Merodeadores deben ser muy orgullosos, pensaba Falk. Pero los Guardias de las Abejas le devolvieron su desprecio: nunca le hablaron. Preferían hablar con Falk:

—¿Quiere «la tuya» un par de zapatos? —como si ella fuera su caballo y hubieran advertido que estaba descalzo.

Sus propias mujeres llevaban nombres masculinos, y se dirigían a ellas y las nombraban como si se tratara de hombres. Graves jóvenes de ojos claros y labios silenciosos, vivían y trabajaban como hombres entre los igualmente graves y sobrios muchachos y hombres. Pocos de los Guardias de las Abejas superaban los cuarenta años y ninguno de ellos era menor de doce. Era un extraña comunidad, como si fueran los cuarteles de invierno de algún ejército que allí acampara en el medio de la más completa soledad, en una tregua de alguna incomprensible guerra; extraños, tristes y admirables. El orden y la frugalidad de sus costumbres le recordaban a Falk su hogar de la Selva, y el sentimiento de una esotérica pero virtuosa consagración integral le resultaba curiosamente beatífica. Estaban tan seguros estos hermosos guerreros asexuados, aunque nunca le contaron al extranjero de qué lo estaban.

—Reclutan mujeres salvajes capturadas para la crianza, como si fueran semillas, y crían a los chicos en grupos. Adoran algo que llaman el Dios Muerto, y lo aplacan con sacrificios, asesinatos. Mantienen los vestigios de alguna superstición antigua —dijo Estrel, cuando Falk habló en favor de los Guardias de las Abejas.

Pues, aparentemente, toda la sumisión de Estrel se rebelaba al ser tratada como una criatura de especie inferior. La arrogancia en una persona tan pasiva, conmovía y divertía simultáneamente a Falk, y decidió hacerle un chiste:

—Bueno, te he visto a la caída de la noche murmurarle cosas al amuleto. Las religiones difieren…

—Por cierto que sí —dijo ella, pero mansamente.

—¿Contra quién están armados, pregunto yo?

—Contra su Enemigo, sin duda. ¡Como si pudieran pelear contra los Shing. Como si los Shing tuvieran que molestarse en luchar contra ellos!

—¿Quieres seguir viaje, no es cierto?

—Sí. No confío en esta gente. Ocultan demasiado.

Esa tarde él se dirigió a anunciarle su partida al cabecilla de la comunidad, un hombre de ojos grises llamado Hiardan, quizás más joven que él. Hiardan aceptó su gratitud lacónicamente, y luego dijo en el modo llano y mesurado de los Guardias de las Abejas:

—Creo que sólo nos has dicho la verdad. Te lo agradezco. Te hubiéramos dado la bienvenida más libremente y te hubiéramos hablado de cosas conocidas por nosotros, si hubieras venido solo.

Falk vaciló antes de responder:

—Lamento eso. Pero no hubiera llegado hasta aquí si no fuera por mi guía y amiga. Y… viven ustedes todos juntos, aquí, Amo Hiardan. ¿Has estado alguna vez solo?

—Raras veces —dijo el otro—. La soledad es la muerte del alma: el hombre es la humanidad. Así decimos nosotros. Pero, también decimos, no confíes en nadie sino en tu hermano gemelo de la colmena, conocido desde la infancia. Esa es nuestra regla. Es la única cierta.

—Pero yo no tengo parientes ni seguridad, Amo —dijo Falk, y con un saludo militar a la moda Guardias de Abejas, obtuvo el asentimiento para su partida y, a la mañana siguiente, al amanecer, siguió rumbo al oeste con Estrel.

De tanto en tanto vieron otras poblaciones o campamentos, ninguno grande, todos dispersos, cinco o seis quizás en trescientas o cuatrocientas millas. En algunos de éstos, si Falk se hubiera encontrado solo, habría hecho un alto. Estaba armado y no parecían dañinos: un par de tiendas nómadas junto a un cauce helado, o un solitario pastor sobre un alta colina cuidando a los rojizos bueyes a medias salvajes, o, en la lejanía, a través del ondulado terreno, un hilito de humo azulado contra el infinito cielo gris. Él había abandonado la Selva para buscar, donde fuera, informaciones que le concernieran, algún indicio de lo que él era o una guía de lo que había sido durante los años que no podía recordar; pero, ¿cómo podría aprender si no se atrevía a preguntar? Mas Estrel temía detenerse hasta en el más pequeño y pobre de estos campamentos de la pradera.

—A ellos no les gustan los Merodeadores —decía—, ni los extranjeros. Los que viven tan solos están llenos de miedo. En su temor, nos recibirían y nos darían comidas y amparo. Pero después, durante la noche, nos amarrarían y nos matarían. No puedes acercarte a ellos, Falk —y lo miraba en los ojos— y decirles yo soy vuestro hermano… Saben que estamos aquí; nos observan. Si ven que mañana partimos no nos molestarán. Pero si no seguimos viaje, o si intentamos acercarnos a ellos, nos temerán. Es el miedo el que mata.

Curtido por el viento y fatigado por el viaje, la capucha echada hacia atrás de modo que el cortante y ardiente viento del rojo oeste le revolvía el pelo, Falk estaba sentado, los brazos sobre las rodillas, junto al fuego que encendieran al acampar, al pie de una gran colina.

—Muy cierto —dijo, aunque hablaba pensativo, su mirada cavada en la columnita de humo.

—Quizás esa sea la razón por la cual los Shing no matan a nadie —Estrel conocía su carácter e intentaba animarlo, cambiar el rumbo de sus pensamientos.

—¿Por qué? —preguntó él, consciente del intento de ella, pero sin interés.

—Porque no tienen miedo.

—Quizás —había conseguido interesarlo aunque no muy entusiastamente; entonces, él dijo—: Bueno, puesto que parece que debo dirigirme en derechura hacia ellos para formular mis preguntas, si me matan tendré la satisfacción de saber que los he atemorizado.

Estrel sacudió la cabeza.

—No lo harán. Ellos no matan.

—Ni siquiera a las cucarachas —preguntó Falk, desahogando el mal genio de su fatiga sobre ella—. ¿Qué hacen con las cucarachas, en su Ciudad… Las desinfectan y las ponen nuevamente en libertad, como a los Razes de los que me hablaste?

—No sé —dijo Estrel; siempre tomaba un serio las preguntas de él—. Pero su ley es la reverencia por la vida, y ellos observan la ley.

—Ellos no reverencian la vida humana. ¿Por qué habrían de hacerlo?… ellos no son humanos.

—Pero por ello su regla es la reverencia por toda vida… ¿no es así? Y me enseñaron que no ha habido más guerras sobre la Tierra o entre los mundos desde que vinieron los Shing. Son los seres humanos los que se asesinan entre sí.

—No existen seres humanos que fueran capaces de hacerme lo que me hicieron los Shing. Yo respeto la vida, la respeto porque es un asunto mucho más difícil e inseguro que la muerte; y la más difícil e incierta de las cualidades es la inteligencia. Los Shing respetaron su ley y me dejaron con vida, pero mataron mi inteligencia. ¿No es eso un crimen? Mataron el hombre que yo era, el niño que había sido. Jugar de tal modo con la mente de un hombre, ¿es eso respeto? Su ley es una mentira y su reverencia es una trampa.

Avergonzada por su cólera, Estrel se arrodilló junto al fuego y trozó y ensartó para asarlo el conejo que él había matado. El rojizo pelo polvoriento se enrulaba contra su inclinada cabeza; su rostro era paciente y remoto. Como siempre, ella lo arrastró por el remordimiento y el deseo. Cercanos como estaban, todavía el no la entendía; ¿eran todas las mujeres así? Ella era como una habitación perdida en una gran casa, como una caverna cerrada cuya llave él no poseyera. Nada le ocultaba a él y sin embargo su secreto permanecía intacto.

La inmensa tarde se ponía sobre pastos y tierra empapados por la lluvia. Las pequeñas llamas del fuego ardían, rubiorojizas, en la azulina penumbra.

—Está listo, Falk —dijo la suave voz.

El se levantó y se acercó a ella, junto al fuego.

—Mi amiga, mi amor —dijo, y tomó su mano durante unos momentos.

Se sentaron juntos y compartieron la comida y más tarde, sus sueños.

A medida que se alejaban hacia el oeste, las praderas comenzaban a secarse, el aire era más sutil. Estrel los guió hacia el sur durante algunos días para evitar un área que decía era, o había sido, el territorio de un pueblo nómade muy salvaje, los Jinetes. Falk confiaba en su juicio y no tenía ningún interés en repetir su experiencia con los Basnasska. Al quinto o sexto día de marchar en dirección sur, cruzaron una región montañosa y llegaron a un terreno seco y alto, llano y sin árboles, barrido constantemente por el viento. Las zanjas se llenaban con torrentes durante las lluvias y, al día siguiente, estaban secas. En verano debía de ser un desierto; aun en la primavera era muy triste.

Prosiguieron y atravesaron dos veces lugares con antiguas ruinas, montículos y túmulos, pero alineados en la geometría espacial de calles y plazas. Fragmentos de cacharros, restos de vidrio coloreado y plástico abundaban en el esponjoso suelo alrededor de dichos lugares. Habían pasado unos dos o tres mil años, quizás, desde que estuvieron habitados. Esta vasta estepa, buena sólo para pastoreo, nunca fue ocupada nuevamente después de la diáspora hacia las estrellas, cuya fecha, en los fragmentarios y falsificados documentos que se les dejaron a los hombres, no era definitivamente conocida.

—Extraño concebirlo —dijo Falk, mientras bordeaban la segunda de estas sepultadas ciudades—, hubo niños jugando aquí y… mujeres que tendían la ropa al Sol… hace tanto tiempo. En otra época. Más lejana para nosotros que los mundos de las estrellas.

—La Era de las Ciudades —dijo Estrel—, la Era de la Guerra… Nunca escuché hablar de estos lugares a ninguno de los míos. Debemos estar muy lejos al sur, cerca de los Desiertos Australes.

De modo que cambiaron de rumbo, hacia el oeste y ligeramente al norte, y a la mañana siguiente llegaron a un gran río, color anaranjado y turbulento, no profundo pero peligroso de cruzar, aunque pasaron todo el día en busca de un vado.

En la margen occidental, el campo era más árido que nunca. Habían llenado sus cantimploras en el río, y como el agua había constituido un problema, más por exceso que por defecto, Falk no pensó en ella. El cielo era claro y el Sol brillaba durante todo el día; por primera vez en cientos de millas no tuvieron que resistir el viento frío mientras caminaban, y pudieron dormir secos y al calor. La primavera se acercaba rápida y radiante a la reseca Tierra; el lucero brillaba al amanecer y las flores salvajes proliferaban bajo sus pies. Pero no encontraron ningún arroyo o manantial durante tres días, después del cruce del río.

Al luchar contra la corriente, Estrel se había enfriado. Nada dijo sobre esto, pero ya no mantuvo su infatigable paso y su rostro empalideció. Luego la atacó la disentería. Acamparon temprano. Mientras yacía junto al fuego, esa noche, comenzó a llorar, sólo un par de secos sollozos, pero eso era mucho para quien tan bien ocultaba sus emociones.

Intranquilo, Falk intentó reconfortarla y la tomó de las manos; estaba afiebrada.

—No me toques —dijo ella—. No, no. Lo he perdido, lo he perdido, ¿qué haré?

—Y entonces, vio que el cordel y el amuleto de pálido jade ya no pendía de su cuello.

—Debo haberlo perdido al cruzar el río —dijo ella, controlándose a si misma y dejando que él le tomara la mano.

—¿Por qué no me dijiste…?

—¿Para qué?

Él no tenía respuesta para esto. Estaba tranquila, nuevamente, pero él sintió su reprimida y febril ansiedad. Empeoró durante la noche y a la mañana estaba muy enferma. No podía comer y, aunque atormentada por la sed, no pudo retener la sangre de conejo que era de todo lo que él disponía para ofrecerle de beber. Se esforzó por brindarle el mayor confort posible y partió con sus cantimploras en busca de agua.

Milla tras milla de pasto duro y salpicado de flores y de espesa maleza se extendía, suavemente ondulado, hacia el brillante y brumoso borde del cielo. El Sol brillaba con fuerza; las calandrias del desierto volaban cantando desde la Tierra. Falk marchó a paso rápido y parejo, confiado al principio y luego tenazmente, a través del área norte y este de ese campo. Las lluvias de la semana pasada habían sido absorbidas por la Tierra y no había arroyos ni corrientes de agua. No había agua. Buscó entonces por el sector oeste del campo. Volvió dando el rodeo por el este y miraba ansiosamente en busca del campamento cuando, desde una larga subida, vio algo unas millas hacia el oeste, una bruma, una obscura mancha que podrían ser árboles. Unos momentos después, descubrió el cercano humo del campamento, y se dirigió hacia éste al trote, aunque estaba cansado y el Sol poniente le lastimaba los ojos con su luz y su boca estaba reseca como tiza.

Estrel había mantenido el fuego humeando para guiarlo de regreso. Yacía en su gastada bolsa de dormir. No levantó la cabeza cuando lo vio llegar.

—Hay unos árboles no demasiado lejos hacia el oeste; debe de haber agua. Esta mañana me equivoqué de camino —dijo, mientras juntaba las cosas y las guardaba en su bolso.

Tuvo que ayudar a Estrel a levantarse; la tomó del brazo y partieron. Encorvada, con una mirada ciega en su rostro, ella luchó junto a él a lo largo de una milla y, después, a lo largo de otra. Llegaron a una de las suaves cimas de la Tierra.

—Allí —dijo Falk—; allí… ¿lo ves? Son árboles, es cierto… debe de haber agua allí.

Pero Estrel había caído de rodillas, luego se tendió de costado sobre el pasto, doblada por el dolor, los ojos cerrados. No podía caminar más.

—Son dos o tres millas a lo sumo, creo. Haré un fuego aquí, y podrás descansar; iré a llenar las cantimploras y luego regresaré; no tardaré mucho. Ella permaneció inmóvil mientras él juntaba toda la leña que podía y encendía un pequeño fuego y apilaba leña verde para que ella pudiera arrojarla al fuego.

—Regresaré pronto —dijo y comenzó a alejarse.

Ante esto ella se incorporó, pálida y temblorosa y gritó:

—¡No! ¡No me dejes! ¡No debes dejarme sola no debes ir…!

No había manera de razonar con ella. Estaba enferma y atemorizada más allá de la razón. Falk no podía abandonarla allí, con la noche que se cernía ya; tendría que haberlo hecho pero no le pareció posible. La levantó, el brazo de ella sobre su hombro, a medias en andas, a medias a rastras, y partieron.

Cuando alcanzaron la próxima loma vio él nuevamente los árboles, pero no le parecieron más cercanos. El Sol se ponía, adelante, en una bruma de oro sobre el océano de la Tierra. Ahora llevaba alzada a Estrel y, cada pocos minutos, tenía que detenerse y dejar su carga y caer a su lado para recuperar el aliento y las fuerzas. Le parecía que si tuvieran algo de agua, solo un poco para humedecer su boca, no sería tan duro.

—Allí hay una casa —le susurró a ella, su voz seca y sibilante; luego nuevamente—: Hay una casa, entre los árboles. No falta mucho…

Esta vez lo escuchó y retorció su cuerpo débilmente y se debatió contra él, gimiendo:

—No vayas allá. No, no vayas allá. No a las casas. Ramarren no debe ir a las casas, Falk… —comenzó a llorar quedamente y a hablar en una lengua que él no conocía, como si pidiera auxilio.

El se afanó hacia adelante, doblado bajo el peso de ella.

A través de la penumbra una luz brilló súbitamente y doró sus ojos: luz que brillaba a través de altas ventanas, detrás de los obscuros árboles.

Un áspero ruido de aullidos se escuchó del lado de la luz y se hizo más fuerte y más cercano. El siguió luchando y luego se detuvo, al ver unas sombras que corrían hacia él desde la oscuridad y que aullaban y producían un penetrante clamor. Pesadas formas obscuras que le llegaban hasta la cintura lo rodearon, arremetiendo y olfateándolo mientras él permanecía inmóvil con la inconsciente Estrel entre sus brazos. No podía esgrimir su fusil y no osaba moverse. Las luces de las altas ventanas brillaban serenamente, sólo a unas pocas yardas de distancia. El gritaba:

—¡Socorro! ¡Socorro! —pero su voz era apenas un sordo graznido.

Otras voces hablaban en voz alta y gritaban, penetrantes, a lo lejos. Las obscuras bestias se mantenían alertas. La gente se acercó a él, que todavía sostenía a Estrel contra sí y había caído de rodillas.

—Sostengan a la mujer —dijo una voz de hombre; otra voz dijo claramente:

—¿Qué tenemos aquí… un nuevo par de instrumentos?

Le ordenaron que se levantara, pero él se resistió susurrando:

—No le hagan daño… está enferma.

—¡Ven, pues! —manos rudas y expeditivas lo obligaron a obedecer.

Dejó que se llevaran a Estrel. Estaba tan aturdido por la fatiga que no tenía idea de lo que le había sucedido y de dónde se encontraba hasta que hubo transcurrido un buen rato. Le ofrecieron un vaso de agua fresca, que era todo lo que quería y todo lo que importaba.

Estaba sentado. Alguien cuyas palabras no lograba entender intentaba hacerle beber una copa llena de cierto líquido. Tomó la copa y bebió. Era un licor fuerte y de penetrante aroma a enebro. Una copa, una pequeña copa de verde ligeramente opaco; la vio con nitidez, por primera vez. No había bebido en una copa desde que abandonara a Casa de Zove. Sacudió la cabeza, y sintió que el sutil licor le aclaraba la garganta y el cerebro y levantó la mirada.

Se encontraba en una habitación, una habitación muy grande. Un largo tramo de piso de piedra lustrado reflejaba vagamente la pared opuesta, sobre la cual o en la cual, un disco verde de luz brillaba con suave resplandor amarillo. El radiante calor que provenía del disco alcanzaba su levantado rostro. A mitad de camino, entre él y el círculo semejante a un sol, una silla alta, maciza, se erguía sobre el piso desnudo; junto a ella, inmóvil, se perfilaba una obscura bestia, agazapada.

—¿Quién eres tú?

Vio el ángulo de la nariz y de la mandíbula, la negra mano sobre el brazo de la silla. La voz era profunda, y dura como la piedra. Las palabras no pertenecían al Galaktika que durante tanto tiempo había hablado sino a su propia lengua, la de la Selva, aunque era un dialecto diferente. Contestó lentamente con la verdad.

—No sé quien soy. Me arrebataron mi propio conocimiento hace seis años. En una Casa de la Selva aprendí las costumbres del hombre. Me dirijo a Es Toch para descubrir mi nombre y mi naturaleza.

—¿Te diriges al Lugar de la Mentira para descubrir la verdad? Los instrumentos y los tontos corren sobre la fatigada Tierra, errantes, pero eso los conduce a la locura o a la mentira. ¿Qué te trajo a mi Reino?

—Mi compañera…

—¿Me dirás que ella te condujo aquí?

—Ella estaba enferma; yo buscaba agua. Está ella…

—Contén la lengua. Me alegro de que no me dijeras que fue ella la que aquí te trajo. ¿Conoces este lugar?

—No.

—Este es el Enclave de Kansas. Yo soy el amo. Soy su señor su Príncipe y su Dios. Estoy a cargo de todo lo que aquí sucede. Aquí jugamos uno de los grandes juegos. Se llama el Rey del Castillo. Las reglas son muy viejas y son las únicas a las que me someto. Yo dicto las demás.

El suave y sumiso Sol brillaba del piso al techo y de pared a pared detrás de quien así hablaba cuando se levantó de su silla. Por encima de la cabeza hacia arriba, bóvedas y vigas reflejaban la pareja luz dorada entre las sombras. La irradiación perfilaba una nariz de halcón, una levantada y huidiza frente, una figura alta, poderosa y delgada, de majestuosa apostura, abrupta en los movimientos. Falk se movió ligeramente y la mitológica bestia echada junto al trono se estiró y gruñó. El licor con aroma a enebro había volatilizado sus pensamientos; pensaba que la locura había inducido a este hombre a llamarse a sí mismo rey, y simultáneamente, que el reino lo había llevado a la locura.

—¿No has aprendido tu nombre, todavía?

—Me llamaron Falk, los que me recogieron.

—Ir en busca del propio nombre: ¿qué mejor camino ha recorrido alguna vez el hombre? No es extraño que hayas atravesado mi puerta. Te acogeré como a un Jugador del Juego —dijo el Príncipe de Kansas—. No todas las noches un hombre con ojos como joyas amarillas viene a golpear a mi puerta. Rechazarlo implicaría cautela y aspereza, ¿y qué es la realeza sino riesgo y gracia? Te llamaron Falk, pero yo no. En el juego eres Piedra de Ópalo. Eres libre de moverte adonde quieras. ¡Griffon, quieto!

—Príncipe, mi compañera…

—…es una Shing o un instrumento o una mujer: ¿para qué la quieres? Quédate tranquilo, hombre; no seas tan rápido para responder a los reyes. Sé para qué la guardas. Pero ella no tiene nombre ni juega el juego. Mis mujeres «cowboys» la cuidan, y yo no hablaré ya de ella —el Príncipe se acercaba a él, a lentas zancadas a través del desnudo piso mientras hablaba—. Mi compañero se llama Griffon. ¿Has oído hablar en los antiguos Cánones y Leyendas del animal llamado perro? Griffon es un perro. Como verás, tiene poco en común con los amarillos cimarrones que corren por las llanuras, aunque son sus parientes. Su raza se ha extinguido, como la realeza. Piedra de Ópalo, ¿qué es lo que más deseas?

El Príncipe preguntó con su sagaz y abrupta genialidad, la mirada clavada en el rostro de Falk. Cansado y confundido y decidido a hablar la verdad, Falk respondió:

—Volver a casa…

—Volver a casa… —el Príncipe de Kansas, obscuro como su silueta o su sombra, era un hombre anciano, negro como el azabache, de siete pies de altura y un rostro como la hoja de una espada—. Volver a casa…

Se alejó ligeramente para estudiar la larga mesa junto a la silla de Falk. Toda la superficie de la mesa. Falk reparó ahora, estaba enmarcada en un recuadro y contenía una red de alambres de oro y de plata sobre los cuales corrían cuentas, y eran aquellos tan finos que las cuentas podían deslizarse de alambre a alambre y, en ciertos puntos, de un nivel a otro. Había cientos de cuentas, desde el tamaño del puño de un bebé hasta el de una semilla de manzana, hechas de greda y roca y madera y metal y hueso y plástico y cristal y amatista, ágata, topacio, turquesa, ópalo, ámbar, agua marina, granate, esmeralda, diamante. Era un bastidor como los que poseían Zove y Buckeye y los demás en la Casa. Al parecer proveniente en su origen de la gran cultura de Devenant, aunque no demasiado antigua en la Tierra, el objeto era un adivinador de destinos, una computadora, un implemento de la disciplina mística, un juguete. En su segunda y breve vida Falk no había tenido tiempo de aprender mucho sobre los bastidores. Buckeye había señalado, una vez, que llevaba cuarenta o cincuenta años volverse diestro en su manejo; y el de ella, heredado por uno y otro desde hacía mucho en su familia, sólo tenía diez pulgadas por lado y veinte o treinta cuentas…

Un prisma de cristal golpeó a una esfera de hierro con un sonido cristalino y pequeño. La turquesa se disparó desde la izquierda y una doble hilera de cuentas de hueso pulido saltaron hacia la derecha y abajo, mientras que un ópalo de fuego centelleó durante un momento en el muerto centro del bastidor. Las manos negras, esbeltas, fuertes volaban sobre los alambres y jugaban con las joyas de la vida y de la muerte.

—Bueno —dijo el Príncipe—, tú quieres volver a casa. ¡Pero mira! ¿Puedes leer el bastidor? Infinitud. Ébano, diamante y cristal, todas las joyas de fuego: y la Piedra de Ópalo entre ellas, andando, yéndose. Más allá de la Casa del Rey, más allá de la Prisión de la Ventana, más allá de las colinas y hondonadas de Copérnico, la piedra vuela entre las estrellas. ¿Romperás el bastidor, el bastidor del tiempo? ¡Mira allá!

El deslizarse y el centelleo de las brillantes cuentas ardían en los ojos de Falk. Se aferró al borde del gran bastidor y susurró:

—No puedo leerlo…

—Este es el juego que tú juegas, Piedra de Ópalo, sepas o no leerlo. Bueno, muy bueno. Mis perros han ladrado a un mendigo esta noche y éste se revela príncipe de las estrellas. Piedra de Ópalo, cuando yo vaya a pedir agua de tu pozo y amparo entre tus paredes, ¿me dejarás entrar? Será una noche más fría que ésta… ¡Y dentro de mucho tiempo! Vienes de hace mucho, mucho. Yo soy viejo pero tú eres más viejo; debes haber muerto hace una centuria. ¿Recordarás dentro de una centuria que en el desierto encontraste a un Rey? Ve, ve, te dije que eras libre de andar por aquí. Hay gente para servirte si la necesitas.

Falk descubrió por sus medios el camino a lo largo de la prolongada habitación hacia un portal cubierto de cortinas. Afuera, en una antecámara, un muchacho esperaba; éste llamó a otros. Sin asombro ni servilismo, deferentes solo en cuanto esperaban que Falk hablara primero, le procuraron un baño, una muda de ropa, cena y una cama limpia en una tranquila habitación.

Trece días en total vivió en la Gran Casa del Enclave de Kansas, mientras que las últimas nieves y las dispersas lluvias de la primavera caían sobre las estepas, allende los jardines del Príncipe. Estrel, que se recuperaba, permanecía en una de las casas más pequeñas que se apiñaban detrás de la grande. Era libre de estar con ella cuando quería… libre de hacer todo lo que elegía. El Príncipe regía su dominio absolutamente, pero de ningún modo su mandato obligaba; más bien era aceptado como un honor; su gente había elegido servirlo, quizás porque descubrían que en esta afirmación de la innata y esencial grandeza de una persona reafirmaban ellos su cualidad de hombres. No había más de doscientos, cowboys, jardineros, fabricantes y remendones, sus esposas e hijos. Era un reino muy pequeño. Sin embargo, después de algunos días, no le cupo duda a Falk de que si no hubiera súbdito alguno, viviera allí solo o no, el Príncipe de Kansas seguiría siendo, ni más ni menos, un príncipe. Era, una vez más, un asunto de cualidad.

Esta curiosa realidad, esta singular validez del dominio del Príncipe lo fascinó y absorbió de tal modo que durante varios días apenas pudo pensar en el mundo exterior, en ese disperso, violento e incoherente mundo a través del cual había viajado durante tanto tiempo. Pero, al hablar en el décimotercer día con Estrel y mencionar su partida, comenzó a preguntarse qué relación tenía el Enclave con el resto del mundo y dijo:

—Creía que los Shing no soportaban señoríos por parte de los hombres. ¿Cómo le habrán permitido amurallarse aquí y llamarse a sí mismo Príncipe y Rey?

—¿Por qué no habrían de dejarlo delirar? Este Enclave de Kansas es un gran territorio, pero cercado y sin gente. ¿Por qué interferirían aquí los Señores de Es Toch? Supongo que, para ellos, él es como un chico tonto, alardeando y balbuceando.

—¿Es eso él para ti?

—Bueno… ¿viste cuando pasó esa nave, ayer?

—Sí, vi.

Un coche aéreo, el primero que viera Falk, aunque reconoció su atronador zumbido, había cruzado por encima de la casa, muy alto, de modo que estuvo a la vista durante algunos minutos. La gente de la casa del Príncipe había corrido hacia el jardín golpeando cacerolas y badajos, los perros y los chicos habían aullado y el Príncipe, en uno de los balcones superiores, había hecho explotar, solemnemente, una serie de ensordecedores fuegos de estrépito, hasta que la nave se desvaneciera en el lóbrego oeste.

—Son tan estúpidos como los Basnasska y el viejo está loco —aunque el Príncipe no había querido verla, su gente había sido muy bondadosa con ella; el subyacente dejo de amargura en su suave voz sorprendió a Falk—. Los Basnasska han olvidado las costumbres de los hombres —dijo—; esta gente las recuerda demasiado bien —rió.

—De todos modos, la nave siguió viaje.

—No porque se hayan asustado con los cohetes, Falk —dijo ella seriamente, como si intentara prevenirlo contra algo.

Él la miró durante unos momentos. Evidentemente ella no había percibido la dignidad poética y lunática de la cohetería, que ennoblecía aun a una nave Shing con la cualidad de un eclipse solar. En la penumbra de la calamidad universal ¿por qué no explotar fuegos de estrépito? Pero, desde su enfermedad y la pérdida de su talismán de jade ella había estado ansiosa y sin alegría, y la estadía aquí, que tanto agradara a Falk, para ella había significado un verdadero sacrificio.

—Le hablaré al Príncipe de nuestra partida —le dijo él amablemente, la dejó bajo los sauces, ahora verdeamarillentos con las hojas recién brotadas, y se dirigió a través de los jardines hacia la gran casa.

Cinco de los perros de largas patas y pesados lomos negros trotaban junto a él, una guardia de honor que extrañaría cuando abandonara el lugar.

El Príncipe de Kansas estaba en la habitación del trono, leyendo. El disco que cubría la pared oriental de la habitación brillaba, de día, con fría luz jaspeada de plata, una luna doméstica; sólo por las noches refulgía con suave calor y luz solar. El trono, de pulida madera petrificada de los desiertos del sur, se erguía frente a aquél. Sólo la primera noche Falk había visto al Príncipe sentado en el trono. Estaba ahora sentado en una de las sillas cercanas al bastidor, y, a sus espaldas, las ventanas de veinte pies de altura y que miraban hacia el oeste tenían descorridas las cortinas. A lo lejos se divisaban las obscuras montañas, coronadas de hielo.

El Príncipe levantó su rostro de sable y escuchó las palabras de Falk. En lugar de responder, tocó el libro que estaba leyendo, no uno de los hermosos y decorados pergaminos de proyección de su extraordinaria biblioteca, sino un pequeño libro manuscrito y encuadernado.

—¿Conoces este Canon?

Falk miró hacia donde éste señalaba y vio el verso:

Aquello que temen los hombres

debe de ser temido.

¡Oh, desolación!

¡Todavía no,

todavía no ha llegado a su limite!

—Lo conozco, Príncipe. Partí de viaje con él en mi bolso. Pero no puedo leer la página izquierda, en tu copia.

—Esos son los símbolos en los cuales fuera por primera vez escrito, hace cinco o seis mil años: la lengua del Emperador Amarillo… mi antepasado. ¿Perdiste el tuyo en el camino? Toma éste. Pero también lo perderás, espero; cuando se sigue el Camino, el camino se pierde. ¡Oh, desolación! ¿Por qué siempre hablas la verdad, Piedra de Ópalo?

—No estoy seguro —de hecho, aunque Falk gradualmente había decidido que no mentiría no importa con quien hablara o cuál pudiera ser la consecuencia de la verdad, no sabía por qué había adoptado esta decisión. Usar… usar las armas del enemigo es jugar al juego del enemigo…

—Oh, ellos ganaron su juego hace mucho. ¿De modo que te vas? Ve, pues; no hay duda de que es el momento. Pero yo guardaré aquí tu compañera durante un tiempo.

—Le dije que la ayudaría a buscar a su gente, Príncipe.

—¿Su gente? —la dura y sombría cara se volvió hacia él—. ¿Para qué la quieres llevar?

—Ella es una Merodeadora.

—¡Y yo soy un verde nogal, y tú un pescado, y esas montañas están hechas con estiércol asado de ovejas! Déjala seguir su camino. Habla la verdad y escucha la verdad. Recoge los frutos de mis florecidos huertos cuando camines hacia el oeste, Piedra de Ópalo, y bebe la leche de mis millares de pozos, a la sombra de helechos gigantes. ¿No gobierno acaso un reino agradable? Los milagros y el polvo llevan hacia el obscuro oeste. ¿Es la concuspicencia o la lealtad la que te induce a llevarla?

—Hemos hecho un largo camino juntos.

—¡Desconfía de ella!

—Me ha brindado auxilio y esperanza; somos compañeros. Hay confianza entre nosotros… ¿cómo podría romperla?

—¡Oh, tonto, oh desolación! —dijo el Príncipe de Kansas—. Te daré diez mujeres para que te acompañen hasta el Lugar de la Mentira, con laúdes y flautas y tamborines y píldoras anticonceptivas. Te daré cinco buenos amigos armados con cohetería. Te daré un perro, en verdad lo haré, un perro extinguido viviente, para que sea tu verdadero compañero. ¿Sabes por qué murieron los perros? Porque fueron leales, porque se podía confiar en ellos. ¡Ve solo, hombre!

—No puedo.

—Ve como quieras. La suerte está echada —el Príncipe se levantó, se dirigió hacia el trono debajo del círculo lunar y se sentó.

No volvió la cabeza cuando Falk intentó decirle adiós.

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