Ahora es necesario perfilar a los personajes: otorgarles un aspecto, una entidad. Cuando los personajes quedan dibujados, sólo entonces puede afirmarse que el cuadro se acaba.

Tratado de pintura hiperdramática

Bruno van Tysch

– La cuestión es… si se puede hacer que las palabras signifiquen cosas diferentes. -La cuestión es… saber quién es el que manda, eso es todo.

Carroll


El personaje sentado tras el escritorio es un hombre maduro y corpulento. Lleva un traje impecable de color azul oscuro y una tarjeta roja colgada del bolsillo superior de la chaqueta. Está sentado en el centro de un escritorio en ángulo obtuso con tres fotos enmarcadas en uno de los lados. La luz que llega desde atrás a través de dos ventanas altas incide en su calva bastante notoria, asediada de cabellos encanecidos. Sus rasgos poseen cierta nobleza: ojos garzos, nariz aguileña, labios finos, arrugas de un envejecimiento inclemente pero distinguido. Parece muy concentrado en lo que le dicen, pero, si lo observamos con más detenimiento, quizá lleguemos a la conclusión de que sólo finge concentración. El cansancio y la preocupación lo dominan, es incapaz de entender las palabras que le dirigen y, por tanto, apenas escucha. Tiene dolor de cabeza. Por si fuera poco, es lunes. Lunes 3 de julio de 2006.

– ¿Qué te ocurre, Lothar? Te veo perdido en el espacio.

Alfred van Hoore (que era quien había hablado) y su colaboradora Rita van Dorn lo miraban con los ojos muy abiertos. Discutían en aquel momento (o habían estado discutiendo en el instante previo al trance de Bosch) sobre la distribución de agentes de Seguridad camuflados entre los invitados a la presentación a la prensa de la colección «Rembrandt» del día 13 de julio. Van Hoore opinaba que era necesaria cierta protección adicional para el Jacob lucha contra el ángel, la única obra de la colección que se exhibiría ese día. Los dos agentes colocados a ambos lados no eran suficientes -opinaba Van Hoore- para impedir que alguien de la primera fila saltara hacia el podio con un arma cortante y dañara a Paula Kircher o Johann van Allen, los dos lienzos que componían el Jacob. Resultaban necesarios otros dos de refuerzo en el área central porque un ataque desde esta posición no podría ser repelido a tiempo desde los ángulos. Luego estaban los peligros a larga distancia. Le mostró a Bosch una simulación de ordenador donde un supuesto terrorista arrojaba un objeto hacia el cuadro desde cualquier punto del salón. Al joven Van Hoore le encantaban las simulaciones, y las diseñaba él mismo. Había aprendido a hacerlo mientras coordinaba la vigilancia de exposiciones en Oriente Medio. Bosch pensaba que a Van Hoore le hubiera gustado ser director de cine: movía los muñecos informáticos de un lado a otro como si fueran actores, los dotaba de vestidos y gestos humanos. Fue durante el desarrollo de la simulación cuando Bosch se despistó. No soportaba aquellos dibujos animados.

– Quizás es que estoy cansado -adujo como disculpa y tamborileó con los dedos sobre la mesa-. Pero me parece muy interesante lo que planteas, Alfred.

Las pecas en el juvenil semblante de Van Hoore se riñeron de rojo.

– Me alegro -dijo-. Mi razonamiento es muy sencillo: si dejamos que Seguridad Visual controle a los invitados nadie intentará hacer nada junto a ellos. Un supuesto terrorista se alejaría de Seguridad Visual en cuanto pudiera. Es necesario que algunos de nuestros hombres formen parte de un nuevo equipo que he bautizado como Seguridad Visual Secreta. Irán de paisano, sin identificaciones, y enviarán señales de alarma a Seguridad de Intervención…

Jacob lucha contra el ángel era el primer original de la colección «Rembrandt» que se presentaría al público. Toda precaución, por tanto, era poca. Nadie había visto aún la obra, pero se sabía que sus figuras eran Paula Kircher (Ángel) y Johann van Allen (Jacob) y que estaba basada en el óleo de Rembrandt del mismo título. Las vestimentas serían mínimas y sus cuerpos billonarios y firmados a mano por Van Tysch estarían arriesgadamente expuestos durante las cuatro horas que duraría la fiesta de presentación. Los departamentos de Seguridad y Conservación andaban desesperados con aquel tema.

– Me pregunto -observó Rita- por qué no podemos convertir la mitad de la Seguridad Visual en Seguridad de Intervención durante una crisis.

Bosch iba a decir algo, pero Van Hoore le quitó la palabra.

– Es el mismo tema de siempre, Rita. El grupo de Seguridad Visual no está camuflado y, por tanto, forma parte, oficialmente, del personal de la Fundación. Eso significa que debe estar especialmente vestido. Pero bajo el traje que Nellie Siegel ha diseñado para los hombres apenas puede esconderse un chaleco antibalas. Y, desde luego, las agentes femeninas no podrían llevar chaleco. Ni siquiera muñequeras eléctricas.

– El vestuario de los agentes no debería influir en la seguridad de las obras -sentenció Rita, molesta.

Bosch cerró los ojos como si de esta forma también pudiera dejar de oír. Lo que menos deseaba en aquel momento era una discusión entre sus colaboradores. El dolor de cabeza continuaba martirizándolo.

– A la Fundación le interesa tanto la apariencia como la seguridad, Rita -apuntó Van Hoore que, al contrario que Bosch, sí deseaba discutir-. No hay remedio. Si tiene que haber una decena de individuos de pie en un rincón vigilándolo todo, deben resultar muy llamativos. Si es posible, incluso llevar el mismo color de pelo. «Simetría, fuschus, simetría» -agregó, con una pasable imitación del tono engolado de Stein.

En aquel momento entró Nikki. Para Bosch fue como si entrara el aire puro.

– Alfred, Rita: creo que vamos a interrumpir esta agradable conversación durante un rato. Tengo un asunto pendiente con el equipo de rastreo.

– Como quieras -aceptó Van Hoore, que parecía decepcionado-. Pero aún debemos hablar de las medidas de identificación.

– Después, después -dijo Bosch-. He quedado para comer con Benoit, pero, atención todos, antes de comer, oídme bien, antes de comer dispongo de unos cuantos minutos durante los cuales no tendré nada que hacer. Asombroso, ¿verdad? Los dedicaré a vosotros.

Rita y Alfred se levantaron sonriendo.

– Todo está bajo control, Lothar -le dijo Rita, compasiva, antes de salir-. No sufras.

– Intentaré pensar en positivo -replicó Bosch, y se sorprendió al caer en la cuenta de que aquélla era la misma respuesta que a veces ofrecía a Hendrickje sólo para lograr que se callara.

Cuando la puerta se cerró, Bosch se sujetó la cabeza con ambas manos y exhaló el aire lentamente. Nikki, sentada frente a él, con el vértice de la mesa casi apuntando hacia su torso, lo observaba con placidez. Aquella mañana vestía traje de chaqueta y pantalones ceñidos en color canario a juego con sus espléndidos cabellos en tono limón. El auricular blanco la coronaba como una diadema.

– Podría haber venido un poco antes -dijo Nikki-, pero tuve que arreglarme, porque hemos estado toda la noche frente a las pantallas, Chris, Anita y yo. Mi aspecto como empleada de la Fundación dejaba mucho que desear esta mañana.

– Comprendo. La imagen ante todo. -Bosch sonrió en simetría con la resplandeciente sonrisa de Nikki-. Dame sólo buenas noticias, por favor.

Ella le entregó los papeles al tiempo que hablaba.

– Similares morfometrías, experiencia notable en retratos y prótesis de ceru. Todos han hecho transgenerismo con figuras andróginas o de cualquier sexo. Y están en paradero desconocido: no hemos podido contactar con ellos ni siquiera a través de pintores o dueños previos.

Bosch observaba los papeles que Nikki había desplegado sobre la mesa.

– Son casi treinta individuos. ¿No podéis reducir más el campo?

Nikki negó con la cabeza.

– La lista comenzó con más de cuatrocientas mil personas el viernes, Lothar. A lo largo del fin de semana logramos reducir las posibilidades: cinco mil, doscientas cincuenta… Anita dio un salto de alegría ayer por la tarde cuando conseguimos quedarnos con cuarenta y dos. De madrugada logramos descartar con absoluta seguridad a quince. Esto es lo mejor que tenemos.

– Te diré lo que vamos a hacer… Te diré lo que vamos a hacer…

– Vamos a tomarnos un par de aspirinas -sonrió Nikki.

– Sí, no es mala idea para empezar.

Debía obrar con prudencia. Nikki y su equipo no pertenecían al «gabinete de crisis», como pomposamente había sido bautizado aquel comité del Obberlund, y por tanto ignoraban todo lo relacionado con El Artista y la destrucción de los cuadros. Sólo sabían que resultaba imprescindible localizar a un individuo experto en cerublastina con determinados datos morfométricos faciales. Por otra parte, dejarlos fuera de la investigación era absurdo. «Thea no va a poder rastrear sola las veintisiete pistas que quedan», pensó Bosch.

– Una persona no se esfuma en el aire, ni siquiera un adorno sin sexo -dijo-. Quiero que los busquéis hasta debajo de las piedras: familiares, amigos, últimos dueños…

– Es lo que hemos estado haciendo, Lothar. Sin resultados.

– Si es preciso, utiliza el equipo de Romberg. Tienen capacidad operativa para desplazarse de un sitio a otro.

– Podríamos buscarlos durante un año entero con idénticos resultados -repuso Nikki, y Bosch advirtió que el cansancio empezaba a irritarla-. Quizás estén muertos, o ingresados en algún hospital con otro nombre. O quizás hayan abandonado la profesión, quién sabe. Nosotros no vamos a poder rastrearlos. ¿Por qué no informamos a Europol? La policía cuenta con mejores medios.

«Porque Rip van Winkle se enteraría -pensó Bosch-. Y, después de Rip van Winkle, El Artista.» Wood y él habían decidido no contar con Rip van Winkle salvo en caso de extrema necesidad. Suponían que el colaborador de El Artista pertenecía al gabinete de crisis y que, por tanto, todas las actividades de este sistema serían completamente inofensivas para el criminal. Intentó improvisar una excusa creíble.

– La policía no busca a nadie si no hay una denuncia previa, Nikki. Y aunque un familiar haya denunciado la desaparición de alguno de estos lienzos, los sistemas policiales siguen su propio ritmo. Tendremos que ser nosotros.

Nikki lo observaba con expresión escéptica. Era demasiado lista para no percibir que aquello era una razón superflua, comprendió Bosch, porque Europol hubiera bailado la danza del vientre si la Fundación se lo hubiera pedido, con o sin denuncia previa.

– De acuerdo -dijo Nikki tras una pausa-. Emplearé el equipo de Romberg. Nos dividiremos el trabajo.

– Gracias -manifestó Bosch con sinceridad. «Nikki: eres mucho más inteligente de lo que yo creía», pensó, admirado.

El interfono zumbó y se oyó la voz de una operadora.

– Señor Bosch: por la línea tres, el señor Benoit, pero ha dicho que le haga yo la pregunta si está muy ocupado. Y por la línea dos, su hermano.

«Roland -pensó. Sin poder evitarlo, dirigió una mirada de soslayo a la foto de Danielle. La niña le sonreía pícaramente-. Roland, por Dios, al fin.»

– Dile a Benoit… ¿Qué es lo que quiere preguntarme?

Benoit quería confirmar que almorzarían juntos en su despacho ese mediodía. Bosch respondió que sí con impaciencia.

– Que mi hermano no cuelgue -dijo y se volvió hacia Nikki-: Averigua paraderos actuales. No descartaremos a ninguno hasta asegurarnos de que están muertos, comprados o en plena subasta.

– De acuerdo. Y no olvides las aspirinas.

– No podría olvidarlo aunque quisiera. Gracias, Nikki.

Bosch cerró los ojos cuando Nikki sonrió. Quería conservar aquella sonrisa como la última imagen mental antes de que abandonara el despacho. Al quedarse solo, descolgó uno de los inalámbricos de góndola y pulsó el botón de la línea dos.

– ¿Roland?

– Hola, Lothar.

Se lo imaginaba hablando desde su propio despacho, bajo aquella espantosa holografía de una garganta humana que exhibía en la pared. Bosch aún se preguntaba qué había ocurrido con la familia Bosch. Uno de los grandes enigmas del universo se resolvería cuando alguien lograra descifrar por qué su padre había sido abogado de una empresa tabacalera, su madre profesora de Historia, él mismo policía y después encargado de seguridad de una empresa privada de arte, y su hermano, otorrinolaringólogo. Sin olvidar a la pequeña Danielle, que quería ser… Mejor dicho, que ya era…

– Roland, llevo intentando comunicarme contigo desde hace varios días…

– Lo sé, lo sé. -Oyó la risita de su hermano-. Estuve en un congreso en Suecia y Hannah se fue a París. Supongo que me llamas por lo de Nielle. Ya te has enterado, ¿verdad…? En fin, te hemos gastado una mala pasada y nos arrepentimos. Pero debes comprendernos: Stein nos prohibió terminantemente que te dijéramos nada. Para que no te intrigaras por la ausencia de tu sobrina tuvimos que inventarnos lo de que había ingresado interna en un colegio. Pero no creas que eres el único engañado. Yo mismo me enteré hace menos de dos meses… Fue idea de Hannah presentar a Nielle al señor Stein. ¡Y Van Tysch no dudó un instante en aceptarla como figura para un original! Todo se ha llevado a cabo en el más absoluto secreto. Incluso nos aseguraron que si Danielle no fuera menor de edad, ni siquiera nos hubiéramos enterado nosotros.

– Comprendo, Roland. No te preocupes.

– Dios mío, qué cosa más fantástica. Tú sabrás más de esto que yo. La han… ¿Cómo se dice…? La han imprimado, le han depilado las cejas… Al principio no nos dejaban verla… Después nos llevaron al Viejo Atelier y pudimos observarla a través de un cristal de una sola dirección. Llevaba etiquetas en el cuello, la mano y el pie. Me pareció… Nos pareció una criatura bellísima. Creo que debemos sentirnos orgullosos, Lothar. Pero ¿sabes lo que más le hace ilusión a ella? ¡Que su tío sea quien la custodie!

Otra vez aquella risa lejana. Bosch cerró los ojos y apartó el auricular. Sentía el impulso feroz de romper algo. Pero no se atrevió a dejar de oír a Roland.

– Vigílala bien, tío Lothar. Es una obra valiosísima. ¿Puedes imaginar…? No, creo que no podrías. La semana pasada nos informaron de su precio inicial. ¿Sabes lo que pensé al oír cuánto iba a valer nuestra hija? Pensé: ¿por qué diablos me hice médico y no me dediqué a ser obra de arte también…? ¡Hemos perdido el tiempo, Lothar, te lo juro! ¿Puedes creerlo? ¡A sus diez años Nielle va a ganar más dinero del que tú y yo podríamos soñar con reunir en toda nuestra vida! Me pregunto qué hubiera opinado papá sobre esto. Creo que nos habría comprendido. Al fin y al cabo, él siempre le dio mucha importancia al valor de las cosas, ¿no? ¿Cómo decía? «Lo mejor posible con los elementos disponibles…»Hubo una pausa. Bosch miraba fijamente el retrato de Danielle.

– ¿Lothar? -dijo su hermano.

– Sí, Roland.

– ¿Sucede algo?

«Claro que sucede algo, imbécil. Sucede que has dejado que tu hija se convierta en cuadro. Sucede que has permitido que Danielle se exhiba en esta exposición. Sucede que me gustaría morderte.»

– No, nada de particular -contestó-. Quería saber qué tal estabais.

– Muy nerviosos. Lo de Nielle tiene a Hannah subiéndose por las paredes. Y es lógico. No todos los días tu hija de diez años se convierte en una obra de arte inmortal. Me han dicho que a fines de la semana próxima la firmará Van Tysch con un tatuaje en el muslo. ¿Eso hace daño?

– No más que tus operaciones de amígdalas -bromeó Bosch sin ganas. Entonces reunió coraje para decir lo que tenía que decir-. Me preguntaba, Roland…

La veía. Podía verla acostada en la casita de Scheveningen, las sombras de las hojas de un manzano dibujando un rompecabezas en su piel. La veía tumbada al sol, o hablando mientras se rascaba la planta de un pie. Podía verla en Navidad con un jersey de cuello de tortuga, los bucles rubios desparramados por sus hombros y la boca manchada de pastel. Era una niña. Una niña de diez años. Pero no se trataba de la casi inaceptable posibilidad de que se hiciera cuadro. No era la terrible fantasía de encontrársela desnuda e inmóvil en casa de cualquier coleccionista. Todo eso habría sido deprimente, pero no se le hubiera ocurrido protestar: a fin de cuentas, él no era su padre.

Se trataba de El Artista. Su hermano ignoraba aquella amenaza.

«Actúa con cautela. No permitas que sospeche que Danielle puede estar en peligro.»

– Me preguntaba, Roland… -Intentó darle a su voz un tono intrascendente-. Esto debe quedar entre tú y yo… Pero me preguntaba si no sería mejor exhibir una copia en vez de a Nielle.

– ¿Una copia?

– Sí, deja que te explique. Cuando el modelo es menor de edad, los padres o tutores legales tienen siempre la última palabra…

– Hemos firmado un contrato, Lothar.

– Lo sé, pero no importa. Déjame hablar. Nielle seguirá siendo el modelo original de la obra a todos los efectos, pero durante una temporada otra niña ocupará su lugar. Eso es lo que se llama una copia.

– ¿Otra niña?

– Los cuadros valiosos casi siempre tienen sustitutos, Roland. No importa que no sean parecidos físicamente: existen productos para disfrazarlos, ya sabes. Nielle seguiría siendo el original y cuando alguien la comprara nos encargaríamos de que fuera ella quien se exhibiera en casa del comprador. Pero esta medida evitaría que pasara por la exposición. Las exposiciones son siempre complicadas. Habrá mucho público y los horarios serán duros…

Se asombraba de sí mismo, de ser capaz de mostrar aquella espeluznante hipocresía. Sobre todo, le inquietaba pensar en su absoluta ausencia de compasión por la niña que sustituyera a Danielle. El plan era siniestro, y él mismo lo reconocía, pero se trataba de elegir entre su sobrina y una niña desconocida. Personas como Hendrickje hubieran optado por la sinceridad, por declarar abiertamente lo que sucedía o por aceptar que fuera Danielle quien se arriesgara, pero él no era tan perfecto como Hendrickje. Él era vulgar. Lo propio de la gente vulgar, comprendía Bosch, era comportarse así, de forma tan mezquina, tan laberíntica. Toda su vida había preferido el silencio a las palabras, y ahora no iba a hacer una excepción.

– ¿Quieres decir que los padres tenemos la potestad de retirar a Danielle de la obra y hacer que pongan en su lugar a una sustituta? -preguntó Roland tras una pausa.

– Eso es.

– ¿Y por qué deberíamos hacerlo?

– Te lo he explicado. La exposición será dura para ella.

– Pero ha estado casi tres meses entrenándose, Lothar. La han pintado en secreto en una especie de granja al sur de Amsterdam, y no…

– Te lo digo por experiencia. Una exposición de este calibre es muy fuerte…

– Oh, vamos, Lothar. -De repente el tono de su hermano era burlón-. No hay nada malo en lo que va a hacer Nielle. Para calmar un poco tu conciencia calvinista te diré que ni siquiera se exhibirá desnuda. No sabemos aún el título de la obra ni cómo será la figura, pero en el contrato que hemos firmado se advertía bien claro que no se exhibiría desnuda. Por supuesto, todos los ensayos los hace en completa desnudez, pero eso también se estipulaba en el contrato…

– Escucha, Roland. -Bosch intentaba no perder la calma. Sostenía el auricular con una mano mientras se daba furiosos masajes en la sien con la otra-. No se trata de cómo se exhiba Nielle ni de lo preparada que esté. Se trata de que la exposición será muy dura. Si tú aceptas, una sustituta podría ocupar su lugar en el Túnel. Exhibir una copia en vez del original es una práctica muy común en muchas exposiciones…

Hubo un silencio. Bosch casi quería rezar. Cuando Roland volvió a hablar, su tono de voz había cambiado: era más serio, más inflexible.

– Jamás podría hacerle esa jugarreta a Nielle, Lothar. Está muy ilusionada. Tengo escalofríos y fiebre cada vez que pienso en ella y en la enorme oportunidad que se le ha presentado. ¿Sabes lo que nos ha dicho Stein? Que jamás había visto a un lienzo tan joven y tan profesional al mismo tiempo. Así la llamó: lienzo… ¡Y añadió que, con el tiempo, nuestra hija podría llegar a convertirse, incluso, en una nueva Annek Hollech…! ¿Te imaginas a nuestra Nielle convertida en la Annek Hollech del futuro? ¿Puedes imaginártelo?

El mundo había desaparecido para Bosch. Sólo existía aquella voz excitada que arañaba palabras en su oído.

– Te juro que me ha costado mucho acostumbrarme a ver a mi hija de esta forma, pero ahora estoy metido de lleno en el asunto y Hannah está conmigo. Queremos que Nielle se exhiba y sea admirada. Creo que es el sueño secreto de todo padre. Comprendo que la experiencia será fuerte, pero no lo será más que participar en una película o una obra de teatro, ¿no crees? Te sorprendería saber cuántos niños, hoy día, son cuadros famosos… ¿Lothar…? ¿Sigues ahí…?

– Sí -dijo Bosch-. Sigo aquí.

La voz de Roland, por primera vez, titubeaba.

– ¿Hay algún problema que no me has contado, Lothar?

«Diez cortes, ocho de ellos en aspa. Los huesos saltaron en astillas y las vísceras quedaron reducidas a simple polvo, a ceniza de cigarrillo. ¿Qué te parece este problema, Roland? ¿Qué tal si te hablo de un loco llamado El Artista?»

– No, Roland, no hay ningún problema. Creo que la exposición saldrá muy bien y que Danielle estará magnífica. Adiós.

Cuando colgó, se levantó y se acercó a la ventana. El sol flotaba denso y dorado sobre los pequeños edificios y la zona verde del Vondelpark. Recordó que un informe meteorológico reciente pronosticaba mal tiempo para las fechas próximas a la inauguración. Quizá Dios permitiera que cayese un diluvio sobre los malditos telones y «Rembrandt» terminara suspendiéndose.

Pero sabía que no tendría tanta suerte: la historia demostraba que Dios protegía las artes.


A Benoit le gustaba de vez en cuando dar la impresión de que no le ocultaba nada a los cuadros. En su aterciopelado despacho de la séptima planta del Nuevo Atelier había ocho, y dos de ellos, al menos, eran lo bastante valiosos como para que el director de Conservación les demostrara, cada vez que podía, que los trataba con más respeto que a los seres humanos. Esto incluía, por supuesto, dialogar abiertamente con sus invitados sin necesidad de colocarles cobertores auditivos.

El despacho era un lugar pacífico y cómodo, almohadillado en azul. La luz destellaba intensamente en los hombros del delicado óleo de Philip Brennan, de sólo catorce años de edad, colocado detrás de Benoit. Bosch lo veía pestañear a ratos perdidos. Colgado del techo pendía una copia oficial de la Claustrofilia 17 de Buncher en una caja de cristal con orificios para respirar. A espaldas de Bosch, un Cenicero de Jan Mann se abrazaba las piernas sosteniendo el plato con el trasero. En la ventana, la espléndida anatomía de una rubia Cortina de Schobber esperaba, en postura de ballet, orden de descorrerse. La comida fue servida por dos utensilios de Lockhead, chico y chica, de pasos suaves, gatunos, perfumados. La Mesa era de Patrice Flemard: una plancha rectangular apoyada en la espalda de una figura rapada y pintada de azul de manganeso que, a su vez, se apoyaba en la espalda de otra figura similar. Cada una estaba atada por las muñecas a los tobillos de la otra. La inferior era una chica. Bosch sospechaba que la superior también, pero resultaba imposible cerciorarse.

La comida, en realidad, fue un pequeño banquete. Benoit no perdonaba nada: sopa de anguilas y eneldo con algas hiladas, pierna de ciervo en nuez moscada y fondo de parra con ensalada de hierbas y endivias y un postre que semejaba la huella de un crimen reciente: mousse de arándanos y frambuesa en sopa de leche agria, todo confeccionado por un catering que servía diariamente al Atelier. Antes y después, Benoit se entregó al ritual de las medicinas. Ingirió en total seis cápsulas rojiblancas y cuatro grageas esmeraldas. Se quejaba de la úlcera, afirmaba que no podía permitirse nada de lo que comía y que, para permitírselo, debía compensarlo con fármacos. Aun así, probó el Chablis y el Laffite que las figuras de Lockhead depositaron sobre la Mesa con gestos elegantes. La respiración suavísima de la Mesa hacía oscilar el vino. Bosch comió mal y apenas bebió. La atmósfera del despacho lo aturdía.

Hablaron de todo lo que podían hablar en voz alta en presencia de la docena de personas que había en la habitación aparte de ellos (aunque el silencio hacía pensar que estaban solos): de «Rembrandt» y las discusiones con el alcalde de Amsterdam sobre la instalación de la estructura de telones en el Museumplein; de los invitados que acudirían a la gala de presentación; de la posibilidad cada vez más firme de que la familia real holandesa visitara el Túnel antes de la inauguración.

Cuando la conversación languideció, Benoit alargó la mano hacia el empinado culo del Cenicero y atrapó los cigarrillos y el encendedor del gran plato dorado que se equilibraba sobre sus nalgas. El Cenicero era claramente masculino y estaba pintado en azul turquesa mate y decorado con líneas negras que recorrían sus piernas depiladas.

– Vamos al otro salón -dijo Benoit-. El humo no es conveniente para los cuadros y adornos.

«Eres un artista de la hipocresía, abuelito Paul», pensó Bosch. Sabía que Benoit había previsto desde el principio aquella segunda charla en privado, pero quería que sus obras se llevaran la buena impresión de que lo hacía para no molestarlas mientras fumaba.

Se dirigieron al salón contiguo y Benoit cerró la pesada puerta de roble. Casi sin transición, comenzó:

– Lothar, la situación es caótica. Esta mañana me he reunido con Saskia Stoffels y Jacob Stein. Los norteamericanos han decidido frenar. La financiación de la nueva temporada está paralizada. El asunto de El Artista les preocupa, y no les está gustando nada la retirada masiva de cuadros de Van Tysch. Desde aquí intentamos venderles la idea de que El Artista es un problema europeo, un loco nacional, por decirlo así. El Artista no es exportable, les explicamos, actúa en Europa y sólo en Europa. Pero ellos dicen: «Sí, sí, muy bien, pero ¿lo habéis atrapado?».

Apagó el cigarrillo en un cenicero metálico. Era un cenicero normal y corriente: Benoit sólo gastaba dinero en los adornos de carne y hueso. Al tiempo que hablaba sacó un pequeño aerosol del bolsillo interior de su impecable chaqueta de Savile Row.

– ¿Tienes idea de lo que cuesta mantener esta empresa, Lothar? Cada vez que me reúno en una sesión de finanzas con Stoffels me ocurre igual: sufro vértigos. Nuestros beneficios son inmensos pero el agujero es enorme. Además, Stein lo comentaba esta mañana, antes éramos pioneros. Pero ahora… Dios mío. -Abrió la boca, apuntó con el pequeño aerosol a la garganta y disparó dos veces. Lo agitó furiosamente y disparó una vez más-. Cuando Art Enterprises apareció en 1998, no le augurábamos dos años de futuro, ¿recuerdas? Ahora es líder de ventas en América y monopoliza el apetitoso sector de coleccionistas de California. Y esta mañana Stoffels nos informó de que los japoneses están mejor. Eres libre de creértelo o no, pero la facturación de Suke en 2005 superó a la Fundación y a Art Enterprises en casi quinientos millones de dólares. ¿Sabes con qué?

– Con adornos -contestó Bosch.

Benoit asintió con la cabeza.

– Han logrado darnos un golpe decisivo, incluso en Europa. Actualmente no hay nada, óyeme bien, nada que supere a la artesanía humana japonesa. Y lo peor es que los artesanos europeos están confiando en los japoneses para la gestión de sus obras. Esa magnífica Cortina de mi despacho… ¿Has visto qué figura tan perfecta…? Pues es de Schobber, un artesano austríaco, pero la distribuye Suke. Sí, tal como te lo digo… Te parecerá extraño, pero estoy deseando que El Artista pertenezca a Suke, te lo juro. Relacionar a ese jodido sicópata con Suke sería una buena forma de ponerlos en entredicho… Pero no tendremos tanta suerte.

Guardó el aerosol y colocó una mano ante la boca. Expulsó el aliento y lo olió. No pareció satisfecho con el resultado, o quizás era que la úlcera volvía a dolerle, Bosch no estaba seguro. Entonces se sentó y durante un instante permaneció en silencio.

– Malos tiempos para el arte, Lothar, malos tiempos para el arte. La figura del artista solitario y genial sigue vendiendo, pero con independencia del artista. Van Tysch se ha convertido en un mito, como Picasso, y los mitos ya están muertos aunque sigan vivos porque ya no necesitan crear para vender; les basta con firmar el tobillo, el muslo o la nalga de sus obras. Sin embargo, sus obras son siempre las que mejor se venden y, por tanto, las que más importan. Eso equivale a la muerte del artista, claro. Y éste es el destino del arte actual, su meta inevitable: la muerte del artista. Regresamos a los tiempos prerrenacentistas, cuando pintores y escultores eran considerados poco menos que hábiles artesanos. Ahora bien, la pregunta es… Si los artistas han dejado de ser útiles para el arte pero resultan imprescindibles para el negocio, ¿qué debemos hacer con ellos?

Benoit acostumbraba a plantear preguntas sin esperar una respuesta específica. Bosch, que lo sabía, guardó silencio permitiéndole proseguir.

– Esta mañana Stein sugirió algo curioso: cuando Van Tysch desaparezca, tendremos que pintar otro. El arte tendrá que crear a sus propios artistas, Lothar: no para ser arte, porque no los necesita, sino para producir dinero. Hoy día cualquier cosa puede ser una obra de arte pero sólo un nombre llegará a valer tanto como el de Van Tysch. De modo que tendremos que esforzarnos para pintar a otro Van Tysch, sacarlo de la nada, otorgarle los colores apropiados y hacerlo resplandecer en el mundo. ¿Cómo dijo Stein…? Espera que recuerde sus palabras exactas… Me las aprendí de memoria porque me parecieron… Ah, sí. «Debemos crear a otro genio que siga guiando los pasos ciegos de la humanidad, y a cuyos pies los poderosos puedan continuar depositando sus tesoros…» Fuschus, me encanta. -Se detuvo un instante y frunció el ceño-. Pero menuda tarea, ¿no? Crear la capilla Sixtina siempre fue más fácil que crear a Miguel Ángel, ¿no crees?

Bosch asintió sin demasiado interés.

– ¿Cómo va vuestra investigación, Lothar? -preguntó Benoit de repente.

Bosch sabía percibir cuándo llegaba el turno, para Benoit, de las preguntas que exigían respuesta.

– Paralizada. Estamos esperando los informes de Rip van Winkle.

«No confíes en nadie -le había advertido Wood-. Diles que nos hemos quedado quietos. A partir de ahora tendremos que jugar en solitario.»

– ¿Y April? ¿Dónde está?

– Se ha marchado urgentemente a Londres. Su padre ha empeorado.

Era cierto que Wood había tenido que regresar a Londres el fin de semana debido al estado de salud de su padre. Pero le había dicho a Bosch que seguiría trabajando desde allí. La naturaleza de ese trabajo no la conocía ni siquiera él, pero le parecía obvio que la señorita Wood había diseñado su propio plan de contraataque. Bosch confiaba en aquel plan.

Se despidió de Benoit en cuanto pudo. Necesitaba descansar un poco. En la puerta, el director de Conservación lo detuvo con un gesto mientras volvía a rociarse la garganta de aerosol contra el mal aliento.

– Si puedes, calienta un poco los traseros de la gente del BAH. Están montando una fiesta para la semana de la inauguración. La policía habla de unos cinco mil procedentes de varios países. Eso estaría muy bien.

El grupo BAH era una de las organizaciones internacionales que más se oponían al arte hiperdramático. Su fundadora y líder, la periodista Pamela O'Connor, acusaba a artistas como Van Tysch o Stein de violación de derechos humanos, pornografía infantil, trata de blancas y degradación de la mujer. Sus quejas eran escuchadas y sus libros de denuncia se vendían muy bien, pero ningún tribunal le hacía caso.

– No creo que tiren cohetes, Paul -observó Bosch-. La gente de Pamela O'Connor se cansa incluso de escribir pancartas.

– Lo sé, pero me gustaría que los irritaras un poco, Lothar.

Necesitamos cierto grado de escándalo. En esta inauguración todo juega en contra nuestra, empezando por el título. ¿A quién diablos le importa Rembrandt hoy día, salvo a cuatro o cinco gilipollas especialistas en arte antiguo? ¿Quién va a pagar por venir a ver un homenaje a Rembrandt? El público vendrá a ver lo que ha hecho Van Tysch con Rembrandt, que no es lo mismo. Esperamos numerosos visitantes, pero necesitamos el doble o más. Las colas deberían llegar a Leidseplein. Un altercado entre miembros del BAH y de nuestro equipo de seguridad sería ideal… Varios periodistas situados en el lugar oportuno, fotos, noticias… La verdad es que grupos como el BAH son muy útiles. Stein, incluso, nos ha propuesto que lo financiemos en secreto, ¿puedes creerlo?

Bosch podía creerlo.

– Haz todo lo posible por caldear el ambiente -le guiñó un ojo Benoit.

– Intentaré pensar en positivo -replicó Bosch.

Se marchó sin haber hablado con Benoit del tema que más le importaba: la presencia de Danielle en la exposición.


La muchacha que está de pie junto al árbol lleva tan sólo un albornoz blanco y corto atado a la cintura, impropio para salir a la calle o permanecer quieta al aire libre. Pero otras cosas nos intrigan más de su aspecto. Por ejemplo, alguien le ha dibujado cejas, pestañas y labios con un pincel y su cabello es de un color bermellón reluciente y huele a óleo. La piel que podemos contemplar, la de la cara, cuello, manos y piernas, revela un lustre artificial, como si estuviera plastificada. Sin embargo, por rara que sea su apariencia, algo en su mirada, algo que nada tiene que ver con el disfraz de pintura ni con su absurdo vestuario, un rasgo profundo, previo a toda figura y todo dibujo, pero visible, colocado ahí, dentro de sus ojos, nos impulsaría quizás a detenernos e intentar conocerla mejor. Un niño quedaría fascinado ante los maravillosos colores de su cuerpo. A un adulto le intrigaría más su forma de mirar.

El hombre que está de pie frente a ella es uno de los mayores artistas de este siglo; en el futuro será considerado uno de los más grandes de todos los tiempos. Saber esto nos llevará a pensar que su aspecto está marcado por la celebridad. Es un hombre alto y esbelto, de unos cincuenta años. Viste completamente de negro y lleva unas gafas colgando del cuello. El rostro es alargado y estrecho, rematado por abundante pelo azabache que clarea en las patillas. La frente es amplia y está surcada de líneas. Dos líneas más negras, como engrosadas por la insistencia del lápiz, forman las cejas. Los ojos son grandes y oscuros pero los párpados penden ligeramente, de manera que la mirada se muestra a medias, siempre capaz de mirar más. La nariz es recta y ostentosa. El rictus de los labios está enmarcado por un bigote y una perilla compactos. No hay ni una sola mancha de barba en sus mejillas. Nos esforzamos por abstraer sus facciones del recuerdo de fotos y reportajes, del conocimiento del hombre al que pertenecen, y, tras meditar con detenimiento, concluimos por fin que no: no hay nada especial en esta fisonomía, todo lo especial que tiene este rostro lo añado yo con lo que sé sobre él. Podría ser el médico que me atiende en la consulta, el asesino cuya foto destella una sola vez en la televisión, el mecánico que me devuelve el coche revisado.

Él no le había dirigido la palabra todavía. Había hablado con Uhl en holandés y Gerardo se apresuró a traducir sus instrucciones. Debía ponerse el albornoz y acompañarlo: al Maestro le gustaba pintar al aire libre. Salieron en silencio, Van Tysch caminando delante de ella. La temperatura de aquella tarde de viernes era excelente, quizás un poco fresca, pero a ella no le importaba. Tampoco le importó olvidar las zapatillas. Estaba demasiado nerviosa para preocuparse por esos detalles. Además, aunque el terreno de grava era incómodo, se hallaba acostumbrada a andar descalza. Van Tysch abrió la cancela y Clara se escabulló antes de que la puerta se cerrara. Atravesaron la vereda y continuaron por el césped hasta llegar al Plastic Bos, donde Gerardo la había llevado el día anterior. Los rayos de sol penetraban entre las ramas bajas. Eran como pinceladas de oro ejecutadas con tiralíneas. Van Tysch se detuvo y ella lo imitó. Se quedaron mirándose durante un rato.

El Plastic Bos se extendía como un charco en medio del pequeño bosque de pinos. Su área de veinte metros de largo por seis de ancho la demarcaban once árboles falsos que se diferenciaban de los de verdad sobre todo porque eran más bonitos y porque sus hojas producían una melodía de granizo cuando el viento soplaba con fuerza. A Clara no le parecía mal el Plastic Bos. Pensaba que encajaba con Holanda, país de paisajes de Vermeer y Rembrandt; de ciudades para duendes como Madurodam, con casitas, canales, iglesias y monumentos a escala; de diques y pólders donde las tierras han sido inventadas por la voluntad humana en su terca pugna con el mar. Se encontraba descalza sobre la tupida alfombra de césped de silicona, junto a uno de los árboles. El sol que descendía le daba en la cara pero ella procuraba no parpadear.

Quería mantener los ojos bien abiertos porque a tres metros de distancia estaba Bruno van Tysch.

– ¿Le gusta Rembrandt? -fue lo primero que dijo él, en correcto castellano.

Su voz era grave y majestuosa. En el teatro griego, voces como aquélla encarnaban a Zeus.

– No conozco mucho su pintura -respondió Clara. Su lengua, imprimada y amarilla, se había movido con esfuerzo.

Van Tysch repitió la pregunta. Era evidente que su respuesta no le había satisfecho. Clara buscó dentro de sí misma y extrajo toda su sinceridad.

– No -dijo-. La verdad es que no me gusta.

– ¿Por qué?

– Pues no sé. Pero no me gusta.

– A mí tampoco -replicó el pintor inesperadamente-. Por eso no me canso de mirar sus cuadros. Es conveniente enfrentarnos una y otra vez a lo que no nos gusta. Lo que no nos gusta es como un amigo honrado: nos ofende diciéndonos la verdad.

Hablaba en un tono apagado y cansino. Clara pensó que era un hombre inmensamente triste.

– Nunca lo había visto de esa manera -murmuró ella-. Es muy interesante esa opinión.

Pensó que Van Tysch no necesitaba de sus elogios y apretó los labios.

– ¿Su padre ha muerto? -preguntó él de repente.

– ¿Perdón?

Volvió a repetir la pregunta. Por un momento a Clara le pareció extraño que Van Tysch hubiera cambiado de tema con tanta brusquedad. El hecho de que conociera detalles de su biografía, sin embargo, no le sorprendía en absoluto. Supuso que el Maestro indagaba en la vida de cada uno de los lienzos que contrataba.

– Sí -respondió.

– ¿Por qué se asusta tanto por las noches?

– ¿Qué?

– Cuando mis ayudantes la despertaban haciendo ruidos en la ventana. ¿Por qué ponía esa cara de horror?

– No lo sé. Tenía miedo.

– ¿De qué?

– No sé. Siempre he tenido miedo de que alguien entre en mi casa de noche.

Van Tysch se acercó y movió la cabeza de Clara como una gema bajo la luz, sujetándola de la barbilla. Luego se apartó de ella dejando su cabeza ladeada hacia la derecha. Los rayos del sol enguirnaldaban las ramas. La atmósfera del bosque de plástico era húmeda, prismática, y las tangentes de luz se desmenuzaban en colores puros.

Él parecía observarla, pero ella no podía estar segura de eso.

– Mi madre era española -comentó Van Tysch.

Los increíbles cambios de tema eran, al parecer, la norma en el diálogo con aquel hombre. Clara lo aceptó sin problemas.

– Sí, lo sé -repuso ella-. Y usted habla muy bien el castellano, por cierto.

Otra vez se dio cuenta de su inútil elogio. Van Tysch prosiguió, como si no la hubiese escuchado:

– Yo nunca la conocí. Mi padre rompió todas sus fotos cuando ella murió, y nunca pude verla. Mejor dicho, la vi en los dibujos que le hizo. Eran acuarelas. Mi padre era buen pintor. Vi por primera vez a mi madre en las acuarelas de mi padre, de modo que no estoy muy seguro de que él no la embelleciera aún más. A mí me pareció muy, muy, muy hermosa. -Había pronunciado aquel triple «muy» con lentitud, evocando un sonido distinto cada vez, como si quisiera descubrir significados ocultos en la palabra entonándola de diversas maneras-. Pero quizá todo se debía al arte de mi padre. No sé si las acuarelas eran mejores o peores que el original, nunca lo he sabido, nunca he querido saberlo. No conocí a mi madre, eso es todo. Más tarde comprendí que eso es lo normal. Quiero decir que lo normal es no conocer.

Hizo una pausa y se acercó. Movió la cabeza de Clara hacia el lado opuesto pero pareció cambiar de idea y volvió a girarla del lado en que se encontraba. Retrocedió unos pasos y se acercó otra vez. Apoyó una mano en su nuca y le hizo inclinar la cabeza. Se puso las gafas de lectura que colgaban de su cuello y miró algo. Se las quitó y retrocedió unos pasos.

– Su padre también debió de morir joven -dijo.

– ¿Mi padre?

– Sí, su padre.

– Murió a los cuarenta y dos años de un tumor cerebral. Yo tenía nueve años.

– Entonces tampoco lo conoció. Sólo le quedan imágenes de él. Pero nunca lo conoció.

– Bueno, un poco sí. A los nueve años ya me había hecho alguna idea sobre él.

– Siempre nos hacemos alguna idea sobre las cosas que no conocemos -replicó Van Tysch-, pero eso no significa que las conozcamos mejor. Usted y yo no nos conocemos, pero ya nos hemos hecho una idea el uno del otro. Usted no se conoce a sí misma, pero ya se ha hecho una idea sobre usted.

Clara volvió a asentir. Van Tysch prosiguió.

– Nada de cuanto nos rodea, nada de cuanto sabemos o ignoramos, nos es completamente desconocido ni completamente conocido. Los extremos son invenciones fáciles. Sucede igual con la luz. No existe la oscuridad total, ni siquiera para un ciego, ¿no lo sabía? La oscuridad está poblada de cosas: formas, olores, pensamientos… Y observe la luz de esta tarde de verano. ¿Diría usted que es pura? Mírela bien. No me refiero sólo a las sombras. Mire entre los resquicios de la luz. ¿Advierte los diminutos grumos de tiniebla? La luz está bordada sobre una tela muy oscura, pero es difícil verlo. Hay que madurar. Cuando maduramos, entendemos por fin que la verdad es un punto intermedio. Es como si los ojos se nos acostumbraran a la vida. Comprendemos que el día y la noche, y quizá la vida y la muerte, no son sino grados de un mismo claroscuro. Descubrimos que la verdad, la única que merece tal nombre, es la penumbra.

Tras una pausa, como si hubiera reflexionado sobre lo que acababa de decir, repitió:

– La única verdad es la penumbra. Por eso todo es tan terrible. Por eso la vida es tan absolutamente insoportable y terrible. Por eso todo es tan espantoso.

A Clara no le pareció que pusiera emoción en lo que decía. Era como si pensara en voz alta mientras trabajaba. La mente de Van Tysch canturreaba en el vacío.

– Quítese el albornoz.

– Sí.

Mientras ella se desnudaba, él preguntó:

– ¿Qué sintió al morir su padre?

Clara estaba doblando el albornoz sobre una rama. El aire envolvía su cuerpo desnudo e imprimado como la caricia de un agua muy pura. La pregunta la hizo interrumpirse y mirar a Van Tysch.

– ¿Al morir mi padre?

– Eso es. ¿Qué sintió?

– No mucho. Quiero decir… No creo que lo sintiera tanto como mi madre y mi hermano. Ellos lo conocieron más y fue más duro para ellos.

– ¿Lo vio usted morir?

– No. Murió en el hospital. Estaba en casa cuando le dio una crisis, una convulsión. Se lo llevaron al hospital y no me dejaron ir a verle.

Van Tysch continuaba mirándola. El sol se había movido un poco e iluminaba parcialmente su rostro.

– ¿Ha soñado con él después?

– Algunas veces.

– ¿Cómo son esos sueños?

– Sueño con su… con su cara. Su cara se me aparece, me dice cosas raras, luego se va.

Un pájaro cantó y enmudeció. Van Tysch entornaba los ojos mirándola.

– Camine hacia allí -le dijo. Señalaba la sombra de un árbol falso.

La hierba plástica se aplastó dócilmente bajo sus pies descalzos. Van Tysch elevó el brazo derecho.

– Ahí está bien.

Se detuvo. Van Tysch se había colocado las gafas y se acercaba. El no la estaba tocando, apenas la trazaba con órdenes breves, pero ella ya se percibía distinta, con una fisonomía diferente, mejor dibujada que nunca. Estaba convencida de que su cuerpo haría todo lo que él le dijese sin esperar a que su cerebro lo aprobara. En cuanto a su mente, intentaría rendirla también a sus pies. Toda. Por completo. Lo que él dijera, lo que él quisiera. Sin límites.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Van Tysch.

– ¿Cuándo?

– Ahora.

– ¿Ahora?

– Sí, ahora. Dígame lo que está pensando. Dígame exactamente lo que está pensando ahora.

Decidió hablar casi sin necesidad de que las palabras acudieran a su cerebro.

– Pienso que jamás me había sentido así con ningún pintor. Que me he entregado a usted. Que mi cuerpo hace lo que usted dice casi antes de que usted lo diga. Y pienso que mi mente también tiene que entregarse. Estaba pensando eso cuando usted me preguntó qué pasaba.

Cuando terminó fue como si hubiera arrojado un lastre. Se revisó. Descubrió que no le quedaba nada por confesar. Guardó silencio como un soldado esperando órdenes.

Van Tysch se quitó las gafas. Parecía aburrido. Murmuró algunas palabras en holandés mientras sacaba del bolsillo un pañuelo y un pequeño frasco. En algún lugar del cielo rugió un avión. El sol agonizaba.

– Vamos a borrar estos rasgos -dijo, mojando una punta del pañuelo en el líquido del frasco y dirigiéndolo hacia su frente.

Ella no movió un músculo. El dedo de Van Tysch envuelto en el pañuelo raspaba su cara con fuerza. Cuando descendió hacia sus ojos se obligó a no cerrarlos, ya que él no le había dicho que lo hiciera. Imágenes débiles de Gerardo la visitaban como remotos ecos. Se había sentido bien cuando él le dibujó el rostro, pero ahora se alegraba de que Van Tysch lo borrara. Había sido una torpeza más por parte de Gerardo, como si un niño pintarrajeara en una esquina de un lienzo que Rembrandt pensaba usar. Le parecía increíble que Van Tysch no hubiera protestado.

Cuando finalizó, Van Tysch volvió a calarse las gafas. Por un momento ella creyó que no estaba satisfecho. Luego lo vio guardar el frasco y el pañuelo.

– ¿Por qué tiene miedo de que alguien entre en su casa de noche?

– No sé. De verdad, no lo sé. No recuerdo que me haya pasado nada nunca.

– Vi las grabaciones nocturnas que le hicimos y me sorprendí con las caras de terror que ponía usted cuando mis asistentes se acercaban a la ventana. Pensé que podíamos fijar alguna expresión de ese tipo. Pintarla así, quiero decir. Y quizá lo haga. Pero voy en busca de algo mejor…

Ella no dijo nada. Siguió mirándolo. Por encima de la cabeza de Van Tysch el cielo se oscurecía.

– ¿Qué sintió al morir su padre?

– Me sentí bastante mal. Fue un poco antes de las navidades. Recuerdo que esas navidades fueron muy tristes. Al año siguiente se me fue pasando.

– ¿Por qué ha parpadeado?

– No lo sé. Quizá su aliento. Al hablar, lo echa sobre mí. ¿Quiere que intente no parpadear?

– ¿Qué sintió al morir su padre?

– Mucha tristeza. Lloré mucho.

– ¿Por qué le excita tanto que alguien entre en su casa de noche?

– Porque… ¿Excitarme? No, no me excita. Me da miedo.

– No es usted sincera.

La frase la cogió desprevenida. Dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.

– No. Sí.

– ¿Por qué no es sincera?

– No sé. Tengo miedo.

– ¿De mí?

– No sé. De mí.

– ¿Está excitada ahora mismo?

– No. Un poco, quizá.

– ¿Por qué responde siempre dos cosas distintas?

– Porque quiero ser sincera. Decir todo lo que se me ocurre.

Van Tysch parecía vagamente irritado. Sacó un papel doblado del bolsillo de su chaqueta, lo desdobló e hizo algo inesperado. Se lo arrojó a ella a la cara.

El papel golpeó su rostro y planeó hasta el suelo de plástico. Cuando cayó, Clara pudo reconocerlo: era un maltrecho catálogo de Muchacha ante el espejo, de Alex Bassan. En el catálogo aparecía una foto en primer plano de su rostro.

– Vi esta foto cuando buscaba un lienzo para una figura de «Rembrandt» y me atrajo de inmediato el brillo que hay en su mirada -dijo Van Tysch-. Ordené que la contrataran, la hice tensar e imprimar y pagué por usted una fortuna para traería desde Madrid como material artístico. Pensé que ese brillo sería ideal para mi obra y que podría pintarlo mucho mejor que este tipo. ¿Por qué no lo consigo? En las grabaciones de la granja no lo he visto. Pensé que se relacionaría con su terror nocturno y ordené a mis ayudantes que saltaran al vacío esta madrugada con usted. Pero no creo que dependa de la tensión del momento, por eso he venido personalmente. Ahora mismo me ha parecido sorprenderlo durante una décima de segundo, cuando me acercaba a usted. Le pregunté qué había pasado. Pero no creo que el brillo se relacione con usted. Creo que es independiente de usted. Aparece y desaparece como un animal tímido. ¿Por qué? ¿Por qué de improviso sus ojos relumbran así?

Antes de que ella pudiese contestar, Van Tysch habló con otra voz. Era un susurro helado, una corriente galvánica.

– Me he cansado de hacerle preguntas para verlo aparecer y fijarlo en su mirada, pero usted responde a todo como una idiota y no veo lo que me interesa por ninguna parte. Se comporta como una niña guapita que buscara una oportunidad. Un cuerpo bonito que quiere ser pintado. Se considera muy bella y quiere destacar. Desea ser convertida en algo precioso. Cree ser un lienzo profesional, pero no sabe lo que es ser lienzo y morirá sin saberlo. Las grabaciones de la granja me lo han demostrado: como lienzo, es usted absolutamente mediocre. Lo único que me interesa de usted es lo que hay en sus ojos. Hay cosas dentro de nosotros que son más grandes que nosotros, y aun así, siguen siendo ínfimas. Por ejemplo, el tumor de su padre. Cosas diminutas pero más importantes que toda nuestra vida. Cosas que dan miedo. El arte se hace con esas cosas. De vez en cuando las sacamos afuera: a eso lo llamamos «purgar». Es como si vomitáramos. Para mí, usted es más despreciable que su vómito. Yo quiero su vómito. ¿Y sabe por qué?

Ella no respondió. Agradecía, de alguna forma, carecer de lágrimas, porque estaba deseando llorar.

– Dígame. ¿Sabe por qué lo quiero? -volvió a preguntar Van Tysch en tono indiferente.

– No -murmuró ella.

– Porque es mío. Está en usted, pero es mío. -Se golpeaba el pecho con el dedo índice-. Ese brillo que a ratos surge en sus ojos me pertenece. Yo fui quien lo vio primero, y por lo tanto es mío.

Se apartó, dio media vuelta y se alejó unos pasos. Clara lo oyó manipular algo. Cuando se volvió, pudo ver que sostenía una pipa que acababa de rellenar.

– De modo que aquí nos quedaremos, usted y yo, hasta verlo aparecer.

Acercó la llama de una cerilla a la cazoleta. La oscuridad que los rodeaba era cada vez más profunda. Arrojó al suelo la cerilla y la apagó con el pie.

– Ventajas de los bosques de plástico no inflamable -dijo.

Fue aquella inusitada broma, justo aquella pésima broma que él había intercalado en su helado discurso, lo que a ella le pareció más atroz. Tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para no decir ni hacer nada, para seguir mirándolo inmóvil.

– Voy a azuzar a ese animalito brillante de sus ojos para que salga de la madriguera -dijo Van Tysch-. Y cuando lo vea salir, lo atraparé. Lo demás no me interesa.

Y, tras una breve pausa, añadió:

– Lo demás sólo es usted.


Ignoraba cuántas horas llevaba inmóvil, de pie sobre la hierba de plástico, soportando la noche sobre su tersa desnudez. Se había levantado un viento frío, norteño. Las nubes cubrían el cielo. Un helor lento y profundo, que parecía provenir del interior de su cuerpo, horadaba su voluntad como un taladro. Pero intuía que su sufrimiento no provenía de las incomodidades físicas sino de él.

Van Tysch iba y venía. De vez en cuando se acercaba y contemplaba su rostro en la creciente oscuridad. Entonces torcía el gesto y se alejaba. En una ocasión se marchó. Estuvo ausente un tiempo indeterminado y regresó con lo que parecían unas frutas. Apoyó la espalda en un árbol de plástico y se puso a comer, ignorándola. Ella, a lo lejos, de pie e inmóvil, lo veía como una mancha oscura de largas piernas, una araña inmensa y esbelta. Luego lo vio echarse en la hierba y cruzar los brazos. Parecía dormitar. Clara sentía hambre, frío, intensos deseos de relajar la postura, pero nada de eso le preocupaba en aquel momento. Estaba intentando, ante todo, conservar intacta su voluntad.

En un momento dado Van Tysch se acercó de nuevo. Caminaba a trompicones, resoplando como una bestia enfurecida.

– Dígame -le espetó.

Ella no entendió. Él soltó entonces una especie de furioso alarido. La voz se le quebró a mitad de palabra, como la de un fumador veterano.

– ¡Dígame lo que sea!

A ella le costaba trabajo hablar. La poderosa inercia de silencio que había mantenido durante horas se lo impedía. Sin embargo, obedeció. Sus palabras emergieron de ella como si sólo la boca interviniera.

– Me siento mal. Quiero hacerlo lo mejor posible pero me siento mal porque usted me desprecia. Pienso que está usted loco o que es un cabronhijodeputa, puede que sea las dos cosas, loco y cabronhijodeputa. Le odio, y creo que usted quería que yo le odiara. No soporto que me desprecie. Antes usted me excitaba. Se lo juro. Me excitaba sentirme en sus manos. Ahora ya no. Empieza usted a importarme una mierda. Y aquí estoy.

Cuando terminó, comprendió que Van Tysch apenas la había escuchado. Seguía mirándola a los ojos.

– ¿Qué sintió al morir su padre? -preguntó Van Tysch.

– Alivio -dijo Clara de inmediato-. Su enfermedad era espantosa. Se quedaba en el sofá mucho tiempo y babeaba. Se tiraba pedos delante de mí y me sonreía como si fuera un animal. Un día vomitó en el comedor, se agachó y comenzó a buscar algo en el vómito. Estaba enfermo, pero yo no podía entenderlo. Mi papá había sido siempre una persona amable y culta. Adoraba la pintura clásica. Aquella cosa no era mi padre. Por eso me alivió su muerte. Pero ahora sé que…

– Cállese -dijo Van Tysch sin elevar la voz-. ¿Por qué le aterroriza que alguien entre de noche en su habitación?

– Tengo miedo de que alguien me haga daño. Tengo miedo de que alguien me haga daño. Le estoy diciendo todo lo que sé.

El viento había acrecido. En la rama del árbol más próximo, el albornoz osciló y terminó cayendo, pero Clara no lo supo.

– La sinceridad nos cuesta, ¿no es cierto? -gruñó Van Tysch-. Nos han enseñado que es lo opuesto a la mentira. Pero le diré algo. La sinceridad, para muchos, no es otra cosa que la obligación de no decir mentiras. Se trata también de un artificio.

– Intento ser sincera.

– Por eso no lo es.

Los faldones de la chaqueta de Van Tysch se agitaban con el viento. Se había subido las solapas para proteger su cuello del frío y se frotaba las manos. Entonces, repentinamente, apuntó a la cabeza de Clara con el dedo índice.

– Ahí dentro se mueve algo, gira algo, se esconde algo que quiere salir. ¿Por qué es usted tan seria consigo misma? ¿Por qué se toma todo esto como si fuera un ejercicio militar? ¿Por qué no hace algo tonto? ¿Tiene ganas de vaciar la vejiga?

– No -dijo Clara.

– Inténtelo, no obstante. Orínese encima.

Lo intentó. No logró ni una gota.

– No puedo -dijo.

– ¿Ve? Dice: «No puedo». Todo en usted es poder o no poder. «Puedo hacer esto, no puedo hacer lo otro…» Olvídese de usted por un momento. Lo que quiero es que entienda… No, no que entienda… Lo que quiero es decirle que usted no importa… En fin, para qué hablar si no me cree. -Hizo una pausa, como si se detuviera a escoger palabras más sencillas. Entonces prosiguió con lentitud, ayudándose de las manos-. Usted es un mero transporte de algo que yo necesito para mi obra. Mire, se lo digo con sinceridad, sé que le resulta difícil admitirlo, pero imagínese como una cáscara: yo quiero romperla, pero no porque la odie, no porque la desprecie, no porque la considere especial, sino porque busco lo que lleva dentro. El resto lo tiraré. Déjeme hacerlo.

Clara no dijo nada.

– Dígame, al menos, que no desea que lo haga -sugirió Van Tysch con calma, casi suplicando-. Opóngase a mí.

– Quiero darle lo que rae pide -tartamudeó Clara-, pero no puedo.

– Ah, ¿lo ve? «No puedo.» Le he tendido una pequeña trampa. Por supuesto que no puede. Pero ¿ve? Se está esforzando. No quiere aceptar su condición de mero vehículo. Es como si la cáscara pudiera partirse por sí sola, sin ninguna clase de presión. -Alzó una mano y la depositó en el hombro desnudo de ella con suavidad-. Está usted helada. Y fíjese cómo tiembla. ¿Ve cómo tengo razón? Ahora mismo está esforzándose. ¡Esforzándose! Lo mejor que podemos hacer es dejarlo.

Se apartó un instante. Cuando regresó, traía el albornoz.

– Vístase.

– Noporfavor.

– Vamos, vístase.

– Porfavornoporfavor.

Sabía perfectamente que Van Tysch estaba empleando una técnica pictórica bastante burda: la falsa compasión. Pero su pincelada había sido maestra. Algo dentro de ella había cedido. Lo sentía de la misma forma que podría haber sentido la llegada de la muerte. La simple idea de regresar a la casa le provocaba terror. Aquella casi intolerable posibilidad -volver a ponerse el albornoz y terminar con todo de un plumazo- había fragmentado algo muy duro en su interior. Sus hombros se agitaron. Comprendió que lloraba sin lágrimas.

Él la observó un instante.

– Es buena esta expresión -dijo-, bastante buena, pero no veo nada especial en sus ojos. Habrá que probar otra cosa.

Hubo un silencio. Clara cerró los ojos con fuerza. Van Tysch la miraba atentamente.

– Es increíble -susurró-. Su voluntad es enorme pero no puede suprimirse a sí misma. Tira de los músculos de su rostro. Mantiene las riendas tensas. Vamos, vamos… ¿Es que desea convertirse en una gran obra? ¿Acaso ha aceptado ser pintada por eso? ¿Desea ser una obra maestra…? Qué gran equivocación. Mire… Incluso ahora, al oírme, vea lo tensa que se pone… Su voluntad le susurra: «¡Debo resistir!».

Alzó una mano y le tocó un pecho. Lo hizo con indiferencia, como si manipulara un objeto intentando descubrir para qué servía. Clara gimió. Sus pechos estaban fríos y sensibles.

– Si la toco, si la utilizo, usted se vuelve un cuerpo, ¿lo ve? Su expresión cambia, y me agrada esa boca entreabierta, pero no es exactamente lo que busco… No, no es lo que busco… -Apartó la mano-. Muchos pintores han hecho muchas obras con usted, y todas muy bonitas. Es usted atractiva. Ha hecho art-shocks. Le encantan los desafíos. Perteneció a The Circle de adolescente. Se marchó a Venecia el año pasado a ser pintada por Brentano. Cuánta experiencia -ironizó Van Tysch-. La han convertido en un arquetipo del deseo. La han utilizado para excitar los bolsillos. Usted buscaba ser obra y ellos la han transformado en cuerpo. -Con el dedo índice le apartó el cabello de los ojos. Clara podía sentir su aliento a picadura de pipa-. Nunca me ha gustado que un lienzo pase por las manos de muchos pintores. Puede llegar a creerse que la pintura es él. Y el lienzo nunca, nunca es la pintura: sólo su soporte.

– ¡Yo sé muy bien lo que soy! -estalló Clara-. ¡Y ahora también sé lo que es usted!

– Falso. Usted no sabe lo que es.

– ¡Déjeme en paz!

Van Tysch la observaba fijamente.

– Esta expresión está mejor. Orgullo herido. Autocompasión. Es interesante ese temblor de labios. ¡Si lograra también el brillo sería perfecto…!

Hubo un largo silencio. Van Tysch se inclinó sobre ella acodándose encima de su hombro izquierdo. Su chaqueta rozaba el cuerpo desnudo de Clara y el peso de su brazo sobre el hombro la obligaba a mantenerse tensa. Ella notó que la miraba como a un interesante problema pictórico, un dibujo de trazo difícil o delicado del que no acababa de sentirse satisfecho. Desvió la vista de los ojos de Van Tysch. Transcurrió una eternidad hasta que oyó su voz de nuevo.

– Qué extraordinaria miseria somos los seres humanos. ¿Quién ha dicho que podemos, alguna vez, ser obras de arte? A mis «Flores» les duele la espalda. Mis «Monstruos» son criminales y tarados. Y «Rembrandt» es como una burla de los verdaderos cuadros de un verdadero pintor. Le contaré una anécdota. El arte hiperdramático lo inventó Vasili Tanagorsky. Llegó un día a una galería, durante la inauguración de una exposición de sus obras, se subió a un podio y dijo: «La pintura soy yo». Fíjese qué broma. Pero Max Kalima y yo éramos muy jóvenes entonces y nos lo tomamos en serio. Un día fuimos a visitarlo. Tenía demencia senil y estaba ingresado en un hospital. Por la ventana de su habitación se vislumbraba un precioso ocaso inglés. Tanagorsky lo contemplaba sentado en una silla. Al verme, señaló el horizonte y me dijo: «Bruno, ¿qué le parece mi último cuadro?». Y Kalima y yo nos reímos pensando que ahora hablaba en broma. Pero eso sí era serio. La naturaleza resulta, en conjunto, una obra mucho más admirable que el hombre.

Mientras hablaba deslizó un dedo por los rasgos de Clara: la frente, la nariz, los pómulos. Su codo continuaba apoyado en el hombro de ella.

– Qué terror… Qué gran terror el día en que un pintor sepa hacer una obra de arte de verdad con un ser humano.

¿Sabe cómo creo yo que sería esa obra? Una que todo el mundo aborrecería. Mi sueño consiste en hacer, algún día, una obra por la que se me insulte, se me desprecie, se me maldiga… Ese día habré hecho arte por primera vez en mi vida. -Se apartó de ella y le entregó el albornoz-. Estoy cansado. Mañana seguiré pintándola.

Dio media vuelta y echó a caminar. Parecía conocer perfectamente la dirección, pese a que la oscuridad ya era casi total. Clara lo siguió con las manos en los bolsillos del albornoz, tambaleante, tiritando de frío y calambres debido a la prolongada inmovilidad. En el porche aguardaban Gerardo y Uhl. Las luces del techo los encapuchaban de oro. Era como si nada hubiese sucedido: Clara creyó incluso que se encontraban en la misma posición en que recordaba haberlos visto por última vez. Gerardo tenía las manos en la cintura. En el Mercedes, aparcado frente a la casa, se agazapaba la silenciosa sombra de Murnika de Verne, la secretaria del Maestro.

De súbito, como si se le hubiera ocurrido algo, Van Tysch se detuvo a medio camino y se volvió. Clara también se detuvo.

– Acérquese más al coche -dijo Van Tysch-. Pero no mucho. Deténgase ahí.

Ella se desplazó hacia donde él señalaba. Toda la mitad superior de su cuerpo se reflejaba ahora en la luna negra opaca de la ventanilla del automóvil.

– Mire hacia la ventanilla.

Lo hizo. No vio otra cosa que su propio cuerpo envuelto en el albornoz y su pelo corto y rojo oscurecido por la noche. De repente, la sombra trémula de Van Tysch apareció junto a ella. Su tono de voz revelaba desesperación.

– ¡Ahora…! ¡He vuelto a verlo…! ¡En la foto del catálogo está usted frente a un espejo…! ¡Son los espejos…! ¡Los espejos le producen eso en los ojos! ¡He sido un imbécil! ¡Un verdadero imbécil!

Aferró a Clara del brazo y la arrastró hacia la casa. Al mismo tiempo gritaba frases a sus ayudantes, que desaparecieron velozmente por la puerta. Cuando Van Tysch y Clara entraron, Gerardo y Uhl estaban acercando uno de los espejos de cuerpo entero al centro del salón. El pintor situó a Clara frente a él.

– ¿Era esto…? ¿Era esto tan simple lo que buscaba…? ¡No, no me mire a mí! ¡Mírese usted…!

Clara contempló su propio rostro en el cristal.

– ¡Se mira a sí misma y se enciende! -exclamó Van Tysch-. ¡No puede evitarlo! ¡Se mira y se… se convierte en otra cosa…! ¿Le fascina ver su imagen?

– No sé -respondió ella tras una pausa-. Un día, cuando era niña, entré en un desván… Había un espejo, pero yo no lo sabía… Lo vi y me asusté…

– Retroceda.

– ¿Qué?

– Vaya hacia la pared y siga mirándose en el espejo desde allí… Así… Exacto, cuando se observa desde lejos, su expresión cambia… Se hace más intensa. En el coche, perdió eso al acercarse… ¿Por qué…? Necesita contemplarse de lejos… Necesita ver su imagen a cierta distancia… Su imagen lejana… ¿O quizá más pequeña…? ¡También vi aparecer esa expresión cuando me acerqué a usted en el Plastic Bos! ¡Pero en ese momento no había espejos a su…! -Se detuvo y alzó un índice-. ¡Yo llevaba gafas! ¡Gafas…! ¿Este objeto le dice algo?

Clara no creía haber dado muestras de un sobresalto especial, pero Van Tysch lo había notado. Se acercó a ella con las gafas puestas, cogió su cara entre las manos y le habló con una voz que casi era dulce.

– Cuente. Vamos, cuente. Hay cosas dentro de nosotros, leves, frágiles y domésticas como los niños. Detalles nimios pero más importantes que toda nuestra vida. Sé que está luchando por recordar algo así.

Una diminuta Clara observaba a Clara desde los cristales de las gafas de Van Tysch. Las palabras salieron de sus labios, obedientes, a infinita distancia de su mente aturdida.

– Sí, hay algo -susurró-. Pero nunca le di mucha importancia.

– Eso es exactamente lo que más importa -dijo Van Tysch-. Cuéntelo.

– Mi padre entró una noche en mi habitación… Sucedió cuando ya estaba enfermo…

– Continúe. Pero no deje de mirarse en mis gafas mientras habla.

– Me despertó. Me despertó y me asustó. Pero él ya estaba enfermo…

– Siga.

– Acercó mucho su rostro al mío… mucho…

– ¿Encendió una luz?

– Una lámpara en mi mesilla de noche.

– Siga. ¿Qué hizo después?

– Acercó mucho su rostro al mío -repitió Clara-. No hizo nada, sólo eso. Llevaba las gafas puestas. Las gafas de mi padre eran muy grandes. A mí siempre me lo parecieron. Muy grandes.

– Y usted se vio reflejada en ellas.

– Sí, creo que sí… Ahora recuerdo que… Vi mi rostro en los cristales. Por un momento pensé en un cuadro: la montura era gruesa y parecía el marco… Yo estaba dentro del cristal…

– ¡Siga! ¿Qué ocurrió entonces?

– Mi padre me dijo algunas cosas que no entendí. «¿Te pasa algo, papá?», le pregunté. Pero él sólo movió los labios. De repente, no sé por qué, pensé que no era mi padre quien estaba allí conmigo sino otra persona. «Papá, ¿eres tú?», le pregunté. Y él no me respondió. Aquello me dio mucho miedo. Volví a preguntarle: «¡Papá! ¡Dime, por favor, si eres tú!». Pero no me respondió. Me eché a llorar mientras él se marchaba de la habitación y…

– Es perfecto -dijo Van Tysch-. Cállese ya. Es perfecto. -Hizo señas a Gerardo y Uhl para que se acercaran-. Su expresión, ahora… Un rostro de horror y piedad, de amor y de espanto. Es perfecto. Ha aflorado. La he pintado. Es mía.

Se volvió hacia sus ayudantes y empezó a hablar en holandés. Ella comprendió que hablaba del cuadro. Les daba instrucciones. Había cambiado por completo de actitud, ya no se mostraba furioso ni emocionado. Era como si pensara en voz alta, abstraído por simples dificultades técnicas. Luego hizo una pausa y volvió a mirar a Clara. Sumida aún en la tensión de lo que acababa de recordar, ella sonrió débilmente.

– Pero nunca he creído que esto que me sucedió de niña me marcara de forma especial… Yo… Mi padre estaba muy enfermo y… y se comportaba así. No quería hacerme ningún daño… Yo lo entendí con el tiempo…

– A mí no me importa si la ha marcado o no -replicó Van Tysch con aspereza-. Soy pintor de personas, no sicoanalista. Además, ya le he dicho que usted no me importa en absoluto, de modo que ahórrese sus estúpidas observaciones. Ya tengo lo que buscaba. Colocaremos un espejo oculto frente a usted, de forma que el público no pueda verlo pero usted se refleje en él. Y ya está.

No volvió a dirigirse a Clara. Dio las últimas instrucciones a Gerardo y Uhl y abandonó la casa. El Mercedes arrancó. Después vino el silencio.


Regresó del baño envuelta en una toalla, con los cabellos de nuevo rubios, la ausencia de cejas, la piel imprimada. Gerardo estaba sentado en el suelo del salón con la espalda apoyada en la pared. Al verla aparecer, se levantó y le tendió un papel doblado. Se trataba de una fotocopia a color de un cuadro clásico.

– Supongo que ya puedes saberlo. Se titula Susana sorprendida por los ancianos. Rembrandt lo pintó hacia 1647. ¿Conoces la historia…? Es de la Biblia…

Se la contó. Susana era una joven virtuosa casada con un hombre virtuoso. Dos viejos jueces la acosaron cuando se disponía a tomar un baño en el jardín de su casa. Ella se negó a complacerlos y los ancianos la acusaron de adulterio. Fue condenada a muerte, pero Daniel, el juez sabio, la salvó en el último momento probando que la acusación era falsa.

– En el cuadro de Rembrandt, Susana, de cabello rojo oscuro, acaba de desnudarse, apenas le queda el camisón… Los dos viejos han aparecido por detrás… Se echan sobre ella… Ella tiene un pie dentro del agua, como si uno de los viejos la hubiese empujado…

La habían estado abocetando así desde el principio, le explicó: el pelo rojo, desnuda, vigilada por las noches, acosada y humillada por dos hombres. Todo el hiperdramatismo había girado alrededor de esas ideas.

– El dibujo ya está -dijo Gerardo-. Ahora queda acabar el cuadro. En estos días nos dedicaremos a perfilar la postura y el color corporal y a fijar tus expresiones hiperdramáticas. Te advierto que el trabajo seguirá siendo difícil, pero lo peor ha pasado ya. -Su tono revelaba un gran alivio-. Luego te iluminaremos con las lámparas de claroscuro y te colocaremos en el lugar destinado a la obra dentro del Túnel. -Tras una pausa, preguntó, sonriendo-: ¿Cómo te sientes después del vendaval?

– Bien -dijo ella. Y se echó a llorar.

Una fina y extraña humedad invadió entonces sus mejillas. La sensación fue tan sorprendente que, al pronto, no supo identificarla. Pero mientras buscaba la protección del cuerpo de Gerardo, descubrió que, por primera vez desde que la habían imprimado, volvía a tener lágrimas.


La mujer que avanza con paso enérgico hacia la casa tiene el pelo corto, es muy delgada y viste ropa deportiva de calidad: cazadora, blusa, vaqueros ceñidos y botas; lleva gafas de sol y un pequeño bolso en la mano izquierda. Su actitud envarada no encaja con el apacible lugar que la rodea. A ambos lados del terreno de grava por el que camina se extiende el césped perfectamente cortado, la sombra exacta de algunos árboles y una valla a lo lejos delimitando un prado donde pueden advertirse varios ponis con manchas color café. Más allá, el paisaje forma ondulaciones de colinas, alfombras de pastos crespos de hierba, manchas de matorrales y bosques, todo el ambiente húmedo e infinito de los páramos de Dartmoor al oeste de Inglaterra. La tarde está concluyendo y el sol se inclina a la izquierda de la mujer. La casa hacia la que se dirige posee dos cuerpos: uno alargado, con dos chimeneas y ocho ventanas, y el otro, perpendicular al primero, más pequeño. En la puerta de entrada aguarda una doncella en impecable uniforme. Es más bien obesa y su piel es muy blanca. Sonríe mientras la mujer se acerca, pero ésta no le devuelve la sonrisa. Un pájaro virtuoso, una de esas aves que sin duda intrigarían al naturalista, canta en algún lugar.

– Buenas tardes, señorita. Pase, por favor.

La doncella, risueña, de mejillas coloradas, tenía acento galés. Aunque Wood no contestó, no por eso la doncella perdió un ápice de su aparente felicidad. La casa era confortable y espaciosa; olía a maderas nobles.

– Tenga la bondad de esperar aquí, señorita. El señor la recibirá en seguida.

Era un salón inmenso; se accedía a él bajando por tres peldaños de piedra en semicírculo. Wood los bajó muy despacio, como si estuviera participando en algún espectáculo. Sus botas Ferragamo repicaron sobre la piedra. Por un momento pensó en quitarse las gafas de sol, pero el resplandor de la pared acristalada del fondo le hizo cambiar de decisión. Aquellas gafas Dior hacían juego con su pelo corto sobre el que se había aplicado algunos reflejos en canela. El asesor de belleza del salón al que solía acudir en Oxford Street le había aconsejado conjuntos deportivos en tonos tostados y cremas. Wood eligió una cazadora de fino algodón, una blusa sin cuello con cordones y pantalones ceñidos. El bolso era pequeño, poliédrico y ligero: parecía como si los dedos de su mano izquierda no sostuvieran nada.

Echó un rápido vistazo al lugar mientras esperaba de pie. Sobrio, amplio, cómodo y campestre, decidió. «Tiene más dinero, pero sus gustos no han variado», se dijo. Amplias alfombras indígenas, tresillos en colores discretos, una enorme chimenea y aquella pared de cristal al fondo con una puerta de doble hoja que daba paso a una especie de magnífico jardín del paraíso. Sólo había dos cuadros adornando la sala: uno junto a las puertas acristaladas y otro cercano a la pared de la derecha, más allá de la gigantesca alfombra. Este último era un chico rubio de unos veinte años, desnudo, que se cubría el pubis con las manos. No estaba pintado aunque sí ligeramente imprimado. Respiraba ostensiblemente, parpadeaba con frecuencia y parecía muy pendiente de los movimientos de Wood. Era como si no fuera un cuadro sino un muchacho normal y corriente, atractivo, sin ropa, de pie en la habitación. Se titulaba Retrato de Joe, y era de Gabriel Moritz. Moritz pertenecía a la escuela francesa del natural-humanismo. Wood conocía perfectamente aquella tendencia. El natural-humanismo rechazaba cualquier intento de convertir en arte a una persona, y por lo tanto se oponía frontalmente al hiperdramatismo puro. Para los humanistas los cuadros eran, sobre todo, seres humanos. Sus modelos carecían de pinturas corporales y se mostraban tal como aparecían en la vida cotidiana, desnudos o vestidos, posando casi sin entrar en Quietud. Los natural-humanistas presumían de no ocultar las imperfecciones de un cuerpo: Wood pudo observar la cicatriz de una herida probablemente infantil en la rodilla derecha de Retrato de Joe y la vírgula de una lejana operación de apendicitis. El chico parecía estar un poco harto de exhibirse. Mientras Wood lo observaba, carraspeó, hinchó el pecho y se pasó la lengua por los labios.

El otro cuadro era mejor, pero se inscribía dentro de la misma tendencia. Wood ya lo conocía y no precisó acercarse para leer su título: Muchacha en la sombra de Georges Chalboux. El cuerpo de Muchacha en la sombra era menos agraciado que el del Moritz. Parecía una estudiante universitaria que hubiera decidido gastarle una broma a alguien quitándose toda la ropa y quedándose inmóvil. Los atriles de ambos cuadros ostentaban los implementos característicos del mantenimiento de las obras humanistas: pequeñas bandejas con botellas de agua mineral y galletas que el cuadro podía ingerir en cualquier momento, letreros que podían colgarse de la pared e informaban de que la obra se había ido a descansar o estaba ausente, incluso un cartel que proclamaba: «Esta persona está trabajando de obra de arte. Por favor, respétela».

Wood apartó la vista de los cuadros e hizo balancear el mínimo bolso de un lado a otro mientras paseaba por el salón. Odiaba el arte humanista francés en todas sus ramas: el «sincerismo» de Corbett, el «democratismo» de Gerard Garcet y el «liberalismo absoluto» de Jacqueline Treviso. Cuadros que te pedían permiso para ir al baño o simplemente iban sin pedírtelo, exteriores que corrían a guarecerse si comenzaba a llover, obras que pactaban contigo las horas de trabajo e incluso la postura que debían adoptar, que se metían en tus conversaciones con otras personas, que tenían derecho a quejarse si algo les parecía mal o a pedirte que les dieras un poco si te veían comer cualquier cosa que les gustara. En lo que a ella respectaba, seguía prefiriendo el hiperdramatismo puro.

Oyó un ruido y se volvió. Hirum Oslo se aproximaba por la vereda del jardín cojeando y apoyándose en su bastón. Vestía un jersey y un pantalón en crema y una camisa roja Arrows. Era un hombre alto y apuesto. Su tez oscura contrastaba con los acentuados rasgos anglosajones heredados de su padre. Llevaba el pelo negro corto muy peinado hacia atrás y sus cejas eran densas y expresivas. Wood lo encontró igual que siempre, quizá un poco más delgado, con sus ojos tristes heredados de su madre hindú. Sabía que tenía cuarenta y cinco años, pero aparentaba casi cincuenta. Era un hombre preocupado, atento a todo lo que ocurría a su alrededor, deseoso de descubrir a una persona con problemas para poder tenderle la mano. Aquella profusión de solidaridad lo envejecía, en opinión de Wood: era como si parte de la lozanía de Oslo hubiera sido entregada a los demás.

Caminó hasta la puerta de cristal para recibirle. Oslo le sonrió, pero primero se detuvo a hablar con el cuadro de Chalboux.

– Cristina, puedes descansar cuando te apetezca -le dijo en francés.

– Gracias -sonrió el cuadro con un gesto de la cabeza.

Sólo entonces se volvió hacia Wood.

– Buenas tardes, April.

– Buenas tardes, Hirum. ¿Podríamos hablar sin que hubiera cuadros delante?

– Claro, vamos a mi despacho.

El despacho no estaba en la casa sino en un anexo al otro extremo del jardín. A Oslo le agradaba trabajar en medio de la naturaleza. Wood observó que no había perdido su afición: cultivaba plantas raras y las identificaba con pequeños letreros, como si fueran obras de arte. Mientras dejaba paso a Wood en un tramo más estrecho flanqueado de enormes cactus, Oslo le dijo:

– Estás muy atractiva.

Ella sonrió sin responder. Quizá para evitar el silencio, él añadió con rapidez:

– La retirada de cuadros de Van Tysch en Europa no es por razones de restauración, ¿verdad? ¿Me equivoco al pensar que tiene relación con tu presencia hoy aquí?

– No te equivocas.

Oslo avanzaba con lentitud debido a su cojera, pero la señorita Wood no tenía ningún problema en acomodarse a su paso. Parecía disponer de todo el tiempo del mundo. Las sombras se hicieron más espesas cuando penetraron bajo el frescor de los robles. Un murmullo de agua se dejaba oír desde algún lugar.

– ¿Qué tal el viaje? ¿Encontraste mi cubil con facilidad?

– Sí, tomé un avión hasta Plymouth y alquilé un coche. Tus indicaciones fueron exactas.

– Según para quién -opinó Oslo sonriendo-. Hay cerebros que se extravían en cuanto salen de Two Bridges. Hace poco me visitó uno de esos artistas que quieren poner música en sus cuadros. El pobre hombre estuvo dando vueltas durante dos horas.

– Veo que al fin encontraste tu refugio perfecto: un rincón solitario en medio de la naturaleza.

Oslo dudó en interpretar aquellas palabras de Wood en sentido plenamente positivo, pero, a pesar de ello, sonrió.

– Es mucho más agradable que Londres, desde luego. Y el clima es excelente. No obstante, hoy ha amanecido nublado. Si llueve, guardaré los exteriores. Nunca los dejo bajo la lluvia. Por cierto -Wood detectó un extraño cambio en su tono de voz-, te vas a llevar una sorpresa…

Habían llegado al sitio del que procedía el ruido del agua. Era un estanque artificial. De pie en el centro había un exterior.

Tras una pausa durante la cual Oslo intentó en vano explorar los sentimientos de Wood, dijo:

– Es de Debbie Richards. Honestamente, creo que Debbie es una gran retratista. Utilizó una foto tuya. ¿Te molesta?

La chica se hallaba de pie sobre una pequeña plataforma. El corte de pelo a lo garçon era exacto y las gafas Ray Ban muy similares a las que ella usaba, al igual que el traje sastre de minifalda pintado en verde. Había una importante diferencia (Wood no pudo menos que fijarse en aquel detalle): las piernas, desnudas, estaban corregidas y aumentadas. Eran largas y torneadas. Resultaban mucho más atractivas que las suyas. «Pero ya se sabe que un buen pintor siempre te embellece», pensó, cínicamente.

El retrato permanecía inmóvil en la postura en que había sido colocado. Tras él se alzaba una pared de piedra natural y a su derecha runruneaba una pequeña cascada. ¿Quién sería aquella chica tan parecida a ella? ¿O era todo un efecto de la cerublastina?

– Suponía que no te gustaban los retratos con ceru -comentó ella tras un silencio.

La risa de Oslo fue sobria.

– No me gustan, en efecto. Pero en este caso era imprescindible cierto parecido con el original. Lo tengo desde hace un año. ¿Te ha sentado mal que encargara un retrato tuyo? -agregó, mirándola con preocupación.

– No.

– Pues entonces no hablemos más sobre el tema. No quiero hacerte perder tiempo.

El despacho se hallaba en el interior de una pérgola de cristal. A diferencia del salón, era un caos de revistas, ordenadores y libros apilados en inestables columnas. Oslo insistió en despejar un poco la mesa y Wood le dejó hacer en silencio. Sin saber por qué con exactitud, se encontraba aturdida. Nada en su aspecto, sin embargo, lo evidenciaba. Pero los nudillos de la mano que aferraba el bolso estaban blancos.

Aquello había sido un golpe bajo, un maldito golpe bajo. No podría haber sospechado jamás que Oslo todavía quisiera recordarla, y de aquella forma tan romántica. Era algo absurdo, sin sentido. Hacía años que Hirum y ella no se veían. Por supuesto, ambos habían oído hablar del otro con cierta frecuencia, más ella de él. Desde que Hirum Oslo desertara de la Fundación y se convirtiera en el gurú del movimiento natural-humanista, casi no había publicación de arte que no lo mencionara para ensalzarlo o denostarlo. En aquel momento Oslo estaba guardando un manoseado ejemplar de su última obra, Humanismo en el arte HD, que Wood había leído. Durante el viaje en avión se había dedicado a planear la entrevista y había decidido comentarle algunos de los párrafos del libro: de esa forma -pensó- evitarían charlar sobre el pasado. Pero el pasado estaba allí, no había lugar en aquel despacho que no lo contuviera, no existía conversación alguna que lo evitara. Y, para colmo, el inesperado retrato de Debbie Richards. Wood volvió la cabeza y miró hacia el jardín. Divisó el retrato en seguida. «Lo ha colocado de modo que pueda verlo desde su sillón mientras trabaja.»Cuando Oslo terminó de recoger, se enfrentó a aquella pálida y delgada figura de gafas negras. «¿Se habrá enfadado? -pensaba-. Nunca muestra sus verdaderos sentimientos. Nunca sabes lo que realmente tiene por dentro.» Decidió de repente que su presunto enfado no le importaba. Ella era la menos indicada para reprocharle sus recuerdos.

– Siéntate. ¿Quieres tomar algo?

– No, gracias.

– Estoy preparando mi pequeña intervención de la semana que viene. Se va a celebrar una gran retrospectiva de exterioristas franceses. Habrá conferencias y mesas redondas. Pero, además, soy el principal responsable de la conservación de treinta de los cuadros, entre ellos diez menores de edad. Estoy intentando que los menores se exhiban menos tiempo y tengan más sustitutos. Y aún no he recibido los informes de exploración del terreno. Será en el Bois de Boulogne, pero necesito saber exactamente la ubicación. En fin…

Hizo un ademán como pidiendo disculpas por hablar de problemas que sólo a él concernían. Hubo una pausa. Oslo, que luchaba por evitar el incómodo silencio, respiró aliviado cuando Wood habló.

– Te va muy bien como asesor de Chalboux, por lo que veo.

– No puedo quejarme. El natural-humanismo francés comenzó con poco y ahora está de moda en gran parte de Europa. Aquí en Inglaterra aún somos reacios a importarlo, porque predomina la influencia de Rayback. Y también porque tendemos a preocuparnos menos por el prójimo. Pero algunos artistas ingleses ya están cambiando de actitud y se adhieren a la corriente humanista. Han descubierto de repente que pueden hacer grandes obras de arte y, al mismo tiempo, respetar a los seres humanos. No obstante, la situación en general es penosa.

Oslo hablaba en el tono sosegado de siempre, pero Wood podía percibir su emoción. Sabía que el tema le motivaba.

Un instante después, él suavizó su expresión.

– Pero supongo que no has venido desde Londres para interesarte por mis pequeñas responsabilidades. Cuéntame un poco sobre ti, April.

La señorita Wood obedeció con reticencia pero terminó hablando mucho más de lo que había supuesto. Comenzó con un ligero repaso a su vida privada. Su padre estaba en las últimas, le dijo, y la habían llamado urgentemente desde el hospital para advertirle que la muerte podía producirse de un momento a otro. Ella estaba muy ocupada en Amsterdam, pero se había visto obligada -así dijo, «obligada»

– a trasladarse a Londres durante aquellos días, por si se producía lo peor. Sin embargo, no había perdido el tiempo. Desde su casa de Londres había puesto faxes, enviado y recibido correo electrónico y mantenido conferencias con especialistas de todo el mundo y colaboradores de su equipo. Por último, había decidido contar también con la ayuda de Oslo. «Pero a mí ha preferido venir a verme», pensó él con un repunte de extraña alegría.

– Estamos en crisis, Hirum -concluyó Wood-. Y el tiempo se nos acaba.

– Haré cualquier cosa por ayudarte. Dime qué es lo que ocurre.

Wood lo puso al corriente en menos de cinco minutos. No le contó todo lo que había sucedido, pero dejó que lo imaginara. Tampoco le dijo el título de las obras que habían sido destruidas. Oslo la escuchaba en silencio. Cuando ella terminó, él preguntó de inmediato, en tono angustiado:

– ¿Qué cuadros han sido, April?

Wood lo miró un instante antes de responder.

– Hirum, lo que te voy a revelar es absolutamente confidencial, supongo que lo comprendes. Hemos logrado congelar la información. Salvo un pequeño grupo que hemos llamado «gabinete de crisis», nadie sabe nada, ni siquiera las compañías de seguros. Estamos preparando el terreno.

Oslo asentía con sus ojos negros y tristes muy abiertos. Wood le dijo el título de los dos cuadros y, durante un momento, hubo silencio. El murmullo del estanque se oía tamizado por los cristales. Oslo miraba hacia algún punto del suelo. Por fin dijo:

– Dios mío… Esa pequeña niña… Esa chiquilla… No lo lamento tanto por los dos criminales, pero esa pobre chiquilla…

Monstruos era un cuadro tan valioso, o incluso más, que Desfloración, pero Wood conocía perfectamente las teorías de Oslo. No había venido a discutir sobre eso.

– Annek Hollech… -decía Oslo-. Hablé con ella por última vez hace un par de años. Era encantadora pero se sentía perdida en ese mundo terrible de obras humanas. No ha sido sólo ese loco quien la ha asesinado. La hemos matado un poco entre todos. -De repente se volvió hacia Wood-. ¿Quién? ¿Quién puede estar haciendo esto? ¿Y por qué?

– Quiero que me ayudes a saberlo. Se te considera uno de los especialistas más importantes en la vida y la obra de Bruno van Tysch. Quiero que me digas nombres y motivos. ¿Quién puede ser, Hirum? No me refiero a quién está destruyendo los cuadros sino a quién le paga para que sean destruidos. Piensa en una máquina. Una máquina programada para cargarse las obras más importantes del Maestro. ¿Quién tendría motivos para programar una máquina así?

– ¿En quién estás pensando tú? -preguntó Oslo.

– Alguien que lo odiara lo suficiente como para querer hacerle mucho daño.

Hirum Oslo se retrepó en el asiento, parpadeando.

– Todo el que ha conocido a Van Tysch lo ama y odia profundamente. Van Tysch consigue producir obras maestras a base de crear estas contradicciones en las personas. Ya sabes que el principal motivo que me distanció de él fue comprobar que sus métodos de trabajo eran crueles. «Hirum -me decía-, si trato a los cuadros como personas, nunca haré con ellos obras de arte.»«Pero a quién se lo estoy diciendo -pensaba Oslo-. Mírala ahí sentada, con ese rostro cincelado en mármol. Dios mío, creo que la única persona que realmente la ha conmovido alguna vez ha sido Bruno van Tysch.»

– Bien es verdad que no puede decirse que la vida le haya ayudado a ser de otra forma. Su padre, Maurits van Tysch, era, probablemente, peor. ¿Sabías que colaboró con los nazis en Amsterdam…?

– He oído algo al respecto.

– Vendió a sus propios compatriotas, a judíos holandeses; los entregó a la Gestapo. Pero lo hizo con habilidad, apenas quedaron testigos. Jamás se pudo demostrar nada en su contra. Supo nadar y guardar la ropa. Incluso hoy día hay quien discute que Maurits fuera colaboracionista. No obstante, en mi opinión, ésa fue la razón de que emigrara al pequeño y pacífico pueblo de Edenburg inmediatamente después de la guerra.

En Edenburg conoció a aquella chica española, hija de exiliados de la guerra civil, y se casaron. Ella era casi treinta años más joven que él, e ignoro qué fue lo que le atrajo de Maurits. Sospecho que Maurits poseía esa cualidad que después su hijo heredaría por triplicado: la de dominar a los demás y convertirlos en marionetas de sus propios intereses. Al año de nacer Bruno, la madre murió de leucemia. Es fácil imaginar cómo terminó de amargar esto el carácter de Maurits. Y escogió a su hijo para desahogarse…

– Era restaurador, tengo entendido.

– Era un pintor frustrado -definió Oslo con un ademán-. Había aceptado aquel trabajo de restauración de lienzos en el castillo de Edenburg, pero su sueño dorado era ser artista. Resultó mediocre en ambos oficios. Solía azotar a Bruno con pinceles, ¿lo sabías?

– No estoy al tanto de la vida de mi jefe -respondió Wood con una breve sonrisa.

– Usaba pinceles de mango muy largo para acceder mejor a algunos de los cuadros colgados en las altas paredes del castillo. Los pinceles que quedaban inservibles por el uso no los tiraba. No creo que los guardara especialmente para azotar a Van Tysch, pero a veces lo hizo.

– ¿Te contó eso Van Tysch?

– Van Tysch no me ha contado nada. Es un cofre cerrado. Me lo contó Victor Zericky, su gran amigo de la infancia, su único amigo, quizá, porque Jacob Stein es tan sólo un idólatra. Zericky es historiador y sigue viviendo en Edenburg. Me concedió un par de entrevistas y pude reunir algunos datos.

– Continúa, por favor.

– Todo podría haber acabado aquí: un niño maltratado por su padre que después, tal vez, se hubiera convertido en otro restaurador y otro artista frustrado… Peor aún que Maurits, porque Bruno ni siquiera sabía dibujar bien -Oslo emitió una risita-. Sin embargo, no podemos negarle ese talento a su padre… Zericky me ha enseñado algunas acuarelas de Maurits que Van Tysch le regaló: son muy buenas… Pero entonces vino el milagro, el «cuento de hadas», como dicen los documentales de la Fundación: Richard Tysch, el millonario de Norteamérica, se cruzó en su vida. Y todo cambió para siempre.

Wood estaba tomando algunos datos en una libreta que había sacado del bolso. Oslo hizo una pausa y dejó vagar la mirada por la oscuridad creciente del jardín.

– Richard Tysch fue el hombre que hizo posible que el Maestro se convirtiera en el amo de un imperio. Era un loco, un multimillonario inútil y excéntrico, heredero de una fortuna que dilapidó y de varias empresas del acero que se apresuró a vender en cuanto su padre murió. Había nacido en Pittsburg, pero se creía heredero directo de los Pilgrim Fathers, los pioneros holandeses en Estados Unidos, y le obsesionaba averiguar datos sobre su estirpe. Indagó en el origen de su apellido. Al parecer, los Van Tysch de Rotterdam se dividieron en dos ramas durante el período floreciente de la Compañía de las Indias Occidentales. Un antepasado se trasladó a Norteamérica y de él procedían los Tysch del acero y los negocios. Richard Tysch quería conocer a la «otra rama», la mitad europea de su familia. En aquella época, las únicas dos personas con ese apellido eran el padre de Bruno y su tía Dina, que vivía en La Haya. Tysch viajó a Holanda en 1968 y visitó por sorpresa a Maurits. Tenía previsto hacer un viaje rápido, sin mayor importancia. Charlaría con Maurits sobre arte (se había enterado de que era restaurador), se llevaría algún recuerdo y regresaría a Estados Unidos cargado de fotos y de «raíces» históricas. Pero se encontró con Bruno van Tysch.

Oslo contemplaba las filigranas de la empuñadura de su bastón. Las acarició distraídamente mientras continuaba.

– ¿Has visto fotos de Bruno cuando era niño? Era increíblemente atractivo, con su pelo negro espeso, su tez pálida y sus ojos oscuros, una mezcla de latino y anglosajón. Un verdadero pequeño fauno. Tenía fuego en los ojos, ¿no te parece? Victor Zericky afirma, y yo le creo, que era capaz de hipnotizar a la gente. Las niñas del pueblo estaban locas por él, incluso las mayores. Y te aseguro que no pocos hombres lo deseaban. En aquella época tenía trece años. Richard Tysch lo conoció y perdió por completo la razón. Lo invitó a pasar el verano en su mansión de California, y Bruno aceptó. Supongo que a Maurits no le pareció mal, teniendo en cuenta lo generoso que era aquel dios recién llegado del otro lado del Atlántico. A partir de entonces siguieron viéndose cada verano y manteniendo una dilatada correspondencia durante los períodos escolares de Bruno. Van Tysch destruyó esa correspondencia después. Hay quien habla de una relación al estilo Sócrates y Alcibíades, y hay quien aventura cosas más desagradables. Lo único cierto es que, seis años después, Richard Tysch le legó toda su fortuna a Bruno y se disparó su escopeta de caza en la boca. Lo encontraron sentado en un tronco de columna en su palazzo de las afueras de Roma. Su cerebro decoraba los mosaicos de la pared. Actualmente, el palazzo pertenece a Van Tysch, así como el resto de sus propiedades en Europa. Fue un testamento sorprendente, ya puedes imaginarte. Por supuesto, su escasa y mal avenida familia lo impugnó, pero sin éxito. Si a eso añadimos que Maurits había muerto dos años antes, podremos concluir que Bruno, de repente, dispuso de todo el dinero y la libertad del mundo.

Algo distrajo a Oslo y lo interrumpió: dos operarios habían llegado al jardín y ayudaban a la modelo del retrato de Wood a saltar fuera del estanque. Ya había finalizado su exhibición. Oslo estuvo contemplando la operación de retirada de la obra mientras hablaba.

– Hay que reconocer que Bruno supo emplear bien ambas cosas. Viajó por Europa y América y se estableció un tiempo en Nueva York, donde conoció a Jacob Stein. Antes había estado en Londres y París, y trabado contacto con Tanagorsky, Kalima y Buncher. No es extraño que el arte hiperdramático lo entusiasmara: había nacido para ordenarle a otros lo que tenían que hacer. Fue siempre un pintor de personas, incluso antes de que Kalima teorizara sobre el nuevo movimiento. Utilizó su fortuna para convertir el arte HD en el más importante de este siglo. La verdad, le debemos mucho a Van Tysch -agregó Oslo con más cinismo del que pretendía.

– Por este lado no sacaremos nada -dijo la señorita Wood, golpeando la libreta con el lápiz-. Según lo que me cuentas, Van Tysch podría tener tantos enemigos como admiradores.

– En efecto.

– Habrá que enfocarlo de otra manera.

En el jardín, la modelo del retrato de Debbie Richards se había desnudado por completo y uno de los operarios doblaba cuidadosamente la ropa pintada al tiempo que otro le tendía el albornoz. Wood observó el cuerpo de la chica (que incluso descalza era varios centímetros más alta que ella) y se preguntó vagamente si Oslo la veía a ella así de atractiva. Las líneas de la máscara de cerublastina resultaban perceptibles alrededor de su cuello. ¿Cómo sería su verdadero rostro? No lo sabía; no quería saberlo.

Mientras reflexionaba, Wood se quitó las gafas de sol y se frotó los ojos. Oslo pensó: «Dios mío, qué delgada está, qué demacrada». Barruntó que los problemas nerviosos de la señorita Wood en relación con la comida habían aumentado en aquellos últimos años. El «perro guardián» se estaba quedando en los huesos.

Él la había conocido cuando aún era cachorro.

Fue en Roma, en 2001, durante unos cursos sobre cuidado de cuadros exteriores que impartía Oslo en la ciudad. Nunca supo qué le atrajo tanto de aquella chica delgada de apenas veintitrés años. A primera vista parecía sencillo saberlo: April Wood era hermosa, vestía con llamativa elegancia y su cultura e inteligencia resultaban notables. Pero había algo en ella que provocaba el inmediato rechazo de la gente. En aquel tiempo trabajaba como directora de Seguridad para Ferrucioli y, pese a que ya era rica, vivía sola y carecía de amigos íntimos. Oslo creyó descubrir qué era lo que la marginaba: un odio lento y profundo como un veneno subterráneo. La señorita Wood derramaba odio por todos sus poros.

Con la infinita paciencia que le caracterizaba a la hora de ayudar a los demás, Oslo se propuso ofrecerle el antídoto adecuado. Logró reunir algunos datos sobre su vida. Supo que su padre, un marchante inglés afincado en Roma, había presionado a April cuando era adolescente para que se hiciera lienzo. Y supo que ella estaba en tratamiento por un problema de anorexia nerviosa que venía arrastrando desde la época en que su padre quería hacer de ella una obra de arte a toda costa. «Llamaba a varios pintores mediocres para que me abocetasen desnuda -le confesó April un día-. Luego tomaba fotos y las enviaba a los grandes maestros. Pero descubrí a tiempo que no tenía paciencia para ser lienzo. Entonces me dediqué a protegerlos.» Sin embargo, para ella, «proteger cuadros» significaba exactamente eso. Era como si no los considerara seres humanos. Las discusiones entre ellos a este respecto eran frecuentes. Entonces Oslo comprendió que el peor veneno de Wood era Wood. Un antídoto contra aquel veneno sólo habría logrado hacerle más daño.

Cuando Wood entró en la Fundación como flamante directora de Seguridad, la distancia que los separaba aumentó. En 2002 los encuentros se espaciaron más y en 2003 la ausencia tendió su frío relente sobre ambos. La palabra «fin» no se había pronunciado nunca. Seguían siendo amigos, pero sabían que todo lo que había existido entre ellos había terminado.

Él creía que todavía la amaba.

Wood dejó las gafas sobre el escritorio y lo miró.

– Hirum, seré sincera contigo: estoy en desventaja frente al tipo que destruye los cuadros.

– ¿En desventaja?

– Alguien de nosotros lo ayuda. Alguien de la Fundación.

– Dios mío -murmuró Oslo.

Durante un ligerísimo instante, una débil fracción de segundo, a él le pareció que ella se convertía de nuevo en una niña. Oslo sabía que detrás de aquella fortaleza inexpugnable se escondía, temerosa, una pobre y solitaria criatura que asomaba de vez en cuando a su mirada, pero comprobarlo en aquel momento lo sobresaltó. Sin embargo, el instante pasó pronto. Wood volvió a tensar las riendas de su rostro. Ni siquiera con cerublastina podría elaborarse una máscara más perfecta que las facciones reales de la señorita Wood, pensaba Hirum Oslo.

– Ignoro quién puede ser -prosiguió ella-. Quizás alguien comprado por un grupo de la competencia. En todo caso, capaz de suministrar información privilegiada sobre turnos de agentes de custodia, lugares de confinamiento y cosas así. Estamos vendidos, Hirum, por dentro y por fuera.

– ¿Lo sabe Stein?

– Fue al primero a quien se lo conté. Pero se negó a ayudarme. Ni siquiera va a intentar que la próxima exposición se suspenda. Ni Stein ni el Maestro quieren inmiscuirse en el asunto. El problema de trabajar para grandes artistas es que tienes que averiguarte la vida por ti mismo. Ellos están a otra altura, en otro nivel. Me consideran un perro guardián, incluso me llaman así, y no les censuro: ése es exactamente mi oficio. Hasta ahora se han mostrado satisfechos conmigo. Pero ahora estoy sola. Y necesito ayuda.

– Me has tenido siempre, April, y me tienes ahora.

Se oyeron risas procedentes del jardín. Eran jóvenes de ambos sexos. Se acercaban a la pérgola hablando y riendo, como una excursión de estudiantes. Vestían ropa deportiva y llevaban bolsas al hombro pero las pieles brillaban tersas como espejos pulidos bajo las recientes luces eléctricas que habían comenzado a encenderse entre los árboles. La aparición fue casi sobrenatural: ángeles de cuerpos delineados, seres de un universo remoto del que Hirum Oslo y April Wood se consideraban desterrados y a los que era muy difícil mirar sin añoranza. Tras disculparse con Wood, Oslo se levantó y abrió la puerta del despacho.

Wood comprendió de inmediato que se trataba de un ritual diario: los cuadros de Oslo se despedían así de su dueño. Reconoció al Chalboux y al Moritz entre ellos. Oslo les hablaba y sonreía. Bromeaba. Ella pensó en su propia casa de Londres. Tenía más de cuarenta obras y casi la mitad de adornos humanos. Algunos eran tan caros que seguían posando incluso cuando se ausentaba, aunque permaneciera fuera durante semanas. Pero Wood no cruzaba ni dos palabras con ninguno. Apagaba sus cigarrillos sobre Ceniceros que eran hombres desnudos, encendía Lámparas adolescentes de sexo depilado y virgen, dormía junto a un óleo formado por tres jóvenes pintados de azul en perenne equilibrio, se aseaba al lado de dos muchachas arrodilladas que sostenían con la boca jaboneras de oro, y en ningún momento, ni siquiera cuando por fin se marchaban a descansar tras una jornada completa de trabajo en su casa, se le había ocurrido hablarles. Sin embargo, Oslo se relacionaba con sus cuadros como si fuera un padre cariñoso.

Tras despedirse de sus lienzos, Hirum Oslo regresó al asiento y encendió la lámpara del escritorio. La luz destelló en los ojos fríos y azules de Wood.

– ¿A qué hora tienes que irte? -preguntó.

– A la que quiera. Tengo un avión privado esperándome en Plymouth. Y si no quiero conducir, puedo llamar a un chófer para que me recoja. No te preocupes por eso.

Oslo juntó las yemas de los dedos. Su semblante reflejaba preocupación.

– Has pensado en la policía, imagino.

La sonrisa de Wood estaba lastrada por el cansancio.

– Ese tipo tiene detrás a la policía de Europa entera, Hirum. Recibimos ayuda de organismos y departamentos de defensa que sólo se ponen en marcha en casos muy concretos, cuando está en juego la seguridad o el patrimonio cultural de los países miembros. La globalización ha dejado muy anticuados los métodos de Sherlock Holmes, supongo, pero yo soy de las que prefieren los métodos anticuados. Además, los informes de estos sistemas van a parar al gabinete de crisis, y estoy convencida de que uno de los miembros de ese gabinete es el tipo que colabora con nuestro hombre. Pero lo peor de todo es que no dispongo de tiempo. -Hizo una pausa y añadió-: Sospechamos que va a intentar destruir uno de los cuadros de la nueva colección, y lo hará ahora, durante la exposición. Quizá dentro de una semana o de dos, tal vez antes. Puede que incluso ataque el mismo día de la inauguración. No va a esperar mucho más. Hoy es martes 11 de julio, Hirum. Quedan cuatro días. Estoy de-ses-pe-ra-da. Mis hombres trabajan día y noche. Hemos diseñado planes de protección muy complejos, pero ese tipo también tiene un plan, y nos esquivará como nos ha esquivado antes. Va a cargarse otro cuadro. Y yo tengo que impedirlo.

Oslo meditó un instante.

– Descríbeme un poco su modus operandi.

Wood le contó el estado en que habían sido encontrados los cuadros y el uso del cortalienzos. Y añadió:

– Graba la voz de los lienzos diciendo cosas curiosas que, suponemos, les obliga a leer. Te he traído copias escritas de ambas grabaciones.

Sacó unos papeles doblados del bolso y se los entregó. Cuando Oslo terminó de leer, el jardín estaba a oscuras y en silencio.

– «El arte que sobrevive es el arte que ha muerto» -reflexionó-. Es curioso. Parece una declaración de principios sobre el arte hiperdramático. Tanagorsky decía que el arte HD no sobreviviría porque estaba vivo. Puede parecer una paradoja, pero así es: se hace con personas de carne y hueso, y por tanto es efímero.

Wood había abandonado la libreta de notas y se inclinaba hacia adelante apoyando los codos en la mesa.

– Hirum, ¿crees que estas frases evidencian un conocimiento artístico profundo?

Oslo enarcó las cejas y reflexionó antes de responder.

– Es difícil determinarlo, pero creo que sí. «El arte también es destrucción -dice en otro momento-. Antes era sólo eso.» Y cita a los artistas de las cavernas y luego a los egipcios. Yo lo interpreto de esta forma: hasta el Renacimiento, hablando grosso modo, los artistas trabajaron para la «destrucción» o para la muerte: bisontes en las cuevas, figuras en las tumbas, estatuas de dioses terroríficos, descripciones medievales del infierno… Pero a partir del Renacimiento el arte comenzó a trabajar para la vida. Y así continuó hasta la segunda guerra mundial, lo creas o no. A partir de ese conflicto, hubo un repliegue de las conciencias, por así decirlo. Los pintores perdieron la virginidad, se hicieron pesimistas, dejaron de creer en su propio oficio. Aún en pleno siglo XXI seguimos padeciendo esas consecuencias. Todos nosotros somos herederos de esa guerra espantosa. He aquí la herencia de los nazis, April. He aquí lo que los nazis consiguieron…

La voz de Oslo había perdido intensidad. Era sombría como el anochecer que los rodeaba. Hablaba sin mirar a Wood, con la vista fija en el escritorio.

– Siempre hemos pensado que la humanidad era un mamífero capaz de lamerse sus propias heridas. Pero en realidad somos delicados como un gran cuadro, una hermosa y terrible pintura mural que lleva creándose a sí misma desde hace siglos. Eso nos vuelve frágiles: los arañazos sobre el lienzo de la humanidad son difíciles de reparar. Y los nazis rasgaron la tela hasta hacerla jirones. Nuestras convicciones se hicieron trizas y sus fragmentos se desperdigaron por la historia. Ya no había nada que hacer con la belleza: sólo añorarla. Ya no podíamos regresar a Leonardo, Rafael, Velázquez o Renoir. La humanidad se convirtió en un superviviente mutilado con los ojos abiertos hacia el horror. He ahí el verdadero logro de los nazis. Los artistas aún sufren esa herencia, April. En este sentido, sólo en este sentido, puede decirse que Hitler ha ganado la guerra para siempre.

Elevó sus ojos tristes hacia Wood, que lo escuchaba en silencio.

– Como me ocurría en la universidad, hablo demasiado -dijo sonriendo.

– No. Sigue, por favor.

Oslo observaba la empuñadura de su bastón mientras proseguía.

– El arte siempre fue muy sensible a los vaivenes históricos. La pintura de posguerra se deshizo; los lienzos estallaron en colores fuertes, se resolvieron en una revolución enloquecida de cosas amorfas. Los movimientos, las tendencias, resultaban efímeras. Un pintor llegó a afirmar, con razón, que las vanguardias sólo eran la materia con que se elaboraba la tradición del día siguiente. Aparecieron las action paintings, los encuentros y las acciones, el pop art y el arte inclasificable. Las escuelas nacían y morían. Cada pintor se convirtió en su propia escuela y la única regla admisible era no acatar ninguna regla. Entonces nació el hiperdramatismo, que, en cierto modo, se relaciona con la destrucción más que ningún otro movimiento artístico.

– ¿De qué forma? -preguntó Wood.

– Según Kalima, el gran teórico del HD, lo humano no sólo es contrario al arte, sino que lo anula. Lo dice textualmente en sus libros, no me lo estoy inventando. Para expresarlo en términos simples: una obra HD es tanto más artística cuanto menos humana sea. Los ejercicios hiperdramáticos tienden a ese fin concreto: despojar al modelo de su condición de persona, sus convicciones, su estabilidad emocional, su firmeza, arrebatarle la dignidad para transformarlo en una cosa con la que poder hacer arte. «Debemos destruir al ser humano para crear la obra», dicen los hiperdramatistas. He aquí el arte de nuestra época, April. He aquí el arte de nuestro mundo, de nuestro nuevo siglo. No sólo han acabado con los seres humanos: también han acabado con todas las otras artes. Vivimos en un mundo hiperdramático.

Oslo hizo una pausa. Wood volvió a pensar, inexplicablemente, en el retrato de Debbie Richards. En aquella mujer más atractiva que ella a quien Hirum conservaba en su casa para recordarla a ella.

– Como suele suceder -prosiguió Oslo-, esta tendencia salvaje ha desencadenado reacciones opuestas. Por un lado, aquellos que opinan que hay que alcanzar el extremo máximo y degradar a la persona hasta límites inconcebibles: así nacieron los art-shocks, las hipertragedias, los animarts, la artesanía humana… Y el colofón de todo, la degradación suprema: el aberrante arte manchado… Por otro lado, los que consideran que pueden crearse obras de arte con los seres humanos sin degradarlos ni humillarlos. Y así nació el natural-humanismo. -Alzó las manos y sonrió-. Pero no quiero hacer proselitismo.

– Por lo tanto -dijo Wood-, el que escribió esto estaba pensando en términos hiperdramáticos, ¿no es cierto?

– Sí, pero hay frases extrañas. Por ejemplo, la que concluye ambos textos: «Si las figuras mueren, las obras perduran». No entiendo de qué manera una obra HD puede perdurar si sus figuras mueren. Eso es llevar al extremo la paradoja de Tanagorsky. Son textos confusos, me gustaría analizarlos más despacio. En cualquier caso, no creo que debamos tomarlos al pie de la letra. Recuerdo que, en Alicia, Humpty-Dumpty afirmaba que podía dotar a sus palabras del significado que le diera la gana. Aquí ocurre algo parecido. Sólo su autor sabe qué es lo que ha querido decir con todo esto.

– Hirum -intervino Wood tras una pausa-, he leído que Desfloración y Monstruos están considerados cuadros muy especiales en la obra de Van Tysch. ¿Por qué?

– En efecto, son cuadros que se separan del resto de su producción. Van Tysch dice en su Tratado de pintura hiperdramática que Desfloración se basa en una visión que tuvo cuando niño, mientras acompañaba a su padre al castillo de Edenburg. Maurits quería que Bruno observara su trabajo para que aprendiera pronto el oficio. Bruno solía acompañarlo todos los veranos, en las vacaciones escolares, y recorrían juntos un camino flanqueado de flores. Había un macizo de narcisos de las nieves en uno de los tramos, y un día Van Tysch creyó ver a una niña de pie sobre los narcisos. Puede que la viera realmente, pero él piensa que sólo fue un sueño. Lo cierto es que Desfloración se convirtió para él en un símbolo de su niñez. El olor a bosque lluvioso que desprende la obra…, que desprendía la obra… hace referencia a la tormenta de verano que cayó sobre Edenburg el día en que tuvo la visión. -Oslo hizo una mueca repentina-. Yo conocí a Annek cuando Van Tysch estaba pintando ese cuadro con ella. La pobre niña creía que Van Tysch la apreciaba. Y él utilizaba esos sentimientos para su obra, claro.

Hizo una pausa. Wood lo observaba desde las sombras.

– Con Monstruos quiso representar a Richard Tysch, y quizá también a Maurits. Por supuesto, los hermanos Walden no se parecían ni por asomo a ellos, pero se trataba de una caricatura, una especie de venganza artística contra los seres que más habían influido en su vida. Eligió a una pareja de sicópatas y colgó sobre sus cuellos un historial delictivo que aún no ha podido ser comprobado del todo. Los Walden eran capaces de muchas cosas, pero probablemente Van Tysch los hizo aparecer más perversos de lo que eran aprovechando la popularidad del juicio en el que fueron acusados de la muerte de Helga Blanchard y su hijo. De este modo, la comparación entre los personajes del cuadro y los de su pasado esconde, quizás, otro matiz. Tal vez Van Tysch quiere decirnos que ni Richard Tysch ni Maurits fueron seguramente tan malvados y perversos, pero que él los recuerda así, y así los pintó: deformes, grotescos, pederastas, criminales y similares el uno al otro. Éste es el único nexo que une Monstruos con Desfloración: el pasado. Ningún otro cuadro suyo se relaciona tan directamente con su vida.

– ¿Y en «Rembrandt»? -Wood se inclinó hacia adelante en el asiento-. ¿Conoces la descripción de los cuadros de la nueva colección?

– Algo he oído hablar, como casi todos los críticos.

– Te he traído un catálogo con la información más reciente -dijo ella sacando un folleto de color negro del bolso. Lo desplegó sobre la mesa-. Aquí viene una descripción somera de cada obra. Son trece. Necesito que me digas cuál de estos cuadros podría ser, en tu opinión, uno de esos tan especiales relacionados con el pasado de Van Tysch.

– Es imposible decir nada al respecto basándome en la descripción de un catálogo, April…

– Hirum: a lo largo de esta última semana, en Londres, no he cesado de enviar este catálogo a todos los rincones del planeta. He hablado con decenas de críticos de los cinco continentes y he elaborado una lista. Todos me han dicho lo mismo que tú y a todos he tenido que insistirles, aunque sólo a ti te he contado la verdad. A regañadientes, cada uno me ha dado su opinión. Necesito añadir tu opinión a esa lista.

Oslo la contemplaba, conmovido por la frenética ansiedad que percibía en sus ojos. Reflexionó un instante antes de responder.

– Es muy difícil saber si habrá algún cuadro así en «Rembrandt». Creo que se trata de una colección bastante distinta de «Monstruos», de igual forma que ésta lo fue de «Flores». En apariencia, es un homenaje a Rembrandt en el cuatrocientos aniversario de su nacimiento. Pero debemos tener en cuenta que Rembrandt era el artista que más le gustaba a Maurits, y quizá por eso mismo, por tratarse del pintor preferido de su odiado padre, está llena de detalles grotescos. En Lección de anatomía, por ejemplo, en lugar de un cadáver hay una mujer desnuda y sonriente, y los estudiantes parecen a punto de arrojarse sobre ella. En Los síndicos están representados los maestros y colegas de Van Tysch: Tanagorsky, Kalima y Buncher… La novia judía puede que haga referencia al colaboracionismo de su padre durante la guerra; se comenta, incluso, que ha disfrazado a la modelo femenina como una imagen de Ana Frank… El Cristo en la cruz es una especie de autorretrato… El modelo, Gustavo Onfretti, está disfrazado como Van Tysch y colgado de la cruz… En fin, que en «Rembrandt» casi todos los cuadros se relacionan directamente con Van Tysch y con su mundo de una manera grotesca…

– Pero ese tipo destrozará sólo uno -replicó Wood-. Necesito saber cuál es.

Oslo desvió la vista de aquellos ojos implorantes.

– ¿Y qué harás si te digo una probabilidad entre trece? Protegerás más ese cuadro, ¿no es cierto? ¿Y si me equivoco? ¿Tendré que aceptar la responsabilidad de una muerte? ¿De varias muertes, quizá?

– No serás el responsable de nada. Ya te he dicho que estoy recabando la opinión de expertos en todo el mundo y optaré por el cuadro que consiga más votos.

– ¿Por qué no le preguntas a Van Tysch?

– No ha querido recibirme -replicó Wood-. El Maestro es inaccesible. Además, ni siquiera le han contado nada sobre la destrucción de Desfloración y Monstruos. Está situado en su cima privada, Hirum. No voy a poder acercarme a él.

– ¿Y si la mayoría de los expertos se equivoca?

– Aun así, no ocurrirá nada. No voy a arriesgar la obra original.

De improviso, fue Hirum Oslo quien se sintió nervioso. Mientras observaba el rostro de Wood iluminado por el flexo cayó en la cuenta de lo que ella pretendía. Todo su cuerpo se puso en tensión.

– Espera un momento. Ahora te entiendo. Vas a… Vas a colocar una copia como cebo a disposición de ese loco… Una copia del cuadro que obtenga más votos…

Hubo una pausa. A Oslo le resultó evidente que había dado en el clavo.

– Ésa es tu idea, ¿verdad? ¿Y qué ocurrirá con la copia? Sabes perfectamente que estamos hablando de seres humanos…

– La protegeremos -dijo ella.

De repente Oslo percibió que no era sincera.

– No, no la protegerás. No te serviría de nada si la protegieras… Quieres usarla como cebo. Quieres tenderle una trampa. ¡Vas a entregarle a un sicópata una o varias personas inocentes para salvar a otras!

– Una copia de un cuadro de Van Tysch apenas vale quince mil dólares en el mercado, Hirum.

Oslo sentía que la vieja furia comenzaba a dominarlo.

– ¡Pero son personas, April! ¡La copia son personas, igual que el cuadro original!

– Pero no valen nada con respecto al arte.

– ¡El arte no significa nada frente a las personas, April!

– No quiero discutir, Hirum.

– ¡Todo el arte del mundo, todo el maldito arte del mundo, desde el Partenón a la Mona Lisa, desde el David a las sinfonías de Beethoven, es basura en comparación con la más insignificante de las personas! ¿Es que no eres capaz de comprenderlo?

– No quiero discutir, Hirum.

Allí estaba ella, pensó Oslo, allí estaba ella, impávida, y el mundo seguiría rodando en la misma dirección. Defendamos la herencia del mundo, decía ella, defendamos las grandes creaciones humanas, pirámides, esculturas, lienzos, museos, elaboradas sobre cadáveres, huesos sobre huesos. Protejamos el patrimonio de la injusticia. Compremos esclavos para arrastrar bloques de granito. Compremos esclavos para pintar sus cuerpos. Para fabricar Ceniceros, Lámparas y Sillas. Para disfrazarlos de animales y hombres. Para destruirlos según su precio en el mercado. Bien venidos al siglo XXI: la vida se acaba, pero el arte persiste. Es un consuelo.

– No voy a colaborar en una injusticia -dijo Oslo.

La señorita Wood, de forma imprevista, sonrió.

– Hirum: tú has visto muchas obras de Van Tysch a lo largo de tu vida y sabes que una copia no puede compararse, artísticamente hablando, con un original del Maestro, ¿no es cierto? -Oslo asintió-. Ahora bien, afirmas que la copia y el original son seres humanos, y yo te doy la razón. Precisamente por eso, porque el material es el mismo, el valor difiere. Y a la hora de las grandes decisiones, uno debe inclinarse por aquello que vale más. No quiero discutir, ya te lo he dicho, pero te pondré un ejemplo muy típico. Se quema tu casa y únicamente puedes salvar una sola obra. ¿Salvarías Busto de Van Tysch o una copia de Busto? En ambos casos estamos hablando de una niña de once o doce años de edad. Pero ¿a cuál de las dos niñas salvarías, Hirum? ¿A cuál de las dos?

Hubo un largo silencio. Oslo se pasó la mano por la frente empapada de sudor. Wood añadió, con una nueva sonrisa:

– Ésta es la clase de «injusticia» en la que te propongo que colabores.

– No has cambiado -dijo entonces Oslo-. No has cambiado, April. ¿Qué es lo que quieres impedir en realidad? ¿La pérdida de un cuadro o la de tu confianza en ti misma?

– Hirum.

Aquella voz susurrante y eléctrica. Aquel murmullo gélido que te paralizaba como la bífida burla de una serpiente paraliza a su pequeña víctima. Wood se inclinó hacia adelante como si su cuerpo hubiera perdido el centro de gravedad. Habló con extrema lentitud, en un tono que hizo que Oslo se removiera en el asiento.

– Hirum, si quieres ayudarme, dime tu jodida opinión de una puta vez.

Tras una pausa, inalterable, con los ojos de cuarzo azul clavados en Oslo, Wood agregó:

– Discúlpame por esta visita apresurada, Hirum. En realidad, ya me has ayudado mucho. No tienes por qué seguir haciéndolo.

– No, espera, dame el catálogo. Lo estudiaré y te llamaré mañana. Si encuentro un cuadro más probable que los otros, te lo diré.

Dudó un instante antes de proseguir, como si valorara la utilidad de obtener aquella débil promesa de una persona que miraba como ella miraba y hablaba en aquel tono terrible.

– Prométeme que intentarás que nadie resulte perjudicado, April.

Ella asintió y le entregó el catálogo. Después se levantó y Oslo la acompañó de regreso a la casa.

La noche se cernía sobre el mundo.


El paisaje son manos que se abren en las tinieblas, como intentando atrapar algo. Penden de las farolas, se adhieren a las paredes y la caja acorazada de los tranvías, ondean en las arcadas de los puentes que cruzan los canales. Es la imagen elegida para la publicidad de «Rembrandt», la mano del Ángel de Jacob lucha contra el ángel, el cuadro que se presentará a la prensa en el Viejo Atelier ese mismo día, jueves 13 de julio, la obra que abrirá el fuego de la exposición más asombrosa de la década.

Bosch pensaba, estremecido, que no podían haber encontrado un símbolo más apropiado. Él sabía que existía otra mano tendida en la oscuridad esperando atrapar algo. Conforme transcurrían los días, los temores de Wood habían ido cobrando más consistencia dentro de él. Si antes albergaba alguna duda sobre la posibilidad de que El Artista atacara «Rembrandt», ahora ya no dudaba. Estaba convencido de que el criminal se hallaba allí, en Amsterdam, y que había preparado una estrategia. Destruiría uno de los cuadros, a menos que ellos encontraran alguna forma de detenerlo. O de proteger la obra en cuestión. O de tenderle una trampa.

Gruesos nubarrones alfombraban el cielo cuando Bosch llegó al Nuevo Atelier aquella mañana de jueves. Por encima del tejado del museo Stedelijk podían advertirse los negros picos de los telones que constituían el «Túnel de Rembrandt», como la prensa había bautizado a la carpa de exhibición instalada en la explanada del Museumplein. El día era fresco, pese al verano. Bosch recordó que el pronóstico meteorológico anunciaba lluvia para el sábado, el día de la inauguración. «Lluvia, sí, y también rayos y truenos», pensaba. Al entrar en su despacho comprobó que todos los teléfonos tenían mensajes sin contestar, pero no pudo atender a ninguno porque le esperaban Alfred van Hoore y Rita van Dorn con un disco CD-ROM y unas ganas impresionantes de contar cosas y, en el caso del primero, mostrar sus nuevas simulaciones informáticas. Tanto Van Hoore como Rita llevaban pegatinas de la exposición en la solapa de sus chaquetas: una mano de Ángel diminuta tendida sobre la palabra «Rembrandt». A Bosch aquellas pegatinas le parecieron ridículas, pero se guardó de hacer ningún comentario. Sus dos colaboradores mostraban sonrisas de satisfacción por la buena marcha de las medidas de seguridad durante la presentación a la prensa del día anterior. Stein los había felicitado. Ambos parecían conscientes de su mérito. Bosch los miraba con cierta piedad.

– Me gustaría que te fijaras en este esquema, Lothar -decía Van Hoore señalando el esqueleto tridimensional del Túnel en el ordenador-. ¿Ves algo que te llame la atención?

– Esos puntos rojos.

– Exacto. ¿Sabes lo que son?

Bosch se removió en el asiento.

– Imagino que las salidas de emergencia del público.

– Exacto. ¿Y qué opinas sobre ellas?

– Alfred, por favor, dímelo tú. Voy a tener una mañana horrible. No estoy para examinarme.

Rita sonrió en silencio. El joven Van Hoore parecía ofendido.

– Hay pocas salidas de emergencia para los cuadros, Lothar. Hemos pensado más en el público, pero vamos a plantear un caso extremo. Un incendio.

Golpeó una tecla y el espectáculo comenzó. Van Hoore contemplaba la pantalla con la misma expresión de orgullo -pensaba Bosch- que Nerón la destrucción de Roma. En pocos segundos el Túnel tridimensional quedó envuelto en llamas.

– Ya sé que los telones no son inflamables y que Popotkin asegura que las luces de claroscuro no producen cortocircuitos como las lámparas normales. Pero vamos a imaginar que, pese a todo, se produce un incendio…

Igor Popotkin era el físico diseñador de las luces de claroscuro. También era poeta y pacifista, como muchos científicos rusos formados en la era de la glasnost y la perestroika. Stein decía que en un par de años le darían el Nobel de algo, aunque no se atrevía a imaginar de qué. Bosch había visto a Popotkin en un par de ocasiones durante sus visitas a Amsterdam. Era un viejecillo de rostro bovino. Le encantaba fumar hierba y se había recorrido todos los coffee-shops del Barrio Rojo coleccionando bolsitas.

– ¿Qué crees que pasaría si hubiera un incendio, Lothar?

– Que la huida del público estorbaría la evacuación de los cuadros -dijo Bosch, entregado por completo al interrogatorio.

– Exacto. Y por lo tanto, la solución, ¿cuál sería?

– Hacer más salidas.

La expresión de Van Hoore tenía aires de falsa compasión, como la del presentador de concurso que advierte una respuesta errónea.

– No hay tiempo para eso. Pero se me ha ocurrido algo. Uno de los equipos de Seguridad estará destinado a evacuación de obras en caso de catástrofe. Mira.

Aparecieron monigotes en camisa y pantalones blancos y chaleco verde.

– Los llamo Personal de Emergencia Artística -explicó Van Hoore-. Se situarán en los puntos de recogida en el centro de la herradura del Túnel, con furgonetas especiales preparadas para alejarse a toda velocidad cargadas con los cuadros, si hubiera necesidad de ello.

– Fantástico, Alfred -atajó Bosch-. De veras. Me gusta. Es una solución perfecta.

Cuando el incendio de Van Hoore se extinguió le tocó el turno a Rita. Se limitó a repetir lo que ya se había decidido. La recogida la efectuarían siempre los mismos hombres identificados. En el Túnel habría una patrulla de Seguridad cada cien metros; llevarían linternas e irían armados, pero no encenderían ninguna luz salvo en caso de emergencia. Se colocarían tres dispositivos de frontera en el acceso con los instrumentos usuales: rayos X, puertas magnéticas y analizadores rápidos de imágenes. Los paquetes y maletas tendrían que dejarse a la entrada. Estaría prohibido introducir carritos de bebé. Con los bolsos no se podría hacer nada, salvo registrar al azar a las personas sospechosas, pero la probabilidad de que alguien lograra introducir un objeto peligroso en un bolso y no fuera detectado por ninguno de los filtros era menor del cero, coma, ocho por ciento. En el hotel de confinamiento (cuyo nombre, por supuesto, no se haría público) se efectuaría una vigilancia constante con tres agentes por cada cuadro. Los agentes que permanecieran en el interior de las habitaciones se incorporarían cada mañana después de un riguroso análisis de huellas y voz. Llevarían tarjetas de un solo uso con códigos que se renovarían diariamente, así como armas convencionales y muñequeras de descarga eléctrica.

– Por cierto -dijo Rita-, ¿a qué se debe este cambio de última hora en la lista de los agentes de servicio, Lothar?

– Soy yo el responsable, Rita -repuso Bosch-. Traeremos agentes nuevos de nuestra sede en Nueva York. Vendrán mañana.

Alfred y Rita se miraban, indecisos.

– Una medida adicional de seguridad -zanjó Bosch. Intentó mostrarse natural, porque no quería que sospecharan que les estaba ocultando cosas. Ni Van Hoore ni Rita sabían nada sobre la existencia de El Artista ni sobre los planes que April y él habían estado elaborando en común.

– Será la exposición más protegida de la historia del arte -sonrió Rita-. No creo que tengamos que preocuparnos tanto.

Asomó en ese instante su picuda cabeza Kurt Sorensen. Lo acompañaba Gert Warfell.

– ¿Tienes un momento, Lothar?

«Claro, adelante», pensaba Bosch. Alfred y Rita hicieron sus bártulos y fueron sustituidos con rapidez vertiginosa por los recién llegados. Mantuvieron una mareante discusión acerca de la seguridad de las diversas personalidades que pensaban visitar el Túnel. Ninguno de los tres quiso hacer referencia al problema que más angustiaba a Bosch hasta el final. Sorensen dijo entonces:

– ¿Atacará? ¿No atacará?

Warfell y Bosch se miraron, evaluando sus ansiedades respectivas. Bosch comprobó que Warfell parecía mucho más tranquilo y confiado que él.

– No atacará -dijo Warfell-. Se esconderá en la madriguera durante una temporada. Rip van Winkle lo tiene agarrado por las pelotas.

«Es él quien nos tiene a nosotros -pensó Bosch, mirándolos con desconfianza-. Y quizá lo esté ayudando uno de vosotros dos.»Bosch había perdido la poca esperanza que aún le quedaba en aquel sistema después de leer los primeros informes. En ellos se ofrecían tres clases de «resultados»: un perfil sicológico de El Artista, un perfil operacional y lo que se denominaba en el misterioso argot de Rip van Winkle «una poda», es decir, una eliminación de caminos accesorios. El perfil sicológico había sido trazado por más de veinte expertos trabajando aisladamente. Coincidían en una sola cosa: El Artista seguía los patrones clásicos del sicópata. Se trataba de un individuo frío, inteligente, incapaz de doblegarse a la autoridad. Los mensajes que obligaba a leer a las obras inducían a pensar que podía ser un pintor frustrado. A partir de ahí las opiniones diferían: su verdadero sexo no estaba claro, tampoco su orientación sexual; se hablaba de un solo individuo o de varios. El perfil operacional era más ambiguo. No se había logrado aún una cohesión satisfactoria entre las autoridades de fronteras de los países miembros. Se estaban revisando todos los casos de documentación falsa detectados por la policía en las últimas semanas, pero algunos países se mostraban reticentes a aportar sus datos. Descripciones de Brenda y de la Indocumentada obraban en poder de los agentes de aduanas, pero era imposible arrestar a alguien sólo por su parecido con un retrato informático. Se investigaba a todas las empresas fabricantes de cerublastina. Se rastreaba el movimiento de grandes sumas de dinero de una cuenta a otra en todos los bancos europeos, ya que se suponía que El Artista contaba con una economía desahogada. Los proveedores y fabricantes de las cintas estaban siendo interrogados.

Por último venía la «poda». Era lo más deprimente. Ciertos interrogatorios a modelos expertos en cerublastina habían sido realizados de manera especial. Bosch ignoraba lo que ocurría durante estos interrogatorios «especiales», pero las personas interrogadas desaparecían para siempre. El Hombre Clave lo había anunciado: habría víctimas, «inocentes pero necesarias». Rip van Winkle avanzaba a ciegas, como un leviatán demente, pero intentaba borrar las huellas que dejaba a su paso: los interrogatorios «especiales» no podían, de ninguna manera, hacerse públicos.

Bosch comprendía que se trataba de una carrera contrarreloj con sólo un ganador posible. O triunfaba el arte o triunfaba El Artista. Lo único que hacía Europa era lo que siempre se hace en estos casos: proteger los bienes de la humanidad, la herencia que la humanidad se transmitía a sí misma de generación en generación. Frente a esta herencia, la propia humanidad era prescindible. La importancia de una obra sagrada supera con creces la de un puñado de mediocres individuos mortales, aunque estos últimos fueran mayoría. Eso lo sabía Bosch desde sus tiempos de provo: lo sagrado, aun siendo minoritario, siempre era más numeroso que la mayoría, porque era admitido por todos.

O por casi todos. Quizá los individuos interrogados por Rip van Winkle pensaran de otra manera, supuso Bosch.

Pero nadie los había escuchado.

– Por cierto -apuntó Sorensen-, mañana nos reunimos con Rip. Será en La Haya. ¿Lo sabíais?

Bosch y Warfell lo sabían. La cita había sido anunciada en el último informe. Por lo visto, contaban con nuevos «resultados» y querían discutirlos en vivo. Sorensen y Warfell tendían a pensar que El Artista ya había sido atrapado. Bosch no se mostraba tan optimista.

A mediodía, cerca de la hora del almuerzo, Nikki penetró en su despacho. Tenía una mano alzada y los dedos en forma de uve. Bosch casi saltó en su asiento, pero comprobó después que la supuesta uve de «victoria» significaba «dos». «Bueno, también es una victoria -pensó, entusiasmado-. Ayer nos quedaban cuatro.»

– Hemos logrado eliminar otros dos -anunció Nikki-. ¿Recuerdas que te dije que Laviatov pasó una temporada en la cárcel por robo? Bien, pues ha dejado la carrera de lienzo y ahora intenta abrirse paso con una galería de arte hiperdramático en Kiev. He hablado con él y con algunos de sus empleados, que han confirmado su coartada. No se ha movido de allí en las últimas semanas. En cuanto a Fourier, ya está comprobado: se suicidó hace seis meses tras una relación fracasada con uno de sus antiguos propietarios, pero la empresa de arte que lo vendía había ocultado la noticia para no dar mala impresión a otros lienzos. Los únicos que aún carecen de coartadas son éstos.

Desplegó los papeles sobre la mesa. Dos fotos, dos personas, dos nombres. Un rostro enmarcado en largos y ondulados mechones castaños, una mirada azul y profunda. Otro rostro casi infantil, sin rasgos, de cabeza rapada.

– El primero se llama Lije -explicó Nikki-. Tiene alrededor de veinte años, pero ignoramos su verdadero sexo. Trabajó sobre todo en Japón con artistas como Higashi, pero no es japonés. Es especialista en transgenéricos y en art-shocks. Del segundo sabemos más cosas: se llama Póstumo Baldi, nacido en Nápoles en 1986, también veinte años de edad y masculino. Es hijo de un pintor fracasado y una ex adorno, actualmente divorciados. Hay pruebas de que la madre intervino como lienzo en art-shocks marginales y que utilizó a su hijo desde muy temprana edad para que participara con ella. Baldi se especializó en transgenerismo. En 2000 Van Tysch lo eligió para pintar el original de Figura XIII, una de las pocas obras transgenéricas del Maestro. Luego ha hecho art-shocks y retratos.

Bosch observaba las dos fotos casi hipnotizado. Si la intuición de Wood era correcta, y si los filtros informáticos no habían pasado nada por alto, uno de ellos era El Artista.

– Adivínalo -sonrió Nikki-: Lije puede estar ahora mismo en Holanda. De hecho, quizás esté en Amsterdam.

– ¿Qué?

– Así es. Su rastro se pierde a raíz de una participación clandestina en dos art-shocks de Extreme, un local de obras ilegales en el Barrio Rojo. Esto ocurrió en diciembre del año pasado.

– He oído hablar de Extreme -dijo Bosch.

– Sus dueños no se han mostrado muy colaboradores. Dicen que ignoran dónde se ha metido Lije después de eso y se han negado a facilitar información al grupo de entrevistadores que les enviamos. Estoy pensando en enviar a la gente de Romberg para sacarles las muelas, si tú me das permiso.

Bosch contemplaba el enigmático rostro de Lije, incapaz de decidir si aquellas facciones tersas eran de hombre o mujer.

– ¿Y Baldi?

– Le perdemos la pista en Francia. La última obra que sabemos que hizo con seguridad fue un transgenérico dejan van Obber para la marchante Jenny Thoureau, pero ni siquiera cumplió el plazo del contrato. Se marchó y desapareció del mapa.

Bosch reflexionó un instante.

– Tú dirás. -Nikki enarcaba sus rubias cejas, aguardando.

– Van Obber vive en Delft, ¿no es cierto? Llámalo y acuerda una cita para mañana por la tarde. Tengo que viajar a La Haya por la mañana y podré pasar por Delft de regreso. Dile simplemente que estamos buscando a Póstumo Baldi. Y envía a los hombres de Romberg a Extreme.

Cuando Nikki salió del despacho Bosch siguió contemplando aquellos dos rostros, aquellas juventudes anónimas y tersas que lo miraban desde las fotos. «Uno de ellos es El Artista -pensaba-. Si April tiene razón, y siempre la tiene, uno de ellos es él.»


La luz constituye el último retoque. Gerardo y Uhl la están instalando en el salón de la granja. Llevan haciéndolo desde muy temprano, porque la maquinaria es delicada. Se llaman luces de claroscuro y han sido diseñadas especialmente para la exposición por un físico ruso. Clara contempla los extraños aparatos: varillas metálicas de las que emergen brazos con bulbos en los extremos. Se le antojan perchas de acero.

– Vas a ver algo increíble -dijo Gerardo.

Cerraron las persianas. En la densa tiniebla, Uhl pulsó un interruptor y brotó un resplandor dorado de los bulbos. Era luz pero no iluminaba. Parecía pintar el aire de color de oro antes que revelar los objetos. Con la rapidez centelleante de la electricidad, el salón se había convertido en un lienzo del siglo XVII. Naturaleza minimalista de Frans Hals; Rubens prêt-à-porter; Vermeer posmoderno. Gerardo, de pie frente a ella, única figura de aquel óleo tenebrista doméstico, sonreía.

– Parece que estemos en el interior de un Rembrandt, ¿verdad? Pero ven, que tú eres la protagonista.

Avanzó, descalza y desnuda, hacia aquel resplandor. Podía mirarlo fijamente sin cegarse, era una luz amable y tentadora, el sueño de una mariposa suicida. Exclamaciones de admiración resonaron entonces.

– Eres un cuadro perfecto -la alabó Gerardo-. Ni siquiera necesitarías que te pintaran. ¿Quieres mirarte? Mírate.

Precedido por un estrépito de madera, vio acercarse desde el fondo uno de los espejos.

Se le cortó la respiración.

De alguna forma, de algún modo, supo que aquello era lo que había estado buscando toda su vida.

Sumergida en una oscuridad de pintura clásica, su silueta se dibujaba con pinceladas de oro. El rostro y la mitad del cortinaje del cabello se incrustaban en ámbar. Parpadeó ante el fulgor de sus propios pechos, la lujosa copa del pubis, el perfil de sus piernas. Al moverse emitió destellos, como un diamante bajo la lámpara, convirtiéndose en otra obra. Pintó mil lienzos distintos de sí misma con cada uno de sus gestos.

– No me importaría colocarte en mi casa bajo estas luces -oyó decir a Gerardo desde la oscuridad-. Mujer desnuda sobre fondo negro.

Ella apenas lo escuchaba. Le parecía que todo lo que había estado soñando desde que descubrió el cuadro de Elíseo Sandoval en casa de su amiga Talia, todo lo que apenas se había atrevido a expresar o a reconocer cuando decidió convertirse en lienzo, se encontraba allí, en el reflejo de su cuerpo bajo las luces de claroscuro.

Comprendió que ella había sido siempre su propio sueño.


Esa mañana las posturas se suavizaron. Era lo que Gerardo denominaba «rellenar la pose». Los colores ya habían sido decididos: tonalidad rojo oscuro para el pelo, recogido en un moño; nácar mezclado con rosa y amarillo para la piel; un trazo muy fino de ocre para las cejas; los ojos castaños con cierto matiz de cristal; los labios perfilados en carne; las aréolas de los pechos en pardo. Después de ducharse con disolventes y recuperar sus primitivos colores de imprimación, Clara se sintió mejor. Estaba extenuada, pero había llegado al término de aquel largo viaje. Los quince últimos días habían transcurrido entre posturas tensas, experimentos con tonalidades, ejercicios de concentración, repaso de las magistrales pinceladas con que Van Tysch había dibujado su expresión frente al espejo y denso fluir del tiempo. Faltaba el detalle final.

– La firma -le dijo Gerardo-. El Maestro os firmará a todos esta tarde en el salón de ensayos del Viejo Atelier. Y pasaréis a la eternidad -agregó sonriendo.


Uhl condujo la furgoneta. Tomaron por la autopista y pronto divisaron Amsterdam. La visión de aquella ciudad, que siempre le recordaba una preciosa casa de muñecas, alegró el hipnotizado ánimo de Clara. Atravesaron varios puentes y se dirigieron al Barrio de los Museos por entre calles estrechas y ordenadas, escoltados por las infatigables bicicletas y el mecánico desfile de los tranvías. Despuntó la elegante mole del Rijksmuseum. Más allá, en la grisácea claridad del mediodía, se levantaba una masa de tinieblas compactas. La luz del sol, filtrándose a través de las nubes, arrancaba destellos de ópalo a la colosal estructura. Parecía abatirse sobre Amsterdam como un maremoto de petróleo. Uhl hizo un gesto desde el asiento del conductor.

– El Túnel de Rembrandt.

Habían decidido visitarlo antes de dirigirse al Viejo Atelier para la sesión de firmas. A Clara le hacía ilusión conocer el misterioso lugar donde sería exhibida. Estacionaron cerca del Rijksmuseum. La temperatura no era exactamente veraniega, pero ella no sintió frío alguno bajo el ligero vestido acolchado sin mangas y ceñido a su cintura. También llevaba zapatillas de plástico forradas y, por supuesto, las tres etiquetas que la identificaban como una de las figuras originales de Susana sorprendida por los ancianos.

Penetraron en Museumstraat y se encontraron con el Túnel casi sin querer. Recordaba la boca de una mina gigantesca cubierta de telones. Tenía forma de herradura, con la U abierta hacia la fachada posterior del Rijksmuseum y la entrada principal protegida por dos barreras de vallas, luces parpadeantes y vehículos blancos y anaranjados con la palabra Politie escrita en los costados. Mujeres y hombres con uniforme azul oscuro montaban guardia en las vallas. Varios turistas fotografiaban el colosal armazón.

Mientras Gerardo y Uhl se dirigían a los policías, Clara se detuvo a contemplarlo. A partir de la entrada, cuya altura podía igualar, cómodamente, la de cualquier gran edificio clásico de Amsterdam, los telones discurrían con desniveles, hundiéndose o alzándose hasta las nubes como la carpa de un circo majestuoso, deslizándose entre los árboles y rodeándolos, cegando las calles y prohibiendo el horizonte. Entre los dos brazos de la herradura se hallaba la zona central de la plaza del Museumplein, con el estanque artificial y un monumento conmemorativo. Había algo anormal, grotesco, en aquella negrura posada como una araña muerta sobre el delicado paisaje de Amsterdam, algo que a Clara le resultaba muy difícil definir. Era como si la pintura se hubiera transformado en otra cosa. Como si no fuera una exposición artística lo que estuviera en juego sino algo infinitamente más extraño. Un enorme telón con uno de los célebres autorretratos últimos de Rembrandt tapiaba la entrada. Su rostro bajo la boina -la nariz bulbosa, el bigotito y la perilla holandeses- se asomaba al mundo con expresión escéptica. Semejaba un dios cansado de crear. El telón que tapiaba la salida era una ampliación de la foto de Van Tysch de espaldas. «Entramos por el pecho de Rembrandt y salimos por la espalda de Van Tysch -pensó ella-. Pasado y presente del arte holandés.» Pero ¿cuál de ambos genios era más enigmático? ¿Aquel que mostraba un rostro pintado o el que ocultaba el verdadero? No pudo decidirlo.

Gerardo se acercó a ella.

– Están comprobando nuestra documentación para dejarnos entrar. -Y señaló hacia el Túnel-. ¿Qué te parece?

– Fantástico.

– Mide casi quinientos metros de largo pero está torcido en forma de herradura para que quepa en la plaza. Se accede por este lado y se sale por esa otra boca cercana al museo Van Gogh. En determinados tramos alcanza los cuarenta metros de altura. Van Tysch quería instalarlo cerca de la casa donde vivió Rembrandt, la Rembrandthuis, cortando calles e incluso desalojando edificios, pero naturalmente no se lo permitieron. El material de los telones es especial: elimina cualquier rastro de luz exterior para conservar la atmósfera completamente oscura, negra como un pozo, porque los cuadros sólo estarán iluminados por las lámparas de claroscuro. Vamos a recorrerlo. Pero no te separes de nosotros.

– ¿Qué me puede ocurrir? -preguntó Clara sonriendo.

– Bueno, los vagabundos se meten ahí a pasar la noche. También los drogadictos aprovechan la oscuridad para colarse. Y los grupos que protestan contra el arte hiperdramático, el BAH y todos los demás… Sí, el BAH: Bothered About Hyperdrama, o «Molestos con el Hiperdrama». Habrás oído hablar de ellos, ¿no…? Son nuestros más fieles seguidores -sonrió Gerardo-. Mañana se concentrarán frente al Túnel, pero en ocasiones uno o dos alborotadores se introducen para colocar pancartas de protesta. La policía patrulla el interior todos los días y arrestan a uno o dos. Vamos.

A Clara le agradó la preocupación que Gerardo mostraba por ella. En otras circunstancias hubiera creído que se preocupaba por Susana, pero ahora sabía que no. Era a ella, a Clara Reyes, a quien él temía perder.

Uhl los aguardaba junto a un pequeño acceso bajo el telón de entrada. «Es como si nos metiéramos bajo la cabeza de Rembrandt», pensó ella. Débiles luces eléctricas procedentes de pequeños apliques instalados en un zócalo señalaban el camino. Pero cuando el acceso volvió a cerrarse quedaron envueltos por una oscuridad desconocida. Los ruidos de la calle también habían desaparecido. Se oían ecos remotos. Clara distinguía apenas la sombra de Gerardo.

– Aguarda un poco. Los ojos se te acostumbrarán.

– Ya estoy viendo algo.

– No te preocupes, que no hay obstáculos. El recorrido está diseñado en forma de rampa muy suave y estrecha y marcado con esas lucecitas. Lo único que tienes que hacer es avanzar. Y cuando los cuadros estén colocados e iluminados con los claroscuros, servirán de puntos de referencia. ¿Tocas la cuerda de la barandilla? No te separes de ella.

Gerardo abrió la marcha. En medio iba Clara. Avanzaron con lentitud sobre un suelo terso, palpando como ciegos la cuerda que flanqueaba el camino. Ella sólo vislumbraba los pies de Gerardo y parte de sus pantalones. El resto de su silueta se mezclaba con la oscuridad. Le parecía que caminaba sobre la noche del mundo.

– ¿Todo bien por ahí atrás? -oyó decir a Gerardo.

– Más o menos.

Uhl comentó algo en holandés y Gerardo le respondió y rieron. Después tradujo:

– Hay cuadros que dicen que este lugar les produce escalofríos.

– A mí me gusta -afirmó Clara.

– ¿Esta oscuridad?

– Sí, en serio.

Escuchaba los pasos de Gerardo y Uhl y el roce, zap, zap, de las etiquetas de su tobillo y muñeca. De pronto el ambiente sufrió un cambio. Era como si el espacio se hubiera dilatado. Los ecos de las pisadas parecían distintos. Clara se detuvo y miró hacia arriba. Fue como asomarse a un abismo. Sintió un vértigo inverso, como si pudiera desprenderse del suelo y caer hacia los telones de la cúspide. Coros de silencio se trenzaban en la negrura, sobre su cabeza. Recordó de repente las palabras de Van Tysch sobre la inexistencia de la oscuridad absoluta y se preguntó si el pintor habría querido contradecirse a sí mismo diseñando aquel Túnel.

– A esto lo llaman «la basílica». -La voz de Gerardo flotaba frente a ella-. Es la primera cúpula. Mide casi treinta metros de altura. En el otro brazo de la U está la otra, que es aún más alta. Aquí, en el centro, se expondrá Lección de anatomía. Más allá estarán Los síndicos y El buey desollado, con varios modelos colgando del techo por los pies. Ahora no podemos ver los fondos porque los claroscuros están apagados.

– Huele a pintura -murmuró ella.

– A óleo -dijo Gerardo-. Estamos en el interior de un cuadro de Rembrandt. ¿Acaso se te olvidaba? Pero ven, no te quedes atrás.

– ¿Cómo sabes que me quedo atrás?

– Tus etiquetas amarillas te delatan.

A Clara las piernas le temblaban mientras caminaba. Pensó que sus músculos estaban desacostumbrados a ejercer aquella función tan normal después de las duras jornadas de posturas inmóviles que habían padecido, pero sospechaba que el temblor se debía también a la emoción que le suscitaba aquella tiniebla infinita.

– Aún nos falta un trecho para llegar al lugar donde estará Susana -dijo Gerardo-. Pero mira, ¿distingues esos armazones oscuros a lo lejos?

Le pareció ver algo, aunque quizá no era lo mismo que señalaba Gerardo. Apenas si lograba discernir el contorno de su mano apuntando al vacío.

– Estamos casi en la curva de la herradura. Allá se colocará La ronda nocturna, un mural impresionante con más de veinte modelos. Y allá, La niña en la ventana y el pequeño retrato de Titus, el hijo de Rembrandt. A ese lado, La novia judía… Ahora llegaremos al lugar donde se exhibirá El festín de Baltasar.

Conforme avanzaban, Clara distinguió algo asombroso moviéndose al fondo: fuegos fatuos, luciérnagas rectilíneas.

– Policía -concretó Uhl a su espalda.

Tenía que ser una de las patrullas que Gerardo le había dicho que recorrían el Túnel. Se cruzaron con ellos. Fantasmas con gorras y reflejos de luz en las placas. Clara percibió sonrisas y frases en holandés.

Continuaron adentrándose en la profundidad de un universo abandonado.

– ¿Crees en Dios, Clara? -preguntó Gerardo de repente.

– No -respondió ella con sencillez-. ¿Y tú?

– Creo en algo. Y cosas como este Túnel me demuestran que tengo razón. Hay algo más, ¿no te parece? ¿Qué es lo que ha llevado a Van Tysch, si no, a construir esto? Él mismo es una herramienta de algo superior, y no lo sabe.

– Sí, una herramienta de Rembrandt.

– No juegues, amiguita, por encima de Rembrandt hay otra cosa.

¿Qué?, se preguntaba ella. ¿Qué había por encima de Rembrandt? Sin querer, casi de forma inconsciente, elevó la vista. Vio densa oscuridad trenzada con una sombra de luz, una luz tan ligera que parecía inventada por sus ojos, tan débil como la que ilumina una imagen recordada, o un sueño. Una masa incongruente de penumbra.

Uhl intervino en ese momento con una frase a su espalda. Gerardo se echó a reír y le contestó.

– Justus dice que le gustaría saber español para entender todo lo que hablamos. Yo le he dicho que estábamos hablando de Dios y de Rembrandt. Ah, mira… En aquella pared se exhibirá el Cristo en la cruz, y allí

Clara sintió que unos dedos tocaban los suyos. Se dejó llevar hasta el cordón de la barandilla. Al débil resplandor de los apliques se percibía el contorno de un jardín fabuloso.

– Ahí estará Susana. ¿Puedes ver los escalones y el borde del agua? El agua no será de verdad, sino pintada, como todo lo demás. La iluminación vendrá de arriba. Los colores predominantes serán el ocre y el dorado. ¿Qué te parece?

– Que va a ser increíble.

Oyó la risita de Gerardo y sintió su brazo rodeando sus hombros.

– Tú sí que eres increíble -murmuró él-. El lienzo más hermoso en el que jamás he trabajado…

No quiso detenerse a pensar en aquellas palabras. Durante los últimos días apenas había hablado con Gerardo en los descansos, y, sin embargo, por extraño que pudiera parecer, se había sentido mucho más unida a él que nunca. Recordaba la tarde en que había venido Van Tysch, dos semanas atrás, cuando Gerardo le pintó las facciones, y la forma en que la había mirado mientras sostenía el espejo. De alguna manera inexplicable, pensaba ella, ambos pintores habían contribuido a recrearla, a dotarla de nueva vida. Van Tysch y Gerardo, a su modo, habían sido sus artífices. Pero allí donde Van Tysch había pintado sólo a Susana, Gerardo había logrado perfilar también a Clara, bosquejar otra Clara aún difusa, aún, ciertamente, oscurecida. No se sentía con fuerzas para valorar en aquel momento el alcance de tal descubrimiento.

Salieron por el otro extremo de la herradura, a través de la oscura espalda de Van Tysch, y parpadearon con ojos doloridos. El día no era brillante, todo lo contrario; el sol se esforzaba en penetrar el velo gris que cubría el cielo. Pero, en comparación con la sublime negrura que acababan de abandonar, a Clara le pareció que asistía al desarrollo de un verano cegador. La temperatura era excelente aunque el viento provocaba desazón.

– Son casi las doce -dijo Gerardo-. Debemos irnos al Atelier de Plantage para prepararte y que el Maestro te firme. -Y al mirarla, una sonrisa indescifrable tensaba sus mejillas-. ¿Estás lista para la eternidad?

Ella dijo que sí.


Mañana. Mañana era el día.

Rozaba las etiquetas con las sábanas, sentía la firma como la mano de un niño depositada sobre su tobillo: algo que no le dolía ni le agradaba sino que, simplemente, estaba ahí.

«Mañana comenzaré la vida eterna.»La habían trasladado al hotel después de la sesión de firmas. Siempre había un agente de Seguridad custodiándola, incluso dentro de la habitación, porque ahora era una obra inmortal. «Y es preciso impedir a toda costa que una obra inmortal se muera», pensó sonriendo.

Había ocurrido cerca de las cinco de la tarde. Gerardo y Uhl la habían llevado al Viejo Atelier, el gran conjunto de edificios de la Fundación en la zona de Plantage, y la habían pintado en una de las cabinas de cristal unidireccional de los sótanos. Tras dejarla secar, le colocaron un vestido acolchado y la trasladaron a la sala de firmas. Casi todos los cuadros de «Rembrandt» estaban ya preparados. Vio cosas increíbles: dos modelos colgando de los tobillos junto a la maqueta de un buey, un regimiento de lanceros ensangrentados, una hermosa pesadilla de trajes puritanos holandeses y desnudez de carne mitológica. Vio a Gustavo Onfretti atado a una cruz y a Kirsten Kirstenman tendida en una mesa de operaciones. Se encontró por primera vez con los dos Ancianos de Susana, el primero muy delgado y de mirada brillante y el segundo grande como un armario. Reconoció al primero de inmediato, pese a la pintura que deformaba su rostro: era el viejo a quien examinaban en la habitación contigua en el aeropuerto de Schiphol. Vestían amplios ropajes y el tono de sus rostros evocaba lascivia y enfermedad hepática. Apenas cruzó dos palabras con ellos, ya que tuvo que ser colocada en el podio en la posición de la figura: desnuda, agazapada a los pies del Primer Anciano, completamente Susana, completamente indefensa.

Pasó mucho tiempo antes de que el séquito de Van Tysch se aproximara. Creyó distinguir a Gerardo y Uhl. Quizá también a aquel asistente negro que había visto bajar de la furgoneta dos semanas antes. Acurrucada en el suelo contempló un desfile de pantorrillas femeninas, mujeres descalzas, hombres descalzos, probablemente modelos de bocetos. Y los sombríos troncos de los pantalones negros de Van Tysch.

Frases en holandés. La voz de Van Tysch. Otras voces. Ruido de instrumentos. Alguien había encedido un foco potente y lo proyectaba sobre ella. El zumbido del tatuador eléctrico.

Clara había sido firmada muchas veces, conocía de sobra el hecho físico de que un pintor rubricara cualquier parte de su cuerpo con aparatos muy finos. Pero ahora era totalmente diferente. Se sentía como si fuera la primera vez. Ser un original de Van Tysch era algo distinto. Tenía la sensación de haber finalizado, de estar acabada. Allí, a sus veinticuatro años, acabada por completo. Pero más allá del final y del éxtasis, ¿quién la comprendería? ¿Quién la acompañaría en aquel recorrido hacia la oscuridad? ¿Quién le prestaría su apoyo para que el tránsito hacia lo sublime se realizara con prontitud? De repente, un segundo antes de que la aguja se posara sobre ella, dejó de pensar y de desear. Sintió cierta oscuridad inane en su interior, como si se hubiera ido de sí misma y hubiera apagado antes de salir. «Ya estoy pensando como un insecto», recordó entonces las palabras de Marisa Monfort, la imprimadora de los recuerdos. «Ya soy una obra de arte de verdad.»Algo palpaba su tobillo izquierdo. Percibió las evoluciones de la aguja al redactar «BvT» sobre el hueso. No miró a Van Tysch mientras él la firmaba, por supuesto. Sabía que él tampoco la estaba mirando a ella.

Y ahora, en el hotel, aquella primera noche, aguardaba.

Mañana era el día. Mañana se exhibiría por primera vez.

Cuando por fin se durmió, soñó que estaba otra vez frente a la puerta del desván de la casa de Alberca, pero no era una niña de ocho años sino una mujer de veinticuatro y estaba firmada en el tobillo por Van Tysch. Aun así, seguía deseando entrar en el desván. «Porque aún no he visto lo horrible. Soy un cuadro de Van Tysch, pero aún no he visto lo horrible.» Se dirigió a la puerta y la abrió. Entonces alguien la detuvo cogiéndola del brazo. Se volvió y vio a su padre. Parecía aterrorizado. Gritaba algo al tiempo que tiraba de ella, como para impedirle entrar. Gerardo, junto a su padre, gritaba también. Era como si quisieran salvarla de un peligro mortal.

Pero ella se deshizo de todas las manos que la sujetaban y corrió hacia la penumbra del fondo.


Porque al fondo sólo hay penumbra.

April Wood abrió los ojos. Al principio no recordó dónde estaba ni qué era lo que hacía allí. Alzó la cabeza y se encontró en una cama amplia en medio de una habitación en sombras. Cayó en la cuenta de que se trataba del hotel Vermeer de Amsterdam, y de que había llegado la noche anterior para asistir a la sesión de firmas del Maestro en el Viejo Atelier. En teoría, la sesión de firmas era un acontecimiento privado, pero el personal de la casa podía contemplarlo si lo deseaba. Wood quería ver las obras ya terminadas y colocadas en sus posiciones respectivas, familiarizarse con ellas como ya había hecho, sin duda, El Artista. Luego, al término de la sesión, había regresado al hotel y se había acostado intoxicada de somníferos hasta el punto que ni siquiera se había quitado la ropa. Llevaba puesto el mismo conjunto ceñido y negro punteado de reflejos con el que había ido al Atelier. Echó un vistazo al reloj: 20.05 del viernes 14 de julio de 2006. Faltaban veinticuatro horas para la inauguración de «Rembrandt».

Un gran espejo se extendía en la pared del fondo. Allí se contempló. Tenía un aspecto pésimo. Recordaba haber caído casi inconsciente. La almohada aún guardaba el molde de su cabeza.

Abrió la cremallera del vestido, se desnudó y arrojó la ropa al suelo. El baño era de mármol. Encendió las luces y puso en marcha la ducha. Mientras un chorro de agua cálida regaba su cuerpo comenzó a recapitular todo lo que tenía. ¿Qué era? Numerosas opiniones y trece posibilidades terribles.

Después de hablar con Hirum Oslo el martes había llamado desde Londres a varios críticos más. Les había contado la misma excusa a todos, salvo a Oslo («¿por qué a él le dijiste la verdad?», se preguntaba): que necesitaba elaborar una lista con los cuadros más valiosos, más íntimos y personales de Van Tysch, para distribuir mejor al personal de custodia. Hasta el momento ninguno se había negado a emitir su opinión. En cambio, el Maestro no había querido concederle una entrevista. April no podía reprochárselo: era su patrono y no tenía ninguna obligación con ella, salvo pagarle. «Está muy fatigado -adujo Stein, con quien había hablado aquella tarde en el Atelier-. A partir del sábado se recluirá en Edenburg. No quiere que nadie lo vea.» Stein también parecía bastante agotado. «Estamos en el final -le había dicho a Wood-. El final de un acto de creación siempre entristece.»Salió de la ducha con agilidad. Las gigantescas toallas del hotel eran como pieles de osos. Mientras se envolvía con una de ellas sus ojos se fijaron en la báscula electrónica que yacía a sus pies. Pero reprimió la tentación con un esfuerzo de voluntad. No fue, tampoco, un esfuerzo excesivo: la tentación era diminuta como un ligero dolor, una incomodidad instalada en una esquina de su cerebro. Pero la señorita Wood sabía que si se dejaba vencer en las cosas pequeñas sería derrotada de inmediato en las grandes. No quería saber lo que pesaba, es decir, sí quería, pero no iba a comprobarlo. Sabía que había engordado, notaba mucho más pronunciadas sus caderas y su vientre, pero se había propuesto dejar de comer y consumir sólo zumos vitaminados. Por lo demás, tenía que concentrarse exclusivamente en su trabajo.

Respiró hondo, salió del cuarto de baño, se sentó en la cama envuelta en la toalla y volvió a respirar hondo, una, dos, tres veces. Si no se desprendía de aquella toalla, no tendría necesidad de mirarse al espejo. Estaba hecha una vaca, un adefesio espantoso, pero con la toalla podía permanecer oculta. También podía optar por vestirse, es decir, por intentar llegar hasta el armario donde estaba su ropa y cubrir aquel repugnante amasijo de carne con una blusa y un pantalón. Pero prefería no imaginar lo que ocurriría si el pantalón se resistía a cerrarse sobre su vientre, si la cremallera encontraba el obstáculo de su grasa.

Transcurrieron unos minutos hasta que percibió que su angustia disminuía. Caminó hasta la cómoda, abrió su maletín y sacó el expediente que había impreso el día anterior con la lista de los críticos y las fotos que Bosch le había enviado desde Amsterdam sobre la colocación de los cuadros en el Túnel. Con manos temblorosas depositó los papeles en la cama y se sentó frente a ellos como un indio frente a su tienda, dejando que la toalla la rodeara por completo.

La lista era lo más llamativo. Algunos críticos habían votado por más de un cuadro. Las puntuaciones obtenidas estaban allí. Era casi como un concurso, pensó, pero la obra ganadora recibiría como premio diez arañazos con un cortalienzos portátil.


1. Cristo en la cruz 19

2. Los síndicos 17

3. Lección de anatomía 14

4. Betsabé 12

5. La ronda nocturna 11

6. La novia judía 10

7. El festín de Baltasar 7

8. El buey desollado 2

9. La niña en la ventana 1

10 Titus 1

11 Jacob lucha contra el ángel 1

12 Susana sorprendida por los ancianos 1

13 Dánae 0


Hasta el momento ganaba el Cristo. Pero Los síndicos, con las figuras de Tanagorsky, Kalima y Buncher, le disputaban el primer puesto con escasa diferencia. Hirum Oslo la había llamado el miércoles para decirle su opinión: el Cristo.

El Cristo y Los síndicos. Uno de esos dos cuadros estaba en peligro. Por lo general, los grandes críticos de arte no se equivocaban. ¿O sí? ¿Podía concebirse que el arte fuera una ciencia objetivable? ¿No era como pretender averiguar lo que había querido expresar un poeta con una remota estrofa? ¿Y si se arriesgaba, y preparaba un cebo con el Cristo y Los síndicos, y El Artista destrozaba el Titus o Jacob lucha contra el ángel? ¿Y si Dánae, el único cuadro que ningún experto identificaba con la vida de Van Tysch, resultaba el elegido? ¿Hasta qué punto un crítico podía conocer lo que yacía oculto en el alma del pintor al que estudia y admira? ¿Hasta qué punto el propio pintor lo conocía? ¿Y El Artista? ¿Cuánto sabía sobre Van Tysch? Comprendió de inmediato que si El Artista conocía mejor que nadie al pintor, todo su plan se vendría abajo.

«Si te derrotan en las cosas pequeñas, perderás de inmediato en las grandes.» No iba a permitir que eso sucediera.

Volvió a guardar los papeles en el maletín, cruzó frente al espejo con los ojos cerrados, se quitó la toalla junto al armario y eligió cuidadosamente la ropa. «Todo debe salir perfecto, y todo saldrá perfecto.»Había repetido la palabra mágica. ¿Utilizaría también el juramento milagroso? De niña, aquellos rituales le daban buen resultado. Cuando su padre la colocaba frente a una pared con el pelo adornado de flores, la boca y los pezones pintados y un lienzo de tela cubriéndole el pubis, y le tomaba fotos, Wood empleaba el juramento. Era un propósito especial, una especie de ofrenda al dios de hierro de su voluntad interior. En muchas ocasiones, el juramento le había servido. «Juro que voy a soportar esta postura, a mantenerme quieta de esta forma, a permanecer aquí, bajo el sol, sin mover un músculo.»No podía culpar a su padre por todo lo que había sufrido. A fin de cuentas, él sólo había deseado que la vida fuera mejor para ambos. ¿Puede alguien ser culpable por desear lo que todo el mundo desea? Su padre agonizaba ahora en un hospital de Londres. Ella había ido a verlo por última vez el día anterior, horas antes de coger el avión hacia Amsterdam. Por supuesto, él no la había reconocido bajo las cuantiosas capas del disfraz de su enfermedad y sus tubos de oxígeno. Wood se había puesto a contemplarlo de pie, en silencio, a través de sus gafas negras. Había querido compartir con él aquel pequeño trozo de su muerte. «No eres culpable de nada, papá», decidió. Nadie es culpable, pensaba la señorita Wood, nuestras escasas culpas quedan sobradamente pagadas en esta vida, no hay más infierno. La existencia de un cielo era materia de fe, pero el infierno no admitía discusión posible. Nadie podía ser ateo del infierno, porque el infierno existía, estaba aquí, era esto. «No hay otra cosa, papá, y tú ya has pagado lo que debías.» Tal fue su pequeña oración. Después se marchó.

Roben Wood había sido un hombre ambicioso, pero para la señorita Wood la diferencia entre «ambiciosos» y «triunfadores» residía únicamente en que los primeros fracasaban. Su padre había fracasado. Sin embargo, nadie hubiera podido prever este fracaso cuando abandonó Inglaterra y se estableció en Roma, al principio como un simple empleado de una empresa internacional de marchantes de arte y luego como marchante particular, montando su propio negocio. Le había ido muy bien durante algunos años, gracias al auge creciente del hiperdramatismo italiano. Por Dios, cuánto tenían que agradecerle artistas como Ferrucioli, Brentano, Mazzini o Savro. El signor Wood había percibido la grandeza de obras como Genevieve o Jessica en el Ferrucioli temprano y había conseguido grandes sumas de dinero para su autor. Había intuido el poderoso advenimiento de la artesanía humana mucho antes que sus despistados colegas. Y no había cerrado los ojos escandalizado ante el arte adolescente e infantil, a diferencia de otros hipócritas. Asimismo, había defendido la obra juvenil de Brentano, del peor Brentano, el más duro, tachando de «sepulcros blanqueados» a los que criticaban sus escenas reales con chicas azotadas y encerradas en jaulas de hierro, porque eran los mismos que después compraban cuadros manchados a escondidas. El arte italiano le debía mucho a Robert Wood, pero ningún artista había querido devolverle el favor. La señorita Wood no podía perdonar eso.

Todo había ido bien los primeros años: su padre se había hecho rico, había comprado una preciosa villa cercana a Tívoli, tenía una esposa que lo amaba y una hija que desplegaba ante sus ojos una fascinante belleza.

¿Cuándo se torcieron las cosas? ¿Cuándo había empezado su padre a caer en picado, y con él toda su familia? Era difícil saberlo. Ella era muy niña entonces. Su madre había sido la primera en desertar. April prefirió quedarse, entre otras cosas porque su madre la odiaba. Era como si la considerara también culpable del fracaso paterno. Tras el divorcio, Wood se había quedado solo. ¿Quién se acordaba ahora del signor que había removido las conciencias y los bolsillos de los coleccionistas italianos? Pero su única y preciosa hija no lo abandonaba. ¿Acaso podía reprochársele que él quisiera convertirla en arte?

«Es cierto que no tuviste en cuenta un detalle, papá: yo era muy joven y no te comprendía. Apenas tenía doce o trece años. Debiste explicarme mejor las cosas. Decirme, por ejemplo, que querías hacerlo por mí, no sólo por venderme a un gran pintor, sino por mí, para convertirme en algo grande, algo eterno, algo que, de alguna forma, te inmortalizara.»Un día los visitó un artista mediocre. Era preciso que ella obedeciera las instrucciones de aquel pintor para que las fotos resultaran atractivas y los grandes desearan adquirirla. El hombre la llevó al jardín y empezó a abocetarla mientras su padre la fotografiaba desde el porche. April ensayó más de treinta posiciones distintas a lo largo de seis horas. Su padre le prohibió ingerir alimentos o líquidos durante el ensayo: quizás era una medida acertada, porque las obras de arte no podían comer ni beber mientras posaban, pero resultaba algo dura. Estaba agotada y por eso no lo hacía del todo bien, o el pintor quería que se esforzara más, lo cierto es que discutieron y su padre acudió. «¡Lo estoy haciendo bien!», gritó ella. Vio a su padre quitarse el cinturón. La señorita Wood recuerda perfectamente que no lo descargó con todas sus fuerzas, pero ella estaba desnuda y sólo tenía doce años, de modo que el golpe, de cualquier forma, fue brutal. Se alejó gritando. Su padre la llamó. «Ven aquí.» Volvió a acercarse, temblorosa, y recibió otro golpe. Todo sucedió frente a la mirada tranquila del pintor.

– Y ahora, escúchame -había dicho Robert Wood con infinita calma-. No tienes que hacerlo bien nunca. Tienes que hacerlo perfecto. No lo olvides, April. Hacer algo bien es hacerlo mal. Porque si te derrotan en las cosas pequeñas, perderás de inmediato en las grandes.

«Tenías razón, y debí comprenderlo a tiempo.»Comenzó el lento proceso de su vestuario.

«También me decías: "Quizá pienses que me gusta hacerte sufrir, April, pero quiero que entiendas que es necesario darlo todo por el arte. No basta con un sacrificio. Es preciso darlo todo. El arte es voraz".»Ella no había sido capaz de comprenderlo en aquel momento. Después lo supo. El arte lo exigía todo porque, a cambio, te recompensaba con placeres eternos. ¿Qué representaban los cuerpos en comparación con eso? Los cuerpos agonizan en hospitales perforados de tubos de goma, o son azotados hasta las lágrimas con cinturones de cuero, pero el arte pervive en las remotas regiones de lo intacto. Ella lo había comprendido y aceptado. Hasta aquel momento todo había ido bien. Ahora se enfrentaba a un problema temible, una imperfección monstruosa. Pero también triunfaría.

«Eres muy astuto, seas quien seas, Artista o modelo, eres bueno, lo reconozco. Pero yo soy mejor que tú. Juro que voy a impedir que destruyas otro lienzo de Van Tysch. Juro que protegeré los cuadros de Van Tysch con todas mis fuerzas. Juro que no voy a permitir que otra obra del Maestro sea destruida. Juro que no voy a volver a cometer un solo error más…»Blusa, pantalón, sus inseparables gafas de sol, el pelo corto con raya a la derecha. Había logrado vestirse.

Entonces reflexionó acerca de lo que haría a continuación.

Los críticos no le servían, eso parecía obvio. ¿Habían servido para algo, alguna vez, los críticos? Buena pregunta, pero mal momento para responderla, se dijo la señorita Wood. Tampoco el pintor le resultaba útil. Por otra parte, no consideraba prudente rechazar el plan por completo. Era necesario elegir un cuadro. Y no podía permitirse demasiados riesgos: el cuadro que escogiera tendría que contar con muchas probabilidades de ser el elegido por El Artista.

A su favor tenía una sola cosa: sabía que las dos obras destruidas se relacionaban directamente con la vida de Van Tysch, con su pasado. No había motivos para pensar que a la tercera no le ocurriría lo mismo. Quizás era el Cristo, pero necesitaba una prueba. Algo que le demostrara que no se equivocaba en su elección.

Era preciso conocer el pasado de Van Tysch. Quizás en él se ocultaran datos que poder relacionar con uno de los cuadros de «Rembrandt».

Descolgó el teléfono y marcó un número.

Ya lo había decidido. Investigaría en el pasado del Maestro de la única forma posible.


Lo peor de ser adorno de lujo -piensa Susan Cabot- es que tienes que estar siempre disponible. Los cuadros, por lo general, poseen un horario estricto. Eso es una ventaja, por supuesto, aunque muchos lleguen a trabajar más de diez o doce horas diarias. Pero los adornos y utensilios deben estar preparados continuamente y acudir a donde se les diga en el momento en que se les diga, sin que importe si es de día o de noche, si llueve o si no les apetece. Y cuando llevas dos semanas confinada, tanto peor.

Recibió la llamada aquella madrugada. No estaba durmiendo. Se hallaba acostada en la cama con la luz de la lámpara encendida (no la de su lámpara, sino la de la mesilla de noche, una lámpara modesta y no humana) y estaba fumando. No solía fumar mucho, pero últimamente abusaba un poco, quizá porque se sentía nerviosa. De hecho, tenía buenas razones para sentirse así. Llevaba más de dos semanas encerrada en habitaciones como aquélla, sin contacto con el exterior. Eran pequeños albergues que funcionaban como almacenes para adornos y estaban regentados por personal de confianza. Le llevaban la comida y todo lo que precisara. Disponía de televisión, libros y revistas (curiosamente, nunca periódicos; se preguntaba la razón de aquella ausencia: intuía que los mandamases de turno consideraban el periódico como potencialmente peligroso). Por supuesto, no había problemas con los accesorios de su trabajo, incluyendo la tonelada de productos cosméticos e higiénicos, de los que recibía cajas enteras casi diariamente. Allí estaban los revitalizantes, exfoliantes, hidratantes, suavizantes, bruñidores, barnices, tensadores y pulidores. Allí estaban también los hipotérmicos, hipertérmicos, protectores, flexibilizadores y anestésicos. Y las bombillas de repuesto, claro.

Susan era una Lámpara diseñada por Piet Marooder. Necesitaba bombillas.

Había imaginado tantas veces la llamada que, cuando por fin la oyó, casi le pareció ficticia. Ocurrió el viernes de madrugada. Un reloj en una plaza cercana otorgó, con sus campanadas, cierta solemnidad al inesperado instante.

– Oh, coño.

Se levantó de un salto, apagó el cigarrillo, se contempló en el espejo del cuarto de baño, se encontró aceptable después de lavarse la cara. Escogió una blusa y unos vaqueros, por supuesto sin ninguna clase de ropa interior. Se cercioró de que llevaba en la bolsa todo lo que necesitaba. Le sobraron varios minutos.

La mujer que la recogió era bajita y tenía acento francés. Cuando subió a la parte trasera de la gran furgoneta reconoció a varias de las compañeras que habían trabajado con ella en el Obberlund.

Llegaron tan pronto que sospechó que debía de ser La Haya o una ciudad igual de próxima. Aún no había amanecido cuando salieron de la furgoneta en medio del aire fresco de la madrugada y penetraron en un precioso y amplio edificio clásico (corriendo, corriendo, siempre corriendo a todos sitios, como un ejército). Allí las reunieron en el salón y les dijeron lo imprescindible. Llevarían de nuevo cobertores auditivos y visuales. «Por lo menos es mejor que seguir encerrada», se dijo.

Estuvo lista una hora después. Se colocó en un extremo de la sala en la posición de siempre: pierna derecha alzada sosteniendo la esfera luminosa atada al tobillo, la izquierda doblada en ángulo recto, el trasero en alto. La postura la obligaba a mostrar ostentosamente los genitales, pero lo primero que aprende una Lámpara -faltaría más- es a perder el pudor. La encendieron a las nueve y media. Pudo atisbar de reojo Sillones de Opphuls y una inmensa Lámpara de Dominique du Perrin que acababan de instalar en el techo, formada por un hombre y una mujer. Sería una reunión de categoría.

Mientras se contemplaba sus propios muslos debido a la forzada posición, Susan pensaba en su compañero sentimental Se llamaba Ralph, y era una Silla de Mordaieff. En aquel mismo instante Ralph podía encontrarse en cualquier lugar de Europa soportando en la espalda el peso de alguien lo bastante importante como para sentarse sobre él. Debido a sus respectivas obligaciones, Ralph y Susan apenas se veían, incluso aunque coincidieran en el mismo salón. Ella no lo envidiaba: también había sido Silla, pero seguía prefiriendo sostener una luz antes que una persona. Su padre, un ingeniero sudafricano que trabajaba en Pretoria, había querido que Susan estudiara una carrera brillante. ¿Qué te parecen cuatrocientos vatios, papá? No te puedes quejar.

Un poco antes de las once y media se acercó una chica. No era la bajita de acento francés ni tampoco, afortunadamente, aquella estúpida que las había colocado en el Obberlund, sino otra. Llevaba en la solapa la tarjeta de Arte, sección de Decoración. Se agachó junto a ella y le ató los cobertores a la cabeza. El mundo de los sentidos se cerró para Susan.


Lo único no humano en aquel salón (que, por otra parte, no era muy grande) eran unos gruesos cortinajes rojos más allá de los cuales podían vislumbrarse los llamativos rascacielos gemelos de La Haya. Bosch fue el último en llegar. Se sentó en el Sillón de Opphuls que quedaba libre y apoyó los codos en las manos sudorosas y los brazos rígidos del mueble. El Sillón respiraba bajo su trasero. Era una sensación curiosa, como estar sentado sobre un tonel flotando en un mar en calma. El mueble estaba desnudo y se doblaba en bisagra con la espalda apoyada en el suelo, los brazos en alto y el culo empinado. Sobre éste se colocaba una pequeña plancha forrada de piel. Eso era todo. Las piernas alzadas servían de respaldo. Se trataba de objetos fuertes, de complexión atlética, pintados en pardo, perfectamente entrenados. Los había de ambos sexos. El suyo, a juzgar por la forma y tamaño de los miembros superiores, podía ser masculino. Intentó no moverse demasiado ni hacer gestos bruscos: se había sentado varias veces en Sillones de diferente sexo y edad, pero siempre los había tratado con delicadeza y respeto.

Una fina cubertería desnuda se movía de aquí allí. Eran Vajillas de Droessner. Tenían entre quince y dieciocho años y eran todas femeninas a primera vista, a menos que fueran transgenéricas, lo cual Bosch no descartaba. Habían sido untadas con una capa de nácar líquido de la cabeza a los pies sobre la cual Droessner había trazado una sutil filigrana de pájaros azules posados en ramas u hospedados en nidos. Había pájaros en los senos, en la espalda, en las nalgas y el abdomen. Llevaban cobertores auditivos y visuales, y por lo tanto estaban sordas y ciegas, pero aun así su trabajo era impecable. Recorrían el salón en un círculo inacabable, al estilo Escher, sosteniendo pequeñas bandejas con bebida y comida. Cada cierto número de pasos previamente calculado se detenían ante un invitado e inclinaban la bandeja. El invitado podía aceptar o no el ofrecimiento. Lo único que no podía era tocarlas: no eran adornos interactivos. «La Vajilla lujosa no se toca -pensaba Bosch-, ni siquiera aquí.»

Una Vajilla inclinó la bandeja frente a él y Bosch eligió lo que parecía ser un martini. Cuando la Vajilla se alejaba, se acercó otra en dirección opuesta. Las bandejas chocaron suavemente y de inmediato se apartaron siguiendo su ciego camino como hormigas que cruzan sus antenas en la larga hilera hacia el nido. En el techo brillaba una Lámpara bisexual de Du Perrin, en las esquinas lucían más Lámparas, casi todas femeninas, así como Mesas y Aderezos. Bosch se preguntó a cuenta de quién recaerían los gastos de aquella carísima decoración. «¿Fondos de cohesión otra vez?»

Jacob Stein y April Wood fueron las ausencias más notables. Por lo demás, el «gabinete de crisis» estaba intacto. El Hombre Clave, que seguía encaprichado con la Bandeja de dulces, se apresuró a resumir el tema de la reunión con una frase espectacular:

Rip van Winkle ha capturado a El Artista con un error de menos del cero, coma, cero cinco por ciento. Puntualicemos. Cero, coma, cero cinco.

– ¿Puede traducirlo para los que hemos estudiado letras? -preguntó Gert Warfell.

El Hombre Clave se enfrascó en una explicación sofisticada. Quince sospechosos habían sido detenidos, de los cuales cinco habían pasado a un nivel superior de sospecha. Según los datos que obraban en poder de Rip van Winkle, uno de ellos debía de ser El Artista casi con total seguridad. Los otros diez habían sido eliminados. Cuando se determinara cuál de los cinco era el individuo que buscaban, eliminarían a los restantes. El Artista sería interrogado en profundidad hasta que ya no cupiera duda de que no guardaba información. Luego encontrarían las ramificaciones y las eliminarían. Después eliminarían a El Artista. Por último, Rip van Winkle se eliminaría a sí mismo.

– Los últimos en ser eliminados seremos nosotros. Puntualicemos. Nos autoeliminaremos, porque cuando todo esto acabe, el gabinete de crisis se disolverá, Rip van Winkle seguirá «durmiendo» y ya no volveremos a vernos. Y, a todos los efectos, no nos hemos conocido nunca -agregó. Y se introdujo otro puñado de caramelos en la boca.

– Esa es una buena noticia -dijo la señorita Roman. Bosch no sabía si se refería a la eliminación de El Artista o a la del Hombre Clave. El asiento de la señorita Roman era masculino: las estrechas y fuertes nalgas en color pardo que soportaban su peso resultaban perfectamente visibles desde el lugar donde Bosch se encontraba.

– ¿Han confesado algo? -preguntó Gen Warfell, inclinándose hacia adelante. No cesaba de removerse, y Bosch observaba al Sillón tensar sus músculos barnizados tras cada acometida-. Me refiero a los cinco sospechosos.

– Tres de ellos se han declarado culpables. No es que eso signifique nada, pero es más de lo que teníamos hace dos semanas.

– Extraordinaria noticia -se interesó Benoit-. ¿No crees, Lothar?

– ¿Qué información han revelado los cinco sospechosos? -preguntó Bosch sin responder a Benoit.

El Hombre Clave había tendido la mano para atrapar un whisky. La Vajilla se detuvo el tiempo justo y continuó andando con pasos ciegos y cuidadosos. La luz de las Lámparas se reflejaba en sus nalgas de nácar y les otorgaba el aspecto de huevos de ave fabulosa.

– Por ahora es confidencial -repuso el Hombre Clave-. Se ofrecerá en sucesivos informes, cuando podamos cotejarla.

– Lo preguntaré de otra manera. ¿Alguno de los sospechosos ha revelado datos que sólo podría haber conocido si fuera El Artista?

– Lothar está tratando de decir que no se fía de Rip van Winkle -observó Sorensen.

Bosch protestó, pero el Hombre Clave no pareció concederle importancia alguna al comentario de Sorensen.

– Los interrogatorios se están llevando a cabo en varias ciudades europeas, y no obran en mi poder todos los datos. Pero nuestros métodos no son inquisitoriales, si es a eso a lo que se refiere: solemos preguntar antes de disparar. Ninguna información ha sido extraída a la fuerza.

Bosch no estaba muy seguro de la veracidad de tal aserto, pero prefirió no discutir.

– Bueno, puede decirse que el problema se ha resuelto -rugió Warfell.

– Y a tiempo -dijo Sorensen-. Mañana es la inauguración.

– El señor Stein se llevará una gran alegría, me consta -declaró Benoit con la mirada brillante, como congraciándose con la humanidad.

– Estaba deseando terminar cuanto antes y marcharme de vacaciones -rugió el vozarrón de Harlbrunner. El asiento que se aplastaba bajo su tonelaje era, a juzgar por lo que Bosch podía apreciar, una muchacha.

La reunión se suspendió. Mientras los miembros del gabinete se apoyaban en las manos de los Sillones para levantarse, Benoit se volvió hacia Bosch y le preguntó si le importaría charlar un rato cuando salieran de allí. A Bosch le importaba mucho, no sólo debido a su cita con Van Obber de aquella tarde, sino porque lo que menos deseaba era hablar con el jefe de Conservación, pero sabía perfectamente que no iba a poder negarse. Benoit sugirió el parque de Clingendael. Afirmaba que aquel entorno de jardín japonés lo entusiasmaba. Se dirigieron allí en su propio automóvil.

Durante el trayecto ninguno de los dos habló. Un carrusel arquitectónico de La Haya penetraba por los cristales azulados de las ventanillas. Bosch había nacido en aquella ciudad, aunque desde muy joven había vivido en Amsterdam. Por un momento se preguntó si quedaba algo de La Haya dentro de él. Pensó que quizá hubiera algo de La Haya en cada lugar del mundo moderno. Como en los grabados de M. C. Escher, su ciudad natal parecía albergar otra ciudad en su interior que a su vez albergaba otra, y así hasta el infinito. El Madurodam mostraba una Holanda a escala, «la ciudad más pequeña más grande de Europa», como decía su padre. El Panorama Mesdag exhibía una pintura de 120 metros de diámetro también elaborada a escala. En la Mauritshuis uno podía asomarse al pasado a través de la Holanda pintada por los grandes maestros. Y si se deseaba arte HD, el coleccionista encontraba diez salas oficiales y más del cuádruple de privadas, el Gemeentemuseum y la novísima Kunstsaal; casas de arte adolescente legal como Nabokovian o Puberkunst; la artesanía clandestina de Menselijk; el art-shock público de Harder y The Tower; los cuadros móviles de Het Bos y Action House; los animarts de Artzoo. Y si querías hacer fotos, ¿qué mejor que hacérselas al famoso exterior Het Meisje en Clingendael? Ciudades falsas y seres humanos reales disfrazados de obras. Te perdías un día en La Haya y terminabas confundiendo la apariencia con la realidad. Quizás haber nacido allí -pensaba Bosch- provocaba esa neblina que ahora habitaba su mente, esa ausencia de líneas divisorias.

El parque de Clingendael estaba lleno de turistas, pese a que las nubes cada vez más densas prometían una desagradable sorpresa para el final de la tarde. Benoit y Bosch comenzaron a pasear por las alamedas con las manos a la espalda. Un viento ligeramente frío alzaba las puntas de sus corbatas.

– Hace poco leí en Quietness -dijo Benoit- que se está organizando una exposición de lienzos jubilados en Nueva York. Ya llevan varias ventas exitosas en Estados Unidos. Lo financia Enterprises, claro. Y el columnista afirmaba que la idea era genial porque, ¿qué otra cosa puede hacer un jubilado si no estar quieto en algún sitio, mirar a la gente y que la gente lo mire? A Stein no le ha interesado mucho, sin embargo, porque los lienzos viejos no le gustan, pero estoy seguro de que en Europa pronto se pondrá en práctica. Imagínate a los ancianitos que apenas pueden vivir de sus pensiones convertidos de repente en obras millonarias. El mundo se mueve, Lothar, y nos invita a movernos con él. La pregunta es: ¿aceptas la invitación o te apeas y lo ves pasar?

No era una pregunta real y Bosch no contestó. En un pequeño claro varias chicas ensayaban posturas de imitación frente a Majadería, de Rut Malondi. Bosch supuso que serían estudiantes de la carrera oficial de lienzo. Por supuesto, ninguna estaba desnuda ni pintada, a diferencia de la obra original: eso hubiera sido ilegal. La ley permitía que la obra de arte se exhibiera sin ropa en lugares públicos, pero las estudiantes sólo eran personas y no podían hacerlo. Bosch las veía suspirar por llegar, algún día, a dejar a un lado su condición de personas. Pensó que tal vez Danielle deseaba lo mismo.

Benoit estuvo un buen rato en silencio observando los cuerpos inmóviles de las aspirantes a lienzos posando sobre la hierba en blusa y vaqueros, con las carpetas y los jerseys a sus pies.

– ¿Crees de verdad que lo han atrapado, Lothar? -preguntó repentinamente.

Eso sí era una pregunta real.

– No. No lo creo, Paul. Pero cabe en lo posible.

– Yo tampoco lo creo -dijo Benoit-. Rip van Winkle adolece del mismo problema que Europa: la unión desunida. ¿Sabes cuál es nuestro problema como europeos? Que queremos seguir siendo nosotros mismos sin dejar de ser el Todo. Pretendemos globalizar nuestra individualidad. Pero el mundo necesita cada vez menos individuos, menos razas, menos naciones, menos idiomas. Lo que necesita el mundo es que todos sepamos inglés y, a ser posible, que seamos un poco liberales. Que en Babel se hable inglés y adelante con la torre, dice el mundo. Eso es lo que exige la globalización, y los europeos aspiramos a ella sin renunciar a nuestra condición de individuos. Pero ¿qué es un individuo hoy día? ¿Qué significa ser francés, inglés o italiano? Míranos a nosotros: tú eres holandés con raíces alemanas, yo soy francés pero trabajo en Holanda, April es inglesa pero vivió en Italia, Jacob es norteamericano y vive en Europa. Antes, la herencia artística nos diferenciaba, pero ahora las cosas han cambiado. Un holandés puede hacer una obra de arte con un español, un rumano con un peruano, un chino con un belga. La inmigración ya tiene una salida laboral fácil: convertirse en arte. Ya nada nos diferencia de nadie, Lothar. Tengo en mi casa un retrato en cerublastina de Avendano. Es exacto a mí, tan exacto como un espejo, pero el modelo que sustituye al original este año es ugandés. Está en mi despacho y lo miro todos los días. Veo en él mis facciones, mi cuerpo, mi propio aspecto, y pienso: «Dios mío, por dentro soy negro». Nunca he sido racista, Lothar, te lo aseguro, pero me parece increíble verme a mí mismo y saber que por dentro, bajo mi piel, hay un negro oculto, y que si araño una de mis mejillas con la fuerza suficiente veré aparecer al ugandés detrás, inmóvil, a ese ugandés que llevo dentro y que ya no podré expulsar aunque quiera… entre otras cosas, porque el retrato es de Avendano y cuesta un huevo, ¿sabes?

– Comprendo -dijo Bosch.

– Me pregunto: ¿qué crees que veríamos aparecer tras la piel de Europa si la arañáramos, Lothar?

– Tendríamos que arañarla muchas veces, Paul.

– Exacto. Pero hay algo que me consuela. Algo que me une al ugandés, algo que comparto con él y que me hace pensar que, en el fondo, no somos tan diferentes.

Tras una pausa, Benoit reanudó la marcha. Entonces dijo:

– Los dos queremos ganar dinero.

Al final de aquella vereda, duplicada por el espejo de una laguna y acuclillada sobre unas rocas, se encontraba Het Meisje, el óleo más célebre del parque de Clingendael y quizá de toda la ciudad. Het Meisje, «La muchacha», era una delicada pieza de Rut Malondi considerada por algunos como la «Sirenita HD» de La Haya. Ocultaba a medias su cuerpo con una camisa holgada pintada en blanco nieve que el viento hacía ondear. El rostro, perfectamente dibujado con cerublastina, y el suave hiperdramatismo de su mirada azul distraían las horas muertas de los paseantes. Era un exterior permanente, pero durante el duro invierno holandés el ayuntamiento la protegía con una cúpula de plástico termoestable. El lienzo no tendría más de catorce años. Era la decimosexta sustituta, y estaba pintada para parecerse a las anteriores. Un regimiento de turistas la sitiaba, disparando sus cámaras. Era tradicional ofrecerle flores o arrojarle pequeños papeles con poemas.

Загрузка...