Benoit se detuvo frente a ella, cerca de la laguna.

– Habrás oído mencionar que el traspaso está próximo -dijo-. Van Tysch se está deteriorando, Lothar. Digamos que se ha deteriorado por completo. Es lo que suele ocurrir cuando alguien se vuelve eterno: que se muere. La única razón de que no lo veamos pudrirse es que se oculta bajo capas de oro puro. Ya están buscando un sustituto. Me preguntaba quién ocupará su lugar.

– Dave Rayback -dijo Bosch sin asomo de duda.

– No. No será él. Es un genio de la pintura, tengo varios originales suyos en Normandía y he pagado una fortuna para que se exhiban de forma permanente. Son tan buenos que no quiero que se marchen ni siquiera a mear. Como artista, Rayback posee cualidades de sobra para tomar el relevo. Pero su gran defecto es que es demasiado astuto, ¿no te parece? Y un genio debe ser siempre un poco gilipollas. La gente tiende a mirar a los genios y a sonreír pensando: «Míralos, pobrecillos, ocupados en crear obras sagradas, tan despistados como siempre». Ésa es la imagen del genio que vende. Pero el genio que además es astuto resulta un poco incómodo. Es como si pensáramos que la astucia está reservada sólo a los mediocres. O como si ser genio fuera incompatible con querer amasar una fortuna, dirigir un país o comandar un ejército. A un presidente de gobierno podemos considerarlo «astuto». Incluso podemos llegar a decir que ha sido un «buen» presidente. Pero, por bueno que sea en su trabajo, nunca nos parecerá «genial». ¿Captas el matiz?

– Si no va a ser Rayback -dijo Bosch-, ¿quién, entonces? ¿Stein?

– Ni de broma. Stein es de esos hombres que necesitan a alguien superior para que apruebe su trabajo. Recuerdo una frase de Rayback que me gustó: «Stein es el mejor artista de todos los que no lo son». Cierto. A Stein descártalo. El único papel que juega aquí es el de votante: él, y otros como él, elegirán al nuevo genio. Y puedo garantizarte que el elegido será alguien desconocido, un artista del montón. La Fundación no puede fracasar ahora. Nos hemos convertido en un negocio inmenso, Lothar. Las apuestas para el futuro son enormes. Mamá y papá le regalarán al niño un manual de pintura HD básica. Lograremos crear modelos temporeros que le cuesten cien euros al pintor aficionado. Legalizaremos la artesanía y la decoración humanas, y cuando eso ocurra podrás tener un Receptáculo, una Bandeja o un Cenicero de dieciocho años en tu casa por mil o dos mil euros. Ampliaremos el campo del retrato con cerublastina y los talleres de copias en serie. Y cuando la violencia pueda evacuarse en art-shocks baratos y completamente legales, habremos dado un paso similar a legalizar la droga. El arte HD va a cambiar la historia de la humanidad, te lo aseguro. Nos estamos convirtiendo en el mejor negocio del mundo. Necesitamos, por tanto, que nos represente alguien lo bastante idiota. Si nos representa un individuo astuto, fracasaremos. Los buenos negocios exigen un idiota delante y muchos listos detrás.

De repente Bosch empezaba a comprender por qué Benoit quería hablar con él. «Viejo zorro. Cuando esperas un motín, buscas partidarios, ¿no es cierto?» Pero se le ocurrió entonces otra explicación, más inquietante: ¿y si Benoit era el tipo que ayudaba a El Artista? Quizá quería hundir a Van Tysch y promover el traspaso cuanto antes. Guardó la punta de la corbata entre las solapas de su chaqueta mientras meditaba. La camisa blanca de Het Meisje flameaba con la brisa. Una niña japonesa le arrojó una rosa. Bosch se fijó mejor y comprobó que la flor era de plástico. Golpeó ligeramente la rodilla desnuda de Het Meisje y cayó al estanque.

Benoit, entonces, dijo algo inesperado.

– Siento mucho lo de tu sobrina, Lothar. Y te comprendo. Es una preocupación, desde luego, y más para los tiempos que corren. Quiero aclararte que yo no tuve nada que ver. Fue Stein quien la eligió como lienzo y el Maestro estuvo de acuerdo.

– Lo sé.

– La llamé esta mañana a primera hora para ver qué tal estaba. Se encontraba bien, aunque algo nerviosa, porque hoy la firmaba Van Tysch. Debo decirte que la llamé porque era tu sobrina, pero ya sabes que no es correcto que nos relacionemos con los lienzos si Van Tysch no los ha firmado todavía.

– Te lo agradezco, Paul.

Benoit continuó hablando con rapidez, como si el punto al que quería llegar no hubiese aparecido aún.

– A mí me tendrás siempre a tu lado, Lothar. Estoy contigo. Y me gustaría que esa actitud fuera recíproca. Quiero decir que, pase lo que pase, venga quien venga después de Van Tysch, nosotros seguiremos apoyándonos mutuamente, ¿verdad?

– Desde luego.

A los pies de Benoit crecían pensamientos. Benoit se agachó, arrancó uno y lo arrojó al aire. Pero la flor se desvió de su trayectoria y pasó por encima del pelo pintado de Het Meisje. La expresión de Benoit fue como la del futbolista que falla el penalti decisivo.

– Tengo una copia de esa belleza en Normandía -le confesó a Bosch, señalando la Meisje-. Una copia barata y mediocre de las que te venden en las tiendas de arte y llevan escritas en las nalgas las palabras: «Recuerdo de La Haya». La modelo tiene más de veinte años, claro. Pero, a pesar de todo, me gusta. Te he entretenido mucho. ¿Tenías que ir a algún sitio?

– Lamentablemente, sí. Pero llegaré a tiempo.

– Nos veremos mañana, Lothar.

– Sí, mañana, en la inauguración.

– Te confieso que estoy deseando que acabe todo.

Bosch se marchó sin responder.

En dirección a Delft, llamó a Van Obber para comunicarle su retraso. Contestó el pintor con su voz enronquecida. «No hay problema -le dijo-. No tengo adónde ir.» Cuando colgó, intentó dormir un poco. Pero lo que hizo fue recordar la entrevista con Benoit. Evidentemente, El Artista seguía libre y hasta Benoit se había dado cuenta de eso. Rip van Winkle era una forma de lavar la cara de Europa frente a una de las empresas que más turismo atraía al Viejo Continente, pero nada más. El Artista seguía libre. Y preparado.


Empezaba a adormilarse cuando recibió la llamada. Era Nikki.

– Lije tiene la mitad del cuerpo carbonizado y está ingresado de por vida en una clínica siquiátrica al norte de Francia, Lothar, lo hemos comprobado. Por lo visto, fue un accidente ocurrido durante los art-shocks de diciembre, y en Extreme ocultaron la noticia para no dar mala impresión a los artistas y lienzos que trabajan allí.

– ¿Cómo sucedió?

– En uno de los cuadros se usaban velas para derramar cera caliente de diversos colores sobre el cuerpo de Lije, pero alguien no las manejó bien, hubo un incendio, Lije estaba atado y nadie le ayudó a escapar.

– Dios mío -dijo Bosch.

– Queda Póstumo Baldi. Es el único que no tiene coartada.

– Precisamente voy camino de Delft para entrevistarme con Van Obber -explicó Bosch-. Quiero que me consigáis toda la información que tengamos sobre Baldi: cintas de RA, grabaciones y entrevistas de Apoyo cuando hizo Figura XIII. Envíalas a casa.

– De acuerdo.

Mientras entraba en la ciudad de Delft se sintió extraño. ¿Qué iba a poder decirle Van Obber? ¿Qué era lo que esperaba conseguir de él? Comprendió de súbito que quería que Van Obber le pintara un rostro. Unas facciones. Saber que Baldi podía ser El Artista no iba, en principio, a tener ninguna consecuencia práctica inmediata. Las medidas de seguridad de la exposición no se modificarían en absoluto. Pero quizá Van Obber lograra retratar a Baldi, y en ese caso él podría añadir unos rasgos a la difuminada silueta andrógina que tenía en la cabeza.

En Delft, las nubes blancas con ribetes grisáceos abultaban al fondo del horizonte. Bosch se bajó del coche en la plaza del Markt, junto a la Iglesia Nueva, e indicó al chófer que lo aguardara allí. Deseaba caminar. Un instante después se encontraba inmerso en pura belleza.

Delft. En aquella ciudad había nacido Vermeer, el pintor de los detalles sutiles. Eran otros tiempos, sin duda, pensaba Bosch, tiempos en los que aún era posible sentir y pensar y en los que la hermosura todavía no estaba descubierta por completo. Llegó al Oude Delft, el canal antiguo, y recorrió con la mirada sus recoletas aguas, los tilos jugosamente verdes y el puntiagudo horizonte de tejados, todo resplandeciente pese a la negativa del cielo a colaborar con la luz, todo brillante y puro como la cerámica que Delft había hecho célebre. Se sintió emocionado. Alguna vez, en efecto, las cosas habían estado claras. Pero ¿cuándo llegó la penumbra al mundo? ¿Cuándo bajó Van Tysch de los cielos y las tinieblas lo llenaron todo? Naturalmente, la culpa no era de Van Tysch. Ni siquiera de Rembrandt. Pero contemplar el Oude Delft era comprender que antes, al menos, las cosas tenían un sentido, resultaban diáfanas y rebosaban de dulces detalles que a los artistas les gustaba registrar y reproducir con ingenuidad. Bosch pensó que la humanidad, de alguna forma, también había crecido. Ya no había lugar para una humanidad ingenua. ¿Eso era malo o bueno? Un profesor de su colegio solía decir que el infierno tenía algo bueno: al menos, los condenados sabían que estaban en él. No albergaban la menor duda sobre ese aspecto. Ahora Bosch le daba la razón. Lo peor del infierno no eran el fuego abrasador, la eternidad del tormento, el hecho de caer en desgracia de Dios o ser torturado por diablos.

Lo peor del infierno es no saber si ya estás en él.

Van Obber vivía en una preciosa casa de ladrillo frente al canal, rematada con hastiales blancos. Resultaba obvio que el tejado necesitaba una reparación y que los marcos de las ventanas debían remozarse. La puerta la abrió el propio pintor. Era un hombre de pelo pajizo cortado a cepillo, asombrosamente flaco, pálido, manchado de ojeras y hematomas, destellante de lentejuelas de sudor. Bosch sabía que no tenía más de cuarenta años pero aparentaba por lo menos cincuenta. Van Obber había percibido su sorpresa. Hizo una mueca que, quizás, era su forma de sonreír.

– Necesito una restauración urgente -dijo.

Condujo a Bosch hacia una chirriante escalera. La planta superior consistía en una sola habitación, bastante grande, con olor a pintura y a productos disolventes. Van Obber le ofreció una butaca, se sentó en otra y comenzó a respirar. Por un momento no hizo otra cosa.

– Lamento esta visita imprevista -dijo Bosch-. No quería provocarle molestias.

– No se preocupe. -El pintor entornó los dos hematomas alrededor de sus ojos-. Toda mi vida es rutinaria… Es decir… Hago siempre lo mismo… Eso va en contra de las cosas, porque las cosas cambian… Al menos, no tengo demasiados problemas de dinero… El cuarenta por ciento de mis obras sigue con vida… Eso no pueden decirlo muchos pintores independientes… Sigo cobrando algunos alquileres por mis cuadros… Ya no pinto adolescentes… No hay suficiente material, porque el material adolescente es caro y se asusta en seguida… Yo, antes, hacía de todo: hasta adornos y pubermobilair, que está prohibido…

– Lo sé. -Bosch detuvo el lento pero inexorable flujo de palabras-. Creo, precisamente, que en una de sus últimas obras usó a Póstumo Baldi, ¿no es cierto? El retrato que le hizo a Jenny Thoureau, en el año 2004.

– Póstumo Baldi…

Van Obber bajó la cabeza y juntó las manos como si rezara. Su nariz estaba roja y reflejaba la luz de la ventana.

– Póstumo es arcilla fresca -dijo-. Lo tocas y lo colocas, y él se adapta… Hundes o estiras su carne… Haces con él cualquier cosa: animarts de serpiente, perro o caballo; vírgenes católicas; verdugos de arte manchado; alfombras desnudas; bailarinas transgenéricas… Un material increíble. Decir «de primera calidad» es no decir nada…

– ¿Cuándo lo conoció?

– No lo conocí… Lo encontré y lo usé… Fue en el año 2000, en una galería de arte manchado en Alemania. No voy a decirle dónde está, porque ni siquiera lo sé: los invitados acuden a ella con los ojos vendados. El art-shock era un tríptico anónimo que se titulaba La danza de la muerte. Era bueno. El material manchado era de lujo: todo un autocar de jóvenes estudiantes de ambos sexos. Ya sabe, la clásica forma de provisión de material manchado: el autocar cae al agua, un accidente, los cadáveres no aparecen, una tragedia nacional… Y los estudiantes, que han sido obligados a salir del vehículo previamente, son conducidos en secreto hacia el taller del pintor. Baldi, por aquella época, tenía catorce años y estaba pintado como una de las Muertes encargadas de sacrificar el material manchado. Cuando yo lo vi se hallaba desollando a dos de los estudiantes, un chico y una chica, y pintándoles calaveras sobre la carne sin piel. Los estudiantes estaban vivos aunque en muy mal estado, pero Baldi me pareció una figura preciosa y quise contratarla para mis propios cuadros. Se vendía muy caro, pero yo tenía dinero. Le dije: «Voy a pintar contigo algo que no es de este mundo»… Apenas usé cerublastina… Mi paleta fue sobria: rosados poco brillantes y azules tenues. Agregué un implante de cabello hasta los pies en tono azabache con tres clases de colas. Difuminé el sexo, lo cual no fue difícil. Le exigí mucho, pero Póstumo era capaz de todo. Lo usé como hombre y como mujer. Lo torturé con mis propias manos. Lo traté como a un animal, como a un objeto que podía usar y luego arrojar a la basura… No estoy diciendo que Póstumo lo hiciera todo bien. Era un cuerpo humano y tenía los límites de los cuerpos humanos. Pero había algo en él, algo que era… su negación de sí mismo. Y así quedó listo mi óleo Súcubo. Fue la primera obra que hice con él. ¿Sabe cuál fue la siguiente obra que pintaron con Póstumo después de Súcubo, señor Bosch…? Una Virgen María de Ferrucioli… -Van Obber abrió la boca para reír y Bosch observó sus dientes sucios-. La gente se preguntaría: «¿Cómo puede el mismo lienzo ser pintado como un Súcubo de Van Obber y una Virgen de Ferrucioli?». La respuesta es simple: eso es el arte, señores. Eso es, precisamente, el arte, señores.

Hizo una pausa. Luego agregó:

– Póstumo no está loco, pero tampoco cuerdo. No es malvado ni bondadoso, no es hombre ni mujer. ¿Sabe lo que es Póstumo? Lo que un pintor pinta sobre él. Los ojos de Póstumo están vacíos. Yo les pedía cualquier expresión y ellos me la ofrecían: ira, miedo, rencor, celos… Pero luego, al dejar el trabajo, se apagaban, se vaciaban… Los ojos de Póstumo son vacíos e incoloros como espejos… Vacíos, incoloros, hermosos, como…

Un llanto acuciante descalabró sus palabras. Varios truenos se sucedieron en la pausa que siguió. Empezaba a llover sobre Delft.

Bosch se apiadaba de Van Obber y de sus nervios desquiciados. Supuso que la soledad y el fracaso eran malas compañías.

– ¿Dónde cree que puede estar ahora Baldi? -preguntó con suavidad.

– No lo sé. -Van Obber movía la cabeza-. No lo sé.

– Según tengo entendido, abandonó un retrato que usted le hizo a una marchante francesa, Jenny Thoureau, en el año 2004. ¿Era propio de Baldi hacer eso? ¿Dejar un trabajo colgado antes de la fecha indicada en el contrato?

– No. Póstumo cumplía todos sus contratos.

– ¿Por qué cree que no cumplió éste?

Van Obber levantó la cabeza y lo miró. Sus ojos seguían húmedos pero había vuelto a recobrar la calma.

– Le diré por qué -murmuró-: recibió una oferta más interesante. Eso es todo.

– ¿Lo sabe con seguridad?

– No. Lo sospecho. No volví a verle y no supe nada más de él. Pero vuelvo a repetirle que lo único que le interesaba a Póstumo era el dinero. Si dejó un trabajo, fue porque le ofrecieron otro mejor. Estoy seguro de ello.

– ¿Una oferta para otro cuadro?

– Sí. Por eso se marchó. Naturalmente, no me sorprendí: yo era un perdedor, y Baldi era un material demasiado bueno para mí. Servía para algo más que para hacer óleos de Van Obber.

Bosch reflexionó un instante.

– Eso ocurrió hace dos años -dijo-. Si Baldi se marchó para ser pintado en otro cuadro, como usted dice, ¿dónde está ahora ese otro cuadro? A partir del retrato de Jenny Thoureau, no ha vuelto a aparecer su nombre en ningún sitio…

Van Obber guardó silencio. A diferencia de otros momentos similares, a Bosch no le pareció que en esa ocasión su mente se hubiera perdido en vericuetos insondables: era como si se hubiera puesto a reflexionar.

– Está inacabado -dijo de repente.

– ¿Qué?

– Si no ha aparecido aún, es porque está inacabado. Es algo lógico.

Bosch meditaba sobre las palabras de Van Obber. Un cuadro inacabado. Era una posibilidad que no se habían planteado ni Wood ni él. Buscaban a El Artista siguiendo dos caminos, dos vías de investigación: que siguiera trabajando o que hubiera abandonado la profesión. Pero hasta entonces no habían pensado siquiera que pudiera estar trabajando en un cuadro que aún no estuviera terminado. Eso explicaría su desaparición y su silencio, por supuesto. Un pintor nunca enseña su obra hasta que no la acaba. Pero ¿quién estaría dedicando tanto tiempo a pintar a Baldi? ¿Qué clase de cuadro pretendía crear?

Cuando Bosch se retiraba, oyó de nuevo la voz de Van Obber desde la butaca.

– ¿Por qué quieren encontrar a Póstumo?

– No lo sé -mintió Bosch-. Mi trabajo consiste en encontrarlo.

– Créame, es mejor para todos que Póstumo se haya perdido. Póstumo no es una simple obra de arte: es el arte, señor Bosch. El arte. Sin más.

Y miró a Bosch con sus ojos desmesurados y enfermos mientras agregaba:

– De modo que, si lo encuentra, tenga cuidado. El arte es más terrible que el hombre.

Cuando Bosch salió de la casa de Van Obber, una lluvia gris e inmensa dominaba la ciudad. La belleza de Delft se licuaba ante sus ojos. Deseaba con todas sus fuerzas que Rip van Winkle hubiera detenido realmente a El Artista, pero sabía que no era así. Estaba seguro de que, fuera Póstumo o no, el criminal seguía libre y preparado para actuar durante la exposición.


El Artista salió a la calle por la noche.

En Amsterdam llovía y hacía un poco de frío. El verano había abierto un paréntesis. Mejor así, pensó. Caminó con las manos en los bolsillos, bajo la luz remota de las farolas, dejando que la lluvia lo cubriera de rocío como a una flor. Atravesó el puente del Singelgracht, donde las luces formaban guirnaldas en el agua y las gotas de lluvia círculos concéntricos, y llegó al Museumplein. Recorrió a paso normal los alrededores del silencioso Túnel de Rembrandt. Los policías de guardia en la entrada lo miraron sin concederle demasiada atención. Su aspecto era el de un individuo normal y corriente, y actuaba de acuerdo a eso. Podía ser hombre o mujer. En Munich había sido Brenda y Weiss; en Viena, Ludmila y Díaz. Podía ser muchas personas. Sólo por dentro era una sola. Llegó al extremo final de la herradura y continuó su camino. Accedió a la plaza del Concertgebouw, donde se alzaba la sala de conciertos más importante de Amsterdam. Pero la música había terminado y todo estaba sumido en el silencio. El Artista no llegó a cruzar Van Baerlestraat. En vez de eso, giró a la derecha, hacia el Stedelijk, y comenzó a recorrer el camino inverso, en dirección al Rijksmuseum. Quería explorarlo todo, revisarlo todo. Vallas metálicas le cerraban el paso por ese lado delimitando una zona reservada para el estacionamiento de furgonetas. Se acodó en una de las vallas y contempló la noche.

Un pequeño cartel de «Rembrandt» estaba atado a una farola a pocos pasos de distancia. El Artista lo contempló. La mano del Ángel se abría en las tinieblas, bajo la llovizna.

Leyó la fecha: 15 de julio de 2006. El día siguiente.

15 de julio. En efecto. Mañana será el día.

Se apartó de la valla, se introdujo por Van de Veldestraat y continuó su camino. La lluvia amainó mientras regresaba de nuevo al Singel.

Mañana, en la exposición.

A su alrededor todo era oscuro y poco estético.

Sólo El Artista parecía pura belleza.

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