Blanco, rojo, azul, violeta, crudo, verde, amarillo y negro son los colores básicos de la paleta en la pintura de cuerpos humanos.
Tratado de pintura hiperdramática
Bruno van Tysch
Qué maravilloso sería si pudiéramos penetrar en la casa del espejo.
Carroll
Clara llevaba más de dos horas pintada de blanco de titanio cuando bajó a verla una señora acompañada de Gertrude. Con el rabillo del ojo distinguió unas gafas de sol, un sombrerito de flores y un traje color perla. Parecía una cliente importante. Hablaba con Gertrude al tiempo que valoraba a Clara con la mirada.
– ¿Sabés que Roni y yo adquirimos un Bassan hace dos años? -Fuerte acento argentino-. Muchacha sosteniendo el sol, se titulaba. A Roni le gustaba el brillo de los hombros y del vientre. Pero yo le dije: «Roni, por Dios, tenemos muchos cuadros, ¿dónde vamos a colocar éste?». Y Roni decía: «No tenemos tantos. Vos tenés la casa llenita de bric-a-bracs y yo no me quejo». -Risas-. Bueno, ¿sabés lo que hicimos por fin con el cuadrito? Se lo regalamos a Anne.
– Muy bien.
La mujer se quitó las gafas al tiempo que se inclinaba.
– ¿Dónde está la firma…? Ah, en el muslo… Es bello… ¿Qué te contaba?
– Que le regalaste el cuadro a Anne.
– Ah, sí. Les encantó, a Anne y a Louis, ya los conocés. Anne quería saber si era cara la renta. Yo le dije: «No se preocupen, la pagamos nosotros. Es un regalo que queremos hacerles». Después le pregunté al cuadro si tenía algún problema en marcharse a París con mi hija. Me dijo que no.
– Un cuadro comprado no debe tener ningún problema en seguir al dueño a donde sea -sentenció Gertrude.
– A mí me gusta ser delicada con los cuadritos… Éste es muy bello, desde luego. -La elle vibraba en su boca como un cortocircuito-. ¿Cómo has dicho que se titula…?
– Muchacha ante el espejo.
– Bello, muy bello… Con tu permiso, Gertrude, me llevo un catálogo.
– Los que quieras.
Clara siguió inmóvil cuando se marcharon. «Bello, bello, muy bello, pero no me vas a comprar. Eso se nota a la legua.» Sabía que estaba mal distraerse mientras se encontraba en plena Quietud, pero no podía evitarlo. Le preocupaba que no la compraran.
¿Qué podía fallar con Muchacha ante el espejo? Lo ignoraba. El óleo no era nada del otro mundo, pero la habían adquirido en cosas mucho peores. Posaba de pie completamente desnuda con la mano derecha en el pubis y la izquierda a un lado, las piernas algo separadas, pintada de arriba abajo con distintos matices de blanco. Su pelo era una masa compacta de blancos profundos mientras que en el cuerpo resaltaban los tonos brillantes y tersos. Frente a ella se alzaba un espejo rectangular de casi dos metros de altura incrustado en el suelo, sin marco. Eso era todo. Costaba dos mil quinientos euros con un mantenimiento de trescientos euros mensuales, un precio asequible para cualquier coleccionista mediocre. Alex Bassan le había asegurado que se vendería pronto, pero ella ya llevaba casi un mes exhibiéndose en la galería GS de la calle Velázquez de Madrid y nadie había hecho aún una oferta en firme. Era miércoles 21 de junio de 2006 y el acuerdo entre el pintor y GS expiraba dentro de una semana. Si no sucedía nada para entonces, Bassan la retiraría y Clara tendría que esperar a que otro artista quisiera pintar un original con ella. Pero, mientras tanto, ¿cómo conseguiría dinero?
Al natural, sin pintura, Clara Reyes ostentaba el pelo rubio platino ligeramente ondulado hasta los hombros, los ojos azules, los pómulos acentuados, la expresión entre ingenua y maliciosa y un talle grácil, falsamente delicado, desmentido por una sorprendente resistencia física. Para mantenerse así precisaba dinero. Había comprado un ático de paredes blancas en Augusto Figueroa e instalado en el salón un pequeño gimnasio con un tatami rodeado de espejos y aparatos. Practicaba natación los días en que las galerías cerraban y no tenía obras que hacer. Acudía mensualmente a un centro de estética. Comía alimentos dietéticos y controlaba su silueta con vigilantes electrónicos de peso. Usaba tres clases de cremas al día para conservar la piel suave y firme característica de los lienzos. Había eliminado dos pequeñas verrugas de su torso y hecho desaparecer una cicatriz en su rodilla izquierda. Su menstruación se había esfumado como por ensalmo gracias a un tratamiento preciso y controlaba con fármacos sus necesidades fisiológicas. Se había depilado por completo y de forma permanente, incluyendo las cejas; sólo conservaba el cabello. Las cejas y el vello del pubis son fáciles de pintar si el artista lo requiere, pero tardan tiempo en crecer. No eran caprichos, sino su trabajo. Ser cuadro le costaba mucho dinero y sólo ganaba mucho dinero siendo cuadro. Curiosa paradoja que le hacía pensar que Van Tysch, el grande entre los grandes, tenía razón al afirmar que el arte no era otra cosa que dinero.
Aquel año no le había ido mal, después de todo. Una empresaria catalana la había comprado por Navidad en La fresa, de Vicky Lledó, pero es que Vicky tenía una clientela muy fiel y vendía bien todas sus obras. Hacía pareja con Yoli Ribó en ese cuadro: permanecían sentadas sobre un pedestal pintadas en colores crudos, brazos y piernas entrelazados, sosteniendo con los dientes una fresa de plástico en rojo de quinacridona. Era una postura sencilla, aunque tenían que usar a diario un aerosol para disminuir la secreción de saliva («imagínate un cuadro babeando -había dicho Vicky-, qué poco estético»). Pero, cuando te acostumbrabas, el hecho de soportar aquella fresa de plástico en la boca durante seis horas al día te parecía lo más simple del mundo. Y el hiperdramatismo había logrado que la compenetración con Yoli fuera ideal: compartían la fresa, el aliento, la mirada y el tacto como verdaderas amantes. Vicky las había firmado en el deltoides, una V y una L horizontal en color rojo. Estuvieron un mes en casa de la empresaria y fueron sustituidas. Y a buscar trabajo otra vez. En marzo había sustituido a una francesa en un exterior en Marbella del pintor portugués Gamaio y en abril a Queti Cabildos en Elemento líquido II de Jaume Oreste, otro exterior en La Moraleja, pero no te pagan mucho cuando no eres el modelo original.
Por fin, en mayo, la gran noticia. Recibió una llamada de Alex Bassan. Quería pintar un original con ella. «Alex, qué bien me vienes», pensó. Se trataba de un artista poco metódico pero vendible. Había pintado a Clara en dos originales hacía años y ella ya estaba acostumbrada a su manera de trabajar. Le faltó tiempo para aceptar la oferta.
Llegó a Barcelona a principios de mayo y se instaló en el apartamento de dos plantas cerca de la Diagonal donde Bassan vivía y trabajaba. Clara dormía en una de las tres camas plegables que había en el taller. Las otras dos estaban ocupadas por una niña búlgara (¿o era rumana?) de once o doce años a la que Bassan usaba de boceto a ratos perdidos y por otro boceto llamado Gabriel, a quien el pintor apodaba Desgracia porque lo había usado por primera vez para crear una obra con aquel título. Desgracia era flaco y sumiso. En la planta de arriba vivían Bassan y su mujer. Mientras Clara trabajaba, la niña paseaba como un fantasma por el taller sosteniendo uno de esos muñecos electrónicos japoneses a los que hay que alimentar, criar y educar a base de botones. Este objeto fue la única cosa que Clara le vio llevar encima durante las dos semanas que estuvo en casa de Bassan: era como si la niña hubiese venido sin equipaje y sin ropa. En cuanto a Desgracia, se limitaba a entrar y salir. Aducía que estaba trabajando al mismo tiempo con varios artistas barceloneses.
Bassan había realizado esquemas previos antes de la llegada de Clara. Se había servido de una boceto norteamericana llamada Carrie. Le enseñó las fotos: Carrie de pie, Carrie de puntillas, Carrie arrodillada, siempre frente a un espejo colocado a diferentes distancias. Pero no estaba satisfecho con los resultados. Los primeros días usó a Clara sin espejo. La pintó de blanco y negro con aerosoles de esbozo y la sometió a la inspección de luces simples sobre fondo oscuro. Añadió fijadores para el pelo y la dejó varias horas de pie sobre una pierna.
– Pero ¿qué buscas, Alex? -le preguntaba ella.
Bassan era un hombre enorme y recio, con aspecto de leñador. Por las solapas de su bata asomaba un torso velludo. Solía pintar igual que hablaba: a impulsos. A veces, sus gruesos dedos raspaban la piel de Clara cuando perfilaba un lugar delicado.
– ¿Que qué busco? Menuda pregunta, Clarita, hija. Yo qué coño sé. Tengo un espejo. Te tengo a ti. Quiero hacer algo sencillo, natural, con colores básicos, quizás una gama de blancos muy tersos. Y quiero una expresión… No sé… Te quiero sincera, abierta, sin trabas… Sinceridad: ésa es la palabra. Aprender a conocernos, traspasar el espejo, ver qué tal se vive en el mundo del espejo…
Clara no entendía ni media palabra, pero así le ocurría con el resto de los pintores. Eso no le preocupaba: ella era el cuadro, no el crítico de arte; su trabajo consistía en dejar que el pintor expresara con ella lo que tenía en la cabeza, no en comprenderlo. Además, confiaba a ciegas en Bassan. Con Bassan todo resultaba inesperado: el hallazgo surgía por azar, de un solo salto, y cuando así sucedía te llegaba al alma.
Un día, a mediados de la segunda semana, Bassan colocó un espejo en el suelo del taller y le indicó que se agazapara desnuda sobre el azogue y se contemplara. Pasaron varias horas. Clara, acurrucada sobre el espejo, veía aréolas de vaho.
– ¿Te sientes a gusto mirándote? -le preguntó el pintor de repente.
– Sí.
– ¿Por qué?
– Creo que soy atractiva.
– Cuéntame lo primero que se te pase por la cabeza. Vamos, no lo pienses. Dime lo que sea.
– Ombligo -dijo Clara.
– ¿Un ombligo?
– No un ombligo. Mi ombligo.
– ¿Estabas pensando en tu ombligo?
– Ajá. Ahora mismo, sí. Es que me lo estoy mirando.
– ¿Y qué pensabas de tu ombligo? ¿Que era bonito? ¿Que era feo?
– Pensaba que me parecía increíble. Esto de tener un agujero en la barriga. ¿No es extraño?
Bassan se quedó inmóvil (su manera de reflexionar) y acto seguido se golpeó los muslos (su manera de hallar algo).
– Ombligo, ombligo… Agujero… El comienzo del mundo y de la vida… Ya lo tengo. Ponte de pie. Con la mano derecha te cubrirás el sexo, pero el pulgar estará ligeramente alzado. A ver… Así… No, un poco más… Así… Señalando tu ombligo de refilón…
La obra terminó siendo muy simple. Bassan la había colocado de pie, brazos y piernas algo separados, la mano derecha sobre el pubis y el pulgar un poco menos levantado de lo que había pensado en un principio. Elaboró una mezcla de blanco de cinc y la cubrió por completo, incluyendo las «máculas naturales» (facciones, aréolas, pezones, ombligo, genitales y hendidura entre las nalgas). Usó albayalde para las zonas más luminosas y luego la repasó con pinceladas de blanco de titanio. Fijó y revolvió su pelo en una masa de blanco homogéneo de forma que se le pegara a la cabeza. Sobre la pintura del rostro trazó con un pincel cónico de marta unos rasgos simples: cejas, pestañas y labios en un marrón de Nápoles muy rebajado con blanco. Frente a ella, incrustado en el suelo, instaló un espejo de cuerpo entero. Dirigió hacia su cuerpo dos rieles cenitales en paralelo de tres focos halógenos cada uno. Las potentes luces hacían destellar el óleo sobre su piel. El 22 de mayo le tatuó la firma en el muslo izquierdo: una be mayúscula y dos eses minúsculas. «Bss». Sonaba a silbido suave, pensaba ella, a zumbido de avispa.
– Creo que será mejor probar en Madrid -afirmó Bassan-. He recibido una interesante propuesta de GS.
El propio Bassan confeccionó el catálogo. Los catálogos de una exposición son más importantes que las obras, decía. «Los pintores, hoy día, no creamos cuadros sino catálogos», solía comentar. Cuando recibió la primera muestra de la imprenta, a fines de mayo, le envió uno a Clara por correo. Era precioso: un tarjetón blanco satinado con la foto del rostro pintado de Clara en la portada. Al abrirlo, en letras doradas: «El pintor Alex Bassan y la galería GS tienen el placer de…». Bassan lo definió exquisitamente con una de sus frases impulsivas: «Parece la invitación a la primera comunión de un elfo». La inauguración fue el 1 de junio de 2006, jueves, en GS de Madrid, a las ocho de la tarde, un evento como cualquier otro. Gertrude pagó a medias las bebidas. La gente se emborrachaba en el vestíbulo y luego bajaba al sótano a mirar a Clara, que estaba colocada en el centro de la minúscula habitación. Frente a ella se erguía el espejo sin marco ni base, en perfecta vertical, como por arte de magia. A su espalda, en la pared blanca, una cartulina: «Alex Bassan. Muchacha ante el espejo. Óleo sobre muchacha de veinticuatro años con espejo de cuerpo entero y luces. 195 x 35 X 88 cm». Bajo la cartulina, una repisa con catálogos. No había podios ni cordones de seguridad de ningún tipo: estaba de pie en el suelo limpio y blanco, tan reluciente como el propio espejo o como ella misma. La habitación era muy pequeña y, cuando se llenó, Clara temió que alguien le pisara un pie. Un extintor de color blanco colgaba de la pared en una esquina. «Al menos no arderé si hay un incendio», pensó.
Escuchó los elogios de los expertos. También alguna crítica. No se dirigían a ella, por supuesto, sino a la obra. Sin embargo, la miraban a ella: sus muslos, sus nalgas, sus senos, su rostro inmóvil. Y miraban el espejo. Hubo una excepción. En un momento dado distinguió de refilón una silueta acercándose a su oído izquierdo y oyó una obscenidad. Estaba acostumbrada y ni siquiera pestañeó. Era frecuente que en una exposición de arte hiperdramático se colara algún anormal a quien no le interesaba la obra sino la mujer desnuda. A juzgar por el olor de su aliento, aquel tipo estaba ebrio. Pasó cierto tiempo y el borracho siguió a su lado, mirándola. A Clara le preocupó que intentara tocarla, ya que no había vigilantes por ninguna parte. Pero el hombre se alejó poco después. Si hubiese intentado algo, ella habría tenido que abandonar la Quietud para hacerle una advertencia verbal. Si, a pesar de ello, el tipo hubiese insistido, a ella no le habría importado asestarle un rodillazo en los testículos. No sería la primera vez que dejaba de ser obra para defenderse de un espectador inquieto. El arte HD desataba pasiones inconfesables y los cuadros femeninos sin vigilancia aprendían pronto la lección.
Muchacha ante el espejo podía ser colocado con facilidad en cualquier salón espacioso. El porcentaje que recibiría ella sobre la venta y el alquiler, unido al dinero que había percibido por el trabajo con el pintor, le hubiera asegurado el resto del verano.
Pero no la compraban.
– Clara.
Tomó aire al oír la voz de Gertrude desde la escalera.
– Clara, ya es la una y media. Voy a cerrar.
Costaba cierto esfuerzo salir de la Quietud hacia el mundo de los objetos vivos. Movió la mandíbula, tragó saliva, parpadeó (en las retinas guardaba dos camafeos de su rostro labrados a fuerza de luz y tiempo), estiró los brazos y sacudió los pies contra el suelo. Una pierna se le había dormido. Se dio masajes en el cuello. El óleo tensaba su piel.
– Y dos señores quieren hablarte -añadió Gertrude-. Están en mi despacho.
Interrumpió los ejercicios y miró a la galerista. Gertrude se encontraba al pie de la escalera. Su semblante de ojos verdes y labios carmín no expresaba nada, como de costumbre. Era madura, altísima y albina como el Montblanc, de un albinismo que casi resplandecía. Arrojada sobre la nieve se hubiera convertido en un par de esmeraldas almendradas y una boca de rouge. Le gustaba vestir túnicas blancas y hablaba como si estuviera interrogando a un prisionero de guerra bajo tortura. «Soy alemana, pero llevo en Madrid varios años», le explicó cuando se conocieron. Pronunciaba «Madrid» como un robot de películas de serie B. «GS son las siglas de mi nombre.» Y aquí le dijo cuál era, pero Clara nunca recordaba el apellido. «Encantada», dijo Clara, y recibió una sonrisa como respuesta. Bassan aseguraba que era una buena galerista y que poseía una selecta clientela de coleccionistas de arte hiperdramático. Clara no había podido comprobar eso. En cambio, lo que sí había comprobado era que Gertrude era huraña y trataba a los cuadros con desprecio. Quizá fuera más amable con los pintores. Además, tenía la manía de la limpieza. No le permitía usar el baño para pintarse ni asearse después del trabajo. Decía que, salvo en la piel de los cuadros, no quería ver pintura en ninguna otra parte. El primer día le señaló un pequeño desván al fondo y afirmó que allí dentro las obras se las apañaban bien. Cada jornada Clara entraba en aquel cuchitril, se colocaba la malla porosa y la caperuza de tinte impregnadas en los colores preparados por Bassan y aguardaba casi una hora a que éstos se fijaran en su carne. Entonces se desprendía la malla y la caperuza y salía desnuda y brillante de blanco, bajaba la escalera y adoptaba la postura y la expresión que el pintor había decidido. Cuando la galería cerraba no le quedaba más remedio que marcharse a casa con el cuerpo pintado bajo el chándal y una ridícula boina para albergar sus cabellos blancos; sólo podía quitarse la pintura del rostro. No era muy agradable tener que conducir con la piel endurecida por el óleo.
– ¿Dos señores? -Carraspeó para recobrar la voz-. ¿Qué quieren?
– Y yo qué sé. Están en mi despacho, esperando.
– Pero ¿han bajado a ver la obra? -Muchas veces no se daba cuenta del número de visitantes que había tenido.
– Hoy no, desde luego. Preguntan por Clara Reyes. No me han hablado de ninguna obra.
Mientras Clara reflexionaba, Gertrude agregó:
– Supongo que no vas a ir a verlos así. Puedes ponerte una de las batas del desván. Pero no toques nada. En mi despacho no quiero manchas de pintura.
Los dos hombres la aguardaban de pie, examinando folletos en papel satinado. Eran catálogos de otras obras hechas con ella. Reconoció Ternuras de Vicky, Horizontal III de Gutiérrez Reguero y El lobo, mientras tanto, se muere de hambre de Georges Chalboux. Las ilustraciones mostraban su cuerpo desnudo o casi desnudo pintado de varios colores. También había folletos de Muchacha ante el espejo. Uno de los hombres arrojaba los catálogos a la mesa después de enseñárselos al otro, como si estuviera contándolos. Vestían trajes caros y, con toda probabilidad, eran extranjeros. Percatarse de esto último hizo que su corazón se acelerara: si venían desde lejos para verla quizá significaba que ella les interesaba de verdad. «Pero, cálmate, porque todavía no sabes lo que van a proponerte.»Le ofrecieron una silla. Al sentarse, la bata se abrió como un pétalo por la parte inferior y una pierna pintada de blanco de titanio y albayalde quedó descubierta hasta la mitad del muslo. Entrelazó las manos bajo el pecho y adoptó pose de niña buena.
– ¿Y bien? -dijo.
Los hombres no se sentaron. Sólo habló uno de ellos. Su castellano estaba trufado de errores, pero era inteligible. Clara no logró identificar el acento.
– ¿Es usted Clara Reyes?
– Ajá.
El hombre extrajo algo de un maletín: era el currículo que Clara solía enviar a los más importantes artistas de Europa y América. El ritmo de sus latidos acreció.
– Veinticuatro años -leyó el hombre en voz alta-, ciento setenta y cinco centímetros de estatura, ochenta y cinco de busto, cincuenta y cinco de cintura, ochenta y ocho de caderas, pelo rubio natural, ojos azul celeste con matices verdes, depilada, sin máculas, firme y tersa, imprimada cuatro veces… ¿Correcto?
– Correcto.
El hombre siguió leyendo.
– Estudió arte HD y técnicas de lienzo en Barcelona con Cuinet y arte adolescente en Frankfurt con Wedekind. También en Florencia con Ferrucioli, ¿correcto?
– Bueno, con Ferrucioli sólo estuve una semana.
No quería ocultar nada, porque después venían las preguntas comprometidas.
– La han pintado artistas españoles y extranjeros. ¿Domina el inglés, quizá?
– Ajá. Perfectamente.
– Ha hecho exteriores e interiores. ¿Qué hace mejor?
– Las dos cosas. Puedo ser obra de interior o de exterior estacional, e incluso permanente, dependiendo del vestuario y la época del año, claro. Aunque puedo posar desnuda en exterior permanente con la adecuada protec…
– Hemos revisado otras obras suyas -la interrumpió el hombre-. Nos gusta.
– Muchas gracias. ¿Y no han bajado a ver Muchacha ante el espejo? Es un Bassan impresionante, de verdad, no lo digo porque yo sea el cuadro sino…
– También ha hecho cuadros móviles de ambas clases: acciones y encuentros -volvió a cortarla el hombre-. ¿Fueron interactivos?
– Ajá. En varias ocasiones, sí.
– ¿La compraron en alguno?
– En casi todos.
– Bien. -El hombre sonrió y contempló los papeles como si el origen de aquella sonrisa estuviera allí-. Esto es un currículo destinado a propaganda. Ahora quiero oír el privado.
– ¿A qué se refiere?
– A su vida profesional completa, la que no puede citar en un folleto. Por ejemplo: ¿ha sido alguna vez adorno, objeto móvil, utensilio?
– Nunca he hecho artesanía humana -replicó Clara.
Era cierto, aunque no sabía si el hombre la creía. Pero la frase le había sonado un poco presuntuosa, de modo que agregó:
– En España todavía no hay mucha costumbre de adquirir adornos humanos.
– ¿Art-shocks?
No contestó de inmediato. Se enderezó en el asiento (el susurro del óleo en sus nalgas pintadas) y se dispuso a permanecer alerta.
– Perdón, ¿a qué viene este interrogatorio?
– Queremos saber a qué niveles de exigencia podemos movernos con usted -contestó el hombre con tranquilidad.
– No me gustaría hacer nada ilegal, se lo advierto.
Aguardó una reacción que no se produjo. Se apresuró a añadir:
– Bueno, quizás aceptara. Pero quiero que me digan lo que van a hacer, dónde lo van a hacer y quién es el artista que me contrata.
– Por favor, conteste.
Pensó que no pasaba nada por decir la verdad. De cualquier forma, ella no era menor de edad y los dos art-shocks en que había sido comprada aquel año no eran de los más duros y se habían exhibido sólo en lugares privados frente a un público adulto. Sin embargo, también era cierto que, en ambos, se habían deslizado escenas que quizá traspasaban el límite de lo permitido. Por ejemplo, en 625 + 50 líneas de Adolfo Bermejo uno de los lienzos decapitaba a un gato vivo y arrojaba la sangre sobre la espalda de Clara. ¿Eso era delito? No estaba segura, pero la pregunta era general y ella podía responderla de manera general.
– Sí, he hecho art-shocks.
– ¿Manchados?
– Nunca -declaró con firmeza.
– Pero ha trabajado con Gilberto Brentano, según creo.
– Hice dos o tres art-shocks con Brentano el año pasado, pero ninguno era manchado.
– ¿Ha pertenecido a alguna sociedad de provisión de material joven para obras de arte?
– Trabajé para The Circle unos meses.
– ¿A qué edad?
– A los dieciséis años.
– ¿Qué hizo allí?
– Lo normal. Me pintaron el pelo de rojo, me colocaron anillas y participé en algunos murales de tipo Redhair road.
– ¿Fue su primera experiencia artística?
– Ajá.
– Por lo que veo -dijo el hombre-, le gusta el arte duro y arriesgado. No parece usted dura y arriesgada. Más bien parece blanda.
Sin saber por qué, a Clara le agradaba la frialdad despectiva de aquel tipo. Una sonrisa distendió el óleo de sus facciones.
– En realidad, soy blanda. Me endurezco cuando me pintan.
El hombre no dio muestras de tomarse a broma la frase. Dijo:
– Venimos a proponerle algo duro y arriesgado, lo más duro y arriesgado que ha hecho en su vida de lienzo, lo más importante y difícil. Queremos asegurarnos que servirá.
De repente notaba la boca tan seca como la piel embadurnada de pintura que ocultaba bajo la bata. El corazón le latía con fuerza. Aquellas palabras la habían excitado. Clara amaba los extremos, la oscuridad más allá de la frontera. Si le decían: «No vayas», su cuerpo se movía e iba por el simple placer de incumplir la orden. Si algo le daba miedo, quizá procuraba mantenerlo a distancia, pero nunca lo perdía de vista. Odiaba las instrucciones de los artistas vulgares, pero si un pintor al que admiraba le pedía que cometiera una locura, fuera cual fuese, le gustaba obedecer a ciegas. Y aquel «fuera cual fuese» no conocía demasiados límites. Le obsesionaba saber hasta dónde se permitiría llegar si una situación ideal se tensaba. Creía encontrarse aún muy lejos de su propio techo. O de su fondo.
– Suena bien -dijo.
Tras aguardar un instante, el hombre añadió:
– Naturalmente, tendrá que dejarlo todo durante una buena temporada.
– Puedo dejarlo todo si la oferta merece la pena.
– La oferta merece la pena.
– ¿Y yo tengo que creérmelo?
– No queremos precipitarnos, ni usted ni nosotros, ¿verdad? -El hombre se llevó una mano a la americana. Un billetero negro de piel. Una tarjeta turquesa-. Llame a este número. Tiene de plazo hasta mañana jueves por la noche.
Examinó la tarjeta antes de enterrarla en el bolsillo de la bata: sólo mostraba un número de teléfono. Podía ser un móvil.
El despacho de Gertrude era una habitación pequeña y blanca sin ventanas. No obstante, a ella le pareció que afuera había empezado a llover. Se escuchaba un artístico simulacro de lluvia en sordina. Los dos hombres la miraban fijamente, como esperando que dijera algo. Dijo:
– No me gusta aceptar ofertas que no conozco.
– Usted no tiene que conocer nada: usted es la obra. Los únicos que conocen son los artistas.
– Pues dígame entonces quién es el artista que quiere pintarme.
– No puede saberlo.
Encajó el aparente desprecio sin replicar. Sabía que el tipo decía la verdad. Los grandes pintores nunca revelaban su identidad al lienzo hasta que el trabajo comenzaba: de esta forma mantenían en secreto el cuadro que iban a pintar.
La puerta se abrió y apareció Gertrude.
– Disculpen, pero voy a salir a almorzar y debo cerrar la galería.
– No se preocupe, ya hemos terminado. -Los dos hombres recogieron los catálogos y se marcharon en silencio.
Durante la exhibición de la tarde sus pechos se alzaban con la respiración. Debido a los nervios, la Quietud le resultaba más difícil que nunca. Sin embargo, soñar le ayudaba a permanecer inmóvil, porque en el sueño podemos movernos en la inmovilidad. Pasó el tiempo y nadie bajó a verla, pero no le importó, porque estaba acompañada por sus fantasías.
Lo más duro y arriesgado. Lo más importante y difícil.
Su principal deseo era ser pintada por un genio. A su mente acudían varios nombres, pero no se atrevía a especular con ellos. No quería hacerse muchas ilusiones para después recibir una decepción. Continuó de pie en aquella blancura silenciosa hasta que Gertrude le dijo que era hora de cerrar.
Afuera realmente llovía: un violento aguacero de verano que la televisión había anticipado. En otras circunstancias hubiera echado a correr hasta la entrada del aparcamiento, pero en aquel momento prefirió caminar despacio bajo la descarga torrencial, con su bolsa de pinturas al hombro. Notaba el chándal ciñéndola como una sábana húmeda y la boina chorreante sobre su cabeza, pero la sensación no era desagradable. Es más: le apetecía aquella zambullida en diamantes de agua helada.
Lo más duro y arriesgado. Lo más importante y difícil.
¿Y si era una trampa? A veces se daban casos. Te contrataban fingiendo representar a un gran maestro, te llevaban fuera del país y te obligaban a participar en arte manchado. Pero no lo creía. Además, aun si así fuera, se arriesgaría. Ser obra de arte significaba aceptar todos los riesgos, todas las inmolaciones. Le atemorizaba más enfrentarse a una decepción que a un peligro. Admitía cualquier encerrona, salvo la de la mediocridad.
Lo más duro y arriesgado. Lo más importante y
De repente sintió como si su cuerpo fuera una vela derretida. Creyó que se licuaba, que se fundía con la lluvia. Se miró los pies y comprendió. Había olvidado que aún estaba pintada y el agua la desteñía. Iba dejando por la calle un reguero quebrado y blanco, un flujo lácteo y sinuoso que transpiraba desde su chándal hacia la acera de Velázquez y que la lluvia se encargaba de ir borrando con la violenta precisión de un pintor puntillista. Blanco, blanco, blanco.
Poco a poco, aclarada por el agua, Clara se oscurecía.
Rojo. El rojo era el color predominante. Rojo como un estropicio de amapolas machacadas. La señorita Wood se quitó las gafas para contemplar las fotos.
– La encontramos esta madrugada en una zona boscosa del Wienerwald -dijo el policía-, a una hora en coche desde Viena. Dos aficionados a la ornitología que estudiaban el canto de las lechuzas nos avisaron. Bueno, en realidad avisaron a la policía uniformada, y el teniente coronel Huddle nos llamó a nosotros. Así suele ocurrir.
Bosch iba pasando las fotos a la señorita Wood mientras el policía hablaba. El paisaje mostraba césped, troncos de hayas y varias flores, incluso la sorprendente presencia de un papamoscas posado en la hierba junto a la blusa rosada hecha jirones. Pero todo estaba cubierto de rojo, hasta el zapato en forma de oso de peluche que asomaba detrás de un árbol. La cara del oso sonreía.
– Estas cosas esparcidas alrededor… -dijo la señorita Wood.
La mesa era enorme y el policía, sentado frente a Wood, no podía ver lo que ella señalaba, pero sabía perfectamente a qué se refería.
– Es la ropa.
– ¿Y por qué está tan destrozada y manchada de sangre?
– Ésa es una buena observación, en efecto. Fue lo primero que nos intrigó. Pero hemos encontrado restos de tejido incrustado en las heridas. La conclusión es sencilla: la cortó con la ropa puesta y después se la arrancó.
– ¿Por qué?
El policía hizo un gesto vago.
– Abuso sexual, quizá. Pero no hemos hallado evidencias, aunque estamos esperando el informe definitivo del forense. No obstante, la conducta de estos individuos no siempre sigue un esquema lógico.
– Está como… como mostrada, ¿no? Colocada para que le hagan fotos.
– ¿Fue así como la encontraron? -preguntó Bosch al policía.
– Sí, boca arriba, brazos y piernas extendidos.
– Le dejó puestas las etiquetas -señaló Bosch a la señorita Wood.
– Ya lo veo -dijo la señorita Wood-. Las etiquetas son difíciles de romper, pero con el aparato con que le hizo estas heridas podría haberlas cortado como papel. ¿Se ha identificado ya el instrumento que utilizó?
– Fuera lo que fuese, era electrónico -replicó el policía-. Pensamos en un trépano o en algún tipo de sierra automática. Cada herida es un corte profundo y único. -Extendió el brazo a lo largo de la mesa y posó la punta de un lápiz sobre una de las fotos que tenía más cerca-. Hay diez en total: dos en la cara, dos en el pecho, dos en el vientre, una en cada muslo y dos en la espalda. Ocho de ellas forman aspas. Hay cuatro aspas, por tanto. Las de los muslos son dos líneas verticales. Y no me pregunte tampoco por qué.
– ¿Murió como consecuencia de las heridas?
– Probablemente. Ya le he dicho que estamos esperando el informe de…
– ¿Hay algún cálculo preliminar sobre la hora de la muerte?
– Teniendo en cuenta el estado del cuerpo, pensamos que todo debió de suceder la misma noche del miércoles, horas después de que se la llevaran en la furgoneta.
La señorita Wood sostenía sus gafas oscuras con dos dedos de la mano izquierda. Tocó con ellas delicadamente el brazo de Bosch.
– Yo diría que hay poca sangre alrededor. ¿No te parece?
– Estaba pensando en eso.
– Es cierto -asintió el policía-. No lo hizo ahí. Quizá la cortó dentro de la furgoneta. Tal vez utilizó algún tipo de sedante, porque el cuerpo no presentaba señales de lucha ni de ataduras. Después la arrastró hasta ese lugar y la dejó en la hierba.
– Y se dedicó a arrancarle la ropa al aire libre -acotó Wood-, corriendo el riesgo de que los ornitólogos aficionados hubieran decidido estudiar a las lechuzas una noche antes.
– Sí, es extraño, ¿verdad? Pero ya le digo que la conducta de estos…
– Comprendo -lo interrumpió la mujer, calándose de nuevo las gafas. Eran unas Ray Ban con montura dorada y cristales completamente negros. Al policía le parecía imposible que la señorita Wood lograra ver algo con ellas en la rojiza oscuridad de aquel despacho. La elipse roja de la mesa, al reflejarse en los cristales, se duplicaba en lagunas de sangre-. ¿Podríamos oír ahora la grabación, detective?
– Claro.
El policía se agachó para manipular un maletín de piel. Cuando volvió a incorporarse, sostenía una grabadora portátil. La colocó junto a las fotos como si se tratara de un recuerdo más de algún viaje turístico.
– Se encontraba a los pies del cadáver. Una cinta de cromo de dos horas sin inscripciones ni marcas. El aparato con que la hizo parece bueno.
Con un golpe del dedo índice la puso en marcha. Un ruido repentino provocó que Bosch enarcase las cejas. El policía se apresuró a bajar el volumen.
– Está muy alto -dijo.
Una breve pausa. Un chasquido. Comenzó.
Al principio fue un aleteo. Crepitaciones de hoguera. Un pájaro envuelto en llamas. Entonces un aliento trémulo. Nació la primera palabra. Parecía una queja, un gemido. Pero se repetía, y era posible comprender su significado: Art. Tras un nuevo esfuerzo del hálito, se deslizó a tientas la primera frase. La dicción era nasal, quebrada por jadeos, revuelos de papel y graznidos de micrófono. La voz era la de una adolescente. Hablaba en inglés.
– El arte también es destruc… destrucción… Antes era sólo… eso. En las cuevas se pintaba lo que… lo que se quería sa… sacri… sacri…
Chirridos. Un breve silencio. El policía pulsó la pausa.
– Aquí interrumpió la grabación, sin duda para hacerle repetir la frase.
La continuación era más nítida. Cada palabra era pronunciada ahora con minuciosa lentitud. Lo que se percibía en este nuevo discurso era un intento desesperado de la garganta por no fracasar. Pero algo que quizás era terror cuarteaba los lagos helados de las pausas.
– En las cuevas se pintaba sólo lo que se quería sacrificar… El arte de los egipcios era funerario… Todo estaba dedicado a la muerte… El artista dice: te he creado para cazarte y destruirte y en tu sacrificio final está el sentido de tu creación… El artista dice: te he creado para honrar a la muerte.… Porque el arte que sobrevive es el arte que ha muerto… Si las figuras mueren, las obras perduran…
El policía apagó la grabadora.
– Eso es todo. Por supuesto, estamos analizándola en el laboratorio. Creemos que la hizo en la furgoneta con las ventanillas cerradas, porque no hay mucho ruido de fondo. Probablemente se trataba de un texto escrito y la niña tuvo que leerlo.
El denso silencio perduró después de las palabras del policía. «Es como si al escucharla, al oír su voz, hubiésemos comprendido por fin todo el horror», pensaba Bosch. No le sorprendía esta reacción. Las fotos lo habían impresionado, desde luego, pero, en cierto modo, era fácil distanciarse de una foto. En sus tiempos como miembro activo de la policía holandesa, Lothar Bosch había desarrollado una frialdad inesperada frente a los espantosos fantasmas de color rojo convocados en el cuarto de revelado. Sin embargo, escuchar la voz resultaba muy diferente. Detrás de aquella garganta vibraba un ser humano que había muerto de manera espantosa. El violinista se hace más nítido cuando percibimos el violín.
A los ojos de Bosch, acostumbrado a verla posando al aire libre, o en el interior de habitaciones o museos, desnuda o casi desnuda y pintada de varios colores, ella nunca había sido una «niña», como el policía la denominaba, salvo una vez. Había ocurrido dos años antes. Un coleccionista colombiano llamado Cárdenas de antecedentes no muy limpios la había comprado en La guirnalda, de Jacob Stein, y Bosch se había sentido inseguro sobre lo que podía suceder en aquella hacienda de las afueras de Bogotá cuando ella posara ocho horas diarias frente a su propietario vestida con una mínima cinta de terciopelo atada a su cintura. Decidió adjudicarle protección adicional y la citó en sus oficinas del Nuevo Atelier de Amsterdam para informarle sobre el asunto. Recordaba bien el momento: la obra entró en su despacho en camiseta y vaqueros, la piel imprimada y sin cejas, con las tres etiquetas amarillas de costumbre, pero, por lo demás, sin una gota de pintura encima, y le tendió la mano. «Señor Bosch», le dijo.
Era la misma voz de la niña de la grabación. El mismo acento holandés, idéntica tersura.
Señor Bosch.
Con aquel simple gesto y aquellas palabras el lienzo se había transformado ante sus ojos en una niña de doce años. La sensación tuvo apariencia de relámpago. Por su cerebro cruzaron imágenes de su propia sobrina, Danielle, cuatro años menor. Se dio cuenta de que estaba permitiendo que una chiquilla se marchara a trabajar prácticamente desnuda a la casa de un hombre adulto con antecedentes penales. Pero, cuando el vértigo cesó, recobró su neutralidad de costumbre. «No es una niña, es un lienzo, por supuesto», se dijo. No le había sucedido nada malo a la obra en la hacienda de Bogotá. Ahora, en cambio, alguien la había destrozado en un bosque de Viena.
Mientras escuchaba la grabación, Bosch había estado recordando aquella tierna presión en su mano derecha y el «señor Bosch» pronunciado con inconsciente delicadeza. Dos clases distintas de percepciones, pero en el fondo idénticas: suavidad, calidez, inocencia, suavidad, suavidad…
Tenía delante al policía, que lo miraba como esperando que dijera algo.
– ¿Por qué dejaría la grabación? -preguntó Bosch.
– Esta clase de locos quieren que todo el mundo escuche sus teorías -dijo el policía.
– ¿Han encontrado ya la furgoneta? -preguntó la señorita Wood.
– No, pero la encontraremos pronto, si es que no la ha hecho desaparecer de algún modo. Conocemos el modelo y la matrícula, así que…
– Fue muy listo -dijo Bosch.
– ¿Por qué lo dice?
– Nuestras furgonetas tienen un localizador. Un sistema GPS que avisa de la posición del vehículo en cada momento. Lo instalamos hace un año para prevenir el robo de obras valiosas. Pero el miércoles por la noche perdimos la señal de ésta al poco rato de salir del museo. Sin duda, encontró el localizador y supo desactivarlo.
– ¿Y por qué tardaron tanto en llamarnos? Recibimos la denuncia el jueves por la mañana.
– No nos dimos cuenta de la pérdida de señal. El localizador hace sonar una alarma si la furgoneta se desvía del camino prefijado, si hay un accidente o si permanece detenida durante mucho tiempo antes de llegar al hotel. Pero en este caso la alarma no sonó, y se nos pasó por alto la pérdida de la señal.
– Eso indica que el tipo conocía la existencia de ese localizador -observó el policía.
– Por eso pensamos que Óscar Díaz tuvo que haber colaborado de alguna forma, o ser el culpable.
– A ver si lo he entendido bien. Óscar Díaz era el encargado de llevarla al hotel, ¿no es cierto? Una especie de vigilante de seguridad de la empresa de ustedes, ¿no?
– Sí, un agente de nuestro equipo -asintió Bosch.
– ¿Y por qué su propio agente haría algo así?
Bosch miró al policía y después a la señorita Wood, que permanecía sumida en el silencio.
– No lo sabemos. Díaz posee un historial impecable. Si estaba loco, lo disimuló muy bien durante varios años.
– ¿Qué saben de él? ¿Tiene familia? ¿Amigos…?
Bosch recitó los antecedentes que ya se había aprendido de memoria por haberlos repasado cien veces durante los últimos días.
– Soltero, veintiséis años, natural de México, su padre muerto de cáncer de pulmón, su madre vive con su hermana en el Distrito Federal. Óscar emigró a Estados Unidos a los dieciocho años. Es fuerte, le gusta el deporte. Trabajó de guardaespaldas para empresarios hispanos afincados en Miami o Nueva York. Uno de ellos tenía una obra hiperdramática en su casa. Óscar pidió información y comenzó a vigilar exposiciones pequeñas en galerías neoyorquinas. Luego trabajó para nosotros. Fuimos ampliándole el terreno, porque era listo y bastante competente. La primera gran obra de la Fundación que custodió fue un Buncher que exponía la galería Leo Castelli.
– ¿Un qué?
La señorita Wood tomó la palabra con sequedad.
– Evard Buncher fue uno de los fundadores del hiperdramatismo ortodoxo, junto con Max Kalima y Bruno van Tysch. Era noruego, y durante la segunda guerra mundial fue arrestado por los nazis y enviado a Mauthausen. Logró sobrevivir. Viajó a Londres, conoció a Kalima y a Tanagorsky y empezó a usar seres humanos en vez de lienzos de tela para pintar sus cuadros. Pero él los encerraba en cajas. Algunos dicen que se vio influido por sus experiencias en el campo de concentración.
«Esta mujer es una computadora», pensó el policía.
– Son cajas pequeñas, abiertas por un lateral -siguió explicando Wood-. El lienzo se introduce en una y permanece en ella durante horas. -Giró hacia la pared que tenía detrás y señaló la gran foto que la adornaba-. Eso es un Buncher, por ejemplo.
El policía la había visto nada más llegar y se había preguntado qué diablos significaba. Dos cuerpos desnudos y pintados de rojo comprimidos dentro de un cubo de cristal. El cubo era tan pequeño que los obligaba a fundirse en una complicada contorsión. Los genitales resultaban visibles, los rostros no. A juzgar por los primeros, eran un hombre y una mujer. La foto, enorme, ocupaba casi toda la pared de aquel despacho del Museumsquartier. «Se supone que eso es una obra de arte -pensó el policía-. Y cualquiera podría comprarla y llevársela a casa.» Se preguntó si a su esposa le gustaría tener una cosa como aquélla adornando el comedor. ¿Cómo lograban aguantar tanto tiempo en esas inhumanas posturas?
Recordó la exposición que acababa de ver aquella misma tarde.
El arte nunca había interesado especialmente a Félix Braun, detective de la sección de homicidios del Departamento de Investigación Criminal de la policía austríaca. Sus preferencias de buen vienés se detenían en la música del siglo XIX. Naturalmente, había visto varias obras hiperdramáticas exhibidas al aire libre en lugares públicos de Viena, pero nunca hasta esa tarde había asistido a una exposición completa.
Había llegado al Museumsquartier -el centro cultural y artístico que albergaba la mayoría de los museos de arte moderno de Viena- cuarenta minutos antes de la hora prevista para su reunión con la señorita Wood y el señor Bosch. Como no tenía nada mejor que hacer, y debido a las circunstancias especiales del caso, había decidido visitar la exposición a la que pertenecía la adolescente asesinada.
Se exhibía en la Kunsthalle. Un enorme cartel con la foto de una de las figuras (después supo que era Calendula desiderata) ocupaba toda la fachada principal del edificio. El título de la colección estaba escrito en alemán con grandes letras rojas: «Blumen», de Bruno van Tysch. Un título muy simple, pensó Braun. «Flores.» Antes de acceder a la sala, el público se deslizaba por un detector magnético, una cinta de rayos X y una cabina individual de análisis de imágenes. Por supuesto, su arma reglamentaria hizo saltar la alarma del primer filtro, pero Braun ya se había identificado. Franqueó unas puertas dobles y penetró en la inhumana oscuridad del arte. Al principio pensó en estatuas pintadas y colocadas sobre pedestales. Luego, al acercarse a la primera, apenas se atrevió a creer que aquello fuera un individuo de carne y hueso, una persona viva. Cinturas dobladas como bisagras, piernas enarboladas en vertical, espaldas arqueadas con arquitectura de puente… No se movían, no parpadeaban, no respiraban. Los brazos imitaban pétalos y los tobillos, de lejos, simulaban tallos. Era preciso aproximarse hasta el cordón de seguridad y observar con mucha atención para distinguir músculos, pechos coronados por el botón rojo de los pezones, genitales desprovistos de vello y de obscenidad, genitales limpios de ideas como corolas de flor. Y entonces la nariz de Braun tomó el relevo informándole de que cada una despedía un aroma distinto y penetrante, perceptible a cierta distancia incluso por encima de los diversos olores (no todos gratos) del público que abarrotaba la sala, como el tema de un instrumento solista destacándose sobre el acompañamiento orquestal.
«Blumen.» «Flores.» La colección de veinte «Flores» de Bruno van Tysch. Calendula desiderata, Iris versicolor, Rosa fabrica, Hedera helix, Orchis fabulata. Los títulos eran casi tan fantásticos como las propias obras. Recordó haber visto fotos de algunas de aquellas flores en una revista, o en el periódico o la televisión. Se habían convertido casi en iconos culturales del siglo XXI. Pero nunca hasta entonces las había contemplado al natural, todas juntas, expuestas en aquel enorme salón de la Kunsthalle. Y, por supuesto, nunca las había olido. Braun anduvo durante media hora de un podio a otro, la boca paralizada por el asombro. Era una experiencia sobrecogedora.
La que estaba pintada en rojo fuego fue la que más le atrajo. Su color era tan intenso que provocaba una ilusión óptica: un aura, una mancha en las retinas, la leve distorsión del aire que produce un objeto muy caliente. Se acercó al podio como en trance. En su olor, incisivo y fabulatorio como el de los tenderetes de esencias árabes, Braun creyó percibir un deje familiar. La obra se hallaba en cuclillas apoyada sobre las puntas de los pies. Mantenía ambas manos frente al sexo y la cabeza ladeada a la derecha (la izquierda de Braun). Estaba completamente rapada y depilada. Al pronto pensó que carecía de rasgos, pero bajo la intensa máscara bermellón se advertían el rasguño de los párpados, la protuberancia de la nariz y el repujado de un par de labios. Los dos pequeños pechos le hicieron saber que era una mujer joven. No se movía, no temblaba. Braun dio la vuelta al podio sin descubrir ningún tipo de soporte que la ayudara a mantenerse de puntillas en aquella posición. Era una chica pintada de rojo, desnuda, rapada, en equilibrio sobre las puntas de los pies.
Fue entonces cuando creyó reconocer la fragancia.
Aquella figura olía de manera ligeramente similar al perfume que usaba su esposa.
Cuando salió a la calle, aturdido, intentó en vano recordar el título de la flor que olía como su mujer. ¿Tulipán púrpura? ¿Mágico carmín?
Aún pugnaba por recordarlo.
– Buncher creó una colección llamada «Claustrofilia» -continuaba explicando Bosch-. Óscar acompañó a casa durante toda una temporada a Claustrofilia 5, la modelo Sandy Ryan, la séptima sustituta del cuadro. Era cortés con las obras, a veces un poco hablador, pero siempre respetuoso. En 2003 compró un apartamento en Nueva York y fijó allí su residencia, pero llevaba en Europa desde enero de este año custodiando los cuadros de la colección «Flores». Aquí en Viena se hospedaba en un hotel de Kirchberggasse con el resto del equipo. El hotel está muy cerca del centro cultural. Hemos interrogado a sus compañeros y superiores directos: nadie notó nada raro en él durante los últimos días. Y eso es todo lo que sabemos.
Braun había empezado a tomar datos en una pequeña libreta.
– Sé dónde está Kirchberggasse -dijo. Su tono parecía indicar que el único vienés en aquella reunión era él-. Tendremos que registrar su habitación.
– Claro -asintió Bosch.
Ellos ya la habían registrado, así como su apartamento de Nueva York, pero Bosch no iba a decírselo al policía.
– Cabe también la posibilidad de que Díaz no sea culpable -apuntó Bosch entonces, como si quisiera ejercer de abogado del diablo de su propia teoría-. Y en tal caso habría que preguntarse por qué ha desaparecido.
Braun hizo un gesto vago dando a entender que esa cuestión no era competencia de Bosch.
– Sea como fuere -dijo-, y mientras no dispongamos de datos en contra, tendremos que considerar a Díaz como el principal objetivo de nuestra búsqueda.
– ¿Qué sabe la prensa? -preguntó la señorita Wood.
– No se ha revelado la identidad de la adolescente, como ustedes nos pidieron.
– ¿Y en cuanto a Díaz?
– Su descripción no se ha hecho pública, pero hemos establecido controles en el aeropuerto de Schwechat, las estaciones ferroviarias y las fronteras. Sin embargo, debemos tener en cuenta que estamos a viernes y recibimos la denuncia ayer. Ese tipo ha dispuesto casi de un día entero para emigrar.
La señorita Wood y el señor Bosch asintieron en silencio. También habían previsto aquella contingencia. De hecho, se habían movido mucho más de prisa que la policía austríaca: Bosch sabía que en aquel momento diez grupos distintos de agentes de seguridad estaban buscando a Díaz por toda Europa. Pero necesitaban la ayuda de la policía del país, no era cuestión de escatimar esfuerzos.
– En lo que respecta a la familia de la víctima… -dijo Braun, y miró a Bosch titubeando.
– Sólo tenía a su madre, pero está de viaje. Hemos solicitado permiso para informarle personalmente. Por cierto, creo que podemos quedarnos con las fotos y la cinta, ¿no?
– Así es. Son copias para ustedes.
– Gracias. ¿Quiere más café?
Braun contestó después de una pausa. Se había puesto a contemplar a la camarera que acababa de entrar en silencio en la habitación. Era la muchacha morena con el largo vestido rojo y la bandeja con la cafetera plateada que le había servido antes. No podía considerarse que su fisonomía fuera inusitadamente rara o hermosa pero tenía algo que Braun no acertaba a definir. Un balanceo, un ritmo aprendido, unos sutiles gestos de bailarina secreta. Braun conocía la existencia de los adornos y utensilios humanos y sabía que estaban prohibidos, pero aquella chica se mantenía en los límites de lo estrictamente legal. No había nada delictivo en su apariencia o su conducta, y todas las cosas que Braun imaginaba al verla bien podían encontrarse sólo en su cerebro. Aceptó más café y se quedó mirando mientras la muchacha volcaba el denso y humeante arco del mokka vienés sobre su taza. Volvió a pensar, como la vez anterior, que estaba descalza, pero no podía cerciorarse debido a la longitud del vestido y la oscuridad de la habitación. Despedía ráfagas de perfume.
Ni Bosch ni la señorita Wood quisieron más café. La camarera dio media vuelta. Se escuchó el zru, zro, zru del vestido batiendo contra sus piernas. La puerta se abrió y se cerró. Braun permaneció un instante mirando aquella puerta. Luego parpadeó y volvió a la realidad.
– Le agradecemos mucho la colaboración de la policía austríaca, detective Braun -decía Bosch. Acababa de reunir las fotos que había sobre la mesa (una elipse en laca roja que imitaba la forma de una paleta de pintor) y estaba sacando la cinta de la grabadora.
– Me he limitado a cumplir con mi obligación -declaró Braun-. Mis superiores me ordenaron que me presentara en el museo para informarles a ustedes, y eso es lo que he hecho.
– Usted pensará que la situación resulta un tanto anómala, y lo comprendemos perfectamente.
– «Anómala» es decir poco -sonrió Braun, intentando que la frase sonara cínica-. En primer lugar, no es norma de nuestro departamento ocultar información a los periódicos sobre las actividades de un posible sicópata. Mañana podría aparecer otra adolescente muerta en el bosque y nos veríamos envueltos en un serio problema.
– Entiendo -asintió Bosch.
– En segundo lugar, el hecho de revelar a particulares como ustedes detalles vinculados directamente con la investigación tampoco es una práctica demasiado usual para la policía, al menos en este país. No solemos colaborar con empresas privadas de seguridad, y menos hasta este punto.
Nuevo asentimiento.
– Pero… -Braun abrió los brazos en un ademán que parecía significar: «A mí me han ordenado que venga y les informe, y eso estoy haciendo»-. En fin, quedo a su disposición -agregó.
No deseaba mostrar su disgusto pero no podía evitarlo. Aquella mañana había recibido no menos de cinco llamadas procedentes de distintos departamentos cada vez más elevados en el escalafón político. La última provenía de un alto cargo del Ministerio del Interior cuyo nombre nunca aparecía en los periódicos. Le aconsejaron que no dejara de acudir a su cita en el Museumsquartier y le instaron a que pusiera a disposición de Wood y Bosch toda la información y ayuda disponibles. Resultaba obvio que la Fundación Van Tysch contaba con amplias y complejas influencias.
– Su café -dijo Bosch señalando la taza-. Se le va a enfriar.
– Gracias.
En realidad, Braun no quería beber más. Pero cogió la taza por cortesía y fingió probar un sorbo. Mientras los personajes que tenía enfrente intercambiaban algunas frases banales, se dedicó a escrutarlos. El hombre llamado Bosch le caía mucho mejor que la mujer, aunque ello no constituyera ningún mérito. Le había calculado unos cincuenta años. Parecía un tipo serio, con aquella calva brillante cercada de cabellos blancos y aquel rostro de rasgos nobles. Además, al inicio de las presentaciones, le había confesado a Braun que en su juventud había trabajado para la policía holandesa, de modo que casi eran colegas. Pero la señorita Wood estaba hecha de otra pasta. Parecía joven, entre veinticinco y treinta años. Su pelo era liso, negro y estaba cortado a lo garçon con una raya perfecta a la derecha. Su huesuda anatomía se hallaba plastificada por un vestido de tirantes de cuyo escote pendía la tarjeta roja de la sección de Seguridad de la Fundación Van Tysch. El resto consistía en toneladas de maquillaje y aquellas absurdas gafas negras. A diferencia de su colega, Wood nunca sonreía y hablaba como si todos a su alrededor estuvieran a su servicio. Braun compadeció a Bosch por tener que soportarla.
De repente, Félix Braun se sintió extraño. Fue casi como un desdoblamiento de personalidad. Se vio a sí mismo sentado en aquella habitación iluminada por bombillas rojas y decorada con la foto de dos personas metidas a presión en un cubo de cristal, ante una mesa roja con forma de paleta de pintor, frente a aquellos dos tipos extravagantes, atendido por una camarera con aires de odalisca, después de contemplar una exposición de jóvenes desnudos y pintados que olían a diversos aromas, y apenas logró comprender qué diablos estaba haciendo allí un policía de homicidios como él. Tampoco comprendía muy bien qué tenía que ver todo aquello con lo que había sucedido. El cuerpo destrozado que habían encontrado en el Wienerwald esa madrugada pertenecía a una pobre adolescente de catorce años asesinada de manera salvaje, uno de los peores casos de sadismo que Braun había visto jamás. ¿Qué relación había entre ese asesinato y un despacho rojo, una odalisca, dos tipos ridículos y un museo?
– De hecho -dijo, y el cambio en su tono de voz hizo que la mujer y el hombre interrumpieran su conversación y lo miraran-, aún no he entendido muy bien cuál es el papel que ustedes juegan en este asunto, salvo el de ser los directores de la empresa de seguridad a la que pertenece el sospechoso. Se ha cometido un crimen brutal, y eso es responsabilidad exclusiva de la policía.
– ¿Sabe lo que es el arte hiperdramático, detective? -preguntó de repente la señorita Wood.
– Quién no lo sabe -repuso Braun-. Acabo de ver la exposición de «Flores». Y tengo un primo que se ha comprado un libro para pintores principiantes. Quiere practicar con todos nosotros y cada vez que lo visito me pide que haga de modelo…
Bosch rió con Braun, pero la seriedad de la señorita Wood permaneció intacta.
– Deme una definición -pidió ella.
– ¿Una definición?
– Sí. ¿Qué cree usted que es el arte HD?
«¿Qué pretende ésta ahora?», se dijo Braun. Aquella mujer lo ponía nervioso. Se ajustó el nudo de la corbata y carraspeó al tiempo que miraba a su alrededor, como buscando las palabras correctas en alguno de los rincones de la habitación rojiza.
– Yo diría que son personas que se quedan quietas y los demás dicen que son pinturas, ¿no? -contestó.
Su ironía no modificó el semblante de la mujer.
– Justo lo contrario -replicó Wood. Y entonces sonrió por primera vez. Era la sonrisa más desagradable que Braun había visto en su vida-. Son pinturas que a veces se mueven y parecen personas. No es cuestión de terminología, sino de puntos de vista, y éste es el punto de vista que adoptamos en la Fundación. -El tono de voz de la señorita Wood era gélido, como si, de alguna forma misteriosa, cada una de sus palabras fuera una amenaza encubierta-. La Fundación se encarga de proteger y gestionar las obras de Bruno van Tysch en todo el mundo, y yo soy la principal responsable de la sección de Seguridad. Mi tarea, y la de mi colaborador, el señor Lothar Bosch, consiste en impedir que los cuadros de Van Tysch sufran el menor daño. Y Annek Hollech era un cuadro que valía mucho más que todos nuestros sueldos y pensiones de jubilación juntos, detective. Se titulaba Desfloración, era un original de Bruno van Tysch, estaba considerado una de las grandes obras de la pintura moderna y ha sido destruido.
A Braun le impresionaba la helada furia que desprendía aquella voz rápida y susurrante. La señorita Wood hizo una pausa antes de proseguir. Sus gafas negras contemplaban a Braun con el doble reflejo rojo de la mesa incrustado en ellas.
– Lo que ustedes consideran un asesinato nosotros lo consideramos un grave atentado contra una de nuestras obras. Como comprenderá, nos sentimos enormemente implicados en la investigación, por eso les hemos pedido colaborar. ¿Le queda claro?
– Perfectamente.
– Ni por un momento piense que vamos a obstaculizar su labor -siguió diciendo Wood-. La policía camina por su lado y la Fundación por el suyo. Pero le rogaría que nos mantuviese informados de cualquier variación que se produjera en el curso de sus investigaciones. Muchas gracias.
La reunión finalizó de inmediato. Guiado por la chica de relaciones públicas que lo había recibido al llegar, Braun recorrió de vuelta los laberínticos pasillos del ala oval del Museumsquartier. En la calle, el cuantioso sol de verano le devolvió la tranquilidad.
Mientras conducía el coche en dirección a su casa, y sin previo aviso, el nombre exacto centelleó en su cabeza como un relámpago rojo. Púrpura mágica.
Así se titulaba la rojísima obra que olía como su esposa. Rojo fuego, rojo carmín, rojo sangre.
La tarjeta era azul turquesa, azul de hechizo mágico, azul de príncipe de cuento, azul de mar ideal. Lanzaba destellos bajo la luz de la lámpara del comedor. El número estaba impreso en el centro, en finos tipos negros. No había otra cosa salvo aquel número, un teléfono móvil probablemente, aunque el prefijo era extraño. Mientras lo marcaba, Clara se percató de que en su uña aún brillaban restos de pintura de Muchacha ante el espejo. El segundo timbre convocó la voz de una mujer joven. «¿Sí?»
– Hola, soy Clara Reyes.
Estaba pensando lo que iba a añadir a continuación cuando se dio cuenta de que habían colgado. Supuso que la comunicación se había cortado por accidente. Ocurría a veces con los teléfonos móviles. Eran aparatuchos detestables que servían casi para cualquier cosa, y a veces hasta para hablar, como decía Jorge. Pulsó el botón de rellamada del teléfono. Contestó la misma voz en un tono idéntico.
– Creo que antes se cortó -dijo Clara-. Yo…
Colgaron.
Intrigada, volvió a llamar. Colgaron por tercera vez.
Reflexionó un momento. Acababa de regresar de la galería GS, y lo primero que había hecho después de ducharse y desprenderse la pintura del cabello y el cuerpo había sido cogerla tarjeta y telefonear. Estaba sentada sobre el tatami azul marino del comedor con las piernas cruzadas y una toalla azul anudada a los pechos. Había abierto las ventanas y la brisa nocturna le abanicaba la espalda. En la cadena musical ronroneaba un suavísimo blues. «No es un problema telefónico. Esta vez colgaron antes. Lo han hecho adrede.»Optó por otra estrategia. Apagó el tocadiscos con el mando a distancia, se cercioró de la hora en el reloj de la estantería, llamó de nuevo.
Cuando la mujer contestó, Clara guardó silencio.
El silencio se dilató a ambos lados de la línea; se hizo profundo, incomprensible. Nada se escuchaba, ni siquiera una respiración, aunque era obvio que esta vez no habían colgado. Sin embargo, tampoco hablaban. «¿Cuánto tiempo tendré que esperar hasta que se decidan?», pensaba.
De repente colgaron. El reloj le indicó que había pasado un minuto.
Así pues, el silencio era el mensaje. Esta vez había sido más largo, lo cual significaba, probablemente, que no deseaban que hablara. Pero habían vuelto a colgar.
Se apartó con violencia el pelo rubio y húmedo que le cubría el rostro. Le parecía obvio que se enfrentaba a una curiosa prueba de tensión.
Todos los grandes pintores tensaban a sus lienzos antes de comenzar una obra. La tensión era el pórtico de entrada al mundo del hiperdramatismo: una forma de preparar al modelo para lo que se avecinaba, de advertirle que a partir de ahí nada de lo que iba a ocurrirle seguiría los cauces de la lógica o las normas aceptadas por la sociedad. Clara estaba acostumbrada a ser tensada de diferentes maneras. El despliegue de parafernalia sadomasoquista era el método más utilizado por los artistas de The Circle y Gilberto Brentano. Por el contrario, Georges Chalboux tensaba de forma sutil, creando una emoción previa mediante individuos especialmente entrenados que fingían amar u odiar a los modelos de sus obras, o se tornaban amenazadores, esquivos o cariñosos al azar, provocándoles ansiedad. Pintores excepcionales como Vicky Lledó se usaban a sí mismos para tensar. Vicky era particularmente cruel, porque utilizaba emociones sinceras: era como un misterioso desdoblamiento de personalidad, como si existieran una Vicky-humana y una Vicky-artista en el mismo cuerpo y ambas trabajasen por su cuenta.
Para superar satisfactoriamente la fase de tensión, el lienzo debía saber dos cosas: la única regla era que no existían reglas y la única conducta posible era avanzar.
De poco le iba a servir volver a llamar y continuar en silencio: tenía que dar un paso más. Pero ¿en qué sentido?
Le picaba la firma de Alex Bassan en su muslo izquierdo. Se rascó con cuidado, sin emplear las uñas, mientras reflexionaba.
Se le ocurrió algo. Era una idea absurda, y por ello pensó que era la correcta (así ocurría casi siempre en el mundo del arte). Dejó el auricular sobre el tatami, se levantó y se asomó a la ventana. Su cuerpo desnudo bajo la toalla y aún húmedo no sintió frío ni molestia alguna ante la invasión de frescor.
La lluvia había lavado la noche. No olió a basuras, a tráfico, a excrementos, a zona centro de Madrid, sino algo parecido al olor del mar en la ciudad, esa brisa nocturna con la que, a veces, Madrid se camuflaba de playa. Sin embargo, había tráfico. Los coches avanzaban olfateándose el trasero mutuamente y haciendo guiños con sus ojos luminosos. Contempló el edificio de enfrente: tres ventanas del último piso permanecían encendidas, y en una de ellas, de cortinas cobalto, había macetas. Podían ser jacintos azules. Se acodó en el alféizar y observó la calle desde la altura de los cuatro pisos de su bloque. La brisa le movió el pelo como un titiritero cansado.
Nadie parecía estar observándola. Era absurdo creer que la espiaban, que la estaban observando.
Absurdo, y por lo tanto correcto.
Cogió el teléfono inalámbrico, echó otro vistazo al reloj, regresó a la ventana y volvió a llamar al número de la tarjeta turquesa.
– ¿Sí? -dijo la voz de la mujer.
Aguardó en silencio, lo más cerca posible de la ventana, procurando no moverse. Los flecos de su toalla azul se agitaban con el aire. De repente colgaron. Miró el reloj. Cinco minutos justos. Era todo un récord, lo cual le demostraba que había hecho algo correcto y que, realmente, por increíble que pudiera parecer, la estaban observando. Sin embargo, aún no había hecho todo lo que querían. Probó con otra cosa: volvió a llamar y, en un momento dado, sin moverse de la ventana, se llevó una mano al pelo y lo atusó. Colgaron de inmediato, casi antes de que pudiera finalizar el gesto.
Sonrió y asintió en silencio, contemplando la calle. «Ajá, os he pillado: queréis que no hable, que me asome a la ventana, que no me mueva y… ¿Qué más?» Bassan le decía en ocasiones que su rostro expresaba bondad y malicia al mismo tiempo, «como un ángel con nostalgia de diablo». En aquel momento su expresión era más diabólica que angelical. «¿Qué más, eh? ¿Qué más queréis?»Siempre que daba los primeros pasos en el extraño templo del arte, al comienzo de una nueva obra, le ocurría igual: se emocionaba. Era la sensación más increíble del mundo. ¿Cómo podía haber alguien que trabajara en otra cosa? ¿Cómo podía haber personas como Jorge, que no eran obras de arte ni artistas?
Se divirtió imaginando esto (su imaginación hervía en momentos así): el silencio del teléfono duraba diez minutos si se inclinaba por el balcón, quince si colocaba un pie en el alféizar, veinticinco si colocaba el otro, treinta si se erguía sobre la cornisa, treinta y cinco si daba un paso en el vacío… Quizás, entonces, alguien respondería.
«Pero eso sería estropear el lienzo, no tensarlo.»Optó por otra emoción, mucho más modesta. Volvió a mirar el reloj y, sin moverse de la ventana, se quitó la toalla y la arrojó al suelo. Llamó. Oyó la respuesta de siempre. Esperó.
El silencio se hizo firme.
Cuando calculó que ya habían pasado de sobra cinco minutos se preguntó qué otra cosa tendría que hacer, caso de que colgaran de nuevo. No quería imaginarlo aún. Continuó inmóvil y desnuda frente a la ventana. En el auricular, el silencio persistía.
La culpa fue del gatito negro.
Lo vio por primera vez en una piscina de Ibiza, bajo un sol torrencial. El gatito la miraba de la forma extraña en que miran todos los gatos, abriendo desmesuradamente sus ojos de cristal de cuarzo y desafiándola a que descifrara su secreto. Pero ella tenía catorce años y estaba recostada bocabajo sobre una toalla con la parte superior del biquini desabrochada, y los secretos en aquel momento no le importaban mucho. Se ganó la confianza del felino con un suave canturreo. O a lo mejor fue el gato quien se prendó de su belleza. Tío Pablo, que era quien la había invitado a veranear en Ibiza, solía preguntarle en broma por su asesor de imagen. Siendo tan guapa como eres, le decía, tienes que tener uno. Con su larga cabellera rubia, sus ojos como dos pequeños planetas marinos sin rastro de tierra firme y su silueta tensa por la adolescencia y perfectamente dibujada por la piel, Clara estaba más que acostumbrada a recibir elogios en las miradas ajenas. De niña, el padre de un compañero de colegio llamado Borja le había entregado una tarjeta a su padre diciéndole que era productor de programas de televisión y que quería hacer pruebas con Clara. Jamás había visto a una niña como ella, declaró. Su padre se enfadó mucho y no quiso ni oír hablar del asunto. Hubo una violenta discusión en casa aquella noche y el futuro televisivo de Clara se truncó para siempre. Esto ocurrió cuando tenía siete años. A los nueve, cuando su padre murió, ya era demasiado tarde para desobedecerlo. La vida se hizo muy difícil a partir de entonces, porque la desaparición paterna había dejado a la familia indefensa. La mercería que regentaba su madre, y en la que Clara comenzó a trabajar en cuanto pudo, les permitió sobrevivir, y de allí salió el dinero para que su hermano José Manuel terminara el colegio y comenzara sus estudios de Derecho. Luego estaba la ayuda de tío Pablo, que nunca los olvidaba. Tío Pablo era empresario, estaba casado con una joven alemana y vivía en Barcelona. Fue a él a quien se le ocurrió la idea de rescatar a Clara todos los veranos y llevarla a su apartamento de Cortixera, en Ibiza, con sus primas. Las primas eran mayores que ella y la dejaban sola, pero a ella no le importaba: el simple hecho de salir del piso entristecido de Madrid y vivir un mes en aquel lugar diminuto e inmenso pintado de azul por el sol le resultaba maravilloso.
No obstante, nada hubiese ocurrido de no ser por el gatito negro.
O quizá sí, pero de otra forma: Clara cree en los designios del azar. El gatito se acercó a ella, suspicaz al principio, convertido en una bola de terciopelo con reflejos azules después, en aquel luminoso verano de 1996 con olor a cloro y a brisa de mar. Pero el gatito no olía a eso sino a jabón, y era evidente que tenía dueño porque se hallaba demasiado acicalado para venir directamente de la naturaleza.
– Hola -lo saludó Clara-. ¿Dónde está tu amo, gatito?
El animal maulló entre sus dedos con una boca que era como un corazón diminuto, o como una almendra abierta por dentro. Ella sonrió. No sentía ningún temor. En su casa del pueblo serrano de Alberca, donde su padre había nacido y adonde iban todos los veranos cuando su padre vivía, se había acostumbrado a toda clase de animales domésticos. Lo acarició como podría haberlo hecho con una lámpara que albergara a un genio donador de deseos.
– ¿Te has perdido? -le preguntó.
– Es mío -dijo una voz.
Fue entonces cuando divisó las piernas flacas, mojadas y morenas de Talia, de pie frente a ella. Al elevar la vista vio su sonrisa en perspectiva con el sol, y supo (porque creía en los designios) que iban a ser amigas.
Tenía trece años, los ojos grandes y la piel café. Sonreía y hablaba simultáneamente y con idéntica dulzura, como si sonreír y hablar fueran lo mismo para ella, como si todo lo que dijera fuera alegre y todas sus sonrisas fueran palabras. Su madre era venezolana, de Maracay, y su padre era español. Tenían una casa en el otro extremo de la isla, cerca de Punta Galera. Talia se encontraba en aquella urbanización por casualidad, debido a una visita que sus padres habían hecho a unos amigos. De modo que fue el gatito negro quien las presentó.
El padre de Talia tenía mucho dinero, mucho más que tío Pablo, que no vivía nada mal. La casa de Punta Galera era un enorme chalet frente al mar con un terreno vallado repleto de árboles y sombras, jardines y estanques. Talia invitó a Clara a conocerla dos días después, y Clara se maravilló al comprobar que tenía mayordomos, no simplemente señoras que hacían la colada y preparaban la comida, sino personas de uniforme con la mirada vidriosa. Pero en la piscina estaba lo más increíble. Era muy grande, de agua rectangular y azul. Parecía fantástico que Talia, con su pequeño corpecito moreno, dispusiera de todo aquel inmenso salón zafiro para ella sola, aquel suelo de baldosas líquidas por el que poder pasear flotando. Sin embargo, la primera impresión que Clara se llevó fue distinta.
Otra muchacha compartía la piscina con ella. ¿Acaso tenía una hermana? ¿O era una amiga?
Pero era una chica mayor, sin lugar a dudas. Estaba de rodillas cerca del borde, más bien a cuatro patas, y sólo llevaba encima un ínfimo tanga azul. Su cuerpo brillaba de forma muy extraña. No modificó ni un milímetro su postura mientras Clara y Talia se acercaban.
– Es un cuadro de mi papá -explicó Talia-. Mi papá ha pagado tremendo dineral por él.
Clara se agachó y observó la expresión rígida, la piel reluciente de apresto y óleos, el cabello ligeramente tembloroso con el viento.
– No puedo creerlo -se entusiasmaba Talia al ver su asombro-. ¿No conoces el arte HD? ¡Pues claro que es de carne y hueso, como tú y como yo! Es un cuadro hiper… -Aquí dijo una palabra que Clara no entendió-. No está en trance ni nada por el estilo, está posando. Y el olor que notas es el del óleo.
«Eliseo Sandoval. Junto a la piscina. 1995. Óleo y cremas solares en muchacha de dieciocho años con tanga de algodón.» Eso fue lo que Clara leyó en la pequeña tarjeta de cartulina colocada en el suelo cerca de la figura.
Como la mayoría de la gente, Clara había oído hablar del arte hiperdramático y había visto documentales y reportajes sobre el tema, pero nunca una obra al natural.
Fue como una maldición. Se arrodilló junto al cuadro y se olvidó de todo. Lo rastreó con la mirada, desde la punta de los dedos de las manos hasta el cabello pintado; desde el cuello hasta la curvatura de las nalgas. Las dos tiras del tanga tenían forma de uve: había un árbol en el jardín de la casa que imitaba la misma letra. Recorrió con los ojos cada milímetro de carne paralizada como si se tratara de una película que hubiera deseado ver toda su vida. Temblorosa, alzó un dedo y lo apoyó en el muslo derecho de aquella cosa. Fue como tocar la silueta de un jarrón. La cosa ni siquiera pestañeó.
– Oye, no hagas eso -la regañó Talia-. Las pinturas no se tocan. ¡Si te viera mi papá…!
El día transcurrió como un tormento. La diversión era un esfuerzo impracticable. La culpa no era de la pobre Talia, por supuesto, sino de aquella maldita cosa, aquella obscena y maldita cosa que no quería moverse, que continuó allí, bajo el sol, sobre el agua, sin sudar ni quejarse, sumida en la contemplación de un pequeño espacio en las baldosas. Aquella forma paralizada y mágica del tanga en uve, desprovista y repleta de vida al mismo tiempo, era la única culpable.
En un momento dado, Clara se sintió enferma. El aire no habitaba sus pulmones, se ahogaba. Salió corriendo y se refugió en la casa. Encontró al gatito en el sofá del lujoso salón y se agazapó junto a él. Sus mejillas ardían y le costaba trabajo respirar. Cuando Talia llegó por fin, Clara la miró implorante.
– ¿Es que no se va nunca de ahí? -sollozó-. ¿No come? ¿No duerme?
– Claro que come y duerme. Se exhibe sólo de once a siete.
Por la tarde, un mayordomo salió a avisar. Eran las siete en punto. Clara, que había estado muy pendiente de la hora durante todo el día, se acercó al cuadro entonces. Vio cómo se movía; lo vio extender cada extremidad después de una larga pausa y, a un ritmo semejante al de un niño que nace, erguir el tronco y alzar la cabeza con los ojos cerrados; vio destellar el óleo en su pecho cuando lo hinchó al respirar; la vio ponerse en pie con languidez eterna, convertirse en mujer, en muchacha, en alguien como ella misma. Sobre fondo azul.
«Quiero ser eso -pensó-. Quiero ser eso.»
Sus dientes castañeteaban.
Una mujer apartó las cortinas cobalto, se asomó y comenzó a regar las flores azules. De repente alzó la vista y sorprendió a Clara. Tras contemplarla un instante, hizo un gesto de aprensión. Luego se retiró del balcón, cerró la ventana y corrió las cortinas. Los cristales reflejaron el desnudo cuerpo de Clara enmarcado en su propia ventana, su figura tersa de rostro sin cejas y pubis depilado, los pechos como dos ondulaciones en un papel, el cabello ya seco por el aire nocturno, la mano derecha sosteniendo el auricular del teléfono, todo inmerso en el mundo azul cobalto y ultramar del cristal de enfrente.
En el auricular persistía el silencio. No habían colgado.
Se había dejado llevar por los recuerdos, y la aparición de aquella mujer la había devuelto bruscamente a la realidad. Ibiza, Talia y el inolvidable instante en que descubrió el arte HD se disolvieron en el tono más oscuro de la noche. Ignoraba cuánto tiempo llevaba esperando en la misma posición. Sospechaba que, por lo menos, dos horas. Sentía la mano con que sostenía el auricular mucho más fría que el resto del cuerpo y los músculos de ese brazo agarrotados. Hubiera dado cualquier cosa por cambiar de postura, pero continuaba inmóvil con el teléfono pegado a la oreja; incluso trataba de respirar lo menos posible, como si estuviera trabajando de cuadro. No trasladaba el peso de un pie a otro: permanecía firme y erguida, la mano izquierda apoyada en la cadera, apretando las rodillas contra las columnas del radiador que había bajo las cortinas con el fin de acercarse más a la ventana.
Le entraban tentaciones de colgar. Porque cabía en lo posible que aquella absurda espera fuera un error. Tal vez la idea de que tenía que aguardar desnuda y quieta en la ventana con el auricular en la mano era producto exclusivo de su imaginación. A fin de cuentas, no había recibido aún ni una sola instrucción por parte del pintor, fuera quien fuese, ni un solo gesto, ni una sola palabra. ¿A quién se le ocurriría pintar con el silencio invisible? Eso por no mencionar la desmesurada factura de teléfono que iba a acarrearle la aventura. Jorge se iba a reír.
«Contaré hasta treinta… Bueno, hasta cien… Si no ocurre nada, cuelgo.»Se sentía agotada (todo el día de pie en el cuadro de Bassan), hambrienta y con sueño. Comenzó a contar. Escuchó risas de chavales desde el otro lado de la calle. Quizá la habían visto. No le preocupaba. Era un lienzo profesional. El pudor y la timidez habían quedado atrás hacía mucho tiempo.
«Veintiséis… Veintisiete… Veintiocho…»
Toda su vida era arte. No sabía dónde estaba el límite, si es que había límites en algún sitio.
Había aprendido a mostrar y usar su anatomía a solas, frente a otros y con otros. A no considerar sagrado ninguno de sus resquicios. A soportar en lo posible el asedio del dolor. A soñar en medio de la contracción de sus músculos. A percibir el espacio como tiempo y el tiempo como algo extenso, un paisaje por el que pasear o detenerse. A controlar sus sensaciones, a inventarlas, a fingirlas, a imitarlas. A traspasar cualquier barrera, a dejar de lado cualquier reserva, a desprenderse del lastre del remordimiento. Una obra de arte no tenía nada que le perteneciera: cuerpo y mente estaban dirigidos a crear y ser creados, a transformarse.
Era la profesión más extraña y hermosa del mundo. La había iniciado aquel mismo verano al regreso de Ibiza, y nunca se había arrepentido de hacerlo.
En casa de Talia se enteró de que Eliseo Sandoval, el pintor de Junto a la piscina, vivía y trabajaba en Madrid junto con otros colegas, en un chalet cercano a Torrejón. Pocas semanas después se presentó allí, solitaria y nerviosa. Lo primero que descubrió fue que ella no era la primera en atreverse a dar aquel paso y que el arte HD era más popular en España de lo que había creído. El chalet era un hervidero de pintores y adolescentes aspirantes a obra de arte. Eliseo, un joven artista venezolano de cara de boxeador con un fascinante hoyuelo en la barbilla, se ofrecía, por un módico precio, a dar clases rudimentarias a modelos menores de edad, aunque en secreto y sin esperanzas de venderlos, porque el arte HD con menores aún no había sido legalizado. Clara echó mano a sus pequeños ahorros y comenzó a acudir cada fin de semana. Aprendió, entre otras cosas, a mostrarse desnuda dentro y fuera de la casa, en solitario o frente a los demás. Y a permanecer durante horas con la piel pintada. Y las bases del hiperdrama: los juegos, los ensayos, las formas de expresión. Su hermano se enteró de aquellas visitas y comenzaron los enfrentamientos y las prohibiciones. Clara descubrió que José Manuel quería convertirse en su nuevo cancerbero tras la muerte de su padre. Pero no se lo permitió. Amenazó con marcharse de casa, y cuando la situación se hizo insostenible se marchó. A los dieciséis años entró a trabajar en The Circle, una sociedad internacional de artistas marginales que preparaban material joven para grandes pintores. Allí se tatuó el cuerpo, se tiñó el pelo de rojo, perforó su nariz, orejas, pezones y ombligo con anillas y participó en grotescas obras murales. Consiguió dinero y pudo estudiar con Wedekind, Cuinet y Ferrucioli. A los dieciocho años comenzó a vivir con Gabi Ponce, un pintor principiante a quien había conocido en Barcelona, su primer amor, su primer artista. Cuando cumplió veinte años de edad, Alex Bassan, Xavier Gonfrell y Gutiérrez Reguero empezaron a llamarla para crear originales con ella. Luego vinieron los más grandes: Georges Chalboux pintó un duende con su cuerpo, Gilberto Brentano la convirtió en yegua y Vicky le extrajo expresiones que nunca imaginó que su rostro albergara.
Los genios, sin embargo, no la habían tocado aún.
Pero qué pasaría, se preguntaba, qué pasaría si nadie respondiera, qué pasaría si la tensaban más allá de lo prudente, si intentaban forzar la situación hasta el límite, qué pasaría si…
La noche se había hecho azul profundo. La brisa que antes la refrescaba helaba ahora sus huesos.
Había contado hasta cien, luego cien más, y otros cien. Por último había dejado de contar. No se atrevía a colgar, pues conforme más tiempo pasaba más importante (y difícil) le parecía lo que le aguardaba detrás. Lo más importante y difícil y lo más duro y arriesgado.
Contempló el silencio, la dormición de la luz, el reino de los gatos. Ser testigo del desarrollo de la madrugada en una ciudad le pareció semejante a observar la imperceptible procesión de la manecilla del reloj.
Qué sucedería, se preguntaba, si no le hablaban. Cuándo, en qué momento sería preciso considerar que había llegado el final de aquel juego. Quién cedería primero en aquel pulso enorme e injusto.
De repente la voz de la mujer regresó al auricular. Su oído había estado tanto tiempo inservible que casi le dolió, como duele la pupila de un ciego que recupera de súbito la luz. La voz fue cortante y concisa. Mencionó un sitio: plaza de Desiderio Gaos sin número. Un nombre: señor Friedman. Una cita: las nueve en punto de la mañana siguiente. Después colgaron.
Durante un rato quiso persistir todavía en la misma postura, el auricular en alto. Luego, con una mueca, regresó a la incomodidad de la vida.
Era la madrugada del jueves 22 de junio de 2006.
El desván. El desván. La casa de Alberca. Papá.
El sol lucía espléndido sobre el huerto. Era una visión encantadora: la hierba, los naranjos, la camisa azul de cuadros de su padre, el sombrero de paja y sus gafas de cristales gruesos y cuadrados, porque Manuel Reyes era miope, un miope intenso y casi voluntario, o al menos resignado, a quien no le importaba llevar aquel artilugio de carey grueso y anticuado sobre el rostro. Aseguraba que sus gafas otorgaban cierta seriedad a las detalladas explicaciones que ofrecía a los turistas sobre los cuadros del museo del Prado. Porque el trabajo de papá era ése: guiar a la gente por las salas del museo mientras explicaba en voz alta y con sobria erudición los secretos de Las lanzas y Las meninas, sus obras favoritas. Papá podaba los naranjos mientras su hermano José Manuel se entrenaba con el caballete en el garaje (quería ser pintor, pero papá le aconsejaba que estudiase una carrera) y ella aguardaba en su cuarto para ir a misa con mamá.
Entonces oyó el ruido.
En una casa como la Casa, donde anidan tantos (ruidos), uno más carece de importancia. Pero éste había conseguido intrigarla. Su ceño formó una uve diminuta. Salió a ver qué o quién lo había producido.
El desván. La puerta se había abierto un poco. Quizá su madre había entrado a guardar algo y luego no la había cerrado bien.
El desván era la habitación prohibida. Mamá no dejaba que los niños se metieran allí porque temía que los trastos apilados les cayeran encima. Pero Clara y José Manuel pensaban que ocultaba algo horrible. En eso estaban de acuerdo. Diferían tan sólo en el significado que le otorgaban a lo horrible. Para su hermano, lo horrible era malo; para Clara, malo o bueno, pero sobre todo atractivo. Como un caramelo, que podía ser malo pero atractivo al mismo tiempo. Si lo horrible hubiese aparecido ante ellos, José Manuel habría retrocedido atemorizado y Clara se habría acercado fascinada con el sigilo de un niño en noche de reyes. La calidad de lo horrible gobernaría el doble movimiento: algo verdaderamente horrible habría espantado a José Manuel y atraído a Clara como una posesa, la habría lanzado hacia eso como se lanza una piedra (con la misma sombría naturalidad) a la oscuridad de un pozo.
Ahora, por fin, lo horrible la invitaba a pasar. Podría haber llamado a su madre (la oía trajinar en la cocina), o bajar al huerto y buscar la protección de su padre, o bajar aún más hasta el garaje y pedirle ayuda a su hermano.
Pero se decidió.
Temblando como jamás había temblado, ni siquiera el día de su comunión, empujó la vieja puerta y aspiró remolinos de polvo azul. Tuvo que retroceder y descargar una ráfaga de tos que, en parte, desdoró un poco su aventura. Había tanto polvo y olía tan mal, como a cosa fermentada, que pensó que no podría soportarlo. Además, se ensuciaría el vestido de ir a misa.
Pero, qué caramba, encontrar lo horrible exige cierto sacrificio, pensó. Lo horrible no crece en los árboles, al alcance de cualquiera: cuesta mucho trabajo obtenerlo, como papá dice que ocurre con el dinero.
Tomó dos o tres bocanadas de aire exterior y lo intentó de nuevo. Dio un par de tímidos pasitos en la maloliente oscuridad, parpadeó, acomodó la vista a lo desconocido. Descubrió cuerpos atados con cordeles y los identificó como viejas mantas. Cajas de cartón apiladas. Un tablero de ajedrez combado. Una muñeca sin vestidos ni ojos sentada en un anaquel. Telarañas y sombras azules. Todo eso la impresionó bastante, pero no la asustó. Había esperado encontrar cosas así.
Estaba a punto de sentir la inevitable decepción cuando de repente lo vio.
Lo horrible.
Estaba a su izquierda. Un leve gesto, una sombra móvil iluminada por la claridad del umbral. Giró sobre sí misma con calma inaudita. El grado de su horror había llegado al máximo (se sentía a punto de chillar), lo cual significaba que por fin había descubierto lo horrible y que se disponía a contemplarlo.
Era una niña. Una niña que vivía dentro del desván. Vestía un conjunto azul marino de Lacoste y llevaba el pelo muy lacio y muy bien peinado. Su piel parecía mármol. Era como un cadáver. Pero se movía. Abría la boca, la cerraba. Parpadeaba inmensamente. Y la miraba.
El terror rebosó por su piel. El corazón se le convirtió en rata y lo sintió trepar a ciegas por el interior de su pecho hasta atorarle la garganta. Fue un instante de tremenda eternidad, una fracción de segundo fugaz y definitiva, como el momento en que morimos.
De alguna forma, de algún modo inexplicable pero poderoso, supo en ese preciso instante que aquella niña era la visión más espantosa que había contemplado y contemplaría jamás. No sólo era horrible sino infinitamente insoportable.
(Y, sin embargo, su alegría no conocía límites. Porque estaba contemplando lo horrible por fin. Y lo horrible era una niña de su edad. Podrían ser amigas y jugar juntas.)Entonces se dio cuenta de que el vestido de Lacoste era el mismo que su madre le había puesto aquel domingo, que el peinado era similar al de ella, que las facciones eran las suyas, que el espejo era grande y el marco estaba disimulado en la penumbra.
– Ha sido un susto tonto -le dijo su madre, que había corrido al escuchar el grito y la abrazaba.
El amanecer pintaba de azul celeste el índigo del techo. Clara parpadeó, y las imágenes del sueño que acababa de tener se disolvieron en la luz de las paredes. Todo era normal a su alrededor, pero dentro de ella aún se agitaba el torbellino de aquel recuerdo de su infancia remota, aquel «susto tonto» en el desván de la antigua casa de Alberca, un año antes de que su padre falleciera.
El despertador había sonado: las siete y media. Recordó su cita en la plaza de Desiderio Gaos con el misterioso señor Friedman y se levantó de un salto.
Ser cuadro profesional le había enseñado, entre otras cosas, a considerar los sueños como instrucciones extrañas de un anónimo artista interior. Se preguntó por qué su inconsciente había recuperado aquella pieza antigua de su vida y la había colocado de nuevo sobre el tablero.
Quizá significaba que la puerta del desván se había abierto otra vez.
Y alguien la invitaba a entrar y contemplar lo horrible.
Los ojos de Paul Benoit no eran de color violeta, pero bajo las luces de la habitación casi lo parecían. Lothar Bosch miró aquellos ojos y supo, no por primera vez, que tendría que andarse con cuidado. Frente a Paul Benoit siempre era preciso ser cauto.
– ¿Sabes cuál es el problema, Lothar? El problema es que hoy día todo lo valioso es efímero. Es decir, que en otros tiempos la solidez y la duración eran valores por sí mismos: un sarcófago, una estatua, un templo o un lienzo. Pero en la actualidad todo lo valioso se consume, se gasta, se extingue, da igual que hablemos de recursos naturales, drogas, especies protegidas o arte. Hemos atravesado por una fase previa en la que los productos que escaseaban valían más porque escaseaban. Eso era lógico. Pero ¿cuál ha sido la consecuencia? Que, hoy día, para que las cosas valgan más, tienen que escasear. Hemos invertido causa y efecto. Hoy razonamos de esta forma: «Lo bueno no abunda. Por lo tanto, hagamos que las cosas malas no abunden, y se volverán buenas».
Hizo una pausa y extendió la mano sin apenas mirar. La Mesilla estaba preparada para entregarle la taza de porcelana, pero el gesto de Benoit la cogió por sorpresa. Hubo un titubeo fatal, y los pequeños dedos del jefe de Conservación golpearon la taza y derramaron parte del contenido sobre el plato.
Con rapidez y eficiencia, la Mesilla procedió a colocar un nuevo plato y limpió la taza con una de las servilletas de papel que transportaba en la tabla lacada unida a su cintura. En la etiqueta de color blanco que pendía de su muñeca derecha decía: «Maggie». Bosch no conocía a Maggie, pero, por supuesto, había muchos adornos a los que no conocía. Pese a estar de rodillas, era fácil comprobar que Maggie era muy alta, probablemente casi dos metros. Tal vez había sido aquella desproporción lo que le había impedido llegar a convertirse en obra de arte, suponía Bosch.
– Hoy ya ha dejado de ser un buen negocio comprar o vender un lienzo de tela -prosiguió Benoit-, precisamente porque no se consumen con la prontitud necesaria. ¿Sabes cuál ha sido la clave del éxito del arte hiperdramático? Su fugacidad. Pagamos más y con más rapidez por una obra que dura lo que dura la juventud que por otra que sobrevive cien o doscientos años. ¿Por qué? Por la misma razón que llegamos a gastar más dinero en unas rebajas que en un día normal. El síndrome del «¡Rápido, que esto se acaba!». Por eso las obras adolescentes son tan valiosas. -Operación perfecta al segundo intento, pensó Bosch: la Mesilla estaba pendiente de los gestos de Benoit, y éste colaboró procurando coger con cuidado la taza que el adorno le tendía-. Prueba un poco de este brebaje, Lothar. Huele a té, sabe a té, pero no es té. Lo que ocurre es que si huele a té y sabe a té, para mí es té. Sin embargo, no me pone nervioso y alivia mi úlcera.
Bosch atrapó la delicada imitación de porcelana que le ofrecía la Mesilla y contempló el líquido. Era difícil determinar su color exacto bajo aquella fúnebre luz violeta. Decidió que podía ser violeta. Lo llevó a la nariz. Olía a té, en efecto. Lo probó. Sabía a rayos. A caramelo exprimido en batidora mezclado con jarabe para la tos. Reprimió una mueca y comprobó con alivio que Benoit no lo miraba. Mejor. Fingió seguir bebiendo.
La habitación donde se encontraban pertenecía al Museumsquartier. Era un rectángulo grande, insonorizado y tapizado de lámparas en diversos tonos de violeta: en el techo resplandecían púrpuras suaves, en el suelo cobaltos y en las paredes cuadrados de color lavanda, de manera que las figuras parecían flotar en una pecera de borgoña. Salvo la Mesilla, no había otros adornos. Por lo demás, el extremo del fondo asemejaba un estudio de televisión. Diez monitores de circuito cerrado se congregaban en paneles instalados en la pared; sus pantallas apagadas reflejaban uñas de luz violeta. Frente a ellos se sentaban Willy de Baas y dos de sus ayudantes preparados para iniciar la sesión de Apoyo Sicológico del sábado por la noche. Apoyo pertenecía a Conservación; por tanto, quedaba bajo responsabilidad directa de Paul Benoit. Era evidente que De Baas se sentía un poco nervioso sabiendo que tenía al jefe a sus espaldas.
Con expresión beatífica, Benoit depositó la taza en el platillo, se relamió los labios y miró a Bosch. Las luces de las paredes enrojecían sus pupilas; su calva era un casquete de púrpura cardenalicia y los pies y la mitad inferior del pantalón lanzaban ascuas violetas.
– Por eso mismo, sucesos como el de Desfloración sientan tan mal, Lothar, porque los cuadros adolescentes son muy valiosos. Pese a todo, hemos logrado congelar la noticia en Amsterdam. Sólo la conocen en las alturas. Stein no ha querido hacer comentarios y Hoffmann apenas podía creérselo. No le han dicho nada al Maestro, claro. «Rembrandt» se inaugura el 15 de julio y algunos de los lienzos todavía están en período de tensado o imprimación. El Maestro, ahora, es intocable. Pero se comenta que rodarán cabezas. No la tuya ni la de April, pero…
– Nadie tuvo la culpa, Paul -dijo Bosch-. Simplemente, nos la han jugado. Sea Óscar Díaz o no, lo cierto es que su plan era bueno y nos la ha jugado, eso es todo.
– La cuestión es -puntualizó Benoit, tendiendo la taza para que la Mesilla se la rellenara- que deberíamos atraparlo nosotros. Necesitamos interrogarlo a fondo, y la policía no sabría sacarle toda la información. Comprendes, ¿no?
– Lo comprendo perfectamente, y estamos en ello. Hemos registrado su apartamento en Nueva York y su habitación en el hotel aquí en Viena, pero no hemos encontrado nada fuera de lo común. Sabemos que es aficionado a la fotografía y al campo y que vive solo. Estamos intentando localizar a su hermana y a su madre en México, pero no creo que nos digan nada de interés.
– Me parece haber oído que tenía una novia en Nueva York…
– Una amiguita llamada Briseida Canchares, colombiana, licenciada en arte. La policía no lo sabe, y hemos preferido no informarles y buscarla por nuestra cuenta. Briseida se encontró con Óscar en Amsterdam hace un mes. Varios compañeros de Óscar los vieron juntos. Ella estaba becada por la Universidad de Leiden para realizar un trabajo sobre pintores clásicos y residía temporalmente en esa ciudad desde principios de año, pero también ha desaparecido…
– Es una coincidencia notable.
– Desde luego. Thea habló ayer con sus amigos de Leiden. Al parecer, Briseida se ha marchado a París acompañada de otro amigo. Hemos enviado allí a Thea para verificarlo. Esperamos sus noticias de un momento a otro. -Bosch se preguntaba si Benoit se ofendería cuando comprobara que no iba a beber más de aquel mejunje. Ocultó la taza con la mano izquierda.
– Hay que encontrarla y hacer que hable, Lothar. Empleando cualquier medio. Te das cuenta de la situación, ¿verdad?
– Me doy cuenta, Paul.
– Desfloración iba para Sothebys en otoño. La puja habría sido noticia hasta en los canales de deportes. Titulares como «menor de edad desnuda subastada», «la adolescente más valiosa de la historia…». En fin, esa clase de tonterías que contagian las primeras páginas de los periódicos… Pero en este caso las tonterías habrían sido ciertas. Desfloración era el cuadro más valioso de «Flores» y aún no tiene sustituía. Las ofertas que estábamos recibiendo superaban ampliamente las que en su día se hicieron por Púrpura, Caléndula y Tulipán. De hecho, la puja ya había comenzado. Sabes que nos gusta jugar a dos bandas.
Bosch asintió mientras fingía beber otro sorbo de té. En realidad, se humedecía los labios.
– Te asombraría saber lo que algunos estaban dispuestos a pagar por el mantenimiento mensual de esa obra -prosiguió Benoit-. Por otra parte, yo sabía cómo apretarles las clavijas a los más interesados. Desfloración se encontraba triste últimamente, Willy pensaba que podía estar iniciando una depresión, y a mí se me ocurrió aprovechar esa circunstancia en nuestro beneficio. -Los ojos de Benoit relampaguearon de orgullo-. Difundiríamos la noticia de que los costes de una posible sicoterapia encarecerían el alquiler del cuadro. Y no podíamos olvidar que la obra tenía catorce años y necesitaba salir, viajar, distraerse, comprarse cosas… En fin, que su futuro comprador tendría que mantenerla por todo lo alto si no deseaba desembolsar el triple por una restauración. Stein me dijo que era una jugada maestra. -Hizo una pausa y arrugó los labios al tiempo que entornaba los ojos en un gesto característico. Bosch sabía que estaba escuchando alucinaciones de elogio. «Le encanta recordar sus éxitos», pensó-. En dos años nos hubieran vuelto a pagar el precio del cuadro sólo en alquiler. Entonces negociaríamos la sustitución, si el Maestro aceptaba. El lienzo ya no sería tan joven y lo dejaríamos fuera, pero vendría otro. El alquiler bajaría un poco, cierto, pero habríamos aprovechado la dificultad de sustituirla para sacar otra buena tajada. Desfloración hubiera pasado a la historia como uno de los cuadros más caros del mundo. Y ahora…
Los monitores de televisión emitieron un zumbido y se iluminaron de gris. La sesión de Apoyo iba a comenzar. De Baas y sus ayudantes estaban preparados para escuchar las quejas de las obras con problemas. Benoit no pareció percibirlo: arrugaba de nuevo los labios, pero su expresión ya no era triunfal.
– Y ahora, todo se ha jodido -concluyó.
Uno de los ayudantes de De Baas se volvió para llamar a la Mesilla con un gesto. De nada le hubiera servido gritarle, porque la Mesilla llevaba cobertores auditivos. Los cobertores eran necesarios cuando se quería hablar en privado delante de un adorno. La Mesilla se puso en pie con delicado equilibrio, caminó descalza por el suelo violeta transportando la tetera y las tazas, se situó junto a De Baas y empezó a servir té. Quién sería Maggie, se preguntó Bosch de repente; de qué remoto lugar del mundo habría venido y con qué remotas esperanzas; qué hacía desnuda por completo en aquella habitación, con la cabeza rapada, auriculares en las orejas, la piel pintada de color malva con arabescos negros y una tabla unida a su cintura por una argolla. Estaba condenado a no saber las respuestas, porque los adornos no hablaban con nadie y nadie les preguntaba nunca nada.
– Me gustaría saber, Lothar -dijo Benoit de repente-, si puede tener sentido algún tipo de… de hipótesis de «montaje». -Dibujó la palabra en el aire con un gesto de la mano derecha-. ¿Me explico?
– Te refieres a…
– A que todo sea un… Me da escalofríos incluso decirlo… Un «teatro».
– Teatro -repitió Bosch.
En ese instante apareció en los monitores el rostro de Jacinto moteado, la primera flor que había solicitado una cita con Apoyo. Acababa de ducharse y desprenderse la pintura. Su cráneo liso y su piel imprimada, sin cejas ni pestañas, se estampaban sobre fondo negro. Los ojos eran incoloros como vidrios redondos. Podía advertirse la cinta de la que colgaba la etiqueta del cuello.
– Buona sera, Pietro -dijo De Baas en tono cordial, hablando por el micrófono-. ¿En qué podemos ayudarte?
– Hola, señor De Baas. -La voz del lienzo italiano llenó los amplificadores-. Lo de siempre. La dioxacina me produce picores. No entiendo por qué el señor Hoffmann insiste en usarla para el añil de mis brazos…
Benoit apenas dedicó un segundo de atención al diálogo entre De Baas y el lienzo. En seguida siguió hablando.
– Sí, teatro. Me explicaré. A primera vista, Óscar Díaz es un sico-lo-que-sea, ¿no? Ha custodiado el cuadro varias veces y, mientras lo hacía, disfrutaba pensando cómo iba a destrozarlo. Lo planea muy bien y decide dar el golpe el miércoles por la noche. Conduce la furgoneta, pero, en vez de dirigirse al hotel, se marcha al bosque. Ya lo tiene todo preparado. Obliga al cuadro a leer un texto absurdo mientras graba su voz, luego lo corta y realiza sus rituales de loco, sean los que fueren. Éste es el planteamiento, ¿no?
– A grandes rasgos, así es.
– Bien, pues ahora imagínate que sea un montaje. Imagínate que Díaz no esté más loco que tú y que yo, y que las grabaciones y la parafernalia sádica sean un teatro para despistarnos y hacernos pensar en una especie de asesino en serie, cuando, en realidad, el sector de la competencia le ha pagado para que destroce el cuadro justo antes de la subasta. -Hizo una pausa y enarcó una ceja-. Tú has sido policía, Lothar. ¿Qué te parece esta idea?
«Ridícula», pensó Bosch. Por fortuna, no necesitaba ocultar su cerebro con la mano izquierda, como hacía con la taza, para impedir que Benoit supiera lo que pensaba.
– Me cuesta trabajo aceptarla -dijo.
– ¿Por?
– Sencillamente, no puedo creer que alguien haya podido hacerle eso a una niña como Annek sólo para jodernos una venta de millones de dólares, Paul. Tú tienes más experiencia en este terreno, pero… Piensa por un momento: si querían destruir el cuadro, por qué no hacerlo de mil maneras más rápidas… Incluso si pretendían imitar un acto de sadismo, como tú dices, había otros métodos… Era una niña de catorce años, por Dios. La cortaron con… con una especie de sierra eléctrica…, y estaba viva mientras…
– No era una niña de catorce años, Lothar -precisó Benoit-. Era un cuadro valorado en más de cincuenta millones de dólares de precio inicial.
– De acuerdo, pero…
– O lo ves de esta forma, o te equivocarás por completo.
Bosch asintió dócilmente. Durante un instante sólo se escuchó el diálogo entre De Baas y Jacinto moteado.
– La dioxacina ayuda a elaborar un violeta azulado más profundo, Pietro.
– Siempre me dice lo mismo, señor De Baas… Pero no es a usted a quien le pican los brazos.
– Pietro, por favor, no te enfades. Estamos tratando de ayudarte. Te diré lo que vamos a hacer. Hablaremos con el señor Hoffmann. Si él nos asegura que la dioxacina es imprescindible, buscaremos alguna forma de anestesiar tus brazos… Sólo tus brazos, ¿qué te parece…? Puede hacerse…
– Cincuenta millones de dólares es mucho dinero -dijo Benoit.
De repente la fingida calma de Bosch se quebró. Dejó de mover la cabeza en sentido afirmativo y clavó los ojos en Benoit.
– Sí, es mucho dinero. Pero señálame con el dedo a la persona capaz de hacerle eso a una niña de catorce años para intentar estropearnos una subasta millonaria. Señálame a esa persona y dime: «Es ésta». Y déjame que la mire a los ojos y compruebe que en ellos no hay otra cosa que dinero, obras de arte y subastas. Sólo entonces te daré la razón.
Ruido de porcelanas. Uno de los ayudantes de De Baas depositaba las tazas, ya vacías, sobre la Mesilla, que aguardaba arrodillada.
– Desde luego, no fue san Francisco de Asís quien destrozó el cuadro, si eso es lo que quieres decir…
– Fue un sádico hijo de puta. -Las mejillas de Bosch estaban teñidas de un color que las luces de la habitación transformaban en morado-. Tengo ganas de atraparlo, créeme.
Hubo una pausa. «Enfadarte con Benoit no te servirá de nada -se dijo Bosch-. Cálmate de una vez.» Se dedicó a mirar hacia los monitores intentando relajarse. El cuadro asentía mientras escuchaba los consejos de De Baas. Bosch recordó que Jacinto moteado se exhibía con la pantorrilla derecha alzada por encima del hombro y la cabeza apoyada en la planta del pie. No podía imaginarse a sí mismo doblado en aquella postura ni durante una fracción de segundo, pero Jacinto la soportaba seis horas al día.
Se dio cuenta de que Benoit también miraba las pantallas.
– Dios, cuánto nos cuesta conservar estas obras. A veces yo también sueño que las destrozo.
Aquella frase, en labios del jefe de Conservación, sorprendió a Lothar Bosch. Benoit solía usar un lenguaje violento cuando no había lienzos o adornos lujosos que pudieran oírlo (la Mesilla llevaba cobertores), pero aparentaba carecer de puntos débiles. Al menos, nunca los manifestaba en público. Ofrecía el falso aspecto de un jubilado ingenuo en quien podías confiar. Su cabeza completamente calva y carnosa era como una pelotita antiestrés: la mirabas y te parecía que podías exprimirla un poco para relajarte. En realidad, era él quien exprimía la tuya sin que te dieras cuenta. Bosch sabía que había ejercido como sicólogo clínico privado en un barrio noble de París antes de incorporarse a la Fundación, y su antiguo oficio le servía de mucho con los lienzos. De hecho, un éxito terapéutico muy especial provocó que el doctor Benoit cambiara de trabajo con rapidez. Valerie Roseau, una joven lienzo francesa con la que Van Tysch había pintado su obra maestra de primera etapa La pirámide, se negó un día a seguir exhibiéndose en el Stedelijk. Esto desencadenó una crisis en la que estaban en juego varios millones de dólares. Valerie llevaba años en tratamiento sicológico debido a una neurosis. Los especialistas sabían que ahí radicaba la causa de su negativa a exhibirse y se esforzaban en curarla. Benoit optó por otra estrategia: en vez de intentar curar la neurosis de Valerie, la convenció de que continuara en el museo. Stein se apresuró a ofrecerle el puesto de jefe de Conservación.
A los cuadros les encantaba hablar con Benoit, sobre todo a los más jóvenes. Le contaban sus angustias a aquel abuelito calvo con acento francés y decidían continuar en la brecha. Por supuesto, se trataba de un truco magistral. En realidad, Benoit era un individuo peligroso; más peligroso, a su modo, que la señorita Wood. Bosch pensaba que era el más peligroso de todos.
Dejando aparte a Stein y al Maestro, claro.
– Son ricos y jóvenes -decía Benoit con desprecio mientras miraba las pantallas-. ¿Qué más quieren, Lothar? Me cuesta trabajo comprenderlos. Tienen ropa, joyas, adornos y juguetes humanos, coches, drogas, amantes… Mencionan el lugar del mundo donde desean vivir, y allí les compramos un palacio. ¿Qué más quieren?
– Quizás otra clase de vida. También ellos son humanos.
Un friso de arrugas coronó la frente de Benoit. Así permaneció durante varios segundos mientras Bosch sonreía resignado, pero desafiante.
– Por favor, Lothar, no me digas estas cosas mientras bebo mi sucedáneo de té. Mi úlcera está peor últimamente. Lo que Van Tysch les ha otorgado es superior a ellos mismos y a sus miserables vidas. Les ha otorgado la eternidad. ¿Es que no se dan cuenta? Son obras increíblemente hermosas, las más hermosas que ningún pintor haya creado jamás, pero no les basta: se quejan de dolor de espalda, picores en el culo y depresión. Por favor, Lothar, por favor.
– Sólo quise decir…
– No, no, Lothar, no me jodas. -Benoit alzó la mano. Era como si rechazara una comida repugnante-. La belleza requiere cierto sacrificio. Tú no sabes lo que nos cuesta mantener a esas delicadas florecillas. No me jodas. Dejemos el tema.
Con un gesto de cólera tendió la taza en el aire. La Mesilla se acercó velozmente, arqueó la espalda proyectando el vientre y colocó la tabla bajo la taza. Necesitó flexionar las rodillas casi hasta sentarse en los talones, porque Benoit apenas había levantado el brazo. Su sexo depilado y pintado de malva quedó a la vista de Bosch.
– ¿Quieres más tú también, Lothar? -preguntó Benoit mientras le indicaba al adorno que le sirviera sólo hasta la mitad.
– No, no, muchas gracias. -Bosch aprovechó la ocasión para abandonar su taza casi llena en la Mesilla.
– ¿Te ha gustado?
– Delicioso.
– ¿Verdad que sí? Lo encargo personalmente a una empresa de París. Tienen sucedáneos de casi todo lo que puedas imaginarte, incluso sucedáneos de sucedáneos.
Hubo una pausa. En las pantallas apareció Púrpura mágica.
– ¿Te quedarás mucho tiempo en Viena, Paul? -preguntó Bosch al cabo del rato.
La pregunta cogió a Benoit en mitad de un sorbo. Lo bebió con avidez mientras movía la cabeza.
– Lo indispensable. Quiero asegurarme que se restringirá todo lo posible la información sobre el caso. Lo cual está resultando bastante difícil, por cierto. Sin ir más lejos, ayer mantuve una agradable conversación telefónica con un mandamás del Ministerio del Interior austríaco. Esta gente te hierve la sangre. Me presionaba para que la noticia se hiciera pública. Dios mío, ¿qué ocurre en este maldito país desde que en el siglo pasado asomara la cabeza un partido neonazi? Tratan todos los asuntos como si fueran de cristal, los cogen con alfileres… Siempre están pensando en cubrirse las espaldas… ¡Llegó a acusarme de poner en peligro a la población de Viena…! Le dije: «Lo único que se encuentra en peligro hasta el momento, que yo sepa, son nuestros cuadros». ¡Imbécil! -Tras una pausa, agregó-: Bueno, esto último no se lo dije.
Bosch soltó una risa completamente silenciosa, sólo los gestos y la boca entreabierta.
– Paul, necesitas inyecciones intravenosas de sucedáneo de té.
– No me gustan los austríacos. Son demasiado retorcidos. Ese timador de Sigmund Freud era austríaco. Te juro que…
Se escuchó un ruido en la puerta y penetró en tromba la escueta figura de April Wood.
– ¿Te ha llamado el policía con el que charlamos ayer? -preguntó directamente a Bosch.
– ¿Félix Braun? No. ¿Por qué?
– He dejado un mensaje en su contestador exigiéndole que nos llame de inmediato. Sus hombres encontraron la furgoneta esta madrugada, pero no nos dijeron nada. Me he enterado gracias a nuestros pajaritos. Ah, hola, Paul. Qué bien que hayas venido. Podremos reírnos todos juntos.
– ¿La furgoneta? -dijo Benoit-. ¿Y Díaz?
– Ni rastro.
Ambos hombres recibieron la noticia con gestos de preocupación. Durante un momento sólo se escuchó el diálogo que De Baas mantenía con la flor púrpura. Un agente acercó una silla. Wood dejó caer en ella su mínima anatomía y cruzó las piernas revelando unos pantalones de jinete y unas botas de cuero de punta afilada. Su delgado cuello asomaba tres palmos por encima de los hombros envuelto en un pañuelo de seda púrpura. La tarjeta roja de la solapa hacía juego con el pañuelo. Parecía un muchachito guapo, un afeminado hijo de papá al que acabaran de expulsar por tercera o cuarta vez de la universidad. Su presencia tenía algo que provocaba desazón: no estaba en su postura al sentarse, ni en el rictus de sus labios, ni en su manera de mirar (aunque a Bosch le gustaba más su perfil que sus ojos directos), ni en su vestimenta llamativa. Por separado, todos los elementos de los que Wood se componía resultaban atractivos: era el conjunto lo que los tornaba desagradables.
– ¿Quieres un poco de sucedáneo de té? -ofreció Benoit señalando la Mesilla.
– No, gracias, Paul. Tómatelo tú, te va a hacer falta. Porque ahora viene lo más gracioso.
Bosch y Benoit la miraron.
– La furgoneta se encontraba a cuarenta kilómetros al norte de la zona en que hallaron el cuadro, oculta entre los árboles. El localizador estaba desactivado, como suponíamos. En la parte trasera había un plástico ensangrentado. Quizá lo usó para envolver la obra después de hacerla trizas y poder así arrastrarla por la hierba sin mancharse. Y en la vereda había huellas de otros neumáticos, al parecer un turismo. Tenía otro coche esperándolo ahí, claro. El señor Don Listo lo ha planeado todo muy bien.
– Me duele, señor De Baas. Digamos que me duele. Puedo soportarlo, pero me duele.
Era la voz de Orquídea imaginaria. Se hallaba en el gimnasio para lienzos del Museumsquartier adoptando una posición clásica de tensión: de pie, doblada sobre sí misma, con las manos en las pantorrillas y la cabeza entre las corvas. Para filmar su rostro, la cámara tenía que situarse a su espalda casi a ras del suelo. Por supuesto, la cara de Orquídea aparecía al revés en la pantalla.
– Pero ¿te duele sólo cuando adoptas la postura, Shirley? -preguntó De Baas.
Benoit no miraba hacia los monitores sino a Wood. Parecía repentinamente irritado.
– April, ¿dónde se ha metido Díaz, por el amor de Dios? Ese tipo es un simple empleado de custodia. ¡No puede haber montado un plan de ese calibre! ¿Dónde está Óscar Díaz?
– Haz girar un globo terráqueo y pon un dedo, Paul. A lo mejor aciertas.
– No me sientan bien las bromas últimamente, te lo advierto.
– No es una broma. Desde que destrozó el cuadro hasta que comenzamos a buscarlo pasaron varias horas. Si tenemos en cuenta que disponía de otro coche y si añadimos documentación falsa, puede estar en cualquier sitio del planeta.
– Ay, ahora mismo el dolor es… uf…
– No lo aguantes, Shirley. No trates de aguantarlo, porque no vamos a poder saber cuánto te duele… Estoy notando el esfuerzo que haces… Déjate llevar. Expresa el dolor que sientes…
– Tenemos que encontrar a esa colombiana -murmuró Benoit entre dientes.
– Eso parece más factible -dijo la señorita Wood-. Thea acaba de llamarme desde París. Nuestra querida Briseida Canchares está en casa de Roger Levin, el hijo mayor de Gastón.
– ¿El marchante? -Benoit se pasó una mano por el rostro-. Todo se complica cada vez más…
– Tengo que su-su-superarlo, se-se-señor De Ba-a-a-aas… So-so-soy un cuadro, se-se-seño-o-o-or De Ba-a-a-aaaaaas…
– No, no, no, Shirley. Eso es un error. No puedes superar tu dolor. Quiero que lo expreses… Vamos, Shirley, no lo aguantes más: grita si es preciso…
– Roger y la chica asisten esta noche a una de esas fiestas sorpresa que organizan los Roquentin para atraer clientes y comerciar con cuadros ilegales. Pero la sorpresa se la van a llevar cuando regresen a casa. -Wood miró su reloj-. Thea me llamará de un momento a otro.
– Grita, Shirley. Todo lo fuerte que puedas. Quiero oír cuánto te duele la espalda…
– N-n-n-n-n… N-n-n-n-n-n-n-nnnnnnn…
Bosch observaba los monitores. Un llanto seco arrugaba la frente del lienzo (estaba imprimada y carecía de lágrimas). Sus rodillas, al lado de la cara, temblaban. Benoit y Wood eran las únicas personas de la habitación que no prestaban atención a lo que ocurría en las pantallas. La Mesilla tampoco miraba, pero la Mesilla era un adorno.
– April: asústala lo suficiente -indicó Benoit-. A ella y al imbécil del hijo de Levin, si es preciso.
Wood asintió.
– Tenemos previsto asustarlos tanto que se harán pipí encima, Paul.
– ¿Romberg está en Viena?
– Romberg está en Checoslovaquia por el asunto de las copias falsas. La semana pasada localizamos un boceto espurio de una de las figuras de Pareja y le quitamos las ganas de seguir participando en falsificaciones. No creo que nos denuncie, pero el asunto es delicado.
– ¿No lo ves, Shirley? ¡Te duele demasiado! Voy a contar hasta tres. Entonces lanzarás un grito, ¿de acuerdo…?
– April, deja las copias falsas por el momento. Este tema es prioritario.
– ¿Desde cuándo eres también el director de Seguridad, Paul?
– No es eso, April, no es eso…
– ¡Con todas tus fuerzas…! Un verdadero aullido, Shirley…
– La policía austríaca está buscando a Díaz hasta debajo de la alfombra del ministro del Interior -dijo Wood-. No creo que sea necesario invertir más hombres y dinero en un trabajo que ellos pueden hacer por nosotros. El hecho de que los perros nos traigan la presa no quiere decir que los cazadores sean ellos, Paul.
– Dos…
– De acuerdo, hagámoslo a tu modo, April. Sólo quiero…
– ¡Tres!
– ¡¡Aaaaaaaaa AAAAAAHHHH…!!
Era extraño y fascinante ver un rostro gritando cabeza abajo: en la cúspide, bajo una frente piramidal y minúscula, un enorme ojo ciego con un tentáculo rosa; en la base, dos brechas apretadas entre arrugas. Salvo la Mesilla, todo el mundo se llevó las manos a los oídos.
– ¡Mierda, Willy! -exclamó Benoit-. ¿No puedes ponerle un bozal a esa imbécil? ¡Así es imposible hablar!
Willy de Baas se apartó del micrófono y desconectó el sonido de los altavoces.
– Lo siento, Paul. Es Shirley Carloni. En abril se tronchó y la operamos, ¿recuerdas? Pero no quedó bien.
Bosch recordó que aquella expresión -«troncharse»- se había hecho popular entre los miembros del equipo de Conservación de «Flores». Servía para designar el problema más grave que podían sufrir las obras: las lesiones de columna.
– Retírala una semana, suspende los flexibilizadores, aumenta los analgésicos y llama a los cirujanos -dijo Benoit.
– Es lo que pensaba hacer.
– Pues hazlo, y baja el volumen de tu magnífico altavoz, por favor… ¿Qué iba diciendo…? April: no quiero supervisar tu trabajo, no te confundas. Sabes hasta qué punto confiamos en ti. Pero este problema es… digamos… un tanto especial. Ese cabrón no ha destruido a una adolescente, sino a un patrimonio de la humanidad.
– Me hago cargo, Paul -dijo Wood con una sonrisa.
– Te haces cargo, muy bien, yo también me hago cargo. Todos nos hacemos cargo en esta artística empresa, April. Podemos decirle eso a las compañías de seguros, si quieres: «Nos hacemos cargo». También podemos decírselo a nuestros inversores y clientes particulares: «No se preocupen, nos hacemos cargo». Después les organizamos una cena en un salón decorado con diez desnudos de Rayback y cincuenta bellos adornos haciendo de mesas, floreros y sillas al estilo Stein, los dejamos boquiabiertos y les pedimos más dinero. Pero ellos nos dirán, y con razón: «Vuestros decorados son sublimes, pero si un agente de vuestro equipo de vigilancia puede destruir una obra valiosa impunemente, ¿quién querrá asegurar más obras en el futuro? ¿Y quién pagará por poseerlas?».
Benoit gesticulaba sosteniendo la taza vacía. La Mesilla llevaba cierto tiempo esperando a que depositara la taza sobre la tabla, pero Benoit, distraído, no se daba cuenta. El adorno no decía ni hacía nada: sólo aguardaba sentada sobre sus talones, concentrada en el equilibrio. Su vientre, al respirar, hacía oscilar la tetera. Observando la escena, a Bosch le entraron unas insólitas ganas de reír.
– Esta empresa está montada sobre la belleza -decía Benoit-, pero la belleza no es nada sin el poder. Imagínate a todos los esclavos muertos y al faraón teniendo que transportar él solo los pedruscos…
– Se troncharía -dijo Bosch con buen humor.
– El arte no es otra cosa que poder -sentenció Benoit-. Se ha abierto una brecha en la fortaleza, April, y tú eres la encargada de cerrarla.
Por fin pareció percatarse de la taza y, con un rápido ademán, la depositó sobre la Mesilla, que se incorporó con agilidad.
En ese instante, el color de la habitación, como la llegada de una nube de tormenta, se deslizó por el espectro hacia un púrpura más profundo.
– Quiero saber qué le sucede a Annek -se escuchó en inglés de Harlem.
Todos se volvieron hacia las pantallas sabiendo que era Sally antes de verla. Se apoyaba en uno de los plintos del gimnasio para lienzos y la cámara la filmaba hasta la mitad de los muslos. Vestía camiseta y pantalones cortos. Los pantalones se le hundían en las ingles. Se había desprendido la pintura con disolventes, pero aun así su piel de ébano seguía mostrando destellos en púrpura oscuro. La etiqueta del cuello era una excepción amarilla atrapada entre los pechos.
– No me creo lo de la gripe… La única causa de retirada de un cuadro en esta puta colección es troncharse, y si papá Willy me está oyendo, que se atreva a negarlo…
Willy de Baas había desconectado los micrófonos y hablaba apresuradamente con Benoit.
– Les hemos contado a los cuadros que Annek tiene gripe, Paul.
– Joder -masculló Benoit.
Sally no dejaba de sonreír mientras hablaba. De hecho, parecía feliz. Bosch supuso que estaría drogada.
– Mira mi piel, papá Willy: mira mis brazos, y aquí, en el vientre… Si apagas las luces, me podrás ver todavía. Mi piel es una frambuesa pasada de fecha. Me la miro y me dan ganas de comer ciruelas. Llevo así desde el año pasado y no me han retirado ni una sola vez. O te tronchas, o te exhibes, no hay gripe que valga. Pero ni Annek ni yo podemos troncharnos, ¿no es verdad…? Nuestras posturas con la espalda erguida son más cómodas que las de la mayoría. Eso es una suerte, lo dicen todos. ¡Menuda suerte!, dicen… Yo digo: según se mire… A los demás cuadros los sacan en camilla cuando termina la jornada, es verdad… A nosotras, en cambio, nos envidian porque podemos caminar sin dolor de espalda y no necesitamos implantes de flexibilizadores que hacen que te puedas pegar en la espinilla con el pie del mismo lado, ¿no, papá Willy…? Pero eso también nos margina, ya que no pertenecemos al grupo de tronchados oficiales… De modo que no me engañéis. ¿Qué tiene Annek? ¿Por qué la habéis retirado?
– Joder -volvió a decir Benoit.
– Puede armar una buena -dijo De Baas con el cuello torcido hacia Benoit.
– Va a armar una buena -precisó uno de sus ayudantes.
– ¿Qué ocurre, papá Willy…? ¿Por qué no respondes…?
Benoit soltó una maldición, indignado, y se puso en pie.
– Déjame que intervenga yo, Willy. ¿Por qué le dijiste esa estupidez de la gripe?
– ¿Qué íbamos a decirle?
– ¿Papá Willy? ¿Estás ahí…?
Benoit se acercaba con pasitos rápidos a De Baas al tiempo que seguía hablando.
– Es un cuadro de treinta millones de dólares, Willy. Treinta kilos y un mantenimiento mensual que prefiero callarme… -Cogió el micrófono que le tendía De Baas-. Y se ha vuelto insustituible: el propietario la quiere a ella. Hay que actuar con delicadeza…
Repentinamente, la voz de Benoit se hizo maravillosa.
– ¿Sally? Soy Paul Benoit.
– Guau. -Sally sacó los pulgares del pantalón y colocó ambas manos en la cintura-. El abuelito Paul en persona… Cuánto honor, abuelito Paul… El abuelito Paul es el que siempre se pone al teléfono cuando se trata de rectificar, ¿no es verdad…?
«Está drogada, seguro», pensaba Bosch. Sally arrastraba las frases y dejaba los abultados labios entreabiertos durante las pausas. A Bosch le parecía uno de los lienzos más bellos de toda la colección.
– En efecto -dijo Benoit en tono simpático-. En esta casa funcionamos así: a Willy le pagan menos que a mí, y por lo tanto dice más tonterías. Pero ahora ha sido pura casualidad. Estoy de paso por Viena, y me ha apetecido venir a veros.
– Pues no entres en el gimnasio, abuelito, es un consejo. Algunas flores se han vuelto carnívoras. Dicen que cuidas mejor a los perros que tienes en Normandía que a nosotras.
– No te creo, no te creo. Eres muy mala, Sally.
– ¿Qué le ha pasado a Annek, abuelito? Dime la verdad, para variar.
– Annek está bien -contestó Benoit-. Lo que ocurre es que el Maestro ha decidido retirarla unas cuantas semanas para perfilar algunos detalles.
La excusa era absurda, pero Bosch sabía que Benoit tenía mucha experiencia engañando a los cuadros.
– ¿Para perfilar…? ¡No jodas, abuelito! ¿Crees que soy idiota…? El Maestro la terminó hace dos años… Si la ha retirado será porque quiere sustituirla…
– No te enfades, Sally, es lo que me han contado a mí. Y a mí suelen contarme la verdad. No va a haber ninguna sustituía para Desfloración hasta dentro de dos años. El Maestro se la ha llevado a Edenburg para corregir algunos detalles del color del cuerpo, eso es todo. En teoría, puede hacerlo: Desfloración aún no ha sido vendida.
– ¿Es verdad lo que me estás diciendo, abuelito?
– A ti no podría mentirte, Sally. ¿Acaso Hoffmann no hace lo mismo contigo? ¿No te retoca el púrpura cada dos por tres?
– Es cierto.
– Se lo está tragando… -susurró uno de los ayudantes, admirado-. ¡Se lo está tragando! -De Baas siseó para hacerle callar.
– ¿Por qué no nos habéis dicho la verdad desde el principio, abuelito? ¿A qué ha venido eso de la «gripe»…?
– ¿Y qué íbamos a decir? ¿Que uno de los cuadros más valiosos de Bruno van Tysch aún no está terminado? No hace falta que te diga, Sally, que esto debe quedar entre tú y yo, ¿de acuerdo?
– Guardaré el secreto. -Sally se detuvo un instante y algo en su expresión cambió. De repente, Bosch dejó de pensar en obras de arte y contempló en la pantalla a una joven solitaria y temerosa-. En fin, supongo que ya no veré a esa pobre niña durante una buena temporada… Me da un poco de lástima, abuelito. Annek es una criatura, no tiene a nadie… Creo que le he cogido cariño porque yo también me siento sola… ¿Sabes que la había invitado a pasear este lunes por el Prater…? Pensé que eso podría ayudarla…
– Y la ayudaste, Sally, estoy seguro. Ahora, Annek se siente mejor.
«Cinismo tres veces al día después de las comidas», pensó Bosch.
– ¿Cuándo regreso a casa del señor P?
Bosch recordó que Tulipán púrpura había sido adquirida hacía casi quince años por un individuo llamado Perlman. Se trataba de uno de los clientes más apreciados por la Fundación. Sally era la décima sustituta del cuadro. Todas sus predecesoras y ella llamaban a Perlman «el señor P». Últimamente, el señor P parecía haberse encaprichado con Sally y exigía que no la sustituyeran a finales de año. Como pagaba un mantenimiento astronómico por la obra, sus deseos eran órdenes. Además, Perlman había cedido amablemente su Tulipán para aquella gira europea, de modo que era preciso devolverle el favor.
– El más indicado para informarte acerca de ese aspecto es Willy. Te paso con él. Y ánimo.
– Gracias, abuelito.
Mientras De Baas proseguía con la conversación, Benoit pareció despojarse de una máscara a la fría luz violeta de las paredes. Extrajo un pañuelo de la chaqueta y se secó el sudor al tiempo que daba rienda suelta a sus nervios.
– Estoy harto de estos puñeteros cuadros, pueden creerme… Niñatas y niñatos de mierda, elevados a la categoría de obras de arte… -Y deformó la voz, imitando el acento de Sally-: «Yo también me siento sola…». ¡La han sacado de un barrio de negros, cobra más en un mes que todo lo que yo ganaba en un año cuando tenía su edad y todavía dice que se siente «sola…»! ¡Estúpida!
Una única risilla de mosquito satisfecho celebró sus palabras: era la señorita Wood. Ninguna broma en ningún idioma lograba eso con Wood, pero Bosch la había visto más de una vez reírse así cuando alguien manifestaba su amargura.
– Ha estado soberbio, jefe -dijo un ayudante elevando el pulgar hacia Benoit.
– Gracias. Y no volváis con más excusas sobre gripes, por favor. Hay que ser muy delicado con estos lienzos para mantenerlos en buenas condiciones, muy sutiles. Están drogados, pero son listos. Si los sustituyéramos antes, ahorraríamos en mantenimiento. Desde luego, prefiero mantener los «Monstruos». -Hizo una pausa y resopló-. De un tiempo a esta parte, el arte se ha vuelto una locura…
– Por suerte tenemos al «abuelito Paul» para restaurar todos los cuadros -dijo Wood.
Benoit fingió no haberla oído. Se dirigió a la puerta, pero se detuvo a medio camino.
– Debo irme. Me crean o no, esta madrugada tengo un concierto privado en el Hofburg. Reunión de alto nivel. Estaremos cuatro políticos austríacos y yo. Un contratenor de dieciocho años cantará La bella molinera. Si al menos pudiera librarme de ese concierto, sería feliz. -Y agitó un índice en el aire-. Por favor, April: resultados.
Siguió agitando el dedo un rato sin añadir nada más. Después salió.
El teléfono móvil de la señorita Wood comenzó a repicar.
– Ya tenemos a la colombiana -le dijo a Bosch cuando colgó.
Ambos salieron apresuradamente de la habitación color violeta.
Color carne. Veía una figura en color carne repartida por los cinco espejos mientras realizaba sus ejercicios de lienzo sobre el tatami. Eran ejercicios extraños, característicos de un cuadro profesional: se arqueaba, rodaba sobre sí misma, se erguía inmóvil de puntillas. Luego se duchó, consumió un desayuno vegetariano, se pintó cejas, pestañas y labios y eligió un traje de algodón con cremallera, cinturón de hebilla y pantalones, todo en color crudo. El crudo y el beige claro le sentaban muy bien a su desnudez pálida y a su pelo rubio casi platino. Entonces marcó el número de teléfono de Gertrude, la galerista de GS, y dejó un mensaje en su contestador. Le resultaba imposible, le dijo, ir a exhibirse ese día debido a un compromiso urgente. Ya volvería a llamarla. Sabía que la alemana pondría el grito en el cielo, pero no le importaba lo más mínimo. Cogió el bolso y las llaves del coche y se marchó.
Encontró el sitio fácilmente. La plaza Desiderio Gaos estaba en Mar de Cristal y era un ruedo vacío sitiado de edificios nuevos y simétricos en ladrillos color rosa. El único lugar sin número correspondía con un bloque de oficinas de ocho plantas. No había letreros de ninguna clase en las puertas de metacrilato de la entrada. Llamó al timbre y recibió un zumbido como respuesta. Empujó una de las hojas de la puerta y se introdujo en un vestíbulo espacioso y aséptico con olor a piel de tapicería. Aquí y allá, mesas con folletos y tresillos carnosos. Las paredes estaban desnudas y tersas como ella misma bajo el vestido. El suelo parecía resbaladizo. No había nadie. O sí. En el centro se erguía un mostrador de recepción, y en el centro de éste, una cabeza. Clara fue acercándose hacia aquella cabeza. Era una mujer joven. Tenía un peinado llamativo pero lo más curioso era la pinza con la que coronaba sus cabellos: una pequeña mano de plástico abierta en garra; por entre los dedos brotaban los mechones. Su maquillaje era cuantioso y los ojos estaban casi ocultos en beige.
– Buenos días.
– Buenos días. Me llamo Clara Reyes. Tengo cita con el señor Friedman.
– Sí.
La chica se levantó y salió del mostrador soltando una andanada de perfume y desvelando una pieza en crespón de China resplandeciente, zapatos de plataforma y una gargantilla de terciopelo. Clara pensó en la posibilidad de que fuera un adorno, pero no vio etiquetas en sus muñecas ni tobillos.
– Por aquí.
Penetraron en un breve corredor. El suelo estaba enmoquetado con delicadeza, por lo que los pasos dejaron de resonar y hubo un repentino hilo de silencio mientras avanzaban. Nueva puerta. Suaves golpecitos. Apertura. Un despacho de paredes en tono rosa-bebé-saludable. Orquídeas frescas en un rincón. El señor Friedman estaba de pie en medio de aquel mundo pacífico. Dos asientos blancos yacían a ambos lados del escritorio, uno de ellos sin respaldo, pero Friedman no le ofreció ninguno. Tampoco la saludó, ni sonrió, ni dijo ni hizo nada. El silencio era brutal como el de las malas noticias. Cuando la muchacha los dejó solos, Clara y Friedman se observaron mutuamente.
Era un tipo extraño. Vestía un traje pulcro de hilo de estambre, corbata de seda y camisa de cuello italiano, todo un tono más oscuro que el conjunto de Clara. Pero su fisonomía estaba mal dibujada: la mitad de la cara no se correspondía con la otra mitad. A Dios le había temblado el pulso el día en que encajó aquel semblante. Permanecía tan quieto y callado que Clara llegó a creer que se trataba de un retrato en cerublastina de Friedman, y que éste no iba a tardar en aparecer de repente por alguna puerta. Pero entonces se movió. Giró sobre sí mismo y, en un revuelo de paloma, cogió el papel y el bolígrafo que había sobre el escritorio y que su cuerpo había ocultado hasta ese instante. Pinzó el papel con dos dedos flacos y lo elevó a la altura del hombro.
– Empecemos por esto. Léalo detenidamente. Son seis cláusulas y viene a su nombre. Si está de acuerdo, firme. Si no, lárguese. Si tiene alguna duda, pregunte. ¿Ha comprendido?
– Perfectamente, gracias.
Estaban separados por tres metros de distancia, pero Friedman no hizo amago de acercarse. Siguió de pie junto al escritorio enarbolando el papel. Clara pensó en el entrenador de un delfín sosteniendo el pececillo frente a su mascota. Lanzó un suspiro, avanzó hacia Friedman y cogió el papel. Luego se apartó para leerlo.
Era una especie de contrato. El membrete traía un dibujo: una mano sobre un muslo, un pie sobre la mano, un codo sobre el pie, formando todo una estrella en beige claro. Lo reconoció de inmediato. Era el logotipo de F &W, uno de los mejores talleres de imprimación del mundo junto con Leonardo y Double I. Ella ignoraba que tuvieran sede en España, y a juzgar por el novísimo aspecto del edificio quizás acababan de instalarse.
Recibió un impacto de pura felicidad. Nunca la habían imprimado en F &W (ni en Leonardo, ni en Double I) porque costaba muy caro y la mayoría de los artistas que la habían pintado no habrían podido permitirse ese dispendio. Chalboux y Brentano sí, pero ellos poseían sus propias casas de imprimación. Vicky la había hecho imprimar una sola vez para la acción La reina blanca con la casa española Crisálida. Gamaio también había usado Crisálida. Los demás habían optado por pintarla sin imprimar. Sin embargo, la imprimación era fundamental cuando se pretendía crear una obra de gran calidad. El hecho de que el artista que la contrataba hubiese elegido F &W reafirmó aún más su convicción de que se trataba de alguien muy importante.
Seis cláusulas, las típicas de cualquier taller de imprimación. Ella era el lienzo, Clara Reyes Pijuán, con el número de orden en la clasificación internacional de lienzos tal y cual. F &W era la imprimadora. La imprimadora no aceptará responsabilidades derivadas de la actuación negligente del lienzo. El lienzo se someterá a todas las pruebas que la imprimadora considere oportunas. El lienzo queda advertido de que algunas pruebas entrañan riesgo físico y/o síquico, o pueden resultar ofensivas para su ética, costumbres o educación. La imprimadora considerará al lienzo como «material artístico» a todos los efectos. Quedan excluidas de esta consideración las cosas relacionadas con el lienzo pero que no son el lienzo, como su ropa, casa, familiares y amigos. Sin embargo, todo aquello que sí es el lienzo entra dentro de esta consideración: su cuerpo y todo cuanto éste alberga. El lienzo será asegurado antes de comenzar la imprimación. Abajo, dos epígrafes. Friedman había firmado por parte de «La imprimadora». Clara cogió el bolígrafo, se apoyó en la mesa y dirigió la punta hacia el espacio vacío de «El lienzo». Pero cuando rozó el papel, Friedman, sorprendentemente, la detuvo.
– Me gustaría que supiera que el artista nos ha otorgado el derecho a rechazar el material si, a nuestro juicio, no alcanza cierto nivel de calidad.
– No entiendo.
El rostro desequilibrado de Friedman mostró impaciencia.
– Se supone que tiene que escucharme.
– Perdone -dijo Clara.
– Lo diré con otras palabras. Más sencillas. Apropiadas para usted.
– Gracias.
Clara no se alteraba. Sabía que Friedman la trataría con absoluto desprecio por pura deformación profesional: los imprimadores no veían a los lienzos como personas, sino como simples objetos con orificios y formas sobre los que poder trabajar.
– La imprimación va a ser dura. Si usted no responde a nuestro grado de calidad, la rechazaremos.
– Ya.
– Piénselo. -Friedman dejó deslizar sus ojos vacuos por los delgados brazos de Clara, enfundados en el traje-. No parece muy resistente. Su complexión es demasiado fina. ¿Por qué va a perder su tiempo y hacérnoslo perder a nosotros?
– Me he sometido a imprimaciones muy duras. El año pasado, con Brentano…
Friedman la cortó con una mueca torcida.
– Esto no tiene nada que ver con la escuela de Venecia, la «extimidad» o los cuadros manchados… Aquí no va a haber capuchas de cuero, látigos o grilletes, lo siento por usted. Esto es un taller de imprimación profesional. -Parecía ofendido-. Sólo aceptamos material de primera. Incluso aunque firme ahora este documento, podemos rechazarla mañana, pasado mañana o dentro de cinco minutos. Podemos rechazarla cuando se nos antoje, sin darle explicaciones. Tal vez la hagamos pasar por todo el proceso de imprimación y luego la rechacemos.
– Comprendo -dijo Clara con calma.
Pero estaba disimulando. En realidad, temblaba hasta la médula de los huesos. Sin embargo, no era miedo o rabia lo que sentía sino deseos de enfrentarse a las amenazas de Friedman. El desafío la estimulaba. Su excitación era tal que creyó que Friedman lo notaría.
Hubo una pausa.
– Mejor no firme -dijo Friedman-. Es un consejo.
Clara bajó la vista hacia el papel.
El bolígrafo trazó un arabesco.
Friedman torció su asimétrico rostro en un gesto extraño (¿se alegraba?, ¿le fastidiaba?). En verdad, era uno de los tipos más feos que Clara había visto en su vida. Sin embargo, en aquel momento ella lo encontraba investido de una especie de misterioso atractivo.
– No diga después que no la avisamos.
– No lo diré.
– Siéntese.
Clara ocupó el asiento sin respaldo y Friedman se acodó en el escritorio. Su acento era neutro, como si no fuera español pero tampoco extranjero, como si no fuera de ninguna parte discernible o bien lo fuera de todas. Pronunciaba el castellano con nitidez de ordenador. No sonreía, y sin embargo no se mostraba completamente serio.
– Son las nueve y cuarto -dijo sin consultar ningún reloj-. A partir de este momento dispone de ocho horas para organizar su vida como prefiera. A las cinco y cuarto tiene que presentarse de nuevo en este edificio. Puede ducharse previamente pero no se maquille, no se unte cremas ni se eche perfume. Y venga vestida como le apetezca, pero le advierto que toda la ropa y los objetos que lleve encima serán destruidos.
– ¿Destruidos?
– Es una norma de F &W. No queremos responsabilizarnos de ningún artículo de su propiedad, porque después vienen las reclamaciones. F &W no la compensará económicamente por la ropa o los objetos que pierda, de modo que no traiga nada de valor. Mejor dicho: traiga cualquier cosa que no le importe perder. ¿Me he explicado con claridad?
– Sí.
– El resto, es decir, usted, será fotografiado y filmado con el fin de establecer una póliza de seguros. Una vez concluido este trámite, su cuerpo pasará a ser un material de F &W hasta que finalice la imprimación. No podrá regresar a su casa, no podrá ir a ningún sitio, no podrá comunicarse con nadie. Si todo va bien, el proceso terminará dentro de tres días. Entonces, siempre que su calidad nos parezca óptima, la entregaremos al artista. Si no, le quitaremos la imprimación y la devolveremos a casa.
– De acuerdo.
– Si usted se salta las normas, si expresa sus opiniones, sus deseos particulares, si pone cualquier obstáculo a la imprimación o si actúa por su cuenta, consideraremos anulado el contrato.
– ¿Quiere decir que no voy a poder hablar?
– Quiero decir -replicó Friedman con placentera lentitud- que si continúa haciendo preguntas voy a anular el contrato.
Clara guardó silencio.
– No admitiremos preguntas, opiniones, deseos o reservas por parte de usted. Usted es el lienzo. Un artista necesita partir de cero con un lienzo para crear una obra perdurable. En F &W nos especializamos en convertir a los lienzos en cero. Supongo que me he explicado.
– Perfectamente.
– Solemos trabajar por fases -siguió diciendo Friedman-. Habrá cuatro fases: cutánea, muscular, visceral y mental, cada una dirigida por los especialistas correspondientes. Yo me encargaré de la primera. Comprobaré el estado de las diferentes capas de su piel, la prominencia de las máculas naturales y extranaturales, las durezas y descamaciones. Me cercioraré de que puede ser pintada por dentro. ¿La han pintado por dentro alguna vez?
Clara asintió.
– El fondo de las retinas con lápiz óptico y el interior de la boca -dijo-. Y, por supuesto, el ombligo, la vulva y el ano -agregó.
– ¿Bajo las uñas?
– No.
– ¿Los oídos? No me refiero a la oreja, sino al conducto auditivo.
– No.
– ¿Las fosas nasales?
– Tampoco.
– ¿El envés de los párpados?
– No.
– ¿Por qué sonríe?
– Perdone, pero no puedo imaginar por qué se necesita pintar un oído o el interior de una nariz…
– Eso revela poca experiencia -dijo Friedman-. Le pondré un ejemplo. Un exterior nocturno, todo el cuerpo pintado de negro y gotas de rojo fosforescente extra-intenso en los tímpanos, fosas nasales, envés de los párpados y uretra para provocar el efecto de que el modelo está ardiendo por dentro.
Era cierto, y le molestó haber mostrado aquella ignorancia.
– Vagina, uretra, recto, sacos lacrimales, retinas, bulbos pilosos, glándulas sudoríparas -enumeró Friedman-. Cualquier lugar del cuerpo de un lienzo puede ser pintado. Las modernas técnicas permiten también horadar el interior de los dientes, pintar las raíces y luego, cuando el lienzo es sustituido, reparar los desperfectos. Un cuerpo puede convertirse en collage. En los art-shocks muy violentos a veces se pintan las venas y la sangre para que, al saltar durante una amputación, produzcan un bonito efecto. Y en las etapas finales de un cuadro manchado pueden pintarse las vísceras tras ser extirpadas, o incluso mientras lo son: el cerebro, el hígado, los pulmones, el corazón, las mamas, los testículos, el útero y el feto que pueda contener. ¿Lo sabía?
– Sí -susurró Clara, reprimiendo un escalofrío-. Pero nunca he hecho nada de eso.
– Ya lo sé, pero ignoramos lo que va a hacer este artista con usted. Tenemos que prepararnos para todo, esperarlo todo, ofrecerlo todo. ¿Me explico?
– Sí.
A Clara le costaba respirar. Mantenía la boca abierta y sus mejillas desteñidas por disolventes habían enrojecido. Las posibilidades que invocaba Friedman no le parecían más espantosas que su decisión personal de aceptarlas, de dejarse hacer todo lo que el artista quisiera hacer con ella. La clave estaba, sin duda, en la genialidad. Alguien le había dicho alguna vez que Picasso era tan genial que podía hacer cualquier cosa. Clara estaba segura de que frente a un Picasso se dejaría hacer exactamente cualquier cosa.
Lo pensó un poco más. ¿Cualquier cosa?
Sí. Sin paliativos.
Pero el artista quizá tendría que ser un poco mejor que Picasso.
– ¿Se está arrepintiendo ya de haber firmado? -preguntó Friedman, interpretando mal su expresión.
– No.
Por un instante hubo un cruce de miradas entre el imprimador y el lienzo.
– Si tiene alguna pregunta, hágala ahora.
– ¿Qué artista me va a pintar?
– No puedo decírselo. ¿Más preguntas?
– No.
– Pues la esperamos aquí a las cinco y cuarto en punto.
Ocho horas para organizar la vida son casi demasiadas, pensó Clara. Su vida, al menos, era muy sencilla: consistía en trabajo y ocio. Sólo tenía que llamar a Bassan para resolver el primer aspecto; en cuanto al segundo, lo solucionaría llamando a Jorge. Por si fuera poco, cuando regresó a casa descubrió que Bassan le había dejado un mensaje en el contestador. No parecía muy serio pero tampoco empleaba el tono afectuoso de siempre. Gertrude le había telefoneado para informarle de que Clara no pensaba exhibirse aquel día y el pintor le pedía explicaciones. «A mí me parece bien todo lo que hagas, Clarita, pero avísame con tiempo.» Ella podía comprender que le hubiera causado un trastorno, pero le irritaba un poco aquella reconvención. Lo llamó a su teléfono de Barcelona y halló un contestador.
– Alex -le dijo al silencio-, soy Clara. Me ha surgido algo importante y no voy a poder seguir con Muchacha ante el espejo, lo siento. De todas formas, ya sólo nos quedaba una semana en GS. Además, creo recordar que tenías una sustituta por ahí… De verdad, lamento los problemas que pueda ocasionarte pero no tengo más remedio. Un abrazo.
Luego planeó la llamada de Jorge. Cuando estuvo segura de lo que iba a decir, marcó el número de su móvil. Pero respondió su buzón de voz. Le pareció que la vida se había convertido de repente en un diálogo entre el silencio y ella. Decidió dejar otro mensaje.
– Jorge, soy Clara. Voy a estar fuera durante unos días por un trabajo que me ha surgido. -Una pausa-. Parece muy bueno. -Una pausa-. Buenísimo. Ya te llamaré en otro momento, si es posible. Un beso.
Eran poco más de las diez y media y los ojos le pesaban como losas. Descolgó el supletorio de su dormitorio, se desvistió y se arrojó sobre las sábanas. Necesitaba completar su breve sueño nocturno. Ajustó el despertador electrónico para que sonara a las dos de la tarde y se quedó dormida de inmediato. No soñó con Alberca ni con su padre, sino con un cuadro de exterior que había pintado con ella Gutiérrez Reguero tres años antes, El árbol de la ciencia. Pero olvidó todo lo relacionado con aquel sueño al despertar. Se levantó, corrió hacia el baño y se entregó al granizo de la ducha. Tal como le habían indicado, no usó ninguna crema después. Se miró el cuerpo desnudo en el espejo y se despidió de él: sabía que era la última vez que lo vería al natural. Luego, envuelta en un albornoz, se dirigió al comedor, puso un compacto de jazz muy suave y se dejó mecer por la oscura melodía mientras visitaba los armarios.
El problema consistía en que todo lo que tenía le gustaba.
Comprar ropa y complementos era una de sus mayores aficiones. El anuncio que le había hecho Friedman de que todo lo que llevara sería destruido parecía una tarea muy sencilla de afrontar, pero ahora, frente a la realidad de su hermoso y carísimo vestuario, titubeaba. Había cosas de Yamamoto, Stern, Cessare, Armani, Balmain, Chanel… Y no era tanto el dinero que le había costado como el placer de aquella suavidad de carnes tejidas. Cada vestido, cada conjunto, tenía una personalidad diferente para ella. Eran como nuevos y dulces amigos. No podía hacerles eso.
¿Y si optaba por el chándal con el que iba al trabajo? Sin embargo, al contemplarlo allí, plano y obediente sobre la cama, con las mangas vacías esperando su presencia para abrazarla, comprendió que sería como condenar al perro viejo y fiel de la familia a una muerte inesperada.
Nada que hacer en los armarios, pues. Se subió a una silla y registró los altillos. Para su desgracia, solía deshacerse de toda la ropa antigua. Pero atesoraba algunas cosas de invierno, y lo primero que encontró fue un traje de terciopelo oscuro y un jersey de cuello vuelto color carne.
Recordó la primera vez que había usado aquel conjunto. La textura gatuna del terciopelo convocó un fantasma súbito.
Vicky.
Vicky era joven, apenas un año mayor que Clara, bonita, delgada, de cabellos pajizos cortos, drogadicta y genial. En poco tiempo se había convertido en la pintora hiperdramática más importante de España. Una beca le había permitido ampliar sus estudios en Inglaterra con Rayback y en la Fundación Van Tysch de Amsterdam con Jacob Stein. Incluso había recibido el oráculo de labios del mismísimo Maestro en persona. No sólo admitía su lesbianismo: lo hacía ondear como un estandarte. En sus obras denunciaba la marginación de los homosexuales o se reía de las mujeres y hombres reprimidos «por una sociedad clasista, romana y vaticana, una parodia delo que alguna vez pretendieron crear los griegos». Sus dos grandes amantes habían sido anglosajonas, dos rutilantes y hermosos cuadros, Shannon Coller y Cynthia Bergmann. A principios de 2004 eligió a Clara para un interior de pareja con Yoli Ribó que pensaba titular Siéntate. La tarde en que se conocieron era grisácea y gélida. Clara escogió aquel traje de terciopelo recién comprado para visitar a la artista en su chalet de Las Rozas. Vicky la recibió en mangas de camisa, sucia de colores, y la hizo pasar a su estudio en la planta de arriba de la casa. Una esbelta y rubia boceto sobre la que había derramado latas enteras de pintura erguía su desnudez de puntillas en un rincón. La casa contaba con varios adornos ilegales, casi todos obscenos. Una Mesa masculina diseñada en Londres les sirvió té, pastas y cigarrillos de marihuana; un Juguete japonés, también masculino, con el cuerpo pintado de rojo de quinacridona, ofrecía cosas más excitantes, pero a Clara no le apetecía jugar con él, pese a que Vicky insistía en dejárselo.
– A mí no me va -le dijo Vicky-, pero es que me lo han regalado. Si quieres, quédatelo.
Antes de hablar de la obra, Vicky realizó uno de sus clásicos interrogatorios rápidos.
– ¿Qué signo eres?
– Aries -dijo Clara-. Nací el 16 de abril.
– Nos llevaremos mal. -Y desgarró el aire con sus uñitas pulcras-. Soy Leo.
Pero se llevaron bien, al menos al principio. Le contó el propósito que tenía en mente para Siéntate. Yoli y Clara estarían sentadas sobre un andamio a seis metros de altura, pintadas en crudo, en actitud amorosa. El cuadro era un encargo para una mansión de Provenza sobrecargada de obras. A Vicky se le había ocurrido la idea de destacar su pintura por encima de las demás situándola en el techo. Pasarían allí un mes y cabía la posibilidad de que se exhibieran de forma permanente. Ello requeriría mucho esfuerzo y un equipo de mantenimiento de gran calidad, pero conllevaría una verdadera fortuna para las tres. «Qué bien me vende la moto», pensó Clara. Aceptó el trabajo y comenzó a ser abocetada al día siguiente.
Dos semanas después de aquel primer encuentro, durante una de las sesiones, sucedió algo. Vicky la estaba silueteando y deslizaba con suavidad la mano embadurnada en pintura color crudo por el contorno de su muslo. Al llegar a la rodilla, Clara notó la diferencia de presión, el silencio extenso, la inmovilidad, el cosquilleo sobre la piel pintada.
– ¿Te gustan las mujeres, Clara? -preguntó Vicky de repente, con toda tranquilidad.
– Me gustan algunas mujeres -respondió Clara con idéntica calma.
Estaba desnuda, pintada a medias en varios tonos, sentada sobre sus talones en el estudio de Vicky. Vicky llevaba puesto su uniforme de trabajo: camisa sucia y desabrochada y pantalones de chándal.
La mano aún seguía en su rodilla.
– ¿Has tenido experiencias con mujeres?
– Ajá -dijo Clara-. Y con hombres -agregó.
No resultaba extraño en un lienzo, y ambas lo sabían. Para una pintura era sencillo amar a otro cuerpo, fuera cual fuese: las barreras se volvían borrosas, los límites se perdían.
– ¿Te acostarías conmigo? -preguntó Vicky entonces.
A Clara le gustó ese suave susurro y la armonía del rubor de Vicky que, por un instante, pintó mucho más su rostro que el de Clara.
– Sí -dijo.
Vicky la miró y siguió pintando. Su mano se movía con pulcritud distribuyendo el color crudo por el contorno de la rodilla. Clara nunca supo cuándo ocurrió. Un momento antes había arte, técnica y gesto de pintor; un momento después, sensación, jadeo, abrazo de amante. Y la pincelada, de súbito, se hizo caricia.
Más tarde, cuando la relación entre ambas ya era una realidad, Vicky le reprochó que hubiera respondido con tanta calma. Lo utilizaba en su contra cuando se enfadaba con ella. «Dijiste que sí como si te hubiera ofrecido hacer parapente por la noche. Dijiste que sí como si te hubiera invitado a conocer a un premio Nobel de Física. Venga, vamos a probar, dijiste. No había verdadero amor ni sinceridad en tu declaración.» «Verdadero amor, no -replicó Clara-; sinceridad, sí.» «No tienes sentimientos», sentenció Vicky. «Procuro disimularlos: soy una obra de arte», repuso Clara. Y agregó: «Y tú eres una artista y no puedes esconderlos. Incluso te los inventas si no los tienes». Siéntate fue exhibido en Provenza de forma permanente. Fue un período agotador: disponían de unas cuantas horas para descansar, comer y reponerse antes de regresar al andamio. Este lapso era variable, ya que estaba supeditado a la vida del comprador, las visitas que recibía o las fiestas que organizaba. El equipo de mantenimiento era muy bueno, pero pese a todo ambas figuras terminaron extenuadas. Sin embargo, la experiencia fue maravillosa para Clara. Ese mismo año, Vicky la pintó en cinco obras más, las primeras en pareja y el resto en solitario: El beso, Instante, Doble o nada, Ternuras y El vestido negro. Fuera del trabajo, su obsesión por Clara no cesaba: la llamaba por las mañanas, por las noches, lloraba en su hombro, le contaba intimidades repentinas sobre la frialdad de su padre (que era cirujano) o el desinterés de su madre (profesora de universidad) por su carrera de pintora. Según qué días, se consideraba «una mierdosa hija de papá» o la inmerecida víctima de «un matrimonio de pijos». Pero todo esto terminaba cuando se ponía a trabajar. En la cama podía ser una alma sensible pero con las manos sucias de pintura se convertía en una criatura de fuego capaz de dibujar sobre un cuerpo de mujer cosas grandiosas. Sin embargo, Vicky-humana y Vicky-artista no eran compartimentos estancos. Mientras que Vicky-humana se enamoraba de las modelos de sus cuadros, Vicky-artista utilizaba aquel amor para pintarlas. Era una característica curiosa, pero Clara ignoraba si pertenecía a su temperamento o a su modo de trabajar.
2004 fue el año Vicky, al menos para Clara: un torrente del que sólo cabía alejarse o dejarse arrastrar. Era de esa clase de personas que se consumen cuanto más brillan, como las velas. Lo peor eran sus celos. Pero, por aquella época, ni siquiera tenía motivos. Clara había abandonado a Gabi Ponce, su primer novio y su primer pintor, y vivía sola en el ático de Augusto Figueroa. Tampoco se relacionaba ya con Alexandra ni Sofía Lundel, las dos amigas con las que alguna vez había compartido cama. Y todavía no había conocido a Jorge Atienza. Sin embargo, Vicky no sólo inventaba sentimientos sino también motivos. Una noche armó una escenita en un restaurante en el que cenaban juntas a propósito de una pintora italiana que había invitado a Clara a trabajar en un art-shock con otros tres lienzos femeninos. Vicky le dijo que no aceptara, y cuando Clara no le hizo caso tiró los cubiertos al suelo y empujó al maître, que acudía solícito, como el buen pastor, a calmar a su rebaño. Horas después llamó a Clara para reconciliarse: «Había bebido demasiado, perdóname. -Y, sin transición, Vicky-artista tomó la palabra-: Quería decirte que tu rostro hoy, en el restaurante… Dios mío, tu palidez mientras yo te gritaba… Clara, por favor, déjame usar esa palidez… Esos ojos con que me mirabas hoy…».
Se había inspirado. En tres semanas tuvo listo el nuevo cuadro. Clara, pintada de marfil con sombras cerúleas, yacería bocabajo sobre un manto de terciopelo, una tela idéntica a la del traje que llevaba puesto la tarde en que se conocieron, y su rostro adoptaría la palidez natural de su disgusto. Vicky pensaba titularlo Ternuras. Durante el ensayo hiperdramático representaron la escena de la pelea en el restaurante tal como la recordaban. La pintora quería atrapar aquella palidez huidiza de sus mejillas, pero Clara no se sentía a gusto mezclando el arte con la vida real. Al fin, Vicky se enfadó de verdad y empezó a insultarla. De repente, en medio de sus propios gritos, se detuvo y se abalanzó sobre el rostro de Clara. «¡Así! ¡Tu palidez de nuevo! ¡Esto es lo que busco!», exclamaba desaforada. Y Vicky-artista tomó las riendas.
Un día, Clara le reprochó aquel desmedido abuso de los sentimientos reales para pintar sus cuadros. Vicky sonrió de forma extraña.
– Haría cualquier cosa por el arte, tía -le dijo-. Cualquier cosa. Por encima del arte no me mola nada: ni sentimientos, ni justicia, ni piedad, ni familia, ni salud, ni amor, ni dinero… Bueno -reflexionó-, quizás el dinero. El dinero sí. El arte es dinero.
Ternuras fue adquirido por un coleccionista madrileño al doble de su precio real. Clara se exhibió en su casa todo un mes.
A principios de 2005, Vicky intentó matarse con una sobredosis de heroína, pero no fue a causa de Clara sino de su nuevo amor, Elena Valero, con la que Clara había trabajado en Instante. El día en que la ingresaban en la UVI de La Paz llegaba la noticia de que la Fundación Van Tysch le concedía el premio Max Kalima por toda su obra. Aturdida bajo los efluvios del oxígeno, Vicky escuchó la buena nueva de labios de una enfermera. Cuando se recuperó, afirmó haber recobrado también la estabilidad sentimental. Planeaba un nuevo cuadro con Clara para finales de año, pero ya no la llamaba con la frecuencia de antes. Después de La fresa no habían vuelto a verse. Clara ignoraba lo que sentía por ella: ¿estaba enamorada de Vicky o sólo admiraba su genialidad? Lo cierto era que quería olvidarla pero no podía. En ocasiones, se veía a sí misma recostada sobre el terciopelo en el salón del coleccionista de Ternuras, la rodilla izquierda flexionada sobre el vientre, el talón en dirección a su sexo, los ojos cerrados y el rostro convulso en esa «palidez color disgusto» que Vicky le había extraído, mientras pensaba que todo aquello era el único rastro que la pintora había logrado dejar al desaparecer de su vida: una textura de terciopelo, unas mejillas exangües.
Sacó aquel conjunto del altillo y lo dejó sobre la cama. Luego encontró otro, de jersey y pantalón beige, que le recordaba más a Jorge, porque lo había usado durante los primeros días de su relación con él.
Estuvo dudando un rato, con mirada inquisitorial (¿Vicky o Jorge? ¿Jorge o Vicky?), y se decidió por condenar a la destrucción a Vicky Lledó. Pasaría calor durante el trayecto, pero no le importaba.
Eran casi las tres de la tarde cuando cayó en la cuenta de que tenía que comer algo. Improvisó una ensalada y un par de sándwiches y los consumió con agua mineral.
Luego, como le quedaba tiempo, decidió prepararse para lo que le aguardaba. Revolvió su pequeña farmacia de productos químicos del cuarto de baño, eligió un par de tonificantes musculares por vía oral y una píldora que retrasaría la aparición de sus necesidades fisiológicas y los acompañó del último trago de agua. Entonces se quitó el albornoz, fue a la cocina y trajo un salero, encontró un antifaz de pasajero de avión en un cajón del comedor y varias pesas de kilogramos crecientes y realizó sobre el tatami nuevos ejercicios, distintos de los matutinos: permanecer quieta y de puntillas con la lengua untada de sal, caminar por toda la casa con los ojos vendados, hacerse una bola sosteniendo un peso con la parte de su cuerpo que quedara más elevada. Los ejercicios sometían su voluntad sin derribarla, ayudándola a percibirse como una cosa ciega, algo capaz de ser usado y transformado. Estaba acostumbrada a aquella preparación desde sus tiempos en The Circle. Gracias a ella había podido soportar los trabajos de Brentano.
A las cuatro menos cuarto se introdujo el jersey de color carne por la cabeza, se puso los pantalones de terciopelo y la chaqueta y se calzó unas viejas sandalias de su pasado más remoto. Se miró en el espejo. Nada de lo que llevaba le quedaba bien, parecía una chica guapa disfrazada de adefesio, y eso era justo lo que quería parecer.
Los últimos detalles, en los que no había pensado, la importunaron especialmente. ¿Qué haría con las llaves de su domicilio? No podía llevarlas consigo. Jorge tenía una copia pero no deseaba depender de él para entrar en su casa cuando regresara, fuera cuando fuese. De los vecinos no se fiaba y no había portero.
Decidió, simplemente, no hacer nada. Le parecía coherente cerrar la puerta tras ella y no poder entrar de nuevo. Pidió un taxi por teléfono, calculó el dinero que le iba a costar y lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.
Fue entonces cuando descubrió el llavero.
Comprendió que se había puesto el traje sin revisar antes los bolsillos. La ropa antigua se convierte en un pequeño cementerio de la memoria. Y allí, en uno de los laterales, estaba enterrado el llavero de su padre. Ella lo había usado durante mucho tiempo con esa abnegada devoción que se dedica a todos los objetos que alguna vez pertenecieron a los muertos. Cuando se rompió, tuvo que trasladar las llaves a uno nuevo. No recordaba por qué se encontraba en aquel bolsillo y por qué no lo había tirado todavía. Quizá por su valor sentimental. Le hizo gracia.
Representaba a una reina del ajedrez, un regalo del club en el que solía jugar Manuel Reyes. A su padre le apasionaba el ajedrez, y su hermano había heredado aquel sobrio pasatiempo. La reina era de color negro. «Ésta es la Reina de Reyes -solía decir su padre (Clara lo recordó de improviso)-. Me la han dado negra porque es la del bando perdedor.»Por un instante valoró la posibilidad de salvarla. Pero volvió a meterla en el bolsillo. «Lo siento, majestad. Si estabas aquí, te quedarás aquí.»Vestida con el traje de Vicky, calzada con las sandalias de adolescente, notando en el bolsillo el llavero de su padre, Clara salió de su apartamento y cerró la puerta.
Al bajar a la calle tuvo una sensación. Fue tan intensa que necesitó mirar a un lado y a otro para asegurarse de que era errónea. Notaba que la vigilaban. Quizá se equivocaba.
Era la tarde del jueves 22 de junio de 2006. El sol brillaba en color carne.
Briseida Canchares despertó con una pistola unida a su cabeza. El arma, vista desde tan cerca, parecía un ataúd de hierro pegado a su sien. El dedo posado en el gatillo tenía la uña pintada de verde viridian. Siguió la dirección del antebrazo desnudo y descubrió a la rubia. Era la gata de ojos esmeralda y el diminuto vestido color camuflaje que le había pedido fuego a Roger en casa de los Roquentin. Sucedió mientras contemplaban el cuadro Órbita invisible de Elmer Fludd, y un vigilante tuvo que acercarse y advertir: «No se puede fumar, señorita. El humo irrita los ojos de los cuadros y los hace toser». Ella había sonreído perversamente a Roger mientras le devolvía el encendedor. Luego se había perdido entre la multitud y Briseida no había vuelto a verla.
Hasta ahora.
La rubia vestía lo mismo y sonreía de la misma manera. Sólo variaba la pistola. Se llevaba un dedo a los labios al tiempo que la encañonaba («Que no hable», tradujo Briseida) y le hacía señas («Que me levante»). Sospechó que se trataba de un sueño y por eso obedeció, porque le gustaba hacer cosas fascinantes en los sueños. Apartó las sábanas y se incorporó. El cañón apoyado en su sien retrocedía sin despegarse de ella, como si su cabeza fuera de metal y la pistola estuviera imantada. Giró lentamente y depositó las puntas de los pies con delicadeza de nave lunar en la fresca moqueta del apartamento de Roger. Estaba desnuda por completo y sintió algo de frío. Aún era de noche (no podía saber la hora exacta, el despertador estaba del lado de Roger) y la luz procedía de la lámpara de la mesilla. Recordó haberse acostado muy tarde compartiendo con Roger alientos y forcejeos (la boca de él con aquel regusto a champán añejo y habano aterciopelado y su lengua como una verde alfombra de marihuana), en los momentos previos a que la noche los arropara bajo un manto de embriaguez y…
Por cierto.
¿Dónde estaba Roger?
Lo descubrió sentado en el otro extremo de la habitación. Lo único que llevaba encima era la sortija del meñique izquierdo. Aquella sortija había tatuado varias veces las nalgas de Briseida pero él le dijo que no podía quitársela. Traía mala suerte. La había obtenido en algún remoto rincón de Brasil escamoteándosela a un chamán portador de secretos. Una diminuta esmeralda rebosaba en el engaste como una gotita de pus verde selva. Su poder era grande, aunque Roger no sabía muy bien en qué consistía. Afirmaba que sólo existían cinco o seis joyas como ésa en el mundo. Qué tipo más increíble este Roger. También un poco cabrón, desde luego, pero Briseida no había conocido a nadie que tuviera tanto dinero y que no fuera, al mismo tiempo, un poco cabrón.
En aquel momento, sin embargo, ni la magia de la sortija parecía ser capaz de ayudarlo. Una tenaza con forma de mano mordía su mandíbula hasta el punto de inflarle los carrillos. Adosada a la mano-tenaza, una mujer espectacular, al estilo de la rubia pero más impresionante, de esas que Roger acostumbraba a follarse sólo los fines de semana, hundía su garganta con una pistola militar de color plateado. El cañón provocaba que la nuez abultara. La mujer vestía chaqueta y pantalones en verde «tapete de naipes», pañuelo y boina verde oliva y guantes pistacho. Una de las piernas se introducía entre los muslos separados de Roger (quizá la rodilla le estaba aplastando los genitales, y de ahí la expresión de desesperación que mostraba él), la otra se afirmaba detrás en una postura de disparo. Pero no miraba a Roger sino a Briseida, como si contara con ella para saber qué debía hacer a continuación. Su mirada era de las que no se olvidan con facilidad. De esa clase de miradas, pensó Briseida, que se contemplan un segundo antes de no contemplar ya otra cosa.
Y aun así, hubo de admitir que el maquillaje y la mezcla de verdes (chaqueta-pantalón, guantes-boina, ojos-sombras) eran perfectos. ¡Pasarela paramilitar! ¡Terrorismo prêt-à-porter! ¿Qué impide que los comandos especiales de la policía, el ejército o quién sabe qué otra imprevista mierda armada se adapten a la moda de los tiempos?, se preguntaba.
La rubia seguía invitándola a levantarse. Consultó a Roger con la mirada, que movió la mano como queriendo decir: «Ve, ve tranquila», y se levantó de la cama sin dejar de observar a todos los presentes.
«¿Son ladrones o polis? ¿Vienen a secuestrar a Roger? Veamos. Hagamos un recuento. Estuvimos anoche en esa fiesta…»Dios, cómo le dolía la cabeza. No podía pensar. Quizá se debiera a la mezcla de alcohol, hachís y pastillas que había probado en casa de los Roquentin. Además, la escena era tan curiosa que el terror que comenzaba a patalear dentro de su pecho tenía aún el bozal puesto. Todo había sido sabiamente preparado por el Dios del Arte: una combinación de lo fascinante -rubia en vestido de camuflaje-, lo ridículo -Roger y ella en pelotas, pegajosos de sueños densos- y lo absurdo -la chica maquillada de modelo con traje militar-; un cezannesco equilibrio verde cobalto, verde soldado, verde turquesa, verde tapete, verde manzana de las paredes del dormitorio. Si tuviera que morir joven, pensaba Briseida, escogería aquel preciso instante verde: y quizás, ah, la llama de la pistola brotara como una habichuela luminosa y su torso castaño (armonizado con el color jungla del vestido de camuflaje) surtiera agua de estanque con verdina cortada a cepillo.
Lástima que la impresión estética se pierda un poco cuando la rubia la empuja hacia los hombres que aguardan en el comedor.
La agarraron de los brazos con fuerza vertiginosa y la sentaron en un sillón frente a lo que parecía ser un ordenador portátil apagado. Briseida había gritado durante el trayecto quebrando, sin duda, cierto código de silencio, porque segundos después oyó palabras en francés y ruidos procedentes del dormitorio y palabras en holandés y más ruidos en el comedor. Pero las siguientes palabras fueron en inglés y dirigidas a ella.
– No vuelva a gritar -dijo Rubia-Ojos-Fascinantes inclinándose junto a su oído-. Y no intente levantarse.
No hubiera podido hacerlo, aun de haberlo deseado: dos pares de guantes de hierro la hundían en el asiento.
– Aquí tiene un vaso de agua. Puede beber, si quiere. Voy a pulsar una tecla de este ordenador y en la pantalla aparecerá una persona que le hará unas cuantas preguntas. Hable en voz alta y clara. No deje sin contestar ninguna pregunta y no demore en hacerlo. Si no sabe la respuesta o desea reflexionar, dígalo. Sabemos que domina el inglés, pero si no comprendiera algo, dígalo también.
La rubia pulsó una tecla y apareció el rostro de un hombre mayor, calvo, con canas junto a las orejas. En un recuadro del ángulo superior izquierdo los bytes convocaron a una muchacha de piel atezada, cabellera color carbón, pómulos elevados y labios carnosos aferrada por cuatro manos enguantadas a los hombros y los brazos, con los pechos desnudos. Se dio cuenta de que era ella. La estaban filmando y transmitiendo las imágenes en tiempo real a quién sabe qué jodido rincón del planeta. Un temporizador destacaba en el ángulo opuesto desgranando los segundos. «Síndrome alucinatorio como consecuencia de consumo desordenado de tóxicos»: así definía Stan Coleman, su inolvidable, adinerado (y cabrón) profesor de Arte Contemporáneo de Columbia todas las cosas extrañas que acontecían después de una orgie de drogas blandas. Tenía que tratarse de eso. Aquello no podía estar sucediéndole.
– Buenos días, señorita. Disculpe si la hemos molestado, pero necesitamos saber algo con urgencia y contamos con su generosa colaboración.
El hombre hablaba inglés con innegable acento continental, quizás alemán u holandés. En la parte inferior, tachando el cuello y el nudo de su corbata, aparecieron las frases subtituladas en francés y alemán. Briseida no necesitaba de más idiomas para sentirse aterrorizada.
– Sabemos muchas cosas sobre usted: veintiséis años, nacida en Bogotá, licenciada en Arte por una universidad de Nueva York, su padre trabaja como agregado cultural de su país en la ONU… Veamos… Me he perdido… -El hombre inclinó la cabeza y por un instante la pantalla fue un mapamundi pulido por su calvicie-. Está realizando un trabajo para la universidad… Tema: el coleccionismo entre pintores… Este año ha residido en los Países Bajos para estudiar la colección de objetos que guardaba Rembrandt en su casa de Amsterdam. Ahora se encuentra en París, con nuestro buen amigo Roger. Levin, y esta noche estuvieron juntos en la fiesta de Leo Roquentin… Todo eso es correcto, ¿verdad?
Briseida se disponía a decir «sí» cuando el hada madrina de la informática disolvió la imagen entre fogonazos verdes y surgió otra cara: una mujer delgada con el pelo cortado a lo garçon y gafas negras. Las letras de sus subtítulos iban en verde.
– Hola, yo soy el policía malo. -Su acento era más británico que el del hombre y su voz más inquietante. Su sonrisa parecía la hoz de una guadaña-. Sólo quiero saludarla. Menuda choza la de Leo Roquentin, ¿verdad? El salón es del siglo XVIII, según creo, y los frescos del techo están pintados por el maestro Luc Ducet y representan la historia de Sansón y Dalila. En el ala oeste, en una sala con dos globos terráqueos, se describe todo el diluvio universal, desde la construcción del arca hasta el regreso de la paloma con la rama de olivo en el pico. Conocemos mucho a Leo Roquentin… Su colección de arte HD también es buena, sobre todo los Elmer Fludd de la sala principal. Pero eso es tan sólo la punta del iceberg. ¿Participó usted esta noche en el art-shock que se celebraba en el inmenso sótano bajo la mansión? Se llamaba Art-Échecs y era de Michel Gros, para veinticuatro jóvenes de ambos sexos y material plástico… Las figuras, desnudas por completo y pintadas en diversos tonos de verde, hacen de piezas de un tablero de ajedrez de treinta metros cuadrados y los invitados sugieren movimientos. Las piezas comidas pasan a disposición de los invitados. Se permite cualquier exceso con ellas. ¿No jugó…? Pero, claro, su amiguito Roger no le habrá contado nada. Usted se habrá limitado a ver los cuadros de arriba: el art-shock era para gente selecta. Leo los deslumbra con encuentros interactivos y luego les propone suculentos negocios con cuadros aún más prohibidos.
¿Decía la verdad aquella mujer? Era cierto que Roger se había ausentado un buen rato para charlar con Roquentin mientras ella vagaba de una esquina a otra sobre alfombras verdes, en el interminable billar de invitados, contemplando los magníficos óleos de Elmer Fludd. Después, cuando él regresó, ella le dijo que parecía un poco nervioso. El cuello de su camisa estaba desabrochado. «Un art-shock en forma de juego de ajedrez con piezas humanas…», pensó. ¿Por qué Roger no le había dicho nada? ¿Qué se movía en el subsuelo del mundo, bajo los pies de la gente rica?
La mujer hizo una pausa y volvió a sonreír de aquella manera tan desagradable.
– No se preocupe: los hombres son siempre iguales. Les encanta guardar secretos. Las mujeres, sin embargo, somos más sinceras, ¿no cree? Yo espero, al menos, que usted lo sea, señorita Canchares. Voy a dejarla con mi amigo el Poli Bueno, que le hará algunas preguntas. Si sus respuestas nos convencen, desenchufaremos el ordenador, nos marcharemos a casa y todos tan amigos. En caso contrario, el que se marchará será Poli Bueno y regresará Poli Malo, que soy yo. ¿Me ha comprendido?
– Sí.
– Encantada de haberla conocido, señorita Canchares. Espero que no volvamos a vernos.
– Mucho gusto -tartamudeó Briseida.
No sabía qué pensar sobre las amenazas de la mujer. ¿Eran simples fanfarronadas? ¿Y qué decir de toda aquella mascarada de trajes militares? ¿Pretendían revivir en ella los temores atávicos a las guerrillas? De repente le pareció que se encontraba en medio de un carnaval, una farsa artísticamente organizada (¿cuál era el neologismo que usaba Stan?, una imagic, una imagen mágica, un arquetipo cultural hacia el que desplazar nuestro temor o nuestra pasión, porque -afirmaba Stan- hoy día todo, absolutamente todo, desde la publicidad hasta las matanzas, desde las ayudas para paliar el hambre tercermundista hasta las torturas, se hace con estilo).
Pero, carnaval o no, lo cierto era que aquel montaje estaba logrando su propósito: se sentía aterrorizada. Tenía ganas de mearse en el sofá de Roger y de vomitar en la moqueta de Roger.
Explosión verde. El hombre.
– La pregunta es la siguiente… Preste atención…
Briseida se tensó todo lo que las garras posadas sobre sus hombros y brazos se lo permitían. Le dolían los muslos de mantenerlos apretados para ocultar el sexo todo lo posible. De repente era consciente de su total desnudez.
– Sabemos que es usted muy amiga de Óscar Díaz. Le repito el nombre: Óscar Díaz. La pregunta es: ¿dónde está su amigo Óscar ahora?
Algún lugar de la corteza cerebral de Briseida Canchares, veinticinco años de edad (el hombre se había equivocado: no cumpliría veintiséis hasta el 3 de agosto), licenciada en Historia del Arte, realizó un fugacísimo cálculo y emitió una lista de conclusiones provisionales: Óscar Díaz; algo relacionado con Óscar; Óscar ha hecho algo malo; van a hacerle algo malo a Óscar…
– ¿Dónde está su amigo Óscar? -repitió el hombre.
– No lo sé.
De repente la pantalla quedó cubierta por un líquido verde podrido que a Briseida le recordó sus tiempos de ensayos químicos de restauración de cuadros. Fundido en verde hacia una dentadura. Una sonrisa. El rostro de la mujer de gafas negras.
– Respuesta incorrecta.
Un mechón de su cuero cabelludo pareció, de repente, cobrar vida. Dio un grito y los ojos le inventaron una feria con estallido de petardos, una Nochevieja en un hotel de la selva. Su cuello se torció hacia atrás y sus vértebras cervicales se salvaron del desastre debido al aerobic que practicaba diariamente. En su universo se estacionaron dos perversos planetas verdes (Venus era verde en los libros de ciencia-ficción pulp que Stan Coleman devoraba a toneladas) y le apuntaron con un instrumento precioso y, sin duda, carísimo, formado por un lápiz de metal cromado y una afilada punta en la que brillaba una gotita de sangre marciana.
– Este juguete es un pincel óptico -dijo la rubia a dos centímetros de su cara-. No te abrumaré con detalles técnicos: digamos que es una copia mejorada del que usan los pintores para trabajar en las retinas de cuadros imprimados. La retina es la capa pigmentada que tenemos al fondo del ojo y que nos permite, entre otras cosas, distinguir los colores. La mayor parte de las veces resulta aburrida, pero es útil a la hora de ver el mundo, ¿verdad? Voy a pintarte las retinas de verde opaco. Primero tu ojo izquierdo, luego el derecho. El problema es que voy a usar pintura permanente, totalmente desaconsejable en estos casos. No te quedarán cicatrices ni hematomas externos, todo será muy estético y muy tal, ¿sabes? Pero cuando acabe estarás tan ciega que tendrás que chuparte los dedos para saber que son tuyos. No obstante, será una ceguera lindísima, en un tono precioso verde botella. No te muevas.
La orden era innecesaria. Briseida sólo podía mover la boca y el párpado derecho. Algo le abría el párpado izquierdo hasta el límite de las lágrimas. Olía a piel sintética: un guante. Buitres de cuero aferrados a su anatomía le sujetaban muñecas, rodillas, tobillos, garganta, pelo. Quería balbucear en inglés, pero le brotaba a trompicones un castellano deforme. Sin embargo, era preciso hablar inglés. El inglés te sirve para casos como éste, en que te tortura un extranjero. OK, Johnson family at holidays. Mary Johnson is in the kitchen. Where's Mary Johnson? De pronto, por el pasillo izquierdo de su nervio óptico penetró un delirante universo de un rojiverde tan kitsch como un buda fosforescente en un tenderete callejero. El color le recordaba las postales de Pierre & Gilles que solía enviarles a sus padres desde Europa. Creyó que se quedaba ciega.
Entonces la mano que la sujetaba del pelo la soltó y otra apresó su nuca y la empujó brutalmente hacia adelante como si quisiera estrellarle la cara contra la pantalla del ordenador. Se encontró con la nariz a un palmo de los subtítulos en francés y alemán. Reprimió un súbito motín de náuseas.
– Segunda oportunidad. -Era la mujer-. Nuestra compañera se ha limitado tan sólo a acercar el pincel a su pupila… Escuche y no grite… A la siguiente respuesta errónea, dibujará una coma en su retina… A partir de ese momento podrá ver la luna en cuarto creciente de color verde en pleno día. Un efecto estético curioso, ¿no cree…? Deje de gimotear y escuche con atención… Tras la segunda sesión, tanto le dará guardar la retina izquierda en un frasquito. Le aseguro que brillan de noche con luz verde, como las virgencitas de Lourdes… Concéntrese, por favor. El premio es una vista sana.
– Repetimos la pregunta. -Era el hombre otra vez-. ¿Dónde está Óscar Díaz?
Como las manos que la sujetaban de los hombros y brazos no la habían soltado y la que presionaba la nuca seguía aferrándola, a Briseida le pareció, durante un terrible instante, que su barbecue de vértebras cervicales cedería con un chasquido de madera rota. Decidió que eso era lo mejor que podía ocurrirle.
– ¡No lo sé, lo juro, por favor, no lo sé, juro que no lo sé, en Viena, sí, en Viena, pero no lo sé, lo juro, lo juro…! -Saliva, lágrimas y palabras se derramaban de su rostro como si la misma glándula las segregara-. No sé dónde de verdad no sé dónde no sé dónde de verdad lo juro por favor por favorporfavporfav
Entonces las arcadas la interrumpieron.
Sentado ante el portátil en el despacho del Museumsquartier, Lothar Bosch pulsó un botón en la memoria de su teléfono móvil y llamó al número que surgió en el visor. Mantuvo una breve pero enérgica conversación con uno de sus hombres en París. La señorita Wood, mientras tanto, le daba la espalda contemplando la madrugada vienesa a través de la pared de cristal. Bosch advirtió que estaba fumando uno de sus repugnantes cigarrillos ecológicos, y la niebla verde mentolada formaba halos en el vidrio alrededor de su cabeza.
– El señor Lothar Bosch: todo un caballero con las mujeres -la oyó decir.
– Ya la hemos asustado bastante con el juego del pincel óptico, ¿no te parece? -replicó Bosch, un poco dolido por la ironía que destilaba su compañera-. Y no es forma de comenzar una conversación. Así no obtendremos nada.
Su ojo estaba sano. Eran gente muy amable, en realidad. Incluso habían dejado de sujetarla para que pudiera vomitar cómodamente.
Briseida vomitaba como solía hacerlo cuando niña: con una mano apoyada en la frente y otra en el estómago. Era su costumbre, su hábito. Fue un momento curioso éste del déjà vu de bilis. Mamá le decía que se encogía como un gato. Abuela opinaba que era de mal vomitar. Aquella gatita iba a sufrir toda su vida porque era de mal vomitar, decía. En eso no había salido a papá, sobre todo durante las resacas. Stan también disfrutaba de un vómito fácil, largo y copioso. En general, todo lo que segregaba su profesor de Arte era igual. No así Luigi, su profesor de Estética, con el estómago a prueba de pizzas tejidas con chile, rígido, reprimido e impotente. Por el vómito los conocerás, no por las eyaculaciones. El estornudo, el vómito y la muerte eran las tres únicas cosas verdaderamente imprevisibles, incontrolables y repentinas del cuerpo, punto y coma, punto y aparte, punto y final del texto de la vida: eso le dijo un día un maestro en un colegio de Suiza.
Zanjó sus convulsiones con un sorbo de agua fresca. Por Dios, cómo había dejado la moqueta del comedor de Roger. Un hombre tan estético como Roger (¿era verdad que había jugado la noche anterior al ajedrez con veinticuatro jóvenes haciendo de piezas?), y miren lo que ella acababa de depositar sobre su moqueta, zumo de rábanos estrellado sobre su terso suelo italiano. Briseida se veía obligada a apartar los pies para no rozar el charco, y de esta manera abría los muslos. Pero, como ya no la sujetaban, podía cubrirse con las manos. El Ordenador Bueno (¿o era el Poli Bueno?) aguardaba con una Montblanc de oro apoyada en su sien. La rubia y los soldados respiraban detrás del sillón, prestos para actuar. Una ventanita de Windows con el título «Poli Malo» se agazapaba en la esquina opuesta a la ventana de Briseida. Pero Poli Bueno le había dicho que Malo, por el momento, deseaba descansar.
– ¿Se siente mejor?
– Sí. ¿Puedo vestirme?
Un lapso de duda.
– Terminaremos pronto, se lo aseguro. Ahora dígame todo lo que sabe sobre Óscar.
Empezó con fluidez. Un sedal de palabras tranquilas y técnicas sobre arte (eso la ayudó a relajarse). No miraba a la pantalla mientras hablaba, tampoco al suelo (el vómito), sino a una fuente de fruta que había sobre la mesa, tras el ordenador: peras y manzanas verdes tan calmantes como una infusión.
– Lo conocí en el MOMA de Nueva York la primavera pasada. Vigilaba el Busto, un aguafuerte de Van Tysch. Supongo que conoce la obra, pero puedo describírsela… Es un estudio preparatorio para Desfloración… Una niña de doce años metida en un cubículo de color negro con una abertura. La abertura permite ver tan sólo su rostro y sus hombros pintados en grises tenues sobre la piel imprimada con ácidos, al estilo de los aguafuertes humanos. Para verla, los espectadores tienen que desfilar uno a uno, subir los dos peldaños frente al cubículo y situarse a un palmo de distancia de su rostro. La niña mira sin pestañear con ojos cubiertos de negro de Marte y su expresión es casi… casi sobrenatural… Es un cuadro increíble…
«La sensación es como asomarte a un confesionario y descubrir que el cura tiene el aspecto de tus pecados», había dicho un crítico hispano a propósito de Busto, pero Briseida obvió aquel comentario porque no deseaba dar clases magistrales sobre arte. La obra había causado gran sensación en su gira americana, debido, sobre todo, a que la exhibición de Desfloración había sido prohibida por un comité de censores en Estados Unidos.
– Óscar era el coordinador de la vigilancia de Busto. Un día me vio aguardando turno al final de la larga fila de gente. Yo había ido al MOMA para contemplar un Elmer Fludd que se exponía en la sala contigua, pero no quería marcharme sin echar un vistazo al aguafuerte de Van Tysch. El fin de semana previo me había caído jugando al baloncesto y usaba muletas. Al verme, Óscar se acercó en seguida y se ofreció a facilitarme el acceso a la obra. Empezó a pedir paso y me llevó hasta el cubículo. Se portó como un caballero.
– ¿Y se hicieron amigos? -preguntó el hombre.
– Sí, empezamos a vernos con más frecuencia.
Salían a dar grandes paseos, pero, casi de forma inevitable, recalaban en Central Park. A él le encantaban los árboles, el campo, la naturaleza. Era experto en fotografía de paisajes y tenía todo un equipo: réflex de 35 mm, dos trípodes, filtros, teleobjetivos. Conocía profundamente la luz, el aire y los reflejos del agua, pero la vida no le interesaba mucho a partir de los insectos hacia arriba. Óscar era verde como un tallo, quizá también un poco inmaduro.
– A mí me hizo fotos en todas partes: junto a los estanques, los lagos, dando de comer a los patos…
– ¿Le hablaba alguna vez de su trabajo?
– Poco. Que había sido vigilante en una galería de la cadena Brooke antes de ser contratado en el año 2000 por la Fundación Van Tysch de Nueva York, con sede en la Quinta Avenida. Que su jefe era una chica llamada Ripstein. Que ganaba un pastón pero que vivía solo. Y que odiaba esa manía estética de su empresa, como él la definía: por ejemplo, que le hubieran obligado durante un tiempo a llevar peluquín.
– ¿Qué le dijo respecto a eso?
– Que si él era calvo, o si se estaba quedando calvo, a nadie le importaba. Que por qué diablos tenían que ordenarle que usara peluquín. «Los jefazos están todos calvos, salvo Stein, y a nadie le importa -me dijo-. Pero los demás tenemos que parecer bonitos.» Y añadió que la Fundación Van Tysch era como una comida en un restaurante de diseño: mucha imagen, mucho sabor, mucho dinero, pero al salir aún te caben en el estómago un par de perritos calientes y una bolsa de papas fritas.
– ¿Eso le dijo?
– Sí.
¿El hombre había sonreído o era sólo un error de imagen?
– Decía también que no podía ver a las personas que custodiaba como obras de arte… Para él eran seres humanos, y algunos le daban mucha pena… Me habló de una tal… No recuerdo el nombre… Una modelo que se pasaba horas enteras encogida dentro de una caja en un original de Buncher, una de las «Claustrofilias». Me contó que la había custodiado varias veces, y que era una chica inteligente y agradable que en sus ratos libres escribía poemas al estilo de Safo de Lesbos…
«Pero ¿a quién coño le importa esa faceta suya? -se quejaba Óscar-. Para la gente, ella sólo es una figura que se exhibe desnuda dentro de una caja durante ocho horas diarias.» «Pero el cuadro es hermoso -replicaba ella-. ¿Acaso no son hermosas las "Claustrofilias", Óscar? Y el Busto… Una niña de doce años encerrada en un cubículo oscuro… Lo piensas y dices: "Qué barbaridad, pobre niña". Pero luego te acercas y ves ese rostro pintado de gris, esa expresión… ¡Por Dios, Óscar, es arte! A mí también me da pena encerrar a una niña en una caja, pero… ¿Qué podemos hacer si la figura que resulta es tan… tan hermosa?»
– Teníamos discusiones de ese tipo. Yo terminaba preguntándole: «¿Y por qué sigues vigilando cuadros, Óscar?». Él respondía: «Porque me pagan como en ninguna otra parte». Pero lo que de verdad le gustaba era saber cosas sobre mí. Le hablé de mi familia en Bogotá, de mis estudios… Se entusiasmó con la idea de poder volver a vernos este año en Amsterdam, porque él tenía trabajo que hacer en Europa…
– ¿Le dijo qué clase de trabajo?
– Custodiar cuadros durante la gira de la colección «Flores» de Bruno van Tysch.
– ¿Le habló sobre eso?
– No mucho… Se lo tomaba como un encargo más… Me dijo que iba a estar un año en Europa y que los primeros meses los pasaría entre Amsterdam y Berlín… Me pedía que le hablara de mi investigación… Le encantaba saber que Rembrandt coleccionaba cosas como cocodrilos disecados, familias de conchas, collares tribales y flechas… A mí me interesaba, por otra parte, conseguir un permiso para visitar el castillo de Edenburg, y pensé que él podría ayudarme.
– ¿Por qué quería usted visitar Edenburg?
– Para ver si era verdad lo que dicen sobre Van Tysch: que colecciona espacios vacíos. Los que han estado en Edenburg aseguran que en el castillo no hay muebles ni adornos, sólo habitaciones desnudas. No sé si será cierto, pero pensé que podía constituir un buen… un buen colofón para mi trabajo…
– En Amsterdam siguió viendo a Óscar, ¿verdad? -inquirió el hombre.
– Una sola vez. El resto fueron llamadas telefónicas. Él no paraba de ir con la colección de Berlín a Hamburgo, de Hamburgo a Colonia… No tenía mucho tiempo libre. -Briseida se frotaba los brazos. Sentía frío, pero trataba de concentrarse en las preguntas.
– ¿Qué le contaba por teléfono?
– Me preguntaba qué tal me encontraba. Quería verme. Pero creo que lo nuestro, si es que hubo algo, había terminado.