La exposición no me preocupa.
Bruno van Tysch,
Tratado de pintura hiperdramática
– Yo debería ganar fácilmente… -¡No estés tan seguro…!
…
– ¡La Octava Casilla, por fin!
Carroll
9.15 h
Póstumo Baldi se encontraba en el dormitorio de Lothar Bosch cuando éste despertó.
Estaba de pie, a tres metros de su cama, mirándolo. En apariencia no era peligroso, y eso fue lo primero que pensó Bosch. No es peligroso, se dijo. Lo segundo que supo, con exacta y horrible intuición, fue que no se trataba de un sueño: estaba completamente despierto, era de día, aquélla era su casa de Van Eeghenstraat y Baldi se hallaba en su dormitorio, desnudo, observándolo con expresión pensativa. Su aspecto era el de un adolescente de piel demacrada y huesos notorios, pero en su mirada habitaba la belleza. Pese a todo, Bosch no le temió. «Puedo vencerlo», pensaba.
Entonces Baldi inició una danza grácil y silenciosa, un torbellino de luz. Su cuerpo flaco giraba por toda la habitación. Luego regresó a la misma postura y el mundo pareció paralizarse. Y se movió de nuevo. Y se detuvo. Bosch, fascinado, demoró en comprender lo que ocurría: se había quedado dormido con el visor de RA en los ojos mientras examinaba las cintas con las imágenes tridimensionales que la Fundación había grabado cuando el modelo tenía quince años de edad.
Lanzando un juramento, apagó el reproductor y se quitó las lentes. El dormitorio apareció vacío, pero en sus ojos aún bailaba la huella iridiscente de Baldi. La claridad de la ventana anunciaba un día lluvioso: el día de la inauguración de «Rembrandt».
No había sacado nada en limpio de aquellas imágenes. Van Obber no había exagerado al afirmar que Póstumo era «arcilla fresca»: una figura depilada y tersa, un comienzo, un punto de partida humano, el inicio de toda fisonomía.
Se levantó, recibió una tonificante andanada de agua en la ducha y eligió un sobrio traje oscuro de su vestidor. A las diez y media tendría que dirigirse a los vehículos de Seguridad instalados alrededor del Túnel para supervisar el comienzo de la vigilancia. Se encontraba frente al espejo luchando con el nudo de la corbata. Había vuelto a equivocarse al trenzar el garabato de seda. No recordaba haber estado tan nervioso desde la muerte de Hendrickje.
«Pero nunca ha atacado durante la inauguración. Debes calmarte. Quizá ni siquiera esté en Amsterdam. ¿Quién te asegura que Wood tiene razón? A lo mejor, a estas alturas, se ha entregado ya a la policía en cualquier comisaría de Munich. O quizá… Maldito nudo… Quizá Rip van Winkle lo haya pescado realmente… Contrólate. Piensa en positivo. Piensa de una vez en positivo.»De repente oyó un repiqueteo. Se asomó a la terraza: el Vermeer del paisaje había comenzado a deslizarse hacia un Monet. Las gotas de lluvia difuminaron los verdes, los ocres, los rojizos, los blancos.
«Bueno, ya llueve.»Mientras terminaba de vestirse se permitió un último pensamiento para Danielle. No quería rezar, aunque sabía que, a diferencia de lo que enseña la religión, Dios también tentaba, no sólo el diablo. Sin embargo, improvisó una breve plegaria. No se dirigió a nadie en especial, simplemente miró el ceño fruncido de las nubes. «Es la única que no tiene nada que ver en esto. Es la única que no debería sufrir. Protégela. Por favor, protégela.»Luego bajó la escalera. Aquél iba a ser un día aciago, y lo sabía.
Al menos, ya había logrado ahorcarse correctamente. El nudo de la corbata estaba bien.
9.19 h
Gerardo tomó una pizca de color amarillo pardo y la aplicó a lo largo de la mejilla de Clara.
– El Maestro irá esta tarde a revisar todos los cuadros antes de la inauguración.
– Creí que ya no vendría -dijo ella.
– Siempre da un repaso final antes de marcharse. No te muevas ahora.
Cogió un pincel muy fino y pintó sus labios con una capa de bermellón atenuado. Ella lo vio sonreír a escasos centímetros de distancia. Semejaba un miniaturista inclinado sobre un libro de estampas.
– ¿Eres feliz? -le preguntó él mientras volvía a mojar el pincel.
– Sí.
La aprendiz retiró la caperuza del pelo revelando un brote de bucles en rojo caoba. Gerardo volvió a mojar el pincel y regresó a sus labios.
– Me gustaría seguir viéndote cuando todo esto termine. Quiero decir, después de que te compren. -Hizo una pausa, mojó el dedo en algún tipo de disolvente y lo aplicó a una comisura-. Porque ya sabes que estás comprada de antemano. Irás a la casa de cualquier coleccionista millonario. Pero a mí me gustaría seguir viéndote. No, no hables. Ahora no puedes hablar.
Sus frases eran tan suaves como las pinceladas con que la delineaba. A ella le pareció que estaba besándola detalladamente.
– Ya sabes lo que se dice. Que entre un cuadro y un pintor no puede haber una relación, porque el hiperdramatismo no lo permite. Bueno, ésa es una teoría. -Apartaba el pincel, mojaba, pintaba, usaba un trapo, volvía a pintar-. Pero conmigo tendrás suerte, porque yo soy muy mal pintor, amiguita. Eso compensará lo buen cuadro que eres.
La aprendiz interrumpió a Gerardo para hablarle en inglés. Mantuvieron un breve diálogo sobre la tonalidad de las sombras en los bordes del cuerpo de Clara y examinaron las instrucciones escritas del Maestro. Luego, él se acercó a sus labios y estuvo un rato observándolos. No pareció satisfecho. Desapareció de su campo visual y casi de inmediato regresó con el pincel húmedo de rojo.
Se encontraba tendida boca arriba sobre una camilla en una de las cámaras de ensayos de los sótanos del Viejo Atelier, donde la habían trasladado a primera hora de la mañana para prepararla y colocarla en el Túnel.
– Es preciso ser cuidadoso -dijo Gerardo-. Hoy te van a ver miles de personas.
Se posó dos veces en el labio superior, como el leve paseo de una mariposa.
– No quiero hacerte daño -continuó-. No te haría daño nunca. Pero he pensado que… guardar mis sentimientos para mí mismo no me va a ayudar a hacer las cosas mejor, ya sabes. Soy más serio de lo que crees, amiguita. No hables. -Apartó el pincel cuando Clara separó los labios-. Tú eres la obra. Sólo puedo hablar yo. Tú estás en el cuadro.
Humedeció el pincel y volvió a acariciarla con un rojo más tenue.
– También he oído decir que el pintor se enamora de su obra. Yo creo que es cierto. Pero en mi caso sucede algo muy curioso, chica: me he pintado un poco a mí mismo también. Quiero decir que he disimulado. A veces pienso que no soy quien creo ser. Me levanto todos los días, me miro al espejo y me felicito por la suerte que tengo. Pero las cosas no son tan simples. Mira este bigote y esta perilla. -Se dio pequeños tirones mientras los señalaba-. ¿Son de pintor o son de pintura? He pasado mucho tiempo creyéndomelo, ¿comprendes? Sin mirar más allá, sin querer ver. ¿Y qué hay más allá?, podría preguntarme alguien. Pues más allá están las personas. Yo no te veo como cuadro. No puedo verte como cuadro.
Apoyó un trapo sobre sus labios para limpiar una mancha. Durante un instante se miraron. Mientras ella contemplaba sus ojos grandes y alegres, aquella idea tan extraña que ya había tenido en otras ocasiones la asaltó de nuevo: quizá Gerardo no era tan mal pintor; quizá lo que ocurría era que no quería pintar a Susana. A Gerardo no le gustaba esa figura. No era aquel brillo doliente ni aquel pudor horrorizado lo que él buscaba capturar en su expresión, no aquel «lienzo de espanto y piedad», como había dicho Van Tysch. Gerardo quería obtenerla a ella. A Clara Reyes. Recuperarla, limpiarla y darle luz. Era el primer artista que conocía a quien parecía importarle más ella que su propia obra.
Entró Uhl. Dijo que iban demasiado lentos y que era necesario comenzar a retocarla por detrás. La ayudaron a incorporarse y se dio la vuelta.
El proceso continuó, pero ahora en silencio.
10.30 h
– Edenburg, señorita -dijo el conductor.
El paisaje que servía de fondo al curso del río Geul, en el Limburgo meridional, al sur de Holanda, era de ensueño. Bosques y valles destellando bajo un espléndido sol estival entremezclados con granjas rectangulares de madera. Edenburg apareció casi por sorpresa tras una curva, en el extremo final de la carretera: un cúmulo de casas de tejado picudo dominado por la mayestática presencia del castillo donde alguna vez Maurits van Tysch había trabajado de restaurador. La señorita Wood conocía Edenburg. Las audiencias que le había concedido el pintor habían sido concisas y tensas. A Van Tysch nunca le había importado la seguridad de sus propias obras: su única obligación era crearlas.
Wood sabía que en Amsterdam estaba lloviendo, pero en Edenburg todo era sol, tibieza y resplandores de turistas armados con cámaras y planos de carreteras. El automóvil avanzaba parsimonioso por las empedradas y estrechas calles, que conservaban toda la atmósfera de los tiempos antiguos. Algunos transeúntes miraban con curiosidad aquel vehículo de lujo. El conductor se dirigió a Wood.
– ¿Va directamente al castillo? Porque, si es así, tendremos que abandonar el centro del pueblo y coger Kastellstraat.
– No, no voy al castillo. -Wood le suministró una dirección. El chófer (un meridional atento, cortés, preocupado por hacerlo todo a gusto de la «señorita», de sonrisa inmutable pese al retraso de casi media hora que había sufrido el avión de Wood hacia Maastricht) decidió detenerse y preguntar a los vecinos.
La idea se le había ocurrido la noche de la víspera. De repente había recordado el nombre de la persona a quien Oslo consideraba «el mejor amigo de la infancia de Bruno van Tysch»: Víctor Zericky. Pensó que comenzar su visita a Edenburg entrevistando a Zericky sería oportuno. Había llamado a Oslo aquella misma noche, y éste se había apresurado a suministrarle la dirección y el teléfono del historiador. Zericky no estaba en casa cuando ella le telefoneó para concertar una cita. Quizá se había marchado de viaje. Confiaba, sin embargo, en poder verle.
El conductor sostenía un animado diálogo con el dependiente de una tienda turística. Luego se volvió hacia Wood.
– Es una bocacalle de Kastellstraat -dijo.
11.30 h
Gustavo Onfretti se adentró en el Túnel rodeado de agentes de Seguridad y técnicos de Arte. Vestía un traje acolchado y llevaba las etiquetas amarillas de costumbre. Su cuerpo había sido pintado de ocre y carne. Capas de cerublastina muy delgadas dotaban a su rostro de cierto parecido con el Maestro, pero también con el Jesucristo de Rembrandt. «Soy ambos», pensaba. Era uno de los últimos cuadros en llegar, y su colocación, bien lo sabía, iba a ser muy difícil.
Permanecería crucificado seis horas al día.
Envuelto en una mortaja de aromas a óleo, Onfretti avanzaba por la rampa en tinieblas hacia el lugar del Túnel donde se hallaba la cruz. No era una cruz normal sino artística: contaba con varios artilugios para impedir que su postura fuera demasiado dolorosa. Pero Onfretti estaba seguro de que ningún artilugio lograría evitar del todo su sufrimiento, y eso lo amedrentaba un poco.
Sin embargo, había aceptado su cáliz. Era una obra maestra, y estaba preparado para sufrir. Van Tysch lo había retocado durante mucho tiempo en Edenburg para que no hubiera errores. De ningún tipo. Todo tendría que salir a la perfección. Al firmarlo el día anterior, el Maestro lo había mirado a los ojos. «No olvides que eres una de mis creaciones más íntimas y personales.»Esa sincera declaración le daba fuerzas para soportar lo que sabía que le esperaba.
13.05 h
Jacob Stein había terminado de comer y se enfrentaba a la pulcritud de la taza de café. La Mesa era sólida, un diseño propio. Estaba formada por una plancha de cristal sostenida mediante arneses sobre los hombros de cuatro adolescentes arrodilladas bañadas en plata. Un velo a modo de cenefa rodeaba por completo el mueble formando ondas entre las figuras. Las adolescentes eran casi de idéntica estatura, pero la del extremo más alejado de la izquierda sobresalía un poco, provocando una ligerísima inclinación en la superficie casi horizontal del oscuro y humeante café. Por supuesto, era un mueble ilegal y billonario, como el resto de la decoración de aquella sala. Stein apoyaba el pie distraídamente en un muslo plateado.
Sabía que, a diferencia de la suya, la «zona» de Van Tysch en el Nuevo Atelier estaba vacía. Pero Stein vivía rodeado de lujo, y había decorado su comedor a placer con cuadros, adornos y utensilios de Loek, Van der Gaar, Marooder y él mismo. Más de veinte pubertades respiraban en aquel salón, quietas o coreográficamente móviles, pero el silencio era enorme.
Sólo Stein sonaba a vida.
Estaba repasando mentalmente todo lo que debía hacer. A esas horas los cuadros ya tenían que estar colocados en el Túnel, aguardando al Maestro. La inauguración estaba prevista para las seis, pero Stein ya no se encontraría allí: Benoit ocuparía su puesto y atendería a las personalidades. Su presencia sería necesaria en otro lugar donde debería atender también a otra importantísima personalidad.
Fuschus, el poder era otra clase de arte, pensaba. O quizás una artesanía, la habilidad de tenerlo todo bajo control. Él había sido un verdadero maestro en aquel oficio. Ahora debía superarse a sí mismo. El momento era delicado. En cierto sentido, el más delicado de toda la historia de la Fundación, y él tenía que arrostrarlo.
Neve, su secretaria, apareció de repente al fondo de la sala.
Pese a saber con seguridad que la tan esperada visita se presentaría de un momento a otro, el anuncio de que ya había llegado distendió sus faunescos rasgos con un súbito acceso de felicidad. Se levantó apoyándose en la Mesa y produciendo apenas un leve estremecimiento en las cuatro muchachas de plata -y un parpadeo en aquella sobre cuyo muslo había colocado el pie-, y avanzó hacia la puerta.
La visita quedó un instante absorta, observando con los ojos muy abiertos los cuerpos tibios que decoraban la habitación. Pero en seguida exhibió una deslumbrante sonrisa y tendió la mano, correspondiendo al saludo de Stein.
– Quiero darle la bienvenida a la Fundación Van Tyschse apresuró a decir Stein en un inglés correcto-. Sé que conoce perfectamente el inglés -añadió-. Lamento no poder decir lo mismo del español.
– No se preocupe por eso -respondió, sonriendo, Vicky Lledó.
14.16 h
La señorita Wood llevaba más de tres horas sentada en el césped. Había destapado uno de los zumos que guardaba en el bolso y daba lentos sorbos mientras escrutaba las nubes. Era un lugar pacífico, apropiado para cerrar los ojos y descansar. En cierto sentido le recordaba su casa de Tívoli: la misma banda sonora de verano, cantos de pájaros, ladridos de perros remotos. La casa de Víctor Zericky era pequeña y su valla color verde manzana mostraba señales de haber sido reparada con cierta pericia. En el jardín había flores, una ordenada sociedad de plantas educadas por la mano del hombre. La casa estaba cerrada. No parecía haber nadie.
El anciano de la casa vecina le había dicho que Zericky era divorciado y vivía solo. Con ello parecía haber querido decirle -sospechaba Wood- que su horario no era fijo y que iba y venía con entera libertad. Por lo visto, Zericky acostumbraba a ausentarse durante días para viajar a Maastricht o a La Haya a recabar información sobre su trabajo de historiador o simplemente porque le apetecía estirar las piernas y descubrir nuevas rutas a lo largo del Geul.
– No se lo digo para desanimarla -añadió el viejo, de pelo de mármol y chapetas como bofetones recientes-, pero si él no sabe que usted está aquí no le aconsejo que lo espere. Ya le digo que podría tardar días en regresar.
La señorita Wood se lo agradeció, se dirigió al coche y se inclinó por la ventanilla del chófer.
– Puede marcharse a donde quiera, pero regrese a este mismo lugar a las ocho.
El coche se alejó. Wood buscó un lugar apropiado, se sentó en la hierba, apoyó la espalda en el tronco de un árbol notando las rugosidades a través de su leve cazadora y se dedicó al pesado oficio de dejar pasar el tiempo.
No tenía otra cosa que hacer de todas formas, y nunca le había molestado esperar cuando estaba en juego algún trabajo. De hecho, aquel paréntesis de canto de pájaros y brisa perfumada le agradaba. Terminó el zumo, guardó el cartón vacío en el bolso y sacó otro. Le quedaban sólo dos, pero necesitaba reponer líquidos. Se notaba cada vez más débil, los ojos se le cerraban tras la barrera de cristal oscuro de las gafas, y a veces daba cabezadas. Llevaba sin comer nada sólido un tiempo impreciso -quizá dos días, quizá más-, pero, con todo, no sentía hambre alguna. Sin embargo, hubiera pagado a precio de oro un buen termo de café. Tenía calor. Se quitó la cazadora y la dejó en la hierba. Curiosamente, cubierta sólo con la camiseta de tirantes, sentía un poco de frío.
No se preguntaba si Zericky vendría alguna vez. En realidad, había dejado la mente en blanco. Sólo sabía que esperaría allí hasta que ya no le fuese posible esperar más. Luego regresaría a Amsterdam.
Siguió bebiendo zumo mientras el viento removía su cabello.
16.20 h
– Sin novedad, sección dos.
– Todo normal, sección tres.
– Sin novedad, sección cuatro.
Bosch no estaba pensando en El Artista mientras oía la letanía de los agentes en los altavoces. En realidad, se había puesto a reflexionar sobre los circos. De niño había visitado pocos, porque a papá Víctor no le gustaban. Ir al circo no era lo mejor que podía hacerse con los elementos disponibles. Pero todo niño visita, alguna vez, un circo, sea el que fuere, ya Bosch también le había tocado el turno. Sin embargo, no se divirtió: desde el peligro de las acrobacias hasta la ruindad de los tigres enjaulados, desde los payasos de cara de merengue hasta los plastificados trucos de los magos, todo le había parecido miserable y triste.
Ahora se encontraba en otro circo. Las atracciones eran distintas, pero había público, carpas, trucos de magia y fieras. Y todo le parecía igual de triste.
Se hallaba en el interior de una de las dos roulottes destinadas a Seguridad. Seis remolques flanqueaban el Túnel por ambos lados, estacionados en lugares que permitían libre acceso a las furgonetas de recogida y evacuación. Cada par estaba ocupado por un departamento diferente: Arte, Conservación y Seguridad. En las roulottes de Seguridad se vigilaban, a través de monitores de circuito cerrado, las secciones del Túnel destinadas a exhibición, la entrada, la salida y la plazoleta central desde la cual se procedería a la recogida de los cuadros. La roulotte A controlaba las primeras seis obras del brazo de entrada; la roulotte B, las otras siete. Esta última estaba aparcada cerca del museo Van Gogh y en su interior se encontraba Bosch.
Las cámaras que enfocaban el Museumplein registraban un espectáculo que, sin duda, provocaría que Paul Benoit se frotara las manos, en opinión de Bosch. Faltaba una hora y media para la inauguración y la hilera de relumbrantes paraguas daba ya la vuelta al Rijksmuseum y llegaba hasta Singelgracht. Algunos esperaban en el mismo sitio desde la madrugada o la noche anterior, de pie frente al primer filtro de seguridad, con la entrada en la mano. La policía había establecido una barrera a lo largo de Museumstraat y Paulus Potterstraat para impedir disturbios. No obstante -para felicidad de Benoit, otra vez-, había disturbios en ambas zonas: miembros del BAH y otras organizaciones opuestas al arte HD agitaban pancartas y coreaban consignas contra la Fundación. No demasiado lejos del Túnel, en los terrenos acotados por los equipos de televisión, varios presentadores enarbolaban sus micrófonos.
Los monitores del Túnel, en violento contraste, filmaban el silencio. Algunos cuadros ya estaban instalados, pero en el caso de otros como el Cristo el proceso de colocación no había finalizado aún. Bosch observaba el juego de luces y destellos mientras Gustavo Onfretti era crucificado. Llevaban más de cuatro horas sujetando sus miembros a los rectángulos de madera pintada mediante algo parecido a flejes transparentes. Debía quedar inmóvil en la posición exacta pintada por Van Tysch, y eso resultaba ciertamente trabajoso. El «descendimiento», en comparación, sería sencillo. Relámpagos del cuerpo casi desnudo fulguraban en la pantalla cuando las linternas lo apuntaban.
– ¿Quién puede querer pasarse seis horas al día así? -comentó Ronald, que vigilaba el monitor del Cristo. Ronald era un poco obeso y no perdonaba los donuts a esas horas. Una caja abierta yacía junto a su consola. En aquel momento mordía uno y parte del azúcar del glaseado había caído sobre su tarjeta roja.
Nikki, frente al monitor de El festín de Baltasar, esbozó una sonrisa.
– Se trata de arte moderno, Ronald. Nosotros no lo entendemos.
– Se supone que esto es arte clásico -intervino Osterbrock, el vigilante de Dánae, pulsando diferentes interruptores desde el asiento opuesto al de Bosch-. Al fin y al cabo, son cuadros de Rembrandt, ¿no?
El estrecho pasillo de la roulotte estaba atestado de personal que iba y venía. Bosch no podía evitar observarlos. Los miraba a todos, a los desconocidos y a los que conocía desde hacía tiempo; miraba a Nikki, a Martine, a Ronald el comedonuts, a Michelsen, a Osterbrock. Escrutaba sus sonrisas, sus gestos cotidianos, percibía sus voces. Todos habían pasado por pruebas de identificación antes de incorporarse al trabajo, pero Bosch los vigilaba como se vigila una sombra que se mueve en medio de sombras inmóviles. Luego volvía la vista hacia el monitor que registraba el principio de la larga cola de público.
«¿Dónde estás? ¿Dónde estás?»Europol había recibido esa misma mañana una descripción de Póstumo Baldi. Bosch se la había hecho llegar siguiendo los cauces adecuados, contando a medias con algunos miembros de Rip van Winkle. A partir de ahí había empezado a recibir información.
La policía de Nápoles ignoraba su paradero. Las de Viena y Munich no habían encontrado ninguna huella o muestra de fluido o cabello en los escenarios de los crímenes que poder comparar con sus datos. Todos los rastros hallados correspondían con disfraces o sustancias artificiales. Ni un solo residuo orgánico, sólo plástico y cerublastina. Era como si El Artista fuera un muñeco. O quizás un lienzo. Europol proseguía a esas horas su infatigable consulta en ordenadores de todo el mundo. Se buscaban pistas que pudieran relacionar la presencia de Baldi con algún lugar o suceso. Se indagaba en hospitales y cementerios, en registros de denuncias por delitos menores, en crímenes cometidos por otros individuos y en aquellos aún no resueltos. La sección de Personas Desaparecidas había seguido su rastro desde Nápoles hasta Van Obber y Jenny Thoureau, desde su casa natal (derruida en la actualidad) y sus padres -madre en paradero desconocido- hasta los últimos hoteles en los que se había hospedado durante el año 2004. Pero todo acababa ahí. A fines de ese año Baldi había abandonado su trabajo como retrato en casa de mademoiselle Thoureau sin ofrecer ninguna explicación y, a partir de entonces, la tierra se lo había tragado. Muchos pensaban que había fallecido.
Pese al aire acondicionado que inundaba el interior de la roulotte con un frescor zumbante e infatigable, Bosch sentía cómo el sudor resbalaba por su espalda. Póstumo podía ser cualquiera de los rostros que contemplaba. El comodín Baldi valía por todos, era intercambiable. Por sí solo no tenía más entidad que el aire que corta el cuchillo cuando asesta la puñalada: invisible, aunque imprescindible. Sus ojos eran espejos. Su cuerpo, arcilla fresca.
La niña en la ventana parecía devolverle la mirada desde su remoto pedestal en el monitor número nueve. Danielle, su sobrina, era el lienzo que Van Tysch había elegido para recrear aquella obra de Rembrandt. Los claroscuros aún no estaban encendidos y Danielle todavía no destacaba en medio de la negrura del Túnel. Bosch ni siquiera lograba verle la cara.
– Ahí está -dijo alguien a su espalda, sobresaltándolo.
Era Osterbrock. Señalaba el monitor que registraba las llegadas por el acceso de Museumstraat. Un coche alargado y oscuro se deslizaba hacia la entrada del Túnel. Su imagen desapareció al traspasar la primera barrera de la policía.
– Es Van Tysch -dijo Nikki-. Viene a darle el último retoque a las obras.
– Y a encender los claroscuros -añadió Osterbrock.
Bosch se preguntaba dónde estaría Wood. ¿Por qué se le había ocurrido marcharse de repente? ¿Es que deseaba quitarse de en medio?
No lo creía. Confiaba en ella. No podía confiar en nadie más.
Anhelaba que la exposición hubiese finalizado ya. O, por lo menos, que aquel día (aquel día eterno donde las horas se arrastraban como impregnadas en óleo) terminara cuanto antes.
16.45 h
Clara deseaba que aquel día no terminara nunca.
Se encontraba agazapada frente a un estanque de aguas inmóviles, rodeada de árboles y paisajes tenebrosos. Todo olía a pintura y todo era rígido. Se trataba del fondo de Susana sorprendida por los ancianos. Estaba completamente desnuda y pintada en densos tonos de rosa, ocre y rojo cadmio sombreado de caoba profundo. Un espejo situado en la base del podio y oculto para el público reflejaba su rostro. Era lo único que podía percibir con nitidez. Sin embargo, aunque no los veía, intuía la presencia de los dos Ancianos a su espalda, quimeras petrificadas y monstruosas, montañas inclinadas hacia su cuerpo, acantilados de óleo.
Acababan de colocarla y aún no había entrado en Quietud. El paso del tiempo era como la gente que fluía a su alrededor (técnicos y operarios, agentes de Seguridad): algo que avanzaba sin tocarla. Pero sabía que la exposición no se había inaugurado todavía porque los claroscuros estaban muertos.
En un momento dado, una silueta se movió en la pasarela del público, saltó el cordón de seguridad y caminó hacia el podio. Detrás, una comitiva de piernas. Algo importante sucedía. Dos zapatos oscuros se situaron junto a sus muslos endurecidos de colores. Oyó de nuevo aquel tono remoto y grave, aquel castellano correcto de campanada fúnebre.
– Sigue mirándote al espejo.
Fue casi como un calambre eléctrico. Obedeció, claro.
Así que era cierto que el Maestro revisaba las obras por última vez, como le había dicho Gerardo. La sombra se desplazaba de figura en figura, instruyendo también a los Ancianos con frases que ella no pudo oír. Luego, los zapatos regresaron, extraños animales de charol, misteriosos tiburones de morros de betún apuntando hacia su cuerpo. Un instante de pausa, media vuelta. Quedaron los ecos. Por fin, el silencio embrujado.
Siguió contemplando aquel camafeo lejano de facciones pintadas.
17.30 h
La oscuridad ya era completa.
– ¿Y ahora? -preguntó Bosch, nervioso, contemplando el monitor-. ¿Por qué no encienden las malditas lámparas?
– Están esperando que Van Tysch dé la orden -repuso Nikki.
– Ya va a darla -dijo Osterbrock.
Se volvieron hacia su monitor. Una silueta destacaba entre las demás, inmóvil, de espaldas a la cámara. Relámpagos rectilíneos de linternas la desvelaban fugazmente.
– El gran personajillo -rezongó Ronald, devorando la imagen con la misma hambrienta ansiedad con que daba cuenta de los donuts.
Todo momento requiere su decorado, pensó Bosch. El suyo era un mundo en el que las cosas valiosas se habían vuelto solemnes. Y en toda solemnidad hay un decorado y un ritual y personas elevadas, situadas sobre podios, que son contempladas por gente boquiabierta y fascinada. Nada puede ser hecho con naturalidad: es preciso cierto artificio, cierto grado de arte. ¿Por qué no encender ya las luces? ¿Por qué no dar paso al público? A fin de cuentas, todo era cuestión de meros botones. Pero no. El momento es solemne. Debía ser registrado, recogido, grabado, eternizado. Su lentitud resulta obligatoria.
– Están tomándole fotos -comentó Nikki con la barbilla apoyada en las manos. Bosch advirtió un deje soñador en su acento.
Van Tysch había sido iluminado con un reflector oblicuo: una isla de luz en quinientos metros de retorcida oscuridad. Daba la espalda a la cámara. Su reino no era de este mundo ni de ningún otro, pensaba Bosch. Su reino era él, a solas, en medio de aquella laguna resplandeciente. Sombras de hechiceros lo bendecían con sus rayos mágicos.
El pintor alzó el brazo derecho. Todos contenían la respiración.
– Moisés separando las aguas -descargó otra vez Ronald su sarcasmo.
– Pues algo no funciona -comentó Osterbrock-, porque el Túnel sigue a oscuras.
– No -terció Martine, inclinada sobre su hombro-. La señal es cuando baje el brazo.
Bosch repasó los demás monitores: todos negros. No le gustaba que el Túnel estuviera tanto tiempo a oscuras. El «gran personajillo» lo había exigido así. Antes del inicio del aquelarre, las brujas debían honrarlo con sus fuegos fatuos. Luego, cuando la sesión de fotos y películas terminara, Satán bajaría la zarpa y comenzaría su particular Infierno, su abominable y espantoso Infierno, el más terrible de todos porque nadie sabía que lo era. Y lo peor del infierno es no saber si ya estás en él.
El brazo descendió.
Los trescientos sesenta filamentos diseñados por Igor Popotkin se encendieron al unísono y bostezaron con bocas llenas de luz. Por un momento Bosch creyó que los cuadros habían desaparecido. Pero allí seguían, transmutados. Como si un pincel majestuoso les hubiera dado el toque de oro que precisaban. Las pinturas ardían en una hoguera imprecisa. Enmarcadas por las pantallas parecían antiguos lienzos de tela, pero con personajes profundos, voluminosos, dotados de una vida dimensional. Los fondos quedaron resaltados y la bruma adquirió contornos de paisaje.
– Dios mío -dijo Nikki-. Es más hermoso de lo que imaginaba.
Nadie replicó, pero el silencio parecía contener la aprobación tácita de sus palabras. Sin embargo, Bosch no estaba de acuerdo.
No era hermoso. Era grotesco y aterrador. La visión de las obras de Rembrandt convertidas en seres vivos suscitaba emoción, pero ésta, para Bosch, no provenía de la belleza. Era evidente que Van Tysch había llegado al límite: más allá no podía avanzarse en pintura humana. Pero el camino escogido no había sido el de la estética.
No había nada hermoso en el hombre crucificado, en la niña pequeña acodada en una ventana con el rostro del color de los muertos, en aquel festín donde los platos eran personas, en la mujer desnuda de pelo pintado de rojo acosada por dos grotescos individuos, en la silueta de la chica de ojos fosforescentes, en el niño envuelto en pieles pintadas, en el ángel que estrangulaba al hombre arrodillado. Nada hermoso, pero tampoco nada humano. Y lo peor era que todo parecía acusar a Rembrandt tanto como a Van Tysch. Era un pecado que ambos compartían. «He aquí la negación de la humanidad», podrían haber dicho los dos artistas. La condena por el delito de ser quienes eran. Los hombres, en una noche de horror, inventaron el arte.
«He aquí nuestra condena», pensó Bosch.
– Hay que quitarse el sombrero, desde luego -declaró una voz tras un silencio eterno. Era Ronald.
En el monitor, Stein alzó las manos y aplaudió. Con violencia, casi con rabia. Pero no había sonido, y en la pantalla el aplauso sólo fue una convulsión silenciosa. Hoffmann, Benoit y el físico Popotkin se unieron en seguida. Pronto, todas las figuras que rodeaban a Van Tysch agitaban las manos con frenesí de muñecos.
La primera dentro de la roulotte fue Martine, cuyas palmas delgadas y flexibles sonaban a disparos. Contribuyeron Osterbrock y Nikki con una ráfaga excitada. Los aplausos de Ronald apenas destacaban, eran como burbujas estallando entre sus manos gordezuelas. El clamor en el estrecho espacio del vehículo ensordeció a Bosch. Observó que Nikki tenía las mejillas enrojecidas.
¿Qué aplaudían? Por Dios, ¿qué era lo que aplaudían y por qué?
Bienvenidos a la locura. Bienvenidos a la humanidad.
No quiso ser la excepción: no deseaba salir de la escena, odiaba desmarcarse. Era preciso, se dijo, continuar dentro del marco.
Entrechocó ambas manos y produjo sonidos.
17.35 h
En la roulotte A, Alfred van Hoore se sentaba frente al monitor exterior observando la disposición del «equipo papagayo», como lo había bautizado Rita. Su Personal de Emergencia Artística aguardaba en Museumplein. Eran fantasmas blancos y verdes con chubasqueros amarillos situados junto a las furgonetas de evacuación. Van Hoore sabía que era muy improbable que llegaran a actuar, pero al menos su idea había obtenido el beneplácito de Benoit y del mismísimo Stein. Por algo se empieza. En empresas como la suya era preciso destacar con invenciones novedosas.
– ¿Paul? -preguntó Van Hoore al micrófono.
– Sí, Alfred -oyó en el auricular la gruesa voz de Spaalze.
Paul Spaalze era el capitán de aquel improvisado equipo. La confianza que Van Hoore había depositado en él era ilimitada. Habían trabajado juntos en la coordinación de seguridad de las exposiciones en Oriente Medio y Van Hoore sabía que Spaalze era de los que «hacen las cosas y luego dudan». No era el más indicado para trazar planes a largo plazo, desde luego, pero en los momentos de máxima urgencia resultaba imprescindible.
– Menos de media hora para que comience a desfilar el rebaño -dijo Van Hoore enfrentándose a una ráfaga de interferencias-. ¿Cómo va todo por ahí, Paul?
Era una pregunta un poco inútil, porque Van Hoore podía comprobar en el monitor que «por ahí» iba todo bien, pero quería que Spaalze supiera que estaba muy pendiente de las cosas. Habían dedicado muchas horas a la preparación de planes de evacuación urgente utilizando simulaciones informáticas, y no era cuestión de que su capitán se desanimara por falta de actividad.
– Bueno, ya sabes -rugió Spaalze-. La mayor catástrofe que tengo que prevenir ahora es un motín. ¿Sabías que nos han obligado a cantar como sopranos frente a los identificadores de voz y a palpar las pantallitas como si fuéramos cuadros antes de incorporarnos a la maldita plazoleta central? A mis hombres les ha molestado eso.
– Órdenes de arriba -dijo Van Hoore-. Si te sirve de consuelo, Rita y yo también hemos pasado por el aro.
En verdad, Van Hoore se preguntaba cuál era la razón exacta de tantas medidas adicionales de seguridad: era la primera vez que le exigían identificarse con pruebas físicas al entrar a trabajar. A Rita no le había sentado mucho mejor que a él, e incluso había llegado a irritarse con los agentes que le bloqueaban el paso. ¿Por qué Wood no les había comentado nada? ¿A qué obedecía ese cambio de última hora en los turnos del personal de recogida y vigilancia? Van Hoore sospechaba que la retirada de obras del Maestro en Europa estaba relacionada con todo aquello, pero no se atrevía a especular de qué modo. Le dolía no ser aún lo bastante importante como para saberlo.
– Ya no se fían de nosotros -dijo.
Rita van Dorn, que apoyaba los pies en la consola mientras revolvía un café humeante en un vaso de plástico, lo miró con expresión indiferente y siguió pendiente de los monitores.
17.50 h
Uno de los técnicos del séquito de Arte sostuvo el paraguas en alto mientras Van Tysch penetraba en el interior de la limusina. Stein lo aguardaba en el asiento contiguo. Murnika de Verne, la secretaria de Van Tysch, ocupó el sitio junto al conductor. Una algarabía de periodistas y cámaras se agolpaba tras las vallas, pero el Maestro no había contestado ninguna pregunta. «Está fatigado y no piensa hacer declaraciones», aducía su séquito. Benoit, Nellie Siegel y Franz Hoffmann tendrían mucho gusto en convertirse en profetas por unos cuantos minutos e interpretar a Dios frente a los micrófonos, pero el Maestro debía retirarse. Se cerraron las puertas. El chófer -estilizado, rubio, gafas de sol- dirigió el vehículo hacia una de las salidas que la policía había despejado. Un agente les dejó paso. Su impermeable producía reflejos bajo la lluvia.
Van Tysch contempló el Túnel por última vez y volvió la cabeza. Stein depositó una mano en su hombro. Sabía lo poco que le agradaban aquellas demostraciones de afecto, pero no lo había hecho por Van Tysch sino por él: necesitaba que comprendiera cuánto lo había obedecido, cuántos sacrificios le había costado.
Y cuántos le costaría aún, galismus.
– Ya está, Bruno. Ya está.
– Aún no, Jacob. Queda algo por hacer.
– Fuschus, te juro que… Puede decirse que ya está hecho.
– Puede decirse, pero no lo está.
Pensó en una posible respuesta. Siempre había ocurrido así: Van Tysch era la pregunta infinita y él tenía que ofrecer respuestas. Apoyó la cabeza en el respaldo e intentó relajarse. Pero no podía. El gran pintor permanecía tan remoto e inescrutable como sus propias obras. A su lado Stein siempre albergaba cierta conciencia de Adán en el paraíso después de haber desobedecido a Dios, cierto pudor de cristal. Todo silencio frente a Van Tysch contenía una culpa implícita. Era una sensación desagradable, ciertamente. Pero ¿qué importaba? Llevaba veinte años viéndolo convertir cuerpos humanos en cosas imposibles y cambiando el mundo. Tenía material para escribir un libro, y algún día lo haría. Sin embargo, no creía conocerlo mejor que el resto de los mortales. Si Van Tysch era un oscuro océano, él sólo había servido de dique para embalsarlo, de central eléctrica capaz de transformar aquella catarata descomunal en resplandores de oro. Lo necesitaba, seguiría necesitándolo. En cierto modo.
De repente, en el asiento delantero, se irguió un fantasma.
Murnika de Verne había vuelto la cabeza y miraba a Stein a través de la destejida cortina de su cabello inmensamente negro. Stein apartó la vista de aquellos ojos vacuos, sin fulgor. No era la mirada de Murnika -lo sabía perfectamente- sino la de él. Porque Murnika de Verne era Van Tysch hasta extremos que nadie, salvo Stein, podía sospechar. El Maestro la había pintado así, con aquella tonalidad de pasión.
Murnika miraba sin pausas, la boca ansiosa y entreabierta como un perro famélico. Parecía reprocharle algo, pero también advertirle.
El coche se deslizaba en silencio oponiéndose a los dardos de la lluvia.
Era molesta aquella mirada.
– Fuschus, Bruno, ¿no me crees? -se defendió él-. Te juro que me ocuparé de todo. Ten confianza en mí, por favor. Todo saldrá bien.
Hablaba hacia Murnika pero se dirigía a Van Tysch. Era el mismo error, pensó Stein, que a veces comete el espectador cuando cree que la figura del cuadro puede mirarle, o cuando el muñeco del ventrílocuo lo interpela en mitad de la función. Pero en este caso era Van Tysch quien parecía un muñeco. Murnika de Verne, en cambio, se hallaba horriblemente pintada de vida. Así permaneció un instante más. Luego se hizo mortecina, se dio la vuelta y volvió a ocupar su lugar en el asiento.
Stein encontró aire en los pulmones y respiró.
Los limpiaparabrisas se batían contra la lluvia. Apenas se oía otra cosa que aquel rumor de reloj (o de péndulo, o de pincel) mientras el coche recorría la autopista de salida en dirección a Schiphol.
– Todo saldrá bien, Bruno -volvió a decir Stein.
18.35 h
– Nos conocimos en la escuela de Edenburg -explicó Víctor Zericky-. Mi familia es de aquí. En cuanto a Bruno, sólo tenía a su padre, que había nacido en Rotterdam y que probablemente le inculcó, entre otras muchas cosas, que en este pueblo no había nada que hacer.
Zericky era un hombre alto y robusto de pelo rubio que ya empezaba a clarear. Tenía aspecto de hombre saludable a quien la vida no ha favorecido del todo. Sin embargo, su manera de entornar los párpados al hablar hacía pensar en algún tipo de secreto oculto, un cuarto prohibido, una remota maldición familiar. Su casa era tan pequeña como prometía el aspecto exterior y olía a libros y soledad. Media hora antes, al regreso del largo paseo que había dado por el Geul en compañía de su perro braco, y mientras hacía pasar a la señorita Wood al interior, le confesó que su mujer lo había abandonado porque no soportaba ni una cosa ni otra. «Ni los libros ni la soledad», especificó con una risotada. Pero no llevaba vida de ermitaño, todo lo contrario: salía con frecuencia, era sociable, tenía amistades. Y disfrutaba descubriendo la naturaleza con su perro.
Tras identificarse, Wood le explicó parcialmente el motivo de su visita. Estaba interesada en conocer mejor al hombre cuya obra protegía, lo cual era lícito, y así pareció entenderlo Zericky, que asintió con un breve gesto de la cabeza. Wood se entregó a un divertido monólogo sobre las «enormes dificultades de encontrar al verdadero Van Tysch» en los numerosos libros que se habían escrito sobre él. De modo que había decidido zambullirse de lleno en el problema y entrevistar al gran amigo de su infancia. «Cuénteme todo lo que recuerde -le pidió-, aunque crea que no tiene importancia.»Zericky entornaba los párpados. Tal vez sospechaba razones más profundas en la visita de Wood, pero no parecía deseoso de indagar. De hecho, la petición le agradaba. Era evidente que le gustaba hablar y no disponía de mucha gente que lo escuchara. Primero lo hizo sobre él: daba clases en un instituto de Maastricht, aunque el año anterior había solicitado una excedencia para poder cumplir con todos sus proyectos aplazados. Había publicado varios libros sobre la historia del Limburgo meridional y actualmente se hallaba en fase de recopilación para escribir un estudio definitivo sobre Edenburg. Luego comenzó a hablar de Van Tysch. Se había levantado a coger una sucia carpeta de la estantería. Contenía fotografías. Le pasó algunas a Wood.
– En el colegio era un niño increíble. Mire.
Era la típica imagen de curso escolar. Las cabezas de los niños resaltaban blancas y abultadas como cabezas de alfiler. Zericky se inclinó detrás de Wood.
– Yo soy éste. Y éste es Bruno. Era muy hermoso. Te quitaba el aliento mirarlo, fueras niño o niña. En sus ojos ardía un fuego inagotable. Su cabello color carbón, heredado de su madre española, sus labios gruesos y sus cejas negras, como trazadas con tinta, formaban un conjunto armónico como el rostro de un dios antiguo… Así lo recuerdo. Pero no sólo era belleza sino… ¿Cómo explicarlo…? Como una de sus pinturas… Algo que iba más allá de lo que se ve. No podíamos hacer otra cosa que rendirnos a sus pies. Y a él le encantaba. Disfrutaba dirigiéndonos, ordenándonos. Había nacido para crear cosas con los demás.
Por un instante los ojos de Zericky se abrieron de par en par, y fue como si invitaran a Wood a entrar dentro de ellos y mirar lo que habían mirado.
– Inventó un juego, y a veces lo jugaba conmigo en el bosque: yo me quedaba quieto y Bruno colocaba mis brazos como quería, o mi cabeza, o mis pies. Decía que yo era su estatua. No podía moverme hasta que él me lo permitía, ésas eran las reglas, aunque debo decir que las reglas también las había inventado él. ¿Le parece a usted que Bruno hacía lo que le daba la gana? Pues sí y no. Más bien era una víctima.
Zericky hizo una pausa para guardar la foto en la carpeta.
– A lo largo de todos estos años he pensado mucho en Bruno. He llegado a la conclusión de que nunca le importó nada ni nadie, en efecto, pero no por desinterés real sino por pura cuestión de supervivencia. Se acostumbró a sufrir. Recuerdo un gesto muy suyo: cuando algo le dañaba, elevaba los ojos al cielo como implorando ayuda. Yo le decía entonces que parecía Jesucristo, y a él le agradaba aquella comparación. Bruno siempre se consideró un nuevo Redentor.
– ¿Un nuevo Cristo? -repitió Wood.
– Sí. Creo que así se ve a sí mismo. Un dios incomprendido. Un dios hecho hombre a quien hemos torturado entre todos.
19.30 h
Estaba ahí fuera.
De repente Lothar Bosch se había sentido dominado por aquella terrible convicción.
Estaba ahí fuera. El Artista. Esperando.
Hendrickje, que tenía una fe supersticiosa en su olfato de viejo sabueso, hubiera apostado cualquier cosa a que no se equivocaba. «Si eso es lo que sientes, Lothar, no lo pienses más: déjate llevar.» Se levantó con tanta brusquedad que Nikki se volvió hacia él, intrigada.
– ¿Ocurre algo, Lothar?
– No. Es que me apetece estirar las piernas. Llevo horas sentado. Quizá también dé un paseo hasta el otro control.
De hecho, se le había dormido una pierna. La sacudió ligeramente golpeando el suelo con el zapato.
– Llévate un paraguas: no llueve mucho pero puede calarte -dijo Nikki.
Bosch asintió y salió de la roulotte sin paraguas.
Afuera, en efecto, llovía, no en exceso aunque sí con cierta obcecada insistencia, pero la temperatura era agradable. Parpadeando, se alejó unos cuantos pasos de la roulotte y se detuvo a saborear el ambiente.
A menos de treinta metros de distancia se encontraba la gran carpa del Túnel, que brillaba como petróleo bajo la lluvia. Hacía pensar en una montaña camuflada con ropa de luto. Los vehículos estacionados alrededor formaban estrechos pasillos por donde desfilaba el personal externo: operarios, policía, agentes de paisano, equipo sanitario. La visión otorgaba confianza y seguridad.
Pero había algo más, un hilo de percepción que no resaltaba, un color de fondo, una nota grave discurriendo bajo la fanfarria del bullicio.
«Está aquí.»Dos de sus hombres pasaron junto a él y lo saludaron sin apenas obtener otra respuesta de Bosch que un leve asentimiento. Movía la cabeza a un lado y a otro, escrutando figuras y rostros. No hubiera sabido explicar cómo, pero estaba convencido de que iba a reconocer a Póstumo Baldi en cuanto lo viera, fuera cual fuese el disfraz que llevara. Sus ojos son espejos. Y su inquietud no menguaba pese a saber que era bastante improbable que Baldi estuviese allí en ese momento. Su cuerpo, arcilla fresca. «Quizás estoy nervioso porque hoy es la inauguración», se dijo. Eso era fácil de comprender, y con la comprensión vino la calma.
«Pero no intentes comprender, Lothar. Haz más caso a tu espíritu que a tu mente», le aconsejaba Hendrickje. Bien era cierto que Hendrickje acudía al tarot como quien hojea los periódicos matutinos y concedía al horóscopo la marmórea importancia de los hechos ya sucedidos. Pese a todo, no había podido sospechar la existencia de aquel camión que la esperaba al regreso de Utrecht, ¿no, Hendri? «No habías previsto la confluencia estelar de tu crisma con la parte trasera de aquel tráiler. Todas tus intuiciones, Hendri, convertidas en polvo de estrellas.»Echó a andar hacia las vallas. «¿Por qué tendría que estar aquí precisamente hoy? Es absurdo. Si acaso, habrá venido a conocer el terreno. Su forma de actuar es ésa. Primero se familiariza con el entorno y luego ataca. Hoy no va a hacer nada.»Un agente le franqueó el paso al ver su tarjeta. Se encontró frente a la hilera de público que emergía -los ojos dilatados, la fascinación aferrada al rostro- de la prolongada noche del Túnel y braceó en contra de la corriente al atravesar aquel cauce de humanidad. Más allá, tras otra frontera de vallas, se extendía la plazoleta donde tendría lugar la recogida de los cuadros. En comparación, había poca gente en aquella zona. Bosch identificó el uniforme blanco y verde del equipo de Van Hoore. Todo el mundo parecía igual que él: nervioso y tranquilo al mismo tiempo. Era comprensible. Nunca antes se habían exhibido cuadros de un valor tan astronómico en un lugar semejante. Los cuadros exteriores eran mucho más fáciles de vigilar, no digamos los que se exponían en museos. «Rembrandt» era todo un reto para el personal de la Fundación.
Se dirigió a la entrada del Túnel. A su izquierda, cerca del Rijksmuseum, se hallaba congregado un grupo no muy nutrido pero sí ruidoso de miembros del BAH agitando pancartas en holandés e inglés. La lluvia no parecía desanimarlos. Bosch los observó un instante. La pancarta principal mostraba una llamativa ilustración (una foto ampliada) del original de Stein La escalera con la adolescente de catorce años Janet Clergue. Nalgas, pechos y partes pudendas habían sido censurados con tachaduras. Otras pancartas exhibían frases en versalitas flamantes. EL ARTE HIPERDRAMÁTICO EXHIBE A MENORES DE EDAD DESNUDOS. ¿QUIERE COMPRAR A UNA NIÑA DE OCHO AÑOS SIN ROPA? PREGUNTE EN LA FUNDACIÓN VAN TYSCH. LAS FLORES DE VAN TYSCH: TORTURA FÍSICA Y SÍQUICA LEGALIZADA. PROSTITUCIÓN Y SUBASTA DE SERES HUMANOS… ¿ESTO ES ARTE? VAN TYSCH DEGRADA A REMBRANDT EN SU NUEVA COLECCIÓN. Un cartel panorámico desgranaba con más detalle, en letra modesta: «¿Cuántos modelos hay en el mundo mayores de cuarenta años? ¿Y cuántos hombres maduros en comparación a chicas jóvenes? ¿Y cuántos cuadros hiperdramáticos son personas vestidas en actitudes normales? ¿Y cuántos son jóvenes desnudas en posturas procaces?».
– Vaya ralea -murmuró uno de los agentes de Seguridad de la entrada, acercándose a Bosch-. Son los mismos que querían prohibir los desnudos de Miguel Ángel en la capilla Sixtina.
Bosch asintió sin mucho interés y reanudó su camino.
Está aquí.
Era más fácil atravesar la hilera de entrada que la de salida, porque se hallaba enlentecida por los tres filtros de seguridad instalados frente a la boca del Túnel. Bosch la cruzó. Su intención seguía siendo visitar al otro equipo en la roulotte A. Pero volvió a detenerse.
Está aquí.
Contempló a los músicos callejeros, a los vendedores ambulantes, a los que repartían catálogos y propagandas.
En algún lugar.
Más allá, cerca de los jardines del Rijksmuseum, un nutrido grupo de artistas principiantes exhibía sus obras, aprovechando la presencia del público. Jóvenes modelos con el cuerpo pintado ofrecían su desnudez a la lluvia. Había más de treinta cuadros. Los precios eran verdaderas gangas; podías llevarte un lienzo por menos de quinientos euros. No eran buenas pinturas, claro: temblaban, perdían el equilibrio, estornudaban, se rascaban la cabeza con un ademán fugaz pero visible. Bosch sabía que muchos eran familiares o amigos de los pintores, no verdaderos profesionales. Adquirir uno de aquellos cuadros suponía un riesgo, ya que nunca sabías a quién ibas a meter en tu casa. Un día te despertabas y el cuadro ya no estaba, y las tarjetas de crédito tampoco.
La lluvia era un sudor frío sobre la frente de Bosch. ¿Por qué no podía librarse de aquella opresiva sensación de amenaza?
Tomó una decisión repentina y dio media vuelta, dirigiéndose al Túnel.
20.00 h
El chófer se había presentado cinco minutos antes de las ocho, pero Wood le ordenó que siguiera esperando.
– Es cierto que su sufrimiento fue grande y tuvo que compensarlo con un afán desmedido por el arte -continuó Zericky-. Primero, su padre, que lo maltrataba. Después ese brujo pederasta de Richard Tysch, con quien pasó aquel verano en California. Todos quisieron dominarlo pero él los dominó a todos…
– ¿Ha vuelto usted a verlo? Me refiero a Van Tysch.
Zericky enarcó las cejas.
– ¿A Bruno? Nunca. Me dejó atrás también a mí, junto con el resto de sus recuerdos. Sé que ahora somos vecinos, pero nunca se me ha ocurrido ir a pedirle leche. -Wood compartió su fatigada sonrisa-. Tiempo atrás recibí algunas llamadas de Jacob Stein. También de esa… de esa secretaria suya, tan rara…
– Murnika de Verne.
– Exacto. Me preguntaban si necesitaba algo, como intentando demostrarme que él nunca olvidaba realmente a los amigos. Pero no volví a hablar más con Bruno y tampoco lo he deseado. El final de una amistad es tan misterioso como su comienzo -acotó entonces Víctor Zericky-: simplemente sucede.
Wood asintió. Por un instante la sombra serena de Hirum Oslo había deambulado frente a ella. El final es tan misterioso como el comienzo, en efecto. Y, para el caso, tan misterioso como la parte intermedia. Simplemente sucede.
– ¿La estoy aburriendo? -preguntó Zericky con afabilidad.
– No, todo lo contrario.
Mientras hablaba, Zericky iba sacando distraídamente unos papeles de una carpeta. Wood preguntó:
– ¿Qué son esos dibujos?
– Viejas acuarelas, pasteles, carboncillos y dibujos a pluma de su padre. He pensado que quizá le gustaría examinarlos. Maurits tenía ínfulas de pintor, ¿no lo sabía? Una de sus grandes frustraciones fue que Bruno no supiera dibujar -soltó una risita.
– Por lo que veo, él sí sabía -dijo la señorita Wood examinando, una a una, las pinturas. Reconoció paisajes del pueblo con el castillo de fondo.
– No se le daba mal, desde luego -convino Zericky-. Algún día me decidiré a poner orden en esta colección. Quizás escriba una biografía sobre la familia Van Tysch y la ilustre con… ¿Qué le ocurre?
Zericky había observado el súbito cambio en la expresión de Wood.
20.05 h
Bosch decidió entrar por una de las salidas de emergencia, en el extremo final de la herradura. Para ello, recorrió toda la longitud del primer brazo del Túnel. La lluvia había mermado hasta convertirse en un rocío discreto. Aun así, se encontraba empapado. ¿Por qué diantres no se le había ocurrido coger un maldito paraguas? Cuando llegó a la zona cercana a los jardines del Stedelijk volvió a esgrimir su tarjeta mágica y atravesó las vallas. Allí se alzaba el impresionante telón negro. La entrada era laberíntica para impedir que se filtrara el menor rayo de luz del exterior. Había dos agentes de guardia en el estrecho conducto de telones. Aunque lo reconocieron en seguida, hubo de someterse a las rigurosas pruebas que él mismo había ordenado. Apoyó la mano izquierda en la pantalla portátil que analizaba sus huellas y habló frente al micrófono. Estaba nervioso, y la prueba de voz tuvo que repetirse. Por fin le franquearon el paso. Se sintió satisfecho de que los filtros de seguridad funcionaran a la perfección. Cuando penetró en el Túnel sus ojos se cerraron sin necesidad de párpados.
20.10 h
– ¿Qué es esto? -preguntó Wood.
Zericky miró el dibujo que ella sostenía y sonrió.
– Oh, Maurits tachaba así los dibujos que dejaban de gustarle. Nunca los rompía. Los tachaba con un lápiz rojo y siempre de la misma forma. Era un hombre de temperamento agresivo, pero también muy rutinario.
Era un boceto a tinta china, una figura humana, probablemente un aldeano de Edenburg. Pero estaba tachado con gruesas aspas rojas. Algo en aquellos borrones tenía que haber llamado la atención de la mujer, dedujo Zericky, porque la vio apoyar el índice sobre el papel y musitar algo. Era como si estuviera contando las tachaduras.
– ¿Siempre los tachaba así? -murmuró la mujer con una voz muy extraña. Zericky se preguntaba por qué se había impresionado tanto, pero los años y el abandono lo habían vuelto discreto.
– Ya le digo que sí -contestó.
Wood volvió a contarlas. Cuatro aspas y dos líneas verticales. Ocho líneas formando aspas y dos líneas paralelas. Diez líneas en total. Dios mío. Las contó de nuevo, no quería equivocarse. Cuatro aspas y dos líneas. Ocho y dos. Diez en total. Cogió el resto de los dibujos y los hojeó con rapidez. Se detuvo al encontrar otro dibujo tachado. Era una especie de rostro apenas trazado con lápiz. Aspas y líneas verticales. Cuatro y dos. Ocho y dos. Diez en total.
Se volvió hacia el historiador e intentó mantener la calma mientras hablaba.
– Señor Zericky. ¿Tiene más dibujos?
– Sí. En el sótano.
– ¿Podría verlos todos?
– ¿Todos? Deben de ser centenares. Nadie los ha visto todos.
– No importa. Dispongo de tiempo.
– Voy a por las carpetas.
20.15 h
Estar dentro del Túnel no era lo mismo que vislumbrarlo a través de los monitores, y Bosch lo supo de inmediato. Olió a pintura, sintió una extraña tibieza, todos sus sentidos le advirtieron que lo rodeaba un universo distinto. La sensación era semejante a contemplar un lago de noche y, acto seguido, arrojarse de cabeza a sus oscuras ondas y bucear. El silencio era sobrecogedor. Sin embargo, existían sonidos, ecos de pisadas y toses, comentarios en voz baja. Y las graves armonías de una música majestuosa proveniente de los telones de la cúspide. Bosch sabía cuál: Los funerales de la reina María, de Purcell, con su cadencia de timbales de ultratumba.
En medio de aquel escenario de tinieblas barrocas distinguió el primer cuadro. La desquiciada muchedumbre de La ronda nocturna ocupaba un área muy amplia de la curva de la herradura y relumbraba bajo los claroscuros. Veinte seres humanos pintados e inmóviles. ¿Qué significado podía tener aquel ejército absurdo? Bosch, como cualquier holandés, conocía perfectamente el original expuesto en el Rijksmuseum: se trataba de un típico retrato de compañía militar, en este caso la del capitán Frans Baning Cocq, pero la genialidad de Rembrandt había consistido en pintarlos en plena actividad, como si los hubiera fotografiado mientras patrullaban por la calle. Van Tysch, por el contrario, los había petrificado. Y las figuras abundaban en detalles grotescos. El capitán, por ejemplo, era una mujer, y la banda roja del uniforme estaba pintada en su vientre. Su lugarteniente era un monstruo amarillo de gorguera y sombrero de ala ancha. La muchacha dorada de cuya cintura colgaba una gallina estaba completamente desnuda. Los soldados seguían llevando lanzas y mosquetes, pero sus rostros se hallaban ensangrentados. La bandera, hecha jirones, azotaba la oscuridad del óleo. Aparatos desmesurados como una invención de Piranesi formaban el fondo. Una mujer vestida de cuero lloraba. Una silueta a cuatro patas con capucha de verdugo se arrastraba a los pies del lugarteniente.
En comparación, el modesto y solitario Titus exhibido a escasos metros de distancia sobre un pequeño podio parecía carecer de interés: era un niño -el hijo de Rembrandt en la obra original- vestido con pieles y tocado con una boina. Pero el juego de luces y pintura le confería un aspecto distinto cada vez. El efecto óptico tenía aires de tránsito de destellos en las facetas de un diamante. Al entornar los párpados Bosch creyó atisbar, sucesivamente, la cabeza de un animal desconocido, el luminoso rostro de un ángel, una muñeca de porcelana, una caricatura de los rasgos de Van Tysch.
– Este hombre está completamente loco -oyó decir en holandés diáfano a un visitante que desfilaba, como él, en la oscuridad-. Pero me fascina.
Bosch no sabía si mostrarse de acuerdo con aquella declaración anónima. Continuó avanzando sin detenerse frente al Festín de Baltasar, con su banquete de seres humanos. A lo lejos, en un lago de resplandores pardos, se hallaba lo que más le interesaba.
Cuando llegó a ella intentó tragar saliva y descubrió que tenía la boca completamente seca.
Danielle permanecía quieta, muda y hermosa entre colores ocres. La niña en la ventana era, en verdad, un cuadro magnífico, y Bosch no pudo evitar sentirse orgulloso. Se encontraba acodada sobre un antepecho marrón y contemplaba el vacío a través de ojos como joyas engastados en un rostro del color del alabastro. Aquella ingente densidad de pintura blanca se le antojó a Bosch obscena. No logró comprender por qué Van Tysch había deseado amortajar en nieve el bonito rostro de Danielle. Sin embargo, lo que más le impresionó fue constatar que era ella. No hubiera sabido decir cómo lo sabía, pero la habría reconocido entre mil figuras iguales. Nielle estaba allí, dentro de aquella máscara exangüe, y algo en la posición de sus manos o en el gesto de los hombros lo delataba. Se abstrajo contemplándola. Luego prosiguió su recorrido.
Como un cóndor poderoso, la música de Purcell planeaba en las altas regiones de la oscuridad.
Seguía sin comprender. ¿Qué había querido decir el pintor con aquel mundo negro y atemporal, aquel enigma de luces y música que descendía de las alturas? ¿Qué clase de mensaje pretendía transmitir?
20.45 h
Era increíble. Allí estaban. Una niña de pie sobre unas flores. Dos hombres obesos y deformes. Eran dos dibujos: el primero al pastel, el segundo a tinta china. No estaban tachados. Los había descubierto de casualidad, mientras buscaba más ejemplos de tachaduras.
«Desfloración y Monstruos -pensaba la señorita Wood, incrédula-, las obras más personales de Van Tysch, estaban basadas en viejos dibujos de su padre, y nadie lo sabe, ni siquiera Hirum Oslo. Nadie se ha tomado la molestia de examinar la herencia de Maurits detenidamente. Quizá ni siquiera el propio Van Tysch lo sospecha. Maurits quería que él dibujase, que fuese el artista de éxito que él no había podido llegar a ser. Pero el pequeño Bruno no sabía dibujar. Por lo tanto, lo que hizo fue trasladar a su propio arte algunos de los dibujos de su padre. Fue una especie de compensación…»Había apartado aquellos dibujos del montón y seguía revisando. Zericky, que se había ausentado unos minutos, regresó cargado con nuevas carpetas, las depositó sobre la mesa levantando nubes de polvo y comenzó a desatar los cordones-. Éstas son las últimas -dijo-. No tengo otras.
– Van Tysch vio estos dibujos cuando era niño, ¿verdad? -dijo Wood.
– Posiblemente. Nunca me habló de ello. ¿Por qué lo dice?
Ella no contestó. En cambio, hizo otra pregunta.
– ¿Quién más los ha visto?
Zericky sonrió, un poco confundido.
– De forma tan exhaustiva como usted, nadie. Hombre, algunos estudiosos los han revisado por encima, apenas una o dos carpetas… Pero ¿qué es lo que busca exactamente?
– Otro.
– ¿Qué?
– Otro. El tercero.
«Falta uno. La tercera obra más importante. Tiene que estar en algún sitio. No debe de ser la copia exacta de uno de los cuadros de "Rembrandt". De hecho, ninguno de los otros dos es una copia exacta de las obras de Van Tysch… La adolescente, por ejemplo, no está desnuda y tampoco hay narcisos de las nieves a sus pies… pero la postura es idéntica a la de Annek…
Tiene que ser algo que recuerde a uno de los cuadros: un personaje, o un grupo de personajes… O quizá…»Intentaba recordar las obras tal como las había visto durante la sesión de firmas del día anterior: los personajes; las posturas; los trajes; los colores. «Igual que he identificado Desfloración y Monstruos, tengo que saber identificar éste.»
– Oiga, tranquilícese -pidió Zericky-. Está tirando los dibujos al suelo…
«Jura que vas a encontrarlo… Jura que lo vas a hacer… Jura que esta vez no vas a fallar…»A cada rato sorprendía un esbozo tachado: siempre cuatro aspas y dos líneas verticales. Pero no era cuestión de descifrar en aquel momento el significado de esa otra increíble coincidencia. Tampoco podía ocuparse del enigma más desconcertante de todos: ¿cómo había logrado El Artista acceder a aquellos dibujos? ¿Acaso se trataba de uno de los «estudiosos» a los que aludía Zericky? Y si no había accedido a ellos, ¿de qué otra forma había elegido el tercer cuadro que iba a destruir?
Todo a su tiempo, por favor.
La última estampa de aquella carpeta era una flor. Wood la apartó de un manotazo provocando la ira de Zericky.
– ¡Oiga, los va a romper si los trata de esa manera! -exclamó el historiador, y extendió la mano para arrebatárselos.
– No me toque -susurró Wood. Pero más que un susurro fue un ruido sibilante, un crujido de la garganta que heló la sangre en las venas a Zericky-. No intente tocarme. Termino en seguida. Lo juro.
– Tranquila -balbuceó Zericky-. Tómese su tiempo… Está usted en su casa…
«Debe de estar enferma», pensaba. Zericky no era un hombre rutinario, pero la soledad había sedado su vida. Todo lo imprevisto (un loco en su casa revisando dibujos, por ejemplo) le daba horror. Empezó a elaborar un plan para acercarse al teléfono y llamar a la policía sin que aquella sicópata lo advirtiera.
Wood abrió otra carpeta y descartó dos apuntes campestres. Un carboncillo con un bosque nocturno. Dibujos de pájaros. Naturalezas muertas, pero ningún buey desollado. Una niña con las manos en la cintura, pero no se parecía a la Niña en la ventana…
20.50 h
Mientras avanzaba por la pasarela, Bosch divisó a uno de los vigilantes. Su tarjeta roja era apenas perceptible en la tenue iluminación de los zócalos. El rostro era un borrón de sombras.
– ¿Señor Bosch? -dijo el hombre cuando él se identificó-. Soy Jan Wuyters, señor.
– ¿Cómo va todo, Jan?
– Tranquilo, hasta ahora.
Más allá de Wuyters se alzaba el tajante resplandor lineal del Cristo crucificado. La perspectiva lo hacía flotar sobre la cabeza de Wuyters como si éste fuera objeto de una especial protección divina.
– Pero yo me quedaría más tranquilo si hubiera más luces y pudiéramos ver bien la cara y las manos de la gente -añadió Wuyters-. Esto es un tugurio, señor Bosch.
– Tienes razón. Pero Arte es el que manda.
– Supongo que sí.
A Bosch le parecía de repente que Wuyters hacía muy bien de Wuyters en la oscuridad. Estaba casi seguro de que era él, pero, como en las pesadillas, leves detalles lo confundían. Le hubiera gustado contemplar aquellos ojos a la luz del día.
– Si debo serle sincero, señor, tengo ganas de que la exhibición de hoy termine -susurró la silueta de Wuyters.
– Comparto tu sentimiento por completo, Jan.
– Y este horrible olor a pintura… ¿No le arde a usted la garganta?
Bosch se disponía a replicar cuando de repente se desató el caos.
20.55 h
Wood miraba la acuarela con fijeza, sin mover un músculo. Zericky, que percibió su cambio de actitud, se inclinó sobre su hombro.
– Hermosa, ¿verdad? Es una de las acuarelas que le hizo Maurits.
Wood elevó la vista y lo observó sin entender.
– Era su esposa -aclaró Zericky-. Esa joven española.
– ¿Quiere usted decir que esta mujer era la madre de Van Tysch?
– Bueno -sonrió Zericky-, al menos eso creo. Bruno nunca la conoció, y Maurits destruyó casi todas las fotos que había sobre ella después de su muerte, de modo que Bruno sólo disponía de los dibujos de Maurits para saber cómo había sido su aspecto. Pero es ella. Mis padres sí la conocieron, y afirmaban que estos dibujos le hacían mucha justicia.
«Primero, ese recuerdo de su infancia. Luego, su padre y Richard Tysch. Por último, su madre. El tercer cuadro más personal.» Wood ya no albergaba ninguna duda. Ni siquiera necesitaba buscar más en las carpetas que aún quedaban sin revisar. Recordaba perfectamente de qué cuadro se trataba. Consultó la hora en una muñeca temblorosa.
«Aún queda tiempo. Seguro que aún queda tiempo. Ni siquiera ha concluido la exposición de hoy.»Dejó la acuarela sobre la mesa, cogió el bolso y sacó el teléfono móvil.
De súbito, algo parecido a una corazonada urgente, al escalofrío de un sexto sentido, la paralizó.
No, ya no queda tiempo. Ya es demasiado tarde.
Marcó un número.
Qué lástima que no hayas podido hacerlo perfecto, April. Hacer las cosas bien es hacerlas mal.
Aplicó el auricular al oído y escuchó el remoto grito de la llamada.
Porque lo cierto es que si te derrotan en la cosas pequeñas, perderás de inmediato en las grandes.
La voz del teléfono clamaba en la diminuta oscuridad de su oído.
20.57 h
Varias veces a lo largo de su vida Lothar Bosch se había enfrentado a una muchedumbre.
En ocasiones había formado parte de ella (pero, aun así, había necesitado protegerse de ella); otras, había sido uno de los encargados de frenarla. En cualquier caso, se trataba de una experiencia que conocía desde su juventud. Sin embargo, no había extraído ninguna enseñanza útil: pensaba que siempre había sobrevivido por puro azar. Una muchedumbre aterrorizada no pertenece a la clase de cosas que un hombre puede aprender a resistir, de igual forma que no se puede aprender a caminar por la espiral de un ciclón.
Sucedió muy rápido. Al principio hubo un grito. Luego, varios más. Instantes después, Bosch tomó conciencia de todo el horror.
El Túnel sonaba.
Era un clamor profundo de campanas subterráneas, como si el suelo sobre el que se encontraban tuviera vida y hubiera decidido levantarse para demostrarlo.
La oscuridad le prohibía un conocimiento exacto de la situación, pero podía oír el repique de la estructura metálica del techo y de las paredes del telón que tenía más cerca. «Dios mío, el armazón se está cayendo», pensó.
Entonces comenzó el pánico.
Wuyters, el agente que había estado hablando con él segundos antes, fue arrastrado por una riada de gritos, bocas abiertas y manos crispadas que intentaban aferrar el aire. Un émbolo de cuerpos empujó a Bosch contra el cordón de la barandilla. Durante un atroz instante se imaginó aplastado por la estampida, pero, por fortuna, aquel torrencial flujo de humanidad no iba en su dirección: sólo querían abrirse paso. El miedo les impelía a correr ciegamente hacia el extremo final del Túnel. Los pivotes que sujetaban el cordón no cedieron y Bosch pudo agarrarse a ellos para evitar caer del otro lado.
Lo peor era no ver nada, pensaba. Lo peor era aquella tiniebla de carnaval obsceno en la que sólo era admisible un movimiento delicado. Era como estar encerrado con un león bajo una manta de lana.
Una mujer gritaba desaforadamente junto a él, pidiendo paso. El hecho de que su aliento oliera a tabaco fue un detalle estúpido que se aferró con fuerza indecible al cerebro aterrorizado de Bosch. Creyó entender que llevaba a un niño de la mano y que pedía, por favor, que el monstruo la respetara, que al menos, por favor, no devorara a su pequeño retoño. Entonces la vio hundirse (¿se agachó?, ¿fue absorbida?) y reaparecer enarbolando como una bandera una figurita trémula y lloriqueante. Vamos, vamos, llévatelo de aquí, deseó decirle, llévate a tu hijo de aquí. Se disponía a intentar ayudarla cuando recibió otro impacto y cayó hacia atrás por encima del cordón.
Sintió que caía en el vacío. La oscuridad más allá de la pasarela era tan profunda que sus ojos no podían medir la distancia que los separaba del daño. Aun así, colocó las manos de parapeto y recibió el golpe en las palmas. Por un instante ni siquiera supo qué había ocurrido, por qué se encontraba en aquella rara posición, flotando en un espacio plano. Luego comprendió que los claroscuros debían de estar apagados.
Tenía que ser así, porque a lo largo del Túnel no veía ni una sola luz, ni un solo resplandor. Los cuadros se habían disipado en la tiniebla. El se encontraba en el vientre de esa tiniebla.
Intentó ponerse de rodillas, pero algo lo empujó desde atrás. La cosa, o el grupo de ellas, cruzó junto a él como una exhalación. Alguien había descubierto que más allá de las cuerdas de la pasarela podía haber otra salida, y ahora todos corrían hacia aquel mundo remoto. Quizá fuera cierto que las salidas de emergencia de los cuadros podían ser utilizadas por el público: aunque se hallaban más lejos, el acceso a las mismas estaba mucho más despejado. El problema era encontrarlas.
Logró incorporarse y comprobó que no tenía ningún hueso roto. A su alrededor se agitaban sombras aturdidas. Intentó guiarlas, ya que él sí conocía la existencia de las salidas. Comenzó a gritar ante un público que era como una manada de elefantes en la oscuridad de una tormenta.
– ¡Al fondo! ¡Al fondo!
Pero ¿al fondo de qué? La gente corría hacia las luces. Pero también era cierto que las luces se aproximaban. Un lápiz mágico pintó de blanco, con majestuosa rapidez, un rostro sudoroso y aterrado frente a Bosch. Luego la oscuridad añadió negro y el rostro desapareció. Otro pincel luminoso dibujó una mano abierta, el tejido de una camisa de verano, una silueta fugaz. Bosch, en medio de aquel Guernica del pánico, alzaba los brazos haciendo gestos de náufrago.
– Calma, calma -oyó.
Experimentó un notable alivio al distinguir palabras que significaban algo. Un jirón de coherencia con el que, al menos, podía establecer una comunicación. Y estaban las luces, sin duda eran linternas. Corrió hacia ellas como si la oscuridad que lo envolvía fuera un incendio y su cuerpo necesitara rociarse de resplandores. Apartó a empellones a alguien que también deseaba el privilegio de la luz. «La oscuridad es cruel -pensaba-. La oscuridad es inhumana -pensaba.»
– ¡Soy Lothar Bosch! -exclamó. Se palpó la solapa de la chaqueta. Había perdido su tarjeta de identificación.
– Calma, calma -repitió la voz que regalaba luces.
Un rayo lo enfocó, cegándolo. No le importaba: deseaba ser cegado antes que seguir ciego. Alzó las manos mendigando luz.
– Calma, no ha ocurrido nada -decía la voz en inglés.
A él le daban ganas de reír. ¿No había ocurrido nada?
Y entonces se percató de que, en efecto, fuera lo que fuese lo que había sucedido, parecía haber cesado. Ya no oía la siniestra vibración de la estructura metálica del Túnel.
La linterna pintó otra cara: una mujer del público que sollozaba intentando hablar. Bosch contempló aquella máscara de la tragedia con el mismo detenimiento con que había contemplado los cuadros momentos antes.
Emergió tambaleándose desde el infierno del Túnel, guiado por las linternas salvadoras y tan desconcertado como la gente que lo rodeaba. Aún no había anochecido, incluso había dejado de llover, pero el techo compacto de nubes grises atenuaba la fuerza del ocaso. Bajo aquel cielo sin colores, la plazoleta, por el contrario, se había convertido en una hemorragia de pintura. Era como si el Rijksmuseum hubiese reventado y poblado la calle de sueños de Rembrandt.
La Mesa y la Criada del Festín de Baltasar se ponían los albornoces ayudadas por los técnicos de Conservación. El Rey Baltasar, enmascarado bajo el pesado turbante de óleo, jadeaba con roncos y sonoros gemidos. Los soldados de La ronda nocturna enarbolaban lanzas y mosquetes como un ejército de cadáveres y mostraban asombro bajo sus rostros sanguinolentos. La chica con la gallina en la cintura, desnuda y pintada de dorado, era una llama trémula al pie de la furgoneta. En el brazo opuesto de la herradura, los Síndicos buscaban el refugio de los vehículos y los estudiantes de Lección de anatomía corrían con sus gorgueras blancas. El cuerpo azul pálido de Kirsten Kirstenman era transportado en parihuelas. Los óleos se mezclaban con los hombres. Al aire libre, las obras maestras de Van Tysch parecían la pesadilla postrera de un pintor agonizante. ¿Dónde podía estar Danielle? ¿Dónde se había exhibido La niña en la ventana? Bosch no lo recordaba. Se hallaba completamente desorientado.
De improviso cayó en la cuenta de que su cuadro se encontraba después del Festín. Recordó que había decidido no detenerse en este último para llegar a ella cuanto antes.
Vio a un hombre de Conservación al que reconoció. Estaba colocando una etiqueta, con gestos nerviosos, en el cuello de Paula Kircher, el Ángel de Jacob lucha contra el ángel. Paula desplegaba unas enormes alas en destellante color perla, adosadas a su espalda como un monstruoso e inútil paracaídas. Otro ayudante corría a proteger su valiosa desnudez ocre con un albornoz, pero era imposible colocárselo sin quitarle las alas, de modo que Paula se envolvió con él como si fuera una toalla. La gente que pasaba a su lado golpeaba sus plumas con la cabeza o los hombros; un bombero le arrancó una con el casco. Fue Paula quien respondió a la frenética pregunta de Bosch: parecía considerablemente más tranquila que el tipo que la etiquetaba.
– Junto al Cristo.
Señalaba una salida lateral. En aquel lugar no había ninguna furgoneta. «Dios mío, ¿dónde está? ¿La han evacuado ya?» Corrió hacia allí como un desesperado. Una agente de Seguridad del equipo de vigilantes internos estaba consolando a una mujer que, probablemente, era una persona y no un cuadro. Esto Bosch lo supo porque la mujer no estaba pintada. A su lado se hallaba una figura que sí era un cuadro: ropajes morados y rostro como un cardenal velazqueño, quizás uno de los personajes de La ronda. Bosch interrumpió a la agente con frases rápidas.
– No lo sé, señor Bosch. Puede que la hayan evacuado ya, pero no lo sé. ¿Por qué no prueba a llamar al control por radio?
– No tengo radio.
– Tome la mía.
La muchacha se quitó el micro y se lo entregó. Mientras lo ajustaba a su oído derecho, Bosch percibió que su corazón interpretaba música de piano. Era su teléfono móvil repicando en el interior de la chaqueta. Bosch ignoraba cuándo había empezado a sonar. El aparato, de repente, enmudeció. Decidió no preocuparse por el momento de aquella llamada. Luego la localizaría.
«Calma, calma, calma. Lo primero es lo primero.»La operadora de radio arañó su oído de inmediato con una voz maravillosamente nítida. «Como la voz de un ángel en medio del desastre», pensó Bosch. Pidió hablar con Nikki Hartel, en la roulotte A. La operadora parecía más que dispuesta a obedecerle, pero necesitaba el dígito de clave que el propio Bosch, siguiendo instrucciones de la señorita Wood, había ordenado usar a todo el mundo para hablar por teléfono o radio con los altos cargos. «Mierda.» Cerró los ojos y se concentró mientras la operadora esperaba. Por razones de seguridad, no lo había anotado en ningún sitio: lo había aprendido de memoria, pero en otro siglo, en otra era, en un momento en que el universo y sus leyes eran diferentes, antes de que el orden fuera abolido por el caos y Rembrandt y sus obras asaltaran Amsterdam. Pero presumía de buena memoria. Lo recordó. La operadora lo verificó.
Cuando escuchó la voz de Nikki, casi tuvo ganas de llorar.
Nikki parecía encontrarse peor.
– ¿Dónde te habías metido? -estalló su tono enérgico y juvenil en el auricular-. Aquí todos estábamos…
– Escucha, Nikki -cortó Bosch. Y se detuvo una fracción de segundo antes de proseguir.
«Sobre todo, es importante hablar con calma.»
– Supongo que tienes muchas cosas que contarme -dijo-. Pero, antes que nada, debo saber algo… ¿Dónde está Nielle? ¿Dónde está mi sobrina?
La respuesta de Nikki fue inmediata, como si hubiese esperado aquella pregunta desde el principio. Bosch agradeció una vez más su cuantiosa eficacia.
– A salvo, en la furgoneta de evacuación, no te preocupes. Todo está controlado. Lo que ocurre es que La niña en la ventana es un cuadro de una sola figura colocada libremente, como el Titus o la Betsabé, y por ello el equipo de Van Hoore la ha evacuado antes que otras pinturas más complicadas.
Bosch entendió perfectamente la explicación, y por un instante el alivio que sintió le impidió hablar. Entonces se dio cuenta de algo.
– Pero la mayor parte de los cuadros siguen aquí. Incluso están saliendo otra vez de las furgonetas. No lo entiendo.
– La evacuación se ha suspendido hace cinco minutos, Lothar.
– ¿Qué? ¡Eso es absurdo…! El terremoto puede repetirse en cualquier momento… Y quizá los toldos no aguanten otra vez la…
Nikki lo interrumpió.
– No ha sido un terremoto. Tampoco un defecto en la construcción de los toldos, como pensábamos hace un momento. Hoffmann acaba de llamarnos. Se trata de un asunto de Arte que todos ignorábamos, incluyendo Conservación y la mayoría del propio personal de Arte… Algo relacionado con el cuadro de Cristo, que, al parecer, era una acción interactiva con efectos especiales y nadie lo sabía.
– ¡Pero el Túnel se tambaleó de arriba abajo, Nikki! ¡Estaba a punto de caerse!
– Sí, aquí en la roulotte lo notamos porque los monitores vibraron, pero, por lo visto, no se hubiera caído jamás. Era un truco. Al menos, eso asegura Hoffmann. Afirma que todo estaba bajo control, que los cuadros no han sufrido desperfectos, y que no comprende muy bien por qué se ha desatado esta oleada de pánico. Insiste en que el movimiento del Túnel no fue tan violento y que resultaba obvio que se trataba de un detalle artístico porque comenzaba justo después de que el Cristo «expiraba» en la cruz lanzando un grito…
Bosch recordó en ese momento que todo había comenzado con un grito.
– En fin -dijo Nikki-, aquí no hemos entendido nada, claro, pero se trata de arte moderno y no hay que intentar entenderlo, ¿no…? Ah, y al Maestro y a Stein no hay quien los localice. Y Benoit está que se sube por las paredes…
Pese al doble alivio que sentía al saber que Danielle se encontraba a salvo y que la aparente catástrofe había sido menos grave de lo que imaginaba, algo semejante a la irritación empezaba a dominar a Bosch. Miró a su alrededor contemplando, bajo la creciente oscuridad de la tarde, las luces parpadeantes y el tumulto de policías más allá de las vallas. Oyó el lamento de las sirenas de ambulancias. Percibió la confusión que se adivinaba en el rostro de los cuadros, conservadores, agentes de Seguridad, técnicos y visitantes; el desconcierto y el miedo reflejado en los ojos de la gente con la que había compartido aquellos minutos angustiosos. ¿Un truco de Arte? ¿Un detalle artístico? ¿Y los cuadros no habían sufrido desperfectos? «Pero ¿y el público, Hoffmann? ¿Te olvidas del público?» ¡Posiblemente había gente malherida…! No podía comprenderlo.
– ¿Lothar?
– Sí, Nikki, dime -respondió Bosch, aún indignado.
– Lothar, antes de que se me olvide: nos ha llamado ¡a señorita Wood por lo menos cien veces. Quiere saber, y cito textualmente, «dónde diablos te metes y por qué no respondes al teléfono»… Aquí hemos procurado explicarle lo sucedido, pero ya sabes cómo es la jefa cuando se enfada. Empezó a maldecirnos a todos. Le daba igual que el mundo se hubiera hundido y que tú te encontraras debajo, quería hablar contigo, sólo contigo, nada más que contigo. Urgentemente. Ahora mismo. ¿Sabes su número?
– Sí, creo que sí.
– Si aprietas el botón de llamadas perdidas, saldrá ella con toda seguridad. Que te sea leve.
– Gracias, Nikki.
Mientras marcaba el número de Wood, Bosch consultó la hora: 21.12. Un repentino golpe de brisa con olor a óleo agitó los faldones de su chaqueta y bañó su espalda sudorosa, haciéndolo sentirse mejor. Observó que los técnicos de Arte estaban trasladando a los cuadros fuera de la plazoleta. Sin duda pensaban reunidos en las roulottes. Casi todos los cuadros llevaban albornoces. Las alas del Ángel brillaban entre la multitud.
Se preguntó qué sería eso tan importante que Wood tenía que decirle.
Se llevó el teléfono al oído y esperó.
21.12 h
Danielle Bosch se encontraba en el interior de la furgoneta a oscuras. El vehículo se había detenido en algún sitio pero ella no sabía por qué. Supuso que quizás el conductor esperaba la llegada de alguien. Lo cierto era que el tipo no hablaba con ella, no le explicaba nada. Se limitaba a permanecer sentado en silencio tras el volante, en la oscuridad, una silueta apenas recortada por el débil resplandor del parabrisas. Danielle, en su asiento, asegurada con cuatro cinturones, respiraba tranquila intentando mantener la calma. Aún seguía vestida con el largo camisón blanco de La niña en la ventana y pintada con las cuatro espesas capas de óleo que exigía su figura. Cuando sintió el terremoto pensó que alguna de las capas se habría desprendido de su piel, pero ahora comprobaba que no era cierto. Se había puesto a recordar a sus padres. Una vez pasado el susto, tenía ganas de hablar con ellos y también con su tío Lothar para decirles que se encontraba bien. En realidad, no le había ocurrido nada: instantes después de que el Túnel hubo empezado a temblar, aquel señor tan amable se había acercado a ella y la había guiado hacia el exterior iluminando el camino con una linterna. Luego, tras asegurarla al asiento de la parte trasera de la furgoneta, había salido de Museumplein. Danielle ignoraba qué camino habían tomado. Ahora, tras aparcar en la oscuridad, el conductor esperaba.
De repente su silueta se movió, se puso en pie y miró hacia donde ella estaba. La niña lo contempló un poco inquieta. Era un hombre alto y, al parecer, muy fuerte. Entonces se acercó.
A la escasa luz que aún persistía en el interior del vehículo, Danielle pudo comprobar que el hombre sonreía.
21.15 h
Inmediatamente después de hablar con Wood, Lothar Bosch se puso en contacto con Nikki a través del micro. Sus manos temblaban.
«Es imposible. April se equivoca esta vez.»Nikki se mostró tan sorprendida como él ante su primera pregunta.
– ¿Los cuadros evacuados? Por Dios, Lothar, están perfectamente. Un poco asustados, supongo, pero sin desperfectos. Los han trasladado al hotel, pero no están recogidos. Continúan dentro de las furgonetas estacionadas en el aparcamiento del hotel.
Se trataba de una medida adicional de seguridad. Los cuadros sólo podían ser guardados en las habitaciones por el personal correspondiente. La única responsabilidad del equipo de evacuación consistía en alejarlos de un posible peligro.
– Así pues, ¿se encuentran en el aparcamiento del hotel? -insistió Bosch.
– Exacto. Se discutió en la última reunión, ¿recuerdas? Decidimos descartar el traslado inmediato al Viejo Atelier porque Alfred dijo que el Atelier estaría vacío y cerrado esta noche y no queríamos añadir personal de guardia…
Bosch lo recordaba. Hubiera colgado en ese momento, pero las órdenes de Wood eran tajantes: tenía que asegurarse.
– ¿Están todos los cuadros en el aparcamiento ahora mismo?
– Todos. ¿Qué es lo que temes?
– ¿Los localizadores de las furgonetas funcionan?
– Perfectamente. Tenemos las señales en pantalla ahora mismo.
– ¿De todas?
Nikki habló con paciencia maternal.
– De todas, Lothar. No te preocupes más por Danielle. Está guardada en una furgoneta blindada y…
– ¿Puedes decirme los cuadros que han sido evacuados?
– Naturalmente. -Nikki hizo pequeñas pausas tras cada uno de los títulos, y Bosch pensó que los leía en la pantalla-. Betsabé, La niña en la ventana, La novia judía, Titus y Susana sorprendida por los ancianos.
– ¿Sólo esos cinco?
– Sólo. Los demás estaban a punto de salir cuando la evacuación se suspendió.
– ¿Las señales de los cinco vehículos aparecen correctamente en pantalla ahora mismo?
– Respuesta afirmativa. ¿Sucede algo, Lothar?
Bosch titubeaba con el auricular en la mano.
– ¿Hay alguien más con los cuadros aparte del personal de' emergencia?
– Los vigilantes del aparcamiento. Y un equipo de Seguridad se dirige hacia allí. Llegarán en seguida.
Bosch podía creer eso. El hotel elegido para albergar a los cuadros era el Van Gogh, muy próximo al Barrio de los Museos. Se podía ir caminando desde el Museumplein.
– Martine me hace una seña -informó Nikki en ese momento-. Continuamos recibiendo las cinco señales, Lothar. Todo marcha bien, te lo aseguro. Están en el aparcamiento, esperando instrucciones.
¿Qué más le quedaba por preguntar? Sospechaba que el temor de la señorita Wood era infundado.
Rezaba para que, esta vez, Wood estuviera equivocada.
21.17 h
La sombra del conductor se agachó junto a Danielle. La oscuridad en aquella zona de la furgoneta era aún mayor y Danielle apenas logró entrever unos bonitos ojos azules y una rígida sonrisa.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó el hombre en nítido holandés.
– Sí.
– Menudo susto, ¿no?
Danielle asintió. El hombre, en cuclillas junto a su asiento, la miraba sonriente.
– ¿Qué estamos esperando? -preguntó Danielle.
– Órdenes -dijo el hombre.
Ella no sabía por qué, pero aquella oscuridad y aquel silencio la atemorizaban un poco. Afortunadamente, el hombre parecía tranquilizador, con su amable sonrisa.
21.18 h
De repente a Bosch se le ocurrió otra pregunta.
– Nikki, ¿qué cuadro fue el primero en ser evacuado? ¿Lo sabemos?
Nikki se lo dijo.
– En menos de un minuto estaba en la furgoneta -añadió, risueña-. Todo un récord. El agente de evacuación se movió muy rápido… ¿Lothar…? ¿Sigues ahí…?
Un silencio.
Un silencio muy largo. Nikki pensó que la comunicación se había cortado. Entonces oyó de nuevo a Bosch.
– Nikki, escúchame con atención. Comunícate con Alfred y Thea… También con Gert Warfell. Se trata de una emergencia… No me hagas preguntas, por favor… Quiero que un equipo de Seguridad acordone el hotel en menos de diez minutos… Prioridad absoluta…
Cuando colgó, miró a su alrededor, aturdido. Un altavoz había empezado a distribuir frases de calma. El jefe de bomberos se dirigía al público para anunciar que lo sucedido no se debía a un desperfecto del Túnel y que no era de temer que volviera a ocurrir. La policía también pedía calma. Ésa era la petición general. Todo el mundo, en todas partes, intentaba calmarse. La gente alrededor de Bosch comenzaba a sonreír de nuevo. La tragedia se deslizaba suavemente hacia la anécdota.
Pero dentro de Bosch el horror proseguía.
Intuía que la señorita Wood tenía razón una vez más.
Nikki acababa de decirle que el cuadro que había sido evacuado en primer lugar era Susana sorprendida por los ancianos. Y Wood, momentos antes, le había dicho: «Es Susana sorprendida por los ancianos. Ése es el cuadro que ha elegido esta vez, Lothar».
21.19 h
Después de llevarlos al Viejo Atelier e introducirlos en una de las cabinas de ensayo del primer sótano, el conductor había mostrado su permiso. Era una tarjeta color turquesa. Aquel permiso, decía, le facultaba para realizar los retoques precisos en el cuadro. Clara no fue la única sorprendida: observó que los Ancianos también miraban al conductor con extrañeza. ¿Significaba eso que era pintor?, preguntó el Primer Anciano, Leo Krupka (así se había presentado a Clara momentos antes), el lienzo que ella había visto en el aeropuerto de Schiphol. El conductor dijo que no era pintor, sólo uno de los encargados de mantener el cuadro en perfecto estado. ¿Y no era eso tarea de Conservación? (pregunta de Frank Rodino, el Segundo Anciano, alto y corpulento). Sí, pero también de Arte. Arte realizaba un «mantenimiento» con todas sus grandes obras, aunque no se preocupaba por la salud de las figuras sino por sus propias prioridades. El conductor tenía órdenes de evacuar el cuadro y guardarlo, en efecto, pero no sin antes ajustar su tensión. Una obra como aquélla no podía, sencillamente, empaquetarse y enviarse a casa.
El joven había sido muy eficaz. Casi coincidiendo con el inicio de aquel temblor que había sacudido las paredes del Túnel, se había acercado a ellos y había pronunciado en inglés la palabra «evacuación». Los condujo hacia el exterior y los guardó en la furgoneta con notable rapidez. Apenas se detuvo para entregarle un albornoz a Clara, que iba desnuda, con el óleo tensando su piel. Los Ancianos ni siquiera se habían despojado de los ropajes del cuadro. Luego, cuando cambiaron de furgoneta en el aparcamiento del hotel, les explicó que el Túnel había estado a punto de caerse y que sus órdenes eran evacuar el cuadro y llevarlo al Viejo Atelier. Hablaba un inglés culto y fluido teñido de un acento que Clara no lograba identificar. Era guapo, aunque quizá muy delgado, y lo más llamativo de su aspecto seguían siendo aquellos ojos en un azul muy tenue.
En la cabina de ensayo donde se encontraban había una mesa con un maletín y una bolsa de hule que parecían pertenecer al conductor. También estaban las cajas de etiquetas de las tres figuras. El conductor repartió las etiquetas y pidió que se las colocaran. Rodino, con su enorme corpulencia, tuvo dificultades para encorvarse y buscar su tobillo. Luego los hizo sentarse en sillas, como buenos alumnos, y él se quedó de pie junto a la mesa.
Les dijo que se llamaba Matt. Trabajaba en la Fundación haciendo un poco de todo.
– Justo lo que voy a hacer ahora. Un poco de todo.
Matt procuraba que las figuras lo comprendiesen. Continuamente buscaba en las miradas de Krupka y Clara -que no eran angloparlantes nativos- algún indicio de confusión, entonces repetía la frase, o si surgía alguna palabra oscura, hacía gestos, o la cambiaba por otra. Eso los obligaba a estar atentos, pese al cansancio que sentían. Se había quitado el chaleco verde con las palabras «Equipo de Evacuación», y se había quedado en camisa y pantalón. Ambos eran blancos. También el rostro. Todo Matt era un cúmulo de blancura.
– ¿Qué vamos a hacer? -indagó Krupka.
– Os lo explico ahora.
Se dio la vuelta y abrió el maletín. Sacó algo. Eran unos papeles.
– Esto es una parte importante en el mantenimiento de tensión del cuadro, pero no me preguntéis por qué. Ya tenéis experiencia suficiente para saber que vuestra obligación consiste en acatar los deseos del artista, aunque parezcan absurdos.
Estaba repartiendo los papeles. Empezó por Krupka, siguió con Rodino y pasó a Clara. Sus ojos eran muy expresivos, enterrados en una máscara de piel tersa.
El papel contenía un pequeño texto en inglés. Se trataba de unas palabras que a Clara se le antojaron incomprensibles, una especie de divagación filosófica sobre el arte. Cada uno de ellos -explicó Matt- leería por turno mientras él grababa sus voces. Era importante leer bien, en voz alta y nítida. Si fuera necesario, la grabación se repetiría.
– Luego avanzaremos más -agregó.
21.25 h
Los peores presagios de Bosch se vieron cumplidos cuando el equipo de Seguridad llegó al hotel y encontró vacía la furgoneta de Susana. Fue entonces cuando descubrió de qué manera tan cuidadosa había sido planeado todo. Otra segunda furgoneta había estado esperando allí, y El Artista, sencillamente, había trasladado el cuadro a ella. La señal de la furgoneta estacionada continuaba llegando pero la obra ya no estaba en su interior. Por fortuna, uno de los vigilantes del aparcamiento le había visto realizar el traslado, y por ello contaban con la descripción de la segunda furgoneta. El vigilante afirmaba que en ella sólo viajaban el conductor y las figuras.
Van Hoore y Spaalze habían respondido de inmediato a las llamadas de Bosch. El agente de evacuación destinado a Susana se llamaba Matt Andersen, de veintisiete años, un individuo «eficiente, con experiencia, fuera de toda sospecha», según Spaalze. Sus huellas digitales, voz y medidas no correspondían con los datos morfométricos de El Artista, pero Bosch, que empezaba a comprender la cuantiosa ayuda que éste recibía desde la Fundación, no se interesó por ese aspecto. Era fácil para cualquier alto cargo acceder a los datos morfométricos y alterarlos.
– Lothar, yo no soy responsable… -temblaba la voz de Van Hoore en el auricular-. Si Spaalze asegura que Andersen es de fiar, yo debo creérmelo, ¿comprendes…?
– Tranquilo, Alfred. Ya sé que estás desconcertado. Yo también.
Van Hoore se había venido abajo. Parecía un niño lloriqueante salpicando de saliva el micrófono.
– ¡Por Dios, Lothar, por Dios! ¡Yo mismo hablaré con Stein, si es preciso! ¡El equipo de evacuación está formado por agentes veteranos, gente de confianza…! ¡Dile a Stein, por favor, que…!
– Cálmate. Nadie es responsable.
Era cierto. O nadie, o todos. Mientras soportaba la angustia de Van Hoore desde el confesionario del auricular, Bosch iba de un lado a otro dando órdenes y explicaciones. Comprobó que los demás reaccionaban con la misma incredulidad que él. Lo inesperado no puede mezclarse con lo inesperado: un rayo no golpea dos veces en el mismo sitio. Warfell, por ejemplo, no supo pronunciar ni media palabra cuando Bosch le informó. Imposible, parecía exclamar su silencio. «La única tragedia permitida es la del Túnel, Lothar, ¿qué me vienes contando ahora? ¿Que uno de los cuadros ha desaparecido?»Con Benoit se llevó una sorpresa. Lo encontró en la calle, rodeado de policías antidisturbios, miembros de Protección Civil, bomberos y, probablemente, un destacamento entero de soldados, pero cuando se acercó a él, Benoit le hizo una seña, lo llevó aparte y le enseñó disimuladamente la etiqueta amarilla atada a su muñeca.
– No soy el señor Benoit -murmuró con voz gangosa y acento foráneo sujetando firmemente el codo de Bosch-. Soy un retrato suyo. El señor Benoit me ha dejado aquí en su lugar, pero no se lo diga a nadie, por favor…
Cuando se recuperó de la sorpresa, Bosch comprendió que Benoit debía de estar aún más angustiado que él, y había colocado aquella obra a modo de pantalla. Recordó el chiste del maniquí en el mostrador de la sección de reclamaciones. Se preguntó si el modelo sería el ugandés.
– Necesito hablar con el señor Benoit -le dijo Bosch.
– El señor Benoit está oyéndole ahora mismo -respondió el retrato. La cerublastina había hecho una magnífica labor: los rasgos eran exactos-. Tome mi radio, puede hablarle desde ella.
Benoit, en efecto, lo estaba oyendo todo. A juzgar por el tono de su voz, se encontraba en el nirvana absoluto: no ocurre nada, no tengo la culpa de nada, nada va a salir mal. Se negó a revelarle a Bosch el lugar donde se había escondido. Afirmó que no se trataba de una retirada sino de un repliegue táctico.
– ¡El señor Fuschus-Galismus no nos contó nada, Lothar! -gimió-. Me refiero a lo del Cristo y el «terremoto» del Túnel. ¡Hoffmann sí lo sabía, pero nosotros no…!
El Artista también lo sabía, pensaba Bosch.
Cuando logró encajar alguna palabra entre la frenética verborrea de Benoit, explicó lo ocurrido con Susana. Benoit enmudeció repentinamente en el auricular.
– ¡Lothar, dime que esto no es el fin del mundo!
– Lo es -dijo Bosch.
Prometió mantenerlo informado y le entregó la radio al retrato. En ese momento divisó un desfile de furgonetas penetrando en Museumplein: los cuadros evacuados regresaban. Estaban todos, excepto Susana. De una de las furgonetas se bajó Danielle. La niña era una cosa diminuta entre altísimos hombres de traje oscuro. Su pelo castaño, su cuerpo brillante de ocres y su rostro de mármol parecían una ilusión óptica. Lo primero que hizo al bajar del vehículo fue alzar el pie y comprobar que la radiante firma en su tobillo izquierdo seguía allí.
Bosch no pudo evitar sentir un nudo en la garganta al verla hacer eso. Comprendió lo importante que era para ella aquella maravillosa aventura, y por un momento casi estuvo de acuerdo con la decisión de sus padres. Sabía que no iba a poder abrazarla porque estaba pintada y llevaba encima la ropa del cuadro, pero se acercó.
Nielle iba de la mano del conductor de la furgoneta de evacuación, un hombre alto y fornido de agradable sonrisa. Estaba muy contenta. Al ver a Lothar, sus ojos rodeados de óleo blanco se dilataron.
– ¡Tío Lothar!
Fue muy difícil convencerla de que no lo abrazara.
«¿Estás bien?», le preguntó él. Ella le dijo que sí. ¿Adónde la llevaban? La trasladaban a una de las roulottes de Arte: querían reunir a todos los cuadros allí antes de guardarlos en el hotel. No, no había tenido miedo. El conductor había estado con ella todo el tiempo y eso la había ayudado a no asustarse. Sus padres ya habían sido informados de que se encontraba bien. Quiso contarle a Bosch una anécdota, pero no pudo acabar de hacerlo (los agentes tenían prisa). Por lo visto, Roland se había puesto muy nervioso cuando le explicaron que su hija «no había sufrido desperfecto alguno». Roland ignoraba que ésa era la frase usual en relación con los cuadros y al principio había creído que se referían sólo a la pintura que cubría su piel. Su padre había replicado: «Me da igual si se ha desteñido o no. ¡Quiero saber qué tal se encuentra mi hija!». Aquellas palabras hacían reír a Danielle hasta las lágrimas. Bosch podía comprender la angustia de Roland, pero no lo compadecía. «Aguántate en nombre del arte», pensaba. Se despidió de su sobrina y la archivó en algún lugar seguro de su mente. No quería que nada lo estorbase en aquel momento.
En la roulotte A todo el mundo desplegaba una actividad febril. Nikki estaba en contacto permanente con la policía y con el equipo de Thea van Droon. Aunque resultaba absurdo suponer que habían actuado a tiempo, la KLPD había establecido controles de carretera en todas las salidas de Amsterdam. Un inspector de policía quería hablar con Bosch para pedirle detalles, pero éste no disponía de tiempo. «No existo para nadie», dijo. Se sentó junto a Nikki, frente a uno de los terminales informáticos que conectaban con el Atelier.
– Ni rastro de la furgoneta todavía, Lothar -comentó Nikki-. ¿A quién demonios estamos buscando? ¿Se relaciona con nuestra tarea de encontrar a Póstumo Baldi?
No era hora de ocultar nada, pensó Bosch. Al diablo con el gabinete de crisis: en aquel momento todo estaba en crisis.
– Así es. Pero no importa si es Baldi o no lo es. Está loco y va a destruir Susana si no lo impedimos…
– Dios mío.
Bosch observaba en el ordenador las imágenes de Susana sorprendida por los ancianos. El lienzo femenino era de nacionalidad española, tenía veinticuatro años y se llamaba Clara. Los Ancianos eran un húngaro -Leo Krupka- y un norteamericano -Frank Rodino-, un poco más jóvenes que Bosch. Rodino, el norteamericano, era un individuo inmenso y quizá representara algún tipo de obstáculo para El Artista, en el improbable caso de que hubiera un enfrentamiento entre ambos.
«Piensa en positivo, Lothar.»Durante un instante no hizo otra cosa que contemplar aquellas imágenes. En particular, el rostro de la chica. La muchacha le devolvía tranquilamente la mirada desde la fotografía.
«No es una chica, es un lienzo. Somos lo que los demás pagan para que seamos.»Bosch no la conocía, nunca había hablado con ella. Leyó su nombre completo e intentó pronunciarlo en voz baja. El apellido le costaba cierto trabajo. Rieyes. Reies. Rayes. La señorita Rieyes o Reiyes era de Madrid. Hendrickje y él habían veraneado alguna vez en Mallorca y Bosch había visitado Madrid, Barcelona, Bilbao y otras ciudades españolas debido a diversas exposiciones. Nada de eso importaba en aquel momento, pero recordar tales detalles le ayudaba a pensar en ella como en un ser humano en peligro. Clara Raiyes o Clara Reies miraba de manera expresiva y dulce, pero en el fondo de sus ojos latía una luz que ni siquiera la informática de la foto había podido camuflar. Bosch intuyó que se trataba de una chica llena de vida e ilusiones, de deseos de hacer las cosas bien, de esforzarse al máximo. Pensó en Emma Thorderberg y en su enérgica alegría. Clara le recordaba un poco a Emma. ¿De qué forma iban a pagar Wood y él, y también la Fundación y el maldito pintor cuyas obras custodiaban, de qué manera pagarían todos la destrucción de las ilusiones de aquella chica? ¿Cómo restauraría «abuelito Paul» la vida y la felicidad que emanaban de su semblante? ¿Acaso Kurt Sorensen conseguiría encontrar alguna compañía de seguros que pudiera devolverle la vida? ¿Cuánto dinero valía torturarla hasta la muerte? Era cosa de preguntarle a Saskia Stoffels.
«No es una chica, es un lienzo…»Se imaginó de repente la mirada de Póstumo Baldi posada sobre ella. Una mirada azul y vacía como un cielo pintado en un cuadro. Sus ojos son espejos. Y el giro de la cuchilla del cortalienzos cada vez más cerca de aquel rostro…
Piensa en positivo. Pensemos en positivo. Vamos a pensar todos en positivo.
«Al diablo.»Se apartó del ordenador de un salto.
– Nikki, consígueme una furgoneta y tres agentes. No hace falta que sean de los grupos de asalto. Tres agentes armados, tan sólo.
Ella lo miraba, sorprendida.
– ¿Qué piensas hacer, Lothar?
Exacto. Esa era la pregunta. ¿Qué piensas hacer, Lothar? Algo. Lo que sea, pero algo. No soy artista ni me gusta el arte moderno, de modo que tengo que hacer algo. No sirvo para otra cosa: tengo que hacer, debo hacer. Ya basta de pensar en positivo: ha llegado la hora de actuar en positivo, ¿no, Hendri?
– Te recuerdo que toda la policía de Amsterdam está detrás de ese tipo ahora mismo -agregó Nikki. En sus ojos, Bosch advirtió un brillo distinto. ¿Era preocupación por él? Le hizo gracia.
– Recordado queda -asintió.
– Tendrás la furgoneta y los hombres en seguida -repuso Nikki, y no hubo más conversación.
21.30 h
Gustavo Onfretti los contemplaba uno a uno. Seguían pintados y disfrazados. Los alumnos de Lección de anatomía llevaban sus puritanos trajes oscuros y sus gorgueras, y los Síndicos, sus sombreros de ala ancha. Kirsten, la mujer-cadáver, flexionaba su fantástica y cruda anatomía en un asiento del extremo final de la roulotte. Él mismo estaba sentado junto a las modelos del Buey y todavía vestía el taparrabos de color ocre. Su cuerpo pintado de tierra y amarillo resplandeciente le dolía debido al dilatado esfuerzo en la cruz, de la que acababa de ser descolgado hacía apenas media hora. Conservación había reunido a todos los lienzos en las roulottes de Arte. Querían asegurarse, sin duda, de que se encontraban en buen estado y no habían sufrido desperfectos.
El estado de Onfretti era aceptable, pero la expresión asombrada de su rostro parecía la de un resucitado.
¿Por qué nadie sabía nada sobre los efectos especiales de su cuadro, si todo había sido planeado por el Departamento de Arte con mucha antelación? ¿Por qué Conservación no había sido informada de que el Cristo era una acción interactiva y en determinado momento «fallecía» y la tierra temblaba y se oscurecía?
Recordaba la dedicación con que Van Tysch lo había planeado todo durante las largas semanas de trabajo en Edenburg. «Una experiencia estremecedora», había anotado Onfretti en su diario. El instante de su supuesta «muerte», con los gritos y el temblor mecánico del Túnel, había sido pintado y retocado hasta la saciedad. El Maestro le había advertido que era muy importante que aquel acontecimiento se produjera en el momento preciso, y había hecho instalar una pequeña luz de aviso en el extremo opuesto del Túnel para que Onfretti supiera cuándo debía empezar a gritar. Pero se suponía que el público y el personal de Conservación y Seguridad estaban al tanto y que los «temblores» serían de escasa entidad. Eso, al menos, le había dicho Van Tysch.
Se preguntaba por qué el Maestro le había mentido.
Al acabar de pintarlo, Van Tysch lo había besado en la mejilla. «Quiero que te sientas traicionado por mí», le había dicho, sutilmente.
Ahora Onfretti pensaba que quizás aquella frase había sido algo más que una sutileza.
21.31 h
Mientras Bosch salía de la roulotte, razonó algo.
Si El Artista había sacado el cuadro fuera de Amsterdam, entonces no se podía hacer nada. Tendría que dejar que la policía o el equipo de asalto dieran con el paradero de la furgoneta y rogar para que llegaran a tiempo. Pero ¿y si había decidido destrozarlo en Amsterdam? Pensó en varios lugares posibles, y descartó de inmediato los parques y zonas públicas. También los hoteles, ya que las figuras aún estaban pintadas y podían llamar la atención. Entonces pensó en el hombre que ayudaba a El Artista desde la Fundación. ¿Podía haberle facilitado un lugar tranquilo para que la destrucción se llevara a cabo sin problemas? Si era así, debía de haber previsto que toda la policía de Amsterdam iba a lanzarse a buscar el cuadro de inmediato. El lugar, por tanto, tenía que ser completamente seguro. Un sitio amplio, abandonado…
Entonces recordó lo que Nikki le había comentado momentos antes.
En la última reunión, Van Hoore había propuesto que los cuadros evacuados no se dirigieran al Viejo Atelier, porque estaría «cerrado y vacío», según le había dicho el propio Stein.
Cerrado y vacío.
Era una oportunidad entre mil, y estaba seguro de que iba a equivocarse, pero era necesario apostar. Hagamos caso a las intuiciones, ¿verdad, Hendri, cariño?
Vio aproximarse a los agentes. Supuso que eran los que Nikki le enviaba. Corrió hacia ellos pensando que quizá resbalaría en el empedrado húmedo. La lluvia, ahora, era densa.
– ¿Y la furgoneta? -le preguntó al primero. Reconoció a Jan Wuyters, con quien había charlado en el Túnel antes de que todo se viniera abajo. Le pareció buen presagio el hecho de que siguieran juntos.
La furgoneta estaba aparcada en Museumstraat. Corrieron hacia ella bajo el diluvio. La gente de la plaza se había ido dispersando, pero aún quedaban coches de policía y ambulancias.
– ¿Adónde vamos? -le preguntó Wuyters mientras entraban en el vehículo.
– Al Viejo Atelier.
Podía estar equivocado, desde luego, pero había que apostar, había que apostar.
La cara de la muchacha. La cuchilla giratoria.
Era preciso apostar.
21.37 h
– Es extraña la sensación que causa todo esto sin mobiliario ni adornos, ¿verdad? Los cuartos de huéspedes tienen camastros, y no son ni peores ni mejores que el del Maestro. Más que monacal, parece vacío, abandonado… Pero este olor a pintura le da un aire distinto: como si fuese algo nuevo, a punto de ser estrenado, ¿no le parece…?
Stein era como un guía comentando las características del lugar a los turistas. Indicó a Wood que lo siguiera con un gesto de la mano. Escogieron una salida a la izquierda y se introdujeron en un mundo de ecos y tinieblas.
– No es tan extraño, de todas formas. Solemos decorar nuestros hogares con cosas que encontramos en nuestros viajes. Van Tysch ha hecho lo mismo. Pero es que sus viajes siempre han sido interiores. Todo esto es producto de lo que encontró dentro de sí. Los souvenirs de su mente. Cuando entré por primera vez en el castillo ya reformado pensé que era muy holandés. Ya sabe, el constructivismo, el pulcro arte de Mondrian, las figuras ilusorias y geométricas de Escher… Pero me equivocaba: en Van Tysch la desnudez no es decoración, sino vacío; no arte, sino su ausencia. Venga por aquí.
En la voz de Stein había fatiga. Un acento de cosa irremediable se desprendía de sus palabras. Parecía distraído por una idea inconcreta, como si sus pensamientos fueran seres vivos y diminutos revoloteando a su alrededor.
La señorita Wood sostenía la acuarela que se había llevado de casa de Victor Zericky. Mostraba a una mujer desnuda arrodillada en el suelo e inclinada hacia adelante con la cabeza ladeada mirando al espectador. Wood había reconocido en seguida la postura de Susana tal como la había visto en el Atelier durante la sesión de firmas. Podía comprender que, al contemplar aquella acuarela de niño, la mente del pequeño Bruno se hubiera encendido de sueños. Y también podía comprender que, de adulto, deseara repetirla en la figura indefensa y deseable de la Susana de Rembrandt. Los puentes tendidos entre el pasado y el presente, entre la vida y la obra, eran frecuentes en cualquier pintor. Lo desconcertante en este caso eran las implicaciones. Había decidido ir al castillo a conocerlas. «Tendrá que dejarme pasar y responder a mis preguntas», pensaba. Pero quien la recibió, de pie en la puerta del patio interior, fue Jacob Stein.
Ahora recorrían un pasillo. Al fondo podía vislumbrarse un patio con el suelo ajedrezado. La noche derramaba su tintura de luna sobre las lejanas baldosas.
– ¿Quién ayuda a Póstumo Baldi? -preguntó Wood-. Es obvio que no ha trabajado solo. ¿Quién le ha informado de todo? ¿Quién le ha facilitado tarjetas, códigos, accesos, turnos de agentes de recogida, costumbres de los cuadros? ¿Y quién le avisó de lo que ocurriría hoy en el Túnel y de la hora exacta a la que ocurriría?
En el rostro de Stein flotaba una sonrisa desvaída.
– De modo que sabe, incluso, que se trata de Póstumo Baldi… Ah, galismus, nuestro perro guardián, nuestro querido y hermoso perro guardián… Van Tysch solía decirme: «Ten cuidado con ella. Olfateará el rastro y morderá la presa antes de tiempo. Es la única que puede hacerlo». Y tenía razón. Es usted perfecta.
El elogio la estremeció.
– Conteste a mis preguntas, por favor.
– ¿Cuándo supo que éramos nosotros? -preguntó Stein a su vez.
El cerebro de Wood pensaba a velocidad vertiginosa.
– No lo he sabido nunca -dijo. Y añadió-: ¿Por qué Van Tysch iba a querer destruir sus propias obras?
– ¿Destruir? Fuschus, señorita Wood, ¿quién dice tal cosa? Nosotros somos creadores, no destructores. Somos artistas.
Atravesaron el patio embaldosado. La señorita Wood jamás había visitado aquella zona del castillo de Edenburg. Era impresionante: suelos y paredes desnudas, sin pintar. El único detalle arquitectónico consistía en columnas de fuste liso. La noche, por encima, tenía el mismo aspecto terso del mar en la oscuridad.
– Aunque, a decir verdad, no quiero atribuirme la autoría de esta obra -agregó Stein, en tono distraído.
Penetraron en una nueva sala, embaldosada y vacía. Al fondo había otra puerta, pero ésta parecía diferente de algún modo. Wood continuaba tensa. Sabía que la actitud de Stein tenía como fin dejarla indefensa sin necesidad de enfrentarse a ella. Stein estaba acostumbrado a manipular a las personas, no a superarlas. Tal pensamiento la mantenía alerta.
La puerta era metálica y poseía una cerradura con combinación de seguridad. Stein tecleó en el panel, abriéndola con un chasquido y desvelando un interior oscuro. Luego se volvió hacia Wood con aire teatral.
– La obra es sólo del Maestro. Pero él estaría satisfecho de saber que usted será una de las primeras personas en contemplarla.
Y la invitó a pasar.
21.40 h
El joven llamado Matt había ido de uno a otro alzando la grabadora portátil frente a ellos como un objeto sagrado. Los párrafos eran breves y no habían tardado mucho en leerlos. Krupka y Clara tuvieron que repetir una frase en la que habían titubeado demasiado. A Clara le costaba cierto esfuerzo concentrarse en lo que leía, y no menos en lo que escuchaba decir a los Ancianos. Era una lástima, porque parecían reflexiones muy interesantes sobre el verdadero significado del arte. La palabra «destruction» se repetía en los tres párrafos. Por otra parte, intuía que el hecho de que entendieran o no lo que estaban leyendo carecía de importancia. Una de las frases que le tocó leer le resultó llamativa. Podía traducirse como: «El arte que sobrevive es el arte que está muerto». La pronunció con la debida reverencia.
Matt apagó la grabadora, satisfecho. La siguiente orden no cogió a Clara por sorpresa -la estaba esperando-, pero su ansiedad aumentó varios grados. De hecho, comprobó que temblaba mientras obedecía con rapidez.
Matt les había pedido que se desnudaran.
Los Ancianos tardaron mucho más que ella en hacerlo. Ni siquiera sabían muy bien cómo quitarse aquellas pesadas ropas pintadas de óleo sin ayuda. A ella le bastó con despojarse del albornoz. Luego lo dobló y lo dejó sobre la silla. Krupka se desnudó antes que Rodino, que no solamente pugnaba con su enorme túnica sino que parecía vacilante, como si no comprendiera muy bien por qué hacían todo eso. A Clara le entraron tentaciones de ayudarlo, pero se contuvo. Eso hubiera sido un error hiperdramático. Los Ancianos eran detestables. Ella era la víctima indefensa. Así tendrían que seguir las cosas. De hecho, el solo pensamiento de lo que podía suceder a continuación le producía escalofríos de asco pero, al mismo tiempo, un poderoso sentimiento de plenitud.
– ¿Es el Maestro quien ha ordenado esto? -preguntó Rodino.
– La ropa, por favor -dijo Matt con suma tranquilidad.
Rodino obedeció en silencio. Krupka le ayudaba. Clara, que permanecía a cierta distancia de ellos, de pie, completamente desnuda y completamente nerviosa, había decidido no mirarlos. Le resultaba más fácil imaginárselos crueles si no los miraba. Pero las dudas de Rodino eran como agua fría lanzada sobre su rostro. ¿Por qué aquel obeso y torpe lienzo no podía callarse y obedecer, como había hecho Krupka? Éste era mucho más odioso que Rodino, más detestable, y por lo tanto mejor cuadro que él. Concentrando sus pensamientos en Krupka, Clara lograba sentir náuseas de terror. Sospechaba que Krupka no necesitaba fingir para abalanzarse sobre ella y hacerle daño: desde que se habían encontrado por primera vez en Schiphol, Krupka no había hecho otra cosa que mirarla con sus ojos sensuales y brillantes. Desde luego, el húngaro era un buen aliado para lograr el «salto al vacío».
Oyó la densa resonancia de una cortina desprendida. Supuso que significaba que Rodino ya estaba desnudo.
Mantuvo la vista clavada en el suelo, entre sus pies descalzos. Observaba en escorzo el extraño paisaje de sus pechos pintados con los pezones erguidos brillando de rosa y ocre. Pero el silencio era tan grande que tuvo necesidad de alzar la vista.
Matt les daba la espalda buscando algo en el maletín.
– ¿Y ahora? -preguntó Krupka.
El joven se volvió hacia ellos. Sostenía algo en la mano. Una pistola.
– Ahora ya está -dijo con sencillez.
21.50 h
Quizá fuera ya demasiado tarde. «Pero no te des por vencido hasta que no quede más remedio, Lothar», le susurraba Hendrickje al oído. Habían atravesado el puente del Amstel a toda velocidad y enfilado hacia Plantage bajo la espesa barrera de la lluvia. Los limpiaparabrisas no daban abasto para despejar el cristal y a Bosch le parecía que circulaban por una ciudad hundida en el océano. De repente, las paredes de los edificios del Viejo Atelier aparecieron ante los faros como altos acantilados. En los muros resplandecía un complejo grafito de aerosol. Estaba firmado por un grupo neonazi.
– Dirígete al aparcamiento subterráneo, Jan -pidió Bosch.
La puerta de entrada estaba cerrada, pero eso no demostraba nada. «Si los ha traído al Atelier, es evidente que dispone de llaves.» Uno de sus hombres se bajó y manipuló la cerradura electrónica que permitía el acceso al interior. La furgoneta descendió por la pendiente al tiempo que las luces del aparcamiento se encendían. Los fluorescentes revelaron, con parpadeos, un lugar vacío y silencioso. Pero Bosch aún no descartaba la posibilidad de que el vehículo se encontrara allí.
La furgoneta aparcada surgió por sorpresa, como acechándolos, junto a un grupo de ascensores. De manera absolutamente imprevista para Bosch, aquel hallazgo, que parecía confirmar su teoría, casi le hizo perder los nervios. Giró en el asiento y golpeó a Wuyters en el brazo.
– ¡Aquí! ¡Frena…!
El motor no se había apagado aún cuando Bosch saltó del vehículo. Estaba tan nervioso que había olvidado que aún llevaba encima el auricular de la radio, y el cable del micro se enrolló en el cinturón de seguridad tirando violentamente de él mientras se levantaba del asiento. Se desembarazó del aparato maldiciendo entre dientes. Sus gruesas manos temblaban. Estaba viejo: era un dictamen que en aquel momento no tenía tiempo de meditar. Abandonar la policía le había servido para hacerse rico, engordar y envejecer. Corrió hacia la furgoneta sintiendo que sus hombres lo seguían. Quiso gritarles pero le faltaba aliento. No podía creer que se encontrara en tan baja forma. Pensó que quizá le daría un infarto antes de que tuviera tiempo siquiera de decidir lo que iba a hacer.
La furgoneta parecía vacía, pero era preciso asegurarse. Probó la puerta delantera y la abrió, miró dentro y aspiró un abrasador perfume de óleo. No había nadie.
«Bien, muy bien, Lothar, estúpido, ya has comprobado que quizás están aquí. Y ahora, ¿dónde?»El Viejo Atelier tenía más de cinco edificios distintos. Podían encontrarse en cualquiera de ellos. «Pero los habrá llevado al taller -pensó-. Es el lugar más seguro.» Ahora bien, saber eso tampoco le ayudaba demasiado. El taller poseía cinco plantas superiores y cuatro sótanos. ¿Dónde, por el amor de Dios, dónde?
«Piensa, viejo imbécil, piensa. Un lugar espacioso y tranquilo. Necesita hacer grabaciones. Además, se trata de tres figuras…»Sus hombres examinaban la parte trasera de la furgoneta. Estaba vacía, pero era evidente que, poco tiempo antes, había transportado una pintura.
– El montacargas -murmuró Bosch de repente.
Le faltaba el resuello. Aun así, corrió hacia el ascensor.
«Si ha estacionado aquí, debe de haber usado el montacargas, que le queda más cerca. El montacargas sólo llega a los sótanos, de modo que tenemos cuatro posibles plantas que registrar. Puede estar en cualquiera de las cuatro.»Se detuvo y miró a sus hombres. Todos eran jóvenes y todos parecían tan desconcertados como él. El cabello les relucía de lluvia. A él mismo le sorprendió la seguridad con que dio las órdenes y los distribuyó: dos de ellos registrarían las plantas cuarta y tercera; Wuyters y él subirían a la segunda y la primera. El grupo que los encontrara primero se pondría en contacto con el otro por radio. Pero, ante todo, protegerían la obra: si era preciso actuar con urgencia, debían hacerlo.
– No sé qué apariencia tiene, ni si dispone de ayuda -agregó-, pero sé que es un individuo muy peligroso. No le deis ni una sola oportunidad.
El montacargas se abrió y Bosch y sus hombres penetraron en el interior.
Los agentes que lo acompañaban habían sacado sus armas. Wuyters llevaba una pequeña Walther PPK de repuesto y Bosch se la pidió. Al notar el peso familiar de aquella ele mayúscula metálica sobre su mano, Bosch se estremeció. Se preguntó si habría perdido mucha puntería: llevaba demasiados años sin usar armas de fuego. ¿Pediría ayuda? ¿Refuerzos? ¿Llamaría a April? Su mente era un avispero en llamas. Decidió que no podía perder tiempo. Sólo estaban ellos. Ellos tendrían que encontrar a El Artista y detenerlo.
El montacargas se puso en marcha con inmensa lentitud.
21.51 h
El principio y el fin, pensó. El principio y el fin estaban allí, y ella los contemplaba.
Le hubiera gustado contar en aquel momento con la opinión de Oslo, pero comprendió que el pobre Hirum tardaría en hablar, incluso en volver a pensar con coherencia, después de ver aquello. Hirum Oslo apenas podría haber hecho otra cosa frente a aquella obra que permanecer con la boca y los ojos muy abiertos durante mucho más tiempo que ella.
– Está casi terminado -murmuró Stein soltando nubecillas de vapor-. Falta, por supuesto, la destrucción de Susana. Cuando Baldi la envíe, el cuadro estará completo.
¿A qué compararlo?, se preguntaba la señorita Wood, parpadeando. ¿Qué hito en la historia del arte podía ser similar a eso? ¿Guernica? ¿La Sixtina? Dio un lento paseo a su alrededor para contemplarlo del todo, ya que el cuadro yacía en el suelo. ¿La Piedad? ¿Las señoritas de Aviñón? ¿Una frontera, un límite, un punto más allá del cual el arte cambiaba de signo? ¿El instante en que el primer hombre hundió sus dedos en pintura y dibujó un animal en el interior de su cueva-hogar? ¿El momento en que Tanagorsky subió a un podio y gritó, frente a un público asombrado, «yo soy la pintura»?
Movió la boca, reunió algo de saliva y pudo tragar. Su corazón marcaba un tiempo distinto al lento transcurrir de los segundos en aquella habitación oprimida por el frío, un ritmo enloquecido, desbaratado.
Ni Stein ni ella quisieron desobedecer al silencio durante un instante.
Se encontraban en el interior de una cámara de ocho metros por diez, completamente hermética, insonorizada y termorregulable. La temperatura, controlada mediante dispositivos exteriores, se mantenía varios grados bajo cero, otorgándole al aire la personalidad de un solemne frigorífico de carnicería. Techo, paredes y suelo habían sido forrados con planchas de acero en azul turquesa. La luz era cenital y blanca, aunque escasa, procedente de un riel de focos. Éstos apuntaban hacia el hombre, haciéndolo flotar en un lago de escarcha.
El hombre era Bruno van Tysch. Estaba completamente desnudo y boca arriba en el suelo, con los brazos extendidos por encima de la cabeza y los tobillos cruzados en una postura que recordaba de inmediato la crucifixión, pintado en ocre y azul de pies a cabeza. Las venas de tobillos y muñecas se encontraban desgarradas, y el profundo corte se hacía evidente con una mirada más detenida. Era fácil percibir que había sucedido hacía poco tiempo. La sangre coagulada bajo cada extremidad formaba un área compacta en color rojo sobre el azul del suelo. De este modo, Van Tysch parecía estar clavado a su propia sangre. Enormes objetos rectangulares y planos como espejos yacían acostados rodeando el cuerpo. Había tres: uno al lado derecho, otro al izquierdo -colocados de tal forma que sus extremos inferiores convergían en una región adyacente a los tobillos del pintor- y un tercero atravesado por encima de la cabeza, rozando las manos. Pero no eran espejos. El que estaba al lado derecho de Van Tysch mostraba el cuerpo de Annek Hollech a tamaño natural, desnuda y etiquetada, colocada casi en la misma postura que el pintor y destrozada diez veces por los diez cortes de sierra. El del lado izquierdo se iluminaba con los hermanos Walden en una postura y apariencia similares. No eran simplemente imágenes de vídeo: la hinchazón floreciente del vientre de los gemelos, por ejemplo, se alzaba en relieve sobre el cuerpo de Van Tysch como una doble montaña de sangre. Wood supuso que habían sido grabadas en RA con un sistema que permitía contemplarlas sin necesidad de visores. El rojo de las heridas de los cuadros y el rojo más brillante, sanguíneo y real de las muñecas y pies de Van Tysch, formaban un todo que contrastaba con la carnación de los cuatro cadáveres. Los fondos (césped en el caso de Annek, la habitación de un hotel en el de los Walden) habían sido hábilmente disimulados en una superficie turquesa uniforme que parecía prolongar el suelo de la cámara acorazada. El conjunto poseía una abrumadora simetría y una misteriosa pero innegable belleza. Un observador sensible pensaría de inmediato en algún tipo de idea totalizadora: el artista y su creación, el artista y su testamento, la inmolación del artista junto a sus cuadros. Había algo casi sagrado en aquella familia desnuda y abierta de brazos y piernas, desgarrada y quieta. Algo eterno. La pantalla horizontal, mucho más grande que las otras y aún oscura, quebraba el conjunto. En ella -pensó Wood- aparecerían las imágenes de la destrucción de Susana.
– No me pida que se la explique -dijo Stein observando la expresión de Wood-. Es arte, señorita Wood. No creo que usted lo entendiera. Y tampoco es labor del artista interpretarlo…
En ese instante habló otra voz, ajena e inesperada. La señorita Wood casi dio un respingo ante el brote imprevisto de palabras subterráneas amplificadas a un volumen inhumano. Era Annek Hollech. Suaves armonías de Purcell tapizaban su tembloroso discurso.
– EL ARTE TAMBIÉN ES DESTRUCCIÓN.
Breve pausa. Solemnes acordes de funeral barroco.
– AL PRINCIPIO, FUE SÓLO ESO, EN LAS CUEVAS SÓLO SE PINTABA LO QUE SE QUERÍA SACRIFICAR.
Pausa.
El cabello de Wood estaba erizado. Los escalofríos la devoraban infatigables como una marabunta.
En el espejo, la imagen de Annek había variado. Seguía desnuda y destrozada, pero su rostro parecía moverse. De allí surgía la voz.
– EL ARTISTA DICE…
Stein y Wood escucharon en respetuoso silencio el resto de la grabación.
Cuando Annek finalizó, su rostro volvió a convertirse en la máscara socavada de su cadáver. Al mismo tiempo, un coro de ángeles pareció transmutar las facciones de los Walden, llorosas y leves, que se animaron y lanzaron las palabras al aire como una oración o un conjuro sagrado. De nuevo, ni Stein ni Wood quisieron interrumpirlos.
Cuando los gemelos se sumieron por fin en su silencio de sangre, Stein dijo:
– Van Tysch quería que fueran las voces originales de los lienzos, aunque después las hemos mejorado en el estudio. Están programadas para sonar cada cierto tiempo, las veinticuatro horas del día, todos los días.
El arte que sobrevive es el arte que ha muerto, pensaba Wood. Si las figuras mueren, las obras perduran. Ahora lo comprendía. En su cuadro póstumo, Van Tysch había encontrado la forma de convertir un cuerpo en eternidad. Nada ni nadie podría destruir lo que ya estaba destruido. Nada ni nadie podría finalizar lo que ya había finalizado. Las inhóspitas regiones del frío y la electricidad conservarían aquel cuadro para siempre.
Su cuadro. Su último cuadro.
– Van Tysch preparó a Baldi… -murmuró. En aquella habitación, donde todo sonido era un huésped extraño, su voz asemejó un grito.
Stein asintió.
– Paso a paso, desde 2004, en secreto. Cuando lo pintó en 2001 para un cuadro intrascendente, Figura XIII, comprendió en seguida que Baldi sería el material perfecto para llevar a cabo su última obra. Él lo llamaba su «papel». «Sobre Póstumo escribo y dibujo, Jacob -me dijo-, tomo apuntes y elaboro mi plan para la última obra de mi vida.»Stein miró fugazmente a Wood a través de la penumbra azulada de la habitación. El vaho los envolvía a ambos como si sus propios espíritus hubieran decidido abandonar los cuerpos sin alejarse demasiado.
– Fuschus, no ponga esa cara. A usted no podíamos decirle nada, ¿es que no lo ve? Si usted hubiese sabido algo, habría colaborado con nosotros sin dudarlo. Pero, entonces, la obra también sería suya de algún modo. Y usted no es artista, April. Ni artista ni lienzo -agregó, y ella percibió el acento cruel con que Stein hacía hincapié en estas palabras-. Teníamos que hacer las cosas sin consultarle, porque se trataba de nuestro trabajo, no del suyo.
– Comprendo -dijo ella.
– Nadie más lo sabe: ni Hoffmann ni ningún otro colaborador. Yo mismo lo supe tan sólo hace un par de meses. Bruno me trajo aquí y me lo explicó todo. Me enseñó esta habitación, y la forma que adoptaría el cuadro al final. No será la primera vez, me dijo, que una obra exige un sacrificio semejante a los artistas. Tampoco será la primera vez que un pintor quiere destruir sus mejores piezas antes de morir. Lo había planeado todo muy bien, incluso el momento de distracción del Cristo durante la exposición de «Rembrandt». Sabía que la policía y su propio departamento de Seguridad habrían tomado muchas precauciones. Pero confiaba en Baldi: lo había entrenado cuidadosamente para convertirlo en la herramienta perfecta, el papel sobre el que dibujar su obra cumbre. Le dije que estaba de acuerdo, pero que me apenaba un poco la destrucción de Desfloración y de Monstruos. «Son tus mejores obras, Bruno -dije-, las que más amas, las que más cosas representan para ti.» «Precisamente por eso lo hago, Jacob -dijo él-. Son mis creaciones amadas. Y yo lo hago por amor.» Me pidió ayuda para las pinceladas finales. Todo tendría que terminar hoy, 15 de julio de 2006, día del cuatrocientos aniversario del nacimiento de Rembrandt. A los artistas les agrada cerrar círculos, ya sabe. Rembrandt nació este día, Van Tysch murió este día. Le dije que sí, que lo ayudaría. Fuschus, claro que se lo dije…
Y de improviso, para absoluta sorpresa de Wood, que esperaba cualquier cosa menos eso, Stein rompió a llorar. Era un llanto desagradable y débil: hacía pensar en un resfriado fugaz.
– Le dije que sí, y se lo hubiera dicho una y mil veces… Una y mil veces… «Aquí tienes al pobre Jacob -le dije-. Confía en él, porque es como tu reflejo…» Hoy debía quedar todo consumado. Así me dijo: «todo consumado»… Lo ayudé a pintarse el cuerpo y… y a todo lo demás. No voy a negar que ha sido la orden que más esfuerzo me ha costado de todas las que he obedecido por su causa…
Se secaba con el dorso de la mano unas lágrimas que Wood no lograba distinguir. Ella pensó que quizá Stein decía la verdad, pero no toda. Había un guión escrito y Stein lo representaba. «Van Tysch debía ser sustituido, y su deseo de morir con su última obra te ha venido muy bien, Jacob. Seguro que ya has escogido al artista que tomará el relevo… Me pregunto quién será el afortunado…»Un pequeño atril se erguía en el suelo, junto al cuadro. Mientras Stein sollozaba, Wood se acercó a él. La cartulina colocada encima e iluminada con un flexo mostraba las dos palabras escritas a mano en holandés, inglés y francés.
– ¿La penumbra?
Stein asintió.
– Así me he atrevido a bautizarlo… Él no quiso llamarlo de ninguna forma, pero los cuadros sin título no son adecuados para la posteridad… ¿Sabe cómo se me ocurrió? Van Tysch insistía en que la luz tenía que ser débil. Y sus últimas palabras fueron: «Jacob, recuerda la luz. Lo más importante en este cuadro es la penumbra». Y lo repitió varias veces, cada vez más bajo: «La penumbra, la penumbra, la penumbra…». Al morir, la palabra se disolvió en su boca. He pensado que ese título resultaría adecuado…
– ¿Y ella? -preguntó Wood.
Señalaba el cuerpo de Murnika de Verne. La secretaria de Van Tysch se encontraba en una esquina apartada y sombría de la habitación. Quizá sólo estaba desmayada, pero Wood suponía que no tardaría en fallecer, porque el ligero vestido negro abierto por los costados no podría protegerla mucho tiempo de la temperatura extrema de aquel pavoroso congelador. Tenía las piernas flexionadas y el rostro cubierto por la cuantiosa maraña de cabellos. Parecía una muñeca abandonada por una niña poco escrupulosa.
– Ahí se quedará -dijo Stein-. En realidad, Murnika pertenece también al cuadro. La penumbra es una obra totalizadora, la más grande que se ha hecho jamás, porque Van Tysch quería que todos formáramos parte de ella. No solamente Murnika, sino también usted y yo, Baldi y los cuadros destruidos, y los familiares de los cuadros, y la policía que busca a Baldi, y las reuniones de Rip van Winkle, y cada uno de los adornos de esas reuniones, y toda la exposición de «Rembrandt» incluyendo, claro está, el Cristo, y los cuadros de «Flores» y de «Monstruos», y el resto de la obra de Van Tysch que ha tenido que ser retirada…, y, a partir de aquí, todos los artistas y modelos, todos los cuadros del mundo, que se sentirán implicados, y todo el público que alguna vez contemple un cuadro hiperdramático. En fin, toda la humanidad. El hecho de dejar una copia de las grabaciones junto a los cuadros destruidos obedecía a ese propósito: Van Tysch quería que todos nos implicáramos en la obra como personajes asombrados e involuntarios. La penumbra es la única obra de arte manchado de Van Tysch, señorita Wood, y el material de que se compone somos todos. Durante un tiempo será preciso ocultarla, por supuesto, pero llegará el día en que la demos a conocer… Entonces la gente reaccionará… Imagine los rostros de horror o asombro, las miradas sorprendidas, los oídos espantados por las voces de los cuadros hablando desde sus cadáveres, el pintor inmortalizado en su propia muerte… El centro del cuadro es éste, en efecto, pero a su alrededor nos encontramos todos. ¿No le parece que la habitación se dilata? ¿No le parece que abarca el infinito…?
Y, tras un breve silencio que ninguno de los dos empleó en otra cosa que en mirar a los ojos del contrario como jugadores de ajedrez, o como un solo individuo frente a un espejo, Stein agregó:
– Hasta puede que se escriba un libro. En cuyo caso, no hará falta contemplar la obra para formar parte de ella: bastará con leer y reaccionar.
«Reaccionar, en efecto», pensaba Wood sintiendo que Stein no se equivocaba en este punto. Ella ya había reaccionado. Contemplaba La penumbra sabiendo que era la obra más grande de Van Tysch, quizá la mayor y más sincera obra de arte de todos los tiempos. Su sensibilidad se lo decía, su pasión se lo decía. Renunciar a La penumbra no sólo significaba renunciar al arte sino también al oscuro sentido de la existencia. Una parte del alma de Wood, un territorio ignoto que nada tenía que ver con la frialdad de su cerebro calculador, comprendía la intención del Maestro, aquel modo de «tachar» sus «amadas creaciones» de la misma forma que su padre tachaba sus cuadros, su manera de cancelar la deuda pendiente con su pasado y captar hasta el último matiz de su propio sufrimiento creador… La penumbra era una obra liberadora. Con ella, Van Tysch le enseñaba, desde su muerte, la forma de romper con las ataduras y escapar de los recuerdos. De todos los recuerdos. «Te entiendo. Te comprendo -quiso decirle al Maestro-. Entiendo tu propósito.» Desde ese punto de vista, la destrucción de Desfloración, Monstruos y Susana no sólo resultaba comprensible, sino necesaria. El mundo, tal como suponía Stein, nunca lo comprendería: pero el mundo nunca comprende el milagro de un genio terrible.
Por primera vez en muchos años, la señorita Wood se sentía feliz. Sus ojos brillaban y su respiración, en el gélido ambiente de la cámara, era cada vez más rápida.
Un vago temor la inquietó de repente.
– ¿Dónde está Baldi ahora?
Stein consultó el reloj al mismo tiempo que ella.
– Son casi las diez. Si todo ha ido bien, Baldi estará en el Viejo Atelier, cumpliendo con su obligación. Ya puede figurarse que no debe caer en manos de la policía. Ningún policía podría comprender esto. Los policías son funcionarios a sueldo, como usted, pero con mucha menos sensibilidad que usted. Empezarían a hablar de crímenes y culpables, de justicia y de cárcel, y todo el arte contenido en una obra como ésta les importaría un bledo. Serían capaces… Serían capaces de estropearla. De dejarla inacabada, incluso.
La inquietud de Wood iba en aumento. Stein enarcaba sus espesas cejas con aire interrogativo.
– Tengo que avisar a Bosch -dijo Wood.
– Bosch no es ningún problema -repuso Stein-. Ignora adónde ha llevado Baldi el cuadro. A las diez en punto todo estará consumado…
– Prefiero cerciorarme.
Abrió el bolso y sacó el móvil. Tenía las manos agarrotadas por el frío.
No podía ser. Tenía que impedirlo. Al menos, esto sí tenía que impedirlo. Era su Gran Obra, la Obra transformadora. Y ella protegía su arte porque lo adoraba con la misma terrible pasión que el propio Maestro. La señorita Wood no albergaba ninguna duda sobre la tarea que le aguardaba.
Era necesario impedir a toda costa que La penumbra quedara inconclusa.
21.58 h
Lothar Bosch estaba observando a Póstumo Baldi a través del cristal unidireccional de la cabina de ensayo. Aquella figura vestida de blanco lo hipnotizaba. Era como si Baldi fuera un dibujo animado, un juego de ordenador que se moviera siguiendo pautas misteriosas.
Wuyters y él acababan de descubrirlo en el extremo final del pasillo del primer sótano. La cabina estaba insonorizada y el cristal permitía que ambos lo contemplaran sin que Baldi pudiera percibirlos. Pese a la máscara de cerublastina, y tal como había sospechado desde el principio, Bosch lo reconoció de inmediato al observar sus ojos. «Son espejos -pensaba-. En efecto.»En el momento en que lo sorprendieron, Baldi terminaba de colocar a la mujer. Los tres lienzos se hallaban debidamente etiquetados y desnudos, boca arriba en el suelo de la cabina. No parecían haber sufrido desperfectos. Sin duda, Baldi ya había realizado las grabaciones y se disponía a cortarlos. Bosch se estremeció.
– ¿Entramos ya, señor? -preguntó Wuyters, levantando el arma.
– Llama antes a los demás -dijo Bosch.
Se habían situado junto a la puerta de la cabina, aguardando. Sostenían las pistolas firmemente con ambas manos. Wuyters conectó el micro y avisó a los otros dos agentes. Bosch observó que el joven estaba tan nervioso como él, quizá más.
Cuando Wuyters terminó de hablar, miró a Bosch en busca de nuevas instrucciones. Éste le hizo señas indicándole que se preparara para abrir la puerta de la cabina bruscamente.
En ese instante su móvil repicó. Sin perder de vista la figura de Baldi, y pese a saber que era imposible que éste lo oyera, contestó con premura. Se alegró al oír la voz de Wood y respondió de inmediato, en un susurro angustiado, antes de que ella hablara.
– ¿April? ¡Dios mío, ya lo tenemos! ¡Estaba en el Viejo Atelier! ¡Se ha metido en una de las cabinas de ensayo y se dispone a…!
Entonces Wood lo hizo callar con sus enérgicas palabras.
21.59 h
Todo había sucedido muy rápido. Primero, aquel imprevisto disparo. Se encontraban tan indefensos que ni Rodino ni Krupka lograron siquiera esbozar una reacción. Matt disparó primero hacia Rodino, que se llevó la mano a la garganta y abrió mucho los ojos. Ni Krupka ni ella pudieron ver la aguja clavada en su cuello. Entonces, con similar rapidez, amartilló el arma, apuntó a Krupka y disparó de nuevo. Luego se volvió hacia ella. Instintivamente, Clara se protegió con las manos.
– Calma -le dijo Matt en castellano.
Se acercó y le apartó las manos del cuello con suavidad de amante.
Una abeja de cristal punzó su garganta. Después, la habitación comenzó a perder las dimensiones.
Lo primero que vio al despertar fue a Krupka, que la miraba desde el suelo con expresión horrorizada. Comprendió que ella también estaba en el suelo, igual que él y que Rodino, boca arriba, respirando fatigosamente.
Le dolía la cabeza. El suelo estaba demasiado frío, o bien ella se encontraba desnuda por completo. La dureza de la piel le hizo saber, al mismo tiempo, que seguía pintada de óleo. Pero no lograba recordar qué hacía allí, bajo aquella luz de quirófano, tendida como un paciente a punto de bisturí. Krupka y Rodino también estaban desnudos.
Alrededor de su cabeza se movían unos zapatos blancos. Los zapatos iban y venían, como carentes de un destino concreto. Una sombra se proyectaba en ocasiones sobre ella. Krupka alzaba la vista, los ojos dilatados de terror. Rodino gemía. Clara también intentaba mirar hacia arriba, pero los fluorescentes la cegaban.
– ¿Qué está haciendo? -oyó decir a Krupka. O quizá decía: «¿Qué tal está usted?». El inglés de Krupka (más aún en aquellas circunstancias) era difícil.
Nuevos pasos. Clara alzó la cabeza y vio al hombre acercarse con aquel extraño aparato y agacharse junto a ella. El hombre la sujetó firmemente cogiendo un mechón de su pelo pintado. El tirón fue doloroso. Quiso alzar los brazos o moverse, pero estaba demasiado débil y mareada. De repente recordó quién era aquel joven de rostro de plástico que la miraba con tanta indiferencia como un muro blanco. Se llamaba Matt y les había dicho que iba a retocarlos por orden de Van Tysch.
Matt acercaba un aparato a sus ojos. ¿Qué era? Parecía un instrumento clásico de dentista o de barbero.
Los dedos de Matt se movieron a dos centímetros de su nariz, y el instrumento se puso en marcha. No pudo evitar dar un respingo. Era una especie de disco giratorio que zumbaba de forma ensordecedora, chirriante. Le producía dentera aquel sonido: como si alguien arrastrara junto a su oreja una mesa metálica sobre un suelo de baldosas.
Tenía miedo. No debería haberlo tenido, porque todo aquello era arte, pero lo tenía. Y gritó.
22.00 h
Bosch escuchaba a la señorita Wood mientras contemplaba cómo Póstumo Baldi se agachaba junto a la chica con el corta-lienzos.
– ¿Entramos ya, señor? -gritaba Wuyters, frenético.
Bosch, solemne guardia de tráfico, paralizaba la circulación con un gesto imperioso mientras mantenía el auricular pegado al oído.
Estaba escuchando a April Wood. A la mujer que más amaba y respetaba en el mundo. Cuando ella hizo una pausa, logró murmurar algunas desfallecidas palabras.
– April, no entiendo…
– Yo tampoco lo entendía -dijo Wood-, pero ahora sí. Tendrías que verlo, Lothar. Tendrías que estar aquí y verlo… Se titula La penumbra y es… Es un cuadro muy hermoso… La obra más hermosa y personal de Van Tysch… Un autorretrato biográfico. Hasta las tachaduras de los dibujos de su padre están presentes… Deberías verlo, Lothar… ¡Dios mío, deberías ver esto…!
«April, deberías ver esto -pensó-. ¡April, por Dios, deberías ver esto!»El rostro de Jan Wuyters, teñido de rojo, pintado de sudor y de miedo, se hallaba frente a él.
– ¡Señor Bosch, está cortando a la chica…! ¿Qué hacemos…?
La cabina se hallaba insonorizada. Sin embargo, Bosch podría haber jurado que los gritos de la muchacha, puros como finísimas agujas, traspasaban las paredes como espectros y se clavaban en sus tímpanos. Aquel estruendo silencioso lo ensordecía aún más que las exclamaciones horrorizadas de Wuyters o las frenéticas órdenes de Wood.
«¡Ya no eres policía, Lothar! -le había dicho ella antes de colgar-. Trabajas para Arte y para el Maestro. ¡Ordena a tus hombres que protejan a Baldi cuando termine, y tráelo a Edenburg sano y salvo!»El teléfono emitía ahora un silbido discontinuo.
«Lo que hay dentro de esa habitación no son malditas obras de arte, sino seres humanos… ¡Y ese tipo se los está cargando! ¡Los está cortando a trozos como reses en un matadero…! ¡No son obras de arte, no son obras de arte! ¡Nunca lo fueron…!»Él hubiera querido decirle todo eso, pero ella ya había colgado. El silencio de Wood era terrible, cruel. Pero qué importaba. Toda su vida había sido un modesto fracaso. Se sentía enfermo, hostigado por las náuseas. No había tenido verdadera categoría para situarse entre los grandes. Por si fuera poco, el único trabajo importante de su vida se lo había dado Van Tysch. Su hermano lo superaba con creces: Roland sí que había sabido labrarse un porvenir. Tener un sueldo decente era una cosa, pero las convicciones… ¿Dónde quedaban las convicciones?
Baldi había terminado con la muchacha y se había puesto en pie (oh, pura llama virginal). Ahora hacía algo en la mesa. Quizá jugar con dinero, porque soltaba monedas y cogía otras. No: estaba cambiando de cuchilla para cortar la siguiente figura. No había sangre por ninguna parte. Qué ser más puro, más luminoso. Qué perfección en todos sus rasgos. Qué belleza. La belleza, en efecto, puede ser terrible. Un poeta alemán lo decía: Hendrickje acostumbraba a leerlo. Bosch no leía a los poetas alemanes ni comprendía el arte moderno, pero era capaz de no sonrojarse cuando le pedían opinión sobre un Ferrucioli, un Rayback o un Mavalaki. Caramba, no era tan culto como Hendrickje, no tanto, quizá, como su padre hubiese querido. Pero sabía apreciar la belleza.
Baldi era bello como un amanecer nevado en las afueras.
Bosch miraba a Baldi. Había apartado la vista de la chica. No quería mirar la obra. Aún no, porque no estaba acabada.
«No son obras de arte. Ningún ser humano es arte. El arte no es humano. O sí lo es. No importa lo que sea. Lo que importa, lo que verdaderamente importa es…»Apartó el teléfono del oído y lo contempló como si no supiera lo que significaba, allí, colocado sobre su palma, aquel enigmático aparato.
«… Lo importante son las personas.»Al fin y al cabo, qué más daba. El error había sido de Stein, por haber confiado en un individuo tan mediocre como él. Van Tysch nunca lo hubiese contratado, por supuesto. Se sentía grotesco y vulgar, un niño grande examinando con guantes de estopa unas filigranas de cristal. Aquella vulgaridad le repugnaba. Hendrickje había conocido su vulgaridad. Quizá por eso él siempre había pensado que ella lo detestaba. Ahora también lo detestaba la señorita Wood. Resultaba curioso comprobar cómo podían detestarte de improviso los espíritus elevados. El desprecio era un rayo procedente de los dioses. Con cuánta conmiseración sonreían al verte, cuánta paciencia advertía en sus miradas. Hendrickje y la señorita Wood, Van Tysch, Stein y Baldi, Roland, incluso Danielle: todos pertenecían a la raza superior, la de los elegidos, la de aquellos que sí comprendían la vida y el arte y podían otorgar a ambos un significado. Él había nacido para protegerlos, a ellos y sus obras, y ni siquiera eso sabía hacer.
Lanzó un suspiro y miró tristemente el semblante desencajado del joven Wuyters.
– Guarda el arma, Jan. No intervendremos. Ese tipo trabaja para Van Tysch. Está haciendo una obra de arte.
– No lo entiendo -murmuró Wuyters, lívido, mirando hacia el interior de la cámara.
– Ya lo sé, yo tampoco -dijo Bosch. Y agregó-: Es arte moderno.
22.01 h
Póstumo Baldi, El Artista, no era un creador sino una herramienta de la creación, como los seres que ahora destruía. Alguna vez le tocaría a él, y sabía que estaba dispuesto. Era una bolsa vacía, y precisaba llenarse con cosas ajenas. Siempre había sido así. Intentaba ser mejor cada día, desarrollar su perfección para amoldarse a los deseos del artista. Un papel en blanco, como lo llamaba el Maestro.
Había llegado hasta aquel punto después de largo tiempo. Ahora todo consistía en avanzar. La preparación con Van Tysch había sido exquisita: ni un sólo error, todo perfecto, todo deslizándose con suavidad. Era mérito del pintor, pero también suyo. Van Tysch había depositado su mano sobre él, y él (un prodigioso guante) se había adaptado a sus formas. Su madre también había sido un lienzo extraordinario, aunque menospreciado. Él estaba llegando a una cima que ella nunca hubiese soñado. Dentro de veinticuatro mil años seguiría hablándose de Póstumo Baldi, de la forma en que llevó a cabo, con absoluta perfección, todas las instrucciones del Maestro, y de cómo se había convertido en El Artista sin serlo verdaderamente. Se hablaría durante siglos de la manera en que había ejecutado los oscuros designios del pintor más importante de todos los tiempos. Porque llega un momento en que obra y pintor se confunden.
Jan van Obber le había dicho alguna vez que era ambicioso. Baldi lo admitía de buen grado. Claro que lo era. Una bolsa vacía se expande con el aire, a fin de cuentas.
Con delicada pulcritud había aproximado la hoja giratoria a la cara de la figura femenina. La chica lanzó un grito. Todos gritaban en aquel punto. Póstumo sufría con ellos, se horrorizaba, se dejaba arrastrar por la riada brutal del espanto que él mismo convocaba. Póstumo era terso como la piel que cortaba en franjas lineales siempre perfectas («No lo olvides -le había dicho Van Tysch-, cuatro aspas y dos cortes en paralelo. Hazlo siempre igual»). Podía comprender el dolor del lienzo al ser hendido hasta la raíz. El Maestro deseaba que el lienzo también lo comprendiese, y Póstumo procuraba que los cuadros estuvieran vivos y casi conscientes de lo que les iba a suceder, de lo que les estaba sucediendo. No era crueldad, por supuesto, sino arte. Y él no era un asesino, sólo un lápiz muy afilado. Había matado y torturado siguiendo instrucciones precisas de dibujo. Había sufrido y llorado con los lienzos. Y cuando llegara el momento, si era necesario, se sometería también al terrible rigor del acero.
Los ojos de la muchacha de pelo pintado de rojo bizqueaban cuando Póstumo acercó la cuchilla a su rostro.
De repente comprendió su error.
La hoja que había elegido no era la apropiada. Había pensado destruir primero la figura más grande, la del Segundo Anciano, pero había cambiado de opinión al final y se había decidido por la femenina. Sin embargo, el cortalienzos estaba preparado para la más gruesa. Si la cortaba con aquella hoja, sería como desintegrar su rostro en un cúmulo de astillas. No quería pulverizarlo: era necesario marcar bien las aspas.
Soltó con delicadeza el mechón de cabellos, apagó el motor y se incorporó. Regresó a la mesa y buscó la hoja más fina. Empleaba distintas clases de cuchillas, a veces para cada parte del cuerpo, según la estructura de los huesos. Con los gemelos apenas había necesitado realizar un cambio, pero con la adolescente el proceso había sido penoso porque era una anatomía nimia, casi etérea. No quería recordar los sucesivos cambios de cuchillas que había requerido la destrucción de Desfloración, las interrupciones con el cuerpo de la niña cortado a medias, la sangre fulgurando bombeada por un corazón que aún latía. El uso de distintos cortalienzos hubiera facilitado su tarea, pero no podía arriesgarse a llevar tantos objetos encima. Su trabajo era minucioso, y la lentitud, casi obligatoria.
Encontró la cuchilla que necesitaba. Se hallaba junto a la cámara de vídeo-escáner que había sacado de la bolsa de hule, con la que después filmaría los destrozos. A su espalda, los lienzos parecían dormidos por fin. No había problema: con el primer corte despertarían.
Desprendió la cuchilla más gruesa del huso metálico y la arrojó a la mesa. Colocó la cuchilla más fina. Encendió el motor para probarla.
Dio la vuelta y se dirigió de nuevo hacia la chica.
22.02 h
Estaba a punto de cruzarlo.
El espejo. Por fin.
Se había acercado a su superficie lisa y gélida y comprobaba que aquel mundo de témpano era fascinante. Sentía miedo, por supuesto, el miedo de abrir la puerta de una habitación clausurada y penetrar en la oscuridad. El miedo de una niña pequeña: una sensación desagradable y tentadora a la vez, el dulce oculto en la casita de chocolate de la bruja. Ven, Clara, y cógelo. Y ella daría los pasos necesarios y lo cogería, pasara lo que pasara. Haría cualquier cosa con tal de obtener la merecida y terrible recompensa.
– «Mírate en el espejo -ordenaba el pintor. Sus ojos eran incoloros y su blancura infinita-. Mírate en el espejo -repetía.»Matt la había soltado un momento antes, pero ahora cogía sus cabellos de nuevo y aproximaba a su rostro aquel extraño aparato giratorio y ensordecedor.
Sabía que eso que iba a contemplar, eso que estaba a punto de contemplar, era lo horrible. El último retoque a su cuerpo en la gran obra de su vida. «Vamos allá -se dijo-. Vamos allá. Tengamos valor.» ¿Qué otra cosa era el arte de verdad, qué otra cosa era la obra maestra, sino el profundo resultado de la pasión y el coraje?
Tomó aliento y alzó más el rostro, lo presentó al sacrificio como si corriera hacia un padre cariñoso que le tendiera los brazos.
Lo horrible. Por fin.
En ese instante se produjo el estrépito y todo terminó para ella.
22.05 h
Bosch había disparado directamente a través del cristal. Por el suelo de la cámara rodaba ahora un cilindro con vida propia. El cortalienzos seguía encendido y la hoja aserraba el aire con rabia.
Wuyters, que había guardado el arma obedeciendo sus órdenes, lo miraba con intensa sorpresa. Bosch no había querido mezclarlo en lo que había decidido hacer. Era preciso que el único culpable fuera él. Un prurito de antiguo policía lo había impulsado a asegurarse de que Wuyters siguiera cumpliendo con su deber hasta el último momento.
Todo había terminado, pero Bosch seguía inmóvil. No bajó la pistola ni siquiera cuando le dijeron que Baldi había muerto. Tampoco lo hizo cuando le aseguraron que los lienzos se hallaban fuera de peligro, que Baldi no había llegado a cortar a la muchacha en su segundo intento, cuando cambió de cuchilla después de que Wuyters y él creyeran que la había cortado. El eco del disparo ya se había extinguido, el estrépito del cristal roto también, pero Bosch aún mantenía el arma en alto.
Era curioso -pensaba- lo que había ocurrido con Baldi. Él había visto cómo su cabeza recibía el disparo y la sangre saltando como pintura, pero no había distinguido ningún destrozo de vísceras, nada realmente terrible: sólo aquella mancha roja tiñéndolo todo, ensuciando la blancura tersa de su cráneo. Recordó que, de niño, un tintero que había manejado con torpeza había producido el mismo efecto sobre su cuaderno de dibujo. Suponía que la cerublastina era la responsable de aquella pulcritud. Observó, a través de la ventana rota, cómo uno de los agentes apartaba los trozos de la máscara desvelando la destrucción. Por dentro, Baldi ya no tenía cara. Su cerebro semejaba papel roto. «Lo siento -pensó Bosch mirando aquella cosa antiestética, aquel garabato de huesos y tejidos blancos-. Lo siento. Me he cargado el lienzo.» Sabía perfectamente que Baldi no era culpable. Sabía que el arte no era culpable. Tampoco Van Tysch: Van Tysch sólo era un genio.
El único culpable era él, Lothar Bosch. Un hombre vulgar.
Por fin logró bajar los brazos. Observó que Wuyters seguía a su lado, mirándolo.
– ¿Sabes lo que ocurre, Jan? -le dijo Bosch con inmenso cansancio, a modo de explicación-. Que nunca me ha gustado el arte moderno.
22.19 h
Wood escuchó en silencio. Después colgó y se dirigió a Stein:
– Mi colaborador, Lothar Bosch, ha impedido que Bruno van Tysch acabe su obra póstuma. Se considera plenamente responsable y aceptará todas las consecuencias que se deriven de su conducta. También me ha dicho que ha decidido presentar su dimisión. -Hizo una pausa-. Le ruego que añada mi dimisión a la del señor Bosch, pero adjudíqueme a mí toda la responsabilidad en el asunto. No logré informar correctamente al señor Bosch sobre lo que estaba sucediendo y el señor Bosch actuó según un criterio erróneo. Soy la única responsable de lo sucedido. Muchas gracias.
Stein se echó a reír. Fue una risa silenciosa y poco alegre. Se asemejaba, en cierto modo, al llanto que había expresado momentos antes. Luego quedó en silencio. Su rostro expresaba una ligera contrariedad, como si se avergonzara de su propia conducta.
Sin aguardar otra respuesta, la señorita Wood se alejó hacia el fondo del pasillo embaldosado.
La mitad de luna que iluminaba la noche de Edenburg se había elevado más.
¿Quién, si yo gritara, me oiría desde las jerarquías de los ángeles?
RILKE
Durante un tiempo hubo sonidos. Luego se instaló el silencio.
Mientras doblaba los calcetines y los guardaba en la maleta, Lothar Bosch pensó que tal vez aquélla era la única paz y felicidad a la que personas como él podían aspirar en este mundo. No había nada mejor, se dijo, que alisar unos calcetines y colocarlos cuidadosamente en una maleta. Contempló el equipaje a medio hacer y la maleta bostezando sobre la cama. El sol de la terraza abierta de su dormitorio enviaba una Holanda fresca y acuática hacia su olfato. La cama, como un misterioso tablero blando de ajedrez, se hallaba cubierta de fichas: columnas de ropa interior, calcetines, libros y camisas. Bosch había comenzado el ritual con escasos ánimos, pero había terminado agradeciéndolo. Ya no le parecía tan mala la idea de pasar con Roland y su familia el resto del verano en Scheveningen. De hecho, incluso empezaba a apetecerle. Se había quedado sin trabajo, y era necesario, como decía su hermano, «empezar a vivir la vida del jubilado».
También vería a Danielle. Le había comprado algo especial en una tienda de Rozengracht.
Los regalos de Hannah y Roland habían quedado listos muy pronto. Eran objetos costosos, ya que sus inmensos ahorros de viudo sin hijos se lo permitían: broche de diamantes de la casa Coster, nueva cámara fotográfica informatizada. Pero el regalo de Nielle fue más difícil. Al principio había pensado en un programa japonés de ordenador con una criatura casi humana a la que había que cuidar, educar, llevar al colegio y proteger de los peligros de la adolescencia hasta el momento en que se marchara del hogar, lo cual casi nunca ocurría, salvo si el programa contenía errores o virus. Pero entonces, en una juguetería de Rokin, encontró algo mucho mejor: un dálmata mecánico capaz de moverse, ladrar y gemir si se le dejaba solo durante mucho tiempo. Estaba a punto de comprarlo cuando observó, en la misma tienda, un enorme perro de peluche. Era un animal mayestático y suave, un San Bernardo grande como una almohada de matrimonio. El San Bernardo no hacía nada, no se movía, ni siquiera ladraba, pero a Bosch le pareció mucho más vivo que el perro mecánico. Dio las instrucciones necesarias para que se lo enviaran a la dirección de Roland en La Haya.
Y entonces, cuando regresaba de la juguetería, al pasar por una tienda de Rozengracht, lo vio.
Lo pensó un instante y regresó sobre sus pasos. No quiso, sin embargo, devolver el San Bernardo: indicó simplemente que lo trasladaran a su domicilio. Ya decidiría después lo que iba a hacer con aquel monstruo mullido y pardo. Luego se dirigió a la tienda de Rozengracht y compró, por fin, el regalo definitivo para Danielle.
El regalo llegaría, probablemente, antes que él. Ladraría y gemiría como el dálmata mecánico pero también se haría caca y pipí sobre la alfombra y grabaría la madera de alguna puerta con sus uñas. No sería tan perfecto como un ordenador ni tan amable como un San Bernardo de peluche. Y -Bosch lo sabía- cuando se estropeara, nada ni nadie en el mundo podría repararlo, nada ni nadie en el mundo conseguiría restaurarlo o sustituirlo. Cuando aquel regalo se estropeara, lo haría por completo y para siempre, y su infinita pérdida arrasaría el corazón de más de una persona.
Visto desde esta perspectiva, era, sin lugar a dudas, el peor obsequio que podía hacerle a una niña de diez años. Pero quizá Nielle le encontrara las ventajas. Él confiaba en que fuera así.
Cuando el avión inició el descenso, la señorita Wood echó un vistazo al reloj, sacó un espejo del bolso y revisó el estado de su rostro. Se encontró aceptable. Las huellas de la tristeza se habían esfumado. Si es que existieron alguna vez, pensó.
Había recibido la noticia el día anterior, justo cuando se preparaba para emigrar a Londres después de haber desmantelado su despacho de Amsterdam. Reconoció la voz del médico a través de los kilómetros de distancia que la separaban de aquel hospital privado. La voz aseguraba que todo había sido muy rápido. Wood no estuvo de acuerdo en este punto. En realidad, todo había sido muy, muy lento. «Su padre ya había perdido la conciencia», le dijo la voz. Eso sí podía creerlo. ¿Dónde estaba la conciencia de su padre? ¿Dónde había estado todos aquellos años? ¿Dónde estuvo cuando ella lo conoció? Lo ignoraba.
Dio las instrucciones pertinentes. La muerte no finaliza con la muerte: es preciso concluirla con instrucciones económicas y burocráticas. Su padre siempre había deseado yacer bajo los escombros de la Roma milenaria. Toda su vida se había sentido más romano que británico, y ésa era justamente la palabra: romano. En realidad despreciaba Italia y ni siquiera se había preocupado de aprender a hablar correctamente el italiano. Era Roma lo que le importaba, la grandeza de tener un imperio bajo los pies. «Ahora lo tendrás sobre los pies. Disfrútalo, papá», había pensado ella. El traslado del cadáver iba a costarle casi tanto dinero como el traslado de sus cuadros.
Su padre viajaría en una caja hacia Roma. Los cuadros de su despacho de Amsterdam viajarían en vuelos privados hacia Londres. «Un buen resumen de mi vida», supuso.
Guardó el espejito en el bolso, lo cerró y lo depositó a sus pies.
Aún no había decidido lo que haría cuando llegara a Londres. Tenía treinta años, y suponía que le quedaban más o menos los mismos de actividad profesional. Trabajo no le iba a faltar, desde luego, y ya había recibido varias ofertas de empresas de seguridad de obras de arte que querían contar con ella. Pero, por primera vez, había decidido tomarse un respiro. Se encontraba sola y disponía de todo el tiempo del mundo. Quizá más del que imaginaba. Allí arriba, en el vacío, flotando sobre las nubes londinenses, con su única familia y su único trabajo muertos para siempre, la señorita Wood pensó que, a lo mejor, disponía de toda la eternidad.
Unas vacaciones. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba de unas buenas vacaciones. Quizá se marchara a Devon. En verano, Devon era ideal. Tenías tranquilidad o diversión, según quisieras. Estaba decidido: iría a Devon.
Inmediatamente después de pensar esto, cayó en la cuenta de que Hirum Oslo vivía en Devon. Pero no había pensado en Hirum hasta ese momento. Por supuesto, no descartaba hacerle una visita y preguntarle todas aquellas cosas que se habían quedado en el tintero (por qué había pagado a una retratista para que hiciera un cuadro con una fotografía suya, por ejemplo). Pero ahora no se planteaba la posibilidad de ver de nuevo a Hirum. No creía que viajar a Devon tuviese ninguna relación con visitarlo.
En modo alguno.
De cualquier forma, si se aburría, podía hacerlo.
El dinero es arte, pensó Jacob Stein. La nueva frase parecía equivalente al célebre aserto de Van Tysch, pero en realidad le daba un giro completo a las cosas. Sin embargo, se comprobaba con los hechos. Durante aquellos días había realizado varias jugadas maestras. Se había reunido en privado con Paul Benoit, Franz Hoffmann y Saskia Stoffels y les había contado toda la verdad. Luego habían tomado algunas rápidas decisiones. Dos días después informó a los inversores. Para ello, reunió a sus representantes en una residencia de la isla jónica de Cefalonia, a diez kilómetros al norte de Agios Spyridion, y decoró el lugar con artesanía de Van der Gaar, Safira y Mordaieff. También adquirió, sólo para la ocasión, cinco novísimas y bien entrenadas Lenguas adolescentes de Mark Rodgers.
– Hemos logrado controlar la situación e incluso sacar beneficios -les dijo-. Hemos dicho que Bruno van Tysch se ha suicidado, lo cual es rigurosamente cierto. Hemos aclarado que lo sucedido con el Cristo fue un accidente del que nadie es enteramente responsable, aunque dejamos entrever que Van Tysch sabía lo que iba a ocurrir y lo había diseñado así. El público perdona a los locos y a los muertos con mucha rapidez. Por supuesto, hemos revelado las andanzas de Póstumo Baldi hasta cierto punto. Dijimos que estaba loco y que pensaba atentar contra Susana sorprendida por los ancianos. Todo esto ha provocado una verdadera conmoción. Aún es muy pronto para llegar a cifras definitivas, pero las obras de «Rembrandt» han experimentado desde la semana pasada una subida espectacular sobre el valor inicial. En el caso del Cristo, por ejemplo, el precio se ha disparado hacia las nubes. Y con Susana sucede lo mismo. Precisamente por eso hemos desmantelado la colección «Rembrandt» y hemos decidido enviar a las figuras originales a casa tras quitarles la imprimación y borrarles la firma. De esta forma podremos empezar a mover a los sustitutos. Ahora que el Maestro ha desaparecido y ningún sustituto puede obtener su aprobación, resulta imprescindible restar importancia a los originales y utilizar sustitutos desde el principio para que los coleccionistas se acostumbren. Si no, corremos el riesgo de que los cuadros bajen de precio casi hasta el nivel de las copias no oficiales.
Mientras el sol jónico le doraba el rostro descruzó las piernas, cambiando de sitio los pies. La Lengua tendida en el suelo frente a él, completamente desnuda y pintada de rosa y blanco, ciega y sorda por los cobertores, tanteó con su cabeza trigueña hasta tropezar con el otro zapato y siguió lamiendo.
– Hemos decidido no revelar la destrucción de los originales de Desfloración y Monstruos -prosiguió-. Las partes interesadas en el asunto guardarán silencio y nosotros sustituiremos ambos cuadros en secreto. En cuanto al tránsito…
Stein hizo una pausa mientras se arrellanaba en el asiento. Al hacerlo, notó que la espalda que soportaba la presión de la suya cedía un poco. No era un defecto de diseño: simplemente, el adorno se acomodaba para complacerlo mejor. A pesar de su esbeltez, los dos atléticos cuerpos que formaban la Butaca de Mordaieff estaban lo bastante entrenados como para resistir su peso. De vez en cuando los ligerísimos temblores del juvenil trasero donde él apoyaba el suyo lo hacían mecerse con suavidad, pero eran temblores ajustados, contenidos, delicados. Mordaieff hacía buenos muebles. Podía escribirse con bonita caligrafía sobre aquellos asientos de carne; podía ilustrarse un libro miniado sin que el pulso fracasara. Y lo mejor de todo: era muy agradable llevar la mano hacia ellos y tocarlos mientras se hablaba de negocios.
– Fuschus, el tránsito fue bastante sencillo, créanme -dijo.
En realidad, no tanto, pero estaba intentando transmitirles la idea de que el dinero lo resolvía todo. Lo cual era falso, desde luego, pero podía resultar cierto en el futuro con una sola condición: con más dinero.
Un par de años antes había visto por primera vez una obra de Vicky Lledó. Era Líneas corporales. Se exhibía en Londres durante una muestra de artistas residentes en la ciudad. No le agradó mucho el lienzo, que era de nacionalidad británica y se llamaba Shelley, pero Stein sabía reconocer un buen cuadro pintado sobre un lienzo mediocre. Por supuesto, no le dijo nada a nadie. Meses después, cuando el lienzo fue sustituido, Stein empaquetó a Shelley y se la llevó a Amsterdam con la excusa de unas pruebas, aunque no la entrevistó personalmente. Entusiasmada, Shelley contestó a todas las preguntas. El cuestionario incluía cierta indagación sobre el carácter y la vida privada de la señorita Lledó. Stein guardó aquella información para el futuro. Era necesario preparar el traspaso de poderes -el «tránsito», como lo llamaban los inversores- porque Van Tysch estaba declinando, y aunque Stein sabía que el Maestro todavía no había dicho su última palabra, resultaba imprescindible anticiparse. Llevaba meses guardando información sobre pintores desconocidos. Todo el mundo tenía pánico al tránsito. Stein tenía pánico al pánico de todo el mundo. Se propuso enseñarles que el milagro de procrear a un genio es mucho más fácil que el esfuerzo de prolongarle la vida.
A principios de 2006 ya había decidido que la heredera sería Vicky Lledó. Que la balanza de la posteridad se inclinara a favor de Lledó tenía sus ventajas: era mujer, y eso le daría un giro notable a la concepción machista que ciertos sectores tenían del arte HD; no era holandesa, con lo cual se demostraba que la Fundación Van Tysch acogía con agrado a cualquier artista europeo; por último, frenaría la preocupante ascensión al poder de gente como Rayback. Otorgarle a Vicky aquel pequeño premio de la Fundación Max Kalima había sido el primer paso. «Puedo asegurarles que el Maestro ha visto la obra de Lledó, y está fascinado», dijo a los inversores. Era falso. El Maestro no veía nada más allá de sí mismo. Stein estaba seguro de que ignoraba hasta la existencia de una joven artista española llamada Vicky Lledó. A Van Tysch sólo le importaba la elaboración de su canto del cisne, su adiós al mundo, su última y más arriesgada obra. Stein había tomado todas las decisiones.
Se aproximaba el fin, y era preciso inventarse un nuevo principio.
La penumbra continuaría intocable e inacabada en Edenburg. Y así seguiría hasta que el mundo estuviera preparado para contemplarla y su aparición resultara beneficiosa. Lo primero podía ocurrir en cualquier momento, o quizá ocurría ya (el mundo casi siempre se encontraba preparado para todo).
Respecto de lo segundo, un comité de inversores encabezado por él mismo y Paul Benoit planearía con la debida antelación los pasos necesarios para ir dando a conocer la obra en el futuro. Se hablaría del «testamento del Maestro», de su «canto del cisne», de su «terrible secreto». «Un milagro requiere de una revelación y de un secreto, Jacob -había dicho Benoit con acierto-. Ya tenemos la revelación. Nos falta el secreto.» -Dejemos madurar la idea -resumió Stein a los inversores. Y acarició pensativamente los largos muslos de su asiento.
Durante un tiempo hubo sonidos. Luego se instaló el silencio.
Había recibido una avalancha de llamadas telefónicas: de Jorge, sobre todo, muy preocupado al principio pero más tranquilo al poder hablar con ella. ¿Cuándo pensaba regresar? No lo sé, Jorge, ya veremos. Estoy deseando verte. Ya veremos. Pensó de repente que no lo echaba de menos. Jorge era para ella como la voz del pasado: inevitable, pero acabada. También la llamaron Yoli Ribó, Alexandra Jiménez, Adolfo Bermejo, Xavi Gonfrell y Ernesto Salvatierra. Llamadas de pintores y lienzos. Uno de los más cariñosos fue Alex Bassan. Todos se alegraban de que se encontrara bien y de que hubiera sido firmada por Van Tysch. Incluso escuchó, una insólita noche, la voz de su hermano. ¡Hasta su hermano se interesaba por el bienestar de la pintura! Sin abandonar del todo su reserva habitual de abogado fuera de los tribunales, José Manuel le habló de mamá, de cuánto la echaban de menos, de la ignorancia en que ella los mantenía. «No sabíamos nada de esto -le dijo-. Nos tuvimos que enterar por Jorge Atienza.» ¿Qué tal estaba? Bien. ¿Regresaría pronto? Sí. Querían verla. Ella también quería verlos. A fin de cuentas -pensó- la vida y el arte se basaban en lo mismo: en ir y ver.
¿Y Vicky? Vicky no la llamaba.
Sospechó que tendría que ser ella quien diera el primer paso, ahora que la pintora se había hecho tan importante.
Vicky iba a exponer una retrospectiva para la Fundación: lo había anunciado Jacob Stein en una rueda de prensa. Entre la docena de obras que se exhibirían estaban dos que había pintado originalmente con Clara: Instante y La fresa. Stein había añadido que Vicky Lledó era una de las grandes representantes del hiperdramatismo ortodoxo moderno, y que la Fundación Van Tysch, «ahora que el Maestro faltaba», impulsaría decididamente los trabajos de aquella joven artista.
El impacto de semejante noticia había sido poderoso, tanto que durante un rato no supo en realidad qué debía sentir. Al final terminó alegrándose por Vicky, pero después pensó que se alegraba porque no la amaba lo suficiente como para compadecerla.
«Las dos inmortales tal como deseábamos. Bien.»Luego, cuando las llamadas finalizaron, apagó el televisor. Las noticias eran siempre iguales, ya las conocía de memoria. Tampoco se permitió el sonido de los cuantiosos discos de jazz que Conservación le había regalado para que se entretuviera. Se sintió bien así, rodeada del silencio de sí misma. O de su ruido.
Porque la vida poseía su propio sonido, y ahora se daba cuenta. Sintió cómo la vida regresaba a ella de la misma forma que se oye la llegada de una ola diferente. Habían decidido quitarle la imprimación, borrarle la firma y enviarla a casa. La dejarían descansar una temporada y luego, si era preciso, la llamarían para exhibir Susana otra vez. Por supuesto, el dinero seguiría siendo suyo, eso no iba a variar. Le retiraron las pastillas de F &W, y en poco tiempo comprendió que un ser humano es una cosa que quiere cosas. El arte se mantiene quieto y satisfecho, pero la vida exige satisfacción continua. Luego comenzaron a quitarle la imprimación. Cuando regresó a la habitación del hospital donde estaba ingresada y se miró al espejo, ya no le cupo ninguna duda: era Clara Reyes por completo. Su pelo rubio, su piel con los poros abiertos, las viejas cicatrices, el grafismo de su vida, los olores, las viejas formas. Continuaba depilada, por supuesto, pero esto era una imagen con la que había llegado a congeniar. Su rostro sin imprimación adoptaba las expresiones de siempre: lejos estaba aquel monstruo amarillo que provocara el pasmo de Jorge. Ya no estaba pintada ni llevaba etiquetas. No era fácil vivir sin etiquetas ni pintura, pero tendría que acostumbrarse.
Y la tarde del viernes, después de almorzar y dormir una prolongada siesta, oyó suaves golpes en la puerta.
Gerardo sonrió al entrar.
– De modo que así eres cuando te quitan toda la pintura de encima, amiguita. La verdad, me gustas más de esta forma. Al natural, podría decirse.
Ella sonrió. Estaba sentada en la cama, en pijama, despeinada, con los ojos aún contagiados de sueño. Se dejó envolver por los brazos de Gerardo y comprobó que su presencia la hacía muy feliz.
– Me dijeron que hoy te daban el alta y quise venir a verte -explicó él-. Justus también hubiera querido venir, pero me aconsejó que viniera yo de «avanzadilla». -Se echó a reír y sus ojos brillaron, pero luego recobró la seriedad. Se había enterado del atentado de aquel loco y desde entonces había tratado de verla, aunque le habían asegurado repetidas veces que se encontraba bien-. ¿Cómo estás? -le preguntó.
– No lo sé -respondió ella con sinceridad-. Supongo que bien.
Tenía la sensación de haber estado durmiendo y haber despertado en el hospital. Se encontraba vacía. «Estuve soñando», pensaba. Pero ¿qué ocurre cuando todo lo que eres y todo lo que has sido forma parte del mismo sueño?
Disponían de tiempo antes de ir al aeropuerto. ¿Quería despedirse de algún sitio en particular?, preguntó él. Clara observó los periódicos doblados sobre su cama. Se había enterado de que aquel viernes, 21 de julio de 2006, terminaban de desmantelar el Túnel.
– Me gustaría pasar por el Museumplein y ver cómo quitan el Túnel -dijo.
– Ningún problema.
Había anochecido y las estrellas empezaban a aparecer sobre las tranquilas aguas de los canales. Era una noche espléndida, propia del verano. La luna seguía pujante, intentando alcanzar su propia perfección. Gerardo conducía en dirección al Museumplein y Clara iba junto a él.
– He pensado -rompió Gerardo súbitamente el denso silencio- que viajaré a Madrid dentro de poco. Me gustaría acabar un cuadro que he dejado a medio hacer -agregó, sonriendo.
Más tarde, ella señaló aquel instante como el momento exacto en que se dio cuenta de que Susana había desaparecido por completo de su cuerpo. Allí, en el asiento oscuro del coche de Gerardo, tocó sus piernas, sus brazos, su rostro, y lo supo. Susana estaba borrada. Debajo había surgido Clara Reyes, para bien o para mal. El acontecimiento -pensó- tenía el aire mediocre de un fracasado intento de divorcio. Gerardo le hablaba.
– Me gustaría…
Le estaba haciendo una serie de confesiones sinceras que ella apenas entendía, que apenas lograba escuchar. Pero comprendió que ahora que era otra vez Clara tendría que acostumbrarse a las confesiones sinceras. Porque Susana se alejaba en el cielo oscuro y estrellado. Susana flotaba en el inmenso Túnel de la noche, cada vez más lejos, cada vez más indiferente. Bienvenida al mundo, Clara. Bienvenida a la realidad.
En Museumplein, el trabajo se desarrollaba con calma y pericia. Varios técnicos desprendían cada telón: primero una pared, luego la otra, después el techo. Iban avanzando a lo largo de todo el recorrido de la herradura. Ni siquiera de noche interrumpían su labor: era preciso que Amsterdam se despertara sin el Túnel, que la luz amaneciera sobre la plaza desnuda, sembrada de sus estatuas y jardines cotidianos.
Gerardo estacionó en las proximidades y caminaron mirando hacia arriba, como turistas recién llegados.
– ¿Qué sientes? -le preguntó él. Ella miraba fijamente el inmenso desguace.
– No lo sé. Abrázame.
Mientras continuaban caminando a ella se le ocurrió una respuesta.
– Es como si respirara por primera vez -dijo.
Se alejaron. Clara miró por encima del hombro.
En aquel momento estaban desprendiendo uno de los telones del techo. El inmenso cuadrado se desplomó con un ruido de olas remotas arrastrando consigo su propia negrura. En la penumbra vacía penetró, sin esfuerzo alguno, la claridad de la luna.