Puntos, líneas, círculos, triángulos, cuadrados, polígonos… Debemos pensar en estos términos al comenzar a abocetar un cuadro humano. Luego tendremos que añadir sombras.

Tratado de pintura hiperdramática

Bruno van Tysch

– Si crees que somos figuras de cera… deberías pagar…

– ¡Por el contrario…! Si crees que estamos vivos, ¡deberías hablarnos!

Carroll


Un punto no es una forma, en realidad. Se equivoca quien piense que un punto es redondo. El punto existe en la medida en que existen líneas que se entrecruzan. Sin embargo, las líneas y todo lo demás, el resto de formas y de cuerpos, están hechos de puntos. El punto es lo invisible-imprescindible, lo inmensurable-inevitable. Puede que Dios sea un punto, solitario y remoto en Su perfecta eternidad, piensa Marcus.

Marcus Weiss sostiene un punto entre sus dedos cerrados. Amigos, es más jodido de lo que parece. El gesto es: brazo izquierdo extendido, palma de la mano hacia arriba, los cinco dedos formando una pequeña cúspide. Si las yemas se juntan lo suficiente, el vacío central desaparece entre las curvas de carne. Y ahí, en el centro, está el punto que sostiene Weiss. ¿Creéis que es fácil? Pues no, amigos, es jodido.

Durante los bocetos, Kate Niemeyer colocó sobre los dedos de Marcus una pelotita de pimpón. La pelotita se convirtió en canica en el boceto siguiente; luego en garbanzo y guisante, como en los cuentos infantiles. Por último, Kate decidió que no hubiera nada. «La idea es seguir con la pelotita, pero invisible. Tú se la ofreces al público. La gente te mirará y se preguntará: ¿qué tiene entre los dedos? Llamarás la atención y se acercarán a ti.» Marcus comprende que la curiosidad es un gran anzuelo para el artista que sabe utilizarla.

Llevaba varias horas aquella tarde sosteniendo el punto invisible. Una niña de rizos rubios, vestido naranja y gafas rojas (una de las últimas visitantes) se había alzado de puntillas para ver lo que Marcus escondía entre los dedos. Weiss se quedó sin conocer la expresión de su rostro cuando por fin la niña comprobó que no había nada: estaba obligado, como obra de arte, a mirar al frente con ojos pintados de blanco. Se preguntaba qué diablos hacía una niña tan pequeña en la galería, donde se exponían sólo cuadros para adultos. De hecho, Marcus se hubiera prohibido a sí mismo para menores de trece. No tenía hijos (¿qué cuadro podía tenerlos?), pero respetaba profundamente a los niños y consideraba que su «atuendo» como obra de Niemeyer distaba de ser infantil: se hallaba completamente desnudo, con el cuerpo barnizado de color bronce mediante aerógrafo dérmico, y el pene y los testículos (depilados, visibles) en blanco mate, igual que los ojos. Una fastuosa corona de plumas amarillas y celestes con puntos en púrpura, en forma de ornamento azteca o librea de ave tropical, ceñía su frente. Sus músculos artesanos, trabajados durante años con paciencia de constructor de maquetas, relucían en metal broncíneo uno a uno, reflejando sombras móviles y destellos de focos halógenos.

Cansado de sostener la Nada, se alegró de saber que ya había llegado la hora de cierre. Lo supo cuando vio entrar al técnico de mantenimiento de Ritmo/Equilibrio, de Philip Mossberg. Ritmo/Equilibrio era el óleo que se exhibía frente a él, un lienzo de diecisiete años llamado Aspasia Danilou pintado en colores suaves, casi desleídos, que no disimulaban su anatomía. Su pubis no estaba depilado porque Mossberg siempre usaba lienzos sin depilar para sus cuadros. Aspasia parpadeó, se movió, le entregó al técnico la sábana de raso que sostenía con la mano izquierda y se marchó hacia el baño ágilmente, no sin antes despedirse de Marcus con un gesto. Hasta mañana, Marcus, ya nos veremos, por supuesto que sí, estaremos todo el día mirándonos. No era mal lienzo la preciosa Aspasia. Marcus pensaba que llegaría lejos, pero sólo tenía diecisiete años y éste era su primer original. Había intentado ligársela recién llegada a la galería, pero la chica había pretextado varias excusas y rechazado sistemáticamente sus asedios hasta que él pudo darse cuenta de que, en ciertas materias de la vida, Aspasia ya contaba con amplia experiencia.

Marcus era la obra de Kate Niemeyer ¿Quieres jugar conmigo? Valía doce mil euros y no confiaba en ser vendido. El último en marcharse era él. Ningún técnico lo ayudaba, nadie se acercaba para quitarle el penacho de plumas: tenía que irse solo. La mano con que sostenía la Nada le dolía un poco. El brazo también.

Au revoir, Habib.

Au revoir, señor Weiss.

Apartó los pies descalzos pintados de bronce y negro del reluciente camino de la aspiradora de Habib. Se llevaba muy bien con el encargado de la limpieza de aquella planta. Habib había vivido en Aviñón antes de trasladarse a Munich, y Weiss, que conocía y admiraba aquella ciudad (estuvo expuesto en dos ocasiones en una galería a orillas del Ródano), disfrutaba invitando al marroquí a cerveza y cigarrillos y perfeccionando su francés. Además, el gran Habib practicaba meditación zen: nada mejor que eso para hacer buenas migas con Marcus. Compartían libros y pensamientos.

Pero aquella noche sólo se dirigió a Habib para despedirse. Tenía prisa.

¿Estaría esperándolo ella? Pensaba que sí, no se atrevía a suponer lo contrario. Se habían conocido la tarde anterior, pero Marcus poseía suficiente experiencia para saber que aquella muchacha no era de las que se toman las cosas a broma. Fuera quien fuese y quisiera lo que quisiese de él, Brenda iba en serio.

Bajó la escalera hasta el cuarto de baño de la segunda planta. Sieglinde, que era Dríada, de Herbert Rinsermann, ya había llegado y se encorvaba sobre el lavabo cuando Marcus entró. Tenía la cabeza bajo el grifo y se frotaba el pelo con fuerza. Su atlética figura era un arco de carne sin átomo de grasa. Las falsas ramas de zarzamora que la envolvían en el cuadro se apoyaban en la pared, adornadas de puntos rojos, gotas de sangre artificial. En su tobillo izquierdo se retorcía la complicada firma de Rinsermann. Marcus y Sieglinde se habían conocido dos años antes durante unas clases de Ludwig Werner para lienzos de todas las edades en Berlín. Desde entonces eran amigos. Y ahora habían vuelto a coincidir en la galería Max Ernst.

Marcus se inclinó junto a ella, cuidando de no estropear su penacho de plumas, y habló con voz cavernosa.

– Buenas tardes.

El rostro de Sieglinde emergió del agua repujado de perlas diminutas.

– ¡Hola, Marcus! ¿Qué tal te ha ido?

– No demasiado mal -sonrió enigmáticamente mientras se quitaba la corona.

– Muy contento te veo hoy. ¿Acaso te han comprado?

– Ni lo sueñes.

– ¿Otro original en perspectiva, entonces?

– Quizá.

Sieglinde giró hacia él y apoyó manos y glúteos en el borde del lavabo. Su pelo corto era un húmedo yelmo de oro. Miraba a Weiss con toda la burla de sus diecinueve años de edad.

– Vaya, me alegro. Ya estaba harta de verte pintado de bronce. ¿Y se puede saber quién es el artista que quiere pasar a la posteridad haciendo algo con usted, señor Weiss?

– Ocúpate de tus propios asuntos -dijo Marcus medio en broma.

Sieglinde se echó a reír y siguió limpiándose. Marcus entró en una de las duchas y adosó un frasco de disolvente al grifo. El óleo de su cuerpo empezó a fluir rodillas abajo. Dio vueltas sumergido en aquel placer vertical. Distinguía partes de la anatomía de Sieglinde a través de la puerta entornada, rápidos atisbos de sus músculos jóvenes. «Juventud, un punto sin retorno -pensó-. Te compran antes y pagan más cuando eres un lienzo joven.» Recordó que Rinsermann había logrado vender a Sieglinde como exterior estacional a una antigua familia bávara. Vender un estacional no es fácil, porque son cuadros que se exhiben sólo durante una determinada época del año, el verano en el caso de Dríada. Marcus había visto aquella obra varias veces. No es que Rinsermann le gustara especialmente, pero encontraba Dríada más que aceptable. Se trataba de una especie de ninfa de los bosques pintada en naranjas, ocres y rosados diluidos y envuelta en zarzamoras cuyas espinas parecían clavarse en su cuerpo desnudo. La expresión del rostro era todo un acierto: entre miedo, sorpresa y dolor. Pero su dueño, en opinión de Marcus, era mejor que la obra. Uno de esos dueños que un cuadro sólo encuentra una vez cada diez años. No sólo había decidido instalar a Sieglinde en el jardín por un plazo de tres veranos antes de la sustitución (que era lo mismo que decir trabajo fijo durante tres meses y disponibilidad el resto del año), sino que, además, no había puesto inconveniente alguno en cederla para exhibición temporal a las galerías de la ciudad, como ahora sucedía con la Max Ernst, con lo cual Sieglinde cobraba un extra de mil quinientos, coma, treinta y dos euros mensuales en concepto de exposición de una obra vendida. Weiss se alegraba por ella, pero no podía dejar de sentir cierta punzada de envidia. Su amiga tenía en el rostro la felicidad que otorga haber sido comprada. En cambio, nadie quería jugar con ¿Quieres jugar conmigo? Estaba seguro de que Kate tampoco lograría venderlo esta vez, como no lo había vendido en ocasiones anteriores. Ahora bien, ¿era culpa de Kate o de él?

Cerró el grifo de la ducha y repasó su cuerpo sin pintura con la mirada y las manos. Se mantenía en forma, desde luego. Sus músculos, perros fieles y entrenados, proseguían su inagotable labor arquitectónica. Gente como Kate Niemeyer seguiría pintándolo (o eso creía, al menos) durante algunos años más, pero sabía que a sus cuarenta y tres de edad ya podía empezar a prepararse para la artesanía si es que quería sobrevivir. Era un mercado que crecía a un ritmo imparable. Los coleccionistas atesoraban en privado Sillas, Pedestales, Mesas, Floreros, Ceniceros y Alfombras humanas, y empresas como Suke, Ferrucioli Studio o la Fundación Van Tysch diseñaban, vendían y usaban adornos de carne y hueso todos los días. Tarde o temprano las leyes tendrían que permitir la venta oficial de aquellos objetos, porque ¿adónde irían a parar, si no, los lienzos viejos y los jóvenes que eran rechazados como obras de arte? Marcus sospechaba que acabaría vendido como adorno en la casa de cualquier solterona sonriente. Llévese un recuerdo de Alemania, señora. Aquí está Marcus Weiss, preciosas cachas nacaradas, un souvenir ario que puede armonizar junto a su chimenea.

A Weiss le quedaban pocas oportunidades. Las oportunidades también son puntos, átomos, líneas que se entrecruzan, cosas ínfimas e invisibles, residuos de la nada. ¿Cuántas había perdido él? No llevaba la cuenta. Era modelo desde los dieciséis años. Había estudiado arte HD en su ciudad natal, Berlín, y trabajado para algunos de los mejores pintores de su generación. Y de repente todo se había eclipsado. Empezó rechazando ofertas debido a que, en parte, quería vivir en paz. Le gustaba ser cuadro, pero no tanto como para inmolar por ello toda su vida sentimental. Sabía, sin embargo, que las obras maestras viven solas, aisladas, no se casan, no tienen hijos, no aman ni odian, no gozan ni sufren. Las verdaderas obras maestras como Gustavo Onfretti, Patricia Vasari o Kirsten Kirstenman apenas podían llamarse «personas»: lo habían entregado todo -cuerpo, mente y espíritu- a la creación artística. Pero Marcus Weiss añoraba demasiado la vida, y quizá por eso había empezado a aflojar el ritmo. Ahora ya era demasiado tarde para rectificar. Lo peor era que seguía solo. No era una obra maestra, pero tampoco el ser humano que le hubiese gustado ser. No había conseguido ni una cosa ni otra.

Se angustió al pensar que aquello que Brenda le iba a proponer esa tarde muy bien podía convertirse en su última oportunidad.

Sieglinde lo esperaba en la puerta del vestuario cuando él salió. Solían marcharse juntos. Bajaron la escalera con sus mochilas al hombro: en la de él viajaba el penacho de plumas sintéticas de papagayo azteca, en la de ella las ramas de zarzamora. Las etiquetas colgadas de la muñeca de ambos oscilaban con los gestos. Sieglinde hablaba y Marcus respondía con monosílabos. Se sentía cada vez más nervioso. Si Brenda no había cumplido su palabra, si no estaba esperándolo abajo tal y como había prometido, podía despedirse también de aquella oportunidad.

Decidió sacar algún tema de conversación para evitar las preguntas indiscretas de su amiga.

– ¿Sabes? Hoy por la tarde una niña de nueve o diez años se ha dedicado a mirarme durante media hora por lo menos. No entiendo lo que pasa. Las leyes contra la pornografía infantil son cada vez más estrictas, pero no hay vigilantes que prohíban la entrada de un niño en una galería para adultos.

– Estamos considerados patrimonio artístico, Marcus, ya lo sabes. Los niños pueden ver el David de Miguel Ángel de igual forma que pueden ver ¿Quieres jugar conmigo? de Kate Niemeyer. Lo contrario sería agravio comparativo.

– Sigo pensando que con los niños se debería hacer algo -insistió Marcus-. No me gustan como espectadores, pero menos aún como cuadros. No debería permitirse ningún cuadro menor de trece años.

– ¿A qué edad empezaste tú?

– Bueno, pongamos menor de doce.

Sieglinde se echó a reír. Después dijo:

– La verdad es que el tema de las obras menores de edad es difícil. Si las prohíbes, tendrías que prohibir también la aparición de niños en películas y obras de teatro, por ejemplo. Y piensa en los anuncios. A mí me parece mucho más indecente usar el cuerpo de un niño para vender toallitas higiénicas que pintarlo y colocarlo inmóvil como obra de arte. Creo que… ¡Eh! ¿Me estás escuchando?

Marcus no respondió.

Brenda estaba allí, de pie entre dos columnas.

Saludó a Marcus con un gesto de la cabeza y él respondió con una sonrisa. Su corazón latía con fuerza, como si en lugar de bajar la escalera se hubiera dedicado a subirla de tres en tres peldaños.

– Hola -dijo Marcus acercándose.

La chica volvió a mover la cabeza. No miraba a Marcus sino a su acompañante. Weiss se vio obligado a iniciar las presentaciones.

– Ésta es Brenda. Brenda, te presento a Sieglinde Albrecht. Sieglinde puede darte un par de lecciones sobre cómo ser un exterior estacional y que te compren.

– ¿Eres cuadro también? -preguntó Sieglinde con una sonrisa franca, enarcando unas cejas de las que carecía por completo y mirando a Brenda de arriba abajo.

– No -dijo Brenda.

– Pues deberías serlo. Te comprarían rápidamente, fuera cual fuera el pintor.

A Marcus le deleitó percibir en el tono de su amiga un leve acorde de celos.

– Brenda, por favor, disculpa la mente perversa de Sieglinde -bromeó.

– ¡Eh, que ha sido un piropo, idiota! -lo golpeó Sieglinde con la palma de la mano.

Brenda parecía una muñeca que hubiera recibido la escueta instrucción de asentir con la cabeza y sonreír a todo lo que se decía. Weiss pensaba que no necesitaba hablar: el discurso de su rostro era prodigioso.

– Brenda no es un cuadro -explicó-, aunque lo parezca… Es algo así como… una marchante.

– Oh, asunto de negocios, pues. -Jovialmente, Sieglinde estampó un beso en los labios de Weiss. Después guiñó a Brenda uno de sus ojos sin pestañas-. Entonces creo que os voy a dejar solos para que negociéis tranquilamente. Nos vemos pasado mañana, señor Weiss.

– Qué remedio, señorita Albrecht.

Aunque la galería abría al día siguiente y Sieglinde debía ir a trabajar, Marcus se tomaba los martes libres. Sieglinde ignoraba la razón de tan excepcional medida en un cuadro que aún no había sido vendido, pero sus aviesas preguntas al respecto habían chocado contra un muro de lacónicas respuestas y no se había atrevido a indagar más. Estaba segura, sin embargo, de que Marcus realizaba otro trabajo en un lugar mucho menos público (y más escandaloso) que Max Ernst.

El pelo de Sieglinde se convertía en un punto dorado al alejarse por Maximilianstrasse. Marcus apoyó suavemente una mano en la espalda de Brenda y la invitó a acompañarlo en la dirección opuesta. Era el último lunes de junio y la gente abarrotaba la calle.

– Pensé que no ibas a venir.

– ¿Por qué? -preguntó Brenda.

Él se encogió de hombros.

– No sé. Supongo que ayer todo sucedió muy rápido. Oye, no te habrá molestado que le dijera a Sieglinde que eras marchante, ¿verdad? Algo había que decirle. Además, Sieglinde no es curiosa.

– Está bien. ¿Adónde vamos?

Marcus se detuvo y miró el reloj. Adoptó un tono de vaga improvisación, aunque en realidad lo había planeado todo la noche previa.

– ¿Qué te parece si tomamos algo antes de cenar?

El sitio al que la condujo se llamaba La Minucia. Se encontraba en una bocacalle cercana a la galería, pero los cuadros y bocetos no lo frecuentaban tanto como los que flanqueaban la avenida, de modo que, con suerte, disfrutarían de un poco de intimidad. La Minucia lo vendía todo en pequeño: los licores venían en botellitas, como en las habitaciones de los hoteles, y los cubos de hielo tenían el tamaño de dados de póquer. Era autoservicio, y más allá de la barra (que llegaba a la cintura de una persona adulta) se distinguían una máquina de café expreso como una caja plateada de zapatos con tres palancas, anaqueles estrechos como zócalos, pizarritas que aconsejaban los platos del día en una caligrafía no apta para miopes y diminutas bombillas colgando del techo que, al llegar la noche, otorgaban aires de teatro de títeres a todo el lugar. La música de fondo era un solo de violín, afilado y trémulo. A partir de ahí, Gulliver pasaba al país de los gigantes y todo crecía inesperadamente: los camareros situados tras la barra eran de estatura más que normal y los precios de la carta superaban la talla media. Marcus sabía que La Minucia quedaba muy por encima de su presupuesto, pero no deseaba escatimar gastos con Brenda: deseaba impresionarla para que la chica supiera que él estaba acostumbrado a lo mejor.

Encontraron una esquina apartada con una mesa y un par de taburetes. Aunque su intención era comenzar con una cerveza, Marcus se decantó por imitar a Brenda cuando ella pidió whisky. Consiguió dos preciosas monerías de Glenfiddich y dos vasos de un hielo tan puro y reducido que parecía luz. Mientras se acercaba a la mesa con las bebidas dispuso de tiempo para valorar a la chica. Su opinión no varió mucho de la que había emitido la víspera. Ella era bastante delgada pero innegablemente atractiva y llevaba el pelo frondoso y rubio estrangulado en una cola que descendía por su espalda en forma de abultado pincel. Como vestuario, una chaquetilla y una minifalda azul oscuro (el día anterior habían sido blusa y pantalones cortos vaqueros). La ropa estaba arrugada y un poco descolorida, pero, por eso mismo, a Marcus le atraía más. Los tacones de los zapatos eran de aguja, una moda que a él nunca le parecía anticuada. Se dio cuenta de que no llevaba bolso. Tampoco medias. Quiso pensar que no llevaba nada más que lo que mostraba.

Cuando se sentó, descubrió que ella lo miraba sin sonreír.

Sus ojos azules sin destellos le recordaban algo que en aquel momento no podía precisar: eran puntos fijos, penetrantes. Puntos como estanques en miniatura de aguas negras.

– Y ahora -le dijo mientras le servía el Glenfiddich, sin apartar la vista de aquellos puntos-, vas a decirme la verdad.

– Siempre te digo la verdad -replicó ella.

Fue la primera vez que él supo con certeza que mentía.

Comenzaron las preguntas. La clientela que abarrotaba La Minucia se renovaba continuamente sin que él se percatara: estaba concentrado en el interrogatorio. Marcus era un cuadro viejo y nadie iba a engañarlo fácilmente, y menos con una muñeca como aquélla. Cuando se dio cuenta, el hielo liliputiense había licuado el sabor de su whisky. Ella tampoco había bebido mucho que digamos: se llevaba el vaso a los labios entre respuesta y respuesta, pero no parecía tragar. En realidad, no parecía hacer nada. Permanecía sentada cruzando sus bonitas piernas desnudas y mirando a Marcus mientras contestaba.

– ¿Por qué han pensado en mí tus amigos para este trabajo?

– Ya te respondí a eso.

– Quiero oírlo otra vez.

– Están buscando figuras. Me han enviado a Munich para verte, ya te lo he dicho.

Hablaba perfectamente el alemán, pero Marcus no lograba identificar su acento.

– Eso no responde a mi pregunta.

– Supongo que les has gustado como cuadro, no lo sé. Tendrías que preguntarles a ellos. Yo estoy aquí, tan sólo, para intentar captarte.

Desde luego, la chica trataba de ser honesta. Marcus bebió otro sorbo de Glenfiddich. El violín de La Minucia inició un vals de cajita musical.

– Háblame otra vez de la obra.

– Tardará un mes en ser creada, no puedo decirte dónde. Después la venderán automáticamente. De hecho, se trata de un encargo. Tampoco podrás saber quién es el comprador, pero iréis al sur. Probablemente a Italia. Es una acción no interactiva de exterior. Dura cinco horas diarias y se prolongará hasta otoño.

– ¿Cuántas figuras participan?

– No lo sé, es una pintura mural. Sé que hay figuras adultas y adolescentes. El tema es mitológico, creo.

– ¿Habrá manchas o estará limpia?

– Estará limpia. Todos son modelos voluntarios.

– ¿Niños?

– Sólo adolescentes.

– ¿Edades?

– Mayores de quince.

– Bueno. -Marcus sonrió, inclinándose hacia ella. La cafetería se llenaba por momentos y le impedía hablar en voz baja desde cierta distancia-. Me has contado la excusa. Ahora quiero saber la verdad.

– ¿A qué te refieres?

– Adolescentes y adultos juntos en una acción mural que ya está vendida antes de haber sido pintada… Y, como avanzadilla, una chica enviada para «captarme». -Intentó sonreír con aires de lienzo astuto-. Escucha, llevo muchos años en el oficio. Me han pintado Buncher, Ferrucioli, Brentano y Warren. Tengo cierta experiencia, ¿sabes?

No abandonó la visión de aquellos ojos ni siquiera cuando levantó el vaso en vertical para beber hasta la última gota. Un alud de hielo sepultó su nariz. ¿Estaba un poco mareado? No lo creía.

– Te contaré algo. El verano pasado trabajé en un art-shock clandestino en Chiemsee. Nos pintaron en un taller de Berlín y nos compraron para exhibirnos tres días a la semana durante el verano en una finca privada a orillas del lago. Había cuatro figuras adolescentes y tres adultos, incluyéndome. -Marcus observaba la etiqueta colgada de su muñeca-. Fue una experiencia… ¿Cómo definirla? Creo que la palabra es «aterradora». Quiero decir, desde el punto de vista en que son aterradores los art-shocks. Pero existía cierto riesgo, claro. Una de las figuras no tenía más de trece años…

– Quieres más dinero -lo interrumpió Brenda.

– Quiero más dinero y más información. Déjate de rollos mitológicos. Desde tiempo inmemorial, las excusas más utilizadas por el arte han sido la mitología y la religión. El art-shock que hice en Chiemsee era supuestamente religioso, ¿te imaginas? -Tuvo un repentino acceso de risa, pero cuando vio que la muchacha no lo imitaba prefirió contenerse-. En el fondo, todo ha consistido siempre en mostrar desnudos y violencia, da igual que sean Miguel Ángel y la capilla Sixtina o Taylor Warren y su cueva de Liverpool. Ése ha sido siempre el arte mejor y más caro de todos. -Alzó el dedo índice para subrayar sus frases-. Diles a tus «amigos» que quiero información exacta sobre lo que tendré que hacer. Y también quiero firmar un contrato de límites prefijados y otro de exención de responsabilidades; no sirven de mucho cuando te acusan de haber hecho cosas con menores de edad, pero los artistas se llevan la peor parte si hay denuncias. Y quiero pruebas de que el cuadro será limpio y de que no habrá niños, ni voluntarios ni involuntarios. Y quiero el doble de lo que dijiste ayer: veinticuatro mil euros. Todo esto para empezar. ¿Me he explicado con claridad?

– Sí.

Después hubo un silencio. Marcus pensaba de repente, con amargura, que había hecho mal contándole lo del art-shock de Chiemsee. Ella iba a creer que sólo lo llamaban para hacer arte marginal, lo cual era cierto en parte. En sus buenos tiempos, Weiss había sido vendido en varios grandes originales hiper-dramáticos. Pero ahora casi todo su sueldo provenía de encuentros interactivos de tipo art-shock. Obras como el cuadro de Niemeyer (o el de Gigli, que prefería no mencionar) constituían mediocres excepciones.

– ¿Nos vamos? -propuso.

Cuando salieron del café, casi todas las tiendas estaban encendidas. En los escaparates de las galerías que poblaban Maximilianstrasse lienzos tardíos seguían exhibiéndose en cuadros de dos o tres figuras. Las siluetas, el vestuario (o su ausencia) y el color se disputaban la atención de un público numeroso y heterogéneo. Cuadros para casi todos los bolsillos, desde los pobres diablos que hacían de bocetos de autores desconocidos a tres o cuatro mil euros cada uno, hasta las obras de los grandes maestros cuyo precio siempre se discutía durante una cena y cuyos lienzos dejaban de exhibirse pronto (nunca en escaparates) y eran conducidos hacia sus hoteles o casas alquiladas por personal de custodia. Muchachas con patines repartían catálogos de galerías aún más marginales y de retratistas expertos en cerublastina. Marcus coleccionaba toda la propaganda. Al llegar a la esquina del Nationaltheater, iluminado para una noche de estreno, se volvió hacia la chica y dijo:

– ¿Y bien?

– Transmitiré tus peticiones a mis amigos y te responderé pronto.

Marcus se inclinó hacia su oído para hacerse escuchar por encima del tráfico. Entonces comprobó que Brenda no olía a nada. Es decir, olía a algo que era como un punto: líneas de olor que se entrecruzan (es imposible no oler a nada: siempre hay algo, una minucia, una mácula de aroma). Celebró aquella nueva característica. No soportaba la orfebrería nasal a que lo sometían algunas mujeres.

– No te pregunto sobre el trabajo sino sobre esta noche -matizó con sonrisa de seductor-. ¿Adónde te gustaría ir?

– ¿Y a ti?

Conocía varios lugares que podrían haberle divertido. Algunos, como el encuentro interactivo de Haidhausen donde el visitante, fuera modelo o no, se transformaba en cuadro, resultaban atractivos. Sin embargo, la mano que apoyaba en la chaqueta de la muchacha pareció tomar una decisión por su cuenta.

– Estoy hospedado en un motel de Schwabing. No es un gran sitio, pero abajo hay un magnífico restaurante vegetariano.

– De acuerdo -dijo Brenda.

Tomaron un taxi, pese a que Marcus siempre cogía el metro en Odeonsplatz. El restaurante era pequeño y estaba lleno, pero Rudolf, el dueño y cocinero, sonrió al ver a Marcus y los instaló en una mesa apartada. Para el señor Weiss siempre había mesa y hasta una botella de vino, faltaría más, y a él le encantaba ser tan agasajado delante de Brenda. Pidió unos strudels de verdura y unos sabrosísimos espárragos de temporada. Durante la mayor parte de la comida habló de su afición al zen, la meditación y la comida vegetariana, y de cómo todo esto lo había ayudado a ser cuadro. Su budismo era prêt-à-porter, y él mismo lo reconocía, un mero artificio, una nadería con la que soportaba la vida, pero Marcus dudaba que hubiera alguien en el siglo XXI con creencias más profundas que las suyas. También contó varias anécdotas sobre pintores y modelos que hicieron que aquellos misteriosos y perfectos labios se distendieran aún más. Sin embargo, conforme fue pasando el tiempo, los temas de conversación se le agotaron. Era extraño en él, casi nunca le ocurría. Entre sus amigos tenía fama de hablador y poseía una excelente memoria para las anécdotas. Ahora os contaré algo sobre una chica llamada Brenda a la que conocí en Munich. «Si Sieglinde me viera…» Descubrió entonces que se sentía completamente loco de deseo por Brenda. Eso le irritaba, porque sabía que ella había sido enviada como «gancho», y él no sólo había mordido el anzuelo sino que se deleitaba paladeándolo. Pero había que reconocer que aquellos tipos, fueran quienes fuesen, habían acertado al elegirla: Brenda era la mujer más tentadora que había conocido en mucho tiempo. Su pasividad, su forma de mantener el misterio al tiempo que dejaba la puerta entreabierta, lo enardecían. Amigos, os contaré qué clase de chica era. Sin embargo, intentaba disimularlo. No quería que ella supiese que había conseguido demasiado pronto su propósito. Pero ¿acaso no lo sabía ya? Aquellos puntos en azul denso, ¿no lo miraban con cierto brillo burlón?

– No eres alemana, ¿verdad? -le preguntó a los postres.

– No.

– ¿Norteamericana?

Ella negó con la cabeza.

– Si no quieres, no me lo digas -indicó Marcus.

– No te lo digo -repuso ella.

– No me importa un comino de dónde seas.

Sus labios temblaban. Los de ella parecían dibujados sobre madera.

Pagó con rapidez y se marcharon. El punk que atendía en la recepción del motel casi tenía preparada la llave antes de verlo. El cuarto era pequeño y olía a humedad, pero en aquel momento podría haberse tratado de los salones de la Residenz o de un aseo público, a Marcus le daba igual. Empujó a Brenda hacia la oscuridad y buscó su boca con la suya. Ella se deshizo con facilidad de aquellas caricias, flexionó las rodillas y comenzó a resbalar como algo ingrávido por su torso. Marcus gimió cuando comprendió sus intenciones.

Aquello no era lo que había esperado. Confiaba en prolongar los preliminares mientras ella se desnudaba, o desnudarla él mismo, por ejemplo en el suelo, como le gustaba a Kate Niemeyer. La pintora era una de sus últimas relaciones estables y durante sus visitas a Munich habían hecho el amor en el motel de Marcus, en el hotel de ella, incluso, en cierta ocasión, en una galería de museo, lienzo y artista entrelazados. Pero Brenda iba demasiado rápido. Marcus estaba seguro de que explotaría antes de haber podido siquiera tocarla.

– Espera -murmuró, trémulo-. Espera un momento…

No ocurrió lo que temía. Ella sabía cuándo detenerse o aumentar el ritmo y qué lugares debía dejar intactos al principio. Tras un enervante preámbulo, la boca de Brenda envolvió su miembro como una funda de piel tórrida al tiempo que sus manos, aferradas a las nalgas de Marcus, lo atraían hacia ella. Dios, aquella chica era una bomba de vacío. Kundalini, la sierpe de la energía sexual, enderezó su braquicéfala cabeza dentro de él y preguntó qué ocurría. Marcus gimió, arañó la cal de las paredes, se mordió el labio en un increíble instante de descontrol. Cuando todo finalizó, continuaron en la misma posición, él con la frente apoyada en la pared paladeando el inequívoco sabor de su propia sangre -tenía los labios agrietados por los disolventes y la mordedura los había abierto-; ella arrodillada, paladeando también algo de Marcus. Aquel equilibrio de fluidos en sus bocas se le antojó a Weiss de una artística simetría.

Brenda se incorporó y Marcus encendió las luces de la pequeña habitación.

– Vaya -dijo-. Ha estado bien -agregó.

No obtuvo respuesta. Amigos, qué silenciosa es esta chica. Los ojos de Brenda lo miraban sin parpadeos: puntos redondos y negros en un círculo de vacío azul. Los labios no estaban manchados. El semblante -perfecto, delineado- poseía una cualidad de enajenación, de poderosa independencia de las emociones y sucesos que Marcus sólo pudo definir con una palabra: símbolo. Brenda, de repente, se le antojó simbólica, una especie de arquetipo de sus deseos. Pensó que si algo echaba de menos en compañía de aquella chica era un poco de individualidad, de imperfección. Por su mente desfilaron preguntas sin respuesta: ¿era preferible lo individual a lo arquetípico?, ¿la imperfección a lo perfecto?, ¿lo emocional a lo intelectual?, ¿lo natural a lo artístico? Cuando cayó en la cuenta de que todas estas divagaciones le habían sobrevenido a raíz de una mamada, casi creyó comprender el trágico destino de los seres humanos.

Quiso besarla, pero Brenda se apartó.

– ¿Nos sentamos?

Antes de que ella se alejara, los dedos de Marcus habían logrado resbalar un fugaz instante por aquel cutis maravilloso.

Se percató (aunque le parecía increíble) de que era la primera vez que tocaba su piel desnuda. La textura era como la de un bebé un poco más firme de lo normal. Un bebé algo pasado de fecha. Entre las yemas de sus dedos quedó un punto (porque todo termina convertido en eso) sutil de aceite, una nadería viscosa. No creyó que fuera ninguna crema: Brenda tenía la piel más grasa de lo normal, eso era todo, había conocido casos así. Siempre se mantienen jóvenes. El secreto de la eterna juventud y de la muerte prematura es el mismo: la grasa. Quizá de esta simple, ínfima razón, se derive el triste hecho de que los únicos que pueden ser jóvenes para siempre son aquellos que mueren jóvenes.

No obstante, el mundo no debía de ser tan malo, después de todo, si la naturaleza podía producir seres como Brenda. Marcus se propuso disfrutarla palmo a palmo durante aquella noche interminable.

Recordó que disponía de una pequeña botella de Ballantines. Fue de aquí allí a lo largo de la habitación, preparando whiskies. Brenda se recostó en el único sillón que había y cruzó las piernas. Al alcance de su mano quedaba una mesilla repleta de los productos que Marcus necesitaba casi diariamente: lociones lipoescultoras, cremas cosméticas, kits de lentillas, aromas y tintes capilares. Junto a los diversos frascos reposaba una máscara negra. Brenda la cogió.

– Ten cuidado con eso, tengo que usarlo mañana -dijo Marcus. Estaba sirviendo los whiskies cuando de repente se detuvo-. ¡Oh, mierda…!

Acababa de darse cuenta de que había olvidado la bolsa de las pinturas (con los catálogos y la corona de plumas, joder) en el restaurante de Rudolf. Pero ya era demasiado tarde para recuperarla. «No importa -se dijo-, Rudolf me la guardará.»Brenda volvió a dejar la máscara en su sitio.

– Pensé que sólo te exhibías en Max Ernst.

Todavía dándole vueltas al tema de la bolsa olvidada, Marcus repuso distraídamente:

– No, también hago una obra de Gianfranco Gigli, una sustitución, pero sólo los martes. Mañana por la tarde me toca. De hecho, estoy en Munich principalmente por la obra de Gigli. ¿Te sirvo más?

– Lo que tú vayas a tomar.

A Marcus le gustó la respuesta y sirvió dos dosis generosas. La noche prometía ser larga. «Mañana, antes de irme, pasaré por el restaurante y recogeré la bolsa -pensaba-. No hay ningún problema.»

– ¿En qué galería te exhibes como el Gigli? -preguntó Brenda.

Se disponía a ofrecer la mentira de siempre («voy de una a otra»), pero contempló la tranquila actitud de la muchacha y decidió que no tenía nada que ocultar.

– En ninguna -dijo.

– ¿Estás comprado?

– Sí, por un hotel -sonrió («¡Mi gran secreto!», pensó, avergonzado)-. El Wunderbar, ¿lo conoces? Es uno de los más nuevos y lujosos de Munich. Su principal atractivo consiste en que se adorna con obras hiperdramáticas. Hoy día esto ya no constituye ninguna novedad, pero cuando se inauguró era casi el único hotel alemán de ese tipo. Yo soy el cuadro de una suite. ¿Qué te parece?

– Bien, si te pagan adecuadamente.

¡Cuánta razón tenía! Con una sola frase, Brenda le había demostrado que no había nada de qué avergonzarse.

– Me pagan muy bien. Y la verdad es que no me importa estar en un hotel. Soy un cuadro profesional, me da igual dónde me coloquen. El problema son los inquilinos. -Torció el gesto y bebió un sorbo-. Pero, si te parece, vamos a cambiar de tema…

– De acuerdo.

Brenda no quería nada, no pedía nada, no mostraba ninguna curiosidad. Y esa actitud de cofre cerrado desmontaba las defensas de Marcus.

– Bueno, qué importa que lo sepas. Pero no lo comentes con nadie, porque a nadie le interesa. ¿Sabes quiénes están hospedados en esa suite…? Suena irónico, pero se les considera uno de los más grandes cuadros de la historia del arte. -Había pronunciado aquellas palabras con calculado desprecio, cargadas de ironía-. Nada menos que las dos figuras de Monstruos, de Bruno van Tysch.

Si había pretendido causar alguna reacción en la muchacha, no lo había conseguido. Brenda permanecía tranquila, las piernas cruzadas (aquel brillo perfecto de sus muslos desnudos, tan similar al lujo de sus zapatos: la naturaleza es más artística que el arte cuando imita al arte, ¿no, Marcus?).

Marcus estaba dejándose llevar por emociones largo tiempo reprimidas. Ahora que por fin le había contado a alguien la parte desagradable de su trabajo, no podía detenerse.

– A veces me ocurre algo extraño, Brenda. No entiendo el arte moderno. ¿Puedes creerlo? Esa exposición… «Monstruos»… Supongo que la has visto alguna vez, o has oído hablar de ella. Esta temporada se exhibe en la Haus der Kunst. Te aseguro que uno de los grandes misterios del arte consiste en saber por qué el creador de «Flores» se dedicó después a pintar esa colección… Serpientes vivas en el pelo de una chica, un enfermo terminal, un tarado… y esos dos criminales sebosos para los cuales hago de cuadro. -Hizo una pausa y bebió otro sorbo-. Está mal que una obra de arte no entienda el arte, ¿no crees…? -Ella compartió brevemente su sonrisa. De repente el semblante de Marcus se ensombreció-. Pero no es eso. Son esos dos cerdos. A mí me toca soportarlos un solo día a la semana, pero cada vez me cuesta más esfuerzo… Oyéndolos me dan ganas de… de vomitar… Me parece increíble que ese par de degenerados sea una de las grandes pinturas de todos los tiempos y que lienzos como yo, en cambio, tengamos que adornar las habitaciones donde se hospedan…

Poseído por una furia repentina, se llevó el vaso a los labios y descubrió que estaba vacío. Brenda lo escuchaba absolutamente inmóvil. Marcus se avergonzó un poco de haber abierto su corazón de aquella forma delante de una desconocida (por mucho que le costara creerlo, Brenda seguía siendo una desconocida, a fin de cuentas). Contempló su vaso vacío y levantó la vista hacia ella.

– En fin, no vamos a estropear una noche como ésta hablando de trabajo, ¿no? -dijo-. Aún tengo pintura encima. Voy a ducharme y vengo en seguida. Sírvete más whisky. Ponte cómoda.

Brenda sonrió ligeramente.

– Te esperaré en la cama.

En la ducha, Marcus Weiss recordó de repente a qué se parecían los ojos de Brenda: era la misma mirada de la Venus Verticordia, de Dante Gabriel Rossetti. Una copia de aquel cuadro prerrafaelista estaba enmarcada y colgada en la pared del salón de su apartamento de Berlín. La diosa sostenía una manzana y una flecha y miraba directamente al espectador mostrando uno de los senos, como dando a entender que el amor y el deseo, a veces, pueden resultar peligrosos. A Marcus le gustaban Burne-Jones, Duncan, Rossetti, Holman Hunt y otros prerrafaelitas. En su opinión, nada podía igualar el misterio y la belleza de las mujeres pintadas por estos artistas, el aura sagrada que desprendían sus figuras. Pero el arte es menos hermoso que la vida, y eso Marcus lo sabía, o creía saberlo, aunque pocas veces había encontrado pruebas tan palpables de la veracidad de tal aserto como Brenda. Ningún prerrafaelista hubiera podido inventar a Brenda, y ahí estaba la causa -sospechaba él- de que la vida siempre aventajara al arte en su carrera hacia la realidad. ¿Quién sabe? Quizá no era demasiado tarde para la vida, aunque ya lo fuera para el arte. Quizá la vida lo aguardaba en algún sitio: hijos, una compañera, estabilidad, el nirvana burgués donde poder reposar para siempre. Disfrutemos un poco de la vida, amigos, al menos por esta noche.

Salió del baño y cogió una toalla. Se había quitado la etiqueta del cuadro de Niemeyer, ya que al día siguiente no la necesitaría. Su erección volvía a ser intensa. Se sentía, si cabe, más excitado que antes, durante su impetuosa entrada en el cuarto. Por si fuera poco, la bebida no lo había afectado. Estaba seguro de poder continuar activo hasta el amanecer, y con una chica como Brenda ello no iba a resultar difícil.

La habitación estaba a oscuras otra vez, salvo la escasa luz de los neones de la calle filtrada por la persiana. Bajo esa penumbra parpadeante Marcus pudo distinguir a la muchacha. Le había dicho que lo esperaba en la cama y allí estaba. Se había cubierto con las sábanas hasta el cuello. Sus ojos miraban al techo. Venus Verticordia.

– ¿Tienes frío? -preguntó Marcus.

No hubo respuesta. Brenda continuaba inmóvil, con la vista fija en un punto de la oscuridad. No era una actitud muy normal para iniciar otra sesión de amor, pero Marcus ya estaba más que acostumbrado a su enigmático comportamiento. Llegó hasta el borde de la cama y apoyó una rodilla.

– ¿Quieres que te descubra poco a poco, como las sorpresas? -sonrió, inclinándose y apoyando las manos.

En ese instante sucedió algo que Marcus, al principio, apenas pudo creer. El rostro de Brenda tembló y osciló, torciéndose en un ángulo imposible, como una mortaja que se deslizara por encima de un cadáver. Luego se movió. De hecho, se arrastró hacia la mano de Marcus como una rata fláccida, un roedor moribundo. Fueron un par de segundos irracionales, buen material para una de las numerosas anécdotas que Marcus coleccionaba. Ahora os contaré el día en que el rostro de Brenda se desprendió y caminó hacia mi mano. Menuda sensación, amigos. Como en estado de trance, Marcus observó el conjunto desinflado de nariz, labios y ojos vacíos escurriéndose por la almohada hasta llegar a sus dedos. Retiró la mano como si hubiese recibido una quemadura y lanzó un gemido sofocado de horror, antes de percatarse de que estaba contemplando una especie de máscara confeccionada con algún tipo de material plástico, probablemente cerublastina. En la almohada, el copioso cabello rubio atado con una cola permanecía hueco e inmóvil, tan absurdo como un techo sin paredes.

Os voy a contar el día en que Brenda se transformó en canica, en guisante, en minucia, en Nada. Os contaré el horrible día en que Brenda se transformó en un punto del microcosmos.

Apartó las sábanas y descubrió que lo que había tomado al principio por el cuerpo de la chica no era sino su ropa (la chaqueta y la falda, incluso los zapatos) retorcida y hecha un guiñapo. Esa clase de bromas que gastan los colegiales para hacer creer que hay alguien dormido bajo la manta.

Pero, la máscara… La máscara era lo incomprensible.

Una ráfaga de escalofríos le hizo entrechocar los dientes.

– Brenda… -murmuró en la oscuridad.

Oyó el ruido a su espalda, pero estaba desnudo y en cuclillas sobre la cama, y reaccionó demasiado tarde.


Líneas.

Su cuerpo era un haz de líneas. Por ejemplo, el pelo: suaves curvas hasta la nuca. O los ojos: elipses que albergaban redondeles. O el círculo concéntrico de los senos. O la ínfima raya del ombligo. O la huella de gaviota del sexo. Se palpó. Llevó la mano derecha al cuello, la hizo descender por la hondonada entre los pechos y el angosto músculo del vientre. Luego abrazó la curvatura de sus bíceps. Al tacto todo era distinto. Se percibió un poco más viva: superficies mullidas, exprimibles, deformables; contornos donde la mano podía demorarse, dulces laberintos aptos para dedos o insectos. Tocándose adquirió volumen.

Le entraron ganas de llorar, como cuando se despidió de Jorge. ¿Qué veía? Una piel de madreperla amarilla. Supuso que una hipotética lágrima, siguiendo el trayecto vertical desde su párpado hasta la comisura del labio, adoptaría también forma de línea. No estaba triste, sin embargo, aunque tampoco feliz. Su deseo de llorar era producto de una emoción sin colores, un sentimiento lineal que el futuro, sin duda, pintaría con más definición. Se encontraba al inicio, en la línea de salida (justo término), una figura alabeada que esperaba en el mundo de la geometría a que un artista la escogiera y le imprimiera sombras y carácter. A partir de ahí, ¿qué? Tendría que esperar para saberlo.

Por lo demás, su estado actual podía calificarse como ingrávido. La imprimación la había liberado de lastre. Apenas se percibía. Estaba completamente desnuda y no sentía frío, ni siquiera fresco, ni siquiera algo capaz de ser denominado «temperatura». Pese a las incomodidades del viaje, seguía ágil y enérgica: podría haber descansado plegada sobre sí misma, o de puntillas. El conjunto misterioso de pastillas que había comenzado a ingerir por decisión de F &W difuminaba su fisiología. Le parecía maravilloso no debatirse en el dilema de una víscera cualquiera. Más de doce horas habían transcurrido desde que había ido al baño por última vez. No comía -ni añoraba- nada sólido desde el sábado. No estaba nerviosa, no estaba tranquila: esperaba, tan sólo. Todo su ánimo era un proyecto. Por primera vez en su vida se sentía un lienzo de verdad. O ni siquiera eso. Una herramienta. Un martillo, un tenedor o un revólver -dedujo- podrían comprenderla mejor que una persona.

Su cabeza se encontraba despejada. Increíblemente despejada. Pensar era para ella como contemplar un horizonte ondulado en el desierto. También se alegraba de eso. No era amnesia, por supuesto: lo recordaba todo, pero el recuerdo no la estropeaba. Es decir, estaba ahí, en la biblioteca, bien ordenado y a mano (si ella quería, podía ponerse a recordar a sus padres, a Vicky, a Jorge), pero no necesitaba hojear su pasado para vivir. Era una sensación fenomenal ésta de ser otra sin dejar de ser ella misma.

La casa estaba llena de silencio. Ignoraba adónde la habían trasladado después de que el avión aterrizara en el aeropuerto de Schiphol en Holanda. Suponía que se hallaba en algún lugar no lejos de Amsterdam. El vuelo había durado una hora o poco más, pero una hora puede ser muy larga si llevamos los ojos vendados y somos incapaces de movernos. Sin embargo, el tiempo y el cuerpo de Clara se habían hecho amigos y apenas había sentido molestias.

Fue transportada como material artístico. Era la primera vez que le ocurría esto. Bueno, en cierta ocasión, en The Circle, cuando era adolescente, la habían atado con cuerdas de nailon, vendado los ojos, envuelto en papel acolchado e introducido en una caja de cartón. Se llamaba Prueba de Anulación: servía para que el futuro lienzo asumiera su condición de objeto. Pero esto era distinto, porque se trataba de un verdadero traslado de material. La ley consideraba «material artístico» a cualquier lienzo imprimado y etiquetado aunque no estuviera pintado todavía. Todos los viajes que ella había hecho por motivos de trabajo habían sido como persona: las imprimaciones habían tenido lugar en el sitio de exhibición. De esta forma, el pintor se ahorraba costes de transporte, riesgos de desperfecto y, en su caso, pago de impuestos en la aduana. La evasión de obras de arte en forma de individuos que viajaban como pasajeros normales y después eran repintados en otro país constituía un delito no tipificado, y urgía alguna legislación al respecto. Pero ella había sido trasladada como material artístico con todos los requisitos necesarios.

No pudo ver la forma del reactor de diez plazas al que desembocó en el extremo final de aquel pasillo, siguiendo el rastro del hombre de uniforme. Un operario vestido con un mono color naranja la aguardaba en el interior de la cabina. En ningún momento se dirigió a ella por su nombre. En realidad, apenas le habló (de cualquier forma, no hablaba español). La cogió con guantes (todo el mundo la cogía con guantes desde que había sido imprimada) y la ayudó a tenderse en una camilla acolchada con el respaldo alzado cuarenta y cinco grados y las letras FRAGILE bordeando el grosor del cuero. Un cojinete igualmente levantado servía para apoyar los pies: eso la obligaba a mantener las rodillas flexionadas. No hubo necesidad de que se desnudara (que se quitara el top y la minifalda). Todo lo contrario: el hombre la envolvió con un sudario de plástico adicional, una túnica amplia, sin mangas, y la adornó de pegatinas de advertencia en holandés e inglés. Sólo le quitó los zapatos. Ocho bandas elásticas fijaron su anatomía a la camilla: una en la frente, dos en cada axila, otra en la cintura, cuatro más en muñecas y tobillos. Eran de una suavidad prodigiosa. Al ajustarías, el operario tuvo en cuenta que, en lugares como la muñeca derecha y el tobillo homólogo, las etiquetas debían quedar por fuera. Sólo le habló al colocarle el antifaz, que era muy semejante a los que se distribuyen a los pasajeros para invocar el sueño.

– Proteger ojos -dijo.

Fueron las últimas palabras que le dirigieron hasta el aterrizaje.

Hubo un entreacto sin tinieblas durante el vuelo: le alzaron el antifaz para presentarle una larga línea vertical incrustada en un vaso de plástico con cierre hermético. Bebió, aunque no tenía sed. Era un zumo. Comprobó que afuera, en la cabina y en el mundo, había anochecido. Al tiempo que sostenía el vaso para que bebiera, el operario tanteaba las bandas elásticas de sus axilas, cintura y muñecas asegurándose de que no estuvieran muy apretadas. Las etiquetas fueron colocadas en distinta posición para evitar roces prolongados. Otro operario examinó su vientre con una linterna de médico. Le aflojaron ligeramente la banda central. No se movió (aunque hubiera podido hacerlo) porque no le importaba permanecer en la misma postura durante un día entero. Cuando acabaron de acomodarla, volvieron a colocarle el antifaz.

Percibió el aterrizaje como un feto percibiría el descenso de su madre en una noria. Ello le hizo comprender que existe algo dentro de nosotros, impalpable, que establece el sentido de las direcciones, los arribas y abajos, la aceleración y el freno. Una conciencia de flecha, o de línea, por así decirlo. La inercia la manejó como un bailarín poderoso: hacia adelante, hacia atrás. Entonces el tampón violento de las ruedas selló la tierra.

– Cuidado… Escalón… Cuidado… Escalón…

La sostuvieron de los brazos mientras descendía por la escalerilla. Recibió una paletada de Amsterdam en forma de aire nocturno. Holanda magreó sus piernas, alzó los bordes de su mortaja de plástico, acarició su vientre y su espalda tibia. Era prometedor sentirse así de acogida por aquella Holanda desvergonzada y fresca con olor a gasóleo y motores de reacción. La etiqueta del cuello apuntó hacia la izquierda con un golpe de viento.

Se habían detenido en una zona apartada del aeropuerto de Schiphol. Luces parpadeantes constituían el decorado. Al pie de la escalerilla aguardaba otro operario con una carretilla de transporte. Las llamaban «cápsulas». Clara las había visto antes pero nunca había viajado en una. Constaban de una camilla y una tapadera. La camilla era semejante a la del avión, con el respaldo alzado; la tapadera era de plástico con orificios para respirar y más pegatinas de aviso. Cuando cerraron esta última sobre su cabeza dejó de escuchar ruidos pero pudo seguir contemplando el exterior a través del plástico. Le habían quitado el antifaz. Se encontraba mucho más cómoda que en el avión (podía, por ejemplo, estirar las piernas), pero no le importó demasiado aquella ventaja. El operario se situó detrás y empezó a empujar.

Recorrieron unos cuantos metros hacia un edificio lineal de techo bajo, más allá del cual se alzaban las esbeltas líneas de la torre de control. Un letrero -Douane, Tarief- destellaba en letras de molde informáticas. Figuras tunicadas, músculos, desnudeces, cuellos con etiquetas naranjas o azules, rostros sin cejas, piel imprimada y brillante, cabelleras arco iris, cabezas calvas y tersas, chicos y chicas jóvenes, adolescentes, niños y niñas, hermosos monstruos aguardando al aire libre en la oscuridad oscilante de las luces, imágenes canónicas pero todavía inacabadas, modelos aún sin modelar (le llamó la atención un ser inefable en silla de ruedas, rapado e imprimado, que volvió la cabeza a su paso para contemplarla con semblante de alienígena drogado), aguardaban en fila para pasar por la aduana. Muchos habían viajado en transportes colectivos, a veces sin personal de custodia porque no se precisaba de ningún equipo especial para trasladarlos. A ella le fascinó el copioso tráfico de obras de arte que existía en Holanda. Nada de eso ocurría en España, donde la inmigración artística, entre otras muchas, no estaba regulada. ¿Cuánto podían costar cada una de aquellas piezas? La más barata, calculó, no menos de mil dólares.

Su cápsula penetró directamente en el edificio sin esperar turno. Era semejante a un hangar con cintas transportadoras y largas mesas de aduana. Empleados de uniforme azul levantaban los brazos repitiendo instrucciones concisas. Todo estaba detallado, regulado, indicado, previsto. La estacionaron junto a un mostrador. Los trámites fueron simples: sellado de formularios, comprobación de etiquetas. Luego la desplazaron a una habitación adyacente. Cuando abrieron la tapadera, una mezcla de perfumes masculinos y femeninos anegó su olfato. Un hombre y una mujer, sonrientes, silenciosos, con guantes quirúrgicos a juego con el color de sus trajes y sendas tarjetas azul oscuro en las solapas (sección de Conservación, recordó ella) la estaban aguardando. La habitación era un despacho: mesa, sillas, dos salidas, una puerta abierta. Alguien cerró la puerta y a ella le pareció como si se quedara sorda durante un segundo.

– ¿Cómo se encuentra? ¿Bien? Mi nombre es Brigitte Paulsen, mi compañero es Martin van der Olde. ¿Puede levantarse? Despacio, no hace falta que se apresure.

La brusca intromisión del castellano musical de la mujer la sorprendió al principio. Había creído que seguirían tratándola como hasta entonces, como un simple material. De repente comprendió el porqué de aquel recibimiento. Pertenecían a Conservación, y en Conservación procuraban siempre que la obra se encontrara cómoda. Colocó los pies descalzos en el suelo -las uñas imprimadas reflejaban las luces del techo- y se levantó sin ayuda y sin dificultad alguna.

– Estoy bien, gracias -dijo.

– El señor Paul Benoit, director de Conservación de la Fundación Bruno van Tysch, lamenta no haber podido recibirla en persona y me encarga que le dé la bienvenida a Holanda -sonrió la mujer-. ¿Ha tenido buen viaje?

– Muy bueno, gracias.

– Yo poco español -intervino el hombre rubio enrojeciendo-. Lo siento.

– No se preocupe -dijo Clara.

– ¿Necesita algo? ¿Quiere algo? ¿Desea decir algo?

– Ahora mismo me encuentro a gusto y no necesito nada -contestó Clara-, muchas gracias.

– ¿Me permite? -La muchacha cogió la etiqueta de su cuello.

– Perdón -dijo el hombre alzándole el brazo con la mano izquierda enguantada y cogiendo con la derecha la etiqueta de su muñeca.

Sorry -dijo un tercer individuo (a quien ella aún no había visto) deslizándose por el suelo para atrapar la etiqueta de su tobillo.

«La verdad, te reconforta que te traten como a un ser humano de vez en cuando», pensó. Todas las criaturas del universo y la mayoría de los objetos naturales y artificiales agradecen el trato cariñoso, por eso Clara no se avergonzó de pensar esto. Los rayos láser se deslizaron como arañazos (líneas rojas paralelas) por los rectilíneos códigos de barras de sus tres etiquetas. Permaneció sonriente e inmóvil durante la inspección, observando de hito en hito a la mujer: decidió que era bonita pero que estaba maquillada en un tono muy oscuro. Además, había exagerado el colorete y daba la impresión de haber sido doblemente abofeteada.

Luego la desnudaron: le sacaron la túnica de plástico acolchada por la cabeza y le desprendieron el top y la minifalda. Las lámparas del techo se reflejaron en su anatomía como anguilas de luz.

– ¿Se siente bien? ¿Se marea? ¿Está cansada?

La muchacha practicaba su castellano Berlitz mientras le tomaba el pulso con dedos delicados como pinzas. Durante los silencios, Clara oía ecos de preguntas en otro idioma provenientes de una habitación contigua. ¿Habrían recibido más material? ¿Quién sería? Le apetecía verlo.

Cambiaron de instrumento y la examinaron con una especie de teléfonos móviles que emitían zumbidos. Dedujo que estaban analizando su integridad. Axilas, costados, nalgas, muslos, corvas, vientre, pubis, rostro, pelo, manos, pies, espalda, rabadilla. Los instrumentos no la tocaban: eran grillos de ojos rojizos que cantaban en un mismo tono flotando a dos centímetros de su piel. Ella les facilitaba la tarea levantando los brazos, abriendo la boca o separando las piernas. Durante un fugaz instante de pánico se preguntó qué sucedería si le encontraban un desperfecto. ¿La devolverían a su lugar de origen?

Otro hombre se había sumado al grupo, pero permanecía lejos, junto a la puerta del fondo, apoyado en la pared con los brazos cruzados, en actitud de estar esperando a que los demás terminaran antes de intervenir. Su pelo era rubio platino, su mandíbula firme y sus gafas reflectantes. Parecía un ario cabreado, y quizás eso era justamente lo que era. El cable de un auricular florecía en su oreja derecha. Clara advirtió la tarjeta roja de su solapa: se trataba de un agente de Seguridad. «Tengo que irlos conociendo: la tarjeta azul oscura es de Conservación, la roja de Seguridad, la de Arte es turquesa…»

– Todo listo -dijo la mujer-. Feliz estancia en Holanda en nombre de la Fundación Bruno van Tysch. Por favor, acuda a nosotros para cualquier duda, cualquier problema, cualquier cosa que necesite. Dispondrá de un teléfono para llamar a Conservación. Puede hacerlo a cualquier hora del día o de la noche. Nuestros compañeros estarán encantados de atenderle.

– Gracias.

– Ahora la dejamos en manos del personal de Seguridad. Debo advertirle que Seguridad no va a hablar con usted, así que no pierda el tiempo haciéndole preguntas. Pero a nosotros puede dirigirse siempre.

– ¿Y Arte? -preguntó ella.

El efecto que produjeron aquellas simples palabras fue sorprendente. Los ojos de la mujer se dilataron; los hombres se volvieron hacia ella e hicieron gestos; incluso el agente esbozó una sonrisa. Fue la mujer quien habló.

– ¿Arte…? Oh, Arte hace lo que quiere. Arte va a lo suyo, no sabemos nadie a qué va ni podemos saberlo.

Clara recordaba los largos silencios telefónicos durante su tensado y las cláusulas del contrato que había firmado.

– Comprendo -dijo.

– No, no -replicó la mujer inesperadamente-. Nunca comprenderá.

Le entregaron unos patucos de plástico que se calzó sin perder tiempo. Estaba íntegra y no era cosa de estropearse en el último instante. Luego volvieron a ponerle la túnica de plástico. Se fijó en que no le devolvían el top y la minifalda, pero no le importó. La túnica se adaptaba con suavidad a su cuerpo desnudo. El hombre de Seguridad se puso en marcha y Clara lo siguió caminando despacio, el plástico susurrando con sus movimientos. Salieron por la puerta del fondo. Al atravesar la habitación contigua creyó entrever, en un fugaz parpadeo, a un viejo desnudo con el cuerpo imprimado y etiquetas amarillas. Los ojos del viejo eran brillantes. A ella le hubiera gustado detenerse un instante y conocerlo, pero el hombre de Seguridad se alejaba imperturbable. Poco después salieron a una silenciosa zona de aparcamientos privados. En el vehículo en el que iba a viajar había espacio más que suficiente para ella. Se trataba de una furgoneta de color oscuro con una entrada trasera y dos delanteras. Carecía de ventanas en la parte de atrás, de modo que el lienzo se hallaba a resguardo de miradas indiscretas. En la zona posterior los asientos eran opcionales, y los habían retirado todos salvo el suyo, ampliando aún más el área. Clara podría haberse estirado recostada en el suelo sin que sus pies tocaran al conductor, pero los cuatro cinturones de seguridad que emergían de los laterales, y con los que fue atada por las manos enguantadas del agente, le impedían siquiera separarse del respaldo.

Fue un trayecto breve como un sueño. Distinguió rectángulos verdes con indicadores a través del cristal delantero: «Amsterdam», «Haarlem», «Utrecht»; flechas; líneas; señales fosforescentes. La noche estaba rayada de postes de tendido eléctrico, o quizás eran telefónicos, que reflejaban los fugaces faros del vehículo. El hombre de Seguridad conducía en silencio. Pronto se percató de que no se dirigían a Amsterdam. Las luces que había visto al salir del aeropuerto de Schiphol comenzaban a desertar, lo cual significaba, sin duda, que habían tomado un desvío. Estaban en pleno campo. Algo muy frío se agitó en su estómago. Por un instante se dejó invadir por absurdos pensamientos. ¿Acaso se dirigían a Edenburg? ¿La recibiría esa misma noche el Maestro? Pero ¿y si todo era un sueño y no la pintaba Van Tysch, como había estado imaginando desde que supo quiénes la contrataban? Se reprochó a sí misma por aquel delirio. Un buen cuadro no debía emocionarse. Tenía demasiada experiencia. Era un lienzo de veinticuatro años, por Dios, había empezado trabajando en The Circle y Brentano la había pintado en tres ocasiones. Ocho años de oficio eran demasiados para caer en la trampa de sus propios nervios, ¿no te parece? No, no digas: «Procuraré calmarme. Debes sentirte ajena a todo lo que ocurre». ¿Cómo decía Marisa Monfort? Como un insecto. Como alguien que ha olvidado su nombre. Lienzo de lino trenzado de líneas blancas. Alguien dijo alguna vez que los recuerdos eran líneas sobre la blancura: vamos a borrarlas, vamos a ser distintos, vamos a no ser.

No supo cuánto tiempo había transcurrido cuando empezó a notar que la velocidad de la furgoneta aminoraba. Vio árboles macilentos a la luz de los faros. Una vereda. Advirtió de refilón carretillas, rastrillos, cubos, accesorios que le recordaron los útiles de jardinería con que su padre solía entretener los veranos en Alberca. El agente de Seguridad detuvo el vehículo frente a una valla. Luego se bajó, abrió la cancela, regresó a la furgoneta y condujo hasta el interior. Poco después había aparcado y desatado los cinturones del asiento de Clara. Cuando ella pisó con su zapato de plástico el terreno de grava, supo que aquello no era, evidentemente, Edenburg. Pero tampoco parecía ninguna otra ciudad. Los faros enfocaban una especie de huerto. A izquierda y derecha, la noche se adivinaba imperfecta, civilizada, hilada de líneas que tal vez delataban la presencia de casas o industrias, o quizás algún tipo de aeropuerto o pueblo pequeño. La temperatura era fresca y el viento tiraba de los bordes de su túnica. La luna era un alambre curvo y cortado. Percibió un olor: a bosque y pantano. Aquel perfume de tierra se convirtió en algo nítido en su boca, como si lo saboreara. Se apartó una gavilla de pelo de los ojos sin pestañas. Su sombra en la grava, a sus pies, era oscura y torneada.

El hombre de Seguridad la aguardó y caminaron juntos hacia la casa, que era pequeña, de una sola planta, con porche de madera y aspecto indefinido, como si estuviera esperando su presencia para comenzar a existir. Los grillos radiaban su morse nocturno. «Todo esto será muy bonito cuando amanezca, supongo, pero ahora impone un poco», pensó. Subieron la breve escalera, y el tableteo de los zapatos del hombre sobre la madera le recordó una película de terror que había visto hacía muchos años con Gabi Ponce.

Unas llaves destellaron. El interior olía a ambientadores de baño. Había un breve vestíbulo con escalones a la derecha; a la izquierda, una puerta cerrada. Los interruptores de todas las luces se encontraban en la entrada, detalle este que Clara percibió en seguida. El hombre los pulsó, las estancias se iluminaron por completo y se desveló lo que parecía ser parte de un salón más allá de los escalones: paredes blancas, puertas en crudo, un gran espejo de cuerpo entero instalado en un armazón móvil y un suelo de listones blancos de madera. Comprobó después que toda la casa tenía el mismo parquet. Las líneas negras de los intersticios y el color blanco de los listones otorgaban al suelo el aspecto de un papel de caligrafía o un estudio de perspectiva para dibujar escorzos. La puerta cerrada de la izquierda daba a una simple cocina. La segunda parte del salón se extendía hasta el fondo, ocupando el lado contiguo a la cocina. Un sofá, una alfombra descolorida (¿antes carmesí?), una pequeña cómoda de tres cajones con un teléfono encima y otro espejo de cuerpo entero componían el resto del mobiliario. Los dos espejos, frente a frente, inventaban el infinito. Sólo había un adorno en la pared, una fotografía enmarcada de tamaño medio. Muy rara, por cierto. Mostraba la cabeza y el tronco de un hombre de espaldas sobre un decorado negro. El cabello oscuro y bien cortado y la chaqueta se mezclaban de tal modo con las tinieblas circundantes que únicamente las orejas, la semiluna del cuello y el borde de la camisa resultaban visibles. A Clara le recordó una pintura surrealista.

El dormitorio quedaba a la derecha y era una habitación amplia con un colchón en el suelo, sin armarios ni mesillas de noche. El colchón era azul celeste. Una puerta daba paso al aseo, preparado para labores hiperdramáticas. Detrás de la puerta, un par de albornoces.

El hombre se había limitado a ir de un sitio a otro. No parecía estar enseñándole la casa, sino revisándola por su cuenta. Mientras Clara examinaba el baño percibió una sombra a su espalda. Era el hombre. Sin hablarle, el tipo se agachó y comenzó a alzar el plástico que la cubría. Ella comprendió lo que pretendía hacer y levantó los brazos para ayudarle. El hombre le quitó el plástico, lo dobló y lo introdujo en una bolsa. Luego volvió a agacharse y le quitó los patucos, que guardó en la misma bolsa. Entonces se marchó con la bolsa bajo el brazo. Ella escuchó sus pasos en el suelo de madera, la puerta, la cerradura. Respiró hondo al oír, cada vez más lejos, la despedida del motor. Salió del dormitorio y se asomó por una de las ventanas delanteras a tiempo de ver el tiralíneas de la luz dibujando paralelas en la oscuridad. Después, la negrura.

Estaba sola. Estaba desnuda. No sentía molestia alguna, sin embargo.

Subió los peldaños del vestíbulo y examinó la puerta. Cerrada. Probó con las ventanas y obtuvo el mismo resultado.

Revisó las ventanas de toda la casa y una puerta trasera que descubrió en el salón, y comprobó que tampoco podían abrirse sin ayuda de llaves. Prefirió pensarlo de otra forma: no estaba encerrada, estaba guardada. No estaba sola, estaba única.

Única y guardada en una casa clausurada.

Ella era un objeto valioso.

Fue hacia el salón y se dirigió al teléfono. Era inalámbrico. Lo descolgó. Puro silencio. Advirtió un rectángulo azul oscuro junto al aparato, una tarjeta con un número. Supuso que era el número de Conservación («puede llamar a cualquier hora del día o de la noche»), pero no le serviría de nada si el teléfono estaba estropeado. Rastreó el cable y lo descubrió sin dificultad enterrado en la placa correspondiente. Probó de nuevo, tecleando al azar: el auricular estaba muerto. Entonces marcó el número de la tarjeta. Cuando su dedo presionó la última tecla, escuchó la llamada. Así pues, el teléfono funcionaba según qué casos. Colgó. Comprendió de inmediato cuál era su situación.

Puede llamarnos, pero sólo a nosotros.

Por supuesto.

Contempló todo aquel silencio, todo aquel vacío de suelo rayado. La casa era una desnudez anónima, como ella. Deslizó las manos por la increíble suavidad de sus muslos imprimados y la rigidez de las etiquetas atadas a su cuerpo al tiempo que miraba a su alrededor. Era preciso partir de cero, y allí se encontraba, al principio de todo, pulida, tersa, reducida a la mínima expresión y etiquetada.

Como no había nada mejor que hacer, se acercó a uno de los espejos.

Fue entonces cuando descubrió que su figura sólo era un haz de líneas.


Su padre inclinó sobre ella unas facciones macilentas y angulosas, deformadas por la proximidad, la nariz mayestática, las grandes gafas cuadradas en cuyos cristales ella podía contemplar una copia oblonga de sí misma, y le habló con una voz como procedente de una grabación del pasado remoto:

– Qué vida más triste, qué vida más triste, la verdad, no comprendo por qué nací, ¿tú lo comprendes? Me hubiera gustado tener un objetivo, una meta como tú, para poder entender por qué nací, pero sobre todo por qué desaparecí, hija, qué triste, por qué me marché cuando aún era joven y no te conocía del todo. Me gustaría saber por qué te dejé tan pronto, por qué ya no puedo vivir junto a ti. Quizá todo esto, esta amarga separación, sea debida a que tienes que estar preparada, porque las cámaras te aguardan, la escena está a punto, el guión ya ha sido escrito, las luces… Mira qué luces tan brillantes… Todo para ti, mi preciosa hija. Y las caras que te observan, que te miran, el director, el productor, el maquillador… Vamos, sube al escenario. Yo te miro, te miro, no puedo cerrar los ojos ya. Tengo que mirarte para siempre, hija…

Entonces su padre sacaba la lengua y se enjugaba el labio superior repetidamente. Pero era una lengua muy pequeña y rectilínea que aparecía y desaparecía a velocidad vertiginosa.

Cuando despertó se encontraba a punto de llorar, o quizá ya había llorado: es difícil cerciorarse si no existen lágrimas que lo delaten. Recordaba el sueño con nitidez aunque ignoraba qué podía significar. Soñaba con su padre muy a menudo, era una figura que nunca desertaba de su conciencia y la visitaba con puntualidad extraordinaria. Tío Pablo le había confesado una vez que también soñaba con él. Lo atribuía al simple hecho de que hubiera muerto. «Los muertos se dedican a aparecer cuando soñamos», le decía. Y añadía que nuestra única vida eterna consistía en poblar los sueños de los demás.

Se encontraba recostada sobre el colchón del dormitorio en medio de una sucia claridad de madrugada. Al incorporarse observó la blancura de yeso de la pared que tenía delante y las líneas de las tablas en el suelo. Seguía desnuda y con las etiquetas puestas, pero ni la ausencia de ropa o de sábanas y mantas, ni aquellas tres cartulinas atadas a ella habían logrado perturbar su notable descanso. Se sentó en el colchón con los pies en el suelo y se puso a pensar en lo que haría a continuación.

Entonces oyó las voces.

Procedían del salón. Eran por lo menos dos personas y hablaban en holandés. Reían, soltaban exclamaciones. Quizás el ruido que habían hecho al entrar era lo que la había despertado.

No creyó que se tratara de personal de Conservación o Seguridad. Quizá fueran operarios que habían venido a instalar algo, o el servicio de limpieza (qué absurdo). También podía ser el primer ensayo hiperdramático, alguna escena improvisada que estaban montando para ella. O bien el propio artista, el pintor que la había contratado, que acudía con su grupo de colaboradores para probar personalmente el material. En cualquier caso, debía prepararse.

Entró en el baño, orinó (su vejiga se hallaba rebosante, pero apenas se había percatado hasta ese momento) y se limpió cuidadosamente con toallitas húmedas de papel. Luego se echó agua en la cara, se atusó el pelo (todo innecesario: su cara estaba limpia y reluciente y su pelo en perfecto estado) y por un instante empezó a divagar con vestidos, colores, adornos, formas de presentarse ante los extraños, conjuntos que podrían sentarle mejor o peor, hasta que recordó que no estaba en su casa sino en algún lugar desconocido de Holanda, y que, de todas formas, ella era un lienzo imprimado y etiquetado y debía aparecerse así, tal cual, fueran quienes fuesen los recién llegados. Respiró hondo, atravesó el dormitorio y abrió la puerta.

Dos hombres iban y venían de la entrada al salón.

Uno de ellos, el de más edad, se encorvaba bajo el peso de una bolsa de hule y no se fijó en ella al pasar. Tenía los cabellos ralos y estaba vestido con una camiseta sucia y unos vaqueros. Los brazos le quedaban largos y velludos, casi simiescos. Dentro de sus gafas de grueso cristal los ojos parecían insectos atrapados en ámbar. Pero a Clara le interesó sobre todo la tarjeta color turquesa prendida de un pliegue de su camiseta. Personal de Arte, pensó con un escalofrío. Era el primer miembro de aquel selecto círculo que conocía. Contuvo la respiración como un creyente en presencia de los grandes patriarcas de su fe. Personal de Arte de la Fundación Van Tysch, nada menos, los ayudantes del Maestro y de Jacob Stein. No era así como se los había imaginado, con aquellas facciones tan vulgares y aquel aspecto un poco andrajoso, pero a la vista de la tarjeta sintió que su corazón se aceleraba.

El otro hombre parecía muy joven. Acababa de dejar una bolsa sobre la alfombra y se dedicaba a abrir las persianas de las ventanas traseras, coloreando de madrugada el salón. Entonces dijo algo en holandés y se volvió. Al hacerlo, descubrió a Clara de pie en el umbral. Se quedó mirándola. Ella sonrió ligeramente, pero le pareció que cualquier clase de presentación estaría fuera de lugar. En ese momento el hombre mayor dejó la bolsa en el suelo, se frotó las manos y también la descubrió. Ambos la miraron.

– Bueno, bueno, bueno -dijo el joven en castellano y se acercó unos pasos.

Era alto, de piel atezada y cabello negro y rizado cortado a cepillo. Tenía un rostro que a Clara le pareció muy atractivo, con cejas espesas pero bien delineadas, patillas en vírgula, bigote y barbita de película de mosqueteros. Lucía collares africanos, pendientes, brazaletes y pulseras de cuero. Los pins sobre su chaleco eran un compendio de declaraciones en holandés. A su lado, el hombre mayor era como el sirviente jorobado del profesor diabólico. El contraste entre ambos no podía ser más intenso.

Intercambiaron algunas frases en holandés señalando a Clara. Ella permaneció quieta y tranquila, de pie junto a la puerta, sin intentar en ningún momento cubrirse el cuerpo.

Cuando finalizaron su breve diálogo, el joven introdujo una mano en el bolsillo de los vaqueros y sacó un objeto. Era una especie de tenaza de dientes curvos, muy afilados. Entonces se acercó a ella sonriendo. Clara dio un paso atrás instintivamente.

– Lo primerito que se hace con todo aquello que uno se dispone a estrenar -dijo el joven en un castellano musical, sudamericano, aproximando la tenaza al cuello de Clara- es quitarle las etiquetas.

Fueron cayendo, una a una, clap, clap, clap, las tres cartulinas amarillas a sus pies.


Tensó el vientre para que Gerardo pintara junto a su ombligo la octava línea vertical. Gerardo usaba guantes de caucho y un rotulador colgado del cuello para anotar en su piel el número del color. Apenas se apoyaba al escribir. En ese instante cogió el rotulador y dibujó un arabesco, una mariposa bajo la octava línea: 8. Luego se quitó los guantes y conectó el temporizador.

Llevaban toda la mañana con la misma rutina. Clara estaba tendida boca arriba sobre la superficie de la cómoda, junto a una de las ventanas, con las manos bajo la nuca y las piernas juntas colgando por fuera. Se encontraba un poco sorprendida. Siempre había creído que la técnica de los pintores de la Fundación era muy impulsiva, más aún que la de Bassan o la de Vicky, y, sin embargo, allí estaban aquellos dos tipos probando colores sobre su cuerpo con lenta paciencia. Gerardo se encargaba de pintarla: destapaba un bote, tomaba una muestra con el índice, pintaba una línea en su vientre y anotaba el número bajo la línea. Cada tres o cuatro líneas conectaba un pequeño temporizador y la dejaba sola, aguardando a que los colores -distintas tonalidades rosadas- se secaran. Luego regresaba, abría otro bote y todo se repetía.

No le habían dicho sus nombres: ella los había leído en las etiquetas color turquesa, junto a las fotos. El joven era Gerardo Williams. El mayor, Justus Uhl. Clara suponía que eran simples ayudantes del pintor principal. Gerardo hablaba muy bien el castellano, aunque con cierto acento anglosajón. Pensó que podía ser colombiano, o quizá peruano. Uhl nunca le hablaba, y su forma de mirarla y de tratarla eran considerablemente más desagradables que las de Gerardo.

En la ventana, entre su cuerpo y el sol, un insecto golpeaba el cristal: su sombra era una línea, un guión sobre su desnudez absoluta.

Sonó el temporizador y Gerardo regresó.

– Cuando decidamos la tonalidad, haremos pruebas de cuerpo entero -le dijo mientras elegía otro bote y lo destapaba-. Emplearemos malla porosa, es más rápido. ¿Has usado alguna vez la malla porosa?

– Sí.

– Oh -sonrió él-. Se me olvidaba que trabajaba con una experta.

– No soy ninguna experta, pero llevo varios años en…

– No hables… Espera un momentito. Estírate más. Los brazos sobre la cabeza y las manos juntas, como si fueras una flecha. Así.

Sintió la frialdad del dedo deslizándose sobre su vientre. Luego el rotulador. Si cerraba los ojos, podía adivinar el número a base de sensaciones cutáneas: un giro, una línea, una pausa. El codo de él, a veces, rozaba su sexo cuando escribía.

– Eres de Madrid, ¿no? -preguntó Gerardo, atareado en abrir la tapa de otro bote de pintura. Ella asintió con la cabeza-. No he estado nunca en Madrid, fíjate. De España sólo conozco Barcelona. Tendré que ir alguna vez por Madrid.

– ¿De dónde eres tú?

– ¿Yo? Un poco de aquí y un poco de allá. He vivido en New York, París, ahora en Amsterdam…

– Es que hablas español muy bien.

Desde su postura tensa sobre la cómoda ella lo vio enarcar una ceja con aires de modestia. «Le encanta que lo elogien», pensó.

– Amiguita, yo lo hago todo muy bien.

A Clara no le sonó a broma la declaración.

– Ahí va -dijo.

– Bueno, la verdad es que mi papá es puertorriqueño… Este maldito bote no quiere abrirse. Es tímido.

Ella sonrió. «Pero ¿acaso hay algún bote que pueda resistirse a D'Artagnan?», pensaba. Lo vio fruncir el ceño, enrojecer de esfuerzo, hacer muecas. Sus bíceps se dilataron como globos.

– Uf, ya está. -Mientras tomaba una muestra con el dedo (rosa carne, como los otros, era difícil percibir la diferencia), volvió a hablarle-: ¿Habías estado antes en Amsterdam?

– Sí. -Recordó un viaje que había hecho años atrás junto a Gabi Ponce, una aventura de mochilas y zapatos gastados-. Vi varias obras de Van Tysch en el Stedelijk.

Sintió la raya de pintura fría: la primera de una nueva hilera bajo su ombligo.

– ¿Te gusta Van Tysch? -preguntó Gerardo.

Mantenía el dedo sobre su vientre. ¿Había un destello de burla en aquellos ojos oscuros?, se preguntó ella.

– Me fascina. Creo que es un genio.

– Ahora calladita. Así… Ya está. Te dejo un ratito mientras se secan éstas, ¿okay…? Hace un día bello. ¿Sabes dónde estamos? En uno de los cottages que utiliza la Fundación para el trabajo con lienzos. Se encuentra al sur de Amsterdam, cerca de una ciudad llamada Woerden y a muy poca distancia de Gouda. Ya sabes, Gouda. Los quesos, hummm. ¿Conoces la zona? -Clara negó con la cabeza-. Hay algunos lagos preciosos más al sur, tienes que verlos. -Miró un rato por la ventana y entonces dijo algo que a ella le sorprendió-: Allá, entre los árboles hay un paisaje bien bonito. Quedarías divina allá colocada, entre esos árboles, pintada en color carne y rosa clarito. -Señalaba un punto que Clara no podía contemplar desde su postura horizontal.

– ¿Me vas a pintar tú? -preguntó ella.

Le gustó la franca sonrisa que él le dirigió. Tenía, quizá, la boca demasiado grande, pero aquella sonrisa expresaba una alegría radiante.

– Amiguita, yo soy sólo un assistant, lo dice mi tarjeta. Justus es assistant también, pero senior. Quiero decir que somos parte del fondo de la foto. Y ni siquiera aparecemos al lado de los grandes en las ruedas de prensa…

– ¿Me va a pintar Van Tysch?

Gerardo se despojaba de los guantes y los arrojaba en una bolsa. Clara no pudo observar su rostro mientras respondía.

– Todo a su debido tiempo, amiguita. La impaciencia no es buena para un cuadro.

En ese instante sucedió algo. Llegó Uhl y empezó a hablar acaloradamente con Gerardo. Sus palabras revelaban disgusto. El joven enrojeció y retrocedió unos pasos. A ella le pareció que Uhl era el mandamás y que quizás había regañado a su ayudante por hablar demasiado con ella, que sólo era un lienzo. Entonces Uhl se volvió y contempló el cuerpo de Clara tendido sobre la cómoda. Clara le devolvió la mirada con inquietud. Le desagradaba profundamente el escrutinio de aquellos ojos remotos al fondo del túnel de vidrio de las gafas. Lo vio alzar un dedo como una navaja y aproximarlo a su vientre. Se propuso no moverse ni un milímetro a menos que le dijeran lo contrario. Contrajo los músculos y aguardó. «¿Qué va a hacer éste ahora?»Sintió el contacto áspero del dedo de Uhl deslizándose sobre su piel imprimada. No llevaba guantes, era el primero que la tocaba con la mano desnuda. El dedo trazaba una línea descendente. Clara ignoraba si aquello tenía alguna finalidad práctica o era una manera de distraerse mientras pensaba. Notó el dedo rodeando su sexo y se movió ligeramente sin poder evitarlo. El dedo dibujaba líneas invisibles. La sensación no llegaba a excitarla pero asediaba su excitación. Contrajo los músculos del vientre y siguió rígida. El dedo ascendió y escribió un ocho horizontal -o el símbolo del infinito- alrededor de sus senos. Siguió subiendo por su cuello, su barbilla. Ella no respiraba. Se detuvo en su boca, separó sus labios. Clara colaboró apartando los dientes. El irritante huésped buscó su lengua. Entonces, como si ya hubiera comprobado todo lo que deseaba, se retiró.

La dejaron sola. Los oyó charlar en el porche despreocupadamente.

¿Qué significado había tenido aquella exploración de Uhl? ¿Era una forma de valorar la textura de su piel? No lo creía. Se había sentido bastante incómoda durante el examen.

Cuando sonó el temporizador, Gerardo regresó a su campo visual con guantes de caucho nuevos y cogió otro bote de pintura.

– Justus es el jefe -susurró-. Es un poco especial, ya lo irás conociendo. ¿Cuál viene ahorita? Ah, sí, el tono 36.

A mediodía la llamaron a comer. Tenía la bandeja sobre la mesa de la cocina, plastificada como las de los aviones. Contenía un sándwich de pollo y verdura, un yogur, un zumo de Aroxén y medio litro de agua mineral. Comió sola (ellos habían decidido comer en el porche), descalza y desnuda, con una empalizada de veinticinco líneas en color rosa carne pintadas en su vientre y numeradas. Tras un rápido paso por el aseo, la tarde prosiguió sin pausas. Le pintaron otras cuarenta rayas, esta vez en la espalda. El calendario de un náufrago. Las últimas ascendieron por la curva de sus nalgas. Se marchaban, regresaban para ver el efecto, a veces tomaban fotos. Clara intentaba convencerse a sí misma de que todo aquello era un preámbulo, de que al día siguiente las cosas serían distintas. No quería admitir que la primera jornada de trabajo en la Fundación le estaba resultando decepcionante.

En un momento dado, oscureció. Y ella todavía no había visto el paisaje que la rodeaba.

– Esta noche no te duches ni te pongas nada encima de las líneas -indicó Gerardo-. Te acuestas en el colchón boca arriba con el temporizador al lado. El temporizador sonará cada dos horas. Cada vez que suene te das la vueltecita, como una tortilla de papas.

– Ajá, muy bien.

– Mañana, a primera hora, regresamos.

– Ajá.

– La cena está en la cocina. Y recuerda: cuando oigas el temporizador, zas, te das la vuelta. -Movía las manos.

– Como la tortilla de papas -dijo Clara.

– Exacto.

Los ojos de Gerardo brillaban mientras sonreía. Se oyó la llamada de Uhl. El joven desapareció velozmente.


Sucedió en plena noche, durante el segundo aviso del temporizador.

Clara, bocabajo sobre el colchón, despertó de su ligera duermevela. Mientras se daba la vuelta con ojos somnolientos percibió que el color de la oscuridad se transformaba.

Fue algo muy fugaz, un parpadeo. Giró la cabeza y miró hacia la ventana del dormitorio, a su izquierda. Sólo veía sombras, líneas de árboles y ramas, pero estaba segura de que un instante antes aquellas sombras habían sido distintas. Se incorporó, y sus codos hundieron el colchón. Contuvo el aliento. Escuchó. ¿Se oían pasos en la hierba, junto a la ventana? Era difícil saberlo, porque los árboles se azotaban entre sí a golpe de viento.

Rastreó las tinieblas con la mirada. Observó sus piernas desnudas y extendidas como líneas paralelas. En la habitación sólo había tres objetos: ella, el temporizador y el colchón. El temporizador, a su espalda, desgranaba los segundos.

Se levantó y avanzó con tímidos pasos hacia la ventana. La oscuridad era completa. «Es increíble lo que puede llegar a impresionar una oscuridad como ésta en medio del campo», pensó. Su piel quiso vestirse con la malla del miedo, pero la tersura de la imprimación impedía que se erizara. La ventana era un mundo de líneas negras. Se acercó al cristal. Un monstruo de facciones amarillas flotó ante sus ojos una fracción de segundo, pero ella ya esperaba que el cristal la reflejara y no se asustó.

Afuera no había nadie, o al menos ella no podía verlo. Escuchó. El viento movía las ramas.

Se protegió el cuerpo con los brazos y regresó al colchón. Se acostó boca arriba. Su corazón sonaba como un mazo dentro de sus oídos.

Recordó la tarde en que había salido de su casa para ser imprimada. La sensación que acababa de tener había sido similar a la de entonces, sólo que mucho más intensa.

Le había parecido que alguien la había estado observando desde la ventana justo antes de que sonara el temporizador.

Alguien que se encontraba fuera de la casa, en medio de la noche, vigilándola.


En el círculo está lo terrible.

Con lentitud amenazadora, los Monstruos de la Haus der Kunst vuelven a la vida.

La muchacha que flota en la piscina de cristal con agua contaminada se llama Rita. Es la primera que recibe ayuda porque su esfuerzo es considerable: seis horas diarias haciendo de residuo orgánico con el pelo enredado en plásticos y excrementos no es un trabajo sencillo. El cuadro ha sido adquirido por una empresa sueca y su alquiler mensual ha logrado lo que parecía imposible: que Rita bucee todos los días en ese amnios de mierda y se sienta feliz. En sus ratos de ocio, incluso, disfruta de algo que podría denominarse «vida social» (aunque se queja de que el olor en su cabello persiste). Ahora está respirando en la superficie mientras espera a que descienda el nivel del agua. No podemos ver su rostro pero observamos cómo se mueven sus largas piernas como algas blancuzcas. Y si se queja del pelo, debería pensar en Sylvie. Sylvie Gailor es Medusa, un óleo valorado en más de treinta millones de dólares con un alquiler mensual astronómico. Ello es debido a que las diez culebras vivas y pintadas de azul ultramar que se retuercen en su cabeza han de ser alimentadas y repuestas con cierta frecuencia. Tienen la longitud de una mano adulta y se hallan oprimidas por un delicado corsé de alambres en forma de cabellos que sólo les permite mover cola y cabeza. Las serpientes, en general, no entienden de arte, y se ponen muy nerviosas si las obligamos a soportar seis horas diarias con las escamas aplastadas por unos clips. Algunas mueren en la cabeza de Sylvie, otras se agitan con frenesí enloquecedor. Organizaciones ecologistas y sociedades protectoras de animales han puesto denuncias y protestado ante las puertas de museos y galerías. Ya son viejos conocidos, y resultan minoritarios e inofensivos en comparación con los grupos que se quejan de las otras obras de la colección. Pero nadie piensa en la pobre Sylvie. Bien es verdad que a Sylvie le pagan, pero ¿quién puede pagar lo suficiente sus insomnios, la curiosa repugnancia que le impide peinarse, esa sensación fantasmal que experimenta en ocasiones mientras habla, se ríe, cena en un restaurante o hace el amor, y que le hace pensar que alguien se ha puesto a acariciarle el cabello, o pellizcarle los mechones, o rascarle con dedos sin uñas?

A diez metros detrás de Sylvie tenemos a Hiro Nadei, un anciano japonés pintado en colores ocres que sostiene una flor en su mano derecha, un pequeño jazmín. Hiro es un superviviente real de Hiroshima y tiene sesenta y seis años. Cuando su ciudad reventó en un infierno de átomos, él tenía cinco años de edad y estaba en el jardín trasero de su casa sosteniendo un jazmín con la misma mano. Fue rescatado de los escombros casi ileso. Lo más difícil fue conseguir que abriera la mano derecha, que mantenía cerrada en forma de puño. La abrió un mes después: la flor estaba hecha trizas. Hace dos años, Van Tysch conoció su historia y lo llamó para hacer un pequeño óleo. Al señor Nadei le pareció muy bien: es viudo, vive solo y quiere cerrar el círculo de su vida muriéndose como debió hacerlo en aquel espantoso momento. El óleo, titulado La mano cerrada, ha sido vendido a un norteamericano. En el extremo opuesto de la sala, Kim, un joven filipino, agoniza en la fase terminal del sida. Se exhibe acostado en su cama y pintado en colores mortecinos, con un suero intravenoso clavado como un pincho en el escueto hueso del brazo. Respira con dificultad y a veces necesita oxígeno. Es el sustituto número dieciséis de un cuadro cuya permanencia por sí misma se convierte en arte: un cuadro que durará el tiempo que dure la tragedia humana. Por supuesto, no lo hace por dinero. Como todos sus predecesores, Kim desea morir siendo obra de arte. Quiere que su muerte signifique algo. Desea contribuir a que la obra perdure, precisamente para que no perdure. Stein ha sabido resumirlo en una frase genial (le salen muy bien las sentencias de este estilo): Fase terminal es el primer cuadro de la historia del arte que empezará a ser hermoso cuando deje de existir. Cerca de Fase terminal se exhibe La muñeca. Jennifer Halley, un lienzo de ocho años, está de pie pintada de rosa con un vestido negro, acunando entre sus brazos a una muñeca. Pero la muñeca está viva y tiene el aspecto de uno de esos embriones famélicos de vientre de uva negra que asoman la cabeza desde el pozo del Tercer Mundo. No obstante, el aparente niño es un adulto, un lienzo enano y acondroplásico llamado Steve. Steve está desnudo, pintado en tonos oscuros, y llora y se agita en brazos de Jennifer. Más allá está el ahorcado, oscilando en su patíbulo. Junto a él, las muchachas torturadas. Ese olor pungente que nos hace llorar procede del Hitler vestido con pieles cosidas de animales muertos. Los retrasados mentales en traje de ejecutivos disfrutan con los colores de sus corbatas y con la saliva que resbala por ellas como un diamante. Hoy martes 27 de junio de 2006 han visitado la increíble exposición cuatro mil personas. Debido a la lentitud de los filtros de Seguridad, resulta imposible admitir a todos los que esperan en la larga fila humana más allá de las escalinatas de la Haus der Kunst. Los que no han podido verla tendrán que regresar mañana. Los Monstruos finalizan su jornada. Los cuadros que tienen cerebro, conciencia, extremidades y rostros, logran alegrarse y saludan a sus compañeros. Ha llegado el descanso. Pero ninguno mira hacia el podio circular del centro de la sala.

En el círculo está lo terrible.

Allí se encuentran los Monstruos de verdad.

Con un aullido de grúa, el cristal protector que los rodeaba comenzó a levantarse. Cinco técnicos y otros tantos agentes de Seguridad aguardaban al pie del gran podio. El cristal es pesado, hermético, tarda un minuto en subir por completo. Se trata de un cilindro transparente de quince centímetros de grosor cubierto con un techo del mismo material. Durante los primeros meses de gira aquel techo no existía. Se pensaba que una barrera antibalas de tres metros de altura era más que suficiente para protegerlos. Pero durante la exhibición de París en enero de 2006 un visitante les arrojó mierda. Era la suya (después lo confesó), la llevaba en el bolsillo y el detector de metales no lo advirtió, tampoco la cinta de rayos X, ni el doppler corporal, ni los programas de análisis de imágenes que indagan en las ropas abultadas, los vientres de las embarazadas y los carritos de bebé. En el siglo XXI -afirmó un periodista a raíz de este suceso- aún es posible hacer terrorismo con mierda. Quién sabe, a lo mejor en el XXII ya no se podrá. El excremento, arrojado con pericia cuando el visitante alcanzó la primera fila y se situó junto al cordón de seguridad, describió una parábola en el aire. Pero el agresor no encestó: las heces rebotaron en el borde del cristal y se esparcieron entre el público. «¿Les ha sucedido alguna vez -preguntaba el mismo periodista a sus lectores-, estando de visita en un museo de arte moderno, sentir como si les cayera mierda en los ojos?» Un poco así.

Desde entonces, la barrera protectora de los hermanos Walden también dispone de techo.

– ¿Qué tal, Hubert?

– Bien, Arnold, ¿y tú?

– No muy mal, Hubert.

Las ropas grises de exhibición de los dos hermanos se desprendían fácilmente con una cremallera oculta en la parte posterior. Al quedar desnudos, Hubertus y Arnoldus Walden parecían dos inmensos luchadores de sumo atendidos afanosamente por sus entrenadores. Los técnicos les colocaban los albornoces con sus respectivos nombres y ellos los ataban a sus planetarios vientres, que hacían sombra a unos genitales diminutos y depilados como huevos de codorniz.

– Un día os equivocaréis de albornoz y el precio del cuadro bajará.

Los técnicos reían al unísono la ocurrencia, porque habían recibido la orden de no contrariarlos.

– Dame este algodón, Franz -dijo Arnoldus-. Me lo frotas con tanta delicadeza como si yo fuera tu mamá.

– Os ha vuelto a llamar el señor Robertson -comentó un ayudante.

– Nos llama todos los días -se burló Hubertus-. Sigue pensando en hacer una película sobre nosotros con ese escritor norteamericano que ha recibido el Nobel.

– Pertenece a la nueva inteligentsia -dijo Arnoldus.

– Nos cuida.

– Nos quiere.

– Nos quiere comprar, Arno.

– Eso es lo que he dicho, Hubert. ¿Puedes rociarme más la espalda con el disolvente, Franz? Me pica la pintura.

– Sólo le interesamos a ese viejo hijo de puta porque quiere comprarnos.

– Sí, pero el Maestro no nos venderá a ese cabrón.

– O sí, no podemos saberlo. Sus ofertas son interesantes, ¿no es cierto, Karl?

– Creo que sí.

– «Cree» que sí. ¿Has oído, Arno…? Karl «cree» que sí.

– Cuidado con el primer escalón del podio…

– Ya lo sabemos, imbécil. ¿Es que eres nuevo? ¿Has empezado a trabajar hoy en Conservación…? Nosotros no somos nuevos, idiota.

– Somos viejos. Somos eternos.

A la niña Jennifer Halley ya le habían quitado el vestido. Llevaba encima tan sólo un par de calcetines blancos con pompones de adorno (Steve, el modelo acondroplásico, estaba siendo retirado en un carrito). Varios técnicos frotaban el lustroso cuerpecito de Jennifer con algodones humedecidos en disolvente. Cuando los Walden pasaron junto a ella, Hubertus intentó una reverencia, aunque lo único que logró fue inclinar la cabeza sobre su triple papada.

– ¡Adiós, mi virginal princesa de cuento de hadas! ¡Que sueñes con los angelitos!

La niña se volvió hacia él y le hizo un corte de mangas. Hubertus no perdió la sonrisa, pero mientras se bamboleaba como un barco escorado en dirección a la salida entornó los párpados hasta convertir su mirada en un par de guiones oscuros.

– Qué maleducada es la putita. Me entran ganas de enseñarle modales.

– Pídele a Robertson que la compre y la instale en su casa, y le enseñaremos modales entre los dos.

– No digas idioteces, Arno. Además, prefiero los langostinos a las ostras, ya lo sabes… ¿Quiere hacer el favor de apartarse, si no le importa, señorita? Tenemos que pasar.

La muchacha de Conservación se quitó de en medio de un salto, sonriendo y pidiendo disculpas. Estaba atendiendo a los retrasados mentales. Impetuosos, los hermanos Walden continuaron su camino seguidos de cerca por una comitiva de agentes. El albornoz de Hubertus era morado, el de Arnoldus zanahoria con reflejos verdes; estaban forrados de dos capas de terciopelo y sus cinturones podrían haber atado a siete hombres adultos.

– Hubert.

– Dime, Arno.

– Debo confesarte algo.

– ¿…?

– Ayer te robé el discman. Está en mi taquilla.

– Yo debo confesarte algo a ti, Arno. -Dime Hubert.

– Mi discman está jodidamente estropeado. Entre risitas de sopranos, los dos enormes gemelos salieron de la sala de exhibición por una puerta de emergencia.

La Haus der Kunst de Munich es un paralelepípedo blancuzco cribado de columnas que se encuentra junto al Jardín Inglés. Sus detractores lo llaman «La Salchicha Blanca». Había sido inaugurado durante un desfile clamoroso setenta años antes por Adolf Hitler, que quiso convertirlo en símbolo de la pureza del arte alemán. En el desfile figuraban jovencitas disfrazadas de ninfas que se movían como muñecas y parpadeaban como accionadas por un interruptor. Al Führer no le gustó aquella forma de parpadear. Coincidiendo con la fastuosa inauguración, se estrenó otra más pequeña pero no menos importante titulada «Arte degenerado», donde se exhibían las obras de los pintores proscritos por el régimen como Paul Klee. Los hermanos Walden conocían aquella historia, y no podían dejar de preguntarse, mientras avanzaban rebosantes y mayestáticos por los pasillos del museo en dirección al vestuario, en cuál de las dos colecciones los hubiera incluido a ellos el gran mandatario nazi. ¿En la que simbolizaba la pureza del germanismo? ¿En la de «Arte degenerado»?


Círculos. A Arno le gusta dibujar círculos. Él mismo se representa como una figura de círculos encadenados: arriba, la cabeza; el vientre es todo el cuerpo; dos piernecitas a los lados.

– ¿De qué te quejas tanto, Hubert?

– Tengo la piel muy sensible desde que me cambiaron el apresto de cola, Arno. Después de la ducha de disolventes me escuece.

– Es curioso, a mí me pasa lo mismo.

Se encontraban en la sala de etiquetado, completamente vestidos, peinándose con la raya a un lado. Los técnicos acababan de colocarles las etiquetas y servirles la suntuosa cena de mariscos, de la que ambos habían dado buena cuenta.

Los Walden eran dos seres simétricos, una de las raras fotocopias exactas de la naturaleza. Como suele ocurrir en estos casos, usaban idéntica ropa (hecha a medida por sastres italianos) y se cortaban el pelo de igual forma. Cuando uno enfermaba, el otro no tardaba en seguir sus pasos. Tenían gustos similares y se irritaban con molestias parecidas. Estaban diagnosticados desde niños del mismo síndrome (obesidad, esterilidad y conducta antisocial), habían ido a los mismos colegios, desempeñado iguales trabajos en las mismas empresas y estado en las mismas cárceles al mismo tiempo acusados de los mismos delitos. En sus antecedentes clínicos y penales figuraban idénticas palabras: «pederasta», «sicópata» y «sadismo». Van Tysch los había llamado a la vez un día de otoño de 2002, poco después de que hubieron salido absueltos en el juicio por el atroz asesinato de Helga Blanchard y su hijo, y los había convertido simultáneamente en obras de arte.

Helga Blanchard era una joven actriz de la televisión alemana, ex amante de un defensa del Bayern de Munich, madre de un niño de cinco años llamado Oswald, fruto de un anterior matrimonio, y agraciada con una notable pensión de divorcio. Nadie sabe muy bien lo que ocurrió, pero la madrugada del día 5 de agosto de 2003 hubo niebla en los alrededores de Hamburgo. Cuando se disipó, Helga y su hijo Oswald aparecieron desnudos y clavados con pernos de tienda de campaña de un centímetro de grosor a las tablas del suelo de su casita de campo de las afueras de la ciudad. Madre e hijo compartían uno de los clavos (el de la mano derecha de ella, izquierda de él). También compartían la amputación de la lengua, la violación con destornilladores y la extirpación de globos oculares (o casi: a Helga le habían dejado el derecho para que pudiera ver cómodamente lo que ocurría con su hijo). El crimen provocó tal escándalo que las autoridades se vieron obligadas a realizar un arresto inmediato, a ciegas: recayó en una pareja de lesbianas que eran las vecinas más próximas de Helga y que en aquellos días se habían hecho célebres a su modo intentando obtener el permiso legal para adoptar a un niño. Un piquete de ciudadanos enfurecidos quiso quemar el chalet donde vivían. Pero fueron puestas en libertad veinticuatro horas después, sin cargos. Una de ellas, la más joven, salió hablando en un programa de televisión, y mucha gente imitó al día siguiente el gesto que hacía con los índices cuando afirmaba que nada tenían que ver con lo sucedido y que no vieron ni oyeron nada. Luego fueron arrestados, por este orden, el ex marido de Helga (un empresario), la actual esposa de su ex marido, el hermano de su ex marido y, por último, el futbolista. Cuando se produjo el arresto del futbolista, el asunto trascendió los límites de Alemania y empezó a discutirse en toda Europa.

Entonces apareció un testigo sorpresa: un anticuado pintor de lienzos de tela que había estado trabajando el día anterior en un óleo campestre que pensaba titular Árboles y niebla. Era médico de profesión y padre de familia. Aquella tranquila mañana festiva se encontraba retocando su lienzo cuando advirtió dos círculos móviles que iban de tronco a tronco entre jirones de niebla difusa y no poseían el color natural de las cosas sanas. Se fijó mejor, y vio a dos hombres inmensamente gordos y desnudos deslizándose entre los árboles, a escasa distancia de la casa de Helga Blanchard. Se quedó tan fascinado con aquellas anatomías que, abandonando todo intento de proseguir con su bosque, se dedicó a dibujarlos en un cuaderno aparte. El boceto fue publicado en exclusiva por Spiegel. No hubo que esforzarse mucho más: los hermanos Walden vivían en Hamburgo y poseían un largo historial de actividades delictivas. Fueron arrestados y hubo un juicio. Sin embargo, el joven abogado de oficio que se les designó actuó brillantemente. Lo primero que hizo fue desmontar con suma habilidad la declaración del médico pintor. Todavía se recuerda la trampa en la que envolvió al testigo: «Si su cuadro se titula Arboles y niebla y usted mismo afirma inspirarse en el paisaje que le rodeaba, ¿cómo pudo distinguir a los acusados en un lugar lleno de árboles y niebla?». Luego tocó la fibra sensible del tribunal. «¿Acaso son culpables porque sus apariencias nos desagradan? ¿O porque poseen antecedentes penales? ¿Debemos inmolarlos para que nuestras conciencias duerman tranquilas?» No hubo forma de demostrar la presencia de los hermanos Walden en el lugar de los hechos, y el juicio se zanjó pronto. Tras recuperar la libertad, los gemelos fueron visitados por un tipo muy amable de tez morena y nariz afilada que olía a dinero a distancia. Cuando juntaba las yemas de los dedos podía advertirse un espléndido trabajo de manicura. Les habló de arte, de la Fundación y de Bruno van Tysch. Fueron imprimados en secreto y enviados a Amsterdam y a Edenburg. Allí, Van Tysch les dijo: «No quiero que le contéis a nadie nunca lo que hicisteis, o lo que creéis haber hecho, ni siquiera a vosotros mismos. No quiero pintar con vuestra culpa sino con la sospecha». La obra acabó siendo muy simple. Los Walden permanecían de pie frente a frente, vestidos con ropas grises de presidiarios y pintados en colores tenues que subrayaban la maligna expresión de sus rostros. Sobre el pecho, como medallas, las fichas de sus antecedentes penales impresos en versalitas. En la espalda, una foto de Helga Blanchard abrazando a su hijo Oswald (el fondo está recortado: es Venecia, durante un viaje) con una interrogación cuyo significado era evidente: ¿fueron ellos? La familia de Helga se querelló contra Van Tysch por el uso de aquella imagen, pero el asunto se resolvió satisfactoriamente para ambas partes con la aportación de una interesante suma de dinero. En cuanto al trabajo hiper-dramático, no hubo ningún problema. Los Walden habían nacido para ser cuadros. No en vano lo único que habían logrado hacer bien toda su vida era posar quietos en algún sitio y dejar que la humanidad los increpase. Eran dos budas, dos estatuas, dos seres gozosos e inalterables. Estaban asegurados por una cantidad que superaba ampliamente la de la mayoría de las creaciones de Van Gogh. Había sido para ellos un largo camino de expulsiones de colegios, despidos laborales, cárceles y soledad. El público, la humanidad de siempre, continuaba mirándolos con desprecio, pero los Walden habían terminado comprendiendo que hasta el desprecio puede hacerse arte.

Una pregunta subsiste: ¿fueron ellos? El asesino de Helga Blanchard y su hijo no había sido atrapado aún. Díganme, por favor: ¿fueron ellos?

– Cuando se sepa la respuesta a esta pregunta nuestro precio bajará -afirmó uno de los Walden a un conocido crítico de arte alemán.

Y las muecas de Hubertus y Arnoldus permanecen tensas y rojizas, los carrillos abultan como hematomas de colorete y en sus ojos arden rescoldos de pasadas orgías.

En aquel momento terminaban de acicalarse y se ponían a disposición de un nada habitual equipo de agentes especiales.


– El Arte es así, señorita Schimmel. El Arte con mayúsculas, me refiero… Yo no pido: es el Arte el que pide y ustedes tienen la obligación de complacerlo. -Hubertus le hizo un guiño a su hermano, pero Arnoldus estaba escuchando música a través de los microauriculares y no lo miraba-. Sí, de pelo platino… Me da igual si le resulta muy difícil conseguirlo para esta noche… Lo queremos de pelo platino, señorita Schimmel, no discuta, estúpida… Fru, buuuzzz, zrriiii, zruzruzruuu… Qué lástima, señorita Schimmel, hay interferencias, tengo que colgar… -La lengua de Hubertus aparecía y desaparecía en sus minúsculos labios con gracia y velocidad reptilescas-. Przzzzz, zuuummm… ¡No la oigo, señorita Schimmel…! Espero que sea rubio platino. En caso contrario, preséntese usted misma… Puede traer una gabardina, pero nada más debajo… Zzzzzzzzzssssss… ¡Tengo que colgar! Auf Wiedersehen!

– ¿Con quién hablabas? -preguntó Arnoldus, bajando el volumen de sus microauriculares.

– Con esa imbécil de Schimmel. Siempre está poniendo inconvenientes.

– Deberíamos quejarnos al señor Benoit. Que la pongan de patitas en la calle.

– Que la hagan mendigar en una esquina.

– Que la prostituyan.

– Que la encadenen, le aten un collar, le inyecten la antirrábica y nos la regalen.

– No, no quiero perras. No me gusta limpiar caquitas. Oye, Hubertus.

– Dime, Arnoldus.

– ¿Crees que somos felices?

Durante un instante, ambos hermanos contemplaron el techo oscuro de la furgoneta, por el que se deslizaba el luminoso ciclorama de la noche de Munich.

– Es difícil saberlo -dijo Hubertus-. La eternidad es una gran tragedia.

– Además, dura para siempre.

– Por eso es una gran tragedia -concluyó Hubertus.

Trémulos, espejeantes, los cristales del hotel Wunderbar se reflejaron en la carrocería de la furgoneta cuando ésta se detuvo frente a la entrada. Los cuatro agentes se distribuyeron en lugares estratégicos. Saltzer, el jefe de la escolta, hizo una señal y uno de sus hombres introdujo la cabeza por la puerta trasera abierta y dijo algo. Ceremonioso, Hubertus Walden depositó su anatomía en la acera, frente a un pasillo de porteros engalanados. A Arnoldus se le enganchó la chaqueta en la manija. Tiró con fuerza y rasgó el bolsillo. Qué importaba. Tenía alrededor de un centenar confeccionadas por el mismo sastre, y además podía usar las de su hermano.


El agente de Seguridad encendió las luces del vestíbulo de la suite mediante un mando a distancia. Una música ambiental emergió de ocultos rincones con la sinuosa elegancia de un pez morena.

– Todo normal en el vestíbulo, cambio -dijo. Se dirigía al pequeño micrófono colocado bajo sus labios.

El salón contenía la piscina climatizada, el bar y el óleo de Gianfranco Gigli, un discípulo de Ferrucioli bastante prometedor que, por desgracia, había muerto dos años antes de una sobredosis de heroína. Debido a ello, su escasa obra (figuras andróginas enmascaradas vestidas con mallas de bailarín) se había revalorizado. El cuadro de Gigli se recostaba en el suelo cerca de la piscina como una sedosa pantera negra. La máscara poseía los rasgos imprescindibles. Toda la figura estaba orlada por la móvil telaraña de luz de los reflejos del agua. El lugar olía a maderas nobles y cloro y la temperatura era mucho más suave que en el resto de la suite.

– Todo normal en el salón, cambio.

La voz del agente siguió resonando por el laberinto de habitaciones. Hubertus se había encaminado hacia la barra de acero del bar y estaba sirviendo champán. Arnoldus intentaba en vano alcanzar sus zapatos. Se ilusionaba pensando que algún día podría tocarse los pies. Esta incomodidad acabó por agriar del todo su humor.

– Jamás entenderé -estalló con repentina suavidad (nunca elevaba la voz)- por qué el señor Benoit no nos ofrece adornos de ayuda para las giras. Estoy hasta el culo de tanto esfuerzo.

– El culo es redondo. -Hubertus volvía a rellenar la copa-. El culo son dos círculos en algunos; en otros, sólo uno. Por ejemplo, el culo de Bernard… ¿Es dos o es uno?

Por suerte, Arnoldus podía quitarse fácilmente los zapatos sin usar las manos, y eso fue lo que hizo. Los pantalones también cedían tras desabrocharse un botón.

– Hubert, ¿puedes atenuar las luces de esa pared? Dan justo en mis ojos.

– Si te apartaras, dejarían de molestarte, Arno.

– Por favor…

– De acuerdo. No quiero discutir.

– Todo en orden en la sauna, cambio -gemía una voz lejana.

– ¿Quieres marcharte de una puta vez, Bernard? Esperamos visita.

– Todo en orden en Bernard, cambio.

– Todo en orden en el culito de Bernard, cambio.

El agente no los miraba mientras revisaba por segunda vez el salón. Estaba inmunizado desde hacía tiempo contra sus burlas. Sabía por qué se mostraban tan impacientes, pero no quería pensar en ello. Es decir, no quería pensar en lo que sucedería en esa habitación cuando la visita llegara.

La visita, casi siempre, venía de la mano de un adulto. Si era mayorcito, podía llegar solo, en traje de botones o de camarero, para no despertar sospechas. Pero lo normal era que llegase de la mano de un adulto. Bernard ignoraba lo que ocurría después, y no deseaba saberlo. Tampoco sabía cuándo se marchaba la visita, si es que se marchaba en algún momento, ni de qué manera ni por dónde. No era ése su cometido. «El problema… El problema estriba en que…»No es que Bernard tenga escrúpulos de conciencia. No es que piense que está haciendo algo mal al cumplir con su deber. A Bernard le gusta trabajar en la Fundación. Gana más que en ningún otro sitio, su tarea no es difícil (si las cosas no se complican) y la señorita Wood y el señor Bosch son jefes admirables. Ahora bien, Bernard pretende ahorrar lo suficiente para dejar su trabajo y marcharse de la ciudad, de aquélla y de todas las ciudades. Quiere irse a vivir en paz a algún remoto lugar con su mujer y su hija pequeña. Nunca lo hará, y lo sabe, pero no deja de pensarlo.

El problema de obras como Monstruos, opina Bernard, era que no podían ser sustituidas. Si los Walden desaparecían, ¿quiénes iban a ocupar su puesto? Sus biografías eran imprescindibles para la pintura como el claroscuro lo era para un Rembrandt. Sin ellos, Monstruos no valdría un centavo: no hubiera hecho correr ríos de tinta ni toneladas de bytes informáticos; no se hubieran escrito libros enteros ni se mencionaría en las enciclopedias; no hubiera suscitado debates televisivos, disputas feroces entre teólogos, sicólogos, juristas, educadores, sociólogos y antropólogos; nadie les habría arrojado mierda hacia el techo; no habría surgido una legión entera de imitadores; tampoco generaría una cantidad astronómica de beneficios debido a los sustanciosos permisos de exhibición que la Fundación cobraba a los más importantes museos y galerías del mundo. Y aquel viejo productor de Hollywood, Robertson, no estaría contando los días que faltaban para que Van Tysch decidiera poner a la venta su obra.

Monstruos era la gallina de los huevos de oro. Lo peor era que la gallina lo sabía.

– Todo en orden, cambio y cierro.

– ¿Ya te vas, Bernard?

– ¿No te gustamos?

– Claro que le gustamos, Arno. El culito de Bernard suspira por nosotros.

Silbando la música de una película, Bernard cerró la puerta insonorizada que comunicaba el salón con el vestíbulo y respiró aliviado. Su trabajo había concluido por esa noche: Monstruos, uno de los cuadros más valiosos de la historia del arte, se encontraba a buen recaudo. Y, afortunadamente, ya no oía a los gemelos.

Desde el momento en que el arte se disocia de la moral, todo marcha cuesta abajo, razona Bernard. ¿Es que el Maestro era incapaz de comprenderlo? Hay cosas que no pueden… que no deben convertirse en arte jamás, piensa Bernard.


– Voy a darme una ducha -dijo Arnoldus-. Estoy pegajoso de pintura. Confío en que no te hayas bebido todo el champán, Hubert.

– No lo he hecho, no lo he hecho. ¿Cómo puedes creerme tan jodidamente aprovechado?

– Hay algo de vaho en el salón. Baja la temperatura de la piscina, por favor.

– Me gusta cálida, cálida, cálida. Ahm, ahm, ahm.

Arno hizo un gesto de indiferencia y se dirigió al lujoso cuarto de baño a través del pasillo que comunicaba con el salón. Se oyeron los grifos de las duchas y su voz de castrato atacando un aria.

Hubertus palmeó el agua con las manos. La piscina era kilométrica y tenía forma de ruedo. Ellos lo habían exigido así. Todo lo circular era muy del gusto de los Walden. Geométricamente correcto en relación con sus anatomías. Sicológicamente correcto en relación con sus preferencias: las juveniles obras de The Circle, por ejemplo. Y uno de sus mejores grupos de fans (tenían miles de admiradores en todo el mundo) se llamaba The Circle of Monsters y les enviaba pegatinas redondas con lemas que defendían la libre expresión del arte y atacaban la intolerancia.

Oyendo la lejana pelea de Arnoldus con la ópera, Hubertus se agachó, avanzando como una boya a la deriva. La etiqueta amarilla colgada del cuello flotaba en el líquido turquesa, remolcada por el gelatinoso cilindro de carne. En el centro de aquella piscina, Hubertus Walden se sentía el Huevo Primordial, el Óvulo solitario en el instante supremo de la fecundación. La profundidad era la misma en todas partes: estando de pie, el agua le llegaba un poco por arriba del vientre. Abuelito Paul no quería de ninguna manera que se ahogasen, oh, no. Entrecerró sus ojos engastados en grasa como pequeñas sortijas y la luz vacilante del agua se le deshizo en rayas blancas. Era maravilloso vivir rodeado de lujo, ser acariciado por las ondas de aquel estanque inmenso calentado a la temperatura exacta. Se preguntó si el cabello rubio platino natural produciría reflejos en el techo cuando la luz de los apliques incidiera directamente sobre él.

Su hermano maltrataba otra aria desde el baño. Oyéndolo, Hubertus pensó que Arnoldus era un ser abyecto, perverso, cobarde y vicioso. Lo odiaba profundamente pero no podía vivir sin él. Lo consideraba como a sus propias vísceras: algo íntimo, inevitable, repugnante. En la escuela primaria, Arno era quien hacía las cosas malas, pero los castigaban a los dos.

«Uno rompe el plato, lo pagáis ambos», decía la señorita Linz, de ojos destellantes. Y así había sido toda la vida, con papá, con los jueces, con la policía. Aquella gorda, fofa y enfermiza criatura que ahora desafinaba en el cuarto de baño (siempre con discreta suavidad) era quien había llevado a Hubertus por el mal camino. ¿Acaso no había sido Arnoldus el que había improvisado el plan de diversión con Helga Blanchard y su hijo?

A quell'amor… quell'amor ch'è palpito…

Lo recordaba todo de forma fragmentaria, como envuelto en brumas doradas, casi como un fascinante bombón: los ojos dilatados del terror materno, hmmm, los chillidos «destrozatímpanos», las pequeñas manos crispadas…

– … Dell'universo… Dell' universo intero…

ramalazos de carne frágil, hmmm, bocas que se abren en círculos perfectos, una redondez exangüe…

– … Misterioso, misterioso altero…

Al principio parecía que habían vuelto a meter la pata. Aquel pintor aficionado, instalado en las proximidades de la casa de Helga Blanchard, los había visto. Pero la defensa del joven abogado con caspa en el pelo había sido extraordinaria. Lo que poseía todas las trazas de convertirse en el final de sus vidas resultó ser un maravilloso comienzo. La serpiente se muerde la cola. El círculo perfecto. Qué bella armonía la del círculo, particularmente cuando no se mueve, cuando está muerto o paralizado y puede recorrerse mediante un simple gesto del dedo. Y qué gran hombre, Bruno van Tysch. Gracias a él tenían la vida que deseaban y una porción nada desdeñable de inmortalidad. Ser obra de arte era algo maravilloso.

Se dio la vuelta, mecido en terciopelo tibio.

Fue entonces cuando se percató de que la obra de Gigli se había movido.

– … Croce e delizia… delizia al cooor…

Una miopía de gotas de agua invadió sus ojos. Se los frotó. Miró de nuevo.

Croce, croce e delizia, croce e delizia… delizia al cooooor…

El cuadro, una sombra flexible con máscara negra, la silueta de un esgrimidor de luto, caminaba con lentitud hacia la barra del bar. Lo hacía con tanta naturalidad que, al pronto, Hubertus pensó que quería simplemente echar un trago. «¡Pero no puede! -comprendió entonces-. ¡Ahora mismo es obra de arte! ¡No puede moverse!»

– ¿Qué haces? -preguntó. Elevó tanto la voz que al final soltó un gallo.

La obra de Gianfranco Gigli rodeó la barra sin contestar, se agachó y sacó algo. Un maletín. Volvió a dar la vuelta, se situó a espaldas de Hubertus y soltó los cierres metálicos, que sonaron a disparo en el inmenso y casi silencioso salón (ah, aaaah, ah-ah-ah-aaaaaaahhh, tremolaba la remota voz de Arno).

Hubert pensó en llamar a su hermano, pero titubeaba. La curiosidad lo mantenía callado. Desplazó su enorme anatomía hasta el borde curvo de la piscina. El Gigli manipulaba un objeto sobre la mesa. ¿Qué era? Algo que había extraído del maletín, sin duda. Ahora lo dejaba a un lado y cogía otra cosa. Lo hacía todo de forma tan delicada, tan suave, tan pulcra, que Hubertus, por un instante, aprobó su conducta. Nada había más placentero para él que la sutil delicadeza de las formas: un bailarín; un niño; una tortura.

Dedujo que tenía que tratarse de un retoque de Gigli. Quizás el pintor había decidido convertir la obra en una acción no interactiva. Desde luego, aquello tenía que ser arte. En el mundo del arte todo es válido y nada posee un significado intrínseco. Las cosas son arte porque sí, porque los artistas lo deciden y el público lo admite. Hubertus recordaba una obra de Donna Meltzer, Reloj, que giraba atada a la pared a un ritmo horario sobre un fondo de terciopelo, pero la artista había decidido que atrasaría todos los días diez minutos y se pararía al cabo de dos semanas. Los cuadros no siempre hacen lo mismo. Algunos evolucionan siguiendo un patrón diseñado por su creador. ¿Y éste? Había cambiado. Nuevas instrucciones, sin duda. ¿Para simbolizar qué? ¿La sociedad mecanizada (por eso sacaba aquellos extraños artilugios)? ¿El símbolo de la autoridad (una pistola)? ¿Los mass media (una grabadora portátil y una cámara de vídeo en miniatura)? ¿La violencia (un juego de instrumentos punzantes)? De todo un poco, quizá. Lo que Gigli quisiera. Al fin y al cabo, él era el pintor y el único que podía…

De repente recordó que Gianfranco Gigli llevaba muerto más de dos años.

Sobredosis de heroína, se lo habían dicho en el hotel cuando le mostraron el cuadro.

– … deliziaaa aaaal coooooooooor… ah-ah-ah-ah-aaaaaaaaaahhhhhh…

Se quedó quieto, con las manos en el borde de mármol de la piscina y el cuerpo sumergido hasta la mitad. Un hormiguero de gotas descendía por su cabeza y su torso. Parecía una montaña de cera que estuviese derritiéndose. ¿Era posible que una obra se retocara a sí misma después del fallecimiento de su creador? Y en caso afirmativo, ¿debía considerarse al resultado obra póstuma o falsificación? Curiosas preguntas.

Y de repente, Hubertus dejó de preocuparse por las actividades de la figura de Gigli («al diablo con lo que esté haciendo») y experimentó una brutal crisis de felicidad. La sensación recorrió tres trillones de moléculas de grasa corporal y produjo en su cerebro un torbellino semejante a un poderoso orgasmo. Se extasió con la dicha de pertenecer a aquel mundo complejo, aquella existencia que sólo raramente (si alguna vez sucedía) tenía explicación o podía describirse con palabras, el secreto e incesante manantial dorado, el selecto círculo al que pertenecían todos, la figura de Gigli, Van Tysch, la Fundación, ellos mismos y unos cuantos elegidos más (bueno, excluyamos a la triste figura de Gigli, que debía renovarse para seguir siendo actual), aquella vida maravillosa que les permitía gozar de sus fantasías y constituir materia de fantasía para otros. Incluso ser tan abrumadoramente gordo era una ventaja en aquel mundo. Ser tan monstruoso como un monstruo, comprendía Hubertus, podía trascender los límites de la realidad cotidiana y convertirse en símbolo, res del arte, arquetipo, filosofía y meditación, teorías y debates. Bendito seas, mundo. Bendito seas, mundo. Benditos tu poder y tus posibilidades. Benditos también todos tus secretos.

El cuadro de Gigli parecía haber terminado por fin con los preparativos, fueran éstos los que fuesen. Dio media vuelta con calma absoluta y se dirigió hacia otro lugar, otro destino inexorable dictado por un artista muerto. Hubertus lo contemplaba expectante. «¿Hacia dónde? Oh, ¿hacia dónde diriges ahora tus armónicos pasos, divina y resplandeciente criatura?», se preguntaba Hubertus Walden.

Invadido de armonía planetaria, demoró un instante en comprender que la obra se dirigía ahora hacia él.


A Arnoldus, de niño, lo atacaba un tigre.

Infalible, preciso, poderoso, mortífero. Un tigre negro de ojos llameantes nacido de sus sueños. Era su pesadilla, su terror de la infancia. Gritaba y despertaba a Hubertus y, de manera inevitable, el ataque felino terminaba convirtiéndose en el cinturón de su padre trazando arabescos al desplomarse una y otra vez sobre su culo desnudo. («No quería gritar, papá, por favor, en serio, créeme, es que no pude evitarlo.») A su padre lo único que le molestaba eran los gritos. «Haced lo que queráis, pero no gritéis», les había ordenado siempre, era su obsesión perenne.

A diferencia de su hermano, Arnoldus no creía haberse resarcido. Opinaba que la vida es un comercio que cada día cambia de dueño y nunca te devuelve lo que has pagado de más. Ahora eran inmensamente ricos, eso era cierto. Estaban considerados una obra de arte de incalculable valor. El señor Robertson, que muy bien podía terminar convirtiéndose en su nuevo papá, los amaba: Arno sabía que a Robertson nunca se le ocurriría azotarlo con el cinturón si lo oía gritar en medio de la noche mientras la saliva amarga de su peor pesadilla se derramaba sobre su rostro. Ahora eran adorados, respetados y admirados como grandes cuadros. Pero ¿acaso aquella nueva vida iba a regalarles la infancia feliz de la que habían carecido? La consideración mundial de la que gozaban, ¿sería retroactiva? ¿Lograría transformar, de alguna manera, los malos recuerdos en buenos? No, ni siquiera transformaba las costumbres. Arnoldus, de adulto, tampoco gritaba. El tigre había muerto, su papá también, pero la vida nunca te devuelve nada.

Escuchando los chapoteos de su hermano en la piscina, Arnoldus arrolló una toalla sobre su descomunal cintura e inició frente al espejo una danza del vientre. Teniendo en cuenta la parte de su anatomía que las protagonizaba, aquellas danzas eran para Arno algo más que simple entretenimiento: llegaban a convertirse en una especie de sutil intento de comprender el universo. La música, silbante, seudoegipcia, provenía de sus labios. Chasqueaba los dedos mientras se movía. Oh, dulce hurí, ¿me complacerás esta noche? Mirando estos dedos de porcelana -piensa mientras lanza la barriga, zas, a un lado, zas, a otro- nadie sospecharía la presencia de esta bolsa de intestinos abyectos que cuelga del centro, esta anaconda hambrienta y enrollada dentro de un saco, este grueso cabo de cuerda marinera envuelto en grasa. ¿Era posible ser tan gordo? «Dios mío, ¿qué has hecho conmigo?» Su madre le contaba (bueno, quizá fuera su padre) que había gritado cuando los vio llegar al mundo, cuando vio aquellas fantásticas hermosuras, aquellas criaturas engendradas con más carne que su propia carne. «¡Ah!», había exclamado la señora Walden. Y su padre (eso les contó ella también), igualmente horrorizado, la regañaba:

– No grites, Emma. Son monstruosos, sí, pero no grites, por favor. Sobre todo, no grites…

Balanceándose, Arnoldus Walden desplazó su pananatomía por el largo pasillo que unía el cuarto de baño con el salón. Mientras tanto seguía sumido en sus pensamientos. Ya no oía los chapoteos de Hubertus. ¿Habría llegado ya Rubio Platino? ¿Su hermano habría empezado sin él, faltando así a su palabra? Oh, Hubertus, ser despreciable, ínfimo, vulgar, rastrero. Mamut pervertido, oso cruel. A su hermano le encantaba echarle la culpa de todo lo malo y arrogarse él solo la responsabilidad de lo bueno. Arnoldus se despertaba cada día intentando ser de otra forma. ¿Cómo? Más amable, más humano, más obediente (en serio, por favor, créeme), pero, cuando volvía la vista hacia su hermano, el odio brotaba por todos sus poros como una llama en una pelota empapada de alcohol. Contemplar aquel reflejo de sí mismo le provocaba tal aborrecimiento que a veces le entraban tentaciones de romper el espejo. Oh, sí: era Hubertus quien lo convertía a él en un ser horrendo. Hubertus lo empujaba hacia el abismo, lo forzaba a soñar con atrocidades.

Por ejemplo, lo de Helga Blanchard y su hijo. Arnoldus intentaba explicarle a Hubert una y otra vez que jamás habían hecho nada malo a esa familia. Ni siquiera habían llegado a conocer a Helga y a su tierno infante: todo había sido un falso recuerdo enterrado en sus mentes por Van Tysch, un color tenebroso añadido a sus cuerpos. «Algo parecido a un pecado original», opinaba Arnoldus. La sombra de una falta que nunca cometieron y que, por tanto, jamás podrían olvidar, porque no hay nada más indestructible que lo imaginario. Quizá ni siquiera eran culpables de los delitos que habían expiado en la cárcel. Puede que tampoco hubieran estado en la cárcel. A fin de cuentas, pintar también consiste en engañar: crees que puedes tocar ese frutero, aquel racimo de uvas o el seno redondo de esta ninfa, extiendes los dedos y tropiezas, comprendes que las esferas son sólo círculos, lo que parecía volumen se aplana, se hace inaccesible al ansia exprimidora de los dedos. Arnoldus sospechaba que ellos eran una de las mejores ilusiones del pintor holandés. «Venid a mí, lienzos monstruosos: voy a construir una ilusión óptica con vosotros.»Tan habilidoso había sido el Maestro pintándoles aquella terrible mentira en sus cerebros que su hermano Hubertus vivía engañado. Hubert sí creía que lo habían hecho. Peor aún: ¡creía que el engañado era él, Arnoldus! «Has querido vendarte los ojos con esa explicación para no recordar lo que hicimos, Amo -le decía. Y agregaba-: Pero lo que hicimos, lo hicimos de verdad. ¿Quieres que te refresque la memoria…?» Arnoldus había dejado ya de discutir sobre aquel desagradable asunto. ¿De qué serviría seguir diciéndole a Hubert que el equivocado era él, que nunca habían cometido una atrocidad semejante, que todo era producto del soberbio arte de Van Tysch?

Bajó la vista hacia la firma en su tobillo izquierdo: BvT. Un pensamiento nuevo lo inquietaba desde hacía algún tiempo. ¿Sería Van Tysch el responsable de aquel odio, aquella ferocidad que le provocaba Hubertus? ¿Había querido despertar su parte de Caín para pintarlo? Sea como fuere, el Maestro ya no les hacía mucho caso. Había perdido el interés por ellos. Se rumoreaba que pronto los pondría en venta.

Quizá lo mejor fuera olvidarse de Van Tysch y hasta de Hubertus, y disfrutar un poco mientras fuera posible.

Abrió la puerta y entró en el salón.

– Aquí estoy, Hubert. Espero que no hayas…

Se detuvo. No había nadie en la piscina. De hecho, la espaciosa sala parecía desierta.

«Ta, ta, ta, esto es una descortesía por tu parte, Hubert.» Arnoldus miró en todas direcciones. La suite era una basílica infinita: columnas; curvatura del techo; paredes de piedra; luz indirecta; largo altar de sacrificios en forma de barra de bar…

Demoró un instante en descubrir el surco de líquido a su derecha, justo a su derecha, un ligero detalle de color oscuro sobre la moqueta, un rastro de agua de piscina, la zigzagueante meada de un dios. Lo siguió, torciendo el voluminoso cuello. En el extremo final, con el vientre hacia arriba (esfera perfecta), yacía su hermano.

Y de pie junto a su hermano, una figura escueta y enmascarada: el tigre negro de sus terrores infantiles, su pesadilla ágil y voraz.

Cuando saltó sobre él, Arnoldus -niño obediente- no quiso gritar.


Un triángulo isósceles de luz. Piernas separadas.

– Descanso -dijo Gerardo-. Luego probaremos otro efecto.

Clara cerró las piernas y el triángulo desapareció. Se encontraba de espaldas a los dos hombres, frente a la ventana, con el cabello incendiado de rojo y el cuerpo perfilado de rayos de sol. Estaba pintada de rosa y ocre con matices en marfil y perla. La espina dorsal, la perfecta uve de la región lumbar y la cruz carnosa de las nalgas resaltaban en tierra natural. Gerardo y Uhl habían decidido las tonalidades aquella misma mañana después de observar detenidamente los colores ya secos de las líneas sobre su piel. Le entregaron una malla porosa y una caperuza de tinte y ella se colocó ambas en el cuarto de baño. Su carne y cabello imprimados absorbieron los colores a la perfección sin necesidad de barnices ni fijadores. Todos los tonos eran provisionales, le advirtió Gerardo, y a lo largo de los días irían modificándolos. También era provisional el color de ojos que le pintó con aerosoles corneales -verde esmeralda brillante- y el esbozo de labios en un rosa más oscuro que dibujó sobre su rostro. Por último, con las manos enguantadas, reunió su cabello, húmedo de pintura, en un moño muy pequeño. Los guantes salpicaron el suelo de falsas gotas de sangre cuando los arrojó a la papelera.

– Ya está -le dijo.

Clara salió del baño y caminó hacia el salón dejando un perfumado rastro de óleo a su paso. Lo primero que hizo fue observarse en los espejos. Entrevió la figura tras el boceto: una muchacha de Manet, alta, esbelta, desnuda, pelirroja, de músculos que destacaban uno a uno sin violencia como dibujados por un experto; bajo la luz del sol su cabello era una hemorragia luminosa. Se encontró bien hecha. Quiso imaginar que aquello no era un simple boceto, que el cuadro desconocido que estaban pintando con ella sería exactamente así.

Habían instalado una cámara de vídeo sobre un trípode y un gran foco de estudio fotográfico, pero las posiciones, al principio, se filmaron con luz natural. Tiene que hacer un día precioso, pensaba Clara contemplando la ventana que tentadoramente se abría ante ella, pero en el interior de aquellas paredes en crudo sobre aquel suelo de líneas paralelas todo se disolvía en resplandores, como si viviera dentro de un prisma. Estaba deseando disponer de tiempo libre para salir a explorar.

– La comida está en la cocina -le avisó Gerardo durante el descanso.

Ella caminó con cuidado, para no agrietar la pintura, hasta el cuarto de baño y se puso uno de los albornoces que colgaban de la puerta. Solía vestirse con algo cuando estaba pintada para no estropearse mientras comía o descansaba.

En la cocina le aguardaba una novedad. Su bandeja plastificada se encontraba, como el día anterior, en el lugar de costumbre, pero Gerardo ocupaba la silla opuesta. Estaba destapando la caja de una pizza recién descongelada en el microondas. Al parecer, iban a comer juntos. Se preguntó dónde estaría Uhl y por qué no comía con ellos. Supuso que entre Uhl y Gerardo existían graves desavenencias. A lo largo de la mañana aquellas desavenencias se habían traducido en discusiones, órdenes bruscas y grandes silencios incómodos. A ella le parecía evidente que Gerardo se dejaba dominar por su colega mayor, quizá porque lo admiraba, o tal vez por una simple cuestión de jerarquía, ya que el puesto de Gerardo se encontraba un peldaño por debajo del de Uhl. Decidió, de cualquier forma, ser discreta.

Se sentó y desgarró el plástico de su bandeja. Tenía dos triángulos de sándwich con una especie de mayonesa en los bordes, uvas, pan integral, margarina, queso crema, una ensalada, una infusión y un zumo vitaminado marca Aroxén. Antes ingirió las pastillas de rigor con un trago de agua mineral. Luego cogió el sándwich. Entretanto, Gerardo se afanaba con una cuña de pizza.

Iniciaron una conversación corriente. Él alabó su Quietud y le preguntó quiénes habían sido sus maestros. Ella le habló de Cuinet y de Klaus Wedekind, y de la semana que había pasado en Florencia trabajando de boceto para Ferrucioli. Comía muy despacio, mordisqueando pequeños trozos de sándwich, porque el óleo del rostro le tensaba la mandíbula y no quería agrietarlo. Mientras untaba una espesa capa de margarina en el pan integral improvisó una sonrisa con sus labios recién dibujados.

– Oye, dime, no seas malo. ¿Qué estáis haciendo conmigo?

– Pintarte -repuso Gerardo.

Ella reprimió una risita pero insistió.

– En serio. Voy a ser uno de los cuadros de la colección «Rembrandt», ¿verdad?

– Lo siento, amiguita, no puedo decírtelo.

– No quiero saber qué figura soy, ni el título del cuadro. Sólo dime si voy a ser un «Rembrandt».

– Mira, cuanto menos sepas sobre lo que estás haciendo, mucho mejor, ¿okay?

– Vale. Perdona.

De repente le avergonzó haber insistido. No quería que Gerardo pensara que ella lo había creído más manipulable que Uhl, más susceptible de revelar secretos artísticos.

Hubo un silencio. Gerardo jugaba a coger y soltar una chapa arrugada de la lata de Coca-Cola que había estado bebiendo. Parecía de mal humor.

– ¿Te ha molestado mi pregunta? -se preocupó ella.

Él habló con notable esfuerzo, como si el tema le resultara amargo, aunque inevitable.

– No. Sucede que estoy un poco enfadado… Pero no contigo sino con Justus. Lo de siempre. Ya te he dicho que tiene un carácter muy especial. Yo lo conozco bien, desde luego, pero a veces me resulta muy difícil soportarlo…

– ¿Desde cuándo trabajáis juntos?

– Tres años. Es un buen pintor, he aprendido mucho con él… -Miró hacia el mediodía de la ventana. Su rostro de perfil seguía pareciéndole a Clara muy atractivo-. Pero hay que hacer todo lo que él dice. Todo.

Se volvió para mirarla, como si aquellas últimas palabras se relacionaran mucho más con ella que con él.

– Él es quien manda -agregó.

– Es tu jefe.

– Y el tuyo, no lo olvides.

Clara asintió, un poco desconcertada. No sabía muy bien cómo interpretar aquella última frase. ¿Era una advertencia? ¿Un consejo? Recordó el extraño examen al que Uhl la había sometido el día anterior. Cuando Gerardo hablaba de hacer «todo» lo que Uhl ordenara, ¿se refería sólo a pintura?

Terminó el pan integral y cogió una uva con dedos brillantes de rosa. La ventana de la cocina, con sus visillos entornados, le recordó el suceso de la noche previa. Decidió comentarlo para cambiar de tema.

– Oye, hay algo que…

Se detuvo y expulsó las semillas de la uva. Gerardo la miraba con aire interrogante.

– ¿Sí?

– Bah, es una tontería.

– No importa, dímelo.

Ahora él se mostraba sinceramente interesado. Se inclinaba hacia ella acodado sobre la mesa. A Clara le gustó su aparente seriedad, casi su preocupación, y optó por ser sincera.

– Anoche alguien merodeaba por los alrededores de la casa. Cuando el temporizador sonó una de las veces lo vi asomado a la ventana del dormitorio. Pero se fue en seguida.

Gerardo la miraba fijamente.

– No juegues.

– En serio. Me llevé un susto de muerte. Me acerqué a la ventana y no vi a nadie, pero estoy segura de que no lo soñé.

– Qué raro… -Gerardo se alisó el bigote y la perilla en un gesto que ella ya le había visto hacer otras veces-. No hay vecinos en las proximidades, sólo otras granjas de la Fundación.

– Pues estoy segura de que escuché pasos cerca de la ventana.

– ¿Y te asomaste y no viste a nadie?

– Ajá.

El joven pintor parecía pensativo. Jugaba con las migas de la pizza. En el extremo superior de su bíceps izquierdo la camisa desvelaba un tatuaje.

– Quizá sea personal de vigilancia, ¿sabes? A veces dan vueltas por las granjas para asegurarse de que los lienzos están bien… Sí, seguro que era personal de vigilancia.

– ¿Hay otros lienzos en otras granjas?

– Ya lo creo, amiguita. Estamos full. Muchos lienzos y mucho trabajo.

Aquella posibilidad -que fuera un vigilante- le resultaba tranquilizadora y en modo alguno improbable. Se disponía a hacer otras preguntas cuando una sombra se interpuso entre la luz y ellos. Uhl había entrado en la cocina. Clara se dio cuenta de que le sucedía algo casi antes de mirarlo. El pintor la observaba con una mueca de disgusto al tiempo que mascullaba un holandés indignado.

– ¿Qué dice? -preguntó ella.

De súbito, antes de que Gerardo pudiese responder, Uhl hizo algo imprevisto. Cogió las solapas del albornoz de Clara y tiró con fuerza. El gesto fue tan violento e inesperado que la hizo levantarse de un salto y volcar la silla. Entonces Uhl aferró el cordón del albornoz y lo desató. Aparecieron los pechos trémulos.

– ¡Oye, qué haces! -exclamó Clara.

Gerardo también se había levantado y parecía discutir con Uhl. Pero era evidente que éste llevaba las de ganar. Más aturdida que enfadada, Clara volvió a cerrarse el albornoz. Notaba que parte de la pintura del vientre se le había agrietado.

– No, no. Quítatelo -dijo Gerardo con brusquedad.

– ¿Que me lo quite?

– Sí, que te lo quites. No puedes llevar nada encima, ¿okay? Los colores son muy sensibles y se estropearían. Debí decírtelo antes, Justus tiene razón. Yo…

Uhl lo interrumpió dando un fuerte golpe con la palma de la mano en la pared, junto a la cabeza de Clara, como metiéndole prisa.

– ¿Qué pasa? -replicó ella, indignada-. ¿A qué vienen esos modos? ¡Ya me lo quito, joder! ¿Lo ves?

Uhl le arrebató el albornoz de las manos y se marchó de la cocina. Clara echaba chispas.

– ¿Está mal de la cabeza? -preguntó.

– Sigue comiendo y no digas nada. Él tiene su forma de ser.

Por un instante cruzó su mirada con la de Gerardo y a través de sus córneas pintadas de verde lo desafió a repetir aquella frase absurda. «Él tiene su forma de ser.» No sabía qué era lo que le desagradaba más: si el enfermizo carácter de Uhl o la sumisión de su ayudante. Decidió capitular, pensando que, fuera como fuese, ella era únicamente el lienzo. Se agachó, puso en pie la silla con un ademán brusco, apoyó las nalgas pegajosas de óleo sobre el asiento, cruzó las piernas y destapó el zumo de Aroxén. «Aquí no ha pasado nada -se dijo-. Si la pintura se estropea, allá vosotros.»Gerardo no volvió a hablarle. Terminó de comer y el trabajo se reanudó.


El sol se había desplazado en la ventana en que ensayaban, de modo que encendieron el foco lateral y probaron las sombras y los efectos de luz en su silueta. Clara se encontraba aturdida. Su disgusto preliminar había dejado paso a un estado de asombro ante la extraña actitud de Uhl. Se preguntaba en serio si estaría enfermo. Ninguno de los pintores le dirigía la palabra. Le parecía obvio que el incidente había desatado un conjunto de fuerzas en aquel triángulo inestable: Uhl continuaba pétreo mientras que Gerardo parecía haber adoptado el papel de amortiguador entre su compañero y ella. Aunque no le hablaba, el joven procuraba sonreírle cada vez que se aproximaba para modificar un aspecto de su postura, como si le dijera: «Ten paciencia. Juntos lo soportaremos mejor». Pero aquella compasión de última hora le resultaba a ella aún más insufrible que las absurdas conductas de Uhl.

A media tarde hubo otro descanso. Gerardo le dijo que en la cocina le aguardaban un zumo y una infusión. A ella no le apetecía tomar nada pero Gerardo insistió con cierta vehemencia. Por supuesto, no se le ocurrió volver a ponerse el albornoz. Se dirigió a la cocina y encontró el zumo, pero la taza de la infusión estaba vacía y la bolsita de hierbas reposaba en el borde del plato. Llenó la taza con agua mineral y la introdujo en el microondas. No sentía frío ni molestia alguna debido a su total desnudez, pero sí cierta extrañeza: estaba acostumbrada a usar algún tipo de protección durante los descansos cuando tenía el cuerpo pintado, y aquella orden de continuar desnuda le resultaba sorprendente. Mientras el microondas zumbaba, se dedicó a contemplar el paisaje que se vislumbraba a través de la abertura triangular de las cortinas: advirtió troncos de árboles, una valla a lo lejos y una vereda. Daba la impresión de que se encontraban aislados.

El microondas campanilleó. Clara abrió la compuerta y sacó la taza humeante.

En ese momento una sombra pasó junto a ella.

Era Uhl. Venía limpiándose las manos en un trapo y ni siquiera la miró al entrar. Ella también desvió la vista. Colocó la taza en el plato y rasgó el sobre de la infusión. Uhl se movía a su espalda. Ella no sabía qué podía estar haciendo. Supuso que había venido a coger algo del frigorífico, pero no escuchaba el ruido de la puerta de la nevera. El silencio tras ella resultaba inquietante. Iba a volverse para saber qué hacía Uhl cuando, de repente, una mano se deslizó entre sus piernas.

Dio un respingo y giró la cabeza. Encontró los ojos de Uhl enterrados en cristal a dos centímetros de su rostro. Casi al mismo tiempo, la otra mano de él la cogió de la nuca y presionó para que siguiera mirando hacia adelante. Escuchó una palabra en bronco castellano:

– Quieta.

Decidió obedecer sin hacer preguntas. La situación no le sorprendía en exceso. En teoría, ella era un lienzo. En teoría, él era un pintor. En teoría, el pintor podía tocar el lienzo con el que trabajaba, en cualquier momento y de cualquier forma que le pareciera oportuno. Ella ignoraba qué clase de obra podían estar haciendo: tal vez incluso el hecho de abordarla de aquella manera, en la cocina, bruscamente, formara parte de la pintura.

Tomó aire para relajarse y permaneció quieta con las manos apoyadas en el fregadero. Los dedos rastreaban la cara interna de su muslo izquierdo con somera lentitud, pero debido al óleo que la cubría, la sensación que experimentaba no era la de unos dedos tocándola. No sentía, por ejemplo, la tibieza o la frialdad de una piel ajena ni las percepciones añadidas a una caricia, sólo la presencia de dos o tres objetos romos y móviles resbalando por su carne. Podía tratarse igualmente de unos pinceles.

La mano continuó su ascenso; la otra se apoyaba firmemente en su hombro izquierdo, sujetándola. Clara intentó aislarse de aquellos dedos que no eran dedos, que no eran carne humana sino tubos de goma articulados que trepaban -aún con calma, aún sin brusquedad- por la zona más suave de su muslo. Quiso pensar que todo aquello tenía una razón artística. Sabía que la barrera era muy difícil de establecer: Vicky, por ejemplo, la traspasaba continuamente en ambos sentidos. La otra humillante posibilidad -que Uhl estuviera abusando de su posición- la hubiera llevado a rechazarlo con violencia. Pero no deseaba imaginar tal cosa por el momento.

Permaneció tranquila controlando la respiración, aun a sabiendas de cuál era el destino final -y obvio- de aquellos dedos. El azul de la ventana, que contemplaba sin parpadear, se le pegó a los ojos. Él es quien manda. Es un hombre muy especial, pero es quien manda. ¿Acaso Gerardo la había estado preparando para lo que sabía que iba a suceder?

Los dedos se abrieron alrededor de su sexo. Clara tensó los músculos. Los dedos rozaban su interior, pero titubeaban, como si estuvieran aguardando alguna clase de reacción por parte de ella. Sin embargo, Clara había decidido no moverse, no hacer nada. Se mantenía quieta con las piernas ligeramente separadas (un triángulo), de espaldas al pintor, conteniendo el aliento. Entonces sintió que los dedos se retiraban. La otra mano, la que sujetaba su hombro, también desapareció. Ella volvió la cabeza preguntándose qué haría él a continuación. Uhl se limitaba a mirarla. Sus gafas de cristales gruesos y su frente abultada le otorgaban la apariencia de un insecto monstruoso. Jadeaba. Su mirada era inquietante. Un instante después, salió de la cocina. Ella lo oyó hablar con Gerardo en el salón. Aguardó un tiempo prudencial, terminó de preparar la infusión sin darle la espalda a la puerta y se la bebió como si se tratara de una amarga medicina. Luego realizó algunos ejercicios de relajación simple.

Cuando Gerardo la llamó para que regresara al trabajo, se encontraba considerablemente más tranquila.

No ocurrió nada más aquella tarde. Uhl no volvió a tocarla y Gerardo se limitó a darle órdenes escuetas. Pero mientras posaba inmóvil y pintada, su cerebro bullía de actividad. ¿Por qué Uhl hacía lo que hacía? ¿Quería abusar de ella, amedrentarla, aumentar su tensión al estilo Brentano?

La única conducta posible para un lienzo en aquel mundo confuso, casi onírico, de la pintura de cuerpos consistía en permanecer tenso y desarrollar estrategias que le impidieran claudicar, caso de que la situación empeorara.

Estaba segura, por otra parte, de que tal cosa sucedería muy pronto.


Creyó que no se dormiría aquella noche, pero cayó en seguida en un agotado sopor.

No supo en qué momento volvió a sentir que alguien la vigilaba.

Bocabajo sobre el colchón desnudo, desnuda ella misma, su conciencia oscilaba con suavidad entre la vigilia y el sueño. En un momento dado, la ventana dibujada con la débil tiza de la luna se tachó de sombras. Lo percibió como el paso brusco de una nube. Pero la nube provocaba ruidos en la hierba.

Se incorporó con gesto de ciervo. En la ventana no había nadie.

Pero un instante antes, una fracción de segundo antes de que no hubiera nadie, el rectángulo había sido recortado con una silueta.

Era un hombre, estaba segura.

Permaneció con la cabeza erguida en la oscuridad, conteniendo la respiración, hasta que un grito enloquecido la hizo gemir de terror. Reconoció, con el corazón en la boca, la alarma del temporizador. Tanteó como una ciega hasta encontrar el aparato en el suelo, junto al colchón, y lo apagó. Ignoraba por qué estaba conectado, ya que Gerardo le había dicho que no era necesario utilizarlo esa noche. Su corazón bombeaba la sangre con energía. Los latidos se le antojaban burbujas estallando en sus tímpanos. El silencio de la casa era enorme. Pero la sensación estaba allí, idéntica a la de la noche previa. Y si aguzaba el oído, lograba percibir el remoto crujido de la hierba.

De alguna forma, y aun sopesando las mejores posibilidades (por ejemplo, que se tratara de un vigilante de la Fundación, como le había dicho Gerardo), aquella misteriosa presencia la agobiaba mucho más que cualquier otra cosa. Se incorporó, puso los pies en el suelo y respiró hondo varias veces. Después de que Uhl y Gerardo se marcharan se había duchado con disolventes para desprenderse toda la pintura del pelo y el cuerpo. Sin óleos encima, el terror le parecía más natural, más crudo, menos apasionante.

Aguardó un poco más y dejó de oír pisadas en la hierba. Quizás el hombre se había marchado, o quizá pretendía asegurarse de que ella se volvería a dormir. Estaba demasiado nerviosa para poder pensar con calma. Conocía varios ejercicios respiratorios que la dejarían como un bálsamo en cuestión de minutos. Comenzó con uno de los más simples, al tiempo que intentaba determinar el origen del miedo que sentía.

Una de las cosas que más la habían atemorizado siempre era la posibilidad de que un desconocido entrara de noche en su habitación. Jorge se reía cuando ella lo despertaba de madrugada para decirle que había oído un ruido.

«De acuerdo. Pues enfréntate a tu miedo y lograrás vencerlo.»Se levantó y caminó hacia el salón a oscuras. Los ejercicios respiratorios le habían otorgado una calma ficticia que envaraba sus movimientos. Se le había ocurrido algo: llamaría a Conservación y pediría ayuda, o al menos consejo. Sólo tendría que hacer eso. Sólo llegar hasta el teléfono, marcar el único número posible y hablar con Conservación. Al fin y al cabo, ella era material valioso y estaba un poco atemorizada. Corría el riesgo de estropearse. Conservación tendría que ayudarla.

Recordó que las luces de la casa se encontraban a la entrada, de modo que atravesó el salón con rapidez, subió los tres peldaños del vestíbulo en medio de la oscuridad y se entregó a una orgía de interruptores como quien efectúa sucesivos disparos contra un enemigo amenazador. No vio nada anormal. Los espejos de cuerpo entero, impávidos en sus armazones, reflejaban las formas de costumbre. Allí estaban también el trípode y el foco de estudio, tal como Gerardo y Uhl los habían dejado. La foto del hombre de espaldas seguía en su sitio y el hombre continuaba de espaldas (otra cosa hubiera sido si ahora estuviera de perfil, ¿no te parece?). Más allá, las tres ventanas negras del salón y la puerta trasera no mostraban ningún detalle fuera de lo común: estaban cerradas y parecían protectoras.

Se pasó la lengua imprimada por los labios imprimados. No quería mirarse en los espejos porque no quería contemplar un rostro sin cejas ni pestañas, provisto sólo de ojos y boca (tres puntos que se dilatan en un triángulo terrorífico) bajo una capucha de delgado pelo rubio. No sudaba (no había gotas que se deslizaran por su piel o que convirtieran su frente en un suave pólder, como los que abundaban en aquel país), ni disponía de saliva que tragar, pero allí estaban, exactos como relojes, el esfuerzo emuntorio del sudor y la invisible agonía del nudo en la garganta. Su terror seguía dentro de ella, picudo y trémulo. Toda la pintura del universo no podía hacer nada frente a eso.

«Tranquilízate. Vas a acercarte al teléfono y llamar. Después cerrarás las persianas, una a una. Luego podrás irte a dormir.»Se acercó como sonámbula a un teléfono huidizo, un teléfono situado en el extremo final de un punto de fuga. No quería mirar hacia las ventanas mientras se acercaba. Precisamente por eso las miraba. Pero sólo veía cristales negros que reflejaban su cuerpo desnudo y amarillento. De repente pensó que si veía aparecer en uno de aquellos cristales una figura, fuera cual fuese, entraría en coma, en catalepsia, quedaría convertida en vegetal y babearía encerrada en algún manicomio durante el resto de sus días. Fue un instante fugaz como un mareo, una fracción de tiempo que ningún reloj podría marcar. El Horror se desabrochó la gabardina frente a ella y le mostró el sexo. Ya. Un parpadeo. La sensación pasó. Y no había visto ninguna figura en los cristales.

Llegó hasta el teléfono, cogió la tarjeta azul marino y comenzó a marcar el número con extremo cuidado. Se encontraba frente a una de las ventanas. Más allá del muro de viento y ramas, los árboles y la noche lo cubrían todo. Su figura debía de ser perfectamente visible para cualquiera que observara desde lejos. «Que observe todo lo que quiera -pensó-, pero que no se acerque.»

– Buenas noches, señorita Reyes -dijo una voz masculina y joven tras el auricular, en perfecto castellano. Una voz tranquilizadora como un queso gouda o unos zuecos de madera-. ¿En qué podemos ayudarla?

– Hay alguien rondando por la casa -declaró sin preámbulos.

– ¿Por la casa?

– Por fuera, quiero decir.

Un instante de silencio.

– ¿Está segura?

– Sí, lo he visto. Acabo de… Acabo de verlo. Una persona asomada a la ventana del dormitorio.

– ¿Sigue estando ahí?

– No, no. Es decir… no creo…

Otro instante de silencio.

– Señorita Reyes, eso es completamente imposible.

Escuchó un crujido a su espalda. Tan pendiente estaba de mirar por las ventanas que se había olvidado (Dios mío) de mirar atrás.

– ¿Señorita…? ¿Señorita Reyes…?

Se dio la vuelta como en mitad de un sueño. Se volvió como un cuerpo muerto al que una patada en un costado hace girar. Se dio la vuelta a cámara lenta, en un carrusel que le ofrecía imágenes distantes del salón (el hombre de espaldas, el…).

– ¿Oiga…? ¿Sigue ahí…?

– Sí.

No había nada. El salón estaba vacío. Pero, durante una fracción de segundo, ella lo había poblado de pesadillas.

– Pensé que había colgado -dijo el hombre de Conservación-. Le explicaré por qué no puede ser eso que usted dice. Toda la zona de granjas en que se encuentra pertenece a la Fundación y es de acceso restringido. Las entradas están vigiladas día y noche por personal de Seguridad, de modo que…

– Yo acabo de ver a un hombre en la ventana -lo interrumpió Clara.

Otro silencio. Su corazón latía con fuerza.

– ¿Sabe lo que le digo? -replicó el tipo cambiando de tono, como si de repente la explicación se hubiera hecho diáfana para él-. Que es muy probable que tenga razón y que haya visto a alguien. Le explicaré. De vez en cuando, sobre todo con el material nuevo, los agentes suelen acercarse a las granjas para saber si las cosas van bien. Últimamente Seguridad anda un poco inquieta con el bienestar de los lienzos. No le quepa ninguna duda: se trata de uno de nuestros agentes. Pero, para cerciorarnos, le diré lo que voy a hacer. Llamaré a Seguridad y pediré que me confirmen si están rondando por ahí. En cualquier caso, ellos tomarán las medidas oportunas. No se mueva del teléfono, por favor. Volveré a llamarla para informarle.

El silencio, mientras aguardaba de pie a que el hombre de Conservación la llamara, le resultó mucho más soportable. Empezaba a sentir sueño cuando oyó el timbre. La voz continuaba siendo tranquilizadora.

– ¿Señorita Reyes? Todo arreglado. En Seguridad me han confirmado que se trata de uno de sus hombres. Le piden disculpas y prometen no volver a molestarla…

– Gracias.

– De cualquier forma, debo decirle que todos los vigilantes de la Fundación están debidamente identificados con tarjetas de color rojo prendidas en la solapa de sus trajes. Si volviera a ver al hombre y distinguiera la tarjeta, no se preocupe lo más mínimo. Ahora regrese a la cama y, si lo desea, deje alguna luz encendida. De este modo el agente no tendrá que acercarse para saber que todo va bien y no la asustará.

– Muchas gracias.

– No hay de qué. Y si necesita algo más, no dude en…

Etcétera, etcétera. Las cortesías de costumbre, pero en aquel momento surtían efecto. Cuando colgó, se encontraba más tranquila. Cerró las persianas de las tres ventanas del salón y las de la cocina y la fachada. Se aseguró de que las puertas de acceso estaban bloqueadas. Sólo titubeó un segundo antes de penetrar en el dormitorio. La ventana reflejaba la luz de la habitación vacía como podría hacerlo un estanque de agua negra. Se acercó al cristal. Aquí, hace un momento, había una persona mirando. «Era un agente de Seguridad», pensó. Ella no recordaba haber visto ninguna tarjeta roja prendida de su solapa, pero, por supuesto, tampoco había tenido demasiada oportunidad de verla. Cerró la persiana.

Pese a lo que le había dicho al hombre de Conservación, no quiso dejar luces encendidas. Se dirigió a la entrada y las apagó todas. Luego regresó al dormitorio completamente a oscuras, se echó boca arriba sobre el colchón y contempló la compacta negrura del techo. Realizó otro ejercicio de respiración y se durmió en seguida. No soñó con su padre. No soñó con el misterioso Uhl. No soñó con nada. Se dejó llevar por su cansancio y se sumergió en la inconsciencia con absoluta placidez.

El hombre que se ocultaba entre los árboles esperó un momento más y volvió a acercarse a la casa.

No llevaba encima ninguna tarjeta.


Susan es una Lámpara.

En la etiqueta cuadrada atada a su muñeca izquierda dice: Susan Cabot, diecinueve años de edad, Johannesburgo, Sudáfrica, cabello trigueño, ojos azules, piel blanca, sin imprimar. Susan lleva iluminando reuniones como Lámpara de Marooder desde hace tan sólo seis meses. Antes había hecho otros tres objetos decorativos para la Fundación. Lo alterna con trabajos para retratistas mediocres (el contrato con la Fundación no es exclusivo), porque un retrato consiste, a fin de cuentas, en que te unten de cerublastina el cuerpo y te moldeen con el aspecto que el cliente desea. No hay mucha labor hiperdramática detrás de eso. A Susan no le gusta el hiperdramatismo, por eso abandonó su temprana carrera como lienzo y decidió hacerse adorno. Sabe que nunca llegará a convertirse en una obra de arte inmortal como las Flores, pero no le importa demasiado. Las Flores mantienen posturas mucho más difíciles durante días enteros, siempre andan drogadas y se han transformado en auténticos vegetales, rosas, narcisos, iris, caléndulas, tulipanes, cosas perfumadas y pintadas que no sueñan, no gozan, no viven. Ser Lámpara, en cambio, te permite ganar un montón de pasta, retirarte pronto, tener hijos. No terminas tus días como uno de esos lienzos estériles condenados por la humanidad al infierno de la hermosura eterna.

Aquella madrugada del jueves 29 de junio de 2006 el buscaadornos de Susan repicó inesperadamente en su mesilla de noche y quebró su profundo descanso. Marcó el número de su código en el teléfono del hotel y recibió la orden de presentarse en el aeropuerto de inmediato. Ella ya tenía suficiente experiencia como para saber que aquello no era un encargo rutinario. Se encontraba desde hacía tres semanas en Hannover iluminando seis horas diarias con períodos de descanso intermedios un pequeño salón de reuniones donde se discutía de biología, pintura y relación entre arte y genética. Susan no se enteraba de nada porque permanecía con los cobertores auditivos puestos. En ocasiones también le colocaban cobertores visuales, y ella suponía que los invitados eran rostros conocidos que deseaban seguir en el anonimato. Como Lámpara, estaba más que acostumbrada a ignorarlo todo. Pero pocas veces la habían llamado de manera tan urgente, en plena noche, sin apenas darle tiempo para vestirse, coger la bolsa con sus útiles de adorno y salir a toda prisa hacia el aeropuerto. Allí la aguardaba un billete de avión con destino a Munich en un vuelo que despegaba media hora después. En Munich se reunió con otras compañeras (no las conocía, pero eso era lo usual entre los adornos) y fue trasladada en un autocar privado custodiado por cuatro agentes de Seguridad hasta el edificio Obberlund, un bloque compacto de acero y cristal destinado a oficinas y congresos que se hallaba muy cerca de la Haus der Kunst, junto al Jardín Inglés. Durante el viaje recibió una llamada en su teléfono móvil: era la supervisora de decoración, una chiquilla llamada Kelly, profundamente antipática, que le explicó en pocas palabras el lugar que debía ocupar en el salón al que se dirigía.

Sólo dispuso de veinte minutos tras llegar al Obberlund para prepararse: se quitó toda la ropa, se calzó una malla porosa, se colocó en el pelo una caperuza de tinte y aguardó a que los colores se fijaran. Luego se arrancó la malla y la caperuza, repasó en el espejo su cuerpo pintado en rosa púrpura con toques de barniz y el cabello en caoba oscuro, sacó la lámpara de la bolsa, cerró la base a su tobillo derecho y cojeó hacia el salón con el cable en la mano procurando no tropezar. Sus compañeras, silenciosas y eficientes, ya estaban colocándose en sus puestos. Susan se echó boca arriba en el suelo y adoptó su propia postura: las manos apoyadas en las caderas, el culo empinado, la pierna derecha levantada, la izquierda flexionada sobre la cara. La esfera de luz con cuatro bombillas frías estaba unida al tobillo que mantenía en alto. El cable no se enroscaba en la pierna sino que se deslizaba suavemente hacia el enchufe. Susan sólo tenía que quedarse inmóvil y dejar que la luz iluminara. Era una postura difícil, pero el entrenamiento y la costumbre la habían convertido en un objeto de notable calidad. Su autonomía era de cuatro horas ininterrumpidas.

Pasó cierto tiempo hasta que alguien -Kelly, sin duda- llegó y la enchufó. Las bombillas se encendieron y Susan comenzó a iluminar. Luego un operario le colocó los cobertores auditivos y visuales y la sumergió en la oscuridad y el silencio.


La reunión tuvo lugar en la décima planta.

El salón cedido por los directivos del Obberlund era cuadrado, hermético e insonorizado. Estaba rodeado de ventanas opacas por fuera. Los adornos y muebles no humanos eran escasos: sillas en metal y plástico de un solo pie distribuidas alrededor de una enorme alfombra cuadrada de color acero. Todo lo demás eran cuerpos humanos pintados. Había Mesas, Lámparas, Aderezos de ventana y rincón, una Bandeja inmóvil y once Bandejas móviles. Salvo estas últimas, que debían ir de un lado a otro atendiendo a los invitados y necesitaban ver y oír con claridad, el resto llevaba cobertores.

El desayuno de trabajo fue servido por las once Bandejas: croissants recién hechos, pan de cinco clases y tres tipos distintos de sucedáneo de mantequilla, además de café, sucedáneo de café y de té, este último destinado a Benoit, que estaba muy nervioso. No faltaron los zumos de frutas, las pastas, los quesos para untar ni los vasos de agua mineral enjoyados de cubitos de hielo. Por último, frutos secos variados sobre una fuente sostenida por una de las Mesas (era preciso acercarse a cogerlos, porque la Mesa -un chico con la espalda en el suelo y una chica colocada en equilibrio sobre sus pies, todo en fucsia- no se movía) y un recipiente de caramelos polícromos reposando entre los pechos de una Bandeja de Marooder pintada de rojo, apoyada en manos y pies sobre la alfombra y arqueada hacia atrás, con el fino y reluciente cabello cobrizo rozando el suelo. Uno de los invitados no cesaba de comer aquellos caramelos: se inclinaba y extendía el brazo hacia el cuerpo de la Bandeja, se llenaba la mano de dulces y los deslizaba bajo el bigote mientras hablaba, como si fueran cacahuetes. Era un joven de pelo negro y frente despejada. Tenía las cejas tan espesas como el bigote. Su traje morado era impecable, de corte perfecto, pero no tan lujoso como el de Benoit, por ejemplo. Parecía un tipo simpático, amistoso, bastante hablador; un don nadie, en definitiva. Pero Bosch intuyó repentinamente que este individuo, justo éste, el joven anónimo y bigotudo devorador de caramelos, era el que más importaba de todos los que importaban. Era el Hombre Clave.

Bosch había sido designado como moderador. Cuando creyó que había transcurrido el tiempo oportuno, y comprobando que la señorita Wood le otorgaba la venia con un gesto de la cabeza, se aclaró la garganta y dijo:

– ¿Qué les parece si comenzamos, señoras y caballeros?

Las Bandejas móviles, que no llevaban cobertores, salieron de inmediato del salón. Los ojos de los invitados siguieron con inevitable curiosidad el desfile de altas y barnizadas desnudeces. Nadie habló durante casi un minuto. Por fin, Paul Benoit pareció despertar de un sueño y fue el primero en intervenir.


– Por favor, Lothar, ¿cómo entró? Dime tan sólo esto. ¿Cómo entró? No quiero ponerme nervioso, Lothar. Sólo explícame… Quiero que April y tú me expliquéis, nos expliquéis ahora mismo cómo diablos entró en la suite ese hijo de puta, Lothar, cómo hizo para entrar en una suite hermética y forrada de alarmas, con cinco agentes de Seguridad en vigilancia permanente en los ascensores, escaleras y puertas del hotel… ¿Me lo quieres explicar?

– Si me dejas decir algo, Paul, te lo explicaré -repuso Bosch con calma-. No tuvo que entrar: ya estaba dentro. El hotel Wunderbar se adorna con obras hiperdramáticas. En la suite había una, un óleo de Gianfranco Gigli…

– Un discípulo de Ferrucioli, un inepto -precisó Benoit-. Sus obras se venderían al peso si no fuera porque se suicidó.

– Por favor, Paul.

– Perdona. Estoy nervioso. Continúa.

– Para hacer la obra de Gigli se turnaban cuatro modelos a la semana. Este tipo, de alguna forma, logró hacerse pasar por uno de ellos, un tal Marcus Weiss, cuarenta y tres años, de Berlín. A Weiss le tocaba hacer la obra los martes. Cuando supimos lo ocurrido fuimos al motel donde se hospedaba y lo descubrimos atado de pies y manos a la cama de su habitación y estrangulado con un alambre. La policía calcula que su muerte se produjo la noche del lunes. No pudo ser él quien se presentó en el Wunderbar al día siguiente con las pinturas y el disfraz de la obra de Gigli.

– ¿He entendido bien? -preguntó Rudolf Kobb, de la Cancillería-. ¿Un tipo que se disfraza de alguien que se disfraza de otra cosa?

– Un tipo que se disfraza de modelo de una obra de arte que se exhibía dentro de la suite -matizó Bosch.

– No, no, no, Lothar. -Benoit cambió de postura y ajustó la raya de su pantalón-. No me convenzo, lo siento, pero no me convenzo. ¿Quién fue el capullo que le dejó entrar en la suite?

– No fue responsabilidad de mis hombres, Paul. En todo caso, yo no tengo inconveniente en asumirla por ellos. A las siete en punto de la tarde del martes un individuo con el aspecto de Marcus Weiss, las etiquetas que llevaba Marcus Weiss y la documentación de Marcus Weiss llegó al Wunderbar. Mis hombres revisaron sus papeles, comprobaron que todo estaba en regla y lo dejaron pasar. Habían estado haciendo lo mismo con Weiss en las semanas previas.

– ¿Y por qué no registraron su bolsa?

– Paul, era una obra de arte y no nos pertenecía. No era de la Fundación. No podemos registrar la bolsa de una obra que no es nuestra.

– ¿Quién dio la alarma?

– Saltzer. Telefoneó a la suite a eso de las doce por pura rutina. No respondió nadie, y ahí quizá resida el único error que cometió. Prefirió esperar abajo y repetir la llamada más tarde. Según me dijo, a veces los gemelos no respondían al teléfono por capricho. Empezó a intrigarse a partir de la tercera llamada y subió. Eso nos permitió controlar mejor el asunto que en Viena, porque fuimos nosotros los que descubrimos los cuerpos y llamamos a la policía cuando nos interesó. Y soy capaz de disculpar su error, Paul. El tipo ya estaba dentro.

– Estaba dentro, de acuerdo -intervino Kurt Sorensen-, pero ¿cómo logró salir después?

– Lo tuvo más fácil, sin duda. Accedió a la escalera y llegó a otra planta. Desde allí cogió otro ascensor. Probablemente utilizó un nuevo disfraz para no despertar sospechas. Nuestros hombres estaban entrenados para impedir que alguien entrara, pero no para evitar que alguien saliera.

– ¿Entiendes ahora, Paul? -rugió Gert Warfell en dirección a Benoit-. Ese cabrón es todo un experto.

Tras un incómodo silencio, el Hombre Clave habló en tono jovial.

– Perdonen que cambie un momento de tema, pero quería decirles que tuve la oportunidad de pasar por la Haus derKunst ayer y ver la colección de «Monstruos». Debo felicitarles. Es increíble. -Parecía dirigirse a todos, pero miraba directamente a Stein-. Algunas cosas no las entendí, sin embargo. ¿Qué sentido tiene, por ejemplo, exhibir a un enfermo de sida en fase terminal?

– Es arte, fuschus -repuso Stein sin alzar la voz-. El único sentido del arte es el arte en sí.

– Yo también la he visto -intervino el representante de Europol, Albert Knopffer-. A mí me impresionó mucho esa niña de ocho o nueve años con una especie de niñito africano en los brazos que en realidad es un modelo masculino deforme, ¿no? Me dio escalofríos.

– Sería para estar todo el día hablando de esas obras -dijo el Hombre Clave llevando la mano hacia el recipiente de caramelos-. A mí me parecen incluso más profundas que las «Flores». Bueno, puntualicemos. Son de otro estilo, no pueden compararse. Pero a mí me parecen más profundas. Enhorabuena.

– Son obras del Maestro -dijo Stein.

– Sí, pero usted colabora con él. Enhorabuena a los dos.

Stein agradeció el cumplido con un gesto de la cabeza.

– ¿Por qué no cuentas ahora lo de la chica llamada Brenda, Lothar? -pidió Sorensen-. Sólo para ilustrar a nuestros amigos -agregó y sonrió hacia el Hombre Clave.

Kurt Sorensen era el hombre que mediaba entre la Fundación y las compañías de seguros, y había aprendido a mostrarse conciliador con todo el mundo. A Bosch, sin embargo, no le agradaba. No sólo su físico, su palidez y sus cejas negras de vampiro, sino también su carácter, le resultaban irritantes. Presumía de saberlo todo, de estar a la última, de conocer siempre la información más verosímil.

– Ahora mismo, Kurt. -Bosch barajó los papeles que tenía sobre las rodillas-. Según nuestros informes, Weiss se exhibía en otra obra durante el resto de la semana, un óleo de Kate Niemeyer en la galería Max Ernst de Maximilianstrasse.

El lunes, después del trabajo, una chica lo estaba esperando a la salida de la galería. Weiss la presentó a una amiga suya, también lienzo. Le dijo que se llamaba Brenda y que era marchante. La amiga de Weiss, a la que interrogamos ayer, afirma que Brenda parecía un cuadro. Tengo que aclarar que los cuadros saben reconocerse muy bien entre sí. Por lo visto, Brenda tenía toda la apariencia de un lienzo profesional joven: cuerpo atlético, piel tersa, belleza llamativa. Weiss y su amiga Brenda, a la que no sabemos ni cómo ni cuándo conoció, fueron a cenar a un restaurante y después se marcharon al motel donde él se hospedaba. Al día siguiente por la tarde Weiss salió solo, saludó y dejó la llave en recepción. El recepcionista conocía muy bien a Weiss y dice que no observó nada raro en él salvo la bolsa que llevaba bajo el brazo. No se fijó bien, pero asegura que no era la que acostumbraba llevar y que, por cierto, había olvidado el día anterior en el restaurante. Nadie vio a la chica salir de la habitación en ningún momento del día, y estoy convencido de que el recepcionista de turno se hubiera fijado en ella en caso contrario. Tampoco entró nadie en la habitación de Weiss durante ese lapso. Por otra parte, el Weiss que salió el martes por la tarde no podía ser el Weiss real, que llevaba más de doce horas muerto en la habitación…

– Ergo… -dijo Sorensen.

– Eso nos hace suponer que el Weiss falso y la chica son la misma persona. Bajo el brazo, con toda seguridad, llevaba los accesorios del disfraz de Brenda.

– Lo cual nos permite relacionarlo con el caso de la indocumentada -acotó Sorensen en dirección al Hombre Clave-. ¿No es así, Lothar?

– En efecto. Creo que ustedes ya lo saben. Óscar Díaz conoció en Viena a una indocumentada de la que no quedan rastros. Después aparecen un falso Díaz y el cadáver del verdadero estrangulado con un cable y flotando en el Danubio. Podemos suponer que nuestro hombre ha vuelto a repetir su táctica.

– Si es que se trata de una sola persona -observó Benoit.

– Es verdad -afirmó Gert Warfell, el encargado de la sección de Prevención de Robos y Sistemas de Alarmas de la Fundación, un tipo impetuoso con cara de bulldog-. Pueden ser varios individuos, un equipo completo de expertos en ceru actuando en común. Puede ser un hombre o una mujer, o varios hombres o mujeres. Puede ser… Joder, puede ser cualquiera.

La mujer del grupo de personas que Bosch había definido como importantes modificó su postura en el asiento, se aclaró la garganta y habló por vez primera. Su pelo rubio platino parecía grabado con cincel. Exhibía un traje de color acero y medias opacas a juego. Sus ojos eran del mismo color que el traje y las medias; Bosch suponía que sus pensamientos también eran de acero. Le habían dicho que se llamaba Roman. Echaba chispas por sus ojos metálicos.

– En resumidas cuentas -dijo en un inglés altisonante y americano-, si he entendido bien, caballeros, hay un individuo, o grupo de individuos, que se ha propuesto destruir los cuadros del señor Bruno van Tysch. Ya se ha anotado dos éxitos y, al parecer, nada le impide anotarse otro. Me pregunto, entonces, qué seguridad puedo ofrecer a mis clientes. ¿De qué forma voy a convencerlos de que sigan invirtiendo en la creación, mantenimiento y custodia de unas obras que cualquiera puede destruir en cualquier momento?

Se alzaron varias voces, pero fue Benoit quien las resumió todas.

– Señorita Roman, nos hemos reunido aquí, precisamente, con la esperanza de resolver este asunto… -El cuello de su espléndida camisa morada empezaba a arrugarse con el sudor-. Nuestro sistema de Seguridad ha cometido fallos, en efecto, y soy el primero en reconocerlo y lamentarlo, como habrá podido comprobar… Pero estos señores… -Hizo un gesto vago hacia el Hombre Clave-… estos señores no pertenecen a la sección de Seguridad de nuestra compañía. Estos señores a los que hemos pedido ayuda… ¿Sabe quiénes son estos señores…?

Sé quiénes son estos señores -contestó Roman, impasible-. Lo que me gustaría saber es cuánto nos van a costar estos señores.

De nuevo hubo otra pugna de voces. Pero todo cesó de repente cuando tomó la palabra el Hombre Clave.

– No, no, no, no. Nosotros no costaremos nada a la Fundación Van Tysch, señorita Roman. Puntualicemos. Rip van Winkle es un sistema de defensa de la Comunidad Europea. Puntualicemos. Rip van Winkle es un sistema con cargo a los fondos de cohesión de los países miembros. -Hizo una pausa para atesorar caramelos del recipiente de la Bandeja. Uno de ellos se le cayó y rebotó sobre el vientre tenso y desnudo de la muchacha-. Puntualicemos, por favor. Ni el señor Harlbrunner ni el señor Knopffer ni yo estamos aquí porque nos paguen más ni porque tengamos intereses económicos en el asunto. Somos piezas de Rip van Winkle. Piezas, señorita Roman. Puntualicemos. Si estamos aquí, repito, si estamos aquí, es únicamente porque los asuntos que afectan al patrimonio cultural y artístico europeo nos afectan a todos como ciudadanos de países con una larga tradición. Si un grupo terrorista amenazara el Partenón, Rip van Winkle intervendría. Y si las obras de Bruno van Tysch están amenazadas por una organización terrorista, sea cual fuere, Rip van Winkle intervendrá. No es cuestión de dinero, señorita Roman, sino de obligación moral. -Se llevó el puñado de caramelos a la boca y echó la cabeza hacia atrás.

– Se empieza hablando de obligaciones morales y se termina firmando obligaciones bancarias -sentenció la señorita Roman sin provocar risas-. Pero si Rip van Winkle no va a representar una carga adicional para mis clientes, nosotros no tenemos nada que objetar.

– A propósito -se oyó un vozarrón de trueno en un inglés germanizado-, ¿es cierto lo que me han dicho?

¿Que la pérdida de esos dos gordos equivale a perder la Mona Lisa? Era un hombre de cara rojiza y enorme mostacho blanco. Parecía el típico bebedor de cerveza bávaro de las postales de la Hofbräuhaus. Se llamaba Harlbrunner. Su especialidad (así lo había presentado el Hombre Clave) era la dirección de los comandos de asalto del sistema Rip van Winkle. En ese momento se hallaba de pie junto a la Mesa de los frutos secos coleccionando almendras en su enorme mano velluda y blanca, pero contemplaba con absorta curiosidad las piernas abiertas y barnizadas de la parte superior de la Mesa.

Por un instante hubo un silencio distraído por miradas discretas. Era como si los demás estuvieran decidiendo si valía la pena contestar o no a aquella pregunta. Entonces intervino Benoit.

– Nadie puede… Nadie podrá nunca valorar adecuadamente la pérdida de Monstruos. El mundo en que vivimos, el planeta que habitamos, la sociedad que hemos construido… Nada será ya igual sin esta obra. En Monstruos se encontraban las claves de lo que somos, lo que hemos sido y lo que…

– Joder, los destripó como a cerdos -dijo en voz alta Knopffer, de Europol, interrumpiendo a Benoit. Se había levantado para coger las fotos que se hallaban sobre el vientre de la otra Mesa, en el centro de la alfombra, y ahora las contemplaba. La respiración de la Mesa había provocado que una de las fotografías cayera a la alfombra.

– ¿Y por qué estas marcas? -preguntó Rudolf Kobb, de la Cancillería, a quien Knopffer pasaba las instantáneas.

– Diez heridas cada uno, ocho de ellas en aspa -informó Bosch-. Igual que con Desfloración. Los coloca desnudos con las piernas abiertas, pero les deja las etiquetas. No sabemos por qué hace siempre las mismas heridas. Usa un cortalienzos portátil. Lo emplean algunos restauradores para cortar tablas. Y deja siempre una grabación. Ésta la encontramos en el suelo, entre los dos cadáveres. Podemos escucharla ahora, si quieren.

– Queremos -dijo el Hombre Clave.

Bosch se iba a levantar, pero Thea van Droon, que se encontraba a su lado, lo hizo por él. Thea era la supervisora de los comandos de asalto de la Fundación y acababa de regresar de París tras el interrogatorio de Briseida Canchares. Al abandonar Thea su asiento, permitió a Bosch contemplar mejor a la señorita Wood, que se retrepaba un asiento más allá con el mentón hundido en el pecho y las flacas piernas estiradas. «No habla, no participa -pensó, dolorido-. Sabe que ha vuelto a fallar y lo considera humillante.» Le hubiera gustado confortarla, asegurarle que todo iba a arreglarse. Quizá lo hiciera después.

Thea se aseguró de que los cobertores auditivos estaban perfectamente colocados en los oídos de los dos muchachos desnudos que formaban la Mesa. La grabadora portátil poseía amplificadores para mejorar la audición. El aparato estaba colocado sobre el esternón del primer muchacho y los amplificadores se apoyaban en los muslos del segundo. Thea pulsó un botón.

El arte, después, se hizo sagrado -declaraba en inglés, entre jadeos nerviosos, una voz con timbre de falsete; los laboratorios la habían identificado como perteneciente a Hubertus-. Las figuras buscaban… buscaban descubrir a Dios y honrar el misterio… -Una pausa de sollozos. Benoit hizo una mueca cuando estalló el chirrido en los amplificadores-. El hombre intentaba ser inmortal representando a la muerte… Todo el arte religioso giraba… giraba… giraba en torno al mismo tema… Se pintaban y esculpían la tortura y la destrucción con el fin de… con el fin de… -Hubertus lloraba ahora abiertamente-… afirmar aún más la vida… la vida eter… etern-n-na… ¡¡Por faaavvvv…!!

La grabación se interrumpía con un alud de sollozos histéricos y continuaba con la voz de Arnoldus, más controlada.

El artista dice: mi arte es muerte… El artista dice: la única forma que tengo de amar la vida es… amar la muerte…

Porque el arte que sobrevive es el arte que ha muerto… Si las figuras mueren, las obras perduran.

– Los obliga a leer algún texto, sin duda -dijo Bosch cuando Thea apagó la grabadora.

– ¡Este tío es un loco cabrón hijo de puta! -estalló Warfell-. ¡Está más claro que el agua! ¡Será muy listo, pero está como una chota!

Benoit, iluminado por una Lámpara de Marooder que alzaba las esbeltas piernas desnudas junto a su asiento, se volvió hacia Warfell.

– Es un montaje, Gert. Quieren hacernos creer que se trata de un sicópata, pero todo es un maldito montaje de la competencia, estoy seguro.

– ¿Cómo es posible que las obras perduren si las figuras mueren? -preguntó el Hombre Clave-. ¿Qué sentido tiene eso?

Todos esperaban que Stein contestara. Pero fue Benoit quien lo hizo.

– Carece de sentido. Si se refiere a las figuras de Monstruos, desde luego, la obra ha dejado de existir para siempre con la muerte de las figuras. Eran insustituibles.

Se alzó de nuevo el imperioso violonchelo de Harlbrunner, que no se apartaba de la Mesa de frutos secos. Mientras hablaba deslizaba una mano por la luminosa superficie de los muslos de la muchacha que hacía de parte superior.

– ¿Puede alguien explicarnos a los que somos neófitos en la materia qué diablos es esa… esa ceru… ceru…? -Varias voces completaron la palabra, pero Harlbrunner no quiso pronunciarla-. Según los informes, la cara y las manos del tal Weiss estaban untadas en eso, ¿no?

Le tocó el turno a Jacob Stein. Su tono de voz era muy bajo, pero se hizo un silencio sepulcral que lo amplificó.

– La cerublastina es un material similar a la silicona, pero mucho más avanzado. Se desarrolló en laboratorios de Francia, Inglaterra y Holanda a principios de este siglo con el único fin de ser utilizado para el arte hiperdramático… Galismus, creo que usted, señor Kobb -señaló al hombre de la Cancillería-, tiene un retrato suyo pintado por Avendano, y sabe lo que estoy diciendo.

El aludido asintió con una sonrisa.

– Sí, es idéntico a mí. A veces me produce escalofríos.

Bosch, que estaba recordando el retrato de Hendrickje, también se estremeció.

– La ceru se utiliza en arte para muchas cosas -prosiguió Stein-, no sólo para disfrazar a modelos de retratos sino para copias fraudulentas y oficiales, maquillajes complicados, etcétera… Un experto en su uso puede convertirse, literalmente, en cualquier persona, hombre o mujer. Basta con aplicarla como una pomada sobre la parte que se desea copiar, dejarla secar y desprenderla con cuidado. Es el disfraz perfecto. No obstante, repito, se necesita ser un verdadero experto para manejar los moldes de ceru con facilidad. Son más frágiles que la capa de nata que flota en la leche.

– Y, por lo que he estado oyendo hasta ahora -dijo el Hombre Clave-, este tipo es un verdadero experto.

Hubo un breve silencio. Stein, que parecía tener prisa, pidió a Benoit que resumiera las conclusiones de aquella reunión preliminar. Imbuido de una repentina responsabilidad, Benoit se incorporó en el asiento al tiempo que se colocaba las gafas de lectura y cogía unos papeles. Se inclinó hacia la izquierda para que la luz de la Lámpara de Marooder iluminara el texto.

– Con fecha 29 de junio de 2006, en las oficinas que gentilmente ha puesto a nuestra disposición la administración del edificio Obberlund de Munich, se constituye este gabinete de crisis, cuyos fines…

Los fines estaban bastante claros. Conservación y Seguridad habían desarrollado urgentemente dos clases de estrategias: de defensa y de ataque. Las medidas de defensa incluían tres apartados: retirada, identidad y confidencialidad. El primer apartado consistía en retirar progresivamente todas las obras en exhibición pública de Bruno van Tysch, primero en Europa, después en Estados Unidos, y por último en el resto del mundo. «Flores» sería la primera colección en regresar a Amsterdam, luego le tocaría el turno a «Monstruos» y después a las obras sueltas, como la Atenea del Georges Pompidou. Todos los cuadros serían confinados en lugares de segundad. El segundo apartado, la identidad, desarrollaba un sistema de control de identidad de los empleados que tuvieran contacto personal con los lienzos mediante pruebas de voz y dactiloscopia. Benoit sugirió en este punto que el personal correctamente identificado podría llevar etiquetas.

– Pero entonces seríamos obras de arte también -rezongó Warfell.

– ¿Es que no hay otro modo de distinguir un disfraz de cerublastina? -preguntó el Hombre Clave.

Fuschus, no lo hay -contestó Stein-. Cuando la ceru se seca, es como una segunda piel. Incluso adquiere su temperatura y consistencia. Tendríamos que arañar al sospechoso para asegurarnos.

La idea de las etiquetas quedó pendiente de estudio. Luego venía el apartado de confidencialidad. El anónimo criminal se designaría a partir de entonces con el nombre en clave de «El Artista», tal como él mismo parecía autoproclamarse en las grabaciones.

– Sólo los componentes de este gabinete de crisis -prosiguió Benoit- conocerán todo lo relacionado con El Artista. Aquellos asesores o colaboradores que no pertenezcan al gabinete de crisis conocerán sólo parte o ignorarán por completo la información relativa a El Artista, incluyendo los detalles de los atentados y las directrices de la investigación. Ni las compañías de seguros, ni los inversores que no sean clientes de la señorita Roman, ni, por supuesto, la prensa o el público en general podrán acceder a esta información. La existencia misma de El Artista constituye, desde este momento, materia reservada.

En las medidas de ataque sólo había un apartado: Rip van Winkle. Bosch había oído hablar con anterioridad de aquel sistema europeo de seguridad. Estaba orquestado por un departamento especial de Europol. El Hombre Clave lo definió como «de autodefensa y retroalimentación». Su nombre hacía referencia al personaje de Washington Irving que permaneció mágicamente dormido durante años. El sistema también permanecía «dormido» hasta que una crisis específica lo «despertaba». Su principal característica consistía en que, una vez «despierto», no se detenía hasta cumplir con sus objetivos. Su única prioridad eran los objetivos a cumplir. Cada objetivo cumplido se denominaba «resultado». Rip van Winkle podía saltarse todas las normas legales, constituciones y soberanías, si era preciso, con el fin de obtener «resultados». Además, se autorregulaba cada semana. Si descubría que no se había producido ningún «resultado», sustituía a sus responsables de inmediato.

– Hoy somos nosotros -dijo el Hombre Clave-. Mañana pueden venir otros.

El sistema llegaría hasta donde fuera necesario para erradicar el problema y utilizaría cualquier medio a su disposición. «Habrá víctimas -anunció, lúgubre, el Hombre Clave-, y casi todas inocentes, aunque necesarias. Puntualicemos. Necesarias. El número de víctimas crecerá de forma exponencial en relación con el tiempo que tardemos en cumplir con los objetivos. Es algo así como una guerra secreta.»El objetivo prioritario de Rip van Winkle en este caso sería simple: detener y eliminar a El Artista, fuera quien fuese, se ocultara quien se ocultase tras ese nombre.

Albert Knopffer, de Europol, tomó la palabra.

– No escatimaremos esfuerzos, puedo asegurarlo. Saben perfectamente, señores, el gran interés que la Comunidad ha depositado en la vida y obra de Bruno van Tysch y la Fundación que ustedes representan.

– Absolutamente cierto -declaró a su vez el Hombre Clave-. Es un orgullo para toda Europa, y para nosotros como ciudadanos europeos, que el señor Van Tysch haya decidido crear sus obras en el Viejo Continente, a diferencia de tantos y tantos artistas emigrantes. Aunque no quiero que mis palabras se entiendan como una crítica hacia estos artistas. Puntualicemos. -Hizo acopio de los últimos caramelos del recipiente y los devoró.

– La Fundación es una herencia de todos los europeos, y todos los europeos debemos cuidarla -completó Knopffer.

Mientras Benoit y Stein devolvían los elogios, Bosch reprimió una sonrisa. Recordaba que Gerhard Weyleb, su anterior jefe, el predecesor de la señorita Wood, le había dicho un día que la verdadera obra maestra de Van Tysch y Stein eran todos los europeos. «Somos sus mejores cuadros hiperdramáticos, ¿no lo comprendes? Ese es el secreto de su increíble éxito.»Harlbrunner, que en aquel instante apoyaba la mano en una de las barnizadas rodillas de la muchacha de la Mesa de frutos secos, se apresuró a intervenir.

– El arte es una prioridad absoluta. Ustedes me perdonarán si no sé expresarme mejor, pero estoy convencido de que el arte es prioritario para Europa.

Y remarcó sus palabras con breves golpes de orador sobre la pequeña rodilla.


Una majestuosa limusina azul oscuro se deslizaba con suavidad de pez grande por la avenida Ludwig Leopold de Munich. El chófer, a kilómetros de distancia de los ocupantes del asiento trasero, llevaba uniforme y gorra con visera. April Wood se sentaba a la izquierda, en actitud pensativa, golpeándose el dorso de la mano con el dedo índice de la otra. Frente a ella tecleaba en un ordenador portátil la secretaria personal de Stein. En el centro, con la cabeza volcada hacia atrás, Stein se echaba gotas de colirio en ambos párpados. Su traje y su medallón de ónice colgado del pecho eran del mismo color negro. Todo el que contemplaba a Jacob Stein aunque sólo fuera una vez se mostraba de acuerdo en cuanto al aspecto: era un fauno. Las cejas protruían en su rostro agrietado, los ojos se hundían bajo bóvedas oscuras, la nariz resaltaba y los labios, gruesos y sensuales, encontraban una fácil ventana entre los rizos de la barba grisácea. Más complicado resultaba determinar cuál era su importancia exacta en la Fundación. Algunos suponían que el Maestro lo dominaba por completo; otros pensaban que él era el verdadero monarca. A Wood no le parecían incompatibles ambas posibilidades. Pero había algo seguro: aquel judío neoyorquino de rostro faunesco y cabeza cuadrada era el principal responsable del éxito del arte HD, el individuo que había convertido el hiperdramatismo en un imperio mundial y en una nueva forma de cultura. Stein había diseñado los primeros adornos y objetos humanos, perfeccionado el sistema de compra y venta de obras, elaborado la producción en serie de copias baratas de cuadros originales y fundado las academias pioneras para lienzos. Con todo, sacaba algún tiempo para pintar, de vez en cuando, sus propias obras maestras.

– Debido a un azar interesante -dijo Stein cerrando la tapa del colirio-, sucede que la excusa que he utilizado esta vez para marcharme de la reunión es rigurosamente cierta, fuschus. El Maestro me espera en Amsterdam para supervisar algunos de los bocetos de «Rembrandt». Por si fuera poco, la preparación del Jacob lucha contra el ángel, con toda esa pintura en aerosol que llevan las figuras, me ha provocado una conjuntivitis… Ah, gracias, Neve.

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