La secretaria de Stein se había incorporado y le secaba los ojos con un pañuelo de seda. Después dobló el pañuelo, cogió el colirio y lo guardó todo en un bolso. La operación se desarrolló en completo silencio. Wood, que estaba contemplando los arabescos de la moqueta del coche, apenas vio otra cosa que los finos zapatos de tacón y los morenos empeines sin medias de Neve yendo de aquí allí.
– De modo que confío en que lo que tenga que decirme, señorita Wood, sea importante, galismus -concluyó Stein.
A Stein lo apodaban, en broma, «el Señor Fuschus-Galismus». Nadie sabía muy bien qué significaban aquellas dos palabras que tanto repetía y Stein nunca había querido explicarlo. Eran parte del argot que empleaba con pintores y lienzos. Sus discípulos hablaban, por contagio, de la misma forma.
– Suspenda la inauguración de «Rembrandt», señor Stein -dijo Wood sin preámbulos.
Stein soltó una tos mientras sus rasgos de fauno se acentuaban.
– Fuschus, a la esposa del último inversor que me dijo eso la convertimos en cuadro, ¿no es cierto, Neve? -Neve desnudó una dentadura brillante acompañada de una carcajada sutil y musical que a Wood se le antojó nauseabunda.
– Señor Stein, hablo en serio. Si esa exposición se inaugura, es muy probable que una de las obras sea destruida.
– ¿Por qué? -preguntó el pintor con curiosidad-. Hay más de un centenar de cuadros y bocetos del Maestro repartidos en colecciones y exposiciones públicas por el mundo entero. El Artista podría elegir cualquiera de…
– No lo creo -lo interrumpió Wood-. Estoy convencida de que, se trate de un loco que actúa en solitario o de una organización, El Artista sigue un esquema fijo. Van Tysch, hasta ahora, ha sido el autor de dos grandes colecciones, tres contando con la que va a inaugurarse en julio: «Flores», «Monstruos» y «Rembrandt». El resto de su producción son cuadros sueltos. El Artista ha destruido Desfloración, que era una de las piezas de la primera colección, y Monstruos, una pieza de la segunda. -Se detuvo y elevó sus ojos límpidos hacia Stein-. La tercera pertenecerá a «Rembrandt».
– ¿Qué pruebas tiene?
– Ninguna. Es una corazonada. Pero no creo equivocarme.
El pintor se contemplaba las uñas de la mano derecha en silencio. Había diseñado cinco pinceles especiales para adosar a aquellas uñas, por eso las conservaba largas y afiladas como las de un guitarrista.
– Sé que puedo atraparlo, señor Stein -agregó Wood-. Pero El Artista no es un simple sicópata: es un verdadero experto, lo ha planeado todo de antemano y se ha movido a una velocidad escalofriante. Ahora va a por un cuadro de la colección «Rembrandt», lo sé, y es preciso que nos defendamos. -De repente la voz de Wood se quebró-. Usted conoce mi forma de trabajar, señor Stein. Ya sabe que no admito errores. Pero, cuando éstos se producen, mi único consuelo es pensar que son imprevistos. Por favor: no me obligue a soportar un error previsible. Suspenda esa exposición, se lo ruego.
– No puedo. Créame que no puedo, amiga mía. La colección «Rembrandt» está casi terminada, la presentación a la prensa será dentro de dos semanas y la inauguración dos días después, sábado 15 de julio, la fecha del cuatrocientos aniversario del nacimiento de Rembrandt. Ya están muy avanzadas las obras de instalación del Túnel en el Museumplein. Además, el Maestro lleva demasiado tiempo con estos cuadros. Está obsesionado, y yo soy el guardián del paraíso de sus obsesiones. Eso es lo que siempre he sido, galismus, y voy a seguir siéndolo…
– ¿Y si le explicáramos al Maestro el peligro que corren sus obras?
– ¿Cree que eso le importaría? ¿Acaso conoce usted a algún pintor que no quiera exhibir sus creaciones debido a que pueden resultar destruidas? Galismus, los pintores siempre creamos para la eternidad, no importa que nuestras obras duren veinte siglos, veinte años o veinte minutos.
Wood contemplaba en silencio los arabescos de la moqueta.
– No voy a decirle nada al Maestro -continuó Stein-. Toda mi vida he actuado de barrera entre la realidad y él. Mis propias obras no son nada comparadas con las suyas, pero me doy por satisfecho habiéndole ayudado a concebirlas, manteniéndolo apartado de los problemas, ocupándome del trabajo sucio… Mi mejor cuadro ha sido, y sigue siendo, lograr que el Maestro continúe pintando. Es un hombre sometido a la dictadura de su propio genio. Un ser inefable, galismus, tan extraño como un fenómeno astrofísico, a veces terrible, a veces dulce. Pero si alguna vez, en algún momento, en algún lugar, ha existido un genio, ése es Bruno van Tysch. Los demás sólo podemos esperar obedecerle y protegerle. Su deber, señorita Wood, es protegerle. El mío es obedecerle… Ah, galismus, qué brillo más hermoso. Neve: mira la piel de tus piernas ahora, mientras el sol te da de costado… Bonito, ¿verdad…? Un poco de amarillo de arilamida disuelto en rosa tenue, un barniz, y quedarías perfecta. Fuschus, me pregunto por qué todavía no se han pintado cuadros para el interior de los coches espaciosos. Con lienzos menores de edad sería posible. Ya hemos diseñado y vendido adornos y objetos que hacen de todo y están en todas partes, pero…
– Suspenda esa exposición, señor Stein, o habrá otro cuadro destruido -lo interrumpió Wood sin alzar la voz.
Stein se limitó a mirarla fijamente durante un silencio prolongado. Luego sonrió y movió la cabeza, como si hubiera visto algo en April Wood que se le antojara inconcebible.
– Encuentre a ese tipo -dijo-, sea quien sea. Encuentre a El Artista, muérdalo, tráigalo en la boca y todo estará bien. O si no, espere a que Rip van Winkle lo haga. Pero no intente ponerle barreras al arte, fuschus. Usted no es artista, April, sólo un perro de presa. No lo olvide.
– Rip van Winkle no va a poder hacer nada, señor Stein -replicó la señorita Wood-. Hay algo que usted no sabe.
Se detuvo y miró a su alrededor. Stein comprendió perfectamente el significado de aquella mirada.
– Puede decir todo lo que quiera delante de Neve. Es como mis ojos y oídos.
– Preferiría que no estuvieran presentes tantos ojos y oídos, aunque sean suyos, señor Stein.
La limusina se había detenido a la entrada del aeropuerto. Otro coche aguardaba en la cuneta para llevar a Wood de regreso a la ciudad. Stein hizo una seña y su secretaria salió del vehículo y cerró la puerta. Wood miró hacia el chófer: los cristales impedían que pudiera escuchar.
Cuando volvió a hablar, la voz de Wood denotaba tensión.
– Esto no lo sabe nadie: ni las autoridades de Munich, ni los miembros del gabinete de crisis, ni siquiera Lothar Bosch. Pero a usted quiero contárselo. Quizá le haga cambiar de opinión. -Clavó en Stein su gélida mirada azul-. Ayer, cuando supimos la noticia de la destrucción de Monstruos, llamé personalmente a Marthe Schimmel para saber si podía decirme algo de utilidad. Me contó que los gemelos Walden le habían pedido un chaval la noche del martes. Ya sabe que en Conservación procuraban tenerlos satisfechos. Exigían a un chico de pelo rubio platino. Schimmel estaba buscando a toda prisa al posible candidato cuando recibió una contraorden telefónica. Era una voz desconocida, pero repitió sin errores el código restringido de Conservación de Amsterdam y se identificó como un ayudante de Benoit. Le dijo que el chico ya no tenía que acudir. Marthe pensaba decírselo hoy a Benoit, pero le pedí que no lo hiciera. Entonces llamé a los ayudantes de Benoit en Amsterdam, uno por uno, y a su secretaria. Por último indagué con el propio Benoit. Ni Benoit ni sus ayudantes dieron esa orden jamás, señor Stein.
Wood miraba a Stein directamente a los ojos, sin parpadear. Stein le devolvía la mirada de igual forma. Tras una pausa, Wood prosiguió:
– La llamada no pudo hacerla el criminal, ya que en ese momento se hallaba disfrazado como la obra de Gigli, ¿comprende? De modo que sólo cabe una posibilidad. Alguien le preparó el terreno desde dentro para que la destrucción del cuadro se desarrollara sin problemas. Un alto cargo, sin duda, o por lo menos alguien con capacidad de acceso a los códigos restringidos de Conservación. Por eso le pido que suspenda la inauguración de «Rembrandt». Si no lo hace, El Artista destruirá otro cuadro inevitablemente.
Un avión acababa de despegar y surcaba el cielo azul como un águila de nácar. Stein lo observó con curiosidad y luego volvió a mirar a Wood. Un brillo de ansiedad, casi de temor, velaba los fríos ojos de la directora de Seguridad.
– Por increíble que parezca, señor Stein, uno de nosotros colabora con ese loco.
Cuando Clara despertó aquel miércoles 28 de junio, Gerardo y Uhl ya habían llegado. En sus rostros creyó percibir que aquella sesión iba a ser especial. Dejaron las bolsas en el suelo y Gerardo dijo:
– Hoy no vamos a darte color. Queremos dibujar polígonos.
Así se llamaban los ejercicios de posturas destinados a explorar las capacidades físicas del lienzo. Desayunó con frugalidad y tomó la dosis de pastillas recomendada por F &W para mejorar el rendimiento de sus músculos y disminuir en lo posible sus necesidades orgánicas. Gerardo le advirtió que le esperaba un día difícil.
– Pues vamos allá -dijo ella.
Habían traído un asiento de piel sin respaldo. Uhl lo sacó de la furgoneta y lo colocó en el salón. Apartaron la alfombra y el sofá y comenzaron a manipularla. Arquearon su espalda hacia atrás y apoyaron su rabadilla en el asiento, le alzaron una pierna, luego la otra, las extendieron y flexionaron alternativamente. Fijaron una postura definitiva y programaron el temporizador.
La inmovilidad consiste, sobre todo, en no hacer caso a nada. Recibimos avisos, señales de molestia creciente. El cerebro tensa las cuerdas de su propio potro. La molestia se convierte en dolor, el dolor en obsesión. La forma de resistir (en las academias de arte lo enseñan) estriba en identificar toda esa copiosa información y mantenerla a distancia sin rechazarla pero sin considerarla como algo que sucede. Lo que sucede, de hecho, es que la espalda está doblada o que los músculos de la pantorrilla se contraen. Más allá de estos sucesos sólo hay sensaciones: incomodidad, calambres, un caudal torcido de estímulos y pensamientos, una riada de cristales rotos. Con adecuado entrenamiento, el lienzo aprende a controlar ese cauce, a mantenerlo a distancia, verlo crecer sin que la postura se modifique.
Sumergida en su propia contorsión, la cabeza en el suelo junto a los brazos, la vista fija en la pared, las piernas en alto, la rabadilla apoyada en el asiento, Clara se sentía como una cáscara a punto de romperse para dar paso a otra cosa. No conocía nada mejor para arrancarse de la órbita de su propia humanidad que una postura incómoda. Su mente abandonaba los recuerdos, los temores, los pensamientos complejos, y se concentraba en la albañilería de los músculos. Era maravilloso dejar de ser Clara y convertirse en un objeto con una mínima conciencia de dolor.
Fue tan leve que, al principio, apenas lo notó.
Al modificar la posición de sus piernas en el aire, Uhl le acarició innecesariamente las nalgas. Lo hizo con sutileza, sin gestos bruscos o estereotipados. Simplemente deslizó la mano a lo largo de la columna tensa de su muslo izquierdo y abarcó sus glúteos contraídos. Pero apenas los presionó y se apartó en seguida. Otro borroso lapso de tiempo más tarde sintió unos dedos ásperos sobre su muslo derecho, parpadeó, irguió la cabeza y vio la mano de Uhl descendiendo hacia su ingle. Uhl no la miraba mientras la tocaba. Ella siguió inmóvil y Uhl se retiró casi de inmediato.
La invasión se hizo más evidente la tercera vez, cuando, después de mover sus piernas hasta ajustarías en una posición distinta, Uhl tanteó su sexo con cierta brusquedad. Desconcertada, flexionó las piernas y se hizo un ovillo en el suelo.
– Postura -ordenó Uhl. Parecía enfadado.
Clara se limitó a mirarlo.
– Postura.
Desde donde ella se encontraba, la figura de Uhl resultaba amenazadora. Pero Clara no sentía ningún miedo real. Algo en la actitud del pintor lo convertía todo en una escena perfecta, le otorgaba a todo el adecuado punto artístico. Decidió obedecer. Pese a las protestas de sus tendones (no hay nada peor que perder una postura difícil e intentar recuperarla sin preparación previa), volvió a apoyarse en el asiento, elevó las piernas y se mantuvo inmóvil con la cabeza y los brazos en el suelo. Pensó que Uhl reanudaría el asedio, pero lo que hizo éste fue contemplarla un instante y alejarse.
Clara sabía que Uhl podía estar fingiendo el acoso con fines hiperdramáticos. Las pinceladas estaban tan bien ejecutadas, sin embargo, que le resultaba imposible, pese a su experiencia como lienzo, determinar dónde acababa el verdadero Uhl y comenzaba el artista. Por otra parte, aquel fingimiento no exceptuaba la posibilidad de un acoso real tras los bastidores. Uhl podía haber recibido instrucciones del pintor principal, pero ella ignoraba hasta qué punto no estaba abusando de aquella situación privilegiada. Era difícil marcar límites, porque entre un gesto de pintor y una caricia existe un sinfín de misteriosos grados.
Sonó el temporizador. Los dos asistentes regresaron y cambiaron el boceto. La hicieron incorporarse y quitaron el asiento de piel. Luego la tendieron bocabajo y la manipularon otra vez: cabeza alzada, brazo derecho extendido, izquierdo hacia atrás, pierna izquierda en alto. La posición recordaba la de una persona nadando. Estiraron sus extremidades hasta que las articulaciones ofrecieron resistencia. Era evidente que querían dibujarla tensa. No bastaba una simple contracción: deseaban recalcar los trazos. Cuando se sintieron satisfechos con la firme silueta de sus miembros extendidos, volvieron a programar el temporizador y la dejaron en el suelo.
Ocurrió en un momento impreciso durante aquella nueva postura. Ella percibió sus pasos en el salón y lo vio agacharse a su lado. Su posición dejaba expuestos su pecho izquierdo y su sexo: las manos de Uhl se apropiaron de ambos.
Fue un gesto tan brutal que Clara no pudo evitar soltar las riendas de la inmovilidad y protegerse el cuerpo. Entonces sucedió algo que le cortó el aliento.
Uhl la cogió con violencia de los brazos y se los apartó con fuerza desproporcionada, imprevista, haciéndola gritar. Era la primera vez que empleaba aquella violencia con ella. De hecho, era la primera vez que alguien la trataba con violencia desde que había sido imprimada. La sorpresa la dejó sin habla y sin posibilidad de defenderse. El pintor se agachó aún más y hundió la boca en su cuello mientras le sujetaba las manos. Ella sintió su saliva, su lengua como un pulpo recién capturado y arrojado a su garganta, su aliento gruñendo sobre su yugular. Se debatió como pudo, pero Uhl no aflojó la presa.
– ¿Estás loco? -gimió ella-. ¡Déjame!
Uhl no parecía escucharla. El armazón de sus gafas se torcía bajo la mandíbula de Clara, su boca descendía poco a poco, se arrastraba hacia sus pechos. Ella cesó de debatirse un instante.
De repente, casi de forma simultánea a su abandono de la lucha, Uhl se detuvo, lanzó un suspiro, se incorporó y soltó sus muñecas. Jadeaba incluso más que ella, y toda su cara había enrojecido. Se ajustó las gafas sobre el caballete de la nariz, se alisó el pelo de la nuca. Era como si una súbita vergüenza le hubiese impedido proseguir. Clara continuó en el suelo, frotándose las muñecas. Por un instante permanecieron observándose mientras recuperaban el aliento. Entonces Uhl se marchó.
Ella creyó comprender de repente lo que había ocurrido: había sido su repentina pasividad lo que había frenado a Uhl, como en ocasiones anteriores.
Aquel dato no significaba nada por sí mismo. Podía tratarse de una reacción humana, no artística: quizás Uhl no se había atrevido a llegar más allá, o tal vez pertenecía a ese tipo de hombres que sólo sienten placer al encontrar resistencia. No obstante, Clara quiso pensar que la pincelada le obligaba a detenerse cuando ella no se opusiera. Archivó aquel dato y lo reservó para una prueba posterior.
El nuevo asedio no la cogió desprevenida. La habían dibujado en postura de mesa: boca arriba, apoyada con manos y pies en el suelo, la cabeza hacia atrás y las piernas abiertas. En un momento dado, Uhl se acercó. Ella lo miró a los ojos y supo que todo iba a comenzar de nuevo, pero esta vez decidió oponerse. Abandonó la postura y se incorporó.
– Déjame en paz, ¿vale?
Sin previo aviso, aquellos brazos largos, velludos como fibras de cáñamo áspero o cerdas de pincel, la sujetaron, empujándola de nuevo hacia el suelo. La boca de Uhl se abrió y buscó la suya. Ella apartó la cara con gesto de asco al tiempo que apoyaba los codos en su torso y empujaba. Uhl resistió la presión sin muchas dificultades. Clara lo intentó de nuevo pero encontró un muro infranqueable. Es verdad que estaba más débil de lo normal a causa de los ejercicios, pero era obvio que Uhl poseía una fuerza sorprendente. El pintor aferró sus mejillas con una de sus velludas manos y la hizo volverse hacia él; entonces deslizó la lengua sobre su boca imprimada, sin labios. Clara reunió fuerzas y levantó ambas rodillas a la vez. El intento, en esta ocasión, tuvo éxito: arrojó a Uhl a un lado y rodó sobre sí misma para escapar.
– Quieta -oyó.
El pintor volvió a arrojarse sobre ella pero Clara se evadió con facilidad y lo golpeó otra vez con las piernas. No quería lastimarlo pero deseaba saber qué ocurriría si seguía sin ceder. Ahora sabía -o sospechaba- que Uhl estaba pintándola con un método muy simple: añadía un toque de violencia si la conducta de ella era violenta, pero atenuaba con algo de suavidad si la conducta era suave. Cuando ella cedía, él apartaba el pincel. Clara quería averiguar dónde finalizaría aquel viaje hacia la negrura absoluta que el pintor parecía proponerle.
De súbito, todo adquirió el ritmo incontrolable de una lucha frenética. Uhl la sujetó de los brazos, ella pataleó, las gafas de Uhl cayeron al suelo y produjeron un ruido extrañamente desagradable, y su propietario, enrojecido, alzó la mano preparado para golpearla. Entonces ella sintió miedo. «Puede estropearme», pensó. No era la posibilidad de ser golpeada lo que le asustaba. En algunos art-shocks había recibido golpes del público o de otros lienzos, pero todo estaba planeado así por el artista y pactado de antemano con ella. Lo que le daba miedo era el descontrol. «Está cada vez más nervioso, y puede hacerme daño y estropear mi imprimación.»Aquel pensamiento la condujo a relajarse. Uhl, entonces, se arrojó sobre ella y rastreó con la lengua su barbilla y su garganta.
Pero volvió a detenerse.
Clara siguió en el suelo, jadeante, mientras Uhl se ponía en pie con cierto esfuerzo. Parecían dos deportistas al término de un ejercicio violento. Ella observó con fijeza sus ojos. Sin embargo, nada había en aquel rostro salvo la mirada hundida en el vidrio de unas gafas que en ese momento Uhl procedía a colocarse con educada pulcritud. Poco después el pintor se alejó y abandonó el salón en dirección al porche.
Todo había dado un giro tan espectacular que Clara apenas quería ir a comer cuando llegó la hora del descanso. No deseaba interrumpir aquellos bocetos para sumergirse en la frialdad de lo cotidiano. Pero se obligó a hacerlo, porque sabía que era necesario detenerse un instante en su frenética escalada. Antes pasó por el baño, se lavó, se desprendió todos los rastros de Uhl de su boca y su cuello y se observó en el espejo. No tenía marcas, salvo alguna leve rojez en las muñecas. La piel imprimada era mucho más resistente que la normal, y Uhl habría tenido que pintarla con más violencia para dejarle huellas duraderas. Sonrió, y su rostro adquirió aquella expresión malévola que tanto gustaba a Bassan. «Ya te he pillado: usas la fuerza si yo respondo igual. Quieres dibujarme agresiva», se dijo. Los ojos le ardían, pero sabía que era debido a mantenerlos abiertos durante las posturas. Los enjugó con una solución salina.
Comió desnuda frente a Gerardo. Uhl estaba en paradero desconocido. Gerardo ya había terminado de comer y la observaba con calma.
– ¿Volviste a ver al hombre de la ventana? -le preguntó.
Al pronto no supo a lo que se refería.
– Sí, pero llamé a Conservación. Me dijeron que eran agentes de Seguridad y me quedé más tranquila. Dormí muy bien el resto de la noche.
– Fue lo que yo te dije: vigilantes.
– Ajá.
Hubo un silencio. Ella terminó el sándwich y empezó a untar queso en una rebanada de pan integral. Le dolían todos los músculos, pero eso era lo de menos. Se sentía alegremente rabiosa, efervescente como un líquido de burbujas agitado durante horas. Miraba de vez en cuando hacia la puerta para vigilar la posible entrada de Uhl. Recordaba su aliento. Recordaba su violencia. Y también cómo lo interrumpía todo cuando ella cedía. Pero ¿qué habría ocurrido si no hubiese cedido? ¿Hasta dónde habrían llegado las pinceladas, qué remoto tono de oscuridad habría podido alcanzarse? Eso era lo que la obsesionaba. ¿Qué sucedería si la próxima vez decidía no entregarse de ninguna forma, no ceder bajo ningún concepto? Las posibilidades eran abrumadoras.
– ¿Cómo te ha ido esta mañana?
La pregunta de Gerardo la hizo parpadear. Desde luego, lo que menos le apetecía en aquel momento era una charla banal.
– Bien -dijo.
Entonces él se acodó en la mesa, se inclinó hacia ella y adoptó un tono sombrío.
– Oye, tengo que decirte algo.
Se miraron en silencio. Clara aguardó masticando suavemente.
– Justus está enfadado.
Ella no dijo nada. Su corazón se aceleró.
– Y no es bueno que Justus se enfade, porque si Justus se enfada, tú y yo nos vamos a la calle, ¿oíste?
– ¿A qué te refieres? -preguntó con aire inocente.
Gerardo parecía buscar las palabras adecuadas. Se contemplaba las manos sobre el mantel.
– Nosotros… Nosotros tenemos algunas reglas con los lienzos femeninos jóvenes, tú me entiendes. Y los lienzos deben respetarlas. No me gusta hablar de esto, pero a veces resulta necesario, como en tu caso, porque parece que no te enteras de nada, chica.
– ¿De qué tengo que enterarme?
– De que estás en una posición privilegiada. Eres un lienzo contratado por la Fundación Van Tysch, y eso es una gran suerte, ya lo creo. Pero esa suerte puede terminar en cualquier momento. Justus es senior assistant, ya te dije. En fin, es un pintor de cierta importancia acá en la Fundación. Deberías tenerlo en cuenta. No te lo digo para que te asustes, sino para que comprendas… y hagas lo que tienes que hacer, ¿okay?
– Pues no comprendo nada.
Él resopló, impaciente, y se retrepó en el asiento.
– Mira, chica, pareces boba. Te lo advierto: Justus podría expulsarte hoy mismito si le apeteciera.
– ¿Y qué se supone que debo hacer para que no me expulse?
– Lo sabes perfectamente. No eres tan tonta. A él le gustas mucho. Tú verás.
Aquel diálogo fascinante no acababa de cuajar dentro de ella. Supuso que todo se debía a la torpeza de Gerardo, a sus gestos hoscos y artificiales, a su voz demasiado controlada y a sus maneras tímidas de niño haciendo de malo en un juego. Lo más delicioso para ella era que Gerardo podía estar diciendo la verdad. No había forma de saber con absoluta certeza que todo aquello era una farsa, tal como le parecía.
– ¿Me estás amenazando? -inquirió Clara.
Gerardo enarcó una ceja.
– Te estoy diciendo, simplemente, que Justus es el jefe y que después de él voy yo, y que tú estás a nuestro entero y absoluto servicio. Y que si quieres ser pintada por un gran maestro de la Fundación lo mejor que puedes hacer es no disgustar a los asistentes, ¿oíste?
Una vibración, un escalofrío de puro arte recorrió su cuerpo. Por primera vez experimentó cierta aprensión ante las palabras de Gerardo, y eso le gustó. Había recibido una bonita pincelada y su estado de absoluta desnudez contribuía a otorgarle el apropiado efecto de oscuridad. Cruzó los tobillos, se removió en el asiento y murmuró, desviando la vista de él:
– De acuerdo.
– Espero que te muestres más amable con Justus a partir de ahora, ¿okay?
Ella asintió con la cabeza.
– No oí tu respuesta -dijo él.
Aquella nueva presión del pincel volvió a agradarle. Contestó con rapidez.
– Sí, de acuerdo.
Gerardo entornó los párpados mirándola de forma extraña y no hablaron más.
Probó a «mostrarse amable» durante los bocetos de la tarde. La habían colocado sobre las puntas de los pies, como una bailarina. Pasó el tiempo. Como estaba de pie, pudo observarse en los espejos del salón. Uno de ellos sólo reflejaba la mitad de su anatomía, una silueta partida, un caos de líneas y volumen. La dejaron así durante bastante rato hasta que Uhl, de improviso, se acercó a ella por la espalda.
Ella le devolvió el beso desde el primer momento y con más ardor del que él había puesto al comenzarlo. Movió la lengua dentro de la oscura boca de Uhl, lo estrechó entre sus brazos y presionó su desnudez contra su ropa.
Fue como la picadura de una avispa. El pintor se apartó de ella con violencia y salió de la habitación. No hubo más intentos esa tarde.
«De modo que, si cedo, todo se interrumpe -razonó-. ¿Y si no cedo?»Aquella segunda opción le daba mucho miedo.
Se propuso experimentarla.
Estaba excitada, pero esa noche cayó en la cama como un fardo. Sospechó que era cosa de las pastillas que tomaba. Cuando despertó, supuso que era jueves 29 de junio. Se sentía preparada para un nuevo asalto. No recordaba nada de lo sucedido durante la noche: era como si se hubiera desmayado. Pero había vuelto a dormir con las persianas cerradas, y si algún agente de Seguridad se había acercado a la casa, ella no lo había notado. Además, empezaba a olvidarse de sus temores nocturnos, ya que los diurnos reclamaban toda su atención.
Aquella mañana la abocetaron de pie, con la espalda completamente arqueada hacia atrás. Eran posiciones difíciles y los lapsos del temporizador se le hacían eternos. Casi al mediodía logró controlar sus temblores y la incomodidad de sus vértebras se convirtió en simple paso del tiempo. Uhl no había vuelto a molestarla, lo cual le sorprendía. Se preguntaba si su entrega de la tarde anterior lo habría inhibido por completo.
Después de comer, Gerardo la invitó a dar un paseo. La idea le sorprendió un poco, pero decidió acceder porque estaba deseando salir. Se puso un albornoz y unas zapatillas de plástico acolchadas y recorrieron juntos la vereda de grava del jardín hasta la valla. Luego continuaron por la carretera.
El lugar, tal como había imaginado, resultaba muy bonito a plena luz del día. A izquierda y derecha se extendían más jardines y vallas con nuevas casas de tejados rojizos. Al fondo, un bosque pequeño, y, en medio, la carretera por la que había venido la furgoneta. Para su deleite, distinguió en el horizonte la inequívoca silueta de varios molinos. Parecía una típica postal de Holanda.
– Todas estas casas pertenecen a la Fundación -explicó Gerardo-. Aquí abocetamos a la mayoría de las figuras. Preferimos este ambiente porque nos permite estar aislados. Antes, todos los bocetos se hacían en el Viejo Atelier, que está en Amsterdam, en el barrio de Plantage. Pero ahora abocetamos acá y, si es necesario, perfilamos en el Atelier.
Gerardo se comportaba como si se sintiera liberado. Apoyaba con delicadeza una mano en su hombro para indicarle cosas y sonreía espléndidamente. Era como si la atmósfera del trabajo en el interior de la casa lo agobiara a él aún más que a ella. Caminaron por la cuneta escuchando una banda sonora de campo civilizado: piar de pájaros entremezclado con trasiego de maquinaria lejana. De vez en cuando un avión subrayaba el cielo con su breve rugido. A Clara le dolían un poco los músculos de la espalda. Pensó que podía deberse a las forzadas posturas de la mañana. Se asustó, porque no quería estropearse en plena fase de bocetos. Estaba pensando en eso cuando Gerardo volvió a hablar.
– Esto es un descanso. Descanso oficial, quiero decir. Me comprendes, ¿no?
– Ajá.
– Puedes hablar con tranquilidad.
– Vale.
Lo comprendía perfectamente. Algunos pintores con los que había trabajado utilizaban consignas para avisarle de que el trabajo hiperdramático se había interrumpido. Con lienzos humanos a veces era necesario separar lo que era la realidad del borroso contorno del arte. Gerardo quería decirle que, a partir de ese instante, él sería él, y ella, ella. Le avisaba de que había dejado atrás los pinceles y deseaba pasear y charlar un rato. Después, todo continuaría.
Sin embargo, aquella decisión la confundía. Los descansos constituían una práctica habitual en cualquier sesión de pintura HD, pero era preciso determinar con cuidado el momento exacto en que se producían, porque toda la construcción pictórica podía venirse abajo en un abrir y cerrar de ojos. Y aquel momento no le parecía a ella el más indicado. El día anterior, el mismo joven con quien ahora paseaba la había amenazado para que aceptara someterse a los caprichos sexuales de su colega. Había sido una pincelada especialmente intensa, pero también muy frágil, un contorno sutil que podía estropearse si no se dejaba secar. Quiso creer que Gerardo sabía lo que estaba haciendo. Además, aquel descanso también podía ser fingido.
Tras un silencio, Gerardo la miró. Sonrieron.
– Eres un lienzo muy bueno, amiguita. Te lo digo por experiencia. Material de primera clase, caramba.
– Gracias, pero me considero del montón -mintió Clara.
– No, no: eres muy buena. Justus opina lo mismo.
– Vosotros tampoco sois malos.
La incomodidad que experimentaba era cada vez mayor. Hubiese preferido regresar de inmediato a la casa y entregarse a una situación hiperdramática tensa. Aquella charla banal con uno de los asistentes técnicos le daba miedo. Le parecía inconcebible que Gerardo quisiera desarrollar con ella un aburrido intercambio del tipo de: «¿Qué te gusta hacer a ti y qué me gusta a mí?». Ella sólo podía soportar a Jorge en tales conversaciones, pero Jorge era su vida cotidiana, no el arte.
«Cálmate -pensó-. Déjale llevar las riendas. Es un pintor de la Fundación, un profesional. No va a cometer ninguna torpeza con su lienzo.»
– Justus es mejor que yo -continuó diciendo Gerardo-. En serio, amiguita: es un pintor extraordinario. Yo llevo dos años de asistente. Antes trabajaba de aprendiz de artesano. A Justus acababan de ascenderlo a senior. Nos hicimos amigos, y me recomendó para este puesto. He tenido mucha suerte, no contratan a cualquiera. Además, no me gustaba pintar adornos, ¿sabes? Lo mío son las obras de arte.
– Ya.
– Pero lo que de verdad me gustaría es convertirme en pintor profesional independiente. Tener, incluso, mi propio taller y mis lienzos contratados. Lienzos como tú: buenos y caros. -Ella se echó a reír-. Se me ocurren muchas ideas, sobre todo para exteriores. Me gustaría dedicarme a vender exteriores para coleccionistas de países cálidos.
– ¿Por qué no lo haces? Es un mercado que está bien.
– Se necesita dinero para montar un taller así, amiguita. Pero un día lo haré, no creas. Por ahora me conformo. Estoy ganando bastante plata. No todo el mundo llega a ser asistente técnico en la Fundación Van Tysch.
Clara había dejado de irritarse por el tono de suficiencia de Gerardo. Lo admitía como parte de su gran vulgaridad. Lo que le irritaba cada vez más era aquel diálogo. Estaba deseando regresar a la casa a continuar con los bocetos. Ni siquiera el bello paisaje y el aire libre que la rodeaban lograban mejorar su ánimo.
– ¿Y tú? -preguntó él.
La miraba sonriendo.
– ¿Yo?
– Sí. ¿Qué es lo que deseas? ¿Cuál es tu mayor aspiración en la vida?
Ella no demoró ni un segundo en responder.
– Que un pintor haga una gran obra conmigo. Una obra maestra.
Gerardo sonrió.
– Tú ya eres una obra muy bonita. No necesitarías que nadie te pintara.
– Gracias, pero no me refería a obras bonitas sino maestras. Una gran obra. Una obra genial.
– ¿Te gustaría que hicieran contigo una obra genial, aunque fuera fea?
– Ajá.
– Yo pensé que te gustaba ser bonita.
– No soy una modelo de pasarela, soy un lienzo -replicó ella con más brusquedad de la que deseaba.
– Cierto, nadie dice lo contrario -dijo Gerardo, y hubo una pausa. Entonces él se volvió hacia ella otra vez-: Perdona la pregunta, pero ¿puedo saber por qué? O sea, ¿por qué tienes tantos deseos de que alguien haga una gran obra contigo?
– No lo sé -respondió ella, sincera. Se había detenido a contemplar las flores que flanqueaban la vereda. Entonces se le ocurrió una comparación-. Supongo que un gusano tampoco sabe por qué quiere ser mariposa.
Gerardo reflexionó.
– Eso que acabas de decir es muy bonito, pero no del todo cierto. Porque un gusano está destinado a ser mariposa debido a la naturaleza. Pero las personas no somos obras de arte por naturaleza. Tenemos que fingir.
– Es verdad -admitió ella.
– ¿Nunca te has planteado dejar la profesión? ¿Empezar a ser tú misma?
– Ya soy yo misma.
Gerardo se volvió hacia los árboles.
– Ven. Quiero enseñarte algo.
«Todo esto es un truco -pensó Clara-. Una trampa para oscurecerme el color. Quizás Uhl está escondido en algún sitio y ahora…»Vadearon la cuneta y continuaron por el bosque. Él le tendió la mano al descender una cuesta. Llegaron a un claro poligonal acotado por árboles de hojas relucientes y troncos castaños que parecían barnizados. Olía a algo curioso, imprevisto. A Clara le recordó el olor de las muñecas nuevas. Se oía un ruido extraño: un trino artificial, como el que podría producir la brisa al remover una barroca lámpara de araña. Por un instante miró a su alrededor intentando averiguar la causa de aquel misterioso tintineo. Entonces se acercó a uno de los árboles y comprendió. Quedó fascinada.
– A esta zona la llamamos Plastic Bos, «el bosque de plástico» -explicó Gerardo-. Los árboles, las flores y el césped son falsos. El sonido que oyes es el de las hojas de los árboles cuando el viento las mueve: están elaboradas en un material muy delicado y suenan como pedacitos de cristal. Usamos este lugar para abocetar exteriores durante todos los días del año. Así no dependemos de la naturaleza, ¿comprendes? Da igual que sea verano o invierno: aquí los árboles y la hierba siguen verdes.
– Es increíble.
– A mí me parece horrible -replicó él.
– ¿Horrible?
– Sí. Estos árboles, este césped de plástico… No puedo soportarlo.
Clara se miró los pies: la alfombra de espesa y picuda hierba artificial se le antojaba muy suave. Se descalzó y la probó con el pie desnudo. Estaba mullida.
– ¿Me puedo sentar? -preguntó de repente.
– Por supuesto. Estás en tu bosque. Ponte cómoda.
Se sentaron juntos. La hierba era un ejército de soldados elegantes y diminutos. Nada en aquel lugar estorbaba la vista. Clara acarició el césped y cerró los ojos: era como deslizar la mano por un abrigo de pieles. Se sintió feliz. Gerardo, por el contrario, parecía cada vez más triste.
– Los pájaros no se posan aquí ni de broma, ¿sabías? Se dan cuenta en seguida de que todo es un trompe-l'oeil y se van rapiditos hacia los verdaderos árboles. Y tienen razón, qué carajo: los árboles deben ser árboles, y las personas, personas.
– En la vida real, sí. Pero el arte es distinto.
– El arte pertenece a la vida, chica, no al revés -replicó Gerardo-. ¿Sabes lo que me gustaría? Pintar algo al estilo natural-humanista de la escuela francesa. Pero no lo hago porque el hiperdramatismo se vende mejor y da más dinero. Y yo quiero ganar mucho dinero. -Estiró los brazos al tiempo que exclamaba-: ¡Mucho, muchito dinero, y mandar al carajo todos los bosques de plástico del mundo!
– A mí este lugar me parece precioso.
– ¿En serio?
– Ajá.
Él la miraba con curiosidad.
– Qué chica más increíble eres. He trabajado con muchos lienzos, amiguita, pero nadie tan tremenda como tú.
– ¿Tremenda?
– Sí, quiero decir… tan dedicada a ser un lienzo de verdad, de pies a cabeza. Dime una cosa. ¿Qué haces cuando dejas de trabajar? ¿Tienes amigos? ¿Sales con alguien?
– Salgo con alguien. Y tengo amigos y amigas.
– ¿Algún noviecito por ahí?
Clara peinaba la hierba con extrema delicadeza. Se limitó a sonreír.
– ¿Te molesta que te pregunte estas cosas? -indagó Gerardo.
– No. Me relaciono con una persona, pero no vivimos juntos y yo no lo llamaría «novio». Es un amigo que me gusta.
Sonreía pensando en Jorge como en un «novio». No se lo había planteado nunca de esa forma. Se preguntaba qué significaba Jorge para ella, qué otra cosa compartían además de los instantes nocturnos. De repente comprendió que ella lo «utilizaba» como espectador. Le gustaba que Jorge supiera todas y cada una de las cosas que le ocurrían en el extraño mundo de su profesión. Ella procuraba no callarse nada, ni siquiera lo más vulgar, o lo que a ojos de Jorge constituía lo más vulgar: todo lo que hacía con el público en los art-shocks, por ejemplo, o su trabajo para The Circle o Brentano. Jorge se quedaba trémulo y a ella le agradaba contemplar su rostro entonces. Jorge era su público, su espectador asombrado. Ella necesitaba dejarlo continuamente con la boca abierta.
– De modo que llevas una vida muy normalita cuando dejas de ser lienzo -dijo Gerardo.
– Sí, llevo una vida bastante normal. ¿Y tú?
– Me dedico a trabajar. Tengo algunos amigos acá en Holanda, pero sobre todo me dedico a trabajar. Ya no salgo con nadie. Estuve saliendo con una chica holandesa hace tiempo, pero lo dejamos.
Hubo un silencio. Clara se encontraba inquieta. Seguía confiando en la destreza de Gerardo, pero ahora estaba casi segura de que aquel descanso no era fingido. ¿Qué pretendía él al hablarle «con sinceridad»? Entre un pintor y un lienzo no podía haber sinceridad, y eso lo sabían ambos. En el caso de artistas como Bassan o Chalboux, adictos al natural-humanismo, la sinceridad era forzada, una pincelada más, una especie de «ahora vamos a ser sinceros», una técnica como otra cualquiera. Pero Gerardo, sencillamente, parecía querer hablar con ella como quien habla con alguien a quien se conoce en el tren o en el autobús. Era absurdo.
– Oye, perdona, ¿no se nos está haciendo un poco tarde? -dijo ella-. A lo mejor deberíamos volver, ¿no?
Gerardo la miraba de hito en hito.
– Tienes razón -admitió-. Regresemos.
Y de improviso, mientras se levantaban, le habló en un tono distinto, con rápidos susurros.
– Oye, quería… quería que supieras una cosa. Lo estás haciendo muy bien, amiguita. Has captado la respuesta desde el principio. Pero sigue haciéndolo así, pase lo que pase, ¿okay? La clave es ceder, no lo olvides.
Clara lo escuchaba estupefacta. Le parecía increíble que estuviera revelándole los trucos del artista. Se sintió como si en mitad de una función apasionante uno de los actores se hubiera dirigido a ella y, tras hacerle un guiño, le hubiese dicho: «Esto es sólo teatro, no te preocupes». Por un momento pensó que se trataba de una pincelada oculta pero en el rostro de Gerardo sólo advirtió una preocupación sincera. ¡Preocupación por ella! «La clave es ceder.» Se refería, sin duda, a su estrategia con Uhl: la invitaba a continuar por el camino correcto, o, al menos, por el más seguro. Si sigues cediendo como has hecho la tarde anterior, le decía, Uhl frenará. No estaba pintándola: le revelaba los secretos, la solución de los enigmas. Era el amigo imprudente que venía contando el final de la película.
Le pareció como si Gerardo hubiera volcado a propósito un tintero sobre su dibujo apenas perfilado. ¿Por qué había hecho eso?
Las posiciones continuaron toda la tarde en un silencio perfecto. Uhl no la molestó, pero ella ya había dejado de pensar en Uhl. Consideraba que la torpeza de Gerardo constituía el mayor error que un pintor había cometido con ella en toda su vida profesional, incluyendo al pobre Gabi Ponce, que no era precisamente muy sutil a la hora del hiperdramatismo. Aunque ella sospechaba que el acoso de Uhl era fingido, no era lo mismo sospecharlo que saberlo. Gerardo, de un sólo brochazo, había estropeado el detallado paisaje de amenazas que Uhl y él mismo habían estado pintando minuciosamente a su alrededor. Ahora, cualquier retorno al fingimiento resultaba imposible: el hiperdrama, como tal, había desaparecido. A partir de entonces sólo podría haber teatro.
Más tarde, al acostarse, su enfado menguó. Llegó a la conclusión de que Gerardo debía de ser un novato. Los refinamientos del hiperdramatismo puro lo superaban con creces. Lo inconcebible era que a un pintor como él le hubieran ofrecido un puesto de tanta responsabilidad. Los aprendices no deberían dedicarse a dibujar sobre los originales, pensó Clara. Eso tenía que quedar en manos de artistas experimentados. Pero quizá no todo estaba perdido. Tal vez la torpeza de Gerardo, el inefable manchurrón que había dejado caer sobre ella, podía repararse con el fino arte de Uhl. Puede que Uhl encontrara algún método de aumentar la presión e introducirla de nuevo en la pintura.
Ella confiaba en volver a atemorizarse otra vez.
Se durmió deseando eso.
Cuando despertó, todo seguía increíblemente oscuro. No tenía forma de saber la hora, ni siquiera si era de noche o no, porque antes de acostarse había vuelto a cerrar las persianas de la casa. Supuso que todavía era de noche, ya que no oía cantos de pájaros. Se pasó una mano por la cara y se dio la vuelta, confiando en recuperar el sueño.
Estaba a punto de volver a dormirse cuando lo percibió.
Se incorporó en el colchón, aterrorizada.
Un ligero crujido de las tablas del suelo. Procedía del salón. Había sido un crujido similar -quizá- lo que la había despertado. Pisadas.
Se mantuvo alerta, escuchando. Todo el cansancio y los dolores musculares que sentía desaparecieron de repente. Le costaba trabajo respirar. Intentó un ejercicio de relajación, pero fue en vano.
Había alguien en el salón, Dios mío.
Puso los pies en el suelo. Su cerebro era un estallido desordenado de pensamientos.
– ¿Hola? -dijo, trémula, con la voz del horror.
Esperó, sin hacer ningún otro movimiento, durante unos cuantos minutos, preparada para afrontar la espantosa posibilidad de que el intruso entrara en ese momento y se arrojara sobre ella. El silencio que la envolvía le hizo pensar que quizá se había equivocado. Pero su imaginación -ese extraño diamante, ese polígono de un millar de caras- enviaba fugaces horrores a su conciencia, invenciones diminutas como astillas de hielo puro. Es el hombre de espaldas: ha salido de la foto y viene a por ti. Pero camina de espaldas. Lo verás entrar de espaldas sin tropezar, guiado por tu olor. Es papá, que viene con sus enormes gafas cuadradas a decirte que. Hizo un esfuerzo para que aquellas pesadillas episódicas no permanecieran demasiado tiempo en su cabeza.
– ¿Hay alguien? -se oyó decir de nuevo.
Esperó otro prudente lapso. No apartaba los ojos de la puerta cerrada del dormitorio. Recordó que las luces de la casa se encontraban a la entrada. No tenía forma de iluminar la habitación si no salía de allí y caminaba a oscuras hacia el vestíbulo. Pero no se atrevía a hacerlo. «Quizá sea un vigilante», pensó. Ahora bien, ¿qué hacía un vigilante entrando de noche en la granja y andando furtivamente por el salón?
El silencio proseguía. Los latidos de su corazón, también. Silencio y latidos se mostraban tercos en sus respectivas duraciones. Decidió entonces que se había equivocado. Las tablas de un suelo de madera pueden crujir por diversos motivos. En Alberca se había acostumbrado al sorprendente espanto del azar: la brisa repentina que resucita los visillos muertos, el quejido de una mecedora, un espejo disfrazado de oscuridad. Todo era una falsa alarma de su cerebro fatigado, sin duda, y ella podía levantarse con tranquilidad, dirigirse al salón y encender las luces, como había hecho la noche anterior.
Respiró hondo y apoyó las manos en el colchón.
En ese instante la puerta se abrió y el agresor penetró en su dormitorio como un huracán.
El edificio del Nuevo Atelier de Amsterdam alberga las oficinas centrales de Arte, Conservación y Seguridad de la Fundación Bruno van Tysch en Europa. Es una construcción poco escandalosa, mezcla de alegría holandesa y seriedad calvinista, con ventanas de marcos blancos y gabletes de campana estilo siglo XVII. Como detalle cosmopolita, el arquitecto P. Viengsen ha adosado a la fachada parejas de columnas tipo Brunelleschi. Está situado en la avenida Willemsparksweg, cerca del Vondelpark, en el Barrio de los Museos, donde se concentran las grandes joyas artísticas de la ciudad: el Rijksmuseum, el museo Van Gogh y el Stedelijk. Tiene ocho pisos y tres cuerpos. El vestíbulo y el primer piso se encuentran bajo el nivel del mar, y esto es algo con lo que Amsterdam ha aprendido a convivir. Bosch, en su despacho de la quinta planta, se salvaría -quizá- de una posible inundación, pero tal fortuna no parece importarle especialmente.
El despacho del señor Bosch da al Vondelpark. Posee un escritorio de caoba en ángulo obtuso con cuatro teléfonos de góndola en uno de los lados y tres fotos enmarcadas en el otro. Las fotos están colocadas de tal forma que nadie sentado frente a Bosch puede verlas.
La más cercana a la pared es un retrato de su padre, Vincent Bosch. Vincent era abogado en una empresa holandesa de tabaco. Advertimos su bigote, su mirada suspicaz, su enorme cabeza heredada por Lothar. Podríamos intuir su metódico y riguroso carácter. El lema que intentó transmitir a sus hijos, «conseguir lo mejor posible con los elementos disponibles», parece cincelado en cada uno de sus rasgos. Se hubiera sentido satisfecho con los resultados.
La foto del centro es de Hendrickje. Bonita, de pelo corto y rubio, sonríe mucho. Apreciamos, no obstante, cierta tendencia caballuna de la mandíbula unida a cierta desproporción de los dientes. A Bosch le consta que su cuerpo no mostraba ninguna desagradable desproporción: Hendrickje solía enseñarlo bajo atractivos vestidos de rejillas. Tenía veintinueve años, cinco menos que el inspecteur Bosch, y era rica. Se conocieron en una fiesta cuando una astróloga los emparejó por sus signos zodiacales. A Bosch le cayó mal al principio; luego se casó con ella. El matrimonio funcionó a la perfección. Hendrickje, alta, esbelta, riquísima, atractiva, estéril (una enfermedad diagnosticada diez meses después de la boda), señorial y positiva («piensa en positivo, Lothar», solía decirle), gozaba del privilegio de varios amantes. Bosch, cabezón, serio, solitario, callado y conservador, sólo tenía a Hendrickje, pero consideraba que, por este simple motivo, por el simple hecho de amarla, no podía retenerla en contra de su voluntad como a tantos delincuentes a los que odiaba. Respetar la voluntad del prójimo era parte del ideario de libertad que el joven inspecteur había respirado en Amsterdam durante su inquieta adolescencia, cuando vivía como okupa en un edificio del Spui. Fue casi perverso que el mismo Lothar que tiraba piedras a los antidisturbios desde la estatua del Golfillo ingresara años después en la policía municipal. En las escasas ocasiones en que todavía se pregunta por qué tomó esta decisión, cree hallar la respuesta en el retrato de su padre (retrocedamos a él), en esa mirada triste de calvinista escéptico. Su padre quería que estudiara Leyes, él quería ser útil a la sociedad, su padre quería que ganara dinero, él no quería trabajar con su padre. ¿Por qué no hacerse policía? Una decisión lógica. Una forma de «obtener lo mejor posible con los elementos disponibles». En parte, a Hendrickje le gustaba que él fuera policía. Eso le otorgaba cierta seguridad, cierta «estabilidad» a la fachada matrimonial. Las discusiones eran esporádicas, como los instantes de amor, y en este sentido el matrimonio fue un dechado de equilibrio. Pero una neblinosa mañana de noviembre de 1992 todo concluyó de repente: Hendrickje Michelsen regresaba en coche desde Utrecht cuando la carcasa de un tráiler la guillotinó. Sus sesos se esfumaron con el impacto, y con ellos su cabeza, su preciosa cabeza rubia pelicorta y caballuna, la misma que contemplamos en la foto, pero también su cuello grácil y parte de su torso. Había ido a Utrecht a visitar a uno de sus amantes. Bosch recibió la noticia mientras interrogaba a un sospechoso de asesinato múltiple. Se quedó paralizado, pero decidió proseguir con el interrogatorio. El sospechoso resultó, al final, terriblemente inocente. Y una tarde de marzo, cuatro meses después de aquella tragedia, aconteció un suceso sobrenatural en casa del viudo y solitario inspecteur. Llamaron a la puerta y, al abrirla, Bosch se encontró frente a una chica de pelo trigueño que dijo llamarse Emma Thorderberg. Vestía cazadora y vaqueros y traía una bolsa al hombro. Le explicó a lo que venía y Bosch, asombrado, la dejó pasar. La chica entró en el cuarto de baño y una hora después salió Hendrickje con vestido de rejilla, dio varios largos y parsimoniosos pasos con sus piernas desnudas y relucientes de recién resucitada y se colocó de pie en el comedor sin mirar al boquiabierto Lothar. El retrato era de Jan Carlsen. Como todo artista, Carlsen se había reservado el derecho a modificar el original, y había recortado la falda y el escote hasta lograr una imagen más tentadora. Por lo demás, la cerublastina igualaba ambas figuras: era como si Hendrickje estuviera viva.
Luego supo de quién procedía aquel regalo sorpresa.
«La idea fue de Hannah -le explicó su hermano Roland por teléfono-. No sabíamos qué tal te iba a caer, Lothar. Pero si no te gusta, nos lo devuelves. Carlsen nos ha asegurado que podemos revenderlo después.»Al principio, Bosch pensó en deshacerse del retrato. Se sentía tan estremecido en su presencia que decidió comer en otra habitación para no contemplarlo. Ignoraba si ese sentimiento se debía a que Hendrickje estaba muerta, o a que él no quería recordarla, o a quién sabe qué otra oscura razón. Como buen policía, comenzó descartando lo improbable. Si admitía las fotos y recuerdos de su esposa, ¿por qué no soportaba aquello? Las dos primeras posibilidades quedaban, pues, anuladas. La conclusión a la que llegó fue extraña: lo que le estremecía del retrato no tenía nada que ver con Hendrickje, sino con Emma Thorderberg. Lo que más le impresionaba era ignorar quién se ocultaba detrás de la máscara. Para librarse de aquel fascinante horror, decidió abordar al lienzo. Una noche, cuando ella se marchaba (el contrato estipulaba seis horas de exhibición en su casa), la retuvo con algunas preguntas banales sobre su profesión. Tomaron una copa y Emma se reveló locuaz e impetuosa, mucho menos instruida que Hendrickje, con menos personalidad, más hermosa, bastante más solidaria, menos egoísta. Bosch comprobó algo: Emma no era Hendrickje ni podría serlo nunca, pero también era muy valiosa por sí misma. Una vez que hubo sabido esto (que Hendrickje era, en realidad, Emma Thorderberg disfrazada), el retrato se convirtió en una farsa de carnaval. Ya no le inquietaba mirarlo, comer o leer junto a él. Y, justo a partir de ese punto, decidió devolverlo. Tras un breve acuerdo monetario con Carlsen lograron adjudicárselo a un coleccionista a quien su hermano trataba por una afección laríngea. Incluso le sacaron algún beneficio. Ahora Hendrickje vive con otro. Lo único que Bosch lamenta es que Emma también se ha marchado. Porque no es el arte lo que importa, opina Bosch, sino las personas.
Conocer a Emma Thorderberg le hizo decir que sí cuando, pocos años después, Jacob Stein lo llamó para convertirlo en supervisor de Seguridad de la Fundación. Bosch se consuela pensando que no fue la tentación de la cuantiosa subida de sueldo lo que le impulsó a dejar la policía (no sólo eso, al menos). Proteger obras de arte significaba para Bosch lo mismo que proteger personas. Las cosas, al final -como diría Hendrickje- terminan alcanzando el equilibrio.
La tercera foto es una instantánea dedicada de su preciosa sobrina Danielle, la hija de su hermano Roland. Roland Bosch, cinco años menor que Lothar, había estudiado medicina y se había especializado en otorrinolaringología. Poseía una excelente consulta privada en La Haya, pero era de esa clase de sujetos que sólo son felices cuando hacen algo inusitado: deportes de riesgo, inversiones repentinas en Bolsa, compras y ventas sorprendentes, cosas así. A la hora de buscar novia eligió a una bellísima y famosa actriz de la televisión alemana a la que conoció en Berlín. Rebasó con éxito la tara de fealdad de los Bosch y presumía de haber logrado que su única hija heredara el físico de la madre. Danielle Bosch era preciosa, en efecto, pero también era una niña de diez años de edad, y Bosch opinaba que no se merecía una familia como aquélla. Roland y Hannah la habían educado con un espejo mágico que todos los días le rendía pleitesía. El año anterior quisieron que su pequeña divinidad hiciera cine. La llevaron a varios castings, pero Danielle interpretaba bastante mal y su tono de voz era un poco demasiado grave. Fue rechazada, para disgusto de sus padres y felicidad de su tío Bosch. Las cosas, sin embargo, habían tomado un nuevo e insospechado rumbo hacía tan sólo dos meses: Roland se había propuesto educar a Danielle en serio y la había matriculado como interna en un colegio privado de La Haya. Bosch estaba sorprendido con la noticia, pero al mismo tiempo se preocupaba por Danielle. Quería saber qué tal se encontraba la niña en ese ambiente tan alejado de la inútil complacencia de sus padres. Amaba a Danielle con una locura sólo explicable en un cincuentón viudo y sin hijos, pero no a la Danielle que estaban criando Roland y Hannah, sino a la niña que, a veces, compartía sonrisas y pensamientos con él. Hendrickje no había podido conocer a Danielle, pero Bosch estaba seguro de que se hubieran llevado bien. De hecho, Hendrickje y Roland hacían buenas migas.
El mundo, según Lothar Bosch, se divide en dos clases de seres: los que saben vivir y los que protegen a los que saben vivir. Gente como Hendrickje o su hermano Roland pertenecen a la primera categoría; Bosch es de la última.
Ahora observa el retrato de Danielle de hito en hito mientras Nikki Hartel entra en su despacho.
– Creo que tenemos algo, Lothar.
El despacho de April Wood se encuentra en la sexta planta del Nuevo Atelier y está repleto de cuadros. Son desnudos o casi desnudos en color carne. Ningún artificio, ningún color fascinante, ninguna complejidad. A Wood le gusta el arte abstracto corporal, donde las figuras se muestran como meras anatomías vírgenes en tonos uniformes, siempre caucásicas, casi todas femeninas, con talle de bailarinas o acróbatas. Cuestan mucho dinero, pero ella lo tiene. Y la Fundación le permite decorar su despacho a placer. Casi todas las obras son de autores británicos de la nueva hornada. Junto a la puerta se exhibe un Jonathan Bergmann titulado Culto al cuerpo que gusta a Bosch especialmente, quizá por su hermosa posición de ballet. De pie al fondo, con las piernas abiertas y las manos en la cintura, se planta un Alec Storck pintado con bronceadores y filtros solares de diversa gradación. También hay tres originales de Morris Bird: una chica en azul lunar que hace el pino frente a la ventana, un chico que se equilibra sobre una sola pierna cerca de la mesa -cuyas nalgas amarillas rozan el cable del teléfono- y una chica ocre y fucsia que se agacha en el suelo en postura de rana a punto de saltar.
Por acostumbrado que estuviera, a Bosch siempre le causaba cierta impresión entrar en aquel despacho.
– ¿Sí?
– April, hay buenas noticias.
Ella estaba allí, de pie, paseando con las manos a la espalda, vestida con una pieza tubular en gris plata. («Juana de Arco en armadura», pensó él.) Era como una reina en medio de estatuas desnudas. Su semblante mostraba preocupación.
– Vamos a la salita -dijo.
La salita comunicaba con el despacho a través de un breve pasillo de paredes de espejo. Se trataba de una pequeña habitación sin ventanas y sin decoración humana. Wood cerró la puerta para que los cuadros no pudiesen oírlos y ofreció a Bosch un asiento; ella ocupó el otro. Bosch le entregó los documentos que Nikki le había llevado. Contenían varias impresiones láser en papel de foto.
– Fíjate en esta mujer rubia. Fue filmada en tres ocasiones diferentes por la cámara de entrada en el Museumsquartier de Viena durante el mes de mayo. Ahora observa a este hombre. Filmado por las mismas cámaras cuatro veces y en días distintos a los de la chica. Y lo más increíble. -Mostró un tercer papel con una caricatura informática-. El análisis morfométrico de los rostros ofrece datos muy similares. Con un ochenta por ciento de probabilidad, se trata de la misma persona.
– ¿Y en Munich?
– Aquí están los resultados. Tres visitas ella, dos visitas él, días alternos, durante la segunda quincena de mayo.
– Perfecto. Ya lo tenemos. Dispuso de tiempo suficiente para regresar a Viena y convertirse en la indocumentada. Pero estaría más que perfecto si pudiéramos compararlo con un falso Díaz o un falso Weiss…
– Sorpresa.
Bosch le entregó otro papel. Al inclinarse hacia Wood, apreció la palidez de su rostro ensombrecido por el flequillo. «Se maquilla como un antiguo faraón, Dios mío, como si tuviera miedo de que alguien la contemplara al natural.» También era cierto que desde que habían regresado de Munich la encontraba distinta. Suponía que el trabajo la desmejoraba pero se preguntaba si le ocurría algo más. Tendió un tembloroso índice hacia la foto: eran dos hombres, uno de espaldas y otro de frente. El que estaba de frente era de complexión atlética, llevaba el pelo largo y gafas de sol.
– La imagen está grabada por la cámara del hotel Wunderbar. Se trata del momento en que el falso Weiss llegó al hotel el martes por la tarde para hacer la obra de Gigli. El hombre de espaldas es uno de nuestros agentes y está revisando su documentación. Hemos procesado la imagen de inmediato. Los análisis morfométricos coinciden en un noventa y ocho por ciento con los del hombre de Viena y Munich y en un noventa y cinco por ciento con la mujer. La probabilidad de falsos positivos es del catorce por ciento. Se trata de la misma persona, April, estamos casi seguros.
– Es increíble.
– April, perdona, ¿te sucede algo?
A Bosch le había alarmado que ella, de repente, quedara absorta con la mirada perdida en un punto fijo de la pared.
– Me han llamado de Londres -dijo Wood-. Mi padre está peor.
– Oh, cuánto lo siento. ¿Mucho peor?
– Peor.
Las conversaciones sobre la vida íntima de April Wood se limitaban a monosílabos o bisílabos murmurados con concisión y a largos silencios intermedios. «Bien», «mal», «mejor» y «peor» eran las opciones preferidas. Debido a esto, Bosch apenas conocía otra cosa sobre ella que los rumores. Sabía que su padre la había marcado significativamente de una forma que no se atrevía a conjeturar y que ahora se encontraba enfermo en algún hospital privado de Londres. Sabía que Wood había permanecido soltera toda su vida y que los comentarios sobre su posible lesbianismo no eran infrecuentes. Sin embargo, Gerhard Weyleb, el anterior jefe de Seguridad, le había revelado la tormentosa relación de Wood con uno de los críticos de arte más importantes e influyentes de Europa, Hirum Oslo. Bosch admitía haber conocido a Oslo sólo ligeramente, pero no podía imaginar qué clase de atractivo había encontrado una mujer como April en aquel individuo flaco, tullido e inerme.
Wood era un misterio tan apasionante como el fondo inexplorado del mar. Cuando se la presentaron, a Bosch le cayó muy mal.
A tenor de lo ocurrido con Hendrickje, supuso que terminaría enamorándose de ella.
– Lo siento mucho, April, de veras -dijo.
Ella asintió con un gesto de la cabeza y en seguida cambió de tono.
– Un magnífico trabajo, Lothar.
– Gracias.
Wood no prodigaba los elogios, y aquellas palabras lo hicieron sentirse bien. Lo cierto era que no creía merecerlas personalmente. Su equipo era el que lo había hecho todo: la gran Nikki y los demás. Habían estado enfrascados en la tarea desde que Wood sugiriera la posibilidad de rastrear morfometrías similares entre las imágenes de visitantes de las exposiciones de Viena y Munich. «Es probable que haya venido a explorar el terreno antes de actuar -había dicho-, y lo más seguro es que lo haya hecho disfrazado.» Los ordenadores del Atelier en el segundo sótano no habían cesado su febril actividad desde el miércoles. Bosch había recibido los resultados aquella mañana, viernes 30 de junio, a su regreso de Munich. Se sentía satisfecho de su equipo y le agradaba que ella lo reconociese.
– Te confieso algo -dijo Wood-. Mi duda principal consistía en saber si se trataba de varias personas o de una sola. En el primer caso estaríamos ante una organización bien estructurada con tipos entrenados para llevar a cabo pequeñas funciones. La segunda posibilidad apunta más bien a un especialista, lo cual es más jodido, porque no podemos esperar capturar al pez pequeño y tirar del sedal hasta llegar al grande. Nuestra pesca tendrá que ser de envergadura. Esto es un tiburón, Lothar. ¿Tenemos alguna comparación con los retratos informáticos de la indocumentada y la marchante?
– En la última página.
Wood pasó a la última página. A la izquierda se encontraba una ampliación de la muchacha de Viena y Munich; debajo, el rostro del falso Weiss; arriba, en el centro, el hombre de Viena y Munich; abajo, una foto de Óscar Díaz; a la derecha, los retratos informáticos de la indocumentada y la chica llamada Brenda obtenidos gracias a las declaraciones del barman de Viena y de Sieglinde Albrecht. Eran seis personas distintas: parecía increíble que una sola pudiera haberlas representado a todas. Bosch adivinaba lo que estaba pensando Wood.
– ¿Qué crees tú? -preguntó-. ¿Es hombre o mujer?
– Esbelto -replicó Wood-. Del sexo no estoy segura, pero es esbelto. Como mujer, se muestra casi desnudo. Como hombre, siempre lleva trajes y se cubre hasta el cuello. Pero la ceru no puede quitar, sólo añadir. Observa estas piernas. Son las de la chica llamada Brenda. Si es un hombre, se trata de un joven muy esbelto, con apariencia bastante femenil, depilado. Díaz y Weiss tenían una complexión semejante, y probablemente los resolvió con un molde en los hombros y otro en los muslos. Para la barriga del tipo del bigote usó algo más simple; un accesorio teatral, quizá. No se han encontrado huellas dactilares en ningún caso, ni siquiera en el volante de la furgoneta de Desfloración, por ejemplo. Esto sugiere que usó moldes de ceru para las manos, lo cual también explica que arrancara la ropa de Desfloración a pedazos, ¿recuerdas? Las manos de Díaz eran grandes. Si el tipo las usó de molde para hacerse unas manos de ceru tuvo que sentirse como si llevara guantes de jardinero. No pudo trabajar con finura. Le hubiera resultado difícil incluso desabrocharse su propia chaqueta. El Artista tiene unas manos muy delgadas, Lothar.
Bosch movía la cabeza contemplando las fotos.
– Parece increíble que se trate de una sola persona -dijo.
– A mí no me sorprende tanto -replicó la señorita Wood-.
He presenciado, custodiado y comprado ciertas obras transgenéricas que, me temo, echarían por tierra todas tus convicciones sobre identidad y género. Vivimos en un mundo confuso, Lothar. Un mundo que se ha convertido en arte, en mero placer de ocultar, de fingir aquello que no se es o que no existe. Quizá nunca fuimos así, tal vez esto haya surgido a pesar de nuestra verdadera naturaleza. O quizás éramos así desde el principio, nuestra verdadera naturaleza era el disfraz, y ahora, por fin, hemos logrado adaptar las cosas a nuestra medida.
Hubo una pausa. A Bosch le había sorprendido aquel inusual discurso filosófico en boca de la mujer más práctica que había conocido jamás. Se preguntó hasta qué punto estaba afectada por la enfermedad de su padre.
– No comparto esa opinión -dijo Bosch-. Somos algo más que simple apariencia. Estoy convencido.
– Yo no -replicó Wood con voz extrañamente rota.
Se miraron a los ojos un instante. Para Lothar Bosch, fue un momento doloroso. Ella era tan bella que casi lo hacía llorar. Mirarla era un placer punzante. De joven había fumado marihuana y experimentado siempre la misma reacción en las noches en que se permitía ciertos excesos: una tenue felicidad que rodaba por una pendiente oscura y aceitada hasta una tenue tristeza. De alguna forma, sus placeres siempre habían dejado a su paso un rastro de lágrimas.
– Sea como fuere, El Artista es arte -dijo ella después de un silencio.
– ¿Qué quieres decir?
– Hasta ahora hemos pensado que se trata de un experto, pero podríamos ir más allá. Tú mismo lo has dicho: es «increíble». Un simple experto en ceru sabría usar la ceru, pero nada más. Sería como un adorno: el artesano lo disfraza y se acabó. Ahora bien, ¿qué diferencia hay entre un adorno y una obra de arte? Pues que la obra de arte se transforma. Los retratos son obras de arte porque saben convertirse en el individuo al que representan.
– Un lienzo… -murmuró Bosch.
– Exacto. El Artista podría ser un antiguo lienzo experto en cerublastina. En su currículo figurarán, sin duda, varios retratos.
– Un lienzo que odiara a Van Tysch… Un lienzo que odia al pintor. Suena verosímil.
– Como hipótesis de trabajo puede funcionar. ¿Tenemos listas morfométricas de todos los lienzos del mundo? No sólo los que están en activo, también los retirados.
– Podríamos conseguirla a través de la red. Hablaré con Nikki. Pero investigar la morfometría de todos los modelos nos llevaría meses, April. Necesitamos acotar el terreno.
De repente la atmósfera había cambiado. Bosch se sentía ahora enérgico, activo, razonando junto a Wood. Ambos se inclinaban hacia adelante contemplando las fotos mientras hablaban.
– No podremos acotar el género…
– No, pero sí su experiencia profesional: uso de cerublastina, por ejemplo. Debe de superar la de un simple adorno, pero también la de una obra de arte marginal. Puede que haya hecho hipertragedia y art-shocks, pero sobre todo debe de haber hecho mucho arte transgenérico. Es un verdadero especialista en transgenerismo.
– Estoy de acuerdo -admitió Bosch.
– Y podríamos pensar que ha trabajado, o estado en contacto de alguna forma, con la Fundación: como boceto, como modelo de esquemas, como original, lo que se te ocurra… ¿Cuántos crees que nos quedarían después de esta criba?
– Varias decenas.
Wood suspiró.
– Limitemos la edad a… -Reflexionó un instante y movió la cabeza-. Bueno, hagámoslo según criterios lógicos. Por ejemplo, exceptuaremos a niños y ancianos. Puede ser un adolescente o un adulto joven. Tenemos sus datos morfométricos aproximados, eso nos servirá de ayuda. Habla con Nikki. Que busque a un modelo que haya trabajado con nosotros, joven, de cualquier sexo, con experiencia en ceru y transgenerismo y cuyos datos morfométricos correspondan. Una vez obtenida la lista con los posibles sospechosos, será preciso investigar paraderos actuales e ir descartando aquellos cuyas coartadas sean firmes. Necesitamos resultados para mediados de la semana próxima.
– Lo intentaremos. -Bosch se sentía eufórico-. Esto es fabuloso, April… ¡Vamos a adelantarnos incluso a ese sofisticado sistema de Rip van Winkle! Puede que hasta seamos nosotros quienes lo atrapemos. Me gustaría ver la cara que pone Benoit entonces…
La señorita Wood lo miraba fijamente. Tras una pausa dijo:
– Hay un pequeño problema, Lothar. Después de la reunión con la gente de Rip van Winkle ayer en Munich acompañé a Stein hasta el aeropuerto, ¿recuerdas?
– Sí, pero aún no sé lo que le dijiste.
– Metí la pata, quizá. Le conté cosas que no debí contarle. No puedo fiarme de nadie. De nadie, salvo del Maestro. Pero el Maestro es inaccesible.
– ¿Por eso no me las has contado a mí? ¿Porque no te fías?
Bosch había hecho la pregunta con absoluta delicadeza. Nada en su tono de voz ni en su expresión inducía a pensar que se sintiera ofendido.
Wood no respondió. Miraba hacia el suelo. Bosch empezó a sentirse inquieto.
– ¿Es algo muy grave? -aventuró.
Lenta, casi dolorosamente, Wood le refirió el asunto de Marthe Schimmel y el chico rubio platino. Bosch la escuchaba, lívido.
– Ese hijo de puta juega con ventaja -dijo Wood-. Alguien le pasa información desde dentro. ¡Alguien lo ayuda! Llevo dos noches sin dormir pensando en eso… Es un alto cargo: dispone de códigos, conoce con antelación nuestras medidas de seguridad… Puede ser… ¿Quién…? Paul Benoit. Quizá sea Benoit. O Jacob Stein, aunque me resulta imposible creer que sea Stein, por eso se lo confesé ayer. Stein nunca dañaría una obra del Maestro, estoy segura: lo admira igual que yo, o más… Pese a todo, se ha negado a suspender la exposición de «Rembrandt»… Pueden ser Kurt Sorensen o Gert Warfell… O Thea… O puedes ser tú, Lothar. -Clavó sus ojos azules en Bosch. Su rostro era una superficie crispada y reluciente de maquillaje-. O yo. Sé que no lo soy, pero me gustaría que tú pensaras que puedo serlo…
– April…
Jamás había visto a la señorita Wood tan alterada. Se había puesto en pie y casi temblaba. Parecía estar a punto de echarse a llorar.
– No estoy acostumbrada a trabajar así… No soporto fallar y sé que voy a fallar…
– April, por Dios, cálmate…
Bosch se levantó, aturdido. Deseaba abrazarla, y, pese a que nunca lo había hecho ni se había atrevido siquiera a intentarlo, se acercó a ella y lo hizo. Sintió que envolvía una estructura tan frágil y efímera que casi le entró miedo. Ahora que estaba con ella, ahora que la notaba, April se le aparecía como una figurita de plata, algo mínimo y trémulo de pie al borde de una mesa y a punto de volcarse. Tal pensamiento le hizo perder todas las reservas y la estrechó con más fuerza, unió sus manos tras la espalda de Wood y la atrajo con firmeza hacia sí. Ella no lloraba, sólo temblaba. Apoyaba la barbilla en su hombro y temblaba. Bosch, incapaz de hablar, continuó abrazándola.
De pronto todo terminó. Unas manos lo apartaron con suavidad pero sin titubeos. Wood le dio la espalda. Cuando volvió a ver su rostro, Bosch reconoció de inmediato a la directora de Seguridad. Si ella se había dado cuenta de algo, si se había percatado de su afecto, no parecía concederle al tema ninguna importancia.
– Gracias, ya me siento mejor, Lothar. El problema es… El asunto es… Uno de nosotros quiere cargarse ciertas obras del Maestro, eso me parece claro. El motivo no nos importa por ahora. Quizá lo odia. O bien le pagan por colaborar. Sus antenas seguirán informando a El Artista, sus jodidas antenas seguirán enviándole información, y El Artista elaborará su plan, o lo modificará (porque estoy segura de que ya tiene un plan), de acuerdo a nuestras decisiones… De modo que no creo que podamos atraparlo. Nuestra única posibilidad consiste en anticiparnos a él. Saber cuál va a ser su próximo objetivo y tenderle una trampa por nuestra cuenta.
Hizo una pausa. Había recobrado de nuevo su rigidez habitual. Fruncía el ceño mientras hablaba.
– El Artista va a intentar destruir uno de los cuadros de «Rembrandt»: partiremos de esta hipótesis. Pero ¿cuál? Son trece obras. Estarán expuestas en un túnel de quinientos metros de longitud construido con telones en el Museumplein. El interior del túnel se encontrará completamente a oscuras, salvo el resplandor procedente de los propios cuadros. No podremos usar ni siquiera infrarrojos para vigilarlos. Trece pinturas hiperdramáticas basadas en otras tantas obras de Rembrandt: Lección de anatomía, La ronda nocturna, Cristo en la cruz, La novia judía… Una exposición asombrosa pero también arriesgada. Si lográramos saber con antelación cuál elegirá, podríamos tenderle una trampa. Pero ¿cómo saberlo? Algunos de los cuadros ni siquiera están acabados. De hecho, los ayudantes de Arte siguen abocetando figuras en las granjas. ¿Cómo saber qué cuadro va a elegir El Artista esta vez, si ni siquiera están terminados?
Bosch decidió mostrarse tranquilizador.
– La exposición de «Rembrandt» no me preocupa, April: casi un ejército entero va a vigilar cada cuadro dentro y fuera del túnel, además de la policía regional y la KLPD. Y en el hotel habrá varios agentes de Seguridad montando guardia en el interior de las habitaciones. Los cuadros no van a estar solos ni un segundo. Controlaremos constantemente la identidad de nuestros hombres con análisis de huellas y de voz. Y serán agentes nuevos que acudirán a última hora. ¿Qué puede fallar?
Wood lo miraba fijamente. Entonces preguntó:
– ¿Te han enviado ya la lista de los modelos originales que van a hacer las obras?
– No me la han pasado todavía. Sé que Kirsten Kirstenman y Gustavo Onfretti intervienen, pero… -Observó que el rostro de Wood volvía a mostrar preocupación. Se desesperó. Intentó animarla de alguna forma-. April, no va a pasar nada, ya lo verás. No es simple optimismo, es algo lógico. Vamos a conseguir salvar la colección «Rembrandt», estoy…
Wood lo interrumpió.
– Tú conoces perfectamente a uno de los modelos, Lothar.
Hizo una pausa. Bosch la contemplaba desconcertado.
– Tu sobrina Danielle hará un cuadro.
Los brazos que se lanzaron hacia ella en medio de la oscuridad parecían un dibujo de la noche.
Lanzó un grito e intentó rodar sobre el colchón mientras su cerebro se licuaba en un océano de horror. Algo aferró sus muñecas, una carga áspera y pesada se desplomó sobre su vientre. Quedó de espaldas, debatiéndose y gritando. Una araña controlada por una inteligencia superior palpó su boca sin labios, su boca donde los labios habían sido difuminados, y se aplastó contra ella. Era una mano. No pudo gritar. Otra mano presionaba su muñeca derecha. Luchó por recibir una bocanada de aire. La mordaza le despejaba la nariz, pero ella necesitaba tragar oxígeno. Sus pechos se aplastaban contra un pedazo de tela. Dos pequeños espejos flotaban a escasos centímetros de distancia de sus ojos: los vio perfectamente, incluso en la oscuridad, y le pareció que podía vislumbrar en ellos su propio rostro amordazado.
– Calla… Quieta… Quieta…
Ahora, por fin, sabía quién era (aquella voz, aquellos brazos, no podía haber dos personas iguales) y lograba intuir lo que ocurría. Pero el impacto previo había sido demasiado grande y no estaba preparada. Sabía que ellos necesitaban que no estuviese preparada. Aun así, quería estarlo. Si se encontraba a punto de traspasar el último límite, necesitaba reunir fuerzas. Se debatió. Una mano aferró sus cabellos.
– Voy a decirte… Te voy a decir… qué pasará… si no me complaces… tú… Si no me complaces…
A cada frase derramada en su oído seguía un violento tirón de pelo. Uhl le hacía ver las estrellas con ellos. Pero había cometido un error: había permitido que se recuperase demasiado. Clara volvía a ser dueña de su cuerpo y sus emociones. Aún estaba muy débil, pero podía responder. Apoyó los talones en el suelo y proyectó las caderas hacia arriba en un gesto que desconcertó a Uhl. Esperaba una respuesta más violenta, que no tardó en producirse. Recibió una bofetada. No muy fuerte, pero quedó aturdida.
– No vuelvas a… Qué quieres hacer, eh, qué…
Quedó inmóvil, jadeante, pensando en lo que haría a continuación. Sabía que si se entregaba, todo se detendría. Estaba completamente segura de eso. Pero no quería hacerlo. Si se arriesgaba, si plantaba cara a la actividad de Uhl, éste aumentaría la oscuridad de su pincelada. Si ella seguía negándose, la tensión superaría el límite y se produciría un «salto al vacío». Ella nunca había «saltado al vacío» con ningún pintor, era una técnica demasiado peligrosa. Podía llegarse a cualquier extremo: la dañarían, quizá gravemente. El daño podía resultar irreparable. Aunque no estaba trabajando en un art-shock, era evidente que el boceto era muy fuerte (lo más duro y arriesgado). Tenía mucho miedo, no quería sufrir, no quería morir, pero no deseaba detener el proceso. Ya no quedaba ninguna duda de que estaban pintándola y no quería frenarlos. Se entregaba a ellos como se había entregado a Vicky, a Brentano, a Hobber, a Gurnisch.
Sin soltar sus cabellos, Uhl se apartó como si deseara mostrar su rostro capturado a alguien. Un rayo de linterna la cegaba.
– Complacer, ¿eh…? ¿Vas a ser buena…? ¿Vas a complacer…?
Respondió lanzando una rodilla hacia las sombras. Entonces su agresor se echó sobre ella con redoblada furia. Volvió a debatirse ofreciendo resistencia. Estaba aterrorizada, y precisamente por eso, precisamente por eso, deseaba continuar. Temblaba, jadeaba, esperaba que sucediera algo horrible, confiaba en que sucediera algo horrible, confiaba en que la mano negra del arte, por fin, la condujera hacia aquella soberana oscuridad sin retorno, sin posibilidad de salvación. Deseaba que Uhl la pintara con tonos más intensos y sombríos: con tonos holandeses. Se revolvió como una gata, abrió la boca para intentar morder. Esperó otra fuerte bofetada y se preparó para recibirla.
En vez de eso, todo se detuvo. Oyó gritos. Uhl la soltó. Se quedó sola, boca arriba sobre el colchón. Apenas podía creerlo. Reconoció el ímpetu juvenil de la voz de Gerardo. Las luces se encendieron y la hicieron parpadear.
En la cocina, la calma era prodigiosa. Uhl había preparado café para Gerardo y Clara y sucedáneo de café para él. Explicó, en su torpe castellano, que tenía la tensión alta. Teniendo en cuenta lo que acababa de ocurrir en el dormitorio media hora antes, su comentario parecía una broma, pero nadie rió.
– ¿Azúcar? -preguntó Uhl.
– No, gracias -dijo Clara.
Todavía jadeaban después del violento ejercicio de pintura. Clara presentaba algunas magulladuras de poca importancia que ni siquiera le dolían. Se había puesto el albornoz. Cuando Uhl se marchó de la cocina, Gerardo y Clara permanecieron un instante en silencio, bebiendo café. La mañana estaba cambiando de color en la ventana. Los pájaros habían iniciado su límpida conversación sobre un fondo de lejanos ruidos de vehículos. De repente, Gerardo la miró. Sus ojos estaban enrojecidos, como si hubiera llorado. Su perilla de mosquetero y su fino bigote parecían confabulados con el aspecto general de desánimo que asomaba a su rostro, y se mostraban peor recortados que de costumbre. Pero cuando habló un momento después, lo hizo en el tono jovial y firme de siempre.
– Lo he jodido todo, amiguita. Pero te juro por Dios que no podía seguir. Simplemente, no podía. Me da igual que me despidan, ¿oíste? El Maestro me dará la patada, pero me da igual. Estoy harto.
La miró y sonrió. Clara permaneció cruelmente callada.
– Lo estabas pasando mal, amiguita. Lo estabas pasando muy mal. ¿Por qué no cediste? ¿No sabías que la única forma de rebajar el tono era que cedieras? Habríamos dejado de pintarte si hubieras cedido…
Hubo un silencio.
– Anda, vamos a dar un paseo -dijo Gerardo, levantándose.
– No, yo no voy.
– Venga, vamos, no seas…
– No.
– Por favor.
El tono de súplica hizo que ella lo mirase.
– Quiero decirte algo importante -murmuró él.
Era temprano y una brisa fría soplaba desde el norte removiendo hojas, ramas y hierbas, nubes y polvo, los ángulos de la ropa, el borde inferior de su albornoz, el flequillo de su pelo imprimado. Los molinos eran sólo sombras fantasmales en la distancia. Gerardo caminaba junto a ella con las manos en los bolsillos. Cruzaban ante las vallas y las casas, y Clara se preguntaba qué otros cuadros habría dentro de cada una y quiénes estarían pintándolos. A su izquierda quedaba el pequeño bosque. Olía a flores y a hierba cortada. Los pájaros iniciaban su particular alba de sonidos.
– Hay cámaras -dijo Gerardo. Fue lo primero que dijo-. Por eso no quería hablar dentro. Hay cámaras ocultas en los ángulos de las paredes. No las ves si no te fijas. Lo graban todo, incluso en la oscuridad. Después, el Maestro revisa las grabaciones y descarta posturas, gestos y técnicas. -Torció la boca en una sonrisa desganada-. Puede que ahora me descarte a mí.
– ¿El… Maestro?
No quería hacer la pregunta que más le importaba, pero casi podía oír los latidos de su corazón mientras miraba a Gerardo fijamente.
– Sí. Qué importa que te lo diga ya… Supongo que lo supiste desde el principio. Te va a pintar el Maestro en persona, Bruno van Tysch. Es él quien te ha contratado. Serás una de las figuras de la colección «Rembrandt». Felicitaciones. Era lo que más deseabas, ¿no?
No contestó. Era lo que más deseaba, en efecto. Y allí estaba. Lo había conseguido. Su meta, su principal objetivo. Y, sin embargo, recibía la noticia de esa forma, mientras caminaba en albornoz en medio de aquel estúpido paisaje campestre, por boca de aquel inepto, aquel inútil, aquel patán a quien ella se sentía ya incapaz de odiar.
– Nunca he visto a Van Tysch en persona -dijo, por decir algo.
– Lo has estado viendo desde que llegaste a la casa -sonrió Gerardo-. El hombre fotografiado de espaldas que hay en el comedor es él. La foto se la hizo un tipo famoso, Sterling, creo que se llama…
Clara se concentró en delinear la silueta de aquel hombre de espaldas rodeado de oscuridad que tanto le había llamado la atención desde su llegada a la granja, aquella figura silenciosa y trágica de cabello negro… ¿Cómo no se había dado cuenta antes?
Van Tysch. El Maestro. La sombra.
– Será el Maestro quien te dé los retoques finales, amiguita -explicó Gerardo-. ¿No te pone contenta saberlo?
– Sí -dijo ella.
Había salido el sol. Los primeros atisbos reptaron en forma de dorados resplandores a espaldas de Clara. Los árboles, las cercas de madera, el camino y su propio cuerpo quedaron bañados de luz y proyectaron sombras. Gerardo caminaba con las manos en los bolsillos, mirando al suelo. Empezó a hablar como si lo hiciera consigo mismo.
– Mira, Justus y yo llevamos algún tiempo abocetando figuras para el Maestro y Stein. En «Rembrandt», por ejemplo, ya hemos dibujado a dos sin contarte a ti. Y en algunas podíamos saltar al vacío, pero todas frenan a tiempo. Siempre frenan. Uhl y yo podíamos alcanzar el extremo contigo, pero estábamos esperando que frenaras como hiciste ayer por la tarde… ¡Si hubieras vuelto a ceder esta madrugada, habrías detenido el proceso! ¿Por qué carajo no frenaste?
– ¿Por qué no alcanzaste el extremo?
El tono de voz de Clara era imperturbable. Gerardo la miró sin responder.
De repente, Clara sintió que no podía dominar su furia. La fue descargando en lentas palabras, sin desviar la vista de él.
– Lo único que has hecho desde el principio ha sido intentar estropearme. Ayer, durante el descanso, me dijiste cosas que no debiste decirme… ¡Me revelaste parte de la técnica que usaba Uhl…!
– ¡Ya lo sé! Sólo quería ayudarte. ¡Me preocupaba que pudiéramos hacerte daño!
– ¿Por qué no te has limitado a pintarme, como ha hecho Uhl?
– Uhl juega con ventaja.
A ella le pareció que, de haberlo pensado dos veces, Gerardo se habría mordido la lengua antes de decir aquello. De repente su rostro era de grana. Desvió la vista.
– Quiero decir que yo no soy como él… A Justus tú nunca podrías… Bueno, esto no viene al caso… Lo que quería decirte es que, contigo, él puede fingir mejor, comportarse con más frialdad que yo. Por eso él tomó la iniciativa desde el principio.
Ella lo miraba desconcertada. Le parecía increíble que Gerardo aludiera a las tendencias de su compañero para intentar disculpar sus propios errores.
– Necesitábamos crear una sensación de acoso constante a tu alrededor -continuó Gerardo-. De chantaje sexual, pero también de vigilancia. Desde que te contrataron en Madrid, Arte ha estado intentando que te sientas vigilada. Justus y yo nos turnábamos para ir por las noches a la granja y asomarnos a la ventana del dormitorio. Hacíamos ruido para que te despertaras y nos vieras. Conservación tenía instrucciones para darte otra explicación, más tranquilizadora. De esta forma disponíamos del factor sorpresa para cuando decidiéramos, como hoy, dibujarte con un trazo más violento. Luego, por las mañanas, fingíamos llevarnos mal para que creyeras que Justus era un tipo desagradable que abusaba de los lienzos femeninos. En realidad, Uhl es una bellísima persona… Todo esto tiene mucho que ver con la obra que estamos pintando contigo. Es de Rembrandt, pero no puedo decirte cuál es…
– Fueron instrucciones directas del Maestro, ¿verdad? -Clara no apartaba sus ojos amarillentos, imprimados, sin pestañas ni cejas, de los ojos de Gerardo-. El «salto al vacío» de esta madrugada. Van Tysch quería lograr una expresión conmigo, ¿no es cierto? -La desesperación y la rabia apenas la dejaban hablar. Se detuvo para tomar aire-. Y tú has jodido el dibujo. Por completo. Yo estaba saliendo ya esta madrugada… ¡Yo estaba ya casi dibujada, casi a flote, y tú…! ¡Tú me has cogido, me has arrugado, has hecho una bola de papel y me has tirado a la mierda?
Pensó que estaba llorando, pero se dio cuenta de que sus ojos seguían secos. El rostro de Gerardo se había transformado en una máscara pálida. Temblando de rabia, Clara agregó:
– Felicidades, amiguito.
Dio media vuelta y se alejó en dirección a la casa. El viento la golpeaba ahora por el lado opuesto. Oyó la voz de él, cada vez más lejana, cada vez más aguda.
– ¡Clara…! ¡Clara, ven, por favor…! ¡Escúchame…!
Apretó el paso sin mirar atrás hasta que, por fin, dejó de oírlo. Nubes poligonales comenzaban a ocultar el primer sol.
Uhl estaba en el porche cuando ella llegó. La detuvo con un gesto y le preguntó por Gerardo.
– Viene detrás -contestó ella con desgana.
Advirtió entonces la forma en que Uhl la miraba. Sus ojos, pequeños y dióptricos en sus prisiones de cristal, parpadeaban. Clara se percató de que estaba muy nervioso. El pintor habló en su lento castellano.
– Secretaria de Van Tysch llamar ahora mismo… Van Tysch viene hacia aquí.
Sentía un frío terrible. Se frotaba los brazos con fuerza pero el frío no menguaba. Sabía que nada tenía que ver con el hecho de llevar encima tan sólo aquel breve albornoz que apenas cubría sus muslos: había sido imprimada con una capa protectora de blanco amarillo de base y, como cualquier otro lienzo profesional, estaba acostumbrada a soportar temperaturas más ingratas. Aquel frío era íntimo, directamente relacionado con la noticia que acababa de recibir.
Van Tysch. Venía. Su llegada se esperaba de un momento a otro.
Las emociones de un lienzo ante la proximidad de un gran maestro son difíciles de explicar. Clara intentaba pensar en alguna comparación y no se le ocurría: un actor no se dejaría atropellar así por la sombra de un gran director; nunca un alumno soportaría esos escalofríos frente al profesor al que admira.
Dios mío, estaba temblando. Para impedir que Uhl se diera cuenta de que le castañeteaban los dientes, entró en la casa, caminó por el salón, se quitó el albornoz y adoptó una postura simple de boceto, consiguiendo casi un estado de Quietud.
Allí, frente a ella, estaba la foto del hombre de espaldas.
Del aspecto físico de Van Tysch la gente sólo conocía sus cambiantes imágenes en revistas y reportajes. En cuanto a su forma de ser, Clara tampoco sabía nada definitivo. Pintores y cuadros hablaban mucho sobre él, pero en realidad emitían opiniones sin ninguna base real. Sin embargo, ella recordaba perfectamente las impresiones de aquellos que 5zTo habían visto. Vicky, por ejemplo, que había asistido a algunas de sus lecciones magistrales, afirmaba haber tenido la sensación de estar frente a un autómata, una cosa que no tenía vida propia, un monstruo de Frankenstein creado por el propio monstruo. «Pero a su creador se le olvidó darle vida», añadía. Dos años antes, en Bilbao, pudo conocer a Gustavo Onfretti, uno de los lienzos masculinos más importantes del mundo. Onfretti, que se exhibía en el Guggenheim vasco como el San Sebastián de Ferrucioli, había sido pintado por Van Tysch en otra obra religiosa: el San Esteban. Ella le preguntó por su experiencia con el gran pintor de Edenburg. El modelo argentino le dedicó una inmensa y oscura mirada antes de decirle, tan sólo: «Van Tysch es tu sombra».
Van Tysch. El Maestro. La sombra. Iba a venir.
Desvió la vista de la foto y la fijó en las paredes. Distinguió bordes romos en las esquinas del techo y supuso que las cámaras estarían camufladas detrás. Imaginó a Van Tysch escrutando la pantalla, golpeando teclas, juzgando su expresión y su valor como lienzo. Se reprochó por no haber pensado antes en la posibilidad de que hubiera cámaras ocultas. Muchos pintores las usaban: Brentano, Hobber, Ferrucioli… De haberlo sabido, o sospechado, se habría esforzado más por darlo todo. Aunque de poco le habría servido, claro, después del estropicio de Gerardo. ¿Y si Van Tysch venía para despedirla? ¿Y si le decía (si es que se dirigía a ella y no a sus lacayos, porque al fin y al cabo ella era sólo el material): «Lo siento, lo he pensado mejor, no eres la adecuada para este cuadro»?
«Tranquilízate. Deja que las cosas sucedan.»Gerardo y Uhl habían entrado en el salón y se dedicaban a recoger las pinturas y guardarlas en bolsas. Clara abandonó su postura de boceto y los miró.
– ¿Os vais? -preguntó en inglés. No le gustaba la idea de quedarse sola en la casa esperando al gran genio.
– No, no podemos, tenemos que esperarlo -dijo Uhl-. Estamos limpiando un poco para dar buena impresión -agregó, o, al menos, Clara pudo traducir eso. El inglés de Uhl era muy rápido-. Tenemos que esperarle para saber si continuamos en la misma línea o no. Tal vez quiera abocetar personalmente. O tal vez… -En este punto descargó una ráfaga de palabras que despistaron a Clara-. Cualquier cosa. Debemos estar preparados. A veces… -Enarcó las cejas e hizo un gesto con las manos al tiempo que resoplaba, como si le indicara que Van Tysch era imprevisible y había que esperar lo peor. Ella no comprendió muy bien lo que quería decir y le dio miedo profundizar-. ¿Comprendes?
– Sí -respondió ella, mintiendo en inglés.
– Calma -dijo Uhl en castellano-. Todo está bien.
«Él me devuelve la mentira en español», pensó.
La sombra.
Puntos, líneas, polígonos, cuerpos. Y, en último lugar, la sombra que resalta los contornos y otorga volumen a la forma definitiva.
Cuando aguardamos la llegada de alguien a quien no conocemos, lo vemos como una silueta que se alza frente a nosotros. Entonces comenzamos a perfilarla, a dibujar sus rasgos, a anticiparla. En todo momento somos conscientes de que nos vamos a equivocar, que el personaje real no será exactamente igual que nuestra silueta, pero no podemos quitarnos esta última de la cabeza. Se convierte, así, en un fetiche, en una representación sencilla del sujeto, un muñeco con el que podemos practicar. Nos situamos frente a ella y valoramos nuestras posibles reacciones. ¿Qué debo decir o hacer? ¿Le caeré bien tal como soy? ¿Sonreiré y me mostraré amable, o, por el contrario, lo recibiré con frialdad, marcando las distancias? Clara había dibujado ya su silueta de Van Tysch: lo imaginaba alto y delgado, silencioso, de mirada intensa. Sin saber por qué (quizá porque recordaba un par de imágenes así en una revista), le había añadido gafas, unas lentes de cristales amplios que aumentarían el diámetro de sus pupilas. Y defectos, naturalmente, porque la posibilidad de una desilusión le daba pavor. Van Tysch sería feo. Van Tysch sería egoísta. Van Tysch sería descortés. Van Tysch sería brutal. Descubrió que estos «defectos» podía admitirlos de buen grado en un genio como él. Intentó, pues, añadir aquellos otros menos admisibles: un Van Tysch estúpido, torpe o vulgar. El último, el Van Tysch vulgar, era el que más insoportable le parecía. Aun así, luchó por imaginárselo. Un Van Tysch que hablara y pensara como Jorge (Dios mío), que la tranquilizara y a quien ella pudiera sorprender. Un Van Tysch maduro junto al cual ella, a sus veinticuatro años, pudiera sentirse superior. O un Van Tysch como Gerardo, novato, poco sutil. Se castigó con todos estos Van Tysch como quien se azota con un cilicio. Los usó como penitencia contra el placer que el verdadero, sin duda, le iba a proporcionar.
Decidió convertir la mañana en una situación de espera constante. Instaló en la cocina su cuartel general, desde cuya ventana podía vigilar la parte delantera de la casa. Prefería dedicarse a esperar antes que fingir, como Gerardo y Uhl (que habían salido al porche a charlar), que nada sucedía. A mediodía abrió un zumo vitaminado de Aroxén, lo perforó con una pajita y comenzó a saborearlo. El albornoz permanecía entreabierto sobre sus muslos cruzados. Durante un tiempo había valorado la idea de «prepararse» de alguna forma. ¿Quizá sería mejor si se desnudaba por completo? ¿Y si se pintaba unas facciones o, al menos, se coloreaba los ojos o perfilaba sus labios para fabricar una sonrisa? Pero ¿acaso no era ella un papel en blanco? ¿Y no debía seguir siéndolo? Supuso que mostrarse pasiva sería lo más apropiado.
El sol comenzó a rodar por la ventana y rozó sus pies. Al ascender por sus espinillas su piel imprimada destelló. A veces, el ruido de un motor o el paso fugaz de un vehículo por la vereda la sobresaltaban. Luego volvía la calma.
Poco después, la puerta de la cocina se abrió y entró Gerardo. Se había quitado el chaleco y lucía sus bíceps con la camiseta sin mangas y el logotipo de la Fundación. Manoseaba nerviosamente la tarjeta color turquesa con su foto y su nombre. Abrió el frigorífico, pareció pensarlo mejor, lo cerró sin sacar nada y se sentó frente a ella en el otro extremo de la mesa. «Pobre criatura», pensó Clara desde su Nirvana particular, infinitamente compasiva.
– Oye, mira, siento mucho lo sucedido, ¿oíste? -dijo Gerardo tras una pausa.
– No, no, qué va, al contrario -replicó ella de inmediato-. Fui una tonta. Lamento haberme puesto así.
Ambos estaban sentados de perfil y torcían el cuello (Gerardo hacia la izquierda, ella hacia la derecha) para mirar al otro mientras hablaban. Luego escuchaban la respuesta contemplando la ventana y el pequeño espacio de cielo azul y las sombras de las nubes.
– De todas formas, quería decirte que no te preocuparas. Si el Maestro la toma con alguien será conmigo, chica. Tú eres el lienzo y no tienes la culpa de nada, ¿okay?
– Bueno, vamos a ser optimistas -repuso ella-. A lo mejor Van Tysch viene tan sólo a supervisar el boceto, ¿no? Faltan apenas dos semanas para mi exhibición.
– Sí, quizá tengas razón. ¿Estás nerviosa?
– Un poco.
La coincidencia de sonrisas los sumergió en un nuevo silencio.
– Yo apenas lo he visto en un par de ocasiones -dijo Gerardo al cabo de un rato-. Y siempre a distancia.
– ¿No has hablado nunca con él?
– Nunca. En serio, no te engaño. El Maestro no suele hablar con los asistentes porque no lo necesita. La cabeza visible de la Fundación es el Señor Fuschus-Galismus… Jacob Stein, quiero decir. Lo llamamos así porque siempre está diciendo esas palabras… Stein es quien te llama, te contrata, habla contigo, te da órdenes… Van Tysch tiene ideas y las escribe. Sus ayudantes nos las pasan, y nosotros, los asistentes técnicos, nos encargamos de ejecutarlas, y ya está. Es un tipo muy raro. Imagino que todos los genios son bastante raros. Conoces su vida, ¿no?
– Sí, algo he leído.
En realidad, Clara había devorado una a una todas las biografías del pintor y estaba al tanto de los pocos datos ciertos que se sabían sobre él.
– Su vida es un cuento de hadas, ¿no te parece? -dijo Gerardo-. De repente, un multimillonario norteamericano se encapricha con él y le lega toda su fortuna. Increíble. -Apoyó la nuca en las manos y observó el paisaje más allá de la ventana-. ¿Sabes cuántas casas tiene Van Tysch en la actualidad? Alrededor de seis, pero no son casas, sino palacios: un castillo en Escocia, una especie de monasterio en Corfú… Y fíjate, dicen que nunca las visita.
– ¿Y para qué las quiere?
– No lo sé. Supongo que le gusta tenerlas. Él vive en Edenburg, en el castillo en que su padre trabajó de restaurador. Los que han estado allí vienen contando cada cosa que ya no sabes qué creerte. Dicen, por ejemplo, que no hay ni un solo mueble y que Van Tysch come y duerme en el suelo.
– Vaya exagerados.
Gerardo se disponía a replicar algo cuando se oyó un ruido. Una furgoneta había aparcado frente a la valla. El corazón de Clara bombeó la sangre con fuerza y todo su cuerpo se tensó. Pero Gerardo le hizo un gesto tranquilizador.
– No, no es él.
Sin embargo, era alguien a quien Gerardo y Uhl conocían, sin duda, porque Clara los vio avanzar juntos hasta la valla. De la furgoneta se bajó un negro con boina y chaleco de cuero. Detrás salieron, en albornoz, un tipo mayor y barbudo y una chica de largo pelo negro. La chica era bajita y su pelo llegaba hasta los tobillos. Ambos estaban descalzos y sus piernas se hallaban manchadas de barro y pintura roja, o quizás era sangre. Llevaban etiquetas color naranja colgadas del cuello, muñeca y tobillos, y parecían fatigados. Clara recordó que el naranja identificaba a los modelos de bocetos, los que servían para entrenar y dibujar a los bocetos originales. El negro era joven y esbelto y mostraba una perilla muy semejante a la de Gerardo. Sus botas estaban manchadas de barro. Un instante después, todos se despidieron y el negro y sus muñecos cansados y sucios volvieron a subir a la furgoneta y se alejaron.
– Era otro assistant amigo nuestro -le explicó Gerardo cuando regresó a la cocina-. Está trabajando en una granja cercana con modelos de bocetos, pero traía noticias frescas y vino a contarnos. Parece que han retirado la exposición de «Flores» del Museumsquartier de Viena.
– ¿Por qué?
– Nadie se lo explica muy bien. En Conservación afirman que los lienzos necesitaban un descanso y que han preferido acortar la temporada del Museumsquartier en beneficio de otras. Pero nuestro amigo dice que van a hacer lo mismo con «Monstruos» en la Haus der Kunst de Munich, figúrate. No sé lo que está pasando. Ah, pero no pongas esa cara. «Rembrandt» sigue adelante -le dijo.
Por la tarde, Van Tysch seguía sin dar señales de vida y Clara ya no podía más. La ansiedad la estaba humanizando, arrebatándole su condición de objeto y transformándola en persona, en una muchacha nerviosa que deseaba comerse las uñas. Sabía muy bien que una ansiedad excesiva era peligrosa. Resultaba imprescindible librarse de aquel adversario porque el pintor podía llegar en cualquier momento y ella tenía que aguardarlo tersa y tranquila, lista para ser usada del modo que a Van Tysch se le ocurriera.
Optó por algunas flexiones intensas. Se encerró en el dormitorio, se quitó el albornoz y se echó de bruces al suelo con las piernas un poco separadas. Apoyándose en las manos y en la punta de los pies inició una serie de duras flexiones combinadas con respiraciones profundas que, al principio, no tuvieron otro efecto que hacer que su corazón bombeara más aprisa. Pero conforme proseguía, hacia abajo, hacia arriba, hacia abajo, hacia arriba, usando sus brazos y tendones, esculpiendo los músculos de sus extremidades, logró por fin olvidarse de sí misma y de la situación en la que se encontraba, y se entregó a la agotadora conciencia de ser un cuerpo, una herramienta.
Transcurrió un tiempo impreciso. No se percató de que alguien había entrado en la habitación hasta que casi lo tuvo encima.
– Eh.
Levantó la cabeza bruscamente. Era Gerardo.
– ¿Qué? -preguntó, trémula.
– Calma. No hay nada nuevo. Es que he pensado que será mejor que te pintemos el pelo para que el Maestro nos diga su opinión sobre la tonalidad.
La operación se realizó en el cuarto de baño. Clara se recostó sobre el respaldo de una silla con las piernas extendidas y una toalla envolviendo su cuerpo. Gerardo utilizó una caperuza impregnada en un tono rojo caoba y un aerosol fijador.
– La mariposa sale de la crisálida. -Al tiempo que decía esto le desprendió la caperuza. Empezó a amasar el color rojo con sus manos enguantadas-. ¿No dijiste eso ayer, cuando te pregunté por qué querías ser una obra maestra? Respondiste que no lo sabías, «porque tampoco sabe el gusano por qué quiere ser mariposa». Yo te dije que me parecía una respuesta bonita pero falsa. Tú no eres ningún gusano, ¿sabes? Eres una chica muy atractiva, aunque ahora mismo puedas parecer, sin facciones, imprimada, con el pelo empapado de rojo, una muñeca de plástico a la que no han acabado de pintar. Pero por debajo de todo ese plástico, la verdadera obra de arte eres tú.
Clara no dijo nada. Contemplaba la cabeza de Gerardo al revés, inclinada sobre ella.
– Cierra los ojos… Voy a usar el fijador… Así… -Sintió el disparo de rocío sobre su pelo. Gerardo prosiguió-: Comprendo que estés disgustada conmigo, amiguita. Pero ¿sabes lo que te digo? Si se presentara la misma situación de esta madrugada, volvería a hacer lo mismo… Yo llego hasta cierto punto. No soy, ni nunca seré, un gran maestro de la pintura de personas… Ah, ahora está quedando bien el color… Espera, no hables… Justus sí pudo llegar a serlo, pero carece de ambición. Yo soy incapaz de asustar o hacer daño a una chica que me agrada, ni siquiera a causa de un gran cuadro. En mis manos, todo el hiperdrama se convierte… ¿Sabes en qué…? En hipercomedia. Reconozco que soy un poco payaso, ya me lo decía mi mamá. Así… Ahora hay que esperar unos minutos…
Ella escuchaba en silencio. Cuando volvió a abrir los ojos, Gerardo había desaparecido de su campo visual. El denso aroma del fijador taponaba su nariz. Entonces las manos de Gerardo regresaron. Sostenían un pequeño bote de pintura ocre y un pincel cónico fino.
– Para mí, hay una barrera -dijo mientras mojaba el pincel y lo acercaba al rostro de Clara-. Una barrera, amiguita, que el arte no podrá cruzar jamás. Son los sentimientos. Del lado de allá están las personas. Del lado de acá, el arte. Nada en el mundo puede romper esa barrera. Es infranqueable.
«Me está pintando cejas», pensó ella. Se puso rígida, quiso decirle que a lo mejor al Maestro no le gustaba que tuviese facciones, pero se calló. Notaba las curvas frías del pincel sobre su frente.
Con pulso seguro, con mano muy firme, Gerardo rubricó los arabescos y dirigió la húmeda punta hacia sus ojos. Ella los cerró y sintió una caricia de pájaro: aleteos trémulos; el inicio de los sutiles flecos de las pestañas, el marco de la mirada.
– Creo en el arte, amiguita, pero creo mucho más en los sentimientos. No puedo traicionarme a mí mismo. Prefiero mil veces un cuadro mediocre al desprecio de alguien que me agrada… Alguien a quien he empezado… a respetar y conocer… No te muevas ahora…
Cejas. Pequeñas gotas de pestañas pardas. Dibujos levísimos sobre los bordes de los ojos. Clara iba a hablar pero Gerardo la detuvo con un gesto.
– Silencio, por favor. El artista se dispone a rematar su tarea.
Una curva ascendiendo con pulcritud desde su comisura izquierda.
– Me parece que este mundo no sería tan perverso si todos opináramos igual… Qué difíciles son los labios siempre… ¿Por qué tendrán esta forma tan rara…? Será de decir mentiras.
La línea se prolongó hacia abajo. Clara sentía como si un pájaro caminara por el borde de su boca.
– Me gustas -dijo Gerardo y retrocedió para observarla de lejos-. Decididamente, me gustas. Me has quedado muy bella. Espera, que vas a verte.
Cogió algo del lavabo. Era un pequeño espejo redondo. Se acercó a ella.
– ¿Preparada?
Clara asintió. Gerardo sostuvo el espejo como si fuera un sacerdote con una forma consagrada y lo situó al nivel de su rostro.
Ella miró.
Unas facciones la miraban.
Suaves ondas bajo la frente, cofres elípticos, simetría de curvas ocres. Enarcó las súbitas cejas, maravillándose de su recién nacida forma de expresar asombro. Parpadeó y recibió la caricia de unas pestañas móviles como gorriones que rodeaban el lenguaje de sus ojos, unos ojos que nunca habían enmudecido, que sólo habían sido desposeídos durante un tiempo de su apariencia pero que volvían a mostrarse colmados de luz. Sonrió y elevó las comisuras descubriendo que una brecha hendida en el rostro nunca, nunca podía ser una sonrisa; que la sonrisa era eso que Gerardo le había pintado, exactamente eso: un conjunto de formas que se distienden, el volumen alabeado que se mueve al tiempo que los ojos cumplen su misión y los párpados se entornan. Era maravilloso volver a tener facciones otra vez.
Gerardo sostenía el espejo donde flotaba su rostro como un regalo valioso.
– Ya puedo verte sonreír -dijo, muy serio-. Trabajito me ha costado, amiguita. Pero ya me sonríes.
A Clara le impresionaba su seriedad. Le parecía que lo había juzgado mal desde el principio. Era como si lo viera por primera vez. Como si hubiera algo dentro de Gerardo mucho más sabio y maduro que él mismo o que sus palabras. Pensó por un instante que el rostro de Gerardo también estaba pintado, delineado como el suyo, aunque con sombras borrosas. Fue una alucinación fugaz, pero por un momento le pareció que el secreto de la vida consistía en llegar más allá del dibujo de los rostros y alcanzar a las personas que yacen detrás.
No supo cuánto tiempo permaneció así, sentada frente a aquel espejo que él sostenía, mirándolo y mirándose. En un momento dado, volvió a oír su voz. Pero el espejo ya no estaba y Gerardo se inclinaba hacia ella con el semblante crispado, muy nervioso.
– Clara… Clara, ya está ahí… He oído su coche… Escúchame… Haz todo lo que él te diga… No discutas su manera de trabajar, ¿oíste…? Sobre todo, por encima de todo, no le discutas… Y no te sorprendas de que te pida cualquier cosa… Es un tipo muy extraño… Le gusta confundir a los lienzos… Ten cuidado con él. Ten mucho cuidado.
En ese instante oyeron la voz de Uhl llamándolos. Palabras en frenético holandés, ruido de puertas. Corrieron hacia el salón, pero no había nadie. La puerta de entrada estaba abierta y se oía una conversación en el porche. Avanzaron hacia allí y Clara se paró en seco.
Había un hombre de espaldas charlando con Uhl. El sol de la tarde recortaba su silueta a contraluz: una sombra austera y negra.
Uhl vio a Clara e hizo un gesto. Estaba muy pálido.
– Te presento… Te presento al señor Bruno van Tysch -dijo.
Entonces el hombre se volvió lentamente hacia ella.