Me llamo Juan Domingo Benjamín. Juan Domingo, por ser ahijado de Juan Domingo Perón, que fue tres veces presidente de la Argentina. Y Benjamín por ser el menor de mis hermanos.
Benjamín es nombre de hijo menor. Yo digo: si mis padres me pusieron así es porque ya habían decidido que no iban a tener más hijos. Entonces ¿no podían haberlo decidido antes de tenerme a mí? Como séptimo hijo varón, mi vida no fue fácil.
Por ejemplo, fue un problema tener de padrino a Perón, un presidente argentino al que muchos querían y muchos odiaban. Una ley nacional decía que el séptimo hijo varón tenía que ser ahijado del presidente, para que no lo trataran mal por lobizón. Pero mi familia era antiperonista. En el fondo, todos hubieran preferido que me convirtiera en lobo las noches de luna llena y no que me llamara Juan Domingo.
Lo más triste es que yo me convertía en lobo de todas maneras. No exactamente en lobo, sino en un perro negro y enorme, siempre muerto de hambre.
En realidad, tampoco era en las noches de luna llena, sino todos los viernes a la noche y algunos martes.
Dice mamá que cuando era bebé me convertía en un cachorro peludito, suave y muy cariñoso, y con poco de carne picada me calmaba, aunque no fuera carne humana. Todos tenían la esperanza de ir criándome así, domesticado, de grande me iba a conformar con cualquier cosita que encontrara en la heladera.
Pero a partir de los diez años las noches de los viernes ya empezaron a ser un desastre. Ustedes tienen que entender que un lobizón es un bicho de campo. Vivir en la ciudad era para mí un motivo de tortura constante. Mamá había dispuesto que mis tres hermanos mayores tenían que turnarse para cuidarme y asegurarse de que no me pasara nada cuando andaba por ahí.
Ahora, imagínense lo que debe haber sido para un muchacho de dieciocho o veinte años, que hubiera querido ir al cine con la novia o salir a bailar, tener que pasarse la noche del viernes corriendo detrás de su hermanito lobizón. Lo más natural hubiera sido que me odiaran y así pasó con Ariel y Marcos. En cambio siempre me llevé muy bien con Jonathan, que le encontró la vuelta al asunto de mis transformaciones y llegó a divertirse mucho conmigo en las correrías de los viernes.
Vivir conmigo en la ciudad era un problema constante para todos, pero papá no quería mudarse porque trabajaba en la construcción. "Si nos vamos a las afueras, me voy a tener que pasar la mitad del día arriba del auto", decía cuando mamá insinuaba que la familia podía vivir en el campo mientras él trabajaba en la ciudad.
Mientras tanto para mí era un problema tremendo el asunto de los cementerios. Los lobizones somos mansitos y nunca atacamos a la gente. Pero no nos queda más remedio, cuando somos perro, que alimentarnos de dos cosas: carne humana y caca de gallina. Yo sé que para la gente común suena repugante, pero después de todo es una costumbre bastante inofensiva. Por eso en el campo se escuchan tantas historias de lobizones rondando los gallineros o el cementerio.
Como nuestra familia es judía, mamá, que no quería verse en problemas, les había aclarado muy bien a mis hermanos que no me dejaran meterme en cementerios católicos. Yo creo que un poco por protegerme, un poco porque consideraba que lo correcto era que cada uno se dedicara a lo suyo, y otro poco, porque pensaba que la carne de cristiano me podía caer pesada. En fin, todo el mundo tiene sus prejuicios.
– Si encuentran a un lobizón en el cementerio -decía mamá- lo van a correr con palos gritándole "maldito lobizón". Pero a vos te van a gritar "maldito lobizón judío".
– Es lo mismo -decía yo.
– No es lo mismo-decía mamá.
Si encuentran un lobizón en el cementerio el pobre bicho la pasa mal de todos modos, mamá -decía yo.
Mamá era un poco ingenua y creía que ella podía comprender mi sensación de ser diferente. Ahora digo un poco ingenua, pero entonces me daba rabia. Hay que haber sido lobizón para saber lo que es ser diferente de verdad.
Ahora me doy cuenta de que tener un hijo lobizón debe ser casi tan terrible como ser lobizón uno mismo. Pero solamente casi.
Lo cierto es que desde casa hasta el cementerio judío había un tirón largo y cuando estaba transformado yo no podía usar ningún medio de transporte. Tenía un aspecto amenazador que asustaba a los guardas de tren y a los taxistas. Corría a mucha velocidad y a mis hermanos les costaba un montón mantenerse a la par mía, por más que me tuvieran atado con la correa. Pero igual no llegaba y finalmente terminaba comiendo de cualquier cadáver que encontrara por ahí, sin ninguna garantía de limpieza y buena calidad.
Siempre tuve un olfato fantástico para encontrar cadáveres: la gente común no se da cuenta, pero todas las noches hay crímenes, linyeras muertos, accidentes de auto en la gran ciudad. Mis hermanos cuidaban de que me conformara comiendo un poco de cada uno para que no se notara demasiado mi presencia. Hubiera sido muy desagradable encontrarse con comentarios sobre un cadáver extrañamente devorado en el noticiero de la tele o en el diario de la mañana.
Fue Jonathan el que tuvo la idea que finalmente solucionó una parte del problema: vivíamos a tres cuadras de la Facultad de Medicina. A principio el gusto a formol de los cadáveres que había en la morgue de la facultad me molestaba un poco y hasta me daba alergia. A la mañana siguiente me levantaba con los párpados hinchados y con mareos. Con el tiempo me acostumbré y el formol ya me parecía tan necesario para darle sabor a los cadáveres como la Mostaza para la carne de puchero.
Jonathan, que estudiaba medicina, se había hecho juegos de llaves de todas las puertas de la facultad Los cadáveres de la morgue tenían la ventaja de que a nadie le llamaba la atención si les faltaba una parte, porque los estudiantes de medicina siempre se andan llevando manos, orejas o piecitos para hacer bromas espantosas.
Creo que esa necesidad mía influyó en mi vocación. Cuando llegó el momento yo también decidí ser médico, un poco por seguirlo a Jonathan y otro poco porque me resultaba tan cómodo para resolver el hambre de los viernes a la noche.
No crean que conseguir caca de gallina era mucho más fácil que conseguir cadáveres. Al principio, cuando era muy chico, todavía había algunos gallineros por el barrio y al Mercado Grande traían gallinas vivas, que venían todas apretadas en unos enormes jaulones. Mientras mis otros dos hermanos perdían como tontos toda la noche y todas sus energías persiguiéndome por los suburbios, de gallinero en gallinero, una tarea agotadora y peligrosa, Jonathan, como siempre, encontró la mejor solución.
Por unos pocos centavos, los tipos que limpiaban el Mercado a la noche le juntaban los viernes todo el excremento de gallina en una bolsa. Jonathan se lo llevaba diciendo que lo necesitaba como abono para una quinta de fin de semana. Y yo podía comer tranquilamente en mi casa, debajo de la mesa en mi plato verde.
Uno se acostumbra a cualquier cosa y mi familia inmediata me soportaba muy bien, menos la abuela Sara, que era muy religiosa. A ella la ponía furiosa que yo me transformara precisamente la noche de los viernes, cuando empieza el Sábado que es día sagrado y de fiesta. Tenía la esperanza de que mi mala costumbre cambiara cuando cumpliera los trece años, una edad en la que se supone que uno se hace cargo de sus responsabilidades.
La abuela no quería aceptar por nada que yo no elegía el momento de la transformación, pero por suerte no estaba enojada conmigo. Me llamaba su nietito preferido y me preparaba deliciosas galletitas con semillita de amapola: les echaba toda la culpa a mis padres por no saber controlarme y educarme mal.
Ya era casi adolescente cuando mamá y papá empezaron a asistir a un grupo de autoayuda para padres de chicos especiales. Los domingos se organizaban asados en la quinta de la familia de Gustavo, que se transformaba en chancho o en perro con cabeza de chancho y con el tiempo llegó a ser gran amigo mío. Su apetito por las gallinas podridas y los choclos crudos era más fácil de satisfacer que el mío, pero también le causaba dificultades.
Los chicos odiábamos esos asados, donde nuestros padres intentaban que nos hiciéramos amigos y jugáramos todos juntos. Era absurdo. En primer lugar, no hay tantos lobizones, de manera que nos juntaban con brujas, chicos-tigre, videntes, poseídos y toda clase de personajes cuyos problemas no tenían nada que ver con los míos.
Para los padres estaba muy bien, porque tener un hijo diferente puede ser un problema parecido para los padres de un lobizón o de una bruja. Pero nosotros nos mirábamos con desconfianza y no encontrábamos nada en común. Una bruja es bruja todo el tiempo y cuando yo no estaba convertido en lobizón era un chico como cualquiera, salvo los sábados, que me pasaba todo el día en la cama para descansar de las correrías del viernes, tomando Paratropina para el dolor de panza por haber comido tantas porquerías.
Mi mamá insistía en que tenía que participar en esas reuniones porque me convenía el ambiente. Tenía la ilusión de que encontrara allí alguna chica lo bastante rara como para que su familia me aceptara con alegría. Me insistía mucho que fuera a los bailes del sábado a la noche y siempre me hablaba de los encantos de Juliana.
Juliana, pobrecita, era de esos lobizones que no se convierten en lobo sino en el primer animal que ven cuando se despiertan el viernes a la mañana. Gustavo con ser chancho (a veces perro con cabeza de chancho, que es bastante común) y yo con ser perro estábamos mejor que ella, que había pasado por todas.
Durante mucho tiempo tuvieron en la casa un canario, para que lo viera en cuanto abriese los ojos.
Pero los pájaros son demasiado frágiles, y los padres tenían terror de que se lastimara o la atacara un gato.
Enjaulada sufría mucho. En verano tenían terror con los bichitos, en invierno se volvían locos con las cucarachas: desde que nació y se empezó a notar el problema, la madre dormía con un ojo solo, para asegurarse de que iba a estar despierta antes que ella controlando lo primero que viera.
Después del canario tuvieron un perro grandote, un viejo pastor inglés, así Juliana se convertía en un animal robusto y seguro. Pero vivían en un departamento demasiado chico y con los dos perros se les hacía terriblemente incómodo. Cuando estuvo en edad de elegir, Juliana se decidió por un gato. Una vez las hermanas, por hacerle una broma, la despertaron con una lombriz delante de los ojos y fue horrible.
Era una chica malhumorada, con una cara completamente inexpresiva, como si sus músculos estuvieran tan agotados de modificarse en las transformaciones que ya no le quedaran fuerzas para sonreír o llorar. Lo único que le interesaba era estudiar. Una vez, por hacer un experimento, había dejado un microscopio al lado de la cama y se había convertido en bacteria. Le gustaban mucho las matemáticas y pensaba estudiar física nuclear. Ella suponía que su problema tenía alguna relación con los átomos y las moléculas.
Cuando pensábamos en nuestro futuro, de algún modo todos nos inclinábamos por profesiones que pudieran ayudarnos a resolver nuestro problema, como biología, química, medicina, pero también sociología, filosofía y hasta ciencias ocultas.
A mí, las chicas del Grupo de Padres Especiales me interesaban nada. Me irritaban las poseídas, tan imprevisibles, y más todavía las brujas (séptimas hijas mujeres), que serían un problema para sus padres pero estaban encantadas de jugar con sus poderes y se divertían ensayándolos.
Tenía diecisiete años cuando conocí a Débora. ¿Por qué las mujeres siempre creen que nos van a cambiar, a curar, a convertir en algo diferente a lo que somos? ¿Por qué en lugar de enamorarse de nosotros mismos, se enamoran de ciertas posibilidades que nos atribuyen? Débora decidió emplear todo su amor en convertirme en una persona normal.
Para entonces yo había leído todo el material literario y científico que existía sobre los lobizones. Incluso había aprendido inglés para poder leer textos que no estaban traducidos. Sabía que había muchos casos de hombres-lobo que llegan a casarse y convivir normalmente con sus mujeres sin que ellas se enteren de su condición. Todo está en encontrar una excusa adecuada para los viernes a la noche… y estar preparado para cuando la transformación sucede en un martes. Pero yo había sido criado en una casa donde la gente hablaba libremente de sus problemas. ¿Cuánto tiempo podría haber guardado el secreto con la mujer de la que estaba enamorado? Necesitaba, sobre todo, besarla. Y no hay nada tan desagradable como el beso de un lobizón: cuando lame la boca de una persona, el otro queda con un gusto muy feo, con náuseas y arcadas y sin poder comer durante varios días.
Débora estaba convencida de que el mío era un problema psicológico. Insistía en que estaba "somatizando", es decir, expresando con el cuerpo problemas que en realidad habían empezado en mi cabeza. Como quien se engripa para no tener que dar examen.
Yo mismo empecé a pensar que tal vez fuera cierto y traté de darme cuenta de qué había en la conducta de mis padres que me llevara a esta situación. ¿Quizás era porque me habían dejado dormir demasiado tiempo en su pieza cuando era bebé? ¿Trataba de espantar a mi padre con mis dientes de lobo para quedarme con mi madre, como un Edipo cualquiera? ¿Me convertía en lobizón como efecto del embarazo no deseado de mi madre? ¿Era una reacción a la excesiva exigencia que tenían con respecto a mis estudios? ¿O sólo era la manera de acaparar el cuidado de mis padres y ser alguien especial, distinto de mis hermanos, en una familia tan numerosa?
Débora me convenció de que tenía que tratarme. Así conocí al doctor Garber, que sabía mucho de pacientes neuróticos pero les aseguro que de lobizones no sabía ni jota. Cuatro veces por semana me acostaba en su diván y le hablaba de mis problemas, que eran bastante parecidos a los de todo el mundo. Mis relaciones con mis padres, con mis hermanos, con mi novia y, sobre todo, las dificultades que tenía para ganar suficiente dinero como para pagar el tratamiento. Este último tema nos llevaba buena parte de las sesiones.
Cuando llegaba a mis problemas específicos de lobizón, el doctor Garber se quedaba callado y no trataba de interpretar mis palabras. Yo le hablaba mucho de las molestias intestinales. Mi aparato digestivo de persona humana sufría muchísimo por tener digerir las basuras que comía como lobizón. Como hay tanta relación entre los nervios y los dolores de panza, yo pensaba que el psicoanálisis iba a poder ayudarme mejor que un médico de los que dan pastillas. Sin embargo, después de varios meses de tratamiento, me di cuenta de que algo fallaba: el doctor Garber simplemente no me creía. Él entendía lo de "convertirme en perro" como una forma de expresar ciertos sentimientos o sensaciones, como una manera de decir. Y por más que yo le explicaba los detalles, cómo me crecían el pelo y los dientes, cómo me iba encorvando hasta caminar en cuatro patas, cómo me olvidaba de mi humanidad y sólo sentía esa hambre horrible de cadáveres y gallineros, él seguía pensando que todo sucedía en mi imaginación. No me consideraba loco, porque fuera de esa manía persistente en todo lo demás yo razonaba como cualquier persona, pero sí un caso grave, casi al borde de la locura.
Empecé a tenerle un poco de bronca. Yo ya había empezado a estudiar primer año de medicina pero no dejaba de investigar en los libros de leyendas o de ciencias ocultas. Ningún científico serio se había ocupado de nosotros, los pobres lobizones del sur, bastante distintos de los licántropos, los hombres lobos de la antigüedad, y distintos también de los temibles hombres lobo europeos, que atacaban ferozmente a las personas. Algunas de las cosas que decían esos libros eran ciertas y otras eran puros inventos. Por fin descubrí algo que parecía interesante pero necesitaba alguien cuyo destino me importara muy poco para atreverme a experimentar. El doctor Garber me tenía harto. Averigüé algo sobre su vida. Estaba separado y no tenía hijos. No quise contarle nada a Débora para no preocuparla.
En nuestro próximo encuentro desafié al doctor Garber a que me atendiera un viernes a medianoche. Naturalmente, se negó.
– Yo tengo que mantenerme fuera de su manía -me dijo-. Si paso a formar parte de sus delirios, ya no voy a tener la posibilidad de curarlo.
Pero finalmente lo convencí.
Eran las doce menos cuarto cuando llegué al consultorio. Como siempre, me abrió la puerta del departamento con portero eléctrico y me dejó sentado unos minutos en la sala de espera, como si estuviera atendiendo a otros pacientes. Como siempre, me quedé mirando el retrato de una mujer con la boca muy abierta, como en un grito mudo. ¿Qué le pasaría? ¿A quién estaría pidiendo ayuda?
Por fin me hizo pasar al consultorio. Me acosté en el diván como siempre y empecé a hablar de tonterías. A las doce menos un minuto le mostré el dorso de la mano, que empezaba a cubrirse de pelos.
– A mí me pasó lo mismo -me dijo el doctor Garber- cuando estaba tomando Minoxile por boca para que me creciera el pelo en la cabeza: me salieron pelos hasta en las orejas.
– Pero no tan rápido, supongo -le contesté, y mi voz ya estaba empezando a cambiar.
Todo sucedía normalmente. La cara se me cubrió de pelo, me crecieron las orejas, la boca y la nariz se estiraron hacia adelante transformándose en un horrible hocico de perro mientras mi columna vertebral se prolongaba para formar una cola. Lancé un enorme aullido. Esta vez había una diferencia en mi transformación. A través de muchos meses de ejercicios y entrenamiento, yo podía conseguir que una parte de mi mente humana permaneciera conmigo en ese cuerpo perruno. Tenía un cierto control de mis actos, el suficiente como para poner en práctica mi experimento.
El doctor Garber, que al principio había intentado alguna interpretación psicológica de lo que estaba pasando, había abandonado toda razón y era sólo una pobre cosa asustada, un cuerpo sacudido por el terror.
En su desesperación por escapar de mí tiró al suelo su hermoso y cómodo sillón de analista. Lo perseguí por el consultorio, poniéndome delante de la puerta para impedirle escapar. El lugar era chico. Corriendo, volteamos las macetas del potus y el helecho y también la lámpara de pie.
Desesperado, el pobre doctor Garber abandonó todo intento de escapar y se acurrucó en un rincón, tapándose la cabeza con los brazos. Así no me servía. Con un poderoso aullido lo hice poner de pie otra vez y fingí apartarme de la puerta para que otra vez tratara de salir.
Entonces, me abalancé sobre él.
O, mejor dicho, debajo de él.
Pasé por entre sus piernas.
Había leído que cuando un lobizón pasa por entre las piernas de una persona, le traspasa su maldición y se libra de su mal: el otro queda transformado en lobizón para siempre. ¡Y estaba dando resultado!
Un par de semanas después, cuando recibí un llamado desesperado del doctor Garber, le recomendé consultar a un psicoanalista.