El Taunus no es nuevo pero todavía responde. Como un perro husmeando al otro, Joaquín roza casi con su paragolpes la chapa de un Honda que disminuye la velocidad. El sol pega de frente y rebota en los techos de los autos que se detienen en las casetas de peaje. El calor se ve, pero no se siente, el aire acondicionado funciona bien. En cambio el reflejo del sol lastima los ojos. Claudia baja la pantalla protectora y se yergue todo lo posible en el asiento sólo para comprobar una vez más que el vehículo está diseñado para personas altas. El cinturón de seguridad le molesta en el cuello.
– ¿Lo vas a hacer otra vez? -pregunta.
– Agárrate Catalina -contesta él.
Adelante, el conductor del Honda está recibiendo el vuelto. Joaquín saca la mano con un billete fuera de la ventanilla. Siente correr por sus venas el agradable shock de adrenalina mientras la otra mano aterra la palanca de cambios con un placer casi convulso. Contiene el pie ardiendo sobre el acelerador. Se levanta la barrera y antes de que alcancen a bajarla, bien pegado al Honda, el Taunus se lanza hacia adelante y pasa sin pagar.
¿Ves? -dice Joaquín-. Ya ni siquiera tengo que romper la barrera. ¡Ahora no estoy cometiendo ningún delito!
Claudia sonríe comprensiva y preocupada, como una madre que teme por su hijo aunque no desapruebe su conducta. Mira hacia atrás. La empleada ha salido de la caseta; seguramente grita. Tiene el pelo muy largo al viento y se ve cada vez más chica a la distancia.
– Un día vas a tener problemas.
– Es ilegal. El peaje es ilegal -dice él-. Está en la Constitución. La libre navegabilidad de los ríos, y todo eso.
Es un domingo al mediodía, hace calor, un calor que se huele, se ve, se toca, aunque adentro del auto no se perciba. A los costados de la autopista las villas miseria están activas como hormigueros, la gente se queda afuera, al sol, escapando de las casillas de chapa. Donde hay una bomba o una canilla, se ve un grupo de chicos jugando con agua.
Claudia tiene rasgos pequeños, pelo teñido de rubio. Es una linda mujer y lo sabe. El sol la obliga a guiñar. Saca de la cartera unos anteojos negros, de forma ovalada. No intenta resistirse a la sensación de felicidad. El día se les entrega todo hecho de luz, el cielo es de un azul tan perfecto que parece sólido, un muro celeste, la bóveda del tesoro. Ellos mismos son el tesoro, el auto, el aire que los circunda. La vida entera es un tesoro luminoso. Hasta el asfalto neutro resalta hoy como una larga víbora de escamas brillosas, plateadas.
– Fijate dónde hay que salir de la autopista -dice él-. El mapa está en la gaveta, a mano, delante de todo.
Pero en la gaveta hay un confuso revoltijo. Una zona obscura donde no llega el sol. Claudia intenta desglosar el caos en busca del papel impreso con el mapita y las indicaciones para llegar a la quinta. Saca pañuelos de papel, aspirinas, piolín, un caramelo, un desodorante con aroma a coco y a frutilla, documentos, fotos, un trapo, un mapa de capital y otro de la provincia, una placa falsa de médico que Joaquín usa para estacionar, un frasco con pastillas antiácidas, guantes, un cartón negro con cables pegados para hacer creer que el pasacasetes ya fue robado, cartas de truco, un gancho de metal, un estuche de anteojos.
En ese momento, con una maniobra brusca que delata una decisión imprevista, el Taunus cambia de carril para desviarse hacia una salida, disminuyendo la velocidad.
– Pero no sabemos si hay que bajar acá -dice ella-. Todavía no encontré el mapa.
– Hay otro peaje ahí adelante -dice él-. Odio las autopistas. Olvídate del papel, estamos cerca, vamos a llegar preguntando.
El Taunus ha terminado de bajar la rampa de la autopista y avanza ahora por una calle de suburbio curiosamente intemporal si no fuera por las antenas de televisión. Las casas cuadradas, con la pintura deteriorada, alternan con baldíos y cardales.
– Un perfume de yuyos y de alfalfa… -tararea ella.
– No tararees. Mira a la izquierda, no te lo pierdas, ese hijo de puta no morfa pero tiene parabólica -señala el hombre con un trémolo de envidia en la voz.
En efecto, la casa humilde no parece tener relación con esa boca de radar abierta hacia los cielos como para engullir toda información posible. Las calles están casi vacías. Ya es la hora de empezar con los sándwichs de chorizo, el anticipo del asado.
– Preguntemos -dice ella.
Avanzan un poco más, lentamente. Joaquín parece evaluar y desechar a distintos informantes potenciales. El sol castigando a pique derrite las máscaras y las pocas personas que caminan por la calle parecen extras en un descanso de la filmación: malos actores, inverosímiles en sus disfraces típicos. Una señora con una bolsa de compras. Una chica en bicicleta. Un señor en camiseta lavando el auto con la manguera. Tres muchachos con los pantalones caídos y cadenas colgando del bolsillo trasero, dos de ellos con la visera de la gorra hacia atrás y el otro con un sombrero de paja.
Claudia suspira. Joaquín la mira irritado. Hace poco que viven juntos y están comenzando a sentir los efectos erosivos de la convivencia. Todavía se quieren más de lo que se conocen. El aire acondicionado hace mucho ruido. Tal vez por eso no oyen llegar la moto de policía que pasa al lado del auto y se les cruza delante, a varios metros.
– Listo. Le avisaron los del peaje. Empezó el problema -dice ella.
El hombre frena de golpe, preparándose para la discusión. El policía baja de la moto. Es un muchacho joven, de piel obscura y nariz ancha. Tiene grandes manchas de sudor en la camisa, sobre todo en la espalda, y la cara empapada. Manantiales de transpiración brotan del casco, que se quita con alivio.
– Mira el pelo. En Estados Unidos hubiera sido un negro -comenta ella.
– ¿Y aquí qué es? -le contesta él.
El policía se acerca a la ventanilla del Taunus y abre la boca para decir algo pero la vuelve a cerrar. Se lo ve curiosamente inseguro, es casi un adolescente. Como un reflejo no deliberado, uno de los hombres se afianza alimentado por la inseguridad del otro.
– ¡En este país no hay prisión por deudas! -dice Joaquín, con furia y sin embargo buscando, a través de su tono, la complicidad del policía, al que considera también perjudicado en lo personal y como ciudadano por el injusto precio de los peajes-. Los delincuentes son ellos. ¡A ellos los tendrían que arrestar!
– Señor, precisamos ayuda -dice el muchacho-. Urgente. Venga conmigo. Por acá.
Lo siguen con el auto unos metros más. Desde atrás del paredón de un baldío, atravesadas en la perfección del día, se asoman las piernas de un hombre tirado boca abajo. Con jeans y una sola zapatilla.
– ¡Un muerto! -dice Claudia, sacándose los anteojos. En efecto, el pie descalzo hace pensar en la muerte: hasta que se mueve.
– No, ojalá, ése es el marido -explica el policía-. Está detenido, mi compañero lo está apuntando. El problema es la mujer. Nos quedamos sin pilas, todavía ni pudimos llamar una ambulancia.
– Use el mío.
Claudia se saca del cinturón un teléfono celular chiquito y muy liviano. Es agradable ser útil con tan poco esfuerzo.
– No hay tiempo -dice el policía, que ha bajado su tono todavía más, ahora les habla casi humildemente, como rogando-. ¡Está muy jodida! ¿No me la llevan a la salita de primeros auxilios? Es acá a tres cuadras.
Lo angustioso de la situación parece haberle quitado toda prepotencia. El muchacho ruega como si nunca le hubieran enseñado a dar órdenes. El aire, un momento antes tan inmóvil, ahora está cargado de urgencia. El tiempo se ha puesto en movimiento a una velocidad enloquecida que deja atrás el movimiento de los relojes.
– Seguro, vamos -dice Joaquín.
El policía desaparece detrás del paredón y vuelve casi arrastrando a una chica gordita, también teñida de rubio. La sostiene a duras penas por el brazo que ella le pasa sobre los hombros. La cara de la chica está hinchada y deformada por los golpes pero no sangra. Tiene puesto un jean y una remera corta, sin mangas pero de algodón grueso, tan empapada en sangre que no se distinguen la herida o las heridas que sin duda debe tener en el torso.
– Fue con arma blanca. No le pasó del otro lado. -explica el policía-. De atrás está limpia, no le va a ensuciar.
Joaquín hace un gesto indignado: como alguien va a pensar en el tapizado en un momento así. Pero no puede dejar de observar que, a pesar de las palabras del policía, de la ropa de la chica caen gruesas gotas de color rojo obscuro: no parece que se haya detenido la hemorragia.
En un segundo llegan a la salita, no más grande que el refugio de una parada de colectivos. Baja el policía y vuelve con un enfermero de ojos tristes, todavía con el mate en la mano, que mira a la chica por la ventanilla meneando la cabeza.
– Llévenla al hospital. Aquí no tenemos médico hasta las cuatro… Para tenerla tirada en la camilla…
El hospital no está lejos, dice el policía. Al entrar en zona más poblada el tránsito se hace lento, difícil. Apoyada en el muchacho, que ya tiene la camisa celeste manchada de sangre, la mujer herida tiembla convulsivamente y se queja con gemidos que parecen absorber todo el oxígeno disponible, porque en el auto nadie más puede respirar. Claudia apaga el aire acondicionado. La chica deja de quejarse. Su respiración se hace más ruidosa y curiosamente larga. Cuando suelta el aire se produce un instante de silencio, un punto increíblemente doloroso que se resuelve en el momento en que inspira otra vez, con un ronquido flemoso.
– Apurate -dice Claudia, como si fuera necesario.
Joaquín se apura. El policía saca por la venían un brazo con un pañuelo blanco y así, tocando la bocina, pasan los semáforos en rojo. La chica herida expulsa el aire de sus pulmones lastimados una vez más, con esfuerzo, y el punto doloroso se prolonga intolerable, en el silencio. Los tres escuchan el silencio martillando los oídos.
– ¡Hay que hacerle respiración! -dice Joaquín, con su estilo claro y enérgico-. Y masaje cardíaco. ¡Rápido!
El policía lo mira por el espejito. Sus ojos obscuros y redondos están empequeñecidos por el espanto.
– ¿Yo? -dice, temblando.
– ¡Claudia, maneja vos! -ordena Joaquín, frenando casi de golpe-. Yo voy atrás.
La mujer se corre al asiento del conductor, lo tira para adelante y acomoda el espejito. Joaquín sale del auto y abre la puerta de atrás. Sabe lo que hay que hacer.
– Usted, vaya para adelante -le dice al policía-. Déjeme a mí.
Con enorme alivio, el muchacho se pasa al asiento de adelante y el auto vuelve a arrancar. No han perdido más de veinte, tal vez treinta segundos. Claudia maneja bien, zigzagueando entre la larga y lenta fila de autos. La cabeza de la chica herida cuelga hacia un costado y unos arroyitos de sangre se escapan todavía por la boca y por la nariz. Joaquín se arrodilla en el asiento con intención de golpear rítmicamente el pecho inmóvil como lo ha visto tantas veces en la televisión: parece fácil. Levanta el brazo con el puño cerrado y lo vuelve a bajar, flojo. No tiene el coraje de asestar un puñetazo sobre esa confusión roja. Echa hacia atrás la cabeza de la chica, que zangolotea con los movimientos del auto sobre el asfalto desparejo, le tapa la nariz con una mano, aspira hondo para pasarle el aire por la boca y una náusea incontenible le crece desde el fondo de las tripas. Sabe lo que hay que hacer, pero no puede. Apenas alcanza a sacar la cabeza fuera de la ventanilla antes de vomitar.
– No se preocupe, señor -lo consuela el policía, que parece aturdido, como si no tuviera plena conciencia de lo que está sucediendo-. Seguro que se hubiera muerto igual.
Ahora han llegado al hospital. Las tres personas vivas bajan del auto casi al mismo tiempo. Nadie quiere quedarse con la mujer herida, a la que todavía no se atreven a llamar la muerta. El policía entra saltando los escalones de dos en dos pero tarda varios minutos en salir con un médico de barba entrecana y una pierna enyesada que se acerca al auto lo más rápido que puede, seguido por dos enfermeros que empujan una camilla.
El médico ausculta a la mujer herida, le busca el pulso en la carótida, le mira con una linternita las pupilas, intenta encontrarle algún reflejo. Poco a poco sus movimientos pierden urgencia. Después le toma una mano, mira las uñas y la palma con detenimiento. Está muerta hace rato.
– ¡Pero recién respiraba! -lo enfrenta Joaquín.
– Mire, lo que para usted es recién, por ahí ya son diez, quince minutos: demasiado -dice el médico con paciencia. Le pone una mano en el hombro pero Joaquín se la sacude con un movimiento nervioso, como un caballo que espanta un tábano-. Tan joven, pobrecita, qué locura. Vamos para adentro -y les hace una seña a los camilleros.
– ¿Van a traer otra camilla? ¿Una de la morgue? -pregunta Claudia.
El médico se da vuelta y la mira con sorpresa.
– Esto es un hospital. Si se nos muere a nosotros, es una cosa. Pero no internamos cadáveres. Si quiere perder tiempo hable con la administración.
En efecto, la chica está cambiando de color. Ya se ha convertido casi completamente en un cadáver. De su cuerpo no sale más sangre y la que le empapaba la ropa empieza a virar del rojo puro al amarronado. El policía parece muy desalentado, pero alcanza a detener con un gesto a Joaquín, que ya está listo para abalanzarse sobre el médico.
– Es así nomás, señor, el doctor tiene razón. Los hospitales no agarran muertos.
Se miran los tres, indecisos. Como si fuera el centro azul de una llama, el cielo mismo vibra de calor. En la quinta, los amigos estarán terminando de comer. Habrán empezado las discusiones acerca de la digestión y la pileta. Es posible imaginar el olor celeste del agua, las manchas de sol en la sombra de los árboles copudos, el grito ocasional de un benteveo, como quien imagina o recuerda el Paraíso. Imposible, perdido.
– Voy a avisar que no nos esperen -dice Claudia.
Mientras habla por teléfono, Joaquín discute con el policía. Claudia ya lo ha visto discutir muchas veces con muchas personas distintas. Conoce los gestos y, sin necesidad de prestar atención a la escena, puede imaginar las palabras.
– Vamos a la comisaría, no zafamos -le explica después Joaquín-. Hay que hacer un acta.
Se le acerca tratando de rodearla con su brazo transpirado, grueso, protector. Ella lo rechaza con un gesto.
– Demasiado calor. Vamos -dice, resignada.
Ahora tienen todo el tiempo del mundo, el domingo se estira infinito hacia la eternidad. El cadáver ocupa mucho espacio en el asiento trasero. El muchacho se sienta bien pegado a la puerta. De vez en cuando tiene que empujar a la muerta que amaga con caerse y se le va encima. Al fin la acomoda bien en el medio del asiento, el cuerpo caído hacia el otro lado, en una postura que en vida hubiera sido ridícula o imposible y ahora parece perfectamente lógica. Pide el teléfono para avisar a la comisaría, así ya los esperan con todo preparado. Por el camino el muchacho se presenta por fin como el agente Fiorini y les habla de lo que pasó. Cuenta una historia larga, triste, con hijos chiquitos, suegras, cuñados, denuncias de los vecinos, comentarios a favor y en contra de la muerta. Su relato es confuso, tiene errores, la cronología es oscilante, carece de los enlaces lógicos que podrían hacerlo inteligible.
– Dios me perdone -lo interrumpe Claudia- pero me muero de hambre.
– Los dejamos en la comisaría y comemos algo por ahí -dice Joaquín, englobando al vivo y a la muerta en el mismo fastidio, el mismo obstáculo que se interpone entre él y la felicidad.
La comisaría es una construcción vieja, de techo chato, con el escudo de la provincia y una bandera argentina mugrienta, apagada en el aire quieto. En la puerta los espera una mujer terrosa, de ojos enrojecidos, vestida con unos shorts viejos y una camiseta de hombre. Usa chancletas de plástico polvorientas, de distinto color en cada pie. Se acerca lentamente y mira por la ventanilla. Cuando baja el policía, la mujer va directamente hacia él; no puede decirse que grite: de su boca, o quizás de su vientre, se escapa en forma persistente un gemido largo y finito, involuntario, como el que emite el motor de algunas heladeras cuando funcionan mal.
– Así me la traes -le dice-. Sos poca basurita vos. Poca basurita.
Es una mujer vieja y las arrugas de la cara son como tajos o cicatrices y amontonan polvo igual que todo el resto del universo. Después se da vuelta y se va, caminando despacio. Sigue emitiendo ese sonido largo y extraño, casi un silbido.
– La madre -dice Claudia. -Lo mismo que si fuera -explica el agente- Es la tía que la crió. La gente de aquí nos conocemos todos.
El muchacho pasa primero pero no los hacen esperar. Los atiende el oficial de guardia, porque el comisario está durmiendo la siesta. Los hace pasar a una oficina casi agradable, donde se siente menos el calor. Como muestra de gentileza, gira hacia ellos el turbo. Joaquín abre los brazos para sentir el aire fresco en el cuerpo transpirado. El oficial les pide documentos.
– ¿Cómo documentos? -Joaquín estalla de hambre y mal humor-. ¿No le contaron lo que pasó? Venimos a dejar eso y nos vamos.
El aire del turbo agita el cabello rubio y lacio de Claudia, que ya le está alcanzando su documento al oficial.
– Disculpe la molestia, pero necesito los números para levantar el acta, señor… -mira la cédula de la mujer- ¿Lavandeira?
– No, yo soy Aulés -dice Joaquín, sacando su documento-. Lavandeira es el marido verdadero. Quiero decir, al revés, ¿no? El ex marido. Pero todavía en los papeles. Usted sabe. -Le entrega su documento.
– Señor Joaquín Carlos Aulés -deletrea el oficial tipeando en el teclado de la computadora. Claudia mira el revés del monitor con una atención fija, concentrada, como si pudiera atravesarlo con la vista.
El oficial les dice que siente muchísimo tener que molestarlos. Habla con sinceridad. Qué más quisiera que ahorrarles esta situación, les dice. Ellos, los del barrio, ya sabían que esos dos iban a terminar mal, y así fue. Con todo, tienen suerte: antes, les dice, en un caso así, tendrían que haber ido con la muerta mucho más lejos, hasta Dolores, y ahora todo se puede arreglar en La Plata. En el juzgado de turno de La Plata.
– Disculpe. Estoy mareada -dice Claudia.
El oficial pide que le traigan un vaso de agua fría y le ofrece recostarse en un sillón, pero ella no quiere. Apoya los codos sobre el escritorio y se sostiene la cabeza entre las manos.
– Es una occisa, señor Aulés, imaginesé: solamente el juez puede darle entrada en la morgue judicial.
Joaquín Carlos Aulés sonríe, se esfuerza por sonreír, se lleva la mano al bolsillo y la deja allí, obvia.
– Seguro que esto se puede arreglar -dice.
El oficial devuelve la sonrisa, asiente moviendo la cabeza con un gesto exagerado de aprobación.
– Es que no se arregla con plata, ojalá, se lo digo para ganar tiempo porque usted dejó el auto al sol. Y no es que no me haga falta. Mi hija toca el violín ¿sabe? Toca bien, estudia con buenos maestros. Buenos y caros. ¿Le gusta la música?
Sin esperar respuesta el oficial acciona un discman conectado a dos parlantes chicos que tiene sobre el escritorio, un objeto que parece pertenecer a un dueño más joven que él, algo que podría haber decomisado en una razzia. " La Campanella " de Paganini llena de acordes rápidos y virtuosos la habitación blanca. La música gira chocando contra las paredes, juega a rozar el silencio y renace vertiginosa en vueltas más y más veloces.
– Todo pensado para el lucimiento del violinista. Casi más que para nosotros, los que estamos escuchando-comenta el oficial, mientras dirige el concierto con una batuta imaginaria.
– A La plata con la muerta no hará falta que vayamos los dos ¿no es cierto? -dice de pronto Claudia-yo podría no haber estado en el auto. Me siento mal. Estoy embarazada.
Joaquín levanta la cabeza sorprendido y le busca la mirada, pero ella sigue concentrada en el revés del monitor. El oficial la estudia un instante sin dejar de mover la cabeza al ritmo de la música, como evaluando los riesgos de su decisión.
– Ya mismo le llamo al médico, señora. El forense vive aquí a la vuelta, si hace falta la internamos enseguida -su calma desmiente la urgencia de las palabras.
La mujer duda un segundo.
– Mejor consígame otro vaso de agua. A lo mejor es hambre nomás. Me baja la presión.
El oficial mira al señor Aulés con una mezcla de lástima y solidaridad. Saca un paquete de caramelos de goma y convida a Claudia, que se pone cuatro juntos en la boca y los mastica nerviosamente.
– Yo les diría que almuercen en alguna parrillita camino a La Plata. Van a necesitar un testigo. Tenemos la confesión del marido, pero ustedes con eso no hacen nada. No se preocupen, yo consigo.
Cuando el oficial sale, Joaquín pone su mano sobre la de Claudia y deja salir una breve carcajada curiosa.
– Te querías escapar, petisa. Casi te sale bien. Hasta yo estuve a punto de entrar.
Ella retira la mano y se echa el pelo hacia atrás dejando que algunos mechones organizadamente rebeldes vuelvan a caer con arte alrededor del óvalo de la cara.
– Pero es cierto. No mentí -dice, todavía sin mirarlo.
A Joaquín le cuesta localizar a un amigo abogado, que le confirma todo lo que les han dicho. No hay cómo ni por dónde escapar. Hay que ir a La Plata.
– Conseguí un testigo buenísimo -el oficial vuelve a entrar alegremente a la oficina-. Eso sí les pido, que si se paran a comer no me lo dejen chupar.
El auto es una trampa de metal recalentado deshaciéndose al sol. Adentro se siente o tal vez se imagina un olor dulzón que Claudia intenta tapar con desodorante. El hedor de la sangre seca se mezcla con perfume a coco y frutilla. Tapan a la muerta, la envuelven casi con un acolchado rosa muy gastado. El agente Fiorini, que se cambió la camisa, y el testigo, un hombre bastante sucio, con olor a vino, se apretujan en el asiento de atrás, tratando (pero es un intento imposible) de dejar espacio entre ellos y la muerta, que crece a cada instante. Hay que echar a una mosca que se ha metido en el auto al abrir las puertas. Se ponen en marcha con las ventanillas abiertas y el aire acondicionado funcionando.
Por el camino el agente Fiorini le toma lección al testigo, que repite su discurso como un buen alumno, memorizando cuidadosamente todos los detalles.
Las preguntas y respuestas van delineando la figura de un hombre flaco, que le pega a su mujer en silencio para no despertar a los chicos. Un hombre que finalmente saca un cuchillo, el mismo que usa para trabajar en el frigorífico como destazador de reses, y la amenaza. Recién entonces la mujer empieza a gritar y van llegando los vecinos.
– Usted va a decir que entró a la casa y lo vio.
Entonces le van a preguntar cómo era la casa -el agente Fiorini adiestra al testigo-. Las paredes son celestes. Las sillas son de plástico, anaranjadas. ¿De qué color es el tapizado de las sillas?
– No tienen tapizado porque son de plástico, anaranjadas -dice el testigo, sin caer en la trampa.
– Va a tener que explicar por qué los siguió hasta el baldío.
– La piba, la señora, salió corriendo, el Moncho la perseguía con el cuchillo grande de destazar, yo me les fui detrás, también con los otros vecinos.
– ¿Usted por qué entró a la casa? Hable de los gritos.
– Yo entré porque escuché los gritos, como las otras veces. Ella siempre gritaba al final, para pedirnos ayuda a los vecinos.
– ¿Ella siempre gritaba? -quiere saber de pronto el agente Fiorini y algo ha cambiado en el tono de su pregunta, ya no parece estar personificando al juez, o al secretario del juzgado, le tiembla un poco la voz, quiere saber.
– Ella gritaba, sí. Siempre gritaba cuando se las veía muy negras, cuando él sacaba el cuchillo, ahí era que gritaba la pendeja pidiendo ayuda. Y la que se metía antes que ninguno, por lo más general era la señora Sandra, que eran muy amigas, la que le cuidaba a los chicos cuando ella se iba a trabajar, la mujer del Rosamel.
El agente Fiorini no pregunta más y se hunde en el asiento. La vida y la muerte del bulto que se endurece de a poco en el asiento de atrás van tomando forma para Joaquín y Claudia. Desean librarse de ella cuanto antes. Sin embargo, el hambre puede más.
– Total, el día está perdido -dice Joaquín-. Qué apuro hay.
Ya son casi las cuatro de la tarde cuando eligen una parrilla al borde de la ruta.
– Igual hasta después de las cinco va a ser difícil que lo encuentren al juez -les asegura el agente Fiorini.
Joaquín sale del baño. Se ha mojado la cara, el pelo y la nuca, sin secarse. El policía y el testigo ya están sentados. Sobre la mesa de fórmica gris una botella de vino le recuerda las recomendaciones del oficial. Claudia está eligiendo una revista. Él se le acerca despacito y la toma de atrás, de la cintura.
– ¿Entonces es verdad? ¿Estás embarazada? ¿Es mío? -le dice en voz muy baja, casi en el oído.
– Hay que ser muy infeliz para preguntar eso -dice Claudia, devolviendo el susurro, para que no los escuchen desde la mesa. Habla con un tono de odio sibilante que lo golpea por inesperado. Joaquín la suelta y retrocede un paso, desconcertado-. Hasta que preguntaste si era tuyo.
– Estás diciendo pavadas, Claudia.
Claudia no contesta. Va a sentarse a la mesa con los otros. Mientras comen el asado de tira, Joaquín piensa que hay que hacer algo, hay que hacer algo, hay que hacer algo. Sin embargo, por el momento no se le ocurre nada más que masticar con esfuerzo la carne un poco seca (pero a esa hora ya no queda mucho para elegir) y compartir el vino con el agente Fiorini. El testigo, a pesar de las sospechas en su contra, se ha limitado a pedir una Pepsi. Claudia toma agua mineral sin gas y con el tenedor hace dibujitos imaginarios en el plato, produciendo un sonido raspante.
Están entrando a La Plata cuando el agente Fiorini empieza a acosar al testigo. Parece más borracho de lo que corresponde a la cantidad de alcohol ingerida.
– Vos estabas ahí. Vos estabas ahí y no hiciste nada -le dice.
– Yo estaba qué, dónde estaba. Yo soy el testigo, agente, se olvidó, si usted mismo me está diciendo lo que tengo que contar, yo vi lo que vos querés, loco, lo que se te ocurra, soy el testigo, yo.
– Vos estabas de verdad, a mí no me engañas, estabas y no la defendiste, dejaste que ese animal la matara y no hiciste nada, negro de mierda, vos sos vecino, vos estabas.
El agente Fiorini, buen muchacho, se ha puesto colorado, con ese tono subido que toman los muy morochos. Dándole la espalda al cadáver, saca de la cartera la nueve milímetros y apunta vagamente a todo el mundo. Joaquín, aterrado, se detiene en mitad de la calle. Las manos le tiemblan sobre el volante. Claudia está muy quieta, no parpadea, murmura unas palabras que pretenden tranquilizar al muchacho, pero él no la escucha.
– ¡No la defendiste, hijo de puta! -grita, casi sollozando, mientras le quita el seguro a su arma.
Pero el testigo no está asustado. Es el único de los vivos que no parece asustado. Al contrario, va perdiendo su actitud insignificante y sumisa.
– ¿Yo no la defendí? ¡Y vos qué hiciste, pedazo de nada, pedazo de mierda! ¡Poca basurita te dijo la tía! ¿O te crees que todos no sabíamos quién era el que se la movía, con perdón de la difunta! -el testigo se persigna respetuosamente.
El agente Fiorini estalla en llanto y baja la pistola. Suavemente, casi con cariño, el testigo se la saca de la mano.
– No puedo más ir así, al lado de ella -llora el agente Fiorini.
El testigo se mete en el cinturón el arma reglamentaria y con mil disculpas le pide a la señora que lo deje ir al policía en el asiento de adelante. Claudia baja del auto. El agente Fiorini, sin dejar de llorar, se sienta al lado de Joaquín. El testigo se acomoda atrás, pegado a la muerta, dejándole lugar a Claudia.
En ese momento pasa un taxi. Claudia lo para, sube y se va. El sol está empezando a atenuarse en el cielo implacable. Claudia baja la ventanilla del taxi que acelera, y deja que el viento entre con fuerza. Ya no le importa lo que pase con su pelo. No está embarazada. En cambio le gustaría escaparse de todo como se escapó la muerta, aunque de otra manera.
– Seguro que se fue para el juzgado, ¿no? Seguro que la encontramos ahí… -pregunta Joaquín, mirando ansiosamente al testigo por el espejito, como si pudiera leer el sentido de su vida en los ojos un poco velados del hombre.
– Quién sabe -dice el testigo, solemnemente-. Quién puede saber.
El señor Joaquín Carlos Aulés se aferra al volante y apoya la cabeza en los brazos. Sigue haciendo tanto calor como al mediodía pero con menos brillo, porque está bajando el sol.