A la mañana siguiente debían enfrentarse en el Gran Torneo por la mano de la Princesa Ermengarda. Y esa noche el caballero Arnulfo de Kálix y el Príncipe Verde bebieron juntos por el fin de la amistad que los unía y por la eternidad de la belleza (que los separaba).
Hacía muchos años que el Gran Torneo había comenzado, y nadie conocía la fecha de su fin. Su fama había crecido hasta apagar la fama de la Prin cesa. Desde las más lejanas comarcas de la cristiandad acudían los jóvenes participantes, atraídos por el sonido marcial de las lanzas al chocar con los escudos. Había mil razones por las que a un caballero podía interesarle intervenir en el Gran Torneo y muy pocas tenían relación con la Princesa. Muchos padres nobles enviaban a sus hijos a templar su juventud en la justa. Algunos venían a cumplir una condición impuesta por sus damas para conquistar sus mínimos favores. Los más ilusos creían poder enriquecerse con el botín de los vencidos (unas cuantas espadas rotas, caballos heridos y armaduras desarticuladas). Pero la mayoría deseaba conquistar fama y honor: y no había oportunidad en la tierra como la que daba el Gran Torneo, donde un joven desconocido podía transformarse en el tema de una canción de gesta con sólo atreverse a desafiar a un caballero de bien ganada gloria. Hasta un pobre segundón, desheredado por el derecho de la primogenitura, como el Príncipe Verde (cuyo verdadero nombre nadie conocía) podía batirse en las mejores condiciones: no faltaban los mercaderes dispuestos a prestar armas y caballos a cualquier aventurero decidido a demostrar en la liza la bondad de sus mercancías.
Día tras día nuevas tiendas de campaña se añadían al enorme campamento. Nobles, príncipes y caballeros las ocupaban: unos como participantes; otros, como simples espectadores. Algunos traían en sus comitivas a sus confesores privados. Otros pertenecían a órdenes religiosas. Escuderos, palafreneros y mozos de cuadra los servían. Bufones, saltimbanquis, bohemios y comediantes los divertían. Los mercaderes proveían a sus necesidades. Había también clérigos andantes, dispuestos a darle la extremaunción al más humilde de los contendientes. Hacia el este, en tiendas de colores profusos, hermosas cortesanas rendían sus encantos a los nobles, príncipes y caballeros y a sus privados. Un poco más lejos, en tiendas de colores desteñidos, prostitutas más pobres o más viejas ofrecían sus servicios a los mercaderes, a los escuderos, palafreneros y mozos de cuadra, a los bufones, saltimbanquis, bohemios y comerciantes, y también a algunos clérigos andantes. Aquí y allá se levantaban capillas dedicadas a santos y beatos de todas las tierras. Había comenzado ya la edificación de una iglesia. Y en los terrenos cercanos a la liza construcciones más sólidas comenzaban a reemplazar a las tiendas de campaña. Pero ésta no es la historia de la ciudad de Uxval, de su nacimiento, auge y decadencia. Ésta es la historia del caballero Arnulfo y la princesa Ermengarda.
Doce años tenía Arnulfo cuando escuchó por primera vez la leyenda del Dragón y la Princesa, entonada por un trovador errante en la feria de Kálix. El trovador, acompañándose con su laúd, cantó primero la clásica belleza de Ermengarda, sus cabellos oro-trigo, sus perlas dientes, la terrible blancura de su piel. Después, cambiando el laúd por un tamboril y usando los registros más graves de su voz, enumeró las pruebas que debía atravesar el caballero que quisiese romper el maleficio. Sólo un héroe que hubiera vencido en justa lid a tantos caballeros como el doble de sus años por los cuatro elementos, aire, fuego, tierra y agua, estaría en condiciones de enfrentar al Mago que gobernaba al Dragón que custodiaba a la Princesa que bordaba, encerrada en el castillo, el tema sin tiempo del Castillo, la Princesa y el Dragón. Sólo aquel que hubiera derrotado al Mago podía enfrentarse con el Dragón.
Arnulfo, que había prestado una vaga atención al resto de la leyenda, se sintió de pronto llamado a su destino: el tema del combate con el Dragón le encendía los sueños. Esa misma noche juró sobre la empuñadura de su primera espada vencer en justa lid a tantos caballeros como el doble de sus años por los cuatro elementos, aire, fuego, tierra y agua, vencer al Mago, vencer al Dragón y liberar a Ermengarda. El joven caballero Arnulfo sintió la necesidad de comenzar a prepararse para tan grave tarea y al día siguiente el más grande de los perros del castillo de Kálix sufrió las primeras consecuencias de su osado juramento: sólo sus ladridos desesperados lo salvaron de la espada vengadora de Arnulfo. Su padre lo castigó con un largo encierro que el muchacho empleó en grabar, sobre la mesa de roble de su cuarto, el nombre de Ermengarda, a quien todavía ni siquiera imaginaba. Porque sólo pensaba en el Dragón.
En la noche húmeda el caballero Arnulfo y el Príncipe Verde recorrieron sin hablar los tentáculos del monstruoso campamento. Ni siquiera el rey de Braxberg podía haber previsto el éxito de su idea cuando instituyó el Gran Torneo Permanente por la Mano de la Princesa Ermengarda. Sabedor de que un espectáculo semejante atraería multitudes de todos los rincones de la tierra -multitudes dispuestas a prodigar su oro-, el rey había decidido utilizar la fama de la antigua leyenda para llenar las arcas de su reino, empobrecido por las guerras que los generales del rey ganaban en el campo de batalla y los representantes del rey perdían, invariablemente, en el campo de la diplomacia. Como todos conocían los beneficios que a Braxberg reportaba el Gran Torneo, eran muy pocos los caballeros que creían en la existencia de la Princesa. Es cierto que muchos llevaban al cuello su retrato, una miniatura de la obra de un maestro florentino, que producía y vendía en una de las tiendas del campamento un discípulo del gran maestro, arrojado de su taller por su afición al aguardiente. Pero la mayoría lo usaba sólo como amuleto y, en todo caso, la ridícula hermosura de la mujer del retrato parecía verificar la inexistencia de la modelo.
Sin embargo, el caballero Arnulfo y el Príncipe Verde creían en la Princesa Ermengarda y en su belleza inverosímil. Sabían, sin necesidad de palabras entre ellos, que al día siguiente se enfrentarían en justa lid y lucharían hasta que sólo uno de los dos quedara vivo, por el amor de la Princesa Ermengarda. Y el vencedor habría cumplido la primera de las pruebas cantadas por la leyenda. Por eso preferían el silencio, la lenta observación de las gotas de humedad al condensarse sobre el frío de las armas.
Cuando Arnulfo llegó por primera vez al Gran Torneo era un adolescente ingenuo y arrogante que se creía desencantado y cínico. Estaba seguro de vencer en breve tiempo, y por la sola fuerza de su brazo, a tantos caballeros como el doble de sus años por los cuatro elementos, aire, fuego, tierra y agua. El caballero Arnulfo amaba y deseaba ya a la Princesa Ermengarda (a su imagen) como un chico ama y desea a su primera, no poseída, bicicleta. Con pasión. Tercamente. En el primer combate la lanza de su rival atravesó él pecho de su caballo, y Arnulfo descubrió, con la muerte, cuál había sido hasta entonces el verdadero amor de su vida. Con su propia espada, llorando, cavó la tumba de Brodo. La tarea le demandó un día entero y arruinó por completo el filo de su espada. En el segundo combate fue desmontado por la fuerza de su propia lanza al clavarse en el hombro acorazado de su rival. Su nuevo caballo lo arrastró por la arena, con un pie enganchado en el estribo, quebrándole una pierna. Pero esta vez su oponente, un muchacho apenas mayor que él, no quedó mejor librado. El caballero Arnulfo tuvo oportunidad de descubrirlo cuando se encontró junto a él en uno de los jergones de la tienda que hacía de hospital de campaña.
Al principio, reconociéndose como rivales, se limitaron a mirarse con fiereza. Pero las heridas tardaban en cerrarse, crecía el encierro, y pronto se les hizo necesaria la palabra. Con profusión de mayúsculas, Arnulfo se decidió a relatarle al Príncipe su combate con el gigante Brangosh, en el Bosque Encantado. Apenas unas horas tardó el Príncipe Verde en responder equitativamente con la descripción de la batalla en que venció al rey moro Abencaján y a toda su comitiva sin más armas que su ingenio y sus manos desnudas. Fue tal vez lo minucioso de este relato lo que permitió al caballero Arnulfo recordar cómo, vencido el gigante Brangosh, sus siete gigantescos hermanos vinieron en su ayuda. Continuó, entonces, el Príncipe Verde su batalla, ahora contra toda la vanguardia del ejército moro. Si los dos valientes caballeros hubiesen estado libres para vagar a su antojo por el campamento, encontrándose de vez en cuando para beber juntos una copa de hidromiel, moros y gigantes hubieran seguido reproduciéndose en progresión geométrica (y nunca hubieran llegado a ser amigos).
Pero en la situación actual se veían obligados a compartir cada segundo de penuria, a escuchar cada uno de los gritos que les arrancaban las dolorosas curaciones, a soportar juntos las indignidades pequeñas que su estado les imponía. Eran jóvenes y generosos y no tardaron en olvidar buenamente sus fantásticas historias para confiarse su mutua decepción con respecto a la honestidad de la justa, su total desesperanza con respecto a la victoria y su verdadero amor por la Princesa Ermengarda. Cierto es que nunca hablaron mucho de ella. Los dos amaban y deseaban ahora a la Princesa Ermengarda (a su imagen) como ama y desea un muchacho de barrio a una estrella de cine. Secretamente. Sin esperanzas. En sus ensueños coincidentes la imaginaban con un vestido muy claro, muy tenue.
El caballero Arnulfo y el Príncipe Verde no volvieron a separarse y su amistad ejemplar fue primero comentada y después temida. Crecieron y se formaron juntos en el Gran Torneo y él dio fuerza a sus cuerpos y cambió sus ojos. Al principio, para poder permanecer cerca de la liza, se vieron obligados a entrar en el servicio de caballeros más viejos y más ricos. Mezclados con los demás servidores, humillados por los de más categoría y despreciando a los más bajos, aprendieron mucho más de lo que deseaban saber. Aprendieron a beber sin respirar enormes jarras de cerveza. Aprendieron los rápidos movimientos de las manos que, en los juegos de dados y de naipes, seducen al azar. Aprendieron los escasos, repetidos misterios de las tiendas de colores profusos y de colores desteñidos. Desde entonces el caballero Arnulfo debía cuidar la blanca imagen de la Prince sa Ermengarda, siempre dispuesta a mezclarse, en sus ensueños, con las cansadas imágenes de las prostitutas.
Y llegó el día en que el Príncipe Verde y el caballero Arnulfo se sintieron preparados para volver al combate. Luchando costado a costado desafiaron y vencieron y fueron desafiados y vencieron y llegaron a ser célebres y temidos. Sabían ahora cómo burlar las reglas del torneo sin ser vistos por los jueces. Sabían que una armadura liviana es más valiosa que una armadura impenetrable. Sabían que luchar contra el sol es luchar contra el más peligroso de los enemigos. Sabían reconocer, entre muchas, una espada bien templada y, en una tropilla, al caballo más apto para el combate. Sabían cómo utilizar en su favor las desigualdades del terreno. Sabían quiénes eran los jueces venales y quiénes los que pretendían ser justos.
Los dos amigos se miraron a los ojos, dejando que el silencio creciera como un muro que los separaba, solos los dos, del resto de la noche. Y el caballero Arnulfo supo que nada podía existir sobre su afecto, su amistad por el Príncipe. Excepto la imagen de la Princesa Ermengarda. Porque el caballero Arnulfo amaba y deseaba ahora a la Princesa Ermen garda (a su imagen) como ama y desea a su primera, no escrita, novela un exitoso redactor publicitario. Con desesperación. Con desencanto. Antes de retirarse a sus respectivas tiendas, los dos renovaron en alta voz su juramento de vencer o morir por la Prin cesa, y cada uno se despidió del otro para siempre en secreto.
Todos los años algún noble participante llegaba a completar el número mágico de victorias y con gran pompa dejaba el torneo. El combate final, anunciado por los pregoneros del viejo rey de Braxberg, atraía más público que de costumbre. Ese día los pechos respectivos de las damas presentes se agitaban con más suspiros. El vencedor, cargado de honores -y del botín de los vencidos-, volvía por lo general a su feudo, donde tenía asegurado hasta el fin de sus días el respeto de todos los hombres y la admiración de todas las doncellas. Si pocos eran los que al llegar soñaban con la Princesa Ermengarda, todos la habían olvidado al retirarse. Y sin embargo, en medio del polvo, del barro y la sangre, el caballero Arnulfo y el Príncipe Verde le habían sido fieles en su corazón. Y mientras ganaban con los dados cargados, le habían sido fieles en su corazón. Y hasta en las tiendas de colores desteñidos o profusos, le habían sido fieles en su corazón. Mañana uno de los dos partiría hacia el castillo de la Princesa y el otro, con la Princesa en su corazón, habría muerto.
Hace calor, el caballero Arnulfo transpira dentro de su armadura recalentada por el sol. No hay viento, todas las banderas están apagadas. A causa del sudor, el polvo se adhiere a las pocas zonas descubiertas de su piel. Uno de los caballos está muerto. La sangre de sus heridas atrae a las moscas. El Príncipe Verde está en el suelo. El caballero Arnulfo está arrodillado junto a él. Le corta, con su espada, las correas del yelmo. Un escarabajo trata de trepar un montículo de estiércol. Sube y vuelve a caer, varias veces, patas arriba.
Con el calor, la arena reverbera. Arnulfo arranca el yelmo de la cabeza de su amigo. Lo tira a un costado. Una exclamación agita a los espectadores. Algunas damas se inclinan ansiosas para observar mejor lo que sucede en la liza. Algunos caballeros se inclinan ansiosos para observar mejor lo que sucede en sus escotes. El espectáculo es interesante y sin embargo se extraña ya el fresco refugio de las tiendas. No todos desean la sangre. En cambio, todos desean el final del combate. Hace mucho calor.
El cuello del Príncipe Verde brilla, muy blanco. Arnulfo piensa sin querer en la piel de la Princesa Ermengarda. Un pájaro cruza el horizonte. Es difícil decidir si se trata de un águila, de un buitre o de un halcón. Está demasiado lejos. La espada levantada de Arnulfo prepara el gesto de una muerte rápida, honrosa, una muerte digna de su afecto (de su respeto) por el hombre que yace. Sólo entonces comprende que no puede mover su brazo. Que el Príncipe ha logrado, con la sola fuerza de sus ojos, suspender en el aire el peso de su espada.
"No me mates", dicen sus ojos. "Renuncio para siempre a la Princesa Ermengarda. Es verano y en mi aldea las mujeres llevan los brazos descubiertos y cualquiera puede ver las gotas de sudor en el vello de sus axilas. Es verano, y la tierra tiene un olor dulce, pesado. Hay duraznos blancos y duraznos amarillos y todos son grandes y jugosos. Es verano, y hasta las flores tienen pétalos de carne. Las doncellas descubren el placer cálido de la orina corriendo entre sus muslos. Y en la tienda de colores profusos me espera la hermosa Melisenda, sabia en secretos de amor. ¡No me mates! Renuncio para siempre a la Princesa Ermengarda. ¡Qué me importa a mí de su blanca leyenda! No quiero morir en verano, cuando todas las mujeres son princesas. Quiero morir en el lecho, donde todas las princesas son mujeres".
Eso dicen los ojos del Príncipe y ni un segundo ha transcurrido entre el gesto del caballero que levanta la espada y el gesto que la arroja sobre la arena como una serpiente rígida, muerta. Y aunque el Príncipe Verde vive y vivirá muchos años, y morirá como un anciano venerable rodeado por sus quince nietos y sus cuatro concubinas, el caballero Arnulfo llora hoy la muerte de su amigo. Una muerte más honda que la de su cuerpo.
Sucio, cansado, lastimado, el caballero Arnulfo deja el Gran Torneo. Ha vencido ya a tantos caballeros como el doble de sus años por los cuatro elementos, aire, fuego, tierra y agua. Recién ahora siente el calor, como un animal peludo sobre su pecho. Tiene ganas de llorar.
El caballero Arnulfo ama y desea ahora a la Prin cesa Ermengarda (a su imagen) como el funcionario ambicioso en la mitad de su carrera ama y desea el alto puesto al que ha sacrificado ya casi todas sus esperanzas. Obstinadamente. Con tristeza. Cabalga en la vaga dirección que indica la leyenda. Su decisión reemplaza la poca precisión de los datos y llega así, al cabo de muchos días, a la Ciudad del Mago y el Dragón.
Ninguna ciudad, por altas que fueran sus torres, podía asombrar a un hombre que había templado su juventud en el Gran Torneo. Y la ciudad del Mago y el Dragón no era una excepción. Satisfecho de haber llegado a uno de los lugares mencionados por la leyenda, el caballero Arnulfo decidió alojarse en una posada cualquiera y pronto se hizo conocer en toda la ciudad por sus insistentes preguntas acerca de la residencia del Mago.
El primero en ser interrogado fue el posadero y su respuesta, una larga carcajada. "En esta ciudad no hay Magos", le dijo. "Pero a fe mía que hay hermosas hechiceras". Y le guiñó un ojo a la robusta doncella que fregaba los pisos de la posada. "Esta ciudad lleva el nombre del Mago y el Dragón en memoria de una vieja leyenda. Pero bien sé que debería llamarse la Ciudad del Rojo Vino y la Cerveza Clara ". En verdad, sus mejillas encendidas parecían atestiguar sus palabras. Arnulfo sonrió, bebió hasta el fin sin respirar su jarro de cerveza clara, y se dispuso a continuar la búsqueda. Pero cuando repitió su pregunta ante otros ciudadanos, se encontró siempre con el mismo asombro sonriente. Unos proponían el nombre de "Ciudad del Oro que Rueda" y otros el de "Ciudad de la Sota y de la Dama ". Pronto pudo comprobar el caballero que todos tenían razón, porque el rojo vino y la cerveza clara corrían alegremente por la ciudad, y se hacían en ella prósperos negocios en los que el oro rodaba, cambiando de mano, y el dado y la baraja adornaban todas las mesas de sus tabernas.
El caballero comprendió que para hallar al Mago debería emplear más fuerza y más astucia de la que había usado para vencer en justa lid a tantos caballeros como el doble de sus años por los cuatro elementos, aire, fuego, tierra y agua. Pero el Gran Torneo le había enseñado también el monótono arte de la espera. De modo que se estableció sin apuro en su habitación de la posada y se dispuso a esperar tranquilamente. Y hubiera podido vivir mucho tiempo sin más preocupaciones que su amor por la Princesa Ermengarda, pues su bolsa estaba bien provista, si uno de los jóvenes aprendices que trabajaban para el posadero no hubiera huido una madrugada llevándose a la más fea de sus hijas, y los dineros (suyos y de sus clientes) que el posadero guardaba en el hueco de una viga.
El aprendiz volvió unos meses después trayendo a la muchacha, embarazada y pálida, pero nada volvió a saberse del dinero, cuyos métodos de reproducción suelen ser muy otros.
Aconsejado por el buen posadero y con su acuerdo, el caballero Arnulfo puso en práctica algunas de las habilidades aprendidas en el Gran Torneo para restablecer su bolsa.
En una de las mesas de la posada estableció su banca y con naipes marcados se dedicó al juego. Como sus maneras eran afables y sus ganancias moderadas, no tardó en atraer una honesta clientela. Los pequeños personajes de la ciudad se sentían engrandecidos y halagados de tener la oportunidad de perder unas pocas piezas de plata con un hombre que había vencido en justa lid a tantos caballeros como el doble de sus años por los cuatro elementos, aire, fuego, tierra y agua.
Una tarde, mientras Arnulfo relataba una de las historias que más agradaban a sus rivales (había resucitado aquellos alegres gigantes de su adolescencia y tomaba prestados a veces a los moros del Príncipe Verde), un hombre muy joven lo desafió a una partida. El extranjero, hijo de un rico mercader, era libertino, impetuoso y grosero y, pese a todos sus esfuerzos (destinados a proteger su honra y su clientela), el caballero Arnulfo se encontró al final de la tarde en posesión de un importante cargamento de tapices del Oriente.
Cuando el caballero Arnulfo discutió, regateó y finalmente vendió los tapices en la feria de la ciudad, obteniendo por ellos más de lo que había ganado nunca en el juego, y una satisfacción tan íntima como jamás hubiera imaginado, descubrió que el comercio también podía ser una pasión. Comerció primero con lana y con trigo, y después con tejidos de Bretaña y encajes de Flandes, y después con espadas de Toledo y después con oro y con plata y con piedras preciosas. Y después comerció con el tiempo: entregó sumas de dinero que otros apurados mercaderes debían devolverle más y más crecidas según hubiesen transcurrido días o meses o años. Y como el comercio del tiempo, que es la usura, estaba prohibido por la Iglesia, el caballero Arnulfo contrató a un hábil judío que por una justa comisión y un justo número de pequeños robos aceptó aparecer como la cabeza visible de sus múltiples negocios.
La más grande, la más bella de las casas de la ciudad fue suya. Y la más nombrada. Arnulfo de Kálix se entregó al lujo con la misma ferocidad con que se había entregado al combate. Los nobles de la ciudad se complacían en visitar su casa. Los pequeños personajes que habían sido esquilmados en su mesa de juego se complacían en denigrar su nombre. Todos sabían por qué medios crecía su fortuna. Nadie se hubiera atrevido a mencionarlo en su presencia. Sin embargo, cuando Arnulfo pidió la mano de la hija de uno de los señores más altos de la ciudad, su futuro suegro se consideró obligado a exigir, en secreto, pruebas de su pureza de sangre. Cuando los enviados del caballero Arnulfo regresaron de Kálix con los pergaminos sellados, se celebró la boda.
Su esposa era muy joven y su carne muy suave. Su casa estaba llena de criados y de almohadones. Y el caballero Arnulfo hubiera olvidado para siempre a la Princesa Ermengarda si una noche su joven mujer no lo hubiera recibido con la mirada roja y el retrato de la Princesa en la mano. Había encontrado en un arcón la miniatura que tantos años llevó Arnulfo bajo su cota de malla. Y cuando el caballero vio una vez más el rostro de Ermengarda, su hermosura inverosímil, comprendió que ninguna ternura cotidiana, que ningún afecto de la tierra podía llenar el vacío que ese amor total y desbocado había dejado en su vida. Y supo también que ningún éxito entre los hombres, que ningún halago para su carne, que ninguna fría pasión para su mente, podría reemplazar en su alma hueca la imagen ardiente de la Princesa Ermengarda. Y cuando esto apareció claro ante los ojos de su mente, supo también que la Ciudad del Mago y el Dragón no existía, que toda la ciudad (cada una de las nervaduras de cada una de las hojas de cada uno de los árboles de cada una de sus calles, y también su mujer y la posada) no era más que una trampa del Mago para atraparlo y distraerlo, para hacerle olvidar a la Princesa que bordaba encerrada en el castillo.
La ciudad se desvaneció a su alrededor y Arnulfo, un hombre adulto en la fuerza de sus años, se encontró solo en una vasta pradera, frente a la choza donde vivía el Mago. El caballero Arnulfo amaba ahora a la Princesa Ermengarda (a su imagen) como el piloto de un gran avión comercial para innumerables pasajeros ama a la frágil avioneta monoplaza que nunca más volverá a pilotear. Más que a nada. Angustiosamente.
Como en un sueno, el caballero Arnulfo sabe que ésa es la choza del Mago. Como en un sueño, lo sabe sin que nada se lo indique. Entra despacio, con la mano en el pomo de su espada, y no espera encontrarse con ese muchachito rubio, de rasgos vagamente familiares, que lo mira sin miedo desde el otro lado de una mesa de roble donde está torpemente tallado el nombre de Ermengarda. Sin detenerse, porque teme mirar a su alrededor, el caballero avanza con la espada dispuesta a matar. Entonces el Mago habla, y su voz no es la de un niño. "Porque osaste comerciar con el tiempo", le dice, "con el tiempo te combatiré". Y tomando un puñado de años los arroja sobre su perseguidor. El caballero Arnulfo siente que su frente se cubre de arrugas y en un espejo lejano ve encanecer levemente sus sienes. Es ahora un hombre de mediana edad y si su mano aprieta todavía con fuerza la empuñadura de su espada, sus piernas no son ya tan rápidas para correr. La fatiga lo acecha con su cara de plomo y se acorta su aliento. Corre al Mago alrededor de la mesa de roble. En su cuerpo la grasa empieza a disputar la supremacía del músculo. En su mente, la ansiedad del pasado comienza a disputar la supremacía del futuro. Siente el terror y la angustia de los años perdidos.
El caballero Arnulfo, un hombre que ha doblado ya la curva de los años, ama a la Princesa Ermengarda con una pasión llena de furia y cuando vuelve a avanzar, amenazador, contra el Mago, lleva en su mente las carnes blancas de la Princesa y se imagina saciando -vengando- en ellas tanto dolor, tanta sed.
El Mago toma entonces de un cuenco toda una brazada de años y vuelve a arrojarlos sobre él. Arnulfo de Kálix ya no corre. Sabe ahora que sus cabellos son blancos, y la espada cae de su mano arrugada, manchada y vieja, sin fuerzas para sostenerla. Un velo membranoso se extiende entre sus ojos y la luz. El caballero Arnulfo es ahora un anciano y sus ropajes cuelgan sobre su cuerpo enflaquecido y débil. Pero con los años llega también la sabiduría.
El anciano comprende que nunca podrá vencer a la Magia con la espada. Con su voz cascada desafía al Mago: una partida de naipes definirá la victoria. Y como el Mago es un niño, acepta el juego, dejando caer el breve montoncito de años que le hubiera asegurado la eternidad de Ermengarda.
Dos días y dos noches juegan el Mago y el caballero. El Mago cuenta con todas las artes de la Magia para dominar al azar. El viejo cuenta sólo con la habilidad de sus manos temblorosas, cada vez menos rápidas.
Pero el azar es caprichoso, no le gusta ser dominado y está celoso de la Magia. Fatigado, se entrega de pronto al caballero Arnulfo. El Mago ha sido derrotado.
El anciano caballero Arnulfo ama ahora a la Prin cesa Ermengarda (a su imagen) como un hombre que nunca vio el mar ama la vieja fotografía de un barco que cuelga de la pared de su escritorio y que ha mirado todos los días de su vida. Por costumbre. Fatigosamente.
Sólo unas pocas leguas separaban al caballero Arnulfo de Kálix del castillo donde estaba prisionera la Princesa Ermengarda. Pero sus viejos huesos no soportaban ya las largas cabalgatas. Bastó una sola noche a la intemperie para convencerlo de las nuevas necesidades de su cuerpo. Así, a pesar de su urgencia -desesperada-, debió contentarse con avanzar un breve trecho cada día. Su edad le exigía descansos repetidos en cada una de las posadas del camino. Entretanto, su pensamiento no descansaba. Pero el caballero Arnulfo no pensaba ya en la Prince sa Ermengarda. Como en aquellos días en que por primera vez escuchara la leyenda, sólo pensaba en el Dragón. Y en lugar de desear el combate, lo temía, con todas sus fuerzas. Con las pocas fuerzas que le quedaban. Aferrándose al andrajoso pedazo de vida que le faltaba vivir. Soñaba con terminar sus años en un pueblo cualquiera, con la imagen de Ermengarda calentándole el recuerdo. Pero cada vez que cruzaba un arroyo, el reflejo de su cara arrugada le recordaba el largo precio que había pagado ya por la Princesa. Y sus hábitos de viejo comerciante le exigían recuperar la inversión. Intentarlo. El aliento de fuego del Dragón quemaba sus pesadillas.
Sin embargo, cuando Arnulfo llegó por fin al castillo y se perfilaron sus muros hasta cortar la bruma, un espectáculo asombroso se presentó ante sus ojos legañosos. Vencida el Mago -anulada su fuerza-, el Dragón era un juguete roto que giraba sin control alrededor de su eje, como un robot enloquecido. El soplo de fuego de sus narices quemaba el extremo de su cola escamosa y este estímulo doloroso imprimía a su giro una velocidad uniforme, inusitada.
El viejo caballero comprendió que el combate no tendría la forma de sus sueños. Sin temor se acercó a la bestia y con la mayor precisión posible calculó el diámetro de la circunferencia descripta por el Dragón, la aceleración inicial, la posición y velocidad relativa de las distintas partes del cuerpo en movimiento. Después ató su lanza a la montura del caballo y con un fuerte golpe lo lanzó en línea cuidadosamente tangencial contra la circunferencia rugiente. El choque fue explosivo y lanzó lejos caballo y lanza. Pero el combate ya estaba definido. El movimiento circular del Dragón comenzó a hacerse más lento y su cabeza se fue haciendo visible como se hacen visibles los rotores de un helicóptero que detiene sobre la tierra su vuelo. Un hilo de sangre brotaba de su ojo izquierdo.
Vencedor en justa lid de tantos caballeros como el doble de sus años por los cuatro elementos, aire, fuego, tierra y agua, vencedor del Mago y del Dragón, el caballero Arnulfo había ganado la libertad de la Princesa Ermengarda. El anciano caballero Arnulfo.
Cae el puente levadizo, se abren las puertas del castillo y una blanca figura sale corriendo de su obscura boca. Su belleza es real pero no verosímil. La Princesa Ermengarda, llorando, se abraza al cuello del Dragón, y trata de devolverle con sus besos su hálito de fuego. No le importa mancharse el vestido muy claro, muy tenue, con la sangre verde de su amigo. Tantos siglos, tantos largos y aburridos siglos han pasado juntos Ermengarda y el Dragón. La Prin cesa levanta la vista y mira asustada al caballero, ese desconocido.