¿Usted sabe hasta dónde llegaban los hematomas? Hasta las vértebras prácticamente de la víctima. En la segunda autopsia faltaba una parte del cuello y lo mismo se veían todavía las huellas de los dedos: el pulgar, el índice, el mayor. Extraordinario. Ésa era la fuerza del Flaco. No tenía el músculo tradicional, abultado, del boxeador norteamericano. De la punta de la uña hasta el hombro, todo derecho como una barra de hierro.
Yo leí lo que salió en su momento en los diarios, en las revistas. Después escuché el juicio por la radio, como todo el país, pero distinto, porque a mí me tocaba en lo personal. El abogado de la familia de ella salió hablando del placer del estrangulador, le cito palabras textuales, que siente cómo se escurre entre sus manos la vida de la víctima. Dos cosas tengo que objetar: primero, al decir "entre sus manos" habló de más, porque fue con una sola, la derecha. Segundo, ¿qué placer? Veinte a treinta segundos hasta que la víctima pierde la conciencia. Placer cortito, y en esos treinta segundos el hombre pierde todo, mata a la mujer, deja huérfano al hijo, destruye todo lo que consiguió en tantos años, toda la gloria de campeón, todo. Entonces la gente se pregunta, cómo puede ser, cómo puede ser.
Pero yo no me pregunto nada porque lo sé con certeza, porque ahí se da mi intervención personal en forma directa, ésa es mi revancha. Es historia larga, si tiene paciencia se la cuento.
Yo me empecé a interesar en el boxeo de pibe. Éramos vecinos de un campeón de la Armada Na cional. Mi padre, que era militar, me hizo un lugar con dos palos de escoba enganchados en la pared y la bolsa esa tipo marinera que tenían los militares para su equipo. La rellenó de arena mezclada con aserrín y me enseñó el abecé del boxeo. Nunca peleé. Pero fue una de las pasiones de mi vida. Como el fútbol.
Tuve una vida como todos: yo a Dios le di las gracias tanto cuando me fue bien como cuando me fue mal. A mí no me gustaba el estudio de chico, me pegaron mucho para que estudiara, no estudié. Quería trabajar, trabajé. Entré en Marina, trabajé once años en la Armada Nacional. Yo fui civil, escalé muy rápido por mi capacidad de oficinista: dactilógrafo de setenta y seis palabras por minuto sin errores, en la Pitman daban el diploma con cuarenta y cinco. Pero un día… yo abría las ventanas y veía que el sol no era mío, el aire no era mío… Tenía esa rebeldía, ese deseo de ser independiente. Puse un almacén y me fundí. Me mató el barrio, la confianza, la libreta de hule: mañana te pago, a fin de mes te pago, llega el día y no te pago nada. Después empecé a hacer negocios de otra clase y me fui levantando. Cosas normales, de la vida.
La desgracia inesperada fue cuando me nació el primer hijo. El chiquito trajo doble luxación de cadera, con una deformación poco común, que no se arreglaba así nomás. Al menos en ese tiempo, ahora se hicieron muchos avances de la medicina. Había un médico que lo trataba desde bebé, un traumatólogo que era una eminencia, el doctor Bordaberre. El tipo había inventado un sistema de cuatro posturas que a los pibes los iban enyesando y tenían que estar tres meses en cada postura. ¿Sabe lo que sufría cada vez con el yesito nuevo hasta que se acostumbraba? Mi señora dormía toda la noche con el nene encima, le hacía de colchón. Pero a este pobrecito mío le sacaban el yeso y paf, en el momento mismo se volvían a zafar de lugar la cabeza de los fémur. El doctor Bordaberre llegó hasta donde pudo y dijo: hasta acá, más no se puede. Si lo llevan a Estados Unidos, a Europa, lo mismo es, no van a poder más que esto.
Pero mi señora no se quería conformar, vio cómo son las mujeres. En el fondo yo tampoco, qué le voy a echar la culpa a ella. Es triste hacerse a la idea de que un chico no camine. El Dani iba creciendo, siempre en su sillita de ruedas. Muy inteligente. Un día encontramos un médico que dijo que él lo operaba y lo sacaba andando: mentira. Después que lo operó quedó peor, ya poco sentado podía estar. De a ratos nomás aguantaba en la silla y se tenía que acostar. Empezó a sufrir de los pulmones. Congestión pulmonar, por la posición. Cada invierno no sabíamos si pasaba. Fue entonces que lo conocí al hombre que me cambió la vida, un gran mentalista, el Hermano Zelaya, el que unió mi vida al destino del Flaco.
Los humanos somos así: cuando te va bien, te crees que todo te lo conseguiste solo. Cuando te va mal, recién empezás a respetar la suerte, el destino.
El Hermano Zelaya era muy espiritual. Tenía poderes de verdad, controlaba a los ángeles. Es decir, él tenía control de un ángel importante que a la vez podía manejar a otros más chicos. Los ángeles son seres de cuidado, pero el Hermano Zelaya sabía cómo tratarlos. Y así íbamos pasando cada invierno, siempre con el corazón en la boca.
Yo lo veía al chico mío ahí acostado, cuanto mucho sentadito, y me agarraba una impotencia como no le puedo decir. Por suerte tenía esa gran pasión del boxeo, que me sacaba de la tristeza, me hacía pensar en otra cosa. El boxeo, no como ahora, era un espectáculo de multitudes. Ahora está todo suplido por la televisión.
Íbamos siempre al Luna Park con mi señora. Era como un rito la bajadita ésa, se veía la gente que venía de todos lados, parecíamos hormiguitas entrando al hormiguero. Primero paseábamos por Florida, calle de lujo. Mire que cambió toda esa zona. Después sacábamos entradas acá y entrábamos por el otro lado, se daba toda la vuelta al edificio y en el camino íbamos parando en los bares. Como le digo, un ritual.
Yo los vi a todos. A Pascual Pérez. Por supuesto quién no lo vio a Nicolino Locche, gran maestro. Eso sí, no fue parejo como el Flaco. Yo diría que Nicolino tuvo una obra maestra máxima, como un pintor, como un escritor escribe su obra cumbre, que fue la pelea del título. Y después, bueno, irregular por indolencia, Locche.
En el Luna Park, en la época en que el Flaco empieza a ser fondista, se hacía cada pelea. Hubo una Saldaño-Cachazú que había veintidós mil y pico de personas y yo la vi arriba de los hombros de otro y otro arriba de los hombros míos, así como le digo, como venga. En ese fervor de la multitud uno se olvida de todo. Eran grandes peleas entre semi-ídolos, tipos que tenían su hinchada.
En cambio al Flaco Escopeta que le decían, le costaba mucho meterse en el público del Luna. No tenía la entrada que tenían otros en ese momento. Había boxeadores muy taquilleros, a lo mejor sin grandes condiciones, aporreadores ¿vio?, esos que como máxima virtud tienen lo de tirar golpes y descuidan un poco la defensa, se dejan pegar, nomás que ellos dan más fuerte. Abel Cachazú, Jorge Saldaño, Oscar Bonavena. Y había muchos otros. El Flaco era distinto, sabía pegar sin dejarse.
Tal vez uno de los motivos por los que más le costó entrar en la gente es que era calculador el Flaco. Él decía: yo no mido al rival, yo no sé ni quién es, yo lo tomo como alguien que me viene a sacar la plata del bolsillo. Ése era el sentimiento que tenía él para el contrario. Ahora, arriba del ring, cuando el Flaco lo miraba, daban ganas de irse. Él tuvo una mirada para mí muy parecida a la de Federico Thompson que vino y peleó con Gatica acá, notable boxeador, absolutamente notable, hoy algo así no existe.
El Flaco era frío. No era un tipo de sacar tanto las manos, de dar tanto espectáculo, se cuidaba, él sabía que no tenía aire para regalar: por los problemas que tuvo en la infancia tenía una capacidad pulmonar muy limitada. No le faltaba nada ni le sobraba tampoco. A lo mejor por eso que me hacía acordar al Dani, yo me empecé a fijar en él antes que otros.
Con el Hermano Zelaya conversábamos a veces de boxeo. Sabía. Él sabía de todo, de las cosas de este mundo y también del otro. Años después, cuando se estaba por morir, me tranquilizaba mostrándome a los ángeles que le rodeaban la cama, yo no los veía porque no tenía esos poderes. La cosa es que se acercaba la fecha de la pelea del Flaco con Benvenutti cuando el Hermano Zelaya me preguntó si a mí me interesaba ayudarlo. Al Flaco, digo. Era un buen momento esos días para mí. Noviembre. Un mes tranqui para los males pulmonares. El chiquito había pasado un invierno bravo y pasó entero. Después vino la primavera que al principio tiene lo suyo, el cambio de clima siempre trae mucha peste, bronquitis y cosas. También pasó entero. Ya teníamos la nena, que vino sanita. Cosas buenas de la vida. Con uno impedido y la beba, mi mujer ya no podía casi nunca venir conmigo al Luna, pero estábamos bien, contentos.
Entonces, como le digo, fue que el Hermano Zelaya me ofreció esta posibilidad: mucha gente, me dijo, con sus oraciones, con su fe, hace que gane, póngale, su equipo de fútbol. Y si usted está de acuerdo, hacemos un trabajo para ayudarlo al Flaco contra Benvenutti. Los trabajos eran caros, pero valían la pena. El Hermano Zelaya no se quedaba casi con plata, también tenía que invertir en las materias primas para los trabajos, algunas eran caras porque había ceras importadas, esencias especiales, reliquias tan verdaderas que no se pueden comprar por ninguna plata sino que los dueños las alquilan. Yo andaba forrado porque me había salido bien una venta grande de papel. Era negocio juntar papel en ese momento, vio que en este país hay que estar atento a lo que se da. En una casa vieja de la calle Bilbao que la usaba como depósito, llegué a juntar como siete mil kilos de papel. Se los vendí a una fábrica de papel higiénico y me hice con buena plata.
La pelea de Benvenutti, en lo previo, a todos los argentinos nos pareció una aventura casi descabellada. El Hermano Zelaya tenía razón: era una de esas situaciones en que hace falta trabajar a la suerte, hacerla actuar de un lado. Benvenutti era un gran campeón, Italia tuvo uno solo como él. Qué sé yo, se le puede comparar Primo Camera, en la época de Firpo. Pero en la época contemporánea no hubo otro.
El Flaco ya era campeón sudamericano, le había ganado a Jorge Fernández, también un grande, para nosotros casi un campeón sin corona, hoy sería un primera serie. Pero sin embargo cuando le gana a Fernández la primera vez, igual no despertó expectativas, se tomó como un resultado más porque la pelea fue un poco cerrada, ganó bien pero con lo justo. Después le volvió a ganar fácil, ya en esa etapa contaba con mi ayuda espiritual.
Pero para la época en que fue a Italia a pelear con Benvenutti, todavía no sabíamos si el Flaco valía por él realmente o porque Jorge Fernández estaba en declinación, no teníamos cómo comparar. Y cuando el Hermano Zelaya me propuso ayudarlo con un trabajo místico, a mí me gustó. Pensé que si resultaba, Dios me perdone, podía empezar a apostar y obtener ganancia fácil. Ya en esa pelea misma aposté unos pesos, poca cosa, por estas dudas que todos teníamos. Por más que yo confiara en la capacidad de Zelaya de manejar a los ángeles, quería primero verlo en acción. Porque yo había visto cómo él podía ayudar en un lecho de enfermo, pero no lo había visto usar sus poderes en el ring a favor de un boxeador. Las apuestas estaban, qué le puedo decir, veinte a uno a favor de Benvenutti, era como jugarse al peor matungo de la carrera.
Cuando empezó la pelea, nosotros en la Argen tina creíamos que el Flaco perdía, no teníamos ningún tipo de expectativa. Hasta ese undécimo round para cualquier jurado del mundo ganaba el Flaco pero nosotros pensábamos que allá, contra el campeón local, no le iban a hacer justicia, la victoria no se la iban a dar por puntos así nomás. Yo puteaba para adentro contra el Hermano Zelaya.
Bueno, llegó el undécimo, sobrevino esa mano terrible del Flaco, y ahí lo tuvo. Y él lo que tenía no lo desaprovechaba. Una alegría grande. Eso era lo bueno de ayudarlo al Flaco, que con un empujoncito de los ángeles, todo lo demás lo hacía solo, por algo le decían el Matador. Le pegó una mano neta, esas manos que sólo se sostiene el rival porque está entre las dos cuerdas y la madera del ángulo. Benvenutti se mantuvo sólo por milagro. Después lo sirvió de vuelta, con esa puntería que tenía él. Que en el boxeo no cualquiera tiene, usted va a ver boxeadores sin grandes condiciones pero que bailan, y con el simple movimiento al rival ya se le desdibuja el blanco. A él no. El Flaco tenía también otra cosa, que es saber cerrarle el camino al rival. Porque usted le metió una mano al contrario y el otro la sintió pero empieza a caminar, a dispararse que uno le dice. Y bueno, el Flaco aprovechaba muy bien esos metros que tiene el ring para cercarlo. Aun en el medio de la soga, que es tan difícil, sin necesidad de tener el apoyo del rincón. Inigualable. Así le pasó años después acá, con Toni Mundini, el australiano, lo sentó en el medio del ring, justo entre medio de las dos sogas. Era certero. Frío pero con agallas: uno de los dos, tres grandes campeones que tuvimos. El otro que yo considero una injusticia dirimir cuál fue el más grande, es Pascualito Pérez, con el golpe de un mediano y la calidad casi de un Locche.
A veces me pregunto qué hubiera sido del Flaco sin los trabajos que yo pagaba para ayudarlo. Yo creo que igual hubiera hecho buena campaña, no tan impecable, pero buena. En la historia del boxeo es muy raro un récord como el suyo, que hizo más de cien peleas profesionales y perdió solamente tres: pero lo verdaderamente notable es que con esos tres tipos que perdió, después volvió a pelear y los liquidó. A partir de que yo empecé con los trabajos místicos del Hermano Zelaya, nunca jamás volvió a perder el Flaco una sola pelea. Con nadie.
¿Sabe en qué se notaba sobre todo la ayuda que le brindábamos? En la forma que el Flaco escapaba a todo análisis, a todo cálculo. Cuando decían esta vez sí pierde, esta vez no fue tan bien preparado, no le dio tanto tiempo, él lo hacía bien. Mire que defendió el título tantas veces, con otros grandes del boxeo mundial y a más de uno lo dejó haciendo sombra con los árboles, como Mantequilla Nápoles. El mismo Valdez está que le quiere hablar a los semáforos pero ni puede por cómo le quedó la mandíbula.
Yo le tenía un cariño al Flaco, un cariño… tanto como lo vine a odiar después, en ese tiempo lo quería como a un hermano. Aunque no nos conociéramos, estábamos juntos en todo. Yo me ocupaba de ponerle la suerte a su favor, él respondía con todo su profesionalismo. No lo voy a engañar, no es que trabajaba solamente por él, yo también me salvaba, ganaba mi buena plata apostando con tanta tranquilidad que me daba igual si tenía que arriesgar veinte para sacar uno, porque ese riesgo no existía, juntar esa plata era como sacarle un dulce a un niño. Después perdí todo, me estafaron en un negocio que no tendría que haberme metido, pero eso no le voy a contar, baste decir que yo la lectura que hice es que Dios habrá querido que la plata no me la ganara tan fácil.
No todo es suerte o son ángeles: ayúdate que los ángeles te ayudarán. El Flaco era responsable, comía y tomaba lo que venga cuando no tenía que pelear. Pero decía: la pelea es tal fecha, y tres meses antes se terminaba todo, era lo más profesional que pueda haber. Había que verlo en el ring, él le sacaba presión a Brusa, era al revés, Brusa sólo tenía que preguntarle cómo estás, te falta algo, y aflojarle el pantalón. Otra cosa notable: en una pelea dura, como es cualquiera con ese peso, cuántos boxeadores, digamé, no necesitan sentarse a descansar. Ninguno. Termina un round y el boxeador normal va en auxilio del banquito. El Flaco se apoyaba en las dos sogas y miraba a la gente. ¡Se quedaba parado! Extraordinario. Un guapo de verdad.
Al Dani, que ya estaba grandecito, no le interesaba el boxeo. Ni los deportes en general, lógico. En cambio le tiraban los libros. Llegó la edad de ir a la escuela y del Ministerio me mandaban una maestra a casa para que lo prepare. Brillante: ésa era la palabra que nos decía siempre la señorita. Este chico es brillante. Pasaba los grados como si nada, estaba adelantado.
Yo al Hermano Zelaya lo encontraba en privado, ya sea por la salud del Dani o por cosas del Flaco. Para ver las peleas me juntaba con los muchachos, aunque a ellos no les contaba nada del papel que yo jugaba en el espectáculo. Después las comentábamos con el Hermano Zelaya, que las veía por su lado. Analizábamos esos momentos evidentes en que sin nuestra ayuda espiritual se podría haber ido todo al diablo. Por ejemplo, contra Briscoe, cuando le metió esa mano, qué cosa notable, y al Flaco lo pararon las sogas, que si no sigue de largo hasta el vestuario. Hizo así, se agarró, se inclinó sobre la soga como hacía siempre él y miró el reloj para ver cuánto faltaba. ¿Cuántas escenas de boxeadores sentidos en el mundo se han visto que hayan tenido esa viveza? Ninguna, se lo digo yo que vi miles. Sentido y a la vez con esa pequeña luz que le permitió mirar el reloj para ver si podía llegar y cómo. ¡Después le pegó tanto a Briscoe, pero tanto en esa cabeza! No lo pudo tirar, no lo pudo voltear, pero le pegó tanto que le hizo dos cabezas.
Otro que le pegó bastante al Flaco fue Boutier, se hicieron peleas parejas. Buen boxeador el francés, pero nada más. Ése fue otro momento en que el Flaco no hubiera podido ganar sin mí, porque adonde iba se la llevaba a la Susana Giménez. Así que el entrenamiento ya no era muy formal. Él decía que se ponía alcanfor en el calzoncillo para no tener relaciones. Para mí que lo suplantaría con toda la preparación, pero ése era un punto débil y tendría que haber estado agradecido de que estábamos ahí cubriéndole las espaldas.
Un tipo que le metió una mano tremenda fue Gratier Tonna. Le pegó una piña que yo creí que el Flaco no volvía más. Pero se notó que estaba bien protegido desde ahí arriba, porque enseguida reaccionó instantáneamente y para mí le debe haber hecho sentir el peso de la mirada. Le pone una mano a Tonna y el francés se cae apoyando las rodillas en el suelo y los puños. Estaba perfectamente para seguir, no fue un golpe de nocau para nada, pero el tipo lo miró así a su segundo, como queriendo decir yo no me levanto más, usted perdóneme pero acá al señor éste le pegué y resulta que se enojó mucho, mejor nos vamos.
Para la pelea con Mundini lo vi entrenarse. Bueno: para el Flaco era jugar. Ese tremendo reach que tenía, esos brazos tan largos. Porque el Flaco punteaba, ponía así, unas cuantas manos, parecía nada más para tenerlo lejos al rival… Tocaba. ¡A uno le parecía que tocaba! Porque había índices después. Con esos pequeños toques, a lo mejor al octavo, noveno, ya se notaba que al otro se le empezaban a poner los pies paralelos, las piernas en línea recta. Los pies, ¿ve? tienen que estar uno adelante y otro atrás, así, siempre en punta. Pies paralelos es signo de que el boxeador no tiene coordinación, lo mismo cuando busca asentarlos, cuando le cuesta levantar las manos. No necesariamente es cansancio, sino el efecto de los golpes. Otra cosa que tenía el Flaco, y esto nada que ver con los ángeles, lo que era suyo propio yo se lo reconozco, es que pegaba mucho en retroceso, cosa que no hizo casi nadie en el boxeo. Retrocedía punteando. Es decir, a él lo atacaban y en vez de esquivar nada más siempre largaba la mano, tocaba.
Así venía la historia, el Flaco siempre arriba, nadie le podía discutir el título, yo ganando con él y él ganando conmigo. Eran nuestras dos almas como una sola, según me explicaba el Hermano Zelaya. Se venía la pelea con Valdez, la segunda, que fue la última. A Valdez ya una vez le había ganado. Con lo justo, pero sin duda ninguna.
En esos días se le complica al Dani, pobrecito, una de esas congestiones pulmonares que tenía siempre por el problema de la postura, sobre todo desde la operación. Se declara neumonía. Deliraba de fiebre. Cada vez que pasábamos una de ésas, yo les miraba la cara a los médicos: cuando veía que me esquivaban los ojos, lo buscaba al Hermano Zelaya.
Entonces lo voy a ver, le cuento detalladamente la situación, y por primera vez me doy cuenta que el Hermano Zelaya también me está escondiendo la mirada. Entra en trance, se queda unos cinco minutos con los ojos en blanco, con una especie de temblor y cuando sale del trance me dice: hay una sola posibilidad. Que mañana el Flaco pierda la pelea. Si gana Valdez, se salva tu chiquito. Ésa es la palabra que me transmitieron los ángeles.
¿Usted puede entender lo que yo sentí?
Lo peor era que no había tiempo de hacer un trabajo místico a favor de Valdez, porque a los ángeles no se les puede estar pidiendo blanco, blanco, blanco, y de repente negro. Se produce como una aglomeración de beneficios a favor de alguien y si uno lo quiere perjudicar le va a llevar tanto como el tiempo que estuvo haciendo trabajos a favor, única forma de anular todo ese cúmulo.
Entonces yo le pedí al Flaco que perdiera. Le pedí que se tire, que se quede en la lona. Se lo rogué. Traté de verlo personalmente pero era imposible, él estaba concentrado, imagínese, la noche antes de la pelea. Se lo pedí mentalmente, así como antes le mandaba todo lo que hacía falta para que ganara. Me la debes, Flaco, le decía yo. A vos no te hace nada perder una vez en la vida. La pelea anterior fue tuya, ahora Valdez te gana la revancha, después te van a dar el desempate, ahí lo haces puré de tomate si se te da la gana, recuperas el título y te retirás cantando el himno. Pero ésta me la debes, te lo pido por la vida de mi hijo. Yo hice todo por vos, yo te llevé de la mano al triunfo, desde que le ganaste a Benvenutti hasta todo lo que te pasó después, todo me lo debes a mí, a los trabajos místicos que yo pagué no sólo con dinero, a la fuerza espiritual que hice para que ganaras. Yo te convertí en campeón del mundo, Flaco, y campeón vas a seguir siendo muy pronto, nada más por esta única vez te pido que te quedes mirando el cielo.
Vino la noche de la pelea. A la nena la habíamos mandado a casa de los abuelos, para que la mamá pudiera dedicarse al enfermito, que lo teníamos ya internado. Yo tuve la suerte de verlo justo en un ratito que le había bajado la fiebre. Estaba caído que ni tenía fuerzas para levantar la cabeza. Por la ventana del sanatorio se veía la luna. "Mira, papá" me dijo el Dani, "Mira qué linda la luna". Yo miré, qué quiere que le diga. Con la angustia que tenía me pareció que la luna tenía cara de gordo imbécil. "Es mía la luna: nadie me la puede sacar", me dijo el chiquito. Esas salidas tenía. Lo dejé con mi señora y me fui a ocuparme de la pelea. Yo tenía esperanzas. El Flaco no estaba tan bien preparado como para la anterior. Venía dando el handicap de un año sin pelear, que es mucho, aparte que ya tenía treinta y cinco años. Rodrigo Rocky Valdez: quién iba a decir que yo iba a ser hinchada del colombiano. La pelea fue en Mónaco. Hubo un momento en que yo sentí que el Flaco dudaba, que estaba a punto de aflojar y hacerme el favor que le venía rogando, fue cuando entró la mano esa durísima de Valdez y le hizo sangrar la nariz, una situación prácticamente inédita en la carrera profesional del Flaco. Lo tuvo muy sentido en ese momento, era para mí la tercera mano realmente dura que le entraba en toda su historia: Briscoe, Tonna y ahora Valdez, yo dije la tercera es la vencida. No fue. El Flaco se repuso, para variar, esta vez sin ayuda de mi parte, que desde su ángulo de visión tiene más mérito, y en los tres, cuatro rounds que faltaban para terminar la pelea le dio a Valdez una paliza enorme. Una demolición. Ahí fue cuando le hinchó toda la cara, la boca, todo, de ahí Valdez apenas puede hablar.
En los meses que siguieron al entierro del Dani mi mujer estaba demasiado decaída para darse cuenta de nada, pero en cuanto se fue sintiendo mejor empezaron los desacuerdos por asuntos de plata. Me pareció mejor discutirlo una sola vez para siempre y no andar peleando por cada situación. Quedamos que de todo lo que me entrara, un porcentaje equis iba para la revancha. Ella no estaba de acuerdo en lo que yo hacía, pero aceptó si yo no me pasaba de la raya.
Al Hermano Zelaya lo seguí viendo por afecto, pero no me servía. Porque en ese oficio, los que hacen magia blanca, trabajos a favor, son débiles cuando se trata de perjudicar. Empecé a buscar a los otros, los que saben de vudú, de macumbas, ya había unos cuantos brasileños, conocí mucha gente interesante, no me voy a poner a contarle todos los detalles. Un porcentaje de la plata que me entraba yo lo dedicaba a eso, a trabajar en contra del Flaco, porque me la debía esa basura. Tanta ingratitud se paga. Y se pagó.
En cierto modo, le voy a decir que no me fue difícil. Porque así como para favorecerlo yo me había apoyado siempre en sus condiciones y en su profesionalismo arriba del ring, para perjudicarlo no tuve más que empujar un poquito para el lado que se bandeaba. El Flaco tomaba fuerte, tenía el vino malo. Era muy agresivo. Todavía cuando era nadie, ni había venido a Buenos Aires, no había trascendido para nada, Brusa lo tuvo que sacar un montón de veces de la cárcel. Una vez tuvo que intervenir el gobernador de Santa Fe.
Un animal. Y un ignorante total. Después, cuando se hizo famoso, ahí empezaron los procesos, porque ya valía la pena seguir el juicio para sacarle plata: le partió el arco superciliar en público a Pelusa, su primera mujer, que una vez le tuvo que encajar dos tiros porque si no la mata de una paliza; le rompió la cara a un mozo, a un fotógrafo, al novio de la hija. Y otras cosas. En fin, que ya tenía su historia antes que yo intervenga para nada.
Al principio yo sabía que no podía esperar mucho, por eso mismo que le expliqué antes. Había hecho demasiado a favor y ahora tenía que anular primero todos los beneficios. Por eso me llevó tanto tiempo, pero cuando llegó, fue con todo, fue nocau total y completo. Por más que no la vi, la pensé tan fuerte que se me vuelve a representar esa escena como si me la acordara, esos treinta segundos malditos en que el Flaco se suicida, porque eso fue, ¿no le parece? Fue matarse solo, la forma en que la estranguló a su mujer. Y yo no necesito preguntarme cómo puede ser, cómo puede ser. Pudo ser porque yo estaba ahí, alentándole el descontrol que le provocaba siempre el alcohol, yo estaba ahí, obligándolo a apretar cada vez más fuerte. Lo único que siento a veces como culpa es la pérdida de esa vida inocente y el sufrimiento del hijo, que no me habían hecho ningún daño. Pero mi Dani, ¿qué daño le había hecho a él? Yo tuve mi revancha, la tuve completa, y por nocau.
Para mí, con tanta desgracia que se buscó el Flaco y encima la cárcel, fue suficiente, me di por hecho. Al accidente de auto en que se mató años más tarde yo no lo considero desempate porque no tuve nada que ver. O fue sólito su alma o habrán sido las oraciones de otro, porque enemigos, vea, al Flaco no le faltaban.