Auténticos zombies antillanos

En un cuento de Andersen los zapatos de la Suer te cumplen los deseos de quien los lleve puestos y esa realización trae desdicha. Cuando alguien se atreve a desear, en forma simple y directa, ser feliz, recibe la muerte. No porque los zapatos mágicos hayan fallado, sino todo lo contrario: porque la felicidad exige la anulación de los deseos.

Disneyworld, para muchas familias latinoamericanas, es la representación misma del deseo y la ilusión. El viaje al Paraíso se ofrece como premio en infinitos (porque se reproducen y renuevan) concursos infantiles. Acceder al Paraíso es una exhibición de prosperidad, el resultado de un golpe de suerte, una promesa de parientes ricos, una fantasía imposible de los pobres.

En el mundo real, Disneyworld es un parque de diversiones grande y hermoso. Para quien no espera o imagina otra cosa, es un lugar de placer. Pero no es el Paraíso. Los adultos lo saben: los chicos no. Por eso, a partir de cierta edad, les resulta decepcionante.

Así, después de varios días en Disneyworld, Gonzalo Ramos estaba cansado y un poco triste. Unos años antes hubiera conseguido sostener la ilusión. Ahora veía por todas partes espectáculos y representaciones: y él había esperado encontrar la Cosa Mis ma. Los disfrazados parecían disfrazados, los muñecos parecían muñecos. Su hermana Ximena le llevaba la justa cantidad de años necesaria para amortiguar las expectativas. A Ximena, como a sus padres, le fascinaba la calidad artesanal y la perfección de movimientos de los robots o de las imágenes holográficas que imitaban cocodrilos, fantasmas o piratas.

Gonzalo, en cambio, había ido a ver y tocar Cocodrilos, Fantasmas y Piratas.

La familia Ramos se alojaba en un hotel de Miami Beach. Alquilaron un auto. Y todos los días, a la ida y a la vuelta, se perdían en las autopistas que comunicaban Miami con Orlando. Al principio los padres de Gonzalo se peleaban. La madre hacía de copiloto mirando el mapa. Al rato se descubría que los estaba llevando por un camino equivocado. El padre estallaba furioso, le sacaba el mapa de las manos y lo desplegaba peligrosamente sobre el volante. Pero cuando el padre elegía las entradas o salidas de las autopistas, se perdían también. Sobre el final de la estadía, más relajados, podían reírse de su propia desorientación y la tarea de encontrar el camino se convirtió en una broma familiar.

Hacía mucho calor. Las colas para entrar a cada atracción eran larguísimas: después de todo un día en Disneyworld, los Ramos, agotados, habían visto más espaldas sudorosas que cualquier otra cosa. Mucha gente era gorda en grado asombroso. Los integrantes de la familia se burlaban entre ellos de algunas moles que veían desplazarse lentamente por el parque, comiendo gigantescas porciones de alimentos. Pero también se sentían vagamente amenazados por esos hombres y mujeres rubios, de enorme contextura física, casi sin cuello, con los ojos claros hundidos en la cara como pasas en la masa de una torta, altos, inmensos y distantes, refugiados en sus castillos de grasa, que los hacían sentir frágiles y pequeños.

Faltaban tres días para volver. Los Ramos estaban con ganas de llegar a casa y empezar a contar sus aventuras. Habían decidido no volver a Disneyworld, no porque hubieran terminado de conocerlo todo, sino porque habían comprendido que esa misión era imposible o inútil.

En los alrededores de Miami encontraron muchas otras diversiones para toda la familia. Vieron los delfines y las oreas del Seaquarium. Fueron a la Jungla de los Simios, donde la gente se pasea encerrada por un pasillo enrejado mientras los monos hacen muecas desde afuera. En la Isla de los Pájaros había papagayos que parecían pintados. Una noche participaron alentando a su equipo en extraños combates entre caballeros medievales. Pasearon por el Parque Nacional de Everglades, visitaron el Museo de Cera y parecía que no habría más diversiones antes de tomar el avión cuando Gonzalo descubrió un anuncio que decía así, en inglés y en castellano:


El Show de Los Muertos Vivos


Un espectáculo vudú para toda la familia

¡Con auténticos zombies antillanos!

Entrada: 20 U$S

Niños menores de 14 años: 10 U$S

Cafetería del Barón Samedí


También figuraban el horario y la dirección: un lugar en las afueras de Miami. Los padres de Gonzalo se rieron un poco y comentaron cómo habían cambiado los tiempos: lo que antes asustaba a los grandes ahora divertía a los chicos.

El espectáculo empezaba a las siete de la tarde. Salieron muy temprano, calculando lo que les llevaría perderse y encontrarse varias veces en los laberintos de cemento. Consiguieron llegar justo a la hora del primer show.

La cafetería del Barón Samedí estaba adornada con Signos Mágicos. Para acceder a la puerta había que atravesar un círculo de piedras y pasar junto a un chivo ahorcado y dos pollos negros atados por las patas y colgados cabeza abajo. Por supuesto, los animales eran de plástico.

Adentro faltaba la clásica alfombra que decoraba todos los locales. El piso estaba desnudo para que las camareras pudieran servir deslizándose sobre patines. Al fondo había un escenario pequeño con amplificadores a los costados. Un olor raro, difícil de reconocer, flotaba por encima de esa mezcla de aromas (básicamente plástico y desodorantes) que los Ramos llamaban "olor a Estados Unidos". Como en Disneyworld, había turistas de todas partes del mundo, sobre todo familias con chicos.

Apenas tuvieron tiempo de sentarse cuando se descorrió el telón y un hombre negro, alto, de traje, con anteojos obscuros, se adelantó hacia el micrófono. Tenía un aspecto peligroso y antipático. Empezó a recitar en un inglés raro, con palabras en otros idiomas, muy distinto del idioma prolijo y sin sorpresas que Miss Carola les enseñaba a los chicos en el colegio.


Soy el Barón Samedí,

el Barón La Muerte, el Barón La Cruz

El Amo de las Tumbas soy,

soy un servidor de Ogún.


El papá les explicó que el acento raro provenía probablemente de su lengua natal, que debía ser el creóle, una mezcla de francés con idiomas africanos que se habla en Haití y en las islas francesas del Caribe. También les dijo que el animador estaba haciendo un guiso un poco confuso con muchos elementos de la religión vudú.


El Fin es el Principio

el Principio es el Fin.

Yo soy el servidor de la Serpiente.

Yo soy el servidor de Damballah.


Provocaba un efecto de sacudida escuchar esas palabras en boca de un señor vestido de una manera tan común. Al principio Gonzalo se extrañó de que el Barón Samedí no se vistiera de manera más llamativa para el espectáculo. Con lentejuelas o dorados o flecos. O pintándose el cuerpo. Después se fue dando cuenta de que así, de traje y corbata, asustaba más que si estuviera disfrazado.


Yo soy un Servidor de los Invisibles,

pero otros me sirven a mí.

Mis esclavos, mis zombies, los convoco:

con sus tambores, vengan aquí.


Dos hombres y una mujer aparecieron en el escenario trayendo dos tambores chicos y uno tan grande que había que empujarlo. Los hombres se movían lentamente. Había algo muy extraño en sus miradas negras y vacías. Los párpados estaban pintados de blanco y las pupilas eran enormes. Empezaron a tocar los tambores de manera difícil de entender, como si golpearan porque sí, sin ningún ritmo, como hacen los niños pequeños. Producían un ruido francamente molesto que los amplificadores hacían resonar por toda la cafetería.

Una camarera en patines les alcanzó cuatro vasos de agua con hielo.

– Si sabía no venía -dijo la mamá de Gonzalo tapándose los oídos-. Esto es peor que una discoteca. Ya estoy vieja para aguantar semejante volumen.

– No me gustan los ojos de esos tipos -dijo el señor Ramos-. Parecen drogados.

– Papá, pueden ser lentes de contacto -dijo Ximena.

Por encima del ruido se escuchaba la voz del animador:


Doy la bienvenida a los amigos brasileños

hermanos en Ogún y en Orixá,

hermanos en macumba y candomblé.


Una luz repentina iluminó una mesa donde, en efecto, se sentaba un grupo de brasileños que agradecieron en portugués.

Mientras tanto la familia Ramos le encargó a la camarera una pizza Margarita con doble queso, Seven Up para Gonzalo y su papá, Coca para Ximena y Coca Light para su madre. Trataban de hablar en voz baja para no molestar a los actores.


Doy la bienvenida a los amigos argentinos

hermanos en el pacto con Mandinga,

hermanos en Salamanca y lobizón.


Los Ramos se sobresaltaron un poco cuando el foco los señaló. El Barón Samedí no tenía cómo saber de dónde eran ellos. A menos que la camarera fuera latina y los hubiera reconocido por el acento, propuso Ximena. Papá Ramos prometió a los chicos explicarles después del show por qué el animador había dicho eso y qué era exactamente la Sala manca.

El Barón Samedí siguió saludando a los amigos suecos y a los amigos japoneses. Ximena le preguntó a su papá si Duvalier, el dictador de Haití durante tantos años, había sido como Videla. El papá pensó un poco y le dijo que no del todo, que se parecía más a Pinochet por los anteojos negros.

Entonces, obedeciendo una orden del Barón Samedí, los tres zombies se adelantaron y empezaron a hacer ciertas pruebas destinadas a demostrar que eran totalmente esclavos del Amo de los Cementerios. Y que estaban realmente muertos.

Los chicos conocían algunos trucos porque ya los habían visto en el circo o por la tele. Los zombies caminaron descalzos sobre carbones encendidos, se pincharon con agujas y se clavaron cuchillos sin que saliera sangre. Se aplicaron contra la lengua la brasa de un cigarrillo. Comieron cosas asquerosas, como pedazos de vidrio y un limón con cascara.

La mamá de Gonzalo estaba molesta, el espectáculo le parecía desagradable y se quería ir. Pero justo entonces (Gonzalo y Ximena se pusieron contentos) trajeron la pizza, bien dorada, perfumada, deliciosa.

A continuación el Barón Samedí empezó a tocar un ritmo violento, extraño (pero por lo menos esto sí era música y no solamente ruido), en el tambor grande, el de patas rojas y cara humana, al que llamó Tambor Mamá.

Una mujer muy joven apareció en el escenario, bailando una danza que fue aumentando en velocidad, empujada por el ritmo del tambor, hasta hacerse frenética. La jovencita, que al principio cantaba una frase repetida muchas veces, de golpe echó la cabeza hacia atrás. La expresión de su cara cambió. Le corría saliva espumosa por el costado de la boca torcida, y sus gestos se volvieron salvajes.

El Barón Samedí explicó que estaba poseída por Ogún de los Hierros, el Espíritu de la Guerra y los Metales, el General Sangrante. La poseída empezó a hacer demostraciones de su fuerza anormal. Era muy raro ver a una muchachita tan delgada levantando con una sola mano una mesa de la cafetería, y después alzando a uno de los japoneses (que se reía como loco, de pura vergüenza) con silla y todo.

– ¿Cómo será el truco? -quiso saber Gonzalo.

– Está todo preparado -dijo la mamá-. La silla ésa estará atada al techo con hilos invisibles o algo así.

El número siguiente fue inesperado y horrible. Mientras los tambores, tocados por los zombies, rompían todas las leyes de la música y los tímpanos de los espectadores, el Barón Samedí volvió al escenario trayendo un cerdo negro con las patas atadas y lo degolló en público.

El animal se retorcía y gritaba mientras la sangre se juntaba en un recipiente de metal. Los suecos se levantaron y se fueron. El resto del público murmuraba. Las caras mostraban escándalo y fascinación. Muchos empezaron a ponerse de pie. Era inverosímil que eso estuviera sucediendo en territorio de los Estados Unidos. Se hablaba de denuncias, de juicios.

El Barón Samedí pidió un voluntario para iniciarlo según el rito vudú. Una de las mujeres brasileñas pasó al frente y el Barón le mojó los labios con la sangre del cerdo.

Los padres de Gonzalo y Ximena también querían irse pero Ximena los convenció: ¿acaso no se mataban cerdos a montones, todos los días, para comerlos hechos costillitas?

Entretanto la camarera en patines retiró los platos y tomó los nuevos pedidos. Trataron de hablarle en español, pero ella fingió que no entendía. Como postre papá Ramos pidió una leche malteada y la mamá un pastel de manzana a la moda, o sea con helado de vainilla encima. Los chicos decidieron compartir una banana split.

Una mujer zombie entró al escenario con movimientos torpes, trayendo a un bebé que lloraba a gritos. Lo mantenía alzado por encima de su cabeza, con los brazos estirados.

– Si eso es un chiquito de verdad no me quedo ni un segundo más -dijo la mamá.

Pero resultó ser un muñeco y el llanto era una grabación. Bañaron al falso bebé en sangre de cerdo negro y la brasileña del público empezó a bailar alrededor moviéndose con mucha gracia. No se sabía si ella también estaba poseída o se hacía la poseída nomás.

Los ayudantes retiraron el cadáver del cerdo del escenario. Los zombies volvieron a adelantarse. A un costado, pegado al micrófono, en un susurro que gracias al buen equipo de sonido se escuchaba como un grito, el Barón Samedí seguía hablando.

– Estos hombres ya no son hombres, pero tampoco son verdaderos zombies.

Parecía un mago que se decide a explicar uno de sus trucos, mostrando cómo lo que parece magia no es más que rapidez con los dedos.

– Estos hombres fueron castigados por la Socie dad de la Noche. Porque la Noche es de los Invisibles y no de los Hombres. Estos hombres recibieron los Polvos Mágicos y parecían muertos y como muertos fueron enterrados. Y como zombies fueron desenterrados y se los obligó a comer la Pasta del Olvido y ahora son mis esclavos. ¡Nadie teme a los zombies! ¡Todos temen ser transformados!

Mientras hablaba, los falsos muertos bailaban un número de top dance, con los brazos colgando, las caras sin expresión y muy desacompasados.

Después el Barón Samedí anunció que ahora sí les haría conocer a un verdadero Muerto-Vivo. Preguntó a los espectadores cómo se puede comprobar que una persona esté muerta de verdad. Gonzalo levantó la mano y dijo que se puede comprobar porque no se sienten los latidos del corazón. De otras mesas hablaron de la respiración y de la actividad cerebral.

Pero el Barón les contestó que había una sola manera de probar con seguridad algo que ni siquiera la raya lisa y brillante del electrocardiograma podía garantizar. Lo que está muerto, se pudre.

Entonces se hizo más fuerte ese olor raro que habían sentido al principio, al entrar a la cafetería. Y un auténtico Muerto-Vivo apareció en escena. Usaba un short de baño para mostrar las partes de su cuerpo que parecían verdaderamente podridas. Le faltaban mechones de pelo y en ciertas zonas de su cuero cabelludo crecía una especie de moho verdoso.

El animador invitó a los espectadores a subir al escenario para inspeccionar bien de cerca al Muerto-Vivo, y muchos lo hicieron. Se acercaban con espejos, para ver si la respiración del Cuerpo Cadáver los empañaba y hasta apareció un médico con un estetoscopio. Volvían a sus lugares con risitas nerviosas y expresión de asco.

A la mamá el helado de vainilla se le derretía en el plato. En cambio los chicos se devoraban su banana split con muy buen apetito.

La función terminaba con un juicio, un auténtico juicio de la Sociedad de la Noche, la Sociedad de los Animales, la temible Bizango.

El Barón Samedí, transpirando mucho (parecía haber algún problema con los equipos de aire acondicionado), con el traje negro arrugado y la corbata torcida, empezó el nuevo conjuro.


Todos serán juzgados.

Sólo el Culpable

será castigado.

El Niño Inocente no será condenado.


Con ayuda de la muchachita poseída, que ahora parecía pacífica y normal, empezó a mezclar unos polvos y líquidos en vasos transparentes.

– Ahora -dijo el Barón-, que pase el Niño Inocente.

Y antes de que sus padres alcanzaran a protestar, había arrastrado a Gonzalo al escenario. Entre fórmulas mágicas y golpear de tambores, invitó al chico a probar de una copa con un líquido verde y espeso y después otra con un líquido rojo.

Gonzalo estaba tranquilo y divertido. Lo único que no le gustaba era que lo llamaran "Niño Inocente" y ya se imaginaba las burlas de Ximena. Ojalá no se lo contase a nadie.

Probó primero del líquido verde y frunció la cara. Era feísimo, muy amargo. Después tomó del líquido rojo, que estaba rico. Y anunció al público, en su argentinísimo inglés con ondulaciones de Oxford que hizo sentir orgullosos a sus padres:

– Este verde es horrible y este rojo está dulce, parece Coca sin gas o granadina. El Barón Samedí intervino. – La Sociedad Bizango puede ser Dulce como la miel o Amarga como el dolor. Pero sólo castiga al Culpable. El Niño Inocente que vuelva a su mesa. Ahora, que pase el Culpable.

Un hombre gordo, rojizo, borracho, evidentemente norteamericano, fue empujado hacia el escenario entre las risas histéricas de las mujeres que compartían su mesa. Era una caricatura del Culpable, una vil combinación de gula, avaricia, lujuria y corrupción. Un excelente actor, por sobre todas las cosas.

Probó el líquido verde y el rojo de las mismísimas copas que Gonzalo había dejado sobre la mesita y que nadie había tocado. Pero no alcanzó a decir qué gusto tenían. Inmediatamente comenzó la transformación.

Todo sucedía al mismo tiempo, de manera que era imposible darse cuenta de qué había sido lo primero, si los pelos creciéndole por todo el cuerpo, reemplazando la ropa, o la forma en que se le alargó y estiró la cara, formando un hocico mientras los ojos se separaban. El rabo largo iba asomando desde atrás, el pelo crecía y se hacía más espeso, los cuernos se alargaban en la frente, y el que había sido un hombre se ponía en cuatro patas (ya no tenía ni manos ni pies, sino pezuñas hendidas) y balaba como un chivo, como el chivo gordo en el que se había transformado.

Gonzalo había visto transformaciones como ésa en muchas películas; con el maquillaje y los efectos especiales ahora se podía hacer cualquier cosa. Pero era algo muy distinto ver a un hombre convertirse en chivo ahí mismo, delante de uno. Un silencio grande y asombrado rodeó los balidos desesperados del animal.

De golpe un hombre del público se puso de pie. También era negro y parecía brotar de su cuerpo un inmenso poder.

– Barón Samedí, Bokor, Sacerdote del Mal, te desafío -gritó-. Este hombre no era tuyo, no tenías derecho sobre él. Yo, Hungan, Sacerdote del Bien, te desafío.

– El Mal es el Bien, el Principio es el Fin -aulló el Barón Samedí, torturando los oídos del público gracias a los amplificadores.

– Si no sueltas a ese hombre, voy a encerrar tu Buen Alma en un frasco para toda la eternidad. ¡Te voy a convertir en un Cuerpo Cadáver!

Y nadie pudo entender bien lo que siguió porque ahora los rivales ya no hablaban inglés sino créole o francés, o algún idioma del África. Con las invocaciones a los dioses y las palabras mágicas, humos y nieblas de colores llenaron el local. Como todos lo esperaban, el chivo se transformó otra vez en hombre y volvió a la mesa, tambaleándose.

El telón cayó de golpe y el espectáculo se dio por terminado. Por supuesto, nadie estaba desilusionado; aunque por los comentarios que se escuchaban en la playa de estacionamiento, muchos pensaban que el show había sido demasiado violento para los niños, sobre todo por la mala idea de matar un cerdo en el escenario.

De vuelta en Santiago, Gonzalo habló más de Disneyworld que del espectáculo vudú, al que, sin embargo, recordaba siempre en sus pesadillas. Él y Ximena comentaban a veces entre ellos algunas de las cosas que habían visto y que no se atrevían a contarles a los demás porque parecían de veras increíbles.

Además (y esto sí que era un secreto), desde que había tomado el líquido verde y el líquido rojo, cada vez que se ponía de mal humor, el pie derecho de Gonzalo se transformaba en pezuña y le crecían muchos pelos largos y negros.

Porque ni siquiera un niño es del todo Inocente.

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