Forastero en el sur

Cuando nuestros cuerpos humanos han llegado a cierta edad se insinúa (sutilmente se ordena) que aquellos de entre nosotros capaces de comunicarse con fluidez con los habitantes de este planeta que se llama a sí mismo la Tierra, aquellos capaces, repito, reitero (sinonimizo, neologizo: de mi dominio lenguaraz me jacto), deberían intentar relacionarse con hembras humanas.

Aunque luzca con aparente comodidad esta envoltura física, no soy ella sino que en ella estoy, mi cuerpo como una vestidura: nada de mí (creo y espero) es humano (quiero y deseo), salvo el jactarse: temo. Recibí la insinuación de aparearme, sutil orden, con lamentable angustia: he aquí que las hembras humanas provocaban en mí riesgoso, desobediente desagrado.

Quizás, razoné, nosotros-yo (ay del razonar con este primitivo equipo de células pensantes, puentes axón-dendrita tan angostos para la anchura total de un pensamiento), quizás una muestra verbal de aquello que un varón humano encuentra atractivo en una hembra podría volverlas más atrayentes para mí, por el envolverlas en esto que de los humanos amo tanto, el orgásmico goce del idioma.

Solicité entonces la ayuda de uno de ellos, un Traidor-Informante que había colaborado otras veces conmigo: en su oficio de taxista, me había hecho conocer la ciudad en todos los recovecos de su habla Y en nuestros viajes de lengua (conozco juegos: digo aquí lengua únicamente por idioma) ya me había mostrado su interés general, heteróclito y confuso por toda hembra.

Para iniciar mi aprendizaje optó el Informante por recortar campo tan vasto. Nos limitamos, entonces, en la primera lección, a las glándulas mamarias.

Observamos una mujer al azar, mujer que vestía blusa o camisa sin apreciable escote pero (hízome notar el Traidor) resultaba esa prenda algo pequeña. Por lo que arrugas, o naturales alforzas, marcaban el presionar de sus glándulas contra la tela, rayos de un sol cuyo centro fuera el pezón. No joven, no bella mujer: pero para qué le vas a mirar la cara, insistió el Traidor. Como si fuera a rasgarse, la tela, como si fuera a reventar, rotos los hilos de su trama por el impulso de esas glándulas enérgicas, afirmativas.

Pero eso fue fácil: desafiante, me pidió el Traidor (en jactanciosa exhibición de verba) que eligiera hembra no por completo marchita a la que considerara yo de difícil elogio.

Elegí un ejemplar anodino, hembra insignificante más que fea, mujer de zapatos viejos y falda a media pierna, encaminándose, por su edad avanzada, hacia su propio personal crepúsculo.

Ésas, me dijo el traidor, al final resultan las más putas.

¡Oh Traidor! ¡Oh efectista simpleza de tu lengua! Tetas flojas, abundó mi Informante, me juego las bolas que estrías no les faltan. Como bolsitas vacías, abundó aun, pezón peligrosamente acercándose al ombligo y sin embargo. Y sin embargo, ya ves, particular placer puede obtenerse de semejantes agotadas glándulas, elásticas, adaptables, capaces de rodear, hábilmente manipuladas, en circular abrazo el instrumento masculino.

Las hay glándulas tímidas, me explicó el Traidor, que sólo florecen en la obscuridad, al roce insistente del pezón, las hay tan pequeñas que protuberan apenas de la tabla lisa que domina-marca el esternón, y si con las de tamaño desbordante tiéntase el hombre de hundir en ellas su cara, balancear en las palmas su gran peso, goce es de las medianas el poder ser aprehendidas íntegras en la mano, dedos rodeándolas todas como frutos cuyas madurez se tienta, y las pequeñas producen, al sabedor, el peculiar goce de tantear su relieve, como un ciego su leve Braille.

Y aún a mayor abundamiento, se explayó en la existencia de glándulas mamarias que son llevadas con bamboleante porte por su dueña, que son valiosamente escondidas de modo que la decepción de una triste figura se atenúa por la gloria de su hallazgo, que se mantienen altas y elegantes, apuntando, como ojos bizcos, a izquierda y a derecha sus pezones, que son particular orgullo de su dueña por las areolas grandes y violáceas.

He de sobrevolar la Segunda Lección en todo semejante a la Primera. Dedicada a enfatizar, calificar, clasificar la zona donde la columna que a todo humano vértebra, finaliza para dar paso a dos sectores gemelos, musculares, con depósitos de lípidos incluidos: buena grupa, lindas ancas, desbroza el Traidor, embelleciendo con su palabra creadora aun los menos tensos ejemplares.

He de sobrevolar del mismo modo la Tercera Lección, cuyo tema fue la belleza intrínseca, intrincada de toda pierna femenina.

Sobrevuelo aún la sabia descripción de otras parciales partes, hasta aterrizar en el campo de la Última Lección Teórica, el de la hembra humana considerada como unidad psicofísica total.

Escuché así las siguientes alabanzas que literalmente, oralmente, con precisión transcribo, sin opiniones ni variantes.

• cómo se mueve esa yegua así se debe mover en la cama.

• juna los aires que se da esa potranca se cree que lo sabe todo sabes cómo yo le enseñaría.

• ternerita pobrecita con esa pinta de boludita ya la tendría toda bien adentro y todavía estaría poniendo carita de no darse cuenta.

• una señora, con ese traje, ni un pendejo fuera de lugar debe tener, maquillaje impecable bien señora son las mejores cuando se desatan, eso sí, hay que saber ponerlas locas.

• una profesional de las que cobran en el fondo más difíciles que ninguna, en el peor de los casos apuradas, berretas, en el fondo para un macho en serio, un flor de desafío.

• esa flaca histérica con esas mejor te conseguís una cama con barrotes hay que atarlas, violarlas te juro que después te están agradecidas.

• la de pollerita negra bien cortita cómo se la pasa estirándosela ahí sentada para que nadie deje de darse cuenta cómo se le ve la bombachita de encaje, cruza descruza las gambaroli se hace la vergonzosa.

• la que se acomoda el bretel fíjate con qué ojitos me mira así son todas las muy reputonas cuando están acompañadas juegan a mirarte el salame que tienen al lado ni se da cuenta.

• embarazadita mi negra quién habrá sido el que te midió el aceite mira que me pongo celoso, esa pancita me da vuelta.

• a ésa hay que pelarla como a una cebollita, hasta enagua debe tener de puro antigua, me encanta desabrochar botoncitos de a uno sin apuro metiendo la mano de a poquito.

• la dientuda bienuda ojos celestes de princesa imagínatelos mirándote desde abajo la trompita tan fina trabajando con la cosa haciéndole cosquillitas en la garganta.

• juna cómo se le mueven a cada paso a propósito no se puso corpiño me juego que abajo del jean no tiene nada fíjate cómo se le mete bien incrustada en la rayita.

• de vos me enamoraría, hermosa, carita de hada cuerpito de diosa no hay nada más lindo que coger enamorado, corazón.


Tras la cual conferencia consideré que había llegado, al fin, a través de los encantos del idioma, a los encantos de la cosa idiomada.

¡Ah multifacético Traidor! Allí fuimos, surcando la noche, en busca de hembra que apaciguara mi instinto nuevo, como reventada yema de primavera, así crecedor.

No juzgándome, el Informante, todavía apto para obtener por mi propia destreza los beneficios de mujer, me condujo al abordaje de una profesional idónea, abundante en eficiencia, que nos permitiría en una lección práctica compartir, profesor y alumno, los materiales de trabajo.

Entramos en noctivaga tienda. Allí, en elevado podio, exhibían gauchos su boleadora destreza, danzaban las figuras del tango, se despojaban de sus ropas hembras de toda edad y pelaje hasta quedar en su propia piel humana.

El Traidor me ordenó no interesarme en las mujeres aquellas que sobre el escenario perfeccionaban el rito. Porque ésas, me explicó, no estaban al alcance de nuestro peculio. ¿Y no se oponía, acaso, semejante información a su propia lección básica general sobre los intercambiables encantos de toda hembra? ¿Es que las había, entonces, enérgicamente más caras?

Y he aquí a nuestro Informante regateando (arte no menos complejo que el del amor) los servicios de una hembra dispuesta a iniciarme en el viaje de despegue, de la aceleración y el estallido.

Y he aquí que ya estamos los tres en cierta vivienda que pertenece a la mujer, bella mujer que musita las tres palabras de la magia y la alegría, las tres palabras que desde entonces vinculadas, ligadas están en mí con el amor: es otro precio, musita la muy bella cuando le pide el Informante que se quite el corpiño que sostiene sus rotundos globulados senos, es otro precio, cuando le solicita que active el trabajo de sus dedos en nuestras erógenas bolsas de semillas, es otro precio cuando pide su lengua para frotarse didácticamente con la mía, es otro precio, murmura, musita, seductoramente insinuando, murmullando, es otro precio, si se la invita a que jadee, es otro precio si se la convida a cumplir con su función de actriz hábil en el simulacro del placer, es otro precio sopla su aliento tibio en mi pabellón auricular si exijo el privilegio de introducir en mi boca esa glándula que por un sistema de bomba de succión alimenta a los humanos en su origen, es otro precio si queremos que varíe su rígida postura boca arriba por otras más flexibles, aptas para reducir la amplitud de ese pasaje excesivamente transitado, es otro precio si le proponemos inmiscuirnos en la otra entrada, la secreta, la del diablo, la de los niños y los locos, es otro precio.

Y hete aquí que llegué así al fin, esperada pero sorpresivamente, al violento, descentrador, puntual éxtasis, estallido final: nuevo para nosotros-yo, desmesurante. Y sin embargo.

Y sin embargo no nuevo: recordable. Puesto que mi memoria racial tenía registro de un terremoto comparable. Una comparable sensación de golpear la pista en brutal aterrizaje. Como si hubiera entregado parte de mi esencia vital, sometido ahora por esta languidez, esta vaga sensación de placer en el agotamiento, esta profunda indefensión.

Indefensión. Sólo un grupo de seres reconozco en la galaxia capaces de provocar la indefensión total por el placer. De ellos huimos, de la raza que nos expulsó de nuestro planeta, de nuestra galaxia, de esos seres fatales que nos obligaron a refugiarnos en esta extraña Tierra, de ellos huimos, de nuestros temibles compañeros de mundo. De su arma huimos, esa arma imantada que buscábamos con desesperación, que desesperados nos hundía. Así, transmutados en humanos varones, llegamos a la Tierra. ¡Y allí nos esperaban! ¡Uno de la Raza Fatal era quien (ella-bella) estaba frente a mí!

Sí, es cierto, los seguimos, explicaba la Hembra. No podíamos permitir que se alejaran de nosotros: los necesitábamos para sobrevivir. A lo largo de transmutaciones, dimensiones y planetas los seguimos, los buscamos. (Y el Traidor de los Traidores mudamente abría los brazos, suspiraba). He aquí que ustedes, sobre la Tierra, son o creen ser los hombres. Nosotros, los enemigos, la Raza Fatal, somos las hembras humanas, las mujeres.

No todos entre nosotros, entre ustedes, lo recuerdan, pero alcanzan los vagos harapos de la memoria para perpetuar esta violencia, para perversamente amarnos. Los que olvidaron, los que se creen a sí mismos aborígenes, nativos, verdaderamente humanos, ellos lo llaman así: la Guerra de los Sexos.

La Guerra, sí, el Enemigo. Y sin embargo noso-tros-yo la amaba, a ella-bella: acopié todo el calor de mi sangre mamífera en una mirada y, enviándosela, la acompañé con las palabras de amor, las que maes-tra-ella me había enseñado.

Es otro precio, le dije dulcemente.

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