Pero antes o después llega el momento en el que uno descubre que Atenas es muy parecida a Constitución y todo pierde su magia menos Venecia, pero aun la de Venecia sigue siendo una magia previsible, tan neblinosamente igual a la que uno imaginaba y para qué, entonces, seguir viajando, soportar las esperas en aeropuertos incómodos, idénticos, el olor a plástico de los aviones, extrañar los bifes de chorizo como sólo en Buenos Aires. Porque todo París es como cierta zona de Plaza Francia y los bidonvilles se parecen a los cantegriles y los slums y las favelas a las villas miseria, y en Papeete y en Bora Bora los indígenas repiten para uno esa versión de las danzas nativas establecida por Hollywood, el Obelisco de Washington es igualito al de la Nueve de Julio pero en ladrillo, también en Nueva York el verano es húmedo y pesado, se hinchan los tobillos, hay olor a podrido, una podredumbre apenas menos frutal que la de Río, el centro de Tokio está atestado, hombres de negocios con sus attachés como en Florida y Sarmiento, las empleadas públicas en Moscú se pintan las uñas en vez de atender a la gente, las putas de Polonia son apenas más rubias que las del Tigre, en toas partes las supercarreteras son idénticas a sí mis-s y tan difícil retomarlas si se equivoca la salida, en las playas de Melbourne los australianos se bañan en un océano de olas marplatenses y entonces uno vuelve a intentarlo en los países nórdicos, viaja a Pekín o al corazón del África, compara una vez más el Himalaya o los Alpes con Bariloche y sabe que ha fracasado, que no hay nada tan perfecto, tan definitivo como el turismo para decretar la imposibilidad del deseo y sabe o debería saber que la culpa no es solamente del mundo, de ese mundo que se maquilla para adaptar su cara a aquella que la mayoría de los viajeros desea ver, el mundo que le muestra al turista sus zonas deliberadamente pintorescas, falsas, las personas vestidas como lo indican por escrito las guías de turismo, los monumentos que se mantienen cuidadosamente similares a las fotos de los libros de arte. La culpa es también del viajero, de sus duros límites, de los compartimentos que en su mente organizan, deforman, digieren la experiencia, esa fila de ordenados casilleros a los que deben adaptarse sus sensaciones, las hermanastras de Cenicienta cortándose los dedos de los pies o los talones para calzarse el zapatito y sin dolor, gustosamente cepillando los bordes ásperos, las puntas que sobresalen, doblando, ajustando, recortando para que Atenas siga siendo igualita al barrio de Constitución y el Partenón no tenga nada que no se haya visto ya en diapositivas. Pero entonces, si uno tiene la dudosa fortuna de haber nacido en otro tiempo (un tiempo en el que las diferencias se han reducido todavía más), si uno tiene la suerte definitiva de pertenecer a la escasa élite que puede permitirse los viajes por el hiperespacio, esos viajes que para la mayor parte de los hombres y mujeres del mundo no son más que un sueno fantástico, ocupados como están en el difícil arte de sobrevivir, de obtener ese puñado de soja o de krill que habrán de compartir con sus hijos, introduciendo la pasta semimasticada entre los labios agrietados de un bebé al que el hambre ha vuelto inapetente, si uno pertenece a esa élite y está desencantado del mundo, siempre le queda el universo, las lejanas galaxias, los innumerables planetas en los que el hombre se ha mezclado y adaptado, creando nuevas culturas sincréticas o arrasando las culturas nativas para construir sus puertos y sus torres y su ideal de la felicidad, esas casitas de tejas coloradas en un jardín donde también el césped es rojo y canta por las noches con voces animales y cada dos días es necesario renovar la pintura verde que lo cubre aunque las familias snobs del vecindario insistan en mantenerlo en su color natural. El infinito, infinitamente variado universo, se dice entonces uno, mientras el camarero lo ayuda a introducirse en el compartimento especialmente construido para adaptarse a la forma de su cuerpo en el que deberá soportar las largas molestias del viaje, de su primer viaje a través del hiperespacio.
Pero si en el primer viaje hay todavía una esperanza, si la llama de la ilusión no ha muerto, si se ha soportado la náusea y esa sensación espesa de la sangre que pugna por escaparse del cuerpo, las contracciones de los poros ansiando vomitarla, la súbita descarga de los intestinos que absorben las paredes del compartimento mientras emiten un olor a lluvia y a tierra mojada (pero se sabe que no hay tierra ni lluvia sino negros agujeros del espacio) y los ojos giran enloquecidamente en sus órbitas y los huesos parecen clamar por desprenderse de su envoltura de carne, si se ha soportado el servilismo de los tripulantes, los camareros de Slolub, ese planeta casi tan superpoblado y miserable como la Tierra misma, es más doloroso todavía el regreso, la carga de recuerdos en forma de objetos o imágenes que lo acompaña.
Hay los relatos, es cierto, hay la posibilidad de contar, distraer a la muerte con relatos, describir para los amigos levemente envidiosos las historias de Nueva New York, donde las células terrestres son lo bastante valiosas como para que una nube de chicos nativos semidesnudos y hambrientos siga a los turistas con la esperanza de obtener sus esputos, un trocito de uñas o de pelo, donde los hoteles son gratis a condición de que los huéspedes se dignen a depositar sus excrementos en esas cajas redondas, herméticas, que los camareros rondan con miradas ansiosas. Y están, claro, esos otros amigos que también han viajado y se empeñan en corregirnos los recuerdos, en negar o en cambiar de hemisferio las tormentas de basura de Hybris, en asombrarse de que hayamos percibido corrupción y tristeza en Littil, donde los distintos Estados guerrean permanentemente por la posesión del pequeño continente rodeado de mares sin término.
Y entonces, si uno no se llama Marga Lowental Sub-Saporiti, entiende por fin que es mejor quedarse, renunciar a los viajes, permanecer para siempre en su propio microcosmos donde una mirada inteligente puede encontrarlo todo, en ese castillo de cristal que es Buenos Aires, marcados sus límites definitivos por muchedumbres miserables, hombres y mujeres que lo han perdido todo menos ese impulso fantástico que los ha llevado a arrastrarse a través de los breves campos y las anchas ciudades para terminar amontonándose allí, en el borde de la ciudad grande, de la ciudad-mito, aplastando sus narices contra los confines como si pudieran sentir a través de las barreras el olor mágico de la prosperidad y las barrigas llenas de sus habitantes, hombres y mujeres y chicos que luchan y se destrozan para acercarse a las fronteras, la ñata contra el vidrio, agonizantes.
Pero Marga Lowental Sub-Saporiti no. Marga estaba dispuesta a seguir, a intentarlo una y otra vez, sin esperanzas, llevada por la inercia de ese movimiento que había comenzado hacía tantos años y que seguía obligándola a partir, a regresar y partir hacia destinos que, a pesar de todo, insistía en imaginar más asombrosos, más diferentes de lo que finalmente eran, de lo que su propia capacidad de percepción estaba capacitada para aprehender.
Porque después de todo, en los viajes, decía Marga a quienes inquirían sin comprender las causas que la llevaban a atravesar una y otra vez el negro punto que se extendía entre las estrellas, en los viajes se conoce gente. Y no se refería por cierto, Marga, al sórdido amor de los camareros de Slolub, cuyas funciones incluían introducirse desnudos en los cubículos de los pasajeros (y qué hábiles qué inteligentes profesionales eran) para provocar ese orgasmo que ayudaba a paliar las angustias del salto.
Se refería, por ejemplo, a esto, Marga, a este pasearse junto a Carlos entre las altas pilas de desechos estelares de Mieres, basurero del universo, el gran país continente que, desoyendo las súplicas o las órdenes del Consejo de Estados de su mundo, utilizaba su enorme extensión para almacenar la porquería con la que los otros mundos de su sistema no se atrevían a contaminar el espacio.
Y era un pasearse junto a Carlos sin tocarlo, cubiertos los dos con la delgada película protectora antirradiactiva, sabiendo que no se llamaba Carlos sino de alguna forma que la garganta humana no estaba en condiciones de pronunciar, sabiendo que Carlos, educado en las mejores instituciones de la Tierra, de su propia ciudad (y al que nunca en la Tie rra hubiera podido conocer), había adoptado la forma de un hombre para hacerse más agradable a sus ojos, tal como podría haber adoptado cualquier otra, incluso su desconocida forma verdadera, infinitamente atractiva en su misterio (una maravilla, el misterio, a la que ningún modo de conocimiento podría acceder jamás). Y por eso le había prohibido él tocarlo, intentar percibirlo con otros sentidos que la vista y el oído, tanto más fáciles de engañar que el tacto, que el olfato (ese hedor incalificable que emergía de pronto entre las nubes de loción para después de afeitarse en las que Carlos se envolvía, se ocultaba).
El oído: privilegiado lugar de las alucinaciones.
Como creer hasta el fondo, por ejemplo, cuando Carlos abandonaba su español neutro, esas expresiones modeladas en los consejos internacionales, mezcla de mexicano, catalán y foguense, para entonar con voz demasiado grave y hermosa los tangos del Morocho, si hasta el mitológico funyi requintado se le formaba entonces sobre su cabeza, las botas de potro y boleadoras todavía un poco fantasmales, tomando cuerpo lentamente, percanta que me amuraste, cantaba Carlos, en lo mejor de la vida, tan porteño viejo, más Gardel que el mismo mudo, su tocayo, la felicida-a-a-a-a-a-ad, de sentir amo-o-o-o-or, hasta la pronunciación nasal sabía imitarle Carlos, qué loco, pensaba Marga, caminando a su lado, sin tocarlo, un poco enamorada.
Y andaban así, animadamente cantando, conversando, entre las pilas de estrellas de Salve gastadas y los despojos tornasolados de brintz que los hábiles mierenses habían logrado convertir en atracción turística, cuando Marga sintió que le tocaban el hombro y era una mano humana, era un hombre, uno de los humanos que regían el planeta, mierense acriollado, como los llamaba Carlos, apenas modificado por el ambiente después de varias generaciones de permanencia en el planeta. El hombre les guiñaba el ojo, guiñaba en realidad los dos ojos alternativamente, intentando imitar un gesto a cultura a la que suponía que ellos pertenecían, gesto de la Tierra, y lo lograba a medias, su cara se retorcía en una mueca que pretendía ser pícara, traviesa, y causaba una extraña impresión de locura.
Les habló en urdu, un urdu golpeado y roto, con un dejo de acento alemán que hacía todavía más difícil comprender sus palabras. Habló durante mucho tiempo, con giros metafóricos, barrocos, en los que Marga se extasió sin comprender hasta el final. Haciéndole preguntas y discutiendo entre ellos sus respuestas, Marga y Carlos entendieron por fin lo que deseaba, lo que ofrecía. Deseaba el anillo de cuarzo que usaba Marga en su pulgar derecho, les ofrecía un espectáculo asombroso, incomparable, prohibido, nunca visto por ojos terrestres, y cómo creerle, cómo impedir que el amargo deambular de una decepción a otra subiera hasta su boca, la de Marga, convertido en una semisonrisa irónica: el secreto acoplamiento de los vlotis, los seres más inteligentes del planeta, otra vez lo mismo, uno más de los tristes pornoshows del universo, pensó Marga.
Pero el hombre, el mierense, levantaba ahora su mano pintada, tres dedos de su mano, con las uñas largas y sucias, para ilustrar con más claridad sus palabras, tres sexos, les decía, los vlotis de tres sexos iban a acoplarse, maravilla de las maravillas, ante sus maravillados ojos, les decía, insistentemente redundaba, no para ser vistos, los vlotis, aclaraba, secretamente irían hacia sus selvas madrigueras, secretamente los verían, gozarían. Y en cada planeta, recordó Marga, en cada lugar donde la reproducción de los seres vivos tomaba la forma de una relación entre ejemplares de distintas características, aparecían estos hombres y mujeres furtivos, guiñadores, ofreciendo prohibidos asombros que por lo general podían verse en cualquiera de los teatros de la ciudad y a veces por las calles, tristes seres nativos subalimentados a los que se obligaba a vestir sus cuerpos inhumanos para poder mostrarlos arrancándose los trapos con sus tentáculos cansados, arrastrándose fatigosamente unos hacia otros en un pobre remedo del limitado erotismo de los humanos, esos humanos incapaces de entender, de contagiarse de una excitación distinta de la suya, incapaces de observar con otra mirada que la de una fría curiosidad científica las auténticas locuras amorosas que debían haber envuelto, antes de su llegada, a esas disparatadas anatomías. Pero Carlos parecía entusiasmado.
No en vivo seguramente, quiso saber Carlos: no directamente sino a través de una pantalla verían, preguntó al mierense, a los vlotis, a través de uno de esos rudimentarios circuitos cerrados que se usaban todavía entre la escoria de los confines. Pero el mierense aseguró que sí, que estarían realmente allí, muy cerca de ellos y sin ser percibidos porque los vlotis, en su frenesí, olvidaban o despreciaban todo lo que los rodeaba.
Entonces Carlos le explicó a Marga que debían ir, intentarlo, porque si el hombre les estaba diciendo la verdad (y cómo convencerlo de lo muy improbable de una verdad en la boca torcida de un mierense, raza de basureros, cerdos de las estrellas) verían, estarían en medio de un torbellino único en el universo. Porque no se trataba sólo de presenciar, le dijo a Marga, no sólo de ver y estar; tratándose de los vloti sería también participar, sentir a los vlotis extender sus efluvios, incorporándolos -mediante ese polvillo líquido semejante al mercurio que expelían sus cuerpos- al loco frenesí que los animaba. Los vlotis tenían la capacidad de comunicar a sus espectadores lo más ferviente del deseo, sacudiendo, desenterrando las más reprimidas imágenes de sus propias memorias, de las memorias de sus razas, podrían enloquecerlos y Carlos (tan formal, su ropa bien cortada, sus modales) la invitaba a compartir la locura.
El mierense lo miró desconfiado, se retrajo de pronto, dejó de observar fascinado el anillo de cuarzo en la mano de Marga; sólo para humanos, aclaró, de hombre y mujer nacidos, enteramente celulares humanos, no proteicos. ¿Es que estaba, acaso, en ameno diálogo con un proteico fraguado como hombre? En ese caso mejor el olvido, despeñar su propuesta por los abismos de la memoria, ¿conocían ellos todas las propiedades afrodisíacas de las estrellas de Salve desechadas?
Marga se preguntó por qué el espectáculo le estaría vedado a Carlos, pero sabía tan poco de los proteicos, de los mierenses. Intervino, entonces, a favor de Carlos, hombre entero era él, dijo, y para probarlo le tomó la mano, disimuló como pudo la sensación escamosa, deforme, él hombre, insistió, yo mujer. Ahora que estaba a punto de perdérselo supo que ella también quería estar allí, entre los vlotis, con su amigo proteico, entusiasta. Se dio cuenta de que el hombre no le creía pero el anillo de cuarzo volvía a atraerlo, ardiente la mirada en su blanca opacidad. Fijaron una cita para el día siguiente (había días en Mieres, había largas noches), el hombre los esperaría n el hotel, los llevaría en su vehículo hasta los confines, caminarían después hasta la selva madriguera, ' No se precavió Marga, esa larga noche, contra las dulzuras de la espera porque sabía por amarga experiencia que esta anticipación del goce sería probablemente todo lo que podría obtener del largo día que esperaba. Se dejó llevar por la imaginación, fantaseando placeres prohibidos, que sin duda no vería, sentiría, había tan pocas experiencias prohibidas para ella, para los de su élite privilegiada en el pequeño, monótono universo: con un proteico, en el rito sexual de los vlotis: mañana. Hasta entonces, dormir. Y Marga Lowental Sub-Saporiti se indujo un sueño hondo que la llevara sin sueños al despertar.
En cuanto llegaron supo que habían sido engañados. Era un amanecer grisáceo, y grises eran las plantas arbóreas y rastreras que conformaban la selva madriguera, que se irían tiñendo poco a poco hasta alcanzar, recién al mediodía, su coloración plena. Marga notó el torpe engaño en cuanto el mierense los ubicó en su punto de observación, un hueco en la pared vegetal demasiado cómodo, demasiado propio, demasiado cerca del escenario.
Del escenario: porque no había otra manera de llamar a esa plataforma fingidamente natural que se elevaba a un costado de la selva madriguera donde un vlotis tres cubierto con su típico furcis fingía esta apagado. Marga le hizo a Carlos una seña invitándolo a irse enseguida pero Carlos movió negativamente la cabeza y gesticuló como si estuviera sembrando, echando semillas al viento: le recordaba el furioso polvillo de los vlotis, aquello que los había traído hasta allí y que valía la pena esperar. Les habían exigido silencio.
El vlotis tres se encendió repentinamente con todos sus brillos y Marga recordó (hubiera deseado contárselo a Carlos) aquel ridículo pornoshow al que había asistido una vez, en otro mundo, creyendo que vería el ávido apareamiento de cinco sexos: a la primera mirada había descubierto que, en realidad, las características anatómicas de los sujetos eran idénticas, que estaba presenciando una monótona orgía de homosexuales sin imaginación.
Encendido, el vlotis tres inició su danza de llamada y por un momento Marga pensó que no lo soportaría, que la fantochada había ido demasiado lejos: la bestia inteligente había sido absurdamente decorada, cada una de sus hendiduras estaba pintarrajeada para semejar una vulva, cada una de sus protuberancias parecía terminar en un enorme pene, el vlotis se agitaba con movimientos que descorrían y dejaban caer nuevamente su furcis revelando, ocultando, falsos senos, pezones coloreados. Podría haber sido increíblemente cómico y estaban a punto de lanzar la primera carcajada cuando el movimiento cambió su ritmo y supieron que el vlotis, tan cuidadosamente adiestrado para el espectáculo, había dejado de lado sus instrucciones, había olvidado a sus espectadores y ya no bailaba para ellos, sus arnés progresivamente amarillentas temblaban y se estremecían en un llamado que no esperaba respuesta, que se complacía a sí mismo.
El vlotis tres se restregaba contra las paredes vegetales de la selva madriguera, agitando desesperadamente sus clombos, regobiándose en una ansiedad mortal. Marga se pasó la lengua por los labios mientras se inclinaba para ver mejor la masa brillosa que asomaba por las hendiduras entreabiertas, que volvían a cerrarse a cada vuelta con un sonido chasqueante, pegajoso. Un montículo vibrátil surgía y desaparecía otra vez en cada una de ellas, un nudo de húmedos abscesos vermiformes, era repugnante y sin embargo Marga tuvo conciencia de pronto de su asiento vegetal, las largas láminas grises que jugaban entre sus piernas, que apagaban su frío contra sus muslos calientes.
Y el vlotis uno respondió por fin, sinuoso. Asomaron primeros los glaros, ávidamente sinuosos a la entrada de la cueva, su larga masa sinuosamente siguiéndolos, todo encendido, despidiendo un olor verde, sinuoso, pútrido. En un gesto brutal envolvió al vlotis uno, los furcis saltaron con violencia, cayeron arrugados fuera de la plataforma, el vlotis tres parecía soportar penosamente la presión de ese otro cuerpo que gozaba con el suyo hasta que uno de sus clombos empezó a crecer, a inflamarse, hinchándose como un globo a punto de estallar, intolerablemente tenso y estalló, por fin, un líquido gris manando de los bordes rotos: pequeño y febril el vlotis dos escapó del clombo destrozado, preparados sus filos para intervenir en el acto que sólo ahora iba a comenzar. Por primera vez Marga tuvo conciencia de la crueldad de la ceremonia que estaba presenciando. El vlotis tres se movía débilmente ahora que el uno había aflojado su abrazo, había placer, sin embargo, en esos gestos infinitamente lentos, reducidos a una simple palpitación, mientras el vlotis dos se paseaba por encima de su cuerpo, tocando, flasiando, ansorbiendo, incorporándolo a su masmédula, y el vlotis uno se acercaba y se alejaba, envolviéndolos y mulmándolos alternativamente.
Marga se movió en su asiento sintiendo el roce de las miles de minúsculas agujetas romas contra su sexo, las paredes vegetales parecían haberse encendido también, parecían participar sutilmente acariciándole las nalgas, insinuándose en su entrepierna con roces que bien podrían haber sido casuales. Por primera vez Marga deseó que Carlos dejara de ser un proteico o que lo fuera hasta las últimas consecuencias, que pudiera transformarse en un verdadero humano, hombre o mujer digno de ser gozado, poseído, se preguntó qué estaría sintiendo él y desvió por unos instantes la vista del penoso, fascinante espectáculo para mirarlo, para verlo, asombrada-mente, deformarse por momentos, conservar con dificultosa dignidad un pálido esquema de su forma humana, el pene tenso y eréctil asomándose fuera de sus fantasmales vestiduras, los pezones de las tetillas excesivamente largos, temblorosos.
Era difícil distinguirlos ahora unos de otros, los vlotis parecían amalgamados en una masa que rodaba por la selva madriguera y por primera vez se escucharon sonidos, gemidos ululantes parecidos a los que logra el viento. El vlotis dos, tan pequeño, se separó y preparó sus garfios, sobándolos, untándolos en la secreción pastosa que brotaba de sus hendiduras para clavarlos en la masa indivisa que se retorcía en el suelo. Con atento horror Marga vio esos garfios feroces, afilados, arrancando trozos de materia viva, palpitante. El vlotis uno, siempre bestial, se separó también, dañado apenas, imitando la perversa pasión del vlotis dos pero sin su refinada sutileza, golpeando torpemente. El vlotis tres parecía la víctima definitiva de sus furiosos amantes cuando, extendiendo hacia ellos los clambos todavía intactos, volvió a incorporarlos en un abrazo doloroso, aparentemente final, porque un brusco polvillo gris se desprendió de los tres cuerpos convulsos, sacudidos, y se esparció por la cueva madriguera alcanzando a los espectadores.
Marga sintió de pronto una increíble tibieza a su alrededor, una calidez transida de olores placenteros, se movió apenas para confirmar la presencia de los otros cuerpos cuyo contacto erizaba su piel, la enloquecía de goce, una de sus manos se enredó en una mata de pelo femenino y dejó que el pelo resbalara lentamente entre los dedos, cada una de sus hebras rozando la piel sensible de sus palmas, enroscándose en los dedos apenas flexionados, tocando la insinuada membrana entre los dedos, extendió la pierna hacia el otro lado y uno de sus pies se apoyó contra el costado del otro cuerpo, se deslizó hasta encontrar el borde de la tela y se metió por debajo sobre la carne desnuda, apoyando la planta, escuchando la voz de esa piel menos suave que la llamaba con su olor a hombre y ya no pudo resistirlo, tanto y tan leve goce, permitió la explosión, entonces, la locura, la orina vertiéndose cálidamente entre sus muslos, un manantial que se dividía entre sus pliegues formando corrientes centrales, pequeños afluentes sobre sus piernas, entre sus piernas, empapando la sábana, envolviendo sus nalgas en una humedad caliente y olorosa, sintió que la levantaban en el aire, los pechos de su madre blandos, aplastándose contra su vientre, la presión de los pezones bien formados, erguidos, la desnudaron unas manos hábiles y después fue el agua tibia, la mano mojada recorriendo sus nalgas, entre sus nalgas, tibia sobre su vientre, deslizándose ahora entre sus piernas, buscando sus repliegues y fue un hombre y pudo sentir el pulso del deseo colmando su sexo que hendía el aire tibio, afiebrándolo, había otros hombres allí, sus servidores, ellos ataron a la mujer, la amordazaron, desgarraron su ropa, como relámpagos de blancura eran sus carnes desbordantes, los pliegues de grasa, tocó la piel sudada, mantecosa, se acarició, fue hacia ella, apoyó su sexo enorme, rojo, la superficie rugosa cruzada por grandes venas azules, clavó una de sus uñas sucias, afiladas en la base del cuello de la mujer, la hizo correr salvajemente enterrada en su cuerpo, entre los pechos hinchados, sobre su estómago, vientre, más allá del ombligo, hacia su sexo, dejando una marca roja, un camino apenas sangrante por donde avanzó su lengua, el sabor dulzón, caliente la mujer se quejaba débilmente, le quitó la mordaza entrevió vagamente el juego de succiones al que se entregaban los vlotis, la obligó a abrir la boca, introdujo su pene, sus dedos jugando peligrosamente, amenazantes, en la entrada de la vagina, las uñas filosas rozando el clítoris, los labios de ella jugaron, los dientes tocaban dulcemente el glande, la lengua se detuvo en la leve ranura, acarició el orificio que dejaba escapar ya las primeras gotas de sabor picante, con un movimiento rítmico apresuró el final, se incorporó para que sus pechos se apoyaran contra los testículos del hombre, sintió las convulsiones, el líquido mucoso derramándose en su boca, bebió, mamó, tocó con la lengua la rugosidad del pezón, tan perfectamente sabio, tan idéntico a la forma de sus labios, esa dura hinchazón que complementaba su hambre, chupó y chupó y sintió de pronto un impulso feroz, incontenible, mordió violentamente ese botón obscuro que le llenaba la boca, oyó el grito, saboreó el líquido tibio y dulce, succionó, la leche le llenaba la boca pasando a través de sus encías desdentadas, estaba dando placer, recibiendo placer mecida en un nido inconcebiblemente cálido, la leche se deslizaba por su garganta, su cuerpo entero se llenaba de tibieza, otra vez apresuró el estallido, eran ahora movimientos internos de su cuerpo, zonas desconocidas, la loca pasión de sus esfínteres, separó apenas los labios sin soltar el pezón y supo, estremeciéndose, que algo pastoso y cálido brotaba de uno de sus orificios, una masa semilíquida, olorosa, contra su piel, los vlotis se remunían, vululaban, se inclinó sobre el hombre, penetrándolo con dificultad, dolor en el frenillo, su mano rodeando el sexo del otro, ensalivada, le mordió el hombro mientras la mujer le separaba las nalgas, acercaba su cara, olía y acariciaba con deleite, con el dedo mojado, la lengua, introduciendo la lengua en su ano y él seguía moviéndose en el cuerpo del otro, en su angosta hendidura, puso el pene sobre el pecho de la mujer y ella lo envolvió entre sus senos fláccidos, empapados de sudor, el semen brotó como una marea, como una catarata, apoyó sus palmas sobre el líquido blancuzco, mucilaginoso, se frotó los senos, masajeó los pezones y estaba acostada, las piernas en el aire, una mano firme, segura, sostenía sus tobillos, deslizaba la fibra empapada en aceite entre sus nalgas, se demoraba en el orificio, la apoyaban otra vez para separar sus muslos, pasar la fibra aceitada limpiando la entrepierna, separando ahora los labios mayores para pasar con suavidad enorme por el costado de su clítoris, por los canales, delicadamente le bajaban el prepucio, aceite maravillosamente por la mucosa del glande, crecer ahora, inflamarse, introducir el pie en la masa semilíquida, pastosa, brotada de su propio cuerpo, para pasarla por el cuerpo de ella, untarla entre las piernas, el extremo de un clombo se agitaba como pidiendo auxilio, asomando apenas de la masa gris de los vlotis, permaneció totalmente inmóvil mientras la serpiente reptaba por su cuerpo, pasaba sobre su cara, el frote áspero y frío de ese vientre escamoso sobre sus labios, sus anillos envolvieron su sexo, se deslizaron entre los testículos, la cabeza buscando, presionando, encontrando el agujero para penetrar allí, profundamente, la cabeza, la cola cascabeleando en su vagina, moviéndose ahora, hacia atrás y hacia delante, la pequeña serpiente, la cabeza, la lengua rápida y vibrátil en el recto, el cascabel contra las convulsas paredes de su vagina, con un brusco movimiento de torsión la puso sobre él, sintió el peso y la presión de su cuerpo, los pezones contra su pecho, sus muslos tocándose, su cabeza apoyada sobre el pecho de la otra, los senos pequeños y separados rozando sus orejas, la obligó a cabalgarlo, sintió las piernas de ella alrededor de su cintura, penetró, desgarró, la otra lamiendo sus testículos, metiéndoselos en la boca, lamiendo las nalgas de ella, su pene ensangrentado de flujo menstrual, las mujeres frotando sus senos una contra otra, de pie, ahora, orinó sobre sus cuerpos, dirigiendo el chorro contra su cara, contra su boca entreabierta, le mordisqueaban las axilas y las ingles, gustó el sabor de su flujo, embebió el alimento en el líquido espeso que desbordaba mansamente su vagina y lo llevó a su boca, degustando, tomó el animalito peludo que se retorcía entre sus dedos, lo dejó caminar por su cuerpo sabiendo que buscaría su nueva madriguera, deliciosamente penetró en busca de alimento, sus patitas demorándose en la entrada, una vez adentro empezó a comer agitándose lengüeteando, moviendo todo su cuerpecito peludo, tibio, la vio abrirse para él, para ella, enormemente abrirse, temió sin embargo que no fuera suficiente, entró de a poco, la cabeza primero, con dificultad, a pesar de los movimientos de succión que lo atraían, que la llevaban hacia adentro, el vlotis tres enorme ahora, rebosante, único, el uno y el dos inexistentes, formando parte de su cuerpo, por un momento sintió que se ahogaba, que no lo lograría, estrecho el canal, lubricado sin embargo para permitir su paso, con un sonido breve y hueco terminó de pasar la cabeza y todo fue más fácil, una leve torsión de costado para permitir el paso de los hombros, brotaba sangre ahora en la entrada rota, desgarrada, succionando siempre, rápidamente hacia adentro el torso, las caderas, las rodillas doblándose hacia el pecho para caber en esa obscuridad total, líquida, gozosa.
Y de golpe, el abrazo de Carlos, su arremetida brutal, sacándola, salvándola de la disolución final, retrotrayéndola a una realidad siempre menos feroz que su delirio, sobre ella, furiosamente dirigiendo toda su energía hacia su propio cuerpo deforme para lograr esa ilusión táctil tan imposible y sin embargo a medias consiguiéndolo, cerrar los ojos entonces para no ver ese cuerpo de hombre derritiéndose en los bordes, surgiendo las móviles alas de medusa, un gigantesco caracol marino, gelatinoso, emitiendo su baba. Cerrar los ojos, sentir: ese excesivo número de lenguas entrando en sus orejas, deslizándose húmedas por su vientre, haciendo vibrar sus pezones, simultáneamente envolviéndola, húmedas lenguas, sentirse penetrada por algo frío, escamoso, fingidamente sexo, un placer helado y diabólico, demasiado grande, doloroso, con móviles protuberancias bailando adentro de su cuerpo y de golpe, en la violencia de un orgasmo infinito, la inesperada punzada en el ombligo, la fuerza del dolor sumándose al placer en una sensación destructora, feliz.
Pidió disculpas, después, Carlos, tan bien cortado el traje, tan caballero, alisando sus cabellos negros, envaselinados, en el viaje de vuelta pidió disculpas, mirándola de reojo dio explicaciones que Marga no le había pedido, que no le pediría, pero que escuchó con atención obligada, por la extraña, anticuada cortesía de Carlos, nuevamente tan hombre, tan hembra. Porque así le dijo, le explicó Carlos a Marga: hembra autofecundante era él, proteica, el buen amigo Carlos. Inconteniblemente arrastrado por el delirio (volvió a justificarse) que provoca el polvillo de los vlotis (se disculpó correcto), llevado sin fronteras hasta la imperdonable locura de haber depositado en ella, a través de su amable, de su delicioso ombligo (pero había sido al menos un buen amante, esperaba), la minúscula bolsita de huevos. Como un tordo, poéticamente explicó Carlos, de sus natales antiguamente extendidas pampas, poniendo sus huevecillos en nido ajeno para que otra hembra mejor que él, que ella, protegiera y alimentara su nidada. No podía, otra vez prefería no acariciarle la mano, Carlos, pero la miró con afecto, la ilusión óptica era perfecta, inolvidable la mirada de esos ojos negros.
Las consecuencias, entonces, quiso saber Marga, mordiéndose la lengua, avergonzada, arrepentida de las palabras que su lengua curiosa insistía en formar, que su aliento rebelde dejaba salir de su boca, nunca habrás, pensaba ella, de preguntar por las consecuencias del placer, gozarlo y olvidar, y sin embargo allí estaba ella, Marga Lowental Sub-Saporiti preguntándose, preguntándole qué iba a pasarle después. Y Carlos le contestó que nada, amor mío, que nada le pasaría hasta la primavera de su propio planeta, la de su natal hemisferio, así calculó el difícil tiempo entre las estrellas, su gentil Carlos.
Y era primavera en Buenos Aires, la ciudad grande, la ciudad-mito, cuando las larvas comenzaron a alimentarse, devastadoramente, y Marga pudo iniciar por fin el viaje verdadero, único, aquel viaje del cual los otros no habían sido más que inútiles remedos, imitaciones desprolijas, un viaje del que no regresaría jamás decepcionada, del que no regresaría jamás, la esencia, la médula misma del turismo.