J.D. solía alardear ante su hermano de que si no quería que nadie lo encontrara, nadie lo encontraría. Conocía los mejores escondrijos de Serenity y sus alrededores.
Randy sabía de algunos sitios donde J.D. podía esconderse, pero no de todos. Por ejemplo, J.D. jamás había le hablado a Randy sobre la mina abandonada que el año anterior había encontrado por casualidad al tomar un atajo por las tierras de Eli Whitaker. Sabía que había entrado ilegalmente en la propiedad de Eli, pero como éste todavía no había puesto ninguna valla, supuso que no pasaba nada, especialmente si no se lo contaba a nadie.
La mina se había convertido en su refugio particular. Cuando estaba en ella, se la estaba jugando a Eli, y eso le hacía sentirse bien. No estaba bien que Eli se apoderase de todas las tierras de primera y que tuviera tanto dinero.
La segunda casa de J.D. no era nada del otro mundo, pero a él le gustaba. Le había puesto un par de sacos de dormir viejos y una nevera que llenaba periódicamente de hielo y cerveza. Sus únicos accesorios eran dos linternas y unas cuantas pilas de repuesto. No quería quedarse de noche sin luz, cuando leía las revistas sólo para hombres. Le enorgullecía admitir que no leía los artículos; lo único que quería o necesitaba era ver las chicas desnudas.
Hasta se había planteado llevar a un par de chicas del Excel para pasar un buen rato. Pero no lo hizo. Le gustaba tener un sitio secreto que sólo él conociera.
La ubicación era perfecta. La mina se encontraba lo bastante lejos de Serenity para que nadie la recordara, pero lo bastante cerca para que el móvil tuviera cobertura. El último par de días había necesitado estar localizable las veinticuatro horas del día por si su jefe necesitaba algo.
Había pensado varias veces en llamar a Randy para averiguar si había una orden de detención a su nombre, pero cambiaba de opinión en cuanto empezaba a marcar el número. No quería oír otro largo sermón. Además, su jefe se enteraría de si había una orden de detención o no a su nombre. Tenía contactos en todo el pueblo, y sólo tendría que hacer un par de llamadas telefónicas para averiguar si esa puta de Jordan Buchanan había decidido denunciarlo.
Por suerte, el teléfono desechable que había robado de la casa del profesor MacKenna llevaba el número pegado en el dorso. Su jefe era la única persona que lo tenía.
J.D. esperaba, nervioso, recibir noticias suyas. No sólo sabría si la policía lo buscaba sino que, además, era día de pago, y le vendría bien el dinero.
Prácticamente se abalanzó sobre el teléfono cuando sonó.
– Diga, señor.
– Voy de camino -dijo su jefe.
– ¿A la casa? -preguntó J.D.
– Sí -contestó su jefe tras una larga pausa-. Es donde acordamos encontrarnos.
– Sí, señor. Ahora mismo salgo.
– No te olvides de estacionar a tres manzanas de distancia como mínimo y de hacer el resto del trayecto a pie.
– Así lo haré -prometió J.D.-. ¿Recuerda que hoy es día de paga?
– Por supuesto. Tenemos muchos cabos que atar antes del anochecer.
– Lo sé -aseguró J.D. -. ¿Ha averiguado algo sobre la orden de detención?
– Todavía no.
– El nuevo jefe de policía no permitirá que se queden dos asesinatos sin resolver. Se me ocurre que deberíamos pensar en un par de nombres. Si hubiese alguna forma de cargarle esos asesinatos a…
– Ya tengo pensado a quién inculpar, pero, para lograrlo, necesitaré tu ayuda. Deberíamos poder solucionarlo todo en una semana.
– Sabía que se le ocurriría algo. Es muy listo para estas cosas.
– Tengo práctica. Venga, date prisa. Tenemos mucho trabajo.