Capítulo 8

A la mañana siguiente, Jordan se levantó temprano. Llevó el coche al taller de Lloyd y lo estacionó para esperar a que abriera.

Confiaba que le arreglara el automóvil para poder dirigirse después al supermercado, donde había una fotocopiadora. Si todo iba bien, podría terminar una caja y puede que la mitad de otra. Dos de las cajas estaban llenas hasta arriba y, por suerte, el profesor sólo había escrito las hojas por una cara porque el bolígrafo que había utilizado en algunas había traspasado el papel.

El taller abrió sus puertas a las ocho y diez. Después de abrir el capó y de mirar el motor treinta segundos, el mecánico, un bruto que tendría más o menos su edad, se apoyó en el guardabarros, cruzó los pies y la miró lentamente de arriba abajo de modo espeluznante mientras se limpiaba las manos con un trapo manchado de grasa.

Debió de parecerle que se le había escapado algo en su grosero repaso porque volvió a mirarla de arriba abajo una y otra vez. Desde luego, no le había prestado tanta atención a su coche.

Iba a tener que soportar a ese imbécil porque era el único mecánico disponible en el pueblo hasta el lunes.

– Estoy bastante segura de que el radiador pierde -afirmó-. ¿Qué le parece? ¿Puede arreglarlo?

El mecánico llevaba su nombre, Lloyd, escrito en una tira de cinta adhesiva pegada en el bolsillo de la camisa y cuyas puntas se estaban empezando a doblar hacia fuera. Se volvió, lanzó el trapo sucio a un estante cercano y se giró hacia ella de nuevo.

– ¿Arreglarlo? Depende -respondió arrastrando las palabras-. Es algo notorio, ¿sabe?

– ¿Notorio?

– Atrincado, ya me entiende.

Era evidente que a Lloyd le gustaba utilizar palabras rimbombantes cuando podía, aunque carecieran de sentido. ¿Atrincado? ¿Existía siquiera esa palabra?

– ¿Pero puede arreglarlo?

– Es casi imposible de arreglar, cielo.

¿Cielo? Hasta ahí podíamos llegar. Contó en silencio hasta cinco para intentar dominarse y no explotar. No serviría de nada enojar al hombre que podía arreglarle el coche.

El bueno de Lloyd la había recorrido con la mirada hasta los pies y volvía a ascender cuando añadió:

– Se trata de un problema grave.

– ¿Ah, sí? -Decidida a llevarse bien con ese hombre por muy irritante que fuera, asintió-. ¿Dijo que era casi imposible de arreglar?

– Exacto. Casi -dijo Lloyd.

Jordan cruzó los brazos y esperó a que terminara otro recorrido piernas abajo y de vuelta. Ya debería sabérselas de memoria para entonces.

– ¿Le importaría explicarse? -pidió.

– El radiador pierde.

Le entraron ganas de gritar. Eso era lo que ella le había dicho.

– Ya…

– Podría arreglarlo temporalmente, pero no puedo garantizarle que aguante mucho tiempo -prosiguió Lloyd.

– ¿Cuánto tardaría en arreglarlo?

– Depende de cómo vea los bajos. -Al ver que no reaccionaba de inmediato, arqueó las cejas de modo significativo-. ¿Sabe qué quiero decir?

Sabía exactamente qué quería decir. Ese hombre era un degenerado.

– Dedíquese al radiador -espetó. Se le había acabado la paciencia.

Su evidente enfado no pareció perturbarlo. Debía de estar acostumbrado a que lo rechazaran. O eso, o se había pasado demasiado rato bajo el sol y se le había achicharrado el cerebro.

– ¿Está casada, cielo?

– ¿Cómo dice?

– Le he preguntado si está casada. Tengo que saber a quién facturar el trabajo -explicó.

– Factúremelo a mí.

– Sólo estoy siendo hospitalario. No tiene por qué hablarme en ese tono -advirtió el mecánico.

– ¿Cuánto tardará en arreglarlo?

– Un día… puede que dos.

– Muy bien -soltó Jordan en un tono agradable-, me marcho.

Lloyd no lo comprendió hasta que pasó a su lado y abrió la puerta del coche.

– Espere un momento. El radiador pierde agua…

– Sí, ya lo sé.

– No llegará demasiado lejos -resopló.

– Correré el riesgo.

Creyó que era un farol hasta que puso en marcha el motor y empezó a recular el coche para sacarlo del taller.

– Tal vez pueda tenerlo arreglado a mediodía -soltó él.

– ¿Tal vez?

– Muy bien, a mediodía seguro -accedió-. Y no le cobraré demasiado.

– ¿Cuánto? -preguntó Jordan tras pisar el freno.

– Sesenta y cinco, puede que setenta, pero no más de ochenta. No acepto tarjetas de crédito, y como no es del pueblo, tampoco le aceptaré un cheque. Tendrá que pagarme en efectivo.

Ante la promesa de que podría recuperar el coche a mediodía, aceptó y le entregó las llaves a Lloyd.

Volvió a pie al motel, y se detuvo en el vestíbulo a hablar con Amelia Ann.

– Tengo varias cajas de documentos que necesito fotocopiar -dijo-. El supermercado que hay cerca del puente de Parson's Creek tiene una fotocopiadora pero queda bastante lejos, y me gustaría saber si hay alguna fotocopiadora más cerca.

– Si le parece, se lo averiguaré mientras desayuna. Creo que podré encontrarle alguna.

El Home Away From Home Motel tenía una cafetería minúscula. Jordan era la única clienta. No tenía demasiado apetito, así que pidió tostadas y zumo de naranja.

Amelia Ann fue a buscarla a la mesa.

– Sólo he tenido que hacer un par de llamadas -dijo-. Y tiene suerte. Charlene, de la Aseguradora Nelson, tiene una fotocopiadora completamente nueva. La empresa la instaló la semana pasada y está a prueba, así que les da igual la cantidad de documentos que tenga que fotocopiar siempre que pague el papel que utilice. Como Steve Nelson tiene contratado el seguro de este motel, no le importa hacernos el favor.

– Eso es fantástico -exclamó Jordan-. Muchas gracias.

– Estoy encantada de ayudar si puedo. Charlene me ha pedido que le comente que la fotocopiadora tiene alimentador de papel, de modo que va muy deprisa.

Las cosas no dejaban de mejorar. La aseguradora estaba a sólo tres manzanas del motel, y la fotocopiadora se encontraba en una habitación separada, con lo que Jordan no molestaría a Charlene ni a su jefe mientras trabajaba.

La máquina era estupenda, y avanzó muy rápido. Sólo la interrumpieron una vez, cuando un cliente, Kyle Heffermint, fue a la aseguradora a pedir unas cifras. Mientras Charlene se las obtenía, vio a Jordan en la sala de la fotocopiadora y decidió hacer las veces de comité de bienvenida del pueblo de Serenity. Se apoyó en la pared y charló con Jordan mientras ella seguía introduciendo hojas en la máquina. Kyle era un hombre agradable, y a Jordan le gustó oír los detalles sobre la historia y la política de la población, aunque el hecho de que no dejara de repetir su nombre y de arquear una ceja para acompañar sus comentarios le resultaba un poco cargante. Después de que hubiese rechazado por cuarta vez su ofrecimiento de «enseñarle el pueblo», Charlene fue a rescatarla y lo acompañó hasta la puerta.

Antes de mediodía, Jordan había fotocopiado dos cajas enteras. Llevó como pudo esas dos cajas de vuelta a la habitación del motel y regresó a buscar las fotocopias correspondientes. Metió algunas de las hojas en su maletín, junto con el portátil, para poder empezar a leerlas mientras almorzaba.

Llegó al taller de Lloyd a las doce menos cuarto, y se encontró el depósito del refrigerante y la mayor parte del motor expuestos sobre una lona.

Lloyd estaba repanchigado en una silla metálica abanicándose con un periódico doblado, pero en cuanto la vio en el umbral, dejó el diario y se puso de pie.

– No se enfade -pidió con las manos levantadas como si quisiera protegerse de un golpe.

El manguito del radiador descansaba sobre el depósito del refrigerante en el centro de la lona.

– ¿Qué es todo esto? -preguntó Jordan como si tal cosa con la vista puesta en las piezas.

– Partes de su coche. He tenido algunos problemas -respondió Lloyd, que no se atrevía a mirarla a los ojos-. Quería asegurarme de que el radiador perdía y no fuera otra cosa, así que saqué el manguito para comprobar que no tuviera ninguna grieta, y no la tenía. Decidí entonces comprobar la abrazadera, y estaba bien, y quise comprobar también un par de cosas más. ¿Y a que no sabe qué? Resultó que, después de todo, el radiador perdía, como sospechaba desde un principio. Pero más vale prevenir que curar, ¿no le parece? Y no voy a cobrarle por el trabajo adicional. Bastará con que me dé las gracias. Oh, y otra cosa -añadió de repente-, se lo tendré arreglado mañana al mediodía, como le había prometido.

– Había prometido tenerlo arreglado a mediodía de hoy -dijo Jordan tras inspirar hondo. Estaba tan furiosa que le temblaba la voz. El tipo se la había jugado.

– No, eso ha sido una suposición suya.

– Había prometido tenerlo a mediodía de hoy -repitió enérgicamente.

– No, jamás he dicho que lo tendría hoy. Eso lo ha supuesto usted. Yo sólo he dicho que lo tendría a mediodía, pero no si sería de hoy o de mañana. -Y, sin detenerse para respirar, preguntó-: Como tendrá que pasar otra noche en el pueblo y no conoce a nadie, ¿quiere cenar conmigo?

Al parecer, Lloyd vivía en otra dimensión.

– Métalo todo dentro. Ahora mismo.

– ¿Cómo?

– Ya me ha oído. Quiero que vuelva a ponerlo todo en su sitio. Hágalo ahora, por favor.

A Lloyd no debió de gustarle la expresión de sus ojos porque dio un paso rápido hacia atrás.

– No puedo -soltó-. Antes tengo que terminar otro trabajo.

– ¿De veras? ¿Acaso no se estaba echando una siesta cuando he llegado?

– No estaba durmiendo. Estaba haciendo una pausa.

Jordan sabía que era inútil discutir con él.

– ¿Cuándo estará listo mi coche? -preguntó.

– Mañana a mediodía -respondió el hombre-. ¿Se da cuenta? He dicho mañana a mediodía, y así será. Cuando digo algo, lo cumplo.

Jordan parpadeó. ¿Qué diablos quería decir con eso? Quizá no lo había oído bien.

– Cuando dice algo…

– Lo cumplo -repitió Lloyd a la vez que asentía con la cabeza-. Lo que significa que no puedo echarme para atrás.

– Me gustaría tenerlo por escrito -replicó Jordan-. Quiero una garantía del plazo de entrega del coche reparado y del precio -añadió-. Firmada.

– Muy bien. Se la daré -le prometió Lloyd, que se volvió y entró en el despacho del taller.

Al cabo de un momento, regresó con un bloc y un bolígrafo. Se apoyó en el coche para escribir y firmar la garantía. Hasta le puso la fecha sin que se lo pidiera.

– ¿Satisfecha? -preguntó después de que le diera el papel y de que ella lo leyera.

– Regresaré mañana a mediodía -asintió Jordan-. No me falle.

– ¿Qué hará si no lo tengo? ¿Pegarme?

– Puede. -Empezó a marcharse.

– Espere.

– ¿Sí?

– Tendrá que comer algo. ¿Quiere cenar conmigo?

Procuró rechazar la oferta con elegancia. Hasta le dio las gracias por invitarla. Parecía apaciguado cuando lo dejó.

Redujo el paso al dirigirse hacia el Jaffee's Bistro. Hacía tanto calor y la humedad era tan alta que llegó destrozada. ¿Cómo podían soportarlo los habitantes de Serenity? El termómetro situado en el exterior del restaurante señalaba treinta y siete grados.

Cuando entró en el restaurante, Angela llevaba una bandeja a una de las mesas.

– Hola, Jordan.

– Hola, Angela. -Caramba, parecía de la parroquia. Esa idea le hizo sonreír.

– Ahora mismo preparo tu mesa.

El restaurante estaba casi lleno, y todos los clientes la observaron mientras se acercaba a la mesa del rincón. Era evidente que sentían curiosidad por los forasteros.

– ¿Tienes prisa o te va bien tomarte un té helado mientras esperas un ratito?

– Puedo esperar, y el té me iría de perlas.

Angela le llevó la bebida de inmediato y volvió a servir a los demás clientes mientras Jordan echaba un vistazo a la carta. Cuando se hubo decidido por una ensalada de pollo, dejó la carta, abrió el portátil, lo puso en marcha y dejó algunos de los documentos de la investigación en la mesa para empezar a leerlos.

Tomó notas mientras los iba repasando para poder comprobar los datos del profesor a su regreso a Boston.

– Los dedos te vuelan sobre el teclado -comentó Angela-. ¿Te interrumpo?

– No -aseguró Jordan, que alzó los ojos de la pantalla.

– ¿Qué estás haciendo?

– He estado tomando notas, pero ahora mismo estaba incorporando mi agenda a una hoja de cálculo. Nada importante -añadió mientras cerraba el portátil.

– Debes de saber mucho sobre ordenadores… cómo funcionan y todo eso.

– Sí -contestó-. Me dedico a la informática.

– Jaffee tiene que conocerte. Tiene un ordenador, pero no le va bien. Tal vez podrías responder un par de preguntas después de almorzar.

– Estaré encantada de ayudarle -dijo.

Cuando terminó la ensalada, el restaurante se había vaciado. Angela salió de la cocina con el propietario. Hizo las presentaciones, y Jordan alabó el local.

– Es un sitio encantador -comentó.

– Lleva mi nombre, por supuesto -le dijo el hombre con una sonrisa-. Me llamo Vernon, pero todo el mundo me llama simplemente Jaffee. Y a mí me gusta -admitió-. ¿De dónde es, señorita Buchanan?

Jaffee tenía un deje maravilloso, como el punteo de una cuerda de guitarra.

– De Boston -contestó-. ¿Y usted? ¿Es de Serenity o se instaló aquí de mayor, como Angela?

– Llegué de mayor -explicó Jaffee con una sonrisa estupenda-. De otro pueblo del que seguramente no habrá oído hablar. También estuve un tiempo en San Antonio. Allí conocí a mi mujer, Lily. Trabajaba en el mismo restaurante que yo y, bueno, conectamos. Hace catorce años que estamos casados y seguimos conectando. ¿Qué tal tiempo hace en Boston? ¿Hace tanto calor como aquí?

La conversación sobre el calor duró diez minutos largos. Jordan no conocía a nadie, salvo un meteorólogo, que estuviera más interesado que Jaffee por el tiempo.

– ¿Te importa si me siento un rato contigo? -preguntó a la vez que corría la silla que Jordan tenía delante y se sentaba-. Angela me ha dicho que no te importaría que te consultara algunas cosas de mi ordenador.

– Por supuesto -concedió Jordan.

– ¿Te ha gustado la ensalada? A las chicas de ciudad les gustan las ensaladas, ¿verdad?

– A esta chica de ciudad, sí -dijo ella riendo.

Jaffee parecía muy simpático, y era evidente que le apetecía charlar.

– Ha venido mucha gente a desayunar. Como siempre. No hay ni la mitad a la hora del almuerzo. Lo cierto es que los meses de verano apenas cubro gastos, ni siquiera sirviendo cenas, pero al llegar el otoño, el negocio va de maravilla. Entonces mi mujer tiene que venir a ayudar. Mi tarta de chocolate es famosa. De aquí a un rato empezará a venir gente a tomar un trozo. Pero no te preocupes. Ya te he reservado uno.

Jordan creyó que el hombre iba a levantarse cuando se movió en su asiento. Alargó la mano hacia una de las carpetas para poder leer otra historia estrambótica sobre los angelicales MacKenna y los diabólicos Buchanan.

Pero Jaffee no se iba a ninguna parte. Simplemente se estaba poniendo cómodo.

– La tarta de chocolate es lo que me permitió acabar siendo el propietario de esta cafetería.

– ¿Cómo pasó? -Jordan dejó de nuevo la carpeta y le prestó toda su atención.

– Trumbo Motors -dijo Jaffee-, Dave Trumbo para ser exacto. Tiene un concesionario en Bourbon, que está a unos setenta kilómetros de aquí. Bueno, el caso es que Dave y su mujer, Suzanne, estaban de vacaciones en San Antonio y fueron a cenar al restaurante donde yo trabajaba. Había preparado mi tarta de chocolate y, mira por dónde, la pidió. Se tomó tres raciones antes de que su mujer pudiera detenerlo. -Soltó una carcajada-. Le encanta el chocolate, pero Suzanne no le deja tomarlo demasiado a menudo. Le preocupa su colesterol y todo eso. Bueno, Dave no podía quitarse esa tarta de la cabeza, y no quería tener que conducir hasta San Antonio, que, como sabrás, queda bastante lejos de aquí. ¿Y qué hizo entonces? Me hizo una oferta que no podía rechazar. En primer lugar, me habló de Serenity y me dijo que no tenía ningún restaurante bueno, y después me comentó que había ido a ver a su buen amigo Eli Whitaker. Eli es un ranchero rico que siempre está buscando inversiones interesantes. Dave lo convenció para que me proporcionase el dinero para poner el negocio en marcha. Eli es el propietario de este edificio, pero no tengo que pagar alquiler hasta que empiece a obtener suficientes beneficios. Es lo que se llama un socio capitalista. Rara vez echa un vistazo a los libros contables, y algunos meses, cuando recibo el extracto bancario, veo que hay un ingreso en la cuenta. No confiesa haberlo hecho, pero yo sé que él, o puede que Trumbo, está poniendo ese dinero adicional.

– Parecen ser buenas personas -comentó Jordan.

– Lo son -contestó Jaffee-. Eli vive bastante recluido. Viene mucho por aquí, pero me parece que no ha salido de Serenity desde que se instaló en el pueblo hace quince años. Puede que esta tarde lo conozcas. Dave le traerá una furgoneta nueva. Eli se compra una cada año. -Una vez más, Jordan creyó que Jaffee iba a levantarse, así que alargó de nuevo la mano hacia la carpeta-. Dave es nuestra mejor propaganda. Le encanta el chocolate, y mucha gente viene porque Dave les ha dicho lo buena que es la comida.

– ¿Tiene Trumbo Motors un buen mecánico?

– Ya lo creo. Más de uno -rio Jaffee-. Me he enterado de que Lloyd te está causando problemas.

– ¿De veras? -Jordan abrió unos ojos como platos-. ¿Cómo te has enterado?

– El pueblo es pequeño, y a la gente le gusta hablar.

– ¿Y hablan de mí? -No pudo suprimir la sorpresa de su tono de voz.

– Por supuesto. Eres la comidilla del pueblo. Una mujer bonita como tú que viene y habla con la gente corriente sin darse aires.

No podía imaginarse de quién estaba hablando. Ella no se creía bonita. ¿Y con qué gente corriente había hablado, y qué entendía él por corriente?

– ¿Ah, sí?

– Pareces atónita -comentó Jaffee con una sonrisa enorme-. Esto no es como Boston. Nos gusta pensar que somos más amables, pero la realidad es que somos entrometidos. Te acabas acostumbrando a que todo el mundo conozca los asuntos de los demás. ¿Sabes qué te digo? Cuando Dave llegue con la furgoneta de Eli, entrará a tomar tarta de chocolate y os presentaré. Me apuesto lo que quieras a que ya sabe lo de tu coche.

– Pero has dicho que vive en otro pueblo…

– Sí. Vive en Bourbon, pero todos los habitantes de Serenity le compran a él los automóviles. Tiene el mejor concesionario de la región. Siempre le digo que tendría que anunciarse por televisión como hacen en la ciudad, pero no quiere. Supongo que las cámaras lo cohíben y que le gusta hacer negocios con los residentes. Viene sin cesar a Serenity. Además, su mujer se peina y se hace la manicura aquí, de modo que se entera de las últimas noticias en el salón de belleza, a través de las otras señoras.

Jaffee le hizo por fin las consultas informáticas, y cuando Jordan le explicó para qué eran diversos comandos, pareció satisfecho. Después, volvió a la cocina para preparar una salsa y Jordan se quedó pensando en la vida en un pueblo. Eso de que todo el mundo supiera qué hacían los demás la volvería loca. Pero pensó en su familia y se dio cuenta de que ya vivía así.

Sus seis hermanos eran encantadores, cariñosos y muy entrometidos. Puede que se debiera a su trabajo. Cuatro de ellos pertenecían a las fuerzas de seguridad, aunque quizá no debería incluir a Theo porque él trabajaba para el Departamento de Justicia, y a diferencia de Nick, de Dylan y de Alec, no iba siempre armado. Su profesión les exigía fisgonear en las vidas de los demás y, desde que Jordan tenía uso de razón, estaban al corriente de lo que tramaban su hermana y ella. Solían intimidar a sus citas de secundaria, y cuando se quejaba de ello a su padre, no servía de nada. Jordan sospechaba que, en el fondo, estaba de parte de sus hermanos.

Las familias numerosas eran como los pueblos. No había ninguna duda. Como los clanes de las Highlands sobre los que estaba leyendo. Según la investigación del profesor, los Buchanan siempre se estaban entrometiendo. Parecían saber todo lo que hacían los MacKenna, y hasta el último detalle los enfurecía. Jamás olvidaban un desaire. Jordan no entendía cómo podían tener presentes todos los conflictos existentes.

Tenía un montón de papeles esparcidos por la mesa. Estaba intentando descifrar unas anotaciones que el profesor había hecho en los márgenes. No tenían sentido: números, nombres, signos del dólar y otros símbolos escritos al azar. ¿Era eso una corona? Algunos números podían ser fechas. ¿Había ocurrido algo importante en 1284?

Oyó que Jaffee se reía y alzó los ojos justo cuando salía de la cocina. Lo seguía un hombre que llevaba un plato con un pedazo grandísimo de tarta de chocolate. Tenía que ser Dave Trumbo.

Era un hombre corpulento, y se acercó a ella con aspecto de estar muy seguro de sí mismo. Su expresión era dura, como si tuviera las facciones talladas en piedra. Era ancho de hombros, y por la forma en que iba vestido (camisa blanca almidonada, corbata de rayas, pantalones gris oscuro y mocasines negros), supo que dedicaba tiempo y esfuerzo a su aspecto. Trumbo era lo que su madre llamaría un hombre pulcro. Se quitó las gafas de sol de diseño y se rio de algo que Jaffee había dicho.

Tenía una sonrisa encantadora y unas maneras agradables. La miró directamente a los ojos mientras le estrechaba la mano y le decía que estaba encantado de conocerla. Madre mía, qué zalamero era. No tuvo que preguntarle si había vivido en Tejas toda su vida. El pulcro Dave tenía acento tejano. Noah era de ese estado y de vez en cuando hablaba de esa forma, sobre todo cuando flirteaba.

– Jaffee me ha explicado que tiene problemas con Lloyd, y lamento mucho oírlo. Si quiere, podría hablar con él. Le diré qué podemos hacer si no coopera. Puedo remolcar su coche hasta Bourbon para que uno de mis mecánicos se lo arregle. Es una pena que no pueda cambiarlo por un coche nuevo. Tengo en oferta un Chevy Suburban nuevo que le iría muy bien.

– Su coche es de alquiler, Dave -le recordó Jaffee.

– Ya lo sé -asintió-. Por eso he dicho que era una pena que no pudiera cambiarlo. Debería quejarse a la empresa que le ha alquilado el vehículo. No es correcto trabajar así.

Jaffee le comentó que Jordan era de Boston, y Dave se interesó por esta ciudad porque no había estado nunca en ella y quería llevar a su familia de vacaciones.

– Dave tiene un hijo y una hija -intervino Jaffee.

– Sí -asintió éste-. Por eso tengo que trabajar tanto. Será mejor que me coma la tarta en la cocina, no vaya a ser que mi mujer aparezca por aquí. Esta tarde iba a venir al pueblo para hacerse algo en el pelo. Está perfecta como está pero, según dice, le gusta ir a la última moda, como ve en las revistas. Si me pilla comiendo esta tarta, le dará un ataque. Me ha elaborado una dieta baja en carbohidratos, baja en grasas y baja en sabor. -Se dio unas palmaditas en el estómago-. Estoy echando algo de tripa, pero por esta tarta vale la pena hacer unos kilómetros más en la cinta de andar.

No se lo veía con nada de tripa, sino en plena forma. Aunque no se conservaría así si seguía comiendo tanto azúcar. Jordan observó que, del bolsillo de la camisa, le asomaba lo que le pareció la punta del envoltorio de una chocolatina. Realmente, a Dave le gustaba el chocolate.

Jaffee se volvió para mirar por la ventana.

– Eli está estacionando la furgoneta en la acera de enfrente -comentó-. Parece nueva.

– Este mes tendrá un año -aclaró Dave-. Por eso va a cambiarla. Eli puede permitirse el coche que quiera, y Dios sabe que he intentado que se compre un sedán de lujo, pero todos los años me sigue pidiendo la misma furgoneta, sólo que nueva. Ni siquiera cambia de color. Siempre la quiere negra.

Jordan vio al ranchero cruzando la calle. Eli Whitaker era un hombre atractivo: alto, moreno y, sin duda, guapo. Se había imaginado que llevaría botas y sombrero téjanos, pero llevaba vaqueros, un polo y zapatillas deportivas.

Le dirigió una amplia sonrisa cuando Jaffee la presentó.

– Es un placer -dijo mientras le estrechaba la mano. Jaffee le informó rápidamente de la razón por la que estaba en el pueblo-. Lamento la mala suerte que ha tenido, pero no podía elegir mejor sitio para quedarse tirada. Los habitantes de Serenity son de lo más acogedores. Dígame si puedo hacer algo por usted.

– Gracias -dijo Jordan-. Todo el mundo ha sido muy amable. Mañana debería tener el coche a punto para irme.

Los tres hombres siguieron charlando de pie junto a su mesa unos minutos más, aunque ellos eran básicamente los que hablaban y ella, la que escuchaba.

– Bueno, ha sido un placer conocerte -comentó por fin Dave Trumbo-. La próxima vez que estés por aquí, ven a Trumbo Motors. Nadie vende más barato que yo -se jactó, y puso una mano en el hombro de Eli-. ¿Te apetece un pedazo de tarta, Eli? Volvamos a la cocina y dejemos que Jordan siga con sus deberes.

¿Deberes? ¿Acaso creía que estaba en una escuela de verano?

– No son deberes, Dave -le corrigió Jaffee-. Son historias que está leyendo sobre sus parientes de Escocia. Historias muy antiguas. Ha venido hasta aquí para leer estos papeles, que pertenecen a un profesor. ¿No es verdad, Jordan?

– Sí, exacto. Es la investigación del profesor MacKenna.

Dave miró por encima de su hombro lo que estaba leyendo.

– ¿Entiendes todo eso? -quiso saber.

– Lo estoy intentando -rio Jordan-. A veces no está demasiado claro.

– A mí me parecen deberes. Te dejaré trabajar tranquila. -Se volvió, con la mano aún en el hombro de Eli, para dirigirse a la cocina, seguido de cerca por Jaffee.

El tiempo pasó volando, y eran casi las cuatro cuando Jordan recogió los papeles de la mesa. Jaffee, desde el umbral de la cocina, observó cómo guardaba el portátil en el maletín.

– Verás, sobre esos comandos… -dijo mientras se rascaba la nuca.

– ¿Sí?

– No van. Aquí, en Serenity, no sabemos nada sobre informática, pero estamos intentando ponernos a la altura del resto de Tejas, y del mundo. Todos los niños aprenden a utilizar el ordenador en el colegio, pero todavía no en Serenity. El pueblo está empezando a crecer y se acaba de construir el primer instituto de secundaria, de modo que esperamos tener pronto buenos profesores. Tal vez puedan enseñar también a algunos adultos. Tengo un ordenador estupendo en la trastienda, pero no obedece ninguna de las instrucciones que me has dado. Hice algo… No sé qué, y me lo cargué.

– ¿Te lo cargaste? -sonrió Jordan-. Si no le das un mazazo, es difícil cargarse un ordenador. Le echaré un vistazo encantada.

– Te lo agradecería. He llamado a varios técnicos informáticos de Bourbon, pero no hay forma de que vengan.

Había sido tan amable con ella al dejarle quedarse tanto rato en el restaurante que era lo mínimo que podía hacer. Tomó el bolso y lo siguió a la cocina. La oficina de Jaffee era un cuartito situado junto a la puerta trasera. El ordenador era arcaico para los estándares del momento. Había cables en todas direcciones, en su mayoría, innecesarios.

– ¿Cómo lo ves? -quiso saber Jaffee-. ¿Puedes recuperarla y conseguir que vuelva a funcionar?

– ¿Hablas del ordenador en femenino?

– A veces lo llamo Dora -admitió avergonzado.

Jordan no se rio. Vio que se había puesto colorado, y sabía que le resultaba embarazoso admitir que había humanizado la máquina.

– Déjame ver qué puedo hacer.

Pensó que tenía tiempo de sobra para volver a la aseguradora y acabar de fotocopiar los documentos de la última caja. No le quedaban demasiados, de modo que, aunque la aseguradora cerrase, podría terminar por la mañana.

Jaffee volvió a la cocina, y ella se dedicó a recuperar el ordenador. Quitó todos los cables, eliminó dos y desenrolló y colocó bien otros dos. Una vez hecho eso, no le costó nada de tiempo poner el ordenador en marcha. A continuación, se ocupó de los programas que había instalados. Eran demasiado antiguos. Jaffee intentaba ejecutar tres distintos, y todos ellos eran complicados. Si hubiese tenido el tiempo y el equipo necesarios, le habría instalado uno nuevo. Y se habría divertido haciéndolo. Por Dios, ¿qué decía eso de ella? En aquel instante, se juró a sí misma que si alguna vez humanizaba y bautizaba sus ordenadores, lo dejaría.

Como no podía instalar programas nuevos, decidió intentar simplificar los existentes.

La siguiente vez que Jaffee se asomó para comprobar cómo le iba, se puso muy contento al ver la pantalla azul.

– Has conseguido que vuelva a funcionar. Oh, gracias a Dios. ¿Pero qué es ese galimatías que estás tecleando?

Sería demasiado largo de explicar, así que optó por decir:

– Dora y yo estamos charlando un poco. Cuando haya terminado, te será más fácil trabajar con el programa.

Jaffee cerró el restaurante después de que el último cliente se marchara a las ocho y media, y se sentó con ella para que le contara los cambios que había introducido.

Se pasó una hora ayudándole a familiarizarse con el ordenador mientras apuntaba muchas cosas en notas autoadhesivas que iba pegando en la pared. Jordan ya le había programado la dirección de correo electrónico para que le pudiera enviar preguntas si estaba en un apuro, pero Jaffee le pidió que le diera también el número del móvil por si no lograba hacer funcionar el correo electrónico.

Cuando Jordan creía que había terminado, Jaffee le pasó un montón de direcciones de correo electrónico y le suplicó que se las introdujera en la agenda. La de Eli Whitaker era la primera de la lista. A continuación estaba la de Dave Trumbo. Jordan sonrió al leer el nombre: PeligrosoDave. La añadió sin comentar nada y pasó a la siguiente.

Una vez estuvo todo terminado, Jaffee insistió en acompañarla a pie hasta el motel.

– Ya sé que no está lejos y que tenemos farolas, pero te acompañaré igualmente. Además, quiero estirar un poco las piernas.

En la calle seguía haciendo calor, pero la temperatura había bajado un poco al ponerse el sol. Cuando llegaron al camino que conducía hasta la entrada del motel, Jaffee le dio las buenas noches y siguió calle abajo.

Jordan entró en el edificio pensando que iría directamente a su habitación. Pero el vestíbulo estaba lleno de mujeres.

Amelia Ann fue rápidamente a recibirla a la puerta.

– Qué bien que haya podido venir.

– ¿Perdón? -dijo Jordan.

Candy, la hija de Amelia Ann, estaba sentada en la recepción. Escribió el nombre de Jordan en una etiqueta rosa y se la pegó sobre el corazón.

– Estamos muy contentas de contar con usted -exclamó, feliz, Amelia Ann.

– ¿Para qué? -preguntó Jordan a la vez que sonreía a todas las mujeres que la contemplaban.

– Nos hemos reunido para darle los regalos de boda a Charlene. ¿Se acuerda de Charlene? -susurró-. Le dejó fotocopiar los documentos en la aseguradora donde trabaja.

– Sí, claro. -Jordan repasó los rostros sonrientes en busca del de Charlene-. Son muy amables por invitarme, pero no me gustaría molestar.

– Tonterías -protestó Amelia Ann-. Estaremos encantadas con su presencia.

– Pero no tengo regalo -le indicó Jordan en voz baja.

– Eso es fácil de solucionar -aseguró Amelia Ann-. ¿Qué le parece una pieza de la vajilla? Charlene eligió una preciosa. De Vera Wang.

– Sí, me encantará… -empezó a decir Jordan.

– No se preocupe por nada. Mañana me encargaré de ello y se lo añadiré a la cuenta. ¿Candy? Prepara otra tarjeta de regalo y ponle el nombre de Jordan.

Jordan se reunió con las veintitrés mujeres y agradeció que también llevaran etiquetas con su nombre. Se pasó la hora siguiente viendo desenvolver regalos mientras tomaba ponche dulce, caramelos de menta y pastelitos glaseados.

Cuando volvió a su habitación, estaba en pleno subidón de azúcar. Y se durmió.

Pasó muy buena noche, devolvió todas las llamadas telefónicas a la mañana siguiente, y no dejó el motel hasta pasadas las diez. Había planeado ir a pie hasta la aseguradora para fotocopiar el resto de los documentos, regresar con ellos al motel e ir después al taller para esperar a que Lloyd acabara de arreglarle el coche. Y se iría de allí con la cafetera arreglada aunque tuviera que quedarse de pie detrás de ese hombre e ir achuchándolo con una llave inglesa. Estaba segura de algo: no iba a tolerar más retrasos ni sorpresas.

Pero su plan no funcionó. Charlene le dio la mala noticia.

– Se han llevado la fotocopiadora una hora después de que Steve le dijera al vendedor que no iba a comprarla. ¿Te faltaba mucho?

– Unas doscientas páginas -respondió Jordan.

Le dio de nuevo las gracias a Charlene y regresó sobre sus pasos hasta el motel. Muy bien, cambio de planes. Recogería el coche, iría a ver la fotocopiadora del supermercado y si no disponía de alimentador de hojas, buscaría otra.

Lloyd caminaba arriba y abajo delante del taller.

– Ya se lo puede llevar -gritó en cuanto la vio-. Está arreglado. Y antes de hora. Le dije que se lo tendría y he cumplido. ¿Lo ve?

Era un manojo de nervios. Cuando le dio la factura desglosada, le temblaba la mano. Era evidente que tenía prisa por librarse de ella, porque ni siquiera contó el dinero cuando le pagó.

– ¿Pasa algo?

– No, no. Puede irse cuando quiera -se apresuró a decir. Y, sin volver la vista atrás, entró rápidamente en el taller.

Jordan dejó el bolso y el portátil en el asiento del copiloto y puso en marcha el motor. Todo parecía funcionar bien. Decidió que Lloyd era tan raro como el profesor MacKenna y se alegró de no tener que tratar más con él.

Se encaminó directamente al supermercado y comprobó, encantada, que tenía una fotocopiadora moderna con todos los accesorios necesarios. Se puso de nuevo manos a la obra. Le pareció que podría tenerlo todo terminado en un par de horas si se daba prisa. Después, llamaría al profesor para devolverle las cajas.

Se recordó que más valía prevenir que curar. Así que compró agua por si el coche volvía a tener problemas en la carretera y decidió que se detendría en la primera gasolinera a comprar refrigerante por si el radiador volvía a perder.

Salió de la tienda cargada con veinte litros de agua, diez en cada brazo. El estacionamiento estaba desierto. No era de extrañar. Nadie iría a comprar entonces, con el calor que hacía. A esa hora, el sol era abrasador, y su luz se reflejaba en el cemento. Deslumbrada, se acercó a su coche con los ojos entrecerrados y la sensación de estarse quemando la piel. Dejó las bolsas en el suelo, junto al maletero. Mientras rebuscaba las llaves en el bolso, observó un pedazo de plástico transparente que sobresalía de debajo de la tapa y le pareció extraño no haberlo visto antes. Intentó arrancarlo, pero no cedió.

Encontró la llave, la metió en la cerradura y dio un paso hacia atrás a la vez que se levantaba la tapa. Echó un vistazo al interior… y se quedó helada. Después, bajó muy despacio la tapa.

– No -susurró-. No es posible.

Negó con la cabeza. Tenía alucinaciones, eso era todo. La imaginación le estaba jugando una mala pasada. Todo ese azúcar que había ingerido… y el calor. Sí, era eso. El calor. Sufría una insolación y no se había dado cuenta.

Levantó la tapa otra vez, y le pareció que el corazón dejaba de latirle. Ahí, acurrucado como un gato atigrado dentro de la bolsa de plástico con cierre hermético más grande que había visto en su vida, estaba el profesor MacKenna. Tenía abiertos los ojos, sin vida, y parecía observarla. Estaba tan alucinada que no podía respirar. No sabía el rato que se había quedado ahí, mirando el cadáver del profesor: dos segundos, quizá tres, pero pareció pasar una eternidad antes de que su cerebro dejase reaccionar a su cuerpo.

Entonces se asustó. Se le cayó el bolso, tropezó con una de las botellas de agua y cerró de golpe el maletero. Por mucho que lo intentara, no lograba convencerse de no haber visto un cadáver en su interior.

¿Qué diablos hacía allí dentro?

De acuerdo, tenía que volver a echar un vistazo, pero, por Dios que no quería hacerlo. Inspiró hondo, giró otra vez la llave y se preparó mentalmente.

Dios santo, seguía ahí.

Dejó la llave en la cerradura, corrió hacia el costado del coche y metió la mitad superior del cuerpo por la ventanilla para tomar el móvil del asiento del copiloto.

¿A quién debía llamar? ¿Al Departamento de Policía de Serenity? ¿Al del Condado o al local? ¿Al sheriff? ¿O al FBI?

Había dos cosas claras: la primera, que le habían tendido una trampa, y la segunda, que no entendía nada. Era una ciudadana que respetaba la ley, maldita sea. No llevaba cadáveres en el maletero del coche y, por tanto, no tenía la menor idea de qué hacer con ése.

Necesitaba consejo, y deprisa. La primera persona a quien se le ocurrió llamar fue a su padre. Era juez federal, de modo que, sin duda, sabría qué hacer. Pero también era muy sufridor, como la mayoría de padres, y ya tenía demasiadas preocupaciones con el juicio explosivo que se estaba celebrando en Boston.

Decidió llamar a Nick. Trabajaba para el FBI, y le diría qué hacer.

De repente, sonó el teléfono. El timbre la sobresaltó tanto que soltó un grito y casi se le cayó el móvil al suelo.

– ¿Sí? -Sonó como si la estuvieran estrangulando.

Era su hermana. No pareció darse cuenta de la histeria que reflejaba su voz.

– No te vas a creer lo que he encontrado. Ni siquiera buscaba un vestido, pero he terminado comprándome dos. Estaban de rebajas, y casi me he quedado también uno para ti, pero he pensado que tenemos gustos tan distintos que a lo mejor no te gustaba. ¿Quieres que te lo compre de todos modos? La oferta no durará demasiado, y podríamos devolverlo si…

– ¿Qué? Por Dios, Sidney, ¿de qué me estás hablando? Bueno, da igual. ¿Estás en casa?

– Sí. ¿Por qué?

– ¿Hay alguien contigo?

– No -contestó-. ¿Por qué? ¿Pasa algo, Jordan?

Se preguntó cómo reaccionaría Sidney si le contaba la verdad: «Sí, pasa algo. Tengo un cadáver en el maletero del coche.»

No podía decírselo. Si Sidney la creía, se alteraría, y no había nada que pudiese hacer desde Boston. Además, quería mucho a su hermana pero era incapaz de guardar un secreto, e iría a contárselo inmediatamente a sus padres. Ahora que lo pensaba, se lo explicaría a quien quisiera escucharla.

– Ya te lo contaré después -comentó-. Tengo que llamar a Nick.

– Espera. ¿Qué hago con el vestido? ¿Quieres que…?

Jordan colgó sin contestar a la pregunta y marcó deprisa el número del móvil de Nick.

No contestó su hermano, sino su compañero, Noah.

Por el amor de Dios, no podía perder tiempo si quería salvar su vida.

– Hola, Jordan. Nick no puede ponerse en este instante. Le pediré que te llame. ¿Todavía estás en Tejas?

– Sí, pero Noah…

– Es un estado estupendo, ¿verdad?

– Estoy en un apuro. -El pánico de su voz se oyó perfectamente al otro lado del teléfono.

– ¿Qué clase de apuro? -preguntó Noah con calma.

– Hay un cadáver en el maletero de mi coche.

– No me digas -soltó él sin inmutarse.

¿Podría haberse mostrado más indiferente?

– Está metido en una bolsa de plástico.

– ¿Ah, sí?

No sabía por qué le había parecido necesario añadir esa información, pero en aquel momento había tenido la impresión de que era fundamental que supiera lo de la bolsa de plástico.

– Y lleva un pijama a rayas azules y blancas. Pero no zapatillas.

– Jordan, respira y cálmate.

– ¿Que me calme? ¿Has oído lo que acabo de decirte? ¿Has captado lo de que hay un cadáver en el maletero de mi coche?

– Sí, ya te he oído -contestó Noah con una serenidad exasperante en la voz.

Era como si lo que acababa de decirle no tuviera importancia, lo que, por supuesto, era ridículo, pero aun así, el hecho de que estuviera tan tranquilo le sirvió para serenarse.

– ¿Lo conoces? -preguntó a continuación Noah.

– Es el profesor MacKenna -contestó. Inspiró hondo y bajó la voz-. Lo conocí en el banquete de boda de Dylan. Ayer por la noche cené con él. No, miento. Fue antes de ayer. Lo encontré repugnante. Comía como un cerdo. Es horrible hablar así de un muerto, ¿verdad? Sólo que entonces no estaba muerto…

Se percató de que estaba divagando y se detuvo a mitad de la frase. Un monovolumen accedió al estacionamiento y se detuvo cerca de la puerta principal del supermercado. Una mujer de mediana edad bajó del vehículo, entrecerró los ojos hacia Jordan, y entró.

– Tengo que largarme de aquí -susurró-. Tengo que deshacerme de él, ¿verdad? Porque es evidente que me han tendido una trampa para culparme de su asesinato.

– ¿Dónde estás en este momento?

– En el estacionamiento de un supermercado de Serenity, en Tejas. Es un pueblo tan pequeño que apenas aparece en el mapa. Está a unos setenta kilómetros al oeste de Bourbon. Tal vez podría deshacerme allí del cadáver. Ya me entiendes, encontrar un sitio aislado y…

– No vas a deshacerte del cadáver en ningún sitio. Te diré qué vas a hacer. Vas a llamar a la policía, y yo también -le explicó Noah-. También enviaré a un par de agentes del FBI, que llegarán en una hora, dos como mucho. Y Phoenix no está demasiado lejos. Nick y yo estaremos ahí muy pronto.

– Me han tendido una trampa, ¿verdad? Oh, Dios mío, oigo una sirena. Vienen por mí, seguro.

– Jordan, cuelga y llama a la policía antes de que lleguen. Si te detienen, pide un abogado y no digas nada. ¿Lo has entendido?

Cuando la operadora de urgencias contestó, el ruido de la sirena indicaba que la policía estaba a un par de manzanas. Jordan le explicó en qué consistía la urgencia y le dijo su nombre y dónde estaba.

Mientras la operadora le indicaba que no se moviera de ese sitio, un sedán gris entró derrapando en el estacionamiento.

– Acaba de llegar el coche del sheriff -comentó Jordan.

– ¿El sheriff? -La operadora pareció sorprendida.

– Sí -confirmó Jordan-. Es lo que lleva escrito el lateral del coche, y estoy segura de que oirá la sirena por el teléfono.

Jordan no pudo oír la siguiente pregunta de la operadora. El coche se detuvo con un chirrido a unos metros de distancia y un hombre bajó del asiento del copiloto. No llevaba uniforme.

Corrió hacia ella con una expresión escalofriante. Jordan vio que algo volaba hacia ella y se volvió instintivamente para intentar protegerse, pero el golpe la alcanzó en la mejilla derecha y la arrojó al suelo.

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