Claire entró a la panadería a las cuatro y media de la mañana del día siguiente. Sid la vio y comenzó a cabecear.
– No.
Ella no hizo caso.
– He venido a trabajar.
– No podemos permitírnoslo.
– Ayer lo hice bien.
– Te dio un ataque de nervios.
Claire no quería recordarlo.
– Tuve un ataque de pánico y lo controlé. Ayudé cuando teníais mucho trabajo. Me lo debes.
– Eso es una tontería.
Ella se puso en jarras.
– Es cierto, y lo sabes. Además, soy la hermana de Nicole. Esto es una panadería familiar. Ponme a trabajar.
– ¿Por qué quieres estar aquí?
– Es importante para mí. Te estoy ofreciendo mano de obra gratis. ¿Por qué te resulta un problema?
– Porque, hace dos días, echaste a perder un tanque entero de pan francés. Eres un estorbo.
Ella se encogió.
– Lo de la sal no fue enteramente culpa mía.
Sid le clavó una mirada asesina.
Claire alzó las manos.
– No es que no acepte mi responsabilidad en lo ocurrido. Mira, sólo estoy pidiendo que me dejes ayudar. Tiene que haber algo que pueda hacer.
Pese al ruido de los mezcladores y el zumbido de los hornos, ella oyó su juramento y un resoplido de impaciencia. Sin embargo, él no la echó. En vez de hacerlo, gritó:
– Phil, la princesa ha vuelto.
Phil, un hombre alto y delgado, sacó la cabeza por un hueco entre dos estanterías.
– Dile que no se acerque a mí.
– Estaba pensando que podía ponerse a espolvorear.
– ¿Qué?
Sid la señaló con un dedo.
– No lo fastidies.
– No lo haré, lo prometo.
Sid, con cara de poco convencimiento, se alejó.
Claire se volvió hacia Phil y le dedicó la mejor de sus sonrisas. Él puso cara de mal humor.
– Vamos.
Claire lo siguió por unos pasillos estrechos, evitando el contacto con las máquinas. Se detuvieron frente a una cinta transportadora que se movía con lentitud.
– El accesorio que espolvorea está estropeado -le dijo Phil mientras le entregaba una redecilla para el pelo y unos guantes-. Tendrás que espolvorear a mano. Ni demasiado, ni demasiado poco. ¿Lo has entendido, Ricitos de Oro?
Ella asintió, aunque no sabía cuál era la cantidad adecuada.
Él le entregó algo que parecía un salero gigante; después apretó un botón y la cinta empezó a moverse de nuevo.
Unos donuts cubiertos de chocolate comenzaron a acercarse a ella.
– Espolvorea -le dijo Phil.
A Claire, su atención y su desaprobación le pusieron los nervios de punta. Peor todavía: cuando espolvoreó el primer donut, cayeron demasiadas virutas de chocolate.
– Fantástico -murmuró él.
– Voy a aprender -dijo ella.
– Es sólo espolvorear. No debería ser necesario aprender -afirmó él, y se alejó.
Rápidamente, Claire comprendió cuál era el ángulo correcto para el dispensador. Las virutas de chocolate pasaron a ser virutas de azúcar, y ella siguió espolvoreando. Cuando se le cansó el brazo derecho, cambió al izquierdo, y otra vez al derecho.
Media hora después le temblaban los dos brazos, pero no paró hasta que Phil volvió a aparecer y apagó la cinta transportadora.
– Magdalenas a las bandejas -dijo a modo de explicación, y se alejó.
Ella dejó el dispensador de espolvorear y lo siguió.
Se detuvieron frente a unos estantes llenos de magdalenas calientes. A Claire se le hizo la boca agua. Phil señaló las magdalenas, y después unas enormes bandejas vacías que encajarían en la vitrina de la tienda.
– Pon las de la misma clase en la misma bandeja. Llena las bandejas. ¿Entendido?
Ella asintió y se puso a trabajar.
Después de hacer aquella tarea, puso docenas y docenas de bagels en cajones. A las seis y media, salió del obrador y se fue a casa. Hizo café y lo llevó a la habitación de Nicole junto con dos magdalenas recién hechas.
Nicole todavía estaba dormida. Claire entró en su dormitorio, lo dejó todo sobre la mesilla de noche y salió de puntillas. Había vuelto a la panadería a las ocho menos diez, y se puso a trabajar metiendo rebanadas de pan en bolsas de plástico.
Nicole se despertó y rodó por la cama. Tardó un segundo en darse cuenta de que el olor a café no eran imaginaciones suyas. En la mesilla de noche había una cafetera y un plato con dos magdalenas, que sólo podían ser de su panadería.
Eran sólo las siete y media, lo cual quería decir que Claire se había levantado pronto, había ido al obrador, había recogido las magdalenas y se las había llevado. Quizá no fuera nada extraordinario para alguien normal, pero ¿para una princesa del piano? ¿Trabajo de verdad?
Nicole se incorporó lentamente y estuvo a punto de soltar un gruñido de dolor cuando el movimiento le repercutió en la incisión. Estaba dolorida. Sabía que se estaba curando, pero el proceso era mucho más lento de lo que ella hubiera deseado. Había…
Los recuerdos de la noche anterior aparecieron en su mente. La pelea con Claire, lo que ella le había gritado, la aparición de Drew, Claire atacándolo.
Su hermana se había comportado como si estuviera poseída, la había protegido incluso después de todo lo que le había dicho.
Nicole tomó la cafetera, se sirvió una taza de café y tomó un poco.
Claire era como un cachorrillo que seguía siempre a su amo, aunque su amo le dijera mil veces que se alejara. Pero Claire no era un cachorrillo, y ella no le había dicho que se alejara. Le había dicho que quería que estuviera muerta.
– Algo bastante horrible para decírselo a una hermana -murmuró.
Y lo peor era que en aquel momento, lo había deseado de verdad. No la noche anterior, sino doce años atrás, cuando su madre había muerto. Había querido de verdad que, en vez de su madre, hubiera muerto Claire.
Todo debería haber sido muy distinto, pensó con tristeza. Claire y ella estaban muy unidas de pequeñas. Como la mayoría de los mellizos, sabían lo que estaba pensando la otra. Siempre habían estado juntas y luego, un día, Claire se marchó, y ella se sintió como si le hubieran cortado el brazo.
Había pasado semanas llorando, pasando de habitación en habitación pensando que, si seguía buscando, encontraría a su hermana. Sin embargo, Claire se había ido de verdad. Probablemente estaba feliz con su nueva vida de princesa. Eso era lo que había pensado Nicole, con amargura.
Sintió una ira que le resultaba muy familiar. Resentimiento por todo lo que Claire había vivido y ella no. Rabia verdadera, por haber tenido que quedarse allí, ocupándose de todo.
Entonces tomó otro sorbo del café que había hecho su hermana, y que le había llevado a su habitación. Bueno, quizá no fuera el inicio de la paz mundial, pero al menos Claire estaba esforzándose. Podría haberse marchado la primera vez que se lo había ordenado, pero no lo había hecho. Se había quedado allí y había seguido intentándolo. Con cualquier otra persona, ella habría pensado que significaba algo. Con Claire… no sabía si era un juego o no. Pero quizá, y sólo quizá, ya era hora de dejar de pensar lo peor.
Poco después del mediodía, Claire subió las escaleras. Llamó a la puerta del dormitorio de Nicole y entró.
– ¿Cómo estás? -preguntó.
– Un poco mejor.
– Bien.
– Gracias por traerme el café y las magdalenas. Estaban muy buenas.
Claire sonrió.
– De nada. Me encantó hacerlo.
A Nicole se le pasaron por la cabeza cien comentarios sarcásticos. Fueron tan rápidos que no pudo elegir uno. Recordó lo que había ocurrido la noche anterior, lo que le había dicho a Claire, y lo que ésta había hecho después, y juró que iba a intentar no ser tan mala.
– Te has levantado muy temprano.
Claire se sentó en la silla que había junto a la cama.
– Llegué al obrador a las cuatro y media. A Sid casi le da un ataque al corazón. Le prometí que no estropearía nada. Al principio no me creyó, pero después me puso a trabajar. Espolvoreé los donuts y recogí los bagels, ese tipo de cosas.
Trabajo de idiotas, pensó Nicole. Tareas por las que empezaban los chicos nuevos.
– ¿Y por qué lo haces? -preguntó-. ¿Por qué te levantas pronto, vas allí y haces los trabajos más tontos?
Claire frunció el ceño.
– Porque es un negocio familiar, y tú no puedes ir. Sé que no puedo ocupar tu puesto, pero puedo liberar a alguien para que haga lo que es importante.
Aquello tenía sentido, pero Nicole se sentía confusa.
– Eres una pianista muy famosa. Seguramente, ganas millones al año. ¿Por qué te preocupa la panadería?
Claire la miró con desconcierto.
– Eres mi hermana. Claro que me importa.
Después de todo lo que había ocurrido. Después de todo lo que habían dicho. Por primera vez en mucho tiempo… Nicole se sintió muy, muy pequeña.
– Mira, yo… -frunció los labios. Disculparse no era una de sus mejores habilidades-. Siento lo que dije anoche.
Claire asintió.
– Lo sé. Seguro que yo diría lo mismo si estuviera en tu lugar.
Por algún motivo, Nicole lo dudaba.
– No pasa nada -añadió Claire.
Nicole tampoco creía aquello. Pero se había disculpado, y a partir de aquel momento iba a intentar ser más agradable.
– La panadería es muy interesante -dijo Claire-. Todo va muy deprisa, todos esos panes… Sid no permitió que me acercara a la tarta de chocolate, pero vi unas cuantas saliendo del horno.
– La famosa tarta de chocolate Keyes -dijo Nicole-. Es una mina de oro.
La receta era un secreto familiar que pasaba de generación en generación, y un clásico en Seattle. En mil novecientos ochenta, un político local que quería causarle buena impresión al presidente Reagan, envió una a la Casa Blanca. Se había servido durante la cena, y el presidente había declarado que era mejor que las gominolas.
Tres años atrás, Nicole había recibido una llamada de los productores de Oprah, diciendo que iban a mencionar la tarta en el programa. Contrató los servicios de una compañía para gestionar los pedidos, preparó al personal para hacer turnos de dieciocho horas y fue a Chicago con grandes expectativas.
Oprah fue encantadora, y había alabado la tarta durante ocho segundos, antes de iniciar una conversación sobre Claire y una actuación suya a la que había asistido la reina de los programas de tertulia. Había habido una breve oleada de pedidos, pero nada más.
– No sé cómo lo haces -dijo Claire-, lo de llevar el negocio. Es muchísimo trabajo. ¿Y cómo sabes cuántos donuts y cuántos bagels hay que hacer, y de qué clase? Y tener a toda esa gente trabajando para ti tiene que ser difícil, también. Yo sólo tengo que tratar con Lisa y algunas veces es un problema.
– Sabemos lo que se vende -dijo Nicole-. Tenemos mucha experiencia.
– Pero diriges un negocio muy próspero.
Nicole se encogió de hombros.
– Llevo años haciéndolo. Comencé a ayudar en la tienda cuando era una niña. Durante el instituto, ya era responsable de casi todo. Me hice con la dirección un par de años después.
Su padre nunca había tenido interés en el obrador. Lo había hecho por obligación. En cambio, ella disfrutaba de verdad con su trabajo.
– Yo no podría haberlo hecho -dijo Claire-. No tengo sentido de los negocios.
– Lo que no tienes es práctica -dijo Nicole-. Si te hubieras quedado, las cosas habrían sido distintas.
Claire se mordió el labio.
– Siento haberme marchado.
Nicole tuvo la sensación de que se había metido en una conversación que no quería mantener.
– Tenías seis años -le dijo de mala gana-. No podías elegir.
– Pero tú te quedaste aquí con todo. La panadería, estar sola, Jesse.
– Eso último no lo he hecho bien, seguro -murmuró Nicole, con la combinación de traición, ira y dolor que se apoderaba de ella cuando pensaba en Jesse y en Drew.
– Siento muchísimo lo que ocurrió.
– ¿Cómo te enteraste?
– Me lo dijo Jesse. Pasó por aquí hace un par de días. Ella fue quien me llamó y me pidió que viniera a ayudar -dijo Claire-. No entiendo por qué lo hizo.
– Yo tampoco -respondió Nicole. Quería preguntar cómo estaba Jesse, y odiaba aquel sentimiento. ¿Era posible que la echara de menos después de lo que había pasado? No. Era imposible-. Vamos a cambiar de tema.
– De acuerdo. Wyatt me ha pedido que cuide a Amy.
– ¿Has cuidado alguna vez de un niño?
– No. ¿Es difícil?
A Nicole se le ocurrieron una docena de comentarios cortantes, cada uno de ellos más hiriente que el anterior. Sin embargo, sonrió.
– Supongo que sería difícil con cualquier otro niño, pero no con Amy. Es un encanto. Estoy segura de que os llevaréis muy bien.
Claire esperó en la parada mientras Amy se despedía de sus amigas y bajaba del autobús.
– ¿Qué tal ha ido el día? -preguntó por signos, y tomó la mochila de la niña.
– Bien -respondió Amy, y añadió-: Has estado practicando.
– Un poco. Lo estoy intentando -dijo Claire, y señaló su coche.
El plan era que recogiera a Amy y después la llevara a casa de Nicole. Se detuvo junto a la puerta.
– Tengo que ir de compras -dijo, hablando lentamente para que Amy pudiera leerle los labios-. Necesito otra ropa, unos vaqueros.
Amy hizo un signo que Claire no conocía.
– Informal -dijo la niña.
– Exacto. Y también necesito un libro de cocina. Algo fácil. ¿Quieres venir conmigo o ir a casa de Nicole?
Amy la señaló.
– Ir de tiendas.
Claire sonrió.
– Qué rápidamente crecen.
Veinte minutos después estaban en el centro comercial de Alderwood. Claire había llamado a Nicole para decirle que tardarían un poco. Después de aparcar, Amy y ella fueron a Macy’s.
– Necesitas unos vaqueros -dijo Amy.
Claire señaló sus pantalones de lana. Más que vaqueros, necesitaba todo un guardarropa que no fuera caro y difícil de cuidar. El cachemir era muy agradable, pero no para cada momento del día.
Una vez dentro de los grandes almacenes, Amy tomó las riendas. Claire intentó no disgustarse por el hecho de que una niña de ocho años supiera más de ir de compras que ella. La verdad era que nunca lo hacía. Lisa, su representante, le llevaba una selección de ropa al apartamento o a su habitación de hotel si estaban de gira, Claire se probaba las prendas y se quedaba con lo que más le gustaba.
Tenía un estilo clásico, y vestía ropa cara de diseñador. Sus trajes para las actuaciones eran casi todos vestidos negros y largos…, variaciones del mismo tema. Pero todo eso iba a cambiar.
Con ayuda de Amy, eligió camisetas, una blusa de color rosa, un par de blusas de algodón blanco, algunos pantalones vaqueros de diferentes colores y una americana vaquera. Después fue al probador; treinta minutos después tenía ropa desenfadada y cómoda, de algodón fácil de cuidar y de colores divertidos. Nada negro, nada que no se pudiera lavar.
Amy la ayudó a meter las cinco bolsas al maletero del coche.
– Ha sido muy divertido -dijo Claire por signos-. Gracias.
– De nada -respondió Amy-. Ahora, la librería.
Antes pararon a tomar un helado sentadas en una terraza, al sol.
– ¿Qué tal la escuela hoy? -preguntó Claire.
– Bien -respondió Amy por signos. Después comenzó a hablar-. Hemos practicado el habla -dijo lentamente-. Practicamos todos los días.
– ¿Puedes oír algo?
– El tono. Las palabras no.
– ¿Y si yo gritara mucho?
Amy se rió, y después respondió por signos:
– Soy sorda.
Claire no podía imaginarse cómo era la vida sin oír nada.
– ¿Lo eres de nacimiento? -le preguntó.
Amy asintió.
– Pero tengo suerte -continuó la niña, haciendo signos y hablando a la vez-. Yo puedo oír un poco. Otra gente no oye nada de nada.
– ¿Sientes el sonido? -preguntó Claire, dándose un golpecito en el pecho con la palma de la mano-. ¿En el cuerpo?
– La música. Siento la música.
Se preguntó si Amy podría oírla tocar. Si ponía las manos en el piano, quizá el instrumento produjera suficientes vibraciones. ¿Podría reconocer Amy la diferencia entre las notas? ¿Reconocería la diferencia entre las piezas? ¿Le resultaría diferente un concierto de una melodía de un espectáculo de Broadway?
Estaba a punto de sugerir que experimentaran cuando recordó que ya no tocaba. Sentía pánico al pensar en tocar el piano. ¿Por qué le resultaba tan fácil olvidar que ya no era esa persona?
Terminaron su helado y se dirigieron a la librería. Entre Amy y ella, seleccionaron un par de libros de cocina básica.
– Ahora puedo hacer la cena -dijo Claire.
Amy asintió y pasó las páginas del libro. Señaló una receta de carne asada.
Claire leyó la lista de ingredientes. No parecía muy difícil.
– ¿Para esta noche? -preguntó.
Amy volvió a asentir.
La receta sugería puré de patatas y zanahorias hervidas como acompañamiento. En el capítulo de verduras, encontró una receta de puré de patatas y un cuadro que le dijo cuánto tiempo debían hervirse las zanahorias. Era un milagro.
– ¿Un supermercado? -preguntó a Amy.
La niña sonrió.
– Yo conozco uno.
Llegaron al supermercado con las estupendas indicaciones de Amy. Claire se rió al pensar quién estaba cuidando de quién.
Compraron patatas, zanahorias y una cebolla. Claire no sabía qué carne elegir, pero compró la más cara con la esperanza de acertar.
– Su hija es preciosa -le dijo una anciana que pasó a su lado-. Tiene sus ojos.
El comentario sorprendió a Claire, pero sonrió.
– Gracias. Se parece mucho a su padre.
– Seguro que es un hombre muy guapo.
Claire pensó en la última vez que había visto a Wyatt. Estaba en el pasillo de casa de Nicole, como de costumbre, frustrado con ella. No sabía por qué lo ponía de mal humor. No era a propósito.
– Bastante -admitió.
La mujer sonrió y siguió su camino.
Amy le tocó el brazo a Claire.
– ¿Qué ha dicho?
– Ha creído que eras mi hija. Dijo que tenemos los mismos ojos.
Amy la observó un momento, y después alzó la mano con los dedos juntos y el pulgar atravesado en la palma.
– Azules -dijo, moviendo la mano de atrás hacia delante.
Claire repitió el signo. Las dos tenían los ojos azules y el pelo rubio, pensó.
– Mi madre se marchó -dijo Amy-. Se mudó.
– Lo siento -dijo Claire.
Amy se encogió de hombros y miró la lista, como si no le importara.
Continuaron con sus compras. Claire se quedó pensando en la madre de Amy. ¿Quién podía abandonar a aquella niña?
Eso era lo que ella deseaba: recuperar la relación con Nicole y Jesse, pertenecer a una familia. También quería, y esperaba, poder encontrar a alguien a quien querer. Un hombre que se preocupara por ella, que la amara, que quisiera casarse con ella. Lo que no podía decidir era si aquél era un objetivo factible o un sueño estúpido que nunca iba a convertirse en realidad.
Volvieron a casa a las cuatro y media. Amy ayudó a Claire a descargar el coche, y después subió corriendo las escaleras para visitar a Nicole. Claire dejó la comida que habían comprado en la encimera, encendió el horno y abrió el libro de recetas. Como la carne tardaba casi una hora en hacerse, comenzaría con eso. Combinó, midió y mezcló hasta que lo tuvo todo junto, y después lo vertió en una bandeja del horno y puso la carne encima. Metió la bandeja en el horno precalentado y puso en hora el temporizador.
Las patatas eran lo siguiente, pensó mientras sacaba la botella de vino tinto que había comprado. Después las zanahorias. Incluso había comprado una bolsita de salsa para carne.
Estaba preparando la cena, algo que no había hecho en su vida. Eso, después de trabajar en el obrador durante casi ocho horas, cuidar a Amy, ir al centro comercial y al supermercado. Había sido un día normal. Completamente normal.
Encontró un sacacorchos y abrió la botella. Se sirvió una copa, la alzó en el aire y se hizo un brindis a sí misma.
– Por encajar -susurró-. Y por ser como todos los demás.