Primera PARTE . Demasiadas maneras de morir

Ningún halcón puede ser una mascota.

No hay sentimentalismo. En cierto modo,

es el arte del psiquiatra. Se mide una mente

contra otra con una razón y un interés

aplastantes.

The Goshaivk (El azor),

T. H. WHITE


Capítulo 1

Cuando Edward Carney se despidió de su mujer, Percey, nunca pensó que era la última vez que la vería.

Subió a su coche, que estaba aparcado en un codiciado lugar de la calle Ochenta y uno Este de Manhattan y se adentró en el tráfico. Carney, un hombre observador por naturaleza, se fijó en una furgoneta negra aparcada cerca de su propio domicilio. Era un vehículo con lunas reflectantes y manchado de barro. Enseguida reconoció la matrícula de West Virginia, y recordó que había visto la furgoneta en la calle varias veces durante los últimos días. En aquel momento los coches que estaban delante arrancaron. Cuando el semáforo se puso en verde olvidó por completo la furgoneta. Rápidamente estuvo en la FDR Drive [1], en dirección al norte.

Veinte minutos después descolgó el teléfono del automóvil y llamó a su mujer. Le preocupó que no le contestara. Habían planeado que Percey haría el viaje con él, la noche anterior incluso habían echado a suertes quién iba a conducir, y ella había ganado obsequiándole con una de sus características sonrisas de victoria. Sin embargo, se había despertado a las tres de la mañana con una jaqueca espantosa que le había durado todo el día. Después de hacer algunas llamadas telefónicas, encontraron un copiloto sustituto; Percey se tomó un iorinal y volvió a la cama.

La jaqueca era el único trastorno que podía dejarla en tierra.

El larguirucho Edward Carney, de cuarenta y cinco años y que aún se cortaba el pelo al estilo militar, ladeó la cabeza mientras escuchaba la señal de llamada. Cuando respondió el contestador, devolvió el teléfono a su soporte algo preocupado.

Mantuvo el coche a una velocidad exacta de 100 kilómetros por hora, centrado perfectamente en el carril de la derecha; como la mayoría de los pilotos, era conservador al volante. Confiaba en los demás aviadores pero pensaba que la mayoría de los conductores están locos.

En la oficina de Hudson Air Charters, en los terrenos del Aeropuerto Regional de Mamaroneck, en Westchester, le esperaba una tarta. La pulcra y arreglada Sally Ann, que olía como el departamento de perfumes de Macy's [2], lo había horneado para celebrar el nuevo contrato de la empresa. Llevaba en la solapa un feo broche de diamantes falsos y con forma de biplano que sus nietos le habían regalado la última Navidad. Escudriñó la habitación para asegurarse de que cada uno de los doce empleados tenía una porción de pastel del mismo tamaño. Ed Carney comió unos pocos bocados y habló acerca del vuelo de esa noche con Ron Talbot, cuya barriga prominente sugería que le gustaban los pasteles, aunque en gran medida sobrevivía a base de cigarrillos y café. Talbot, que desempeñaba la doble tarea de director de operaciones y negocios, expresó en voz alta su preocupación por que el cargamento llegara a tiempo, por que la carga de combustible para el viaje estuviera correctamente calculada y por que la tarea tuviera una retribución adecuada. Carney le pasó los restos de su pastel y le pidió que se relajara.

Pensó nuevamente en Percey y se dirigió hacia su oficina para llamarla otra vez.

Tampoco hubo respuesta.

Entonces la preocupación se convirtió en ansiedad. La gente que tiene niños o negocios propios siempre contesta al teléfono. Colgó el auricular y pensó en llamar a un vecino para pedirle que pasara a ver cómo estaba su mujer. Pero en aquel momento un enorme camión blanco se detuvo frente al hangar próximo a la oficina y llegó el momento de ponerse manos a la obra.

Talbot le dio a Carney una docena de documentos para firmar; en aquel momento apareció el joven Tim Randolph, con traje oscuro, camisa blanca y una angosta corbata negra. Tim se refería a sí mismo como «copiloto» y a Carney eso le gustaba. Los «primeros oficiales» eran gente de empresa, un invento de las grandes aerolíneas, y si bien Carney respetaba a todo hombre que fuera competente en el asiento de la derecha, la pedantería le molestaba.

Lauren, la asistente de Talbot, alta y de pelo castaño, tenía puesto su vestido de la suerte, cuyo color azul hacía juego con el tono del logotipo de Hudson Air: la silueta de un halcón sobrevolando una bola del mundo. Se inclinó hacia Carney y murmuró:

– Todo saldrá bien, ¿verdad?

– Muy bien -aseguró. Y le dio un abrazo, y también a Sally Ann, quien le ofreció un poco de pastel para el vuelo. Pero Ed Carney lo rechazó. Quería irse. Lejos del sentimentalismo, lejos de los festejos. Lejos del suelo.

Y pronto lo estuvo. Volando a tres millas [3] sobre la tierra, pilotando un Lear 35A, el mejor reactor privado hecho jamás, sin marcas ni insignias, excepto el número de registro N, todo plata pulida, reluciente como una lanza.

Volaron hacia un crepúsculo magnífico: un perfecto disco naranja que se ocultaba tras unas enormes y alborotadas nubes color rosa y púrpura, traspasadas por los rayos del Sol.

Sólo la aurora podía comparársele en belleza. Y sólo las tormentas eran más espectaculares.

Había mil ciento sesenta kilómetros hasta O'Hare y cubrieron esa distancia en menos de dos horas. El Centro de Control del Tráfico Aéreo de Chicago les pidió cortésmente que descendieran a catorce mil pies, luego los pasó al Control de Aproximación.

Tim hizo la llamada.

– Aproximación de Chicago. Con usted el Lear Cuatro Nueve Charlie Juliet a catorce mil.

– Buenas noches, Nueve Charlie Juliet -dijo otro amable controlador aéreo-. Descienda y mantenga ocho mil. Altímetro en Chicago treinta punto uno uno. Espere vectores para veintisiete izquierda.

– Roger [4], Chicago. Nueve Charlie Juliet de catorce para ocho.

O'Hare es el aeropuerto con más movimiento del mundo y ATC [5] los puso en patrón de espera por encima de los suburbios occidentales de la ciudad, donde se quedaron dando vueltas esperando su turno para aterrizar.

Diez minutos después la misma voz agradable, entre alguna que otra interferencia, solicitó:

– Nueve Charlie Juliet, rumbo cero nueve cero a inicial para veintisiete izquierda.

– Cero nueve cero. Nueve Charlie Juliet -respondió Tim.

Carney miró hacia arriba, hacia los brillantes puntos de las constelaciones en el asombroso cielo metálico y pensó: «Mira, Percey, son todas las estrellas de la noche…».

Y con ello sintió la que fue la única urgencia no profesional de toda su carrera. Su preocupación por Percey subió como la fiebre. Necesitaba con desesperación hablar con ella.

– Toma la nave -le dijo a Tim.

– Sí, Roger [6] -respondió el joven, cuyas manos se dirigieron sin dudar a la palanca de mandos.

El Control del Tráfico Aéreo crepitó:

– Nueve Charlie Juliet, descienda a cuatro mil. Mantenga el rumbo.

– Roger, Chicago -replicó Tim.

– Nueve Charlie Juliet fuera de ocho para cuatro.

Carney cambió la frecuencia de su radio para hacer una llamada unicom. Tim lo miró.

– Llamo a la Compañía -le explicó Carney. Cuando se comunicó con Talbot le pidió que transfiriera la llamada a su casa.

Mientras esperaba, Carney y Tim fueron realizando los controles rutinarios previos a la maniobra de aterrizaje.

– Flaps… veinte grados.

– Veinte, veinte, verde -respondió Carney.

– Control de velocidad.

– Ciento ochenta nudos.

Mientras Tim hablaba a su micrófono -«Chicago, Nueve Charlie Juliet, cruzando la cabecera de cinco para cuatro»- Carney escuchó que el teléfono comenzaba a sonar en su domicilio de Manhattan, a setecientas millas de distancia.

«Vamos, Percey. ¡Cógelo! ¿Dónde estás?… Por favor…»

Desde ATC les dijeron:

– Nueve Charlie Juliet, reduzca velocidad a uno ocho cero. Contacte torre. Buenas noches.

– Roger, Chicago. Uno ocho cero nudos. Buenas noches.

Tres llamadas.

¿Dónde diablos está? ¿Qué pasa?

El nudo en su estómago se hizo más opresivo.

El turbohélice sonaba con un gemido. El hidráulico se quejaba. La estática crepitaba en los auriculares de Carney.

Tim exclamó:

– Aletas treinta, tren abajo.

– Aletas, treinta, treinta, verde. Tren bajo. Tres verde.

Y luego al fin, en su auricular, un sonido agudo, la voz de su esposa diciendo:

– ¿Hola?

Se rió muy fuerte aliviado.

Carney comenzó a hablar pero, antes de que pudiera articular palabra, el avión dio una fuerte sacudida, tan brutal que en fracción de segundos la fuerza de la explosión le arrancó los abultados auriculares de las orejas y ambos hombres chocaron contra el panel de control. Metralla y chispas explotaron a su alrededor.

Anonadado, Carney cogió instintivamente la inerte palanca de mandos con su mano izquierda, ya no tenía la derecha; se volvió hacia Tim justo en el momento en que el cuerpo ensangrentado y destrozado del muchacho desaparecía por el agujero abierto al costado del fuselaje.

– Oh, Dios. No, no…

Entonces toda la cabina se separó del avión que se desintegraba y se levantó en el aire, dejando atrás al fuselaje, las alas y los motores del Lear, envuelto en una bola de fuego.

– Oh, Percey -murmuró-, Percey…

Pero ya no había micrófono por el que hablar.

Capítulo 2

Grandes como asteroides, amarillo hueso.

Los granos de arena brillaban en la pantalla del ordenador. El hombre estaba sentado hacia delante, el cuello le dolía y bizqueaba debido a la concentración, no por ningún defecto de visión.

En la distancia, el trueno: el cielo de la mañana estaba amarillo y verde y en cualquier momento llegaría la tormenta. Aquella era la primavera más húmeda que se recordaba.

Granos de arena…

– Aumenta -ordenó, y, obediente, la imagen en el ordenador dobló su tamaño.

Extraño, pensó.

– Hacia abajo el cursor… para.

Se inclinó hacia delante otra vez, esforzándose, estudiando la pantalla.

La arena, reflexionó Lincoln Rhyme, es una delicia para el criminalista: trocitos de roca, a veces mezclados con otro material, de un tamaño que suele ir de los 0,5 a los 2 milímetros (la grava es más grande y el cieno más pequeño). Se adhiere a las ropas del sospechoso como si fuera pintura pegajosa y surge convenientemente en las escenas de crímenes y escondites para relacionar asesino con asesinado. También puede decir mucho acerca del lugar en que ha estado el sospechoso: la arena opaca denota que ha estado en el desierto; cristalina es sinónimo de playas; hornablenda significa Canadá; obsidiana, Hawai; el cuarzo y la roca ígnea opaca, Nueva Inglaterra; suave magnetita gris, los Grandes Lagos occidentales.

Pero Rhyme no tenía ni idea de dónde procedía aquella arena en particular. La mayoría de la arena existente en el área de Nueva York estaba constituida por cuarzo y feldespato. Era pedregosa en el estrecho de Long Island, polvorienta en el Atlántico, barrosa en el Hudson. Pero aquélla era blanca, reluciente, desigual, y estaba mezclada con pequeñas esferas rojas. Y ¿qué son esos aros? Aros de piedra blancos como aros microscópicos de calamar. Nunca había visto algo parecido.

El enigma había mantenido despierto a Rhyme hasta las cuatro de la mañana. Acababa de enviar una muestra de la arena a un colega del laboratorio criminalista del FBI en Washington. Lo había despachado de muy mala gana: Lincoln Rhyme odiaba que otro respondiera a sus propias preguntas.

Hubo un movimiento en la ventana al lado de su cama. Miró hacia ella. Sus vecinos, dos halcones peregrinos, estaban despiertos y a punto de ir de caza. Palomas, tened cuidado, pensó Rhyme. Luego enderezó su cabeza, y susurró: «Mierda», si bien no se refería a su frustración por no identificar aquella prueba tan poco esclarecedora sino a una interrupción inminente: pasos urgentes se oían en la escalera. Thom había dejado entrar a unas personas y Rhyme no quería visitas. Miró hacia el pasillo con enfado.

– Oh no, ahora no, por Dios.

Pero no le escucharon, por supuesto y, aunque lo hubieran hecho, tampoco se habrían detenido.

Dos de ellos…

Uno era grueso. El otro no.

Dieron un golpe rápido en la puerta abierta y entraron.

– Lincoln.

Rhyme gruñó.

Lon Sellitto era detective de primer grado del NYPD [7] y el responsable de las fuertes pisadas. Trotando a su lado estaba su socio, más joven y delgado, Jerry Banks, elegante en su traje gris de fino paño; había empapado su flequillo con spray: Rhyme casi podía oler el propano, el isobutano y el acetato vinílico, pero el encantador tupé se mantenía tan erguido como el de Dagwood [8].

El hombre robusto miró alrededor del dormitorio de la segunda planta, que medía veinte por veinte. Ni un cuadro en las paredes.

– ¿Qué ha cambiado en este lugar, Linc?

– Nada.

– Oh sí, ya lo sé: está limpio -intervino Banks, pero se detuvo abruptamente al darse cuenta de su metedura de pata.

– Limpio, claro que sí -dijo Thom, inmaculado en sus pantalones marrones planchados, camisa blanca y la corbata floreada que para Rhyme era inapropiada y llamativa a pesar de que él mismo la había comprado por correo para su joven ayudante.

Llevaba ya varios años con Rhyme; y a pesar de que lo había despedido dos veces, y de que él se había marchado una, el criminalista había vuelto a emplear a su flemático enfermero/asistente sin rechistar. Thom sabía tanto acerca de tetraplejia como para ser médico especialista, y había aprendido de Lincoln Rhyme los suficientes conocimientos forenses como para ser detective. Pero se contentaba con ser lo que la compañía de seguros llamaba un «cuidador», si bien tanto Rhyme como Thom despreciaban aquel término. Dependiendo de su humor, Rhyme lo llamaba de forma variada, tanto «gallina clueca» como «némesis», epítetos que encantaban al ayudante. El joven se dirigió hacia los visitantes.

– No le gustó, pero empleé a Molly Maids [9] y le hice fregar a fondo este lugar. Prácticamente necesitaba una fumigación. Después no me habló durante un día entero.

– No necesitaba que lo limpiaran. Ahora no puedo encontrar nada.

– Pero no tienes por qué hacerlo -replicó Thom-. Para eso estoy yo.

Su jefe no estaba para bromas.

– ¿Y bien? -Rhyme dirigió su bien parecido rostro hacia Sellitto-. ¿Qué pasa?

– Tengo un caso. Pensé que te gustaría ayudarnos.

– Estoy ocupado.

– ¿Qué es todo eso? -preguntó Banks señalando el ordenador nuevo que estaba colocado al lado de la cama de Rhyme.

– Oh -dijo Thom con una malévola sonrisa-; ahora está a la última. Vamos, Lincoln, enséñaselo.

– No quiero enseñar nada.

Más truenos pero ni una gota de lluvia. La naturaleza, como de costumbre, parecía querer gastarles una broma.

Thom insistió:

– Enséñales cómo funciona.

– No quiero.

– Le da vergüenza.

– Thom… -murmuró Rhyme.

Pero el joven ayudante era tan inmune a las amenazas como lo era a las recriminaciones. Tiró de su horrible, o elegante, corbata de seda:

– No sé por qué se porta de esta manera. El otro día parecía muy orgulloso de todo el equipo.

– No lo estaba.

– Esa caja de allí -continuó Thom señalando un aparato beige- va al ordenador.

– ¿Doscientos megahercios? -quiso saber Banks, inclinando la cabeza hacia el ordenador para escapar del ceño fruncido de Rhyme.

– Sí -dijo Thom.

Pero Lincoln Rhyme no quería hablar de ordenadores. En aquel momento lo único que le interesaba eran los aros microscópicos de esculpidos calamares y la arena en que anidaban.

– El micrófono va hacia el ordenador -siguió Thom-. El ordenador reconoce todo lo que diga Rhyme. Esa cosa tardó un tiempo en conseguirlo. Hablaba mucho entre dientes.

La verdad es que Rhyme estaba muy contento con el sistema: el ordenador, veloz como el rayo, una caja ECU [10] hecha especialmente, y un software de reconocimiento de voz. Sólo con la voz podía ordenar al cursor que hiciera lo que cualquier persona puede hacer usando un ratón y un teclado. Y también podía dictar. Ahora, con una palabra, podía aumentar o disminuir la potencia de la calefacción, encender o apagar las luces, poner el estéreo o la televisión, escribir en su procesador de textos, hacer llamadas telefónicas y enviar faxes.

– Hasta puede escribir música -dijo Thom a los visitantes-. Le dice al ordenador qué notas registrar en el pentagrama.

– Eso sí que resulta de utilidad -dijo Rhyme con amargura-. Música.

Para un tetrapléjico C4 -la lesión de Rhyme estaba en la cuarta vértebra cervical- mover la cabeza resulta fácil. También podía encogerse de hombros, pero no de forma tan terminante como le hubiera gustado. Otro de sus trucos circenses consistía en mover el dedo anular izquierdo unos pocos milímetros en la dirección elegida. Aquél había sido su repertorio total de movimientos en los últimos años; componer una sonata para violín no estaba entre sus planes a corto plazo.

– También puede jugar -dijo Thom.

– Odio los juegos. No juego nunca.

Sellitto, que a Rhyme le recordaba una especie de enorme cama deshecha, miró el ordenador y pareció poco impresionado.

– Lincoln -dijo con seriedad-. Hay un caso muy importante. Estamos nosotros y los federales. Nos encontramos con el problema anoche.

– Nos dimos contra una pared -aventuró Banks.

– Pensamos… es decir, yo supuse que te gustaría ayudarnos a solucionar esto.

¿Que le gustaría ayudarlos?

– Estoy trabajando en algo ahora -explicó Rhyme-. Para Perkins, en realidad. -Thomas Perkins era agente especial a cargo de la oficina de Manhattan del FBI-. Ha desaparecido uno de los muchachos de Fred Dellray.

El agente especial Fred Dellray, un veterano con muchos años en el FBI, dirigía a la mayoría de los agentes secretos de la oficina de Manhattan. El mismo Dellray había sido uno de los operadores encubiertos más importantes. Había recibido felicitaciones del mismísimo director por haberse infiltrado en los lugares más peligrosos, desde los cuarteles de los capos de la droga en Harlem hasta las organizaciones de activistas negros. Uno de los agentes de Dellray, Tony Panelli, había desaparecido unos días atrás.

– Perkins nos lo dijo -explicó Banks-. Es muy extraño.

Rhyme puso sus ojos en blanco ante la simpleza de aquella frase, pero, sin embargo, no podía cuestionarla. El agente había desaparecido de su coche, aparcado frente al edificio federal en el centro de Manhattan, alrededor de las nueve de la noche. Las calles no estaban muy concurridas pero tampoco estaban desiertas. El motor del Crown Victoria del FBI estaba en marcha, la puerta abierta. No había sangre, ni residuos de tiroteo alguno, ni marcas de arañazos que indicaran lucha. Tampoco encontraron testigos, al menos testigos que quisieran hablar.

Muy extraño en verdad.

Perkins tenía a su disposición una buena Unidad de la Escena del Crimen, que incluía al Equipo de Respuesta a las Pruebas Físicas del FBI. Pero era Rhyme quien la había creado y era a Rhyme a quien Dellray le había pedido que estudiara la escena de la desaparición. El oficial de la escena del crimen encargado de ayudar a Rhyme pasó horas con el coche de Panelli pero no encontró huellas dactilares desconocidas, aunque sí bolsas de pruebas sin interpretar y -el único indicio posible- unas pocas docenas de granos de aquella arena tan rara.

Los granos que ahora brillaban en la pantalla de su ordenador, tan tersos y enormes como cuerpos celestes.

– Lincoln, si tú nos ayudas, Perkins va a poner a otras personas en el caso Panelli -continuó Sellitto-. De todas formas, creo que querrás hacerlo.

Ese verbo de nuevo: querer. ¿De qué se trataba?

Rhyme y Sellitto habían trabajado juntos en importantes investigaciones de homicidios unos años atrás. Casos difíciles (y casos públicos). Conocía a Sellitto tan bien como a cualquier otro policía. Aunque generalmente Rhyme tenía poca confianza en su capacidad para conocer a las personas (su ex-mujer, Blaine, decía a menudo, y no sin razón, que Rhyme podía detectar la carcasa de una granada a una milla y no ver a un ser humano que estuviera delante de sus narices), pero ahora podía sentir lo que Sellitto ocultaba.

– Está bien, Lon. ¿De qué se trata? Dime.

Sellitto movió la cabeza hacia Banks.

– Phillip Hansen -dijo el joven detective expresivamente, levantando una ceja diminuta.

Rhyme conocía aquel nombre sólo por artículos periodísticos. Hansen -un poderoso hombre de negocios hecho a sí mismo, originario de Tampa, Florida- poseía una compañía mayorista en Armonk, Nueva York. Tuvo un éxito notable y se convirtió en multimillonario gracias a ella. Hansen tenía un ojo excelente para los negocios: no le hacía falta buscar sus clientes, nunca hacía publicidad, nunca tenía problemas de falta de pago. En realidad, si había algún aspecto negativo en PH Distributors, Inc., consistía en que tanto el gobierno federal como el Estado de Nueva York gastaban mucha energía en cerrarla y poner a su presidente tras las rejas. Porque lo que la compañía de Hansen vendía no eran, como alegaba, vehículos militares de segunda mano en desuso sino armas, a menudo robadas de bases militares o importadas ilegalmente. A principios de aquel año dos soldados del ejército resultaron muertos cuando el cargamento de un camión, compuesto por armas de pequeño calibre, fue secuestrado cerca del puente George Washington en camino a Nueva Jersey. Hansen estaba detrás de la operación, hecho que el fiscal de los EEUU y el fiscal general de Nueva York conocían pero no podían probar.

– Estamos llevando el caso con Perkins -le aclaró Sellitto-. Trabajamos con el CID [11] del ejército. Pero ese tipo ha sido muy listo.

– Nadie lo delata nunca -dijo Banks-. Nunca.

Rhyme ya lo suponía: nadie se atrevería a delatar a un hombre como Hansen.

– Pero al fin, la semana pasada, obtuvimos una pista -siguió el joven detective-. Mira, Hansen es piloto. Su compañía tiene almacenes en el Aeropuerto Mamaroneck, el que está cerca de White Plains. Un juez emitió una orden de registro. Naturalmente, no encontramos nada. Pero entonces, la semana pasada, a medianoche… El aeropuerto está cerrado pero hay gente que trabaja hasta tarde. Ven a un tipo que se ajusta a la descripción de Hansen, que llega en coche hasta su avión privado, carga unas grandes bolsas de lona en él y despega. Sin autorización, sin plan de vuelo, se limita a despegar. Vuelve cuarenta minutos después, aterriza, entra en el coche y sale pitando. Sin las bolsas de lona. Los testigos dieron el número de registro a las autoridades aeronáuticas. Resulta que se trata del avión privado de Hansen, no el de su compañía.

– De manera que él sabía que le seguían de cerca y quería eliminar algo que lo relacionaba con las muertes -reflexionó Rhyme. Empezaba a sospechar por qué querían trabajar con él. Algunos detalles comenzaban a interesarle-. ¿El control del tráfico aéreo le siguió la pista?

– La Guardia lo tuvo por un momento. Justo por encima del estrecho de Long Island. Luego bajó durante diez minutos o algo así y el radar lo perdió.

– Y vosotros trazasteis una línea para ver qué distancia podía alcanzar sobre el estrecho. ¿Mandasteis submarinistas?

– Correcto. Sabíamos que tan pronto como Hansen se enterara de que teníamos tres testigos iba a desaparecer. De manera que logramos ponerlo a buen recaudo hasta el lunes. Detención federal.

Rhyme se rió.

– ¿Conseguisteis convencer a un juez de que había una causa probable sólo con lo que tenéis?

– Sí, con el riesgo de vuelo -dijo Sellitto-. Y le añadimos algunas chorradas de violaciones de normas aéreas y de riesgos temerarios. También que iba sin plan de vuelo, que volaba sin cumplir los requisitos mínimos.

– ¿Y qué dijo el señor Hansen?

– Conoce el juego. Ni una palabra en el arresto, ni tampoco a los acusadores. El abogado niega todo y está preparando un juicio por falso arresto, y bla, bla, bla. De manera que si encontramos las malditas bolsas vamos al gran jurado el lunes y, bang, lo tenemos.

– En el caso -señaló Rhyme- de que haya algo comprometedor en las bolsas.

– Oh, siempre hay algo comprometedor.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque Hansen está asustado. Ha contratado a alguien para que mate a los testigos. Ya ha acabado con uno de ellos. Hizo explotar su avión la noche pasada a las afueras de Chicago.

Y, pensó Rhyme, me quieren a mí para que encuentre las bolsas de lona… Algunas preguntas estaban flotando ahora en su cabeza. ¿Sería posible ubicar un avión en un lugar específico sobre el agua a partir de cierto tipo de precipitación o depósito salino o insecto encontrado aplastado en el borde del ala? ¿Podría uno calcular el momento de la muerte de un insecto? ¿Qué se podría deducir de las concentraciones salinas y contaminantes del agua? ¿Si se vuela tan bajo sobre el agua, podrían los motores o las alas extraer algunas algas y depositarlas sobre el fuselaje o la cola?

– Necesitaré algunos mapas del estrecho -comenzó Rhyme-. Planos de ingeniería de su avión.

– Ejem, Lincoln, no estamos aquí por eso -apuntó Sellitto.

– Ni para que encuentres las bolsas -agregó Banks.

– ¿No? ¿Entonces? -Rhyme se sacudió un mechón rebelde de negro cabello de su frente y frunció las cejas mirando al joven.

Los ojos de Sellitto escudriñaron nuevamente la caja ECU. Los cables que salían de ella eran de un rojo, amarillo y negro sucios y estaban enroscados sobre el suelo como serpientes al sol.

– Queremos que nos ayudes a encontrar al asesino. El hombre contratado por Hansen. Pararlo antes que llegue a los otros dos testigos.

– ¿Y? -Rhyme notaba que Sellitto todavía no lo había confesado todo.

Mirando a través de la ventana el detective dijo:

– Parece que se trata del Bailarín, Lincoln.

– ¿El Bailarín de la Muerte?

Sellitto lo miró y asintió con la cabeza.

– ¿Estáis seguros?

– Oímos que había hecho un trabajo en el distrito federal hace unas semanas. Mató a un ayudante del congreso implicado en asuntos de armas… Tenemos registros penitenciarios y hemos localizado llamadas desde una cabina de las cercanías de la casa de Hansen al hotel donde se alojaba el Bailarín. Tiene que ser él, Lincoln.

En la pantalla los granos de arena, grandes como asteroides, tersos como los hombros de una mujer, perdieron todo interés para Rhyme.

– Bueno -dijo suavemente-, tenemos un problema, ¿verdad?

Capítulo 3

Ella recordó: la noche pasada, el agudo sonido del teléfono ahogaba el ruido de la lluvia contra la ventana del dormitorio.

Lo miró con desdén como si el NYNEX [12] fuera responsable de las náuseas y del dolor sofocante de cabeza, con flashes de luz que estallaban detrás de sus párpados.

Finalmente se puso de pie y cogió el auricular a la cuarta llamada.

– ¿Hola?

Le contestó el eco vacío de un enlace unicom de radio a teléfono.

Luego una voz. Quizá.

Una risa. Quizá.

Un enorme estruendo. Un click. Silencio.

No había tono. Sólo silencio, arropado por las olas que embestían contra sus oídos.

– ¿Hola? ¿Hola?…

Había colgado el receptor y retornado al diván, observando la lluvia nocturna, el cornejo que se doblaba y enderezaba con el viento de la tormenta de verano. Se había vuelto a dormir. Hasta que el teléfono sonó otra vez, media hora más tarde, con la noticia de que el Lear Nueve Charlie Juliet se había estrellado cuando se acercaba a su destino, causando la muerte de su marido y del joven Tim Randolph.

Entonces, en aquella mañana gris, Percey Rachel Clay supo que la misteriosa llamada de la noche pasada era de su marido. Ron Talbot, quien tuvo la valentía de llamarla y darle la noticia del accidente, le explicó que poco antes de que el Lear explotara le había pasado una llamada.

La risa de Ed…

– ¿Hola? ¿Hola?

Percey destapó la botella y tomó un trago. Recordó el día ventoso, años atrás, cuando ella y Ed habían volado en un Cessna 180 equipado con pontones hacia Red Lake, Ontario, aterrizando con cerca de 170 litros de combustible en el tanque. Celebraron la llegada tomando una botella de whisky canadiense sin etiqueta, que acabó provocándoles la resaca más tremenda de sus vidas. El recuerdo le hizo saltar lágrimas, como antes lo había hecho el dolor.

– Vamos, Percey, termina con esto, ¿quieres? -dijo el hombre que se sentaba en el diván de la sala-. Por favor -señaló la botella.

– Oh, bien -respondió su voz áspera con controlado sarcasmo-. Seguro -y tomó otro trago. Sintió deseos de un cigarrillo, pero resistió-. ¿Por qué demonios se le ocurriría llamarme cuando estaban llegando? -preguntó.

– Quizá estaba preocupado por ti -sugirió Brit Hale-. Por tu jaqueca.

Al igual que Percey, Hale no pudo dormir esa noche. Talbot también lo había llamado a él con la noticia del accidente y había conducido desde su piso en Bronxville para estar con Percey. Se quedó con ella toda la noche, ayudándole a hacer las llamadas oportunas. Fue Hale, no Percey, quien dio la noticia a los padres de ella en Richmond.

– No tenía por qué hacer eso, Brit. Una llamada al llegar.

– Eso no tiene nada que ver con lo que pasó -dijo Hale con suavidad.

– Lo sé -respondió ella.

Se conocían desde hacía años. Hale fue uno de los primeros pilotos de Hudson Air y había trabajado gratis los primeros cuatro meses, hasta que sus ahorros se agotaron y tuvo que enfrentarse sin ganas a Percey para pedirle un salario. Nunca supo que ella se lo pagó con sus ahorros, ya que la compañía no obtuvo ganancias hasta un año después de su incorporación. Hale parecía un maestro de escuela, enjuto y severo. En realidad era de trato fácil -el perfecto antídoto para Percey- y un bromista gracioso del que se sabía que podía pilotar un avión en posición invertida si sus pasajeros eran especialmente descorteses o revoltosos, manteniéndolo así el tiempo necesario para calmarlos. Hale a menudo se sentaba en el asiento derecho cuando Percey iba en el izquierdo, y de hecho era su copiloto favorito.

– Es un privilegio volar con usted, señora -solía decir, probando su imperfecta imitación de Elvis Presley-. Muchas gracias.

En aquel momento el dolor detrás de sus ojos casi había desaparecido. Percey había perdido amigos -casi siempre en accidentes aéreos- y sabía que las pérdidas emocionales constituían un anestésico contra el dolor físico.

También lo era el whisky.

Otro trago de la botella.

– Diablos, Brit -se desplomó en el diván a su lado-. Oh, diablos.

Hale le pasó su fuerte brazo alrededor. Ella dejó caer la cabeza, cubierta de rizos oscuros, sobre su hombro.

– Estarás bien, cariño -dijo Hale-, lo prometo. ¿Qué puedo hacer?

Ella sacudió la cabeza. Era una pregunta sin respuestas.

Tomó un pequeño sorbo de bourbon, luego miró el reloj. Las nueve de la mañana. La madre de Ed llegaría en cualquier momento. Amigos, parientes… Tenía que organizar el funeral…

Tanto por hacer.

– Tengo que llamar a Ron -dijo-. Tenemos que hacer algo. La Compañía…

En aerolíneas y empresas de aviación la palabra «compañía» no significaba lo mismo que en cualquier otro ramo. La Compañía, con C mayúscula, era una entidad, una cosa viva. Se hablaba de ella con respeto, frustración u orgullo. A veces con pena. La muerte de Ed había infligido una herida en muchas vidas, incluida la Compañía, y esa herida podía ser fatal.

Tanto por hacer.

Pero Percey Clay, la mujer que no conocía el pánico, que controlaba con calma los fatales Dutch rolls [13] que eran la maldición de los Lear 23, que se había recuperado de tirabuzones mortales que podrían haber atemorizado a muchos pilotos experimentados, ahora estaba paralizada en el diván. Qué extraño, pensó, como si estuviera en una dimensión diferente, no puedo moverme. Se miró las manos y los pies para ver si estaban blancos e inertes.

Oh, Ed…

Y también Tim Randolph, por supuesto. Tan buen copiloto como se pudiera pedir, teniendo en cuenta que los primeros oficiales cualificados son escasos. Percey imaginó su cara juvenil y redonda, como de un Ed con menos años. Sonriendo sin motivo. Alerta y obediente pero firme -capaz de dar órdenes incuestionables, hasta a la misma Percey, cuando estaba al mando del aparato.

– Necesitas un poco de café -anunció Hale, dirigiéndose a la cocina-. Te traeré un café doble con leche batida y espuma.

Una de sus bromas privadas se refería a los cafés suaves. Los verdaderos pilotos, decían, sólo beben Maxwell House o Folgers [14].

Sin embargo hoy, Hale, bendito sea, no estaba hablando realmente de café. Lo que quería decir era: Deja la bebida. Percey captó la indirecta. Puso el tapón a la botella y la dejó sobre la mesa con un fuerte ruido.

– Bien. Bien.

Se levantó y caminó por la sala. Miró su imagen en el espejo. La cara chata, cabello negro con rizos firmes y rígidos. En su atormentada adolescencia, durante un momento de desesperación, se había cortado el pelo como un militar. Eso les enseñaría. Sin embargo, lo único que consiguió con aquel desafío fue proporcionarles a las chicas criticonas de la escuela Lee de Richmond más munición contra ella. Percey poseía una figura esbelta y unos vivos ojos negros que, según decía su madre a menudo, constituían su mayor atractivo. Un atributo que a los hombres, por supuesto, les importaba un comino.

Ese día tenía líneas oscuras bajo los ojos y una tez mate sin remedio, un cutis de fumador que le recordó los tiempos en que consumía dos cajetillas de Marlboro por día. Los agujeros para los pendientes hacía tiempo que se habían cerrado.

Miró por la ventana, más allá de los árboles, a la calle que estaba frente a la casa. Notó el ruido del tráfico y algo se empezó a dibujar en su mente. Algo perturbador.

¿Qué? ¿Qué es?

La sensación se desvaneció, eliminada por el sonido del timbre.

Percey abrió la puerta y se encontró con dos fornidos oficiales de policía en el umbral.

– ¿Señora Clay?

– Sí.

– Policía de Nueva York -mostraron sus identificaciones-. Estamos aquí para protegerla hasta que averigüemos lo que ocurrió con su marido.

– Pasen -les dijo-. Brit Hale también está aquí.

– ¿El señor Hale? -dijo uno de los policías, asintiendo-. ¿Está aquí? Bien. También mandamos a un par de policías del Condado de Westchester a su casa.

Y fue entonces cuando ella miró más allá de los policías, hacia la calle, y el esquivo pensamiento apareció en su mente.

Caminó alrededor de los policías hacia el balcón del frente.

– Preferiríamos que se quedara adentro, señora Clay…

Miró hacia la calle. ¿Qué era?

Luego lo entendió.

– Hay algo que deberían saber -dijo a los oficiales-. Una camioneta negra.

– ¿Una…?

– Una camioneta negra. Recuerdo esta camioneta negra.

Uno de los oficiales sacó una libreta.

– Por favor, cuénteme lo que sepa de ella.


* * *

– Espera -dijo Rhyme.

Lon Sellito hizo una pausa en la narración.

Entonces, Rhyme escuchó otras pisadas que se acercaban, ni pesadas ni livianas. Sabía a quién pertenecían. No era una deducción. Había escuchado aquel ritmo especial muchas veces.

La hermosa cara de Amelia Sachs, rodeada por su largo cabello rojo, coronó las escaleras; Rhyme la vio vacilar durante un momento, y luego entrar al cuarto. Llevaba el uniforme azul marino de patrullero al completo, con la única excepción de la gorra y la corbata. Cargaba una bolsa de compra de Jefferson Market.

Jerry Banks la recibió con una sonrisa. Su enamoramiento era evidente y lógico: no muchos oficiales habían desarrollado una carrera de modelo en Madison Avenue como la escultural Amelia Sachs. Pero la mirada, como la atracción, no era recíproca y el joven, un muchacho guapo a pesar de la cara mal afeitada y el mechón despeinado, se resignó a seguir enamorado un poco más.

– Hola, Jerry -dijo Amelia. Ante Sellitto inclinó la cabeza y le llamó «señor» (era teniente detective y una leyenda en el departamento de homicidios. Sachs llevaba el oficio en la sangre y tanto en su casa como en la academia le habían enseñado a respetar las jerarquías).

– Pareces cansada -comentó Sellitto.

– No he dormido -dijo ella-. He estado buscando arena.

Sacó una docena de paquetitos de la bolsa de compra.

– Estuve recogiendo muestras.

– Bien -dijo Rhyme-. Pero eso ya es agua pasada. Estamos en otro caso.

– ¿Otro caso?

– Alguien ha llegado a la ciudad. Y tenemos que encontrarlo.

– ¿Quién?

– Un asesino -respondió Sellitto.

– ¿Profesional? -preguntó Sachs-. ¿CO [15]?

– Profesional, sí -dijo Rhyme-. Sin conexiones con el crimen organizado que conozcamos.

El crimen organizado era el mayor proveedor de asesinos a sueldo del país.

– Trabaja por cuenta propia -explicó Rhyme-. Lo llamamos el Bailarín de la Muerte.

Amelia levantó una ceja, roja por toqueteársela con una uña.

– ¿Por qué?

– Sólo una de las víctimas llegó a estar cerca de él y vivió lo suficiente como para darnos algún detalle. Tiene o tenía, al menos un tatuaje en la parte superior de un brazo: la Muerte con su guadaña bailando con una mujer frente a su ataúd.

– Bueno, eso es algo para poner en el apartado de «Marcas Notables» en el informe de un incidente -dijo Amelia con ironía-. ¿Qué más sabéis de él?

– Hombre de raza blanca, probablemente en la treintena. Eso es todo.

– ¿Investigasteis el tatuaje? -preguntó la chica.

– Por supuesto -respondió Rhyme secamente-. Hasta los confines de la tierra.

Lo que decía era una verdad literal: ningún departamento de policía de ninguna ciudad importante del mundo pudo encontrar rastro de un tatuaje como ese.

– Perdónenme, caballeros y señora -dijo Thom-. Tengo trabajo que hacer.

La conversación se detuvo mientras el joven se dedicó a ejecutar los movimientos necesarios para dar la vuelta a su patrón. Eso ayudaba a limpiar los pulmones. Para los tetrapléjicos, algunas partes del cuerpo adquieren personalidad propia y desarrollan relaciones especiales con ellas. Después de que su columna vertebral se destrozara mientras investigaba la escena de un crimen unos años atrás, las piernas y los brazos de Rhyme se habían convertido en sus enemigos más crueles, y había gastado una energía desesperada tratando de obligarlos a hacer lo que quería. Pero le ganaron la partida y siguieron tan inanimados como si fueran de madera. Luego Rhyme se enfrentó a los torturadores espasmos que agitaban sin piedad su cuerpo; trató de obligarlos a desaparecer y eventualmente lo hicieron, aparentemente por buena voluntad. Rhyme no pudo cantar victoria completa aunque aceptó su rendición. Luego aceptó desafíos menos importantes y se concentró en los pulmones. Finalmente, después de un año de rehabilitación, se libró del respirador: le retiraron el tubo de la tráquea y pudo respirar por sí mismo. Fue la única victoria sobre su cuerpo pero Rhyme abrigaba la sombría superstición de que los pulmones sólo se estaban tomando un tiempo antes de buscar la revancha. Imaginaba que moriría de neumonía o enfisema en un año o dos.

No le importaba demasiado la idea de morir. Pero hay muchas maneras de hacerlo, estaba decidido a no pasar por nada desagradable.

– ¿Alguna pista? -preguntó Sachs-. ¿Su último domicilio conocido?

– El último estaba en la zona del distrito federal -dijo Sellitto con su acento de Brooklyn-. Eso es todo. Nada más. Oh, a veces nos llegan noticias de él. A Dellray más que a nosotros, gracias a todos sus especialistas e investigadores, como sabéis. El Bailarín es como diez personas diferentes: operaciones de orejas, implantes faciales, silicona. Agrega cicatrices, se quita cicatrices. Gana peso y lo pierde. Una vez desolló un cadáver, le sacó las manos y las usó como guantes para engañar a los técnicos en huellas dactilares.

– A mí no -recordó Rhyme-. No me pudo engañar.

Aunque es cierto que no le pude coger, reflexionó con amargura.

– Planea todo -siguió diciendo el detective-. Organiza distracciones y luego aparece. Hace su trabajo. Y después limpia todo con maldita eficiencia.

Sellitto dejó de hablar y pareció extrañamente intranquilo para tratarse de un hombre que se ganaba la vida cazando asesinos.

Mientras miraba por la ventana, Rhyme pareció no percibir la reticencia de su excompañero. Se limitó a continuar la historia.

– Ese caso, el de las manos desolladas, fue el trabajo más reciente del Bailarín en Nueva York, hace cinco o seis años. Fue contratado por un financiero de Wall Street para matar a su socio. Hizo el trabajo bien y limpio. Mi equipo científico llegó a la escena y comenzó a caminar por la cuadrícula. Uno de ellos levantó un fajo de papeles que estaba en el cubo de basura y detonó una carga de PETN [16]. Cerca de dos kilos y medio, potenciado con gas. Ambos técnicos murieron y se destruyeron virtualmente todas las pistas.

– Lo lamento -dijo Sachs. Hubo un silencio extraño entre ellos. La chica era su aprendiz y su compañera desde hacía más de un año, también y se habían hecho amigos. Hasta había pasado la noche allí algunas veces, dormía en el diván o si no, casta como una hermana, en la cama de Rhyme, una Clinitron de media tonelada. Pero sus conversaciones versaban en gran parte sobre temas forenses, y Rhyme la dormía con historias de persecuciones de asesinos en serie o de las hazañas de ladrones de guante blanco. Generalmente se mantenían alejados de las cuestiones personales. Ahora, lo único que ella comentó fue:

– Debe haber sido duro.

Rhyme evitó las palabras compasivas con una sacudida de cabeza. Miró fijamente el muro vacío. Durante un tiempo hubo láminas artísticas pegadas por el cuarto. Hacía mucho que no estaban, pero Rhyme jugaba a conectar los puntos con los pedazos de cinta adhesiva que aún quedaban. Trazaban la forma de una estrella torcida, mientras que en algún lugar dentro de él, muy profundamente, sintió una desesperación hueca: volvió a presenciar la horrenda escena del crimen con la explosión y vio los cuerpos quemados y despedazados de sus oficiales.

Sachs preguntó:

– ¿El tipo que lo contrató estaba dispuesto a denunciar al Bailarín?

– Estaba dispuesto, claro. Pero no había mucho que pudiera contar. Puso el dinero en efectivo en un escondrijo, con instrucciones escritas. Sin transferencias electrónicas ni números de cuentas. Nunca se vieron en persona -Rhyme respiró profundamente-. Pero la peor parte fue que el banquero que pagó por el asesinato cambió de opinión. Le faltó valor. Pero no tenía forma de ponerse en contacto con el Bailarín. De todos modos no tenía importancia. El Bailarín se lo había dicho claramente: «No es posible volver atrás».

Sellitto le contó a Sachs el caso contra Phillip Hansen, los testigos que habían visto su avión en el vuelo nocturno y la bomba de la noche anterior.

– ¿Quiénes son los otros testigos? -preguntó.

– Percey Clay, la mujer de este tipo, Carney, que se mató anoche en su avión. Ella es la presidenta de la compañía Hudson Air Charters. Su marido era vicepresidente. El otro testigo es Britton Hale. Es un piloto que trabaja para ellos. Envié unos policías para que los protejan.

– Llamé a Mel Cooper -dijo Rhyme-. Trabajará abajo en el laboratorio. El caso Hansen es para un equipo, de manera que tenemos a Fred Dellray en representación de los federales. Nos proporcionará agentes si los necesitamos y está preparando una casa segura para testigos protegidos, para esa chica, Clay, y para Hale.

La eficaz memoria de Lincoln Rhyme se hizo presente momentáneamente y perdió el hilo de lo que decía Sellitto: vinieron a su mente la imagen de la oficina donde el Bailarín había dejado la bomba seis años atrás. Recordó el cubo de basura, reventado como una rosa negra. El olor del explosivo, el asfixiante aroma químico, en absoluto parecido al humo de un fuego de leña. El corte sedoso de la madera chamuscada. Los cuerpos destrozados de sus técnicos, inmovilizados en una postura pugilística por las llamas.

Lo salvó de esta horrible ensoñación el sonido del fax. Jerry Banks cogió el primer folio.

– El informe de la escena del crimen de la caída del avión -anunció.

La cabeza de Rhyme se dirigió con ansiedad hacia el fax.

– ¡Es el momento de trabajar, chicas y chicos!


Lavarlas, lavarlas a fondo.

Soldado, ¿están limpias esas manos?

Señor, las estoy lavando, señor.

El hombre robusto, en mitad de la treintena, se hallaba en el servicio de una cafetería de Lexington Avenue, ensimismado en su tarea.

Fregar, fregar, fregar…

Se detuvo y miró hacia fuera, por la puerta abierta del aseo para caballeros. A nadie parecía interesarle que llevara allí casi diez minutos.

Vuelta a fregar.

Stephen Kall examinó las cutículas y los enormes nudillos rojos.

Estar limpio, estar limpio. Sin gusanos. Ni uno solo.

Se había sentido bien cuando desvió la camioneta negra de la calle y la aparcó al fondo de un garaje subterráneo. Stephen sacó del maletero del vehículo las herramientas que iba a necesitar y subió por la rampa hasta salir a la transitada calle. Había trabajado en Nueva York varias veces, pero nunca se acostumbró a tanta gente, mil personas en una sola manzana.

Me hace sentir aterrorizado.

Me hace sentir lleno de gusanos.

De manera que entró al servicio para lavarse un poco.

Soldado, ¿ha terminado todavía? Le quedan dos objetivos que eliminar.

Señor, ya casi está, señor. Debo suprimir el riesgo de dejar alguna pista antes de proceder a la operación, señor.

Oh, por el amor de Dios…

El agua caliente caía sobre sus manos. Se frotaba con un cepillo que llevaba consigo en una bolsita de plástico. Tomó más jabón rosado del dosificador. Y se frotó un poco más.

Finalmente miró las manos rojizas y las secó bajo el aire caliente del secador. No quería toallas, no quería fibras delatoras.

Tampoco quería gusanos.

Aquel día Stephen estaba vestido de camuflaje, aunque no con el verde oliva militar o el beige de la Tormenta del Desierto. Llevaba téjanos, zapatillas Reebok, una camisa de trabajo y una cazadora gris salpicada con manchas de pintura. En su cinturón tenía el móvil y una gran cinta métrica. Tenía el aspecto de cualquier contratista de Manhattan, y hoy llevaba aquel atuendo porque nadie repararía en él si veía a un trabajador con guantes de algodón un día de primavera.

Caminó hacia el exterior.

Todavía había mucha gente. Pero sus manos estaban limpias y ya no sentía temor.

Se detuvo en la esquina y miró calle abajo hacia el edificio que había sido el hogar del Marido y de su Mujer, pero que ahora era sólo de la Mujer porque el Marido había estallado en un millón de pedacitos sobre la Tierra de Lincoln [17].

De manera que dos testigos todavía estaban vivos y ambos debían morir antes que el gran jurado se reuniera el lunes. Miró su aparatoso reloj de acero inoxidable. Eran las nueve y media de la mañana del sábado.

Soldado, ¿tiene suficiente tiempo para atrapar a los dos?

Señor, quizá no atrape a los dos ahora, pero todavía tengo casi cuarenta y ocho horas, señor. Es tiempo más que suficiente para localizar y neutralizar ambos objetivos, señor.

Pero, soldado, ¿se atreve con los desafíos?

Señor, yo vivo para los desafíos, señor.

Había un solo coche patrulla enfrente de la casa. Ya lo esperaba…

Muy bien, tenemos una zona muy conocida enfrente de la casa y una desconocida en su interior…

Miró calle arriba y calle abajo, luego caminó por la acera. Se había frotado tanto las manos que le escocían. La mochila pesaba cerca de veintisiete kilos pero apenas la sentía. Stephen, el del corte de pelo militar, era puro músculo.

Mientras caminaba, se imaginó a sí mismo como un vecino más. Anónimo. No quería pensar en sí mismo como Stephen, o como el señor Kall ni como Todd Johnson o Stan Bledsoe, o como cualquiera de los otros alias que había utilizado en los últimos diez años. Su nombre verdadero era como un aparato de gimnasia oxidado, colocado en el patio, algo que se tenía en cuenta pero no se veía realmente.

De repente se volvió y entró en el vestíbulo del edificio que se alzaba frente al domicilio de la Mujer. Stephen abrió la puerta principal empujándola y miró los amplios ventanales de enfrente, ocultos parcialmente por un cornejo en flor. Se colocó un par de teleobjetivos de caza, muy caros y con un tinte amarillo, y el resplandor de las ventanas desapareció. Podía ver figuras que se movían en el interior del piso. Un policía… no, dos policías. Un hombre de espaldas de la ventana. Quizá el Amigo, el otro testigo al que le habían pagado para matar. Y ¡…sí! Estaba la Mujer. Baja. Hogareña.

Con aspecto de muchacho. Llevaba una blusa blanca. Sería fácil darle.

Ella salió de su campo de visión.

Stephen se agachó y abrió la cremallera de su mochila.

Capítulo 4

Lincoln se trasladó a su silla de ruedas Storm Arrow.

Enseguida se puso al control, y tomó la paja de plástico con la que manejaba la silla por medio del aliento. Se dirigió al minúsculo ascensor, colocado en el hueco de un armario, que lo llevó sin ceremonias a la primera planta de su domicilio.

En los años 1890, cuando se construyó la mansión, el cuarto al que ahora entró Rhyme había sido una sala contigua al comedor. Una construcción de yeso y listones, con molduras coronadas por flores de lis, nichos abovedados en los muros y un suelo de cedro con listones de madera sólidamente unidos. Sin embargo, cualquier arquitecto se hubiera horrorizado al ver que Rhyme había hecho demoler el muro que separaba las dos habitaciones y horadar enormes agujeros en los muros restantes para colocar cables eléctricos adicionales. Los cuartos unidos formaban ahora un desordenado lugar, en el que no lucían cristales coloreados de Tiffany's ni agradables paisajes de George Innes, sino que estaba lleno de objets d'art muy diferentes: tubos de gradiente de densidad, ordenadores, microscopios compuestos y de comparación, un cromatógafo de gas, espectómetro de masas, una mente de luz alternativa PoliLight, y monturas ahumadas para aumentar los bordes de fricción de huellas dactilares. En un rincón se podía ver un microscopio electrónico para escáner, muy costoso, combinado con una unidad de rayos X de dispersión de energía. También estaban las herramientas corrientes en la labor del criminalista: anteojos, guantes de látex resistentes a los cortes, vasos de precipitación, destornilladores y alicates, cucharillas para exámenes post-mortem, tenacillas, escalpelos, depresores de lengua, trozos de algodón, frascos, bolsas plásticas, cubetas de examen, sondas. También había una docena de palillos chinos (Rhyme ordenaba a sus asistentes coger las pruebas con el mismo cuidado con que tomaban dim sum [18] en Ming Wa's).

Rhyme colocó en posición la Storm Arrow, de líneas puras y color rojo de manzana de caramelo, al lado de la mesa de trabajo. Thom puso el micrófono sobre su cabeza y encendió el ordenador.

Un momento después Sellitto y Banks aparecieron en el umbral, seguidos de otro hombre que acababa de llegar. Era alto y delgado, con piel oscura como el caucho. Llevaba un traje verde y una estrafalaria camisa amarilla.

– Hola, Fred.

– Lincoln.

– Hola.

Sachs saludó a Fred Dellray cuando entró al cuarto. Ya lo había perdonado por arrestarla no hacía mucho por una disputa entre departamentos, y ahora la policía alta y hermosa y el alto y peculiar agente mostraban una curiosa afinidad. Ambos eran, había deducido definitivamente Rhyme, policías sociales (mientras que él era un policía de pruebas): Dellray confiaba tan poco en la ciencia forense como Rhyme en el testimonio de los testigos; en cuanto a la antigua patrullera Sachs, bueno, Rhyme no podía hacer mucho para neutralizar su tendencia natural, pero estaba decidido a que dejara de lado esa capacidad y se convirtiera en la mejor criminalista no sólo de Nueva York, sino del país entero. Una meta a la que ella podría llegar con facilidad, aun cuando no lo supiera.

Dellray dio grandes zancadas por el cuarto y estacionó al lado de la ventana. Cruzó sus largos brazos. Nadie, ni siquiera Rhyme, podía encasillar exactamente al agente. Vivía solo en un pequeño apartamento de Brooklyn, le gustaba leer obras de literatura y filosofía y todavía más jugar al billar americano en bares sórdidos. Había sido un tiempo la joya de la corona de los agentes secretos del FBI, todavía se le llamaba algunas veces con el apodo que tenía cuando realizaba aquel trabajo: El Camaleón. Todos sabían que había sido un renegado, aunque sus superiores en el FBI le daban mucha cuerda; tenía más de mil arrestos en su hoja de servicios. Pero había estado demasiado tiempo como agente encubierto y a pesar de su habilidad considerable para ser lo que no era, se había «sobreexpuesto», como decían sus compañeros. Era cuestión de tiempo que lo reconocieran y lo mataran, de manera que accedió de mala gana a encargarse de una tarea administrativa dirigiendo a los otros agentes secretos y a los Informantes Confidenciales (C.I.).

– De manera que mis muchachos me dicen que tenemos que vérnoslas con el propio Bailarín -murmuró el agente, con su peculiar forma de hablar que no se debía tanto a su color sino que era, bueno… puro Dellray. Su gramática y vocabulario, como su vida, eran en gran medida improvisados.

– ¿Se sabe algo de Tony? -preguntó Rhyme.

– ¿Mi muchacho perdido? -preguntó Dellray, y su rostro adquirió una expresión de cólera-. Nada-ni-una-palabra.

Tony Panelli, el agente que había desaparecido del Edificio Federal unos días atrás, había dejado en casa una esposa, un Ford gris con el motor en marcha y una cantidad de granos de arena que irritaban por misteriosos -asteroides sensuales-; prometían respuestas pero hasta el momento no habían dado ninguna.

– Cuando cojamos al Bailarín -dijo Rhyme-, Amelia y yo volveremos a ello. A tiempo completo. Te lo prometo.

Dellray golpeó con ira la punta no encendida de un cigarrillo que se alojaba detrás de su oreja izquierda.

– El Bailarín… Mierda. Mejor que lo cojamos del culo esta vez. Mierda.

– ¿Qué me dices del accidente aéreo? -preguntó Sachs-. El de anoche. ¿Tienes algún detalle?

Sellitto leyó por encima un fajo de faxes y algunas de sus propias notas. Levantó la vista:

– Ed Carney despegó del aeropuerto Mamaroneck alrededor de las siete y cuarto de anoche. Hudson Air es una compañía privada de alquiler de aviones. Transportan carga, clientes de empresas, ya sabes. Alquilan aviones. Hace poco pudieron conseguir un contrato para transportar, prestad atención, órganos para transplantes a hospitales del mediooeste y de la costa Este. He sabido que es un negocio realmente lucrativo en estos días.

– Descojonante -comentó Banks y fue el único que sonrió por su broma.

– El cliente era U.S. Medical y Healthcare -continuó Sellitto-. Tienen su base en Sommers: es una de esas cadenas hospitalarias de lucro. Carney tenía un programa muy ajustado. Se suponía que volaría a Chicago, Saint Louis, Memphis, Lexington, Cleveland y luego pasaría la noche en Erie, Pennsylvania. Regresaría esta mañana.

– ¿Algún pasajero? -preguntó Rhyme.

– Ninguno entero -murmuró Sellitto-. Sólo la carga. El vuelo fue rutinario. Luego, casi diez minutos antes de llegar a O'Hare, explotó una bomba. Revienta todo el aeroplano. Mata a Carney y a su copiloto. Cuatro heridos en tierra. A propósito, se suponía que su mujer volaría con él pero se puso enferma y tuvo que quedarse.

– ¿Hay un informe NTSB [19]? -preguntó Rhyme-. No, por supuesto que no, no puede haberlo. No todavía.

– El informe estará listo en dos o tres días.

– ¡Bueno, no podemos esperar dos o tres días! ¡Lo necesito ya! -gritó Rhyme-. ¡Lo necesito ahora!

En su garganta se podía ver una cicatriz rosada producida por el respirador. Pero Rhyme se había desembarazado de su pulmón falso y podía respirar muy bien por sí mismo. Lincoln Rhyme era un tetrapléjico C4 y podía suspirar, toser y gritar como un marinero.

– Necesito saberlo todo acerca de la bomba.

– Llamaré a un amigúete de Chicago -dijo Dellray-. Me debe una. Le contaré lo que pasa y haré que nos envíe todo lo que tengan lo antes posible.

Rhyme asintió y luego pensó en lo que Sellitto les había relatado.

– Bien, tenemos dos escenas. La escena de la explosión en Chicago. Es muy tarde para que vayas, Sachs. Estará contaminada como el infierno. Sólo nos queda esperar que la gente de Chicago haga un trabajo medianamente bueno. La otra escena es el aeropuerto de Mamaroneck, donde el Bailarín puso la bomba a bordo.

– ¿Cómo sabemos que lo hizo en el aeropuerto? -dijo Sachs. Estaba recogiendo su brillante cabello rojo en una trenza que luego prendió sobre su cabeza. Una cabellera tan magnífica como la suya constituía un estorbo en la escena del crimen; podía llegar a contaminar las pruebas, así que ella realizaba su trabajo armada con un Glock 9 y una docena de horquillas.

– Buena pregunta, Sachs -le gustaba que ella se le adelantara-. No lo sabemos y no lo podremos saber hasta que encontremos el lugar de la bomba. Podría haber sido colocada en la carga, en una bolsa de viaje, en una cafetera.

O en un cubo de basura, pensó sombríamente, al recordar de nuevo la bomba de Wall Street.

– Quiero todos los pedacitos de esa bomba aquí tan pronto como sea posible. Debemos tenerla -dijo Rhyme.

– Bueno, Linc -dijo Sellitto lentamente- el avión estaba a una milla sobre el suelo cuando explotó. Los restos están diseminados por un gran espacio de terreno.

– No me importa -dijo con dolor muscular en el cuello-. ¿Todavía están buscando?

Los trabajadores de rescate registraban el lugar de la explosión y eran locales, pero las investigaciones eran federales de manera que fue Fred Dellray quien hizo una llamada al agente especial del FBI del lugar.

– Dile que necesitamos todos los trozos de los restos que den positivo en las pruebas de explosivos. Estoy hablando de nanogramos. Quiero esa bomba.

Dellray transmitió sus palabras. Luego levantó la vista y sacudió la cabeza.

– La escena ha sido liberada al público.

– ¿Qué? -soltó Rhyme-. ¿Después de doce horas? Ridículo. ¡Inexcusable!

– Tenían que abrir las calles -dijo.

– ¡Camiones de bomberos! -gritó Rhyme.

– ¿Qué?

– Todo camión de bomberos, ambulancia, coche policial… todo vehículo de emergencias que acudiera al accidente. Quiero que se les raspen los neumáticos.

La cara larga y negra de Dellray le miró fijamente.

– ¿Quieres repetirlo? ¿Para mi ex buen amigo que te escucha? -El agente le acercó el teléfono.

Rhyme ignoró el receptor y dijo a Dellray:

– Los neumáticos de los vehículos de emergencias son las mejores fuentes de pruebas en las escenas de crímenes contaminadas. Son los primeros en llegar a la escena, generalmente poseen neumáticos nuevos con surcos de rodadura profundos, y probablemente no van a otro lado sino al lugar del siniestro y regresan al garaje. Quiero que raspen todos los neumáticos y envíen aquí los restos.

Dellray logró obtener una promesa de Chicago de que rasparían los neumáticos de tantos vehículos de emergencia como pudieran.

– No «tantos como» -exclamó Rhyme-. De todos.

Dellray puso los ojos en blanco y transmitió también esa información. Luego colgó.

De pronto Rhyme gritó:

– ¡Thom! ¿Thom, dónde estás?

El atildado asistente apareció en la puerta un momento después.

– En el lavadero, ahí estoy.

– Olvídate de lavar. Necesitamos un diagrama de tiempo. Escribe, escribe…

– ¿Escribir qué, Lincoln?

– En esa pizarra que está allí. La grande -Rhyme miró a Sellitto-. ¿Cuándo se reúne el gran jurado?

– A las nueve de la mañana del lunes.

– El fiscal los querrá allí un par de horas antes, así que la camioneta los recogerá entre las seis y las siete -miró al reloj de la pared. Eran las diez de la mañana del sábado.

– Tenemos exactamente cuarenta y cinco horas. Thom, escribe: Hora 1 de 45.

El asistente vaciló.

– ¡Escribe!

Lo hizo.

Rhyme miró a los demás ocupantes del cuarto. Vio que sus ojos parpadeaban con incertidumbre y que Sachs tenía el ceño fruncido, escéptica. Se llevó la mano al cuero cabelludo y se rascó con indiferencia.

– ¿Pensáis que estoy siendo melodramático? -preguntó Rhyme-. ¿Que no necesitamos un recordatorio?

Nadie habló durante un instante. Por fin, Sellitto dijo:

– Bueno, Linc, quiero decir, no es que algo vaya a pasar hasta entonces.

– Oh, sí, algo va a pasar -dijo Rhyme y sus ojos siguieron al halcón macho cuando la poderosa ave se largó sin esfuerzo hacia el cielo del Central Park-. A las siete en punto de la mañana del lunes, o hemos cogido al Bailarín, o nuestros dos testigos estarán muertos. No hay otras opciones.

Thom dudó, luego tomó la tiza y escribió.

El denso silencio fue roto por el sonido del teléfono móvil de Banks. El muchacho escuchó durante un minuto y luego levantó la vista.

– Hay algo -dijo.

– ¿Qué? -preguntó Rhyme.

– Están en el domicilio de la mujer de Carney. Uno de ellos me acaba de llamar. Parece que la señora Clay dice que una camioneta negra que nunca había visto antes estuvo aparcada cerca de la casa en los últimos dos días. Con placas que no son de este estado.

– ¿Alcanzó a ver los números? ¿O el estado?

– No -respondió Banks-. Dice que anoche el vehículo se ausentó por un rato después de que su marido saliera para el aeropuerto.

Sellitto lo miró.

La cabeza de Rhyme se adelantó.

– ¿Y?

– La señora afirma que volvió esta mañana durante un instante. Ahora ya se fue. Estaba…

– Oh, Dios -murmuró Rhyme.

– ¿Qué? -preguntó Banks.

– ¡Central! -gritó el criminalista-. Llama por teléfono a Central. ¡Ahora!


Un taxi se detuvo frente al domicilio de la Mujer.

Una mujer mayor descendió y caminó con pasos inseguros hacia la puerta.

Stephen observaba, vigilante.

¿Soldado, es un blanco fácil?

Señor, un tirador nunca piensa que un blanco es fácil. Cada disparo requiere concentración y esfuerzo máximo. Pero, señor, puedo hacer este disparo e infligir heridas mortales, señor. Puedo convertir a mis objetivos en gelatina, señor.

La mujer subió las escaleras y desapareció en el vestíbulo. Un momento después Stephen la vio aparecer en la sala de la Mujer. Hubo un destello de una tela blanca, otra vez la blusa de la Mujer. Las dos se abrazaron. Otra figura entró en el cuarto. Un hombre. ¿Un policía? Se dio vuelta. No, era el Amigo.

Ambos objetivos, pensó Stephen con excitación, a sólo treinta metros.

La mujer mayor, la madre o la suegra, permaneció frente a la Mujer mientras hablaban, con las cabezas inclinadas.

El amado Model 40 de Stephen estaba en la camioneta. Pero no necesitaría el fusil de francotirador para este disparo, se conformaba con la Beretta de cañón largo. Era una pistola magnífica. Vieja, deteriorada y funcional. A diferencia de muchos mercenarios y asesinos profesionales, Stephen no convertía en fetiches a sus armas. Si una piedra era la mejor manera de matar a una víctima en particular, usaría la piedra.

Valoró su objetivo, midiendo los ángulos de incidencia, la potencial distorsión de la ventana y la desviación. La anciana se apartó de la Mujer y se paró directamente frente a la ventana.

Soldado, ¿cuál es su estrategia?

Dispararía a través de la ventana y le daría a la anciana en la parte superior. Caería. La Mujer se acercaría instintivamente hacia ella y se inclinaría, presentando un buen blanco. El Amigo correría al cuarto y se le vería bien.

¿Y qué haría con los policías?

Un leve riesgo. Pero los policías uniformados no son buenos tiradores en el mejor de los casos y probablemente nunca les dispararon estando de servicio. A buen seguro se quedarían aterrorizados.

El vestíbulo seguía vacío.

Stephen tiró hacia atrás el percutor para amartillar el arma y se preparó para disparar: la única misión de una pistola. Abrió la puerta de un empujón y la bloqueó con su pie. Miró calle arriba y calle abajo.

Nadie.

Respire, soldado. Respire, respire, respire…

Bajó el arma e hizo descansar pesadamente la culata sobre su palma enguantada. Comenzó a aplicar una presión imperceptible sobre el gatillo.

Respire, respire.

Miró a la anciana y se olvidó por completo de apretar, se olvidó de apuntar, se olvidó del dinero que iba a ganar, se olvidó de todo el universo. Se limitó a sostener el arma tan firme como una roca con sus manos laxas y relajadas y esperó a que la pistola se disparara sola.

Hora 1 de 45
Capítulo 5

La anciana lloraba y la Mujer se hallaba detrás, con los brazos cruzados.

Estaban muertas, estaban…

¡Soldado!

Stephen se quedó paralizado. Relajó el dedo que presionaba el gatillo.

¡Luces!

Luces intermitentes, que pasaban por la calle. Las luces del faro superior de un coche patrulla. Luego dos vehículos más, luego una docena, y una camioneta de servicios de emergencias que iba saltando sobre los baches. Todos convergían en el domicilio de la Mujer desde ambos extremos de la calle.

Ponga el seguro a su arma, soldado.

Stephen bajó la pistola y retrocedió, entrando al vestíbulo poco iluminado.

Los policías salían de los coches como agua derramada. Se desplegaban a lo largo de las aceras y miraban hacia delante y hacia los techos. Abrieron la puerta del domicilio de la Mujer, rompieron los cristales e irrumpieron en el edificio.

Los cinco oficiales ESU [20], con el equipo táctico completo, se desplegaron a lo largo de la esquina y cubrieron exactamente los lugares adecuados, con ojos vigilantes y dedos que se curvaban relajadamente sobre los negros gatillos de sus pistolas negras. Los patrulleros podían ser gloriosos policías de tráfico, pero no había mejores soldados que los ESU de Nueva York. La Mujer y el Amigo habían desaparecido, probablemente arrojados al suelo. La anciana también.

Más coches, llenaron la calle y se estacionaron a lo largo de la acera.

Stephen Kall sintió temor. Lleno de gusanos. El sudor cubría sus palmas y flexionó la muñeca para hacer que el guante lo absorbiera.

Escape, soldado…

Con un destornillador abrió la cerradura de la puerta principal y entró. Caminaba rápido pero no corría, con la cabeza baja, con rumbo hacia la entrada de servicio que llevaba al callejón. Nadie lo vio y salió. Pronto estuvo en Lexington Avenue y caminó hacia el sur a través de la multitud, hacia el garaje subterráneo donde tenía aparcada la camioneta.

Miró hacia delante.

Señor, hay problemas aquí, señor.

Más policías.

Habían cerrado Lexington Avenue desde tres calles hacia el sur y establecían un perímetro de control alrededor del edificio. Paraban coches, controlaban peatones, iban de puerta en puerta e iluminaban con sus largas linternas el interior de los coches. Stephen vio cómo dos policías, con las manos en las culatas de sus Glocks, pedían a un hombre que saliera de su coche mientras buscaban bajo una pila de mantas en el asiento de atrás. Lo que le preocupó a Stephen fue que el hombre era blanco y tenía aproximadamente su edad.

El edificio donde había aparcado la camioneta estaba dentro del perímetro de control. No podía salir en el coche sin que lo detuvieran. La hilera de policías se acercaba. Stephen caminó rápidamente hacia el garaje y abrió la puerta de la camioneta. Se cambió de ropa en un instante: tiró la vestimenta de contratista y se vistió con tejanos, zapatos de trabajo (sin suelas delatoras), una camiseta negra, una cazadora verde oscuro (sin inscripciones de ninguna clase) y una gorra de béisbol (sin insignias de algún equipo). La mochila contenía su ordenador portátil, varios teléfonos móviles, armas de bajo calibre y la munición que había sacado de la camioneta. Tomó más balas, los binoculares, la mira telescópica nocturna, herramientas, algunos paquetes de explosivos y varios detonadores. Puso todas estas provisiones en la gran mochila.

El Model 40 estaba en un estuche de guitarra-bajo Fender. Lo sacó de la parte posterior de la camioneta para colocarlo con la mochila en el suelo del garaje. Pensó qué hacer con la camioneta. Stephen nunca había tocado ninguna parte del vehículo sin llevar guantes y dentro no había nada que pudiera delatar su identidad. La propia Dodge era robada. Le había sacado tanto los números de identificación visibles como los secretos. El mismo había hecho la matrícula. Planeaba abandonarla en algún momento y podía terminar su cometido sin la camioneta. Decidió dejarla en aquel mismo instante. Cubrió la Dodge cuadrada con una lona Wolf azul, introdujo su potente cuchillo en los neumáticos, para deshincharlos y hacer como que la camioneta había permanecido meses allí. Abandonó el garaje en el ascensor del edificio.

Una vez fuera, se mezcló con la multitud. Pero había policías por todas partes. Su piel comenzó a erizarse. Se sentía húmedo, lleno de gusanos. Se aproximó a una cabina telefónica simulando hacer una llamada, inclinó la cabeza hacia la lámina de metal del teléfono y sintió que el sudor le escocía en la nuca y bajo los brazos. Están en todas partes, pensó. Lo buscan, lo miran. Desde los coches. Desde la calle.

Desde las ventanas…

El recuerdo apareció otra vez…

El rostro en la ventana.

Inhaló profundamente.

El rostro en la ventana…

Había pasado hacía poco. Lo habían contratado para una muerte en Washington, D.C. El trabajo era matar a un asistente del Congreso que vendía información clasificada sobre armas militares a un competidor del hombre que lo contrató, según suponía Stephen. Este asistente se sentía comprensiblemente paranoide y vivía en una casa segura en Alexandria, Virginia. Stephen averiguó dónde estaba y al final había logrado acercarse lo suficiente como para disparar su pistola, aunque sería un disparo problemático.

Una oportunidad, un disparo…

Había esperado cerca de cuatro horas, y cuando llegó la víctima y corrió hacia la casa, Stephen logró disparar un solo tiro. Le había dado, pensó, pero el hombre cayó en un patio fuera de su campo de visión.

Escúchame, muchacho. ¿Me estás escuchando?

Señor, sí, señor.

Debes seguir la huella de todo objetivo herido y terminar el trabajo. Sigue el rastro de la sangre hasta el infierno y vuelve, debes hacerlo.

Bueno…

No me digas bueno. Confirma todas las muertes. ¿Me entiendes? No es una opción.

Sí, señor.

Stephen había escalado un muro de ladrillos para llegar al patio. Encontró el cuerpo del asistente sobre los adoquines, con los miembros extendidos, cerca de una fuente adornada con la cabeza de un macho cabrío. Después de todo, el disparo había resultado fatal.

Pero algo extraño sucedió. Algo que le produjo escalofríos, y muy pocas cosas en la vida le habían estremecido. Quizá era solo un palpito, la forma en la que el asistente había caído, o el lugar en el que la bala le había dado. Pero parecía que alguien había levantado cuidadosamente la camisa ensangrentada de la víctima para ver la minúscula herida sobre el esternón del hombre.

Stephen se dio vuelta, buscando a quien lo había hecho. Pero no, no se veía a nadie cerca.

O eso pensó en un principio.

Luego se le ocurrió mirar a través del patio. Se podía ver una vieja cochera, con ventanas manchadas y sucias, iluminada por detrás con la débil luz del crepúsculo. En una de las ventanas vio, o imaginó que veía, un rostro que lo observaba. No podía distinguir al hombre, o a la mujer, con nitidez. Pero quienquiera que fuese no parecía particularmente asustado. No se escondía ni trataba de huir.

¡Un testigo, ha dejado un testigo, soldado!

Señor, eliminaré inmediatamente la posibilidad de identificación, señor.

Pero cuando abrió de una patada la puerta de la cochera vio que estaba vacía.

Márchese, soldado.

El rostro en la ventana…

Stephen había permanecido en el edificio vacío, que daba al patio de la casa del asistente, iluminado por la luz del crepúsculo y dio vueltas y más vueltas en círculos lentos y maníacos.

¿Quién era? ¿Qué estaba haciendo? ¿O se trataba sólo de la imaginación de Stephen? De la misma manera, su padrastro solía ver francotiradores en los nidos de halcón de los cedros de Virginia Occidental.

El rostro de la ventana lo había observado de la misma forma en que algunas veces lo miraba su padrastro, estudiándolo, inspeccionándolo. Stephen recordó que de joven a menudo pensaba: ¿Hice algo mal? ¿Hice algo bien? ¿Qué piensa de mí?

Finalmente no pudo esperar más y regresó a su hotel de Washington.

Stephen había sido herido, golpeado y acuchillado. Pero nada lo había conmocionado tanto como aquel incidente en Alexandria. Ni una vez se sintió perturbado por los rostros de sus víctimas, vivas o muertas. Pero el rostro en la ventana era como un gusano que subía por su pierna.

Temeroso…

Así exactamente se sentía ahora, al ver las hileras de oficiales que se dirigían hacia él desde los dos extremos de Lexington. Los coches hacían sonar las bocinas, los conductores estaban enfadados. Pero la policía no les prestaba atención; continuaba con su búsqueda afanosa. Era cuestión de minutos que le localizaran: un atlético hombre blanco solo, que llevaba un estuche de guitarra que podría fácilmente contener el mejor fusil que Dios pusiera sobre la tierra.

Sus ojos se volvieron a las ventanas negras y sombrías que daban a la calle.

Rezó por no ver un rostro observándolo.

Soldado, ¿de qué mierda está hablando?

Señor, yo…

Haga un reconocimiento, soldado.

Señor, sí, señor.

Le llegó un aroma amargo, a quemado.

Se dio vuelta y encontró que estaba al lado de un Starbucks. Entró y mientras hacía como que leía el menú, estudió a los clientes.

Sola en una mesa, se sentaba en una de esas sillas ligeras e incómodas una mujer grandota. Leía una revista y sobre la mesa había un vaso alto de té. Estaba en los primeros años de la treintena, era regordeta y poseía una cara ancha y nariz prominente. Stephen asoció libremente… Starbucks, Seattle… ¿lesbiana?

Pero no, no pensaba que lo fuera. Ella escudriñaba el Vogue que tenía en sus manos con envidia, no con lujuria.

Stephen compró una taza de manzanilla Celestial Seasonings. Tomó el recipiente y se encaminó hacia un asiento cerca de la ventana. Pasaba justo al lado de la mesa de la mujer cuando la taza se le resbaló de las manos y cayó en la silla opuesta a la de la chica; el té caliente se derramó por el suelo. Ella se echó atrás sorprendida, y miró la expresión de horror de la cara de Stephen.

– Oh, Dios mío -murmuró el muchacho-, lo lamento mucho.

Cogió un puñado de servilletas.

– Dime que no te he manchado. ¡Por favor!


Percey Clay se desembarazó del joven detective que la tenía inmovilizada contra el suelo.

La madre de Ed, Joan Carney, yacía a unos metros, con el rostro petrificado en una expresión entre conmocionada y perpleja.

Brit Hale estaba contra el muro; dos fuertes policías le sujetaban. Parecía que lo estuvieran arrestando.

– Lo lamento, señora Clay -dijo uno de los policías-. Nosotros…

– ¿Qué está pasando? -Hale parecía desconcertado. A diferencia de Ed y de Ron Talbot, y de la misma Percey, Hale nunca había sido militar, ni estado cerca de un combate. No tenía miedo; siempre usaba mangas largas en lugar de la tradicional camisa blanca de mangas cortas de los pilotos, para ocultar las cicatrices de las quemaduras que tenía en los brazos de cuando, hacía unos años, se había subido a un Cessna 150 en llamas para rescatar a un piloto y su pasajero. Pero la idea del crimen, de daño intencional, le era completamente ajena.

– Recibimos una llamada de las fuerzas especiales -explicó el detective-. Piensan que el hombre que mató al señor Carney está de vuelta. Probablemente venga a por ustedes. El señor Rhyme piensa que el asesino fue el que conducía esa camioneta negra que vio usted hoy.

– Bueno, tenemos a esos hombres que nos cuidan -soltó Percey, señalando con la cabeza los policías que habían llegado antes.

– Dios -musitó Hale, mirando hacia fuera-. Debe haber veinte policías allí.

– Apártese de la ventana, por favor -dijo el detective con firmeza-. Podría estar en un techo. El lugar todavía no es seguro.

Percey oyó pasos que subían las escaleras a la carrera.

– ¿El techo? -preguntó con amargura-. Quizá esté haciendo un túnel en el sótano.

Puso un brazo alrededor de la señora Carney:

– ¿Está bien, madre?

– ¿Qué pasa, qué es todo esto?

– Piensan que pueden estar en peligro -dijo el oficial-. No usted, señora -agregó dirigiéndose a la madre de Ed-, sino la señora Clay y el señor Hale. Porque son testigos en este caso. Nos dijeron que protegiéramos el edificio y los lleváramos al puesto de comando.

– ¿Ya hablaron con él? -preguntó Hale.

– No sé a quién se refiere, señor.

El larguirucho respondió:

– El tipo contra el cual testificaremos. Hansen.

El mundo de Hale era el mundo de la lógica. De la gente razonable. De máquinas y números e hidráulica. Sus tres matrimonios fracasaron porque el único lugar donde estaba su corazón era en la ciencia de vuelo y la irrefutable sensación que tenía en la cabina del avión. Ahora se apartó el cabello de la frente y dijo:

– Preguntadle a él. Él os dirá donde está el asesino. Él lo contrató.

– Bueno, no veo que sea tan fácil.

Otro oficial apareció en el umbral.

– La calle es segura, señor.

– Vengan con nosotros, por favor. Los dos.

– ¿Qué pasará con la madre de Ed?

– ¿Vive en esta zona? -preguntó el oficial.

– No. Me alojo en casa de mi hermana -contestó la señora Carney-. En Saddle River.

– La llevaremos allí en un coche y dejaremos a un policía de Nueva Jersey de custodia. Usted no está involucrada en el caso, de manera que estoy seguro de que no tiene nada de qué preocuparse.

– Oh, Percey.

Las mujeres se abrazaron.

– Estaré bien, madre.

Percey se empeñó en controlar sus lágrimas.

– No, no lo estarás -dijo la frágil mujer-. Nunca volverás a estar bien…

Un oficial la condujo a un coche patrulla.

Percey observó cómo se alejaba el coche y luego preguntó al policía que estaba a su lado:

– ¿Adonde vamos?

– A ver a Lincoln Rhyme.

Otro oficial dijo:

– Vamos a salir caminando juntos, con un oficial a cada lado. Mantengan inclinadas las cabezas y no levanten la vista en ninguna circunstancia. Vamos a caminar rápido hacia esa camioneta que está allí. ¿La ven? Entren rápido. No miren por las ventanillas y pónganse los cinturones. Conduciremos muy velozmente. ¿Alguna pregunta?

Percey abrió la botella y bebió un trago de bourbon.

– Sí. ¿Quién diablos es Lincoln Rhyme?


– ¿Tú lo cosiste? ¿Tú misma?

– Así es -dijo la mujer, tocando el bordado chaleco de lona, que, como la falda tableada que llevaba, era algo grande, calculado para disimular su opulenta figura. Las puntadas recordaron a Stephen los anillos alrededor del cuerpo de un gusano. Se estremeció y sintió náuseas. Pero sonrió y dijo:

– Es admirable.

Había limpiado el té derramado y pedido disculpas como el caballero que su padrastro podía ser algunas veces.

Le preguntó si le importaba que se sentara con ella.

– Hum… no -dijo y escondió el Vogue en su bolsa de lona como si fuera material pornográfico.

– Oh, por cierto -dijo Stephen-, me llamo Sam Levine.

Los ojos de la chica parpadearon ante el nombre y evaluaron sus rasgos arios.

– Bueno, generalmente me llaman Sammy -agregó él-. Para mi madre soy Samuel pero solo si me he portado mal -sonrió.

– Te llamaré «amigo» -anunció ella-. Yo soy Sheila Horowitz.

El muchacho miró por la ventana para evitar tener que estrechar su mano húmeda, terminada en cinco gusanos blancos y gelatinosos.

– Encantado de conocerte -dijo Stephen, recostándose y sorbiendo su nueva taza de té, que encontró asquerosa. Sheila se dio cuenta que dos de sus descuidadas uñas estaban sucias. Trató disimuladamente de sacarles la roña.

– Es relajante coser -explicó-. Tengo una vieja Singer. Una de las negras. Me la dieron mis abuelos.

Trató de atusar su cabello corto y brillante, deseando sin duda habérselo lavado aquel día más que nunca.

– No conozco a chicas que cosan hoy en día -dijo Stephen-. Una chica con la que salía en la escuela secundaria lo hacía. Se confeccionaba casi toda su ropa. Me impresionaba mucho.

– Hum, en Nueva York, nadie, y recalco nadie, cose -dijo con desdén Sheila.

– Mi madre solía coser todo el tiempo, durante horas y horas -siguió Stephen-. Cada puntada tenía que estar perfecta. Quiero decir perfecta. Con una separación de un milímetro. -Esto era cierto-. Todavía tengo algunas de las cosas que hizo. Suena estúpido, pero las guardo sólo porque ella las hizo -Esto no era cierto.

Stephen todavía podía oír el arranque y la detención del motor de la Singer que provenían del dormitorio pequeño y caluroso de su madre. Día y noche. Haz bien esas puntadas. Con un milímetro entre ellas. ¿Por qué? ¡Porque es importante! Aquí viene la regla, aquí viene el cinturón, aquí viene el gatillo…

– La mayoría de los hombres -el acento que puso en la palabra explicaba muchas cosas de la vida de Sheila Horowitz- no se interesan un pimiento por la costura. Quieren chicas que hagan deporte o sepan de películas -agregó rápidamente-. Y yo soy de esas. Quiero decir que estuve esquiando. Apuesto a que no soy tan buena como tú. Y me gusta ir al cine. A ver ciertas películas.

Stephen dijo:

– Oh, ya no práctico esquí. No me gustan mucho los deportes. -Miró hacia fuera y vio policías por todas partes. Examinaban todos los coches. Un enjambre de gusanos azules…

Señor, no entiendo por qué montan esta ofensiva, señor.

Soldado, tu tarea no es comprender. Tu tarea es infiltrar, evaluar, delegar, aislar y eliminar. Esa es tu única tarea.

– ¿Perdón? -dijo, pues no oyó el comentario de la chica.

– He dicho, oh, no me mientas. Quiero decir que yo tendría que esforzarme durante meses para estar en forma como tú. Voy a apuntarme en un Health & Raquet Club. Lo he estado pensando. Lo malo es que tengo problemas de espalda. Pero realmente he decidido apuntarme.

Stephen rió:

– Ay, yo me canso tanto de… sí, de esas chicas que parecen enfermas. ¿Sabes? Todas delgadas y pálidas. Toma una de esas chicas raquíticas que salen en la tele y mándala a la época del rey Arturo y bang, llamarían al médico de la corte y le dirían: «Debe estar muriéndose, milord».

Sheila pestañeó y luego lanzó una carcajada, mostrando unos dientes poco agraciados. La broma le dio una excusa para poner la mano sobre el brazo de Stephen, que sintió los cinco gusanos apretando su carne y tuvo que luchar contra las náuseas.

– Mi padre -dijo ella- era un oficial de carrera en el ejército y viajaba mucho. Me contó que en otros países piensan que las chicas americanas son muy escuálidas.

– ¿Era soldado? -preguntó Sam Sammie Samuel Levine, sonriendo.

– Coronel retirado.

– Bueno…

¿Demasiado?, se preguntó Stephen. No.

– Soy militar -dijo-. Sargento. En el ejército.

– ¡No! ¿Dónde estás destinado?

– Operaciones especiales. En Nueva Jersey.

Ella sabría bien que no podía preguntar más acerca de las actividades del grupo de operaciones especiales.

– Me alegro de que tengas un soldado en la familia. Yo a veces no le digo a la gente lo que hago. No está demasiado bien visto. Especialmente por aquí. En Nueva York quiero decir.

– No te preocupes por eso. Yo pienso que es muy interesante, amigo -señaló con la cabeza el estuche Fender-. ¿Y eres músico, también?

– Realmente, no. Soy voluntario en un centro de cuidados diurnos. Enseño música a los chicos. Es algo que la base patrocina.

Miró hacia fuera. Luces intermitentes. Blancas y azules. Un coche patrulla pasó zumbando.

La chica acercó su silla y Stephen detectó un aroma repulsivo. Le puso nervioso otra vez y le trajo a la mente la imagen de gusanos saliendo del cabello grasiento. Casi vomitó. Se disculpó por un momento y pasó tres minutos lavándose las manos. Cuando volvió notó dos cosas: que ella se había desabrochado el botón superior de su blusa y que el dorso de su jersey contenía casi mil pelos de gato. Los gatos, para Stephen, apenas si eran gusanos con cuatro patas.

Miró hacia fuera y vio que la hilera de policías se acercaba. Consultó su reloj y dijo:

– Escucha, tengo que buscar a mi gato. Está en el veterinario.

– Oh, ¿tienes un gato? ¿Cómo se llama? -Sheila se inclinó hacia delante.

Buddy.

Sus ojos se iluminaron:

– Oh, qué mono. ¿Tienes una fotografía?

¿De un maldito gato?

– No la llevo conmigo -dijo Stephen, y chasqueó la lengua con pesar.

– ¿Está enfermito el pobre Buddy?

– Sólo un chequeo.

– Oh, haces bien. Ten cuidado con esos gusanos.

– ¿Con qué? -preguntó Stephen alarmado.

– Ya sabes, las lombrices.

– Oh, bien.

– Hum, si eres bueno, amigo -dijo Sheila con una voz cantarina-, puede ser que te presente a Garfield, Andrea y Essie. Bueno, realmente se llama Esmeralda, pero ella nunca aprobaría ese nombre, por supuesto.

– Parecen maravillosos -dijo el muchacho, observando las fotos que Sheila había sacado de su cartera-. Me encantaría conocerlos.

– Sabes -exclamó ella- sólo vivo a tres calles de aquí. En la Ochenta y uno.

– Eh, tengo una idea -Stephen pareció radiante-. Quizá pueda dejar estas cosas y conocer a tus bebés. Luego me podrías ayudar a recoger a Buddy.

– Excelente -dijo Sheila.

– Vámonos.

Afuera ella dijo:

– ¡Vaya! mira cuantos policías.¿Qué sucede?

– ¡Jo! No lo sé -Stephen colocó la mochila sobre su hombro. Algo metálico hizo ruido. Quizá una granada de luces contra su Beretta.

– ¿Qué tienes allí?

– Instrumentos musicales. Para los niños.

– Ah, ¿cómo triángulos?

– Sí, como triángulos.

– ¿Quieres que te lleve la guitarra?

– ¿Te importaría?

– Hum, pienso que está bien.

Sheila tomó el estuche Fender y pasó su brazo por el de él y caminaron por delante de un grupo de policías que no prestaron atención a la amorosa pareja. Continuaron calle abajo, riendo y charlando sobre los traviesos gatitos.

Hora 1 de 45
Capítulo 6

Thom apareció en el umbral del cuarto donde estaba Lincoln Rhyme e hizo entrar a alguien.

Un hombre en la cincuentena, atildado y con corte de pelo militar. Era el capitán Bo Haumann, jefe de la unidad de servicios de emergencias de la policía de Nueva York, el grupo SWAT de la policía. Entrecano y musculoso, Haumann tenía el aspecto del sargento de entrenamiento que había sido en su vida militar. Hablaba con lentitud y sensatez, y miraba directamente a los ojos, con una débil sonrisa, cuando conversaba. Durante las operaciones tácticas a menudo llevaba una chaqueta antibalas y una capucha Nomex y generalmente era uno de los primeros oficiales en traspasar los accesos cuando se trataba de sortear una barricada.

– ¿Es él realmente? -preguntó el capitán-. ¿El Bailarín?

– Eso es lo que suponemos -dijo Sellitto.

Se produjo una leve pausa, que en el policía de cabellos grises era como un sonoro suspiro en cualquier otra persona. Luego siguió:

– Tengo asignados un par de equipos 32E.

Los oficiales 32E, llamados así por su centro de operaciones en el edificio Pólice Plaza, constituían un secreto a voces. Desde el punto de vista administrativo se les conocía como Oficiales de Procedimientos especiales de la Unidad de servicios especiales; los hombres y las mujeres que integraban este grupo eran en su mayoría ex militares que habían sido entrenados sin piedad en todos los procedimientos de S &S [21], así como en ataques, disparos desde escondites y rescate de rehenes. No había muchos de ellos. A pesar de la mala reputación de la ciudad, en Nueva York había relativamente pocas operaciones tácticas y los negociadores en los casos con rehenes, considerados los mejores del país, generalmente resolvían la situación antes de que fuera necesario un ataque. La asignación hecha por Haumann de dos equipos, que totalizaban diez oficiales, al caso del Bailarín, implicaba a la mayoría de los 32E.

Un momento más tarde entró al cuarto un hombre pequeño, de incipiente calvicie, que usaba gafas muy anticuadas. Mel Cooper era el mejor técnico de laboratorio del IRD, la División de Investigación y Recursos del departamento que Rhyme dirigió en un tiempo. Nunca había examinado la escena de un crimen, nunca había arrestado a un delincuente, y quizá hubiera olvidado cómo disparar la pequeña pistola que llevaba, contra su voluntad, en la parte de atrás de su viejo cinturón de cuero. Cooper no tenía deseos de estar en ningún lado más que sentado en el taburete de un laboratorio, mirando a través de los microscopios y analizando huellas en relieve por fricción (bueno, allí y en un salón de baile, pues era un bailarín de tango con varios premios en su haber).

– Detective -dijo Cooper, visando el título que ostentaba Rhyme cuando, hacía algunos años, había contratado a Cooper, que trabajaba en el departamento de policía de Albany-, pensé que íbamos a examinar granos de arena. Pero he escuchado que se trata del Bailarín.

A Rhyme se le ocurrió que hay un solo lugar en el que las noticias corren más rápido que en la calle, y ese lugar es el propio departamento de policía.

– Esta vez lo cogeremos, Lincoln, lo cogeremos seguro.

Mientras Banks ponía al tanto de los hechos a los recién llegados, Rhyme levantó la vista. Vio a una mujer en el umbral del laboratorio. Sus ojos negros examinaban el cuarto y captaban todos los detalles. Sin cautela y sin nervios.

– ¿Señora Clay? -preguntó.

Ella asintió. Un hombre delgado apareció en la puerta, a su lado. Rhyme supuso que sería Britton Hale.

– Entren, por favor -dijo el criminalista.

Ella caminó hasta el centro del cuarto. Miró a Rhyme y luego la pared llena de equipamiento forense, cerca de Mel Cooper.

– Percey -dijo-. Llamadme Percey. ¿Tú eres Lincoln Rhyme?

– Así es. Siento mucho lo de tu marido.

Ella movió la cabeza con brusquedad y pareció incómoda con las condolencias.

Justo como yo, pensó Rhyme.

– ¿Y usted es el señor Hale? -preguntó al hombre que estaba al lado de Percey.

El esbelto piloto asintió y se adelantó para estrechar su mano. Entonces se dio cuenta de que los brazos de Rhyme estaban sujetos a la silla de ruedas.

– Oh -musitó, ruborizándose. Retrocedió.

Rhyme los presentó al resto del grupo, a todos excepto a Amelia Sachs, quien, ante la insistencia del criminalista, se estaba quitando el uniforme y poniéndose los téjanos y la camiseta que casualmente se guardaban arriba, en el armario de Rhyme. Le había explicado que con frecuencia el Bailarín mataba o hería policías por diversión; quería que pareciera tan civil como fuera posible.

Percey sacó una petaca del bolsillo de su pantalón, una petaca plateada, y tomó un pequeño sorbo. Bebía licor -Rhyme olió un bourbon caro- como si fuera medicina.

Traicionado por su propio cuerpo, Rhyme pocas veces prestaba atención a los atributos físicos de los demás, excepto de las víctimas y los asesinos. Pero era difícil ignorar a Percey Clay. No medía mucho más de un metro cincuenta y, sin embargo, irradiaba una intensidad concentrada. Sus ojos, negros como la medianoche, eran cautivadores. Sólo después de conseguir apartar de ellos la mirada se percibía su rostro, que no era bonito sino chato y con rasgos masculinos. Tenía el pelo negro y rizado, que usaba corto y enmarañado, si bien Rhyme pensó que unas largas trenzas suavizarían la forma angulosa de su cara. La muchacha no había adoptado los gestos de disimulo de algunas personas bajas: poner las manos en las caderas, cruzar los brazos, llevar los dedos frente a la boca. Hacía tan pocos gestos gratuitos como el mismo Rhyme en su vida anterior.

Se le ocurrió un pensamiento súbito: es como una gitana.

Se dio cuenta de que ella también lo observaba. Y de que la suya era una reacción curiosa. Al verlo por primera vez, la mayoría de la gente se estampaba una tonta sonrisa en la cara, se ponía roja como un tomate y se obligaba a mirar fijamente la frente de Rhyme, de manera que los ojos no descendieran por accidente a su cuerpo deteriorado. Pero Percey miró su cara una vez -bien parecida, con labios bien delineados y una nariz como la de Tom Cruise, que aparentaba menos que sus cuarenta y tantos años- y, otra, sus brazos, piernas y torso inmóviles. Pero la atención de la muchacha se enfocó inmediatamente en el equipo para minusválidos: la reluciente silla de ruedas Storm Arrow, el controlador de movimientos con la boca, los cascos y el ordenador.

Thom entró al cuarto y se acercó a Rhyme para tomarle la tensión.

– Ahora no -dijo su jefe.

– Ahora sí.

– No.

– Quédate quieto -dijo Thom, y le tomó la tensión de todos modos. Se sacó el estetoscopio-. No está mal. Pero estás cansado y últimamente trabajas demasiado. Necesitas descanso.

– Vete -gruñó Rhyme. Se volvió hacia Percey Clay. Porque era un inválido, un tetrapléjico, porque era sólo una porción de ser humano, las visitas a menudo parecían pensar que no comprendía lo que le decían; hablaban lentamente o se dirigían a él a través de Thom. Percey, sin embargo, le habló directamente y al hacerlo se ganó muchos puntos en su estima.

– ¿Piensas que Brit y yo estamos en peligro?

– Sí, lo estáis. En un grave peligro.

Sachs entró al cuarto y miró a Percey y a Rhyme.

Él las presentó

– ¿Amelia? -preguntó Percey-. ¿Te llamas Amelia?

Sachs asintió.

Una débil sonrisa pasó por el rostro de Percey. Se volvió levemente y la compartió con Rhyme.

– No me pusieron el nombre por la aviadora -dijo Sachs recordando, según supuso Rhyme, que Percey era piloto-, sino por una hermana de mi padre. ¿Amelia Earhart fue una heroína?

– No -dijo Percey-, realmente no. Se trata de una coincidencia.

Hale dijo:

– ¿Le van a poner custodia, verdad? ¿A tiempo completo?

Señaló a Percey.

– Por supuesto que sí -dijo Dellray.

– Bien -anunció Hale-. Bien… Otra cosa. Estaba pensando que realmente deberíais tener una conversación con ese tío, Phillip Hansen.

– ¿Una conversación? -preguntó Rhyme.

– ¿Con Hansen? -inquirió Sellitto-. ¡Ya lo creo! Pero niega todo y no dirá una palabra más. -Miró a Rhyme-. Puse a los Mellizos a trabajar con él un tiempo. -Miró de nuevo a Hale-. Son nuestros mejores interrogadores. No consiguieron sacarle nada. No hubo suerte.

– ¿No lo pueden amenazar… o algo así?

– Hum, no -dijo el detective-. No lo creo.

– No importa -siguió Rhyme-. De todos modos no hay nada que Hansen pueda decirnos. El Bailarín nunca se encuentra con sus clientes cara a cara y nunca les dice cómo hará el trabajo.

– ¿El Bailarín? -preguntó Percey.

– Ese es el nombre que damos al asesino. El Bailarín de la Muerte.

– ¿Bailarín de la Muerte? -Percey soltó una leve carcajada, como si la frase significara algo para ella. Pero no lo explicó.

– Bueno, es un poco siniestro -dijo Hale, vacilante, como si los policías no debieran poner nombres extravagantes a sus villanos. Rhyme supuso que tenía razón.

Percey miró a Rhyme a los ojos, casi tan negros como los suyos.

– ¿Entonces, que te pasó? ¿Te hirieron?

Sachs, y Hale también, se sobresaltaron ante esta franqueza, pero a Rhyme no le importó. Prefería a la gente con sus características, los que no utilizaban un tacto sin sentido. Dijo sosegadamente:

– Estaba inspeccionando la escena de un crimen en una obra en construcción. Una viga cayó. Me rompió el cuello.

– Como le pasó a ese actor. Christopher Reeve.

– Sí.

– Fue muy duro -dijo Hale-. Pero ese hombre resultó un valiente. Lo he visto en la tele. Creo que yo me hubiera matado si me hubiese ocurrido a mí.

Rhyme miró a Sachs, que captó su mirada. El criminalista se volvió hacia Percey.

– Necesitamos tu ayuda. Tenemos que imaginarnos cómo puso la bomba a bordo. ¿Tienes alguna idea?

– Ninguna -dijo Percey y luego miró a Hale, quien sacudió la cabeza.

– ¿Visteis a alguien que no reconocierais cerca del avión antes del vuelo?

– Yo estaba enferma anoche -dijo Percey-. Ni siquiera fui al aeropuerto.

– Yo estaba en el interior, pescando -dijo Hale-. Tenía el día libre. Llegué a casa muy tarde.

– ¿Exactamente dónde estaba el avión antes de despegar?

– En nuestro hangar. Lo estábamos equipando para la nueva carga. Teníamos que sacar asientos e instalar soportes especiales con tomas eléctricas potentes. Para las unidades de refrigeración. ¿Sabéis en qué consistía el cargamento, verdad?

– Órganos -dijo Rhyme-, órganos humanos. ¿Compartís el hangar con alguna otra compañía?

– No, es nuestro. Bueno, lo alquilamos.

– ¿Es fácil entrar en él? -preguntó Sellitto.

– Si no hay nadie se cierra con llave, pero en los últimos dos días tuvimos cuadrillas trabajando las veinticuatro horas para equipar al Lear.

– ¿Conocéis a los trabajadores? -preguntó Sellitto.

– Son como de la familia -dijo Hale a la defensiva.

Sellitto miró significativamente a Banks. Rhyme supuso que el detective estaba pensando que los miembros de la familia son siempre los primeros sospechosos en un caso de asesinato.

– Bueno, de todos modos tomaré sus nombres, si no os importa. Pura rutina.

– Sally Anne, que es nuestra directora administrativa, os proporcionará una lista.

– Debéis sellar el hangar -dijo Rhyme-. Mantened a todos fuera.

Percey sacudió la cabeza:

– No podemos.

– Selladlo -repitió Rhyme-. Todos fuera. Todos.

– Pero…

– Tenemos que hacerlo -dijo Rhyme.

– ¡Oye! -dijo Percey-. Espera un poco. -Miró a Hale- ¿Foxtrot Bravo?

Hale se encogió de hombros.

– Ron dijo que le llevaría por lo menos otro día más.

Percey suspiró.

– El Lear Jet que Ed pilotaba era el único equipado para esa carga. Hay otro vuelo programado para mañana por la noche. Tendremos que trabajar sin descanso para dejar al otro avión listo para ese vuelo. No podemos cerrar el hangar.

– Lo lamento pero no hay opción -dijo Rhyme.

Percey parpadeó.

– Bueno, no sé quién eres para decirme lo que tengo que hacer.

– Soy alguien que trata de salvarte la vida -bramó Rhyme.

– No puedo arriesgarme a perder ese contrato.

– Un momento, señorita -dijo Dellray-, usted no comprende a este asesino…

– Mató a mi marido -respondió la chica con voz dura-. Lo comprendo perfectamente. Pero no me van a presionar para que pierda este trabajo.

Sachs se puso las manos en las caderas.

– Oye, espera un poco. Si hay alguien que puede salvarte el pellejo, ese es Lincoln Rhyme. No te pongas difícil ahora.

La voz de Rhyme terció en la discusión. Preguntó con calma:

– ¿Puedes darnos una hora para la inspección?

– ¿Una hora? -reflexionó Percey.

Sachs se rió y miró sorprendida a su jefe.

– ¿Inspeccionar un hangar en una hora? -preguntó-. Vamos, Rhyme. -Su cara parecía querer decirle: «¿Estoy aquí defendiéndote y ahora sales con esto? ¿De qué lado estás?».

Algunos criminalistas dedicaban grupos a la inspección de las escenas de crímenes. Pero Rhyme siempre insistía en que Amelia Sachs investigara sola, como lo hacía él. Un único investigador CS [22] tenía una visión que no podía lograrse con otras personas dando vueltas por el terreno. Una hora era un tiempo extraordinariamente breve para que una sola persona cubriera una escena del crimen tan amplia. Rhyme lo sabía pero no respondió a Sachs. Mantuvo sus ojos en Percey. Ella dijo:

– ¿Una hora? Está bien. Me las puedo arreglar.

– Rhyme -protestó Sachs-, necesito más tiempo.

– Ah, pero tú eres la mejor, Amelia -bromeó. Lo que significaba que la decisión ya estaba tomada.

– ¿Quién puede ayudarnos allí? -preguntó Rhyme a Percey.

– Ron Talbot. Es un socio de la compañía y nuestro director operativo.

Sachs anotó el nombre en su libreta.

– ¿Me voy ya? -preguntó.

– No -respondió Rhyme-. Quiero que esperes hasta que tengamos la bomba del vuelo de Chicago, te necesito para que me ayudes a analizarla.

– Sólo tengo una hora -dijo Sachs con irritación-. ¿Lo recuerdas?

– Tendrás que esperar -gruñó Rhyme y luego le preguntó a Fred Dellray-. ¿Qué se sabe de la casa para testigos protegidos?

– Oh, tenemos un lugar que te gustará -dijo el agente a Percey-. En Manhattan. Los dólares de nuestros contribuyentes lucen mucho. Sí, sí. Los oficiales de justicia lo usan para la crème de la crème en protección de testigos. La única cosa es que necesitamos alguien del departamento de policía para los detalles de la custodia. Alguien que conozca y aprecie al Bailarín.

Y justo entonces Jerry Banks levantó la vista, preguntándose por qué todos le miraban.

– ¿Qué? -preguntó-. ¿Qué? -y trató de alisar en vano su rebelde mechón.


Stephen Kall, que hablaba como un soldado y disparaba como un soldado, en realidad nunca había estado en el ejército. Pero entonces le dijo a Sheila Horowitz:

– Estoy orgulloso de mi herencia militar. Ésa es la verdad.

– Algunas personas no…

– No -la interrumpió-, algunas personas no te respetan por ello. Pero ése es su problema.

– Es su problema -repitió Sheila como un eco.

– Este es un lindo lugar -miró alrededor del cuchitril, lleno de muebles rebajados de las tiendas Conran.

– Gracias, amigo. Hum, ¿quieres beber algo? Vaya, hablo como en las telenovelas, ¿verdad? Mamá siempre me corrige. Dice que veo demasiado la tele, qué vergüenza.

¿De qué mierda estaba hablando?

– ¿Vives sola aquí? -le preguntó con una agradable sonrisa de curiosidad.

– Sí, solo yo y el trío dinámico. No sé por qué se esconden. Esos diablillos tontos -Sheila apretó nerviosamente el fino borde de su chaleco. Y al ver que él no contestaba, repitió:

– ¿Entonces? ¿Algo de beber?

– ¡Sí, claro!

El muchacho vio una única botella de vino, cubierta de tierra, encima de la nevera. La guardaría para una ocasión especial. ¿Sería ésa una de ellas?

Aparentemente no. La chica descorchó un Dr. Pepper dietético.

Stephen caminó hasta la ventana y miró hacia fuera. No se veía policía en aquella calle. Y a cincuenta metros había una estación de metro. El piso estaba en una segunda planta, y a pesar de que las ventanas de atrás tenían rejas, no estaban cerradas. Si lo necesitara, podría descender por la escalera de incendios y desaparecer por Lexington Avenue, que siempre estaba muy concurrida…

Sheila tenía teléfono y un ordenador. Bien.

Stephen observó un calendario en el muro con láminas de ángeles. Había unas pocas anotaciones pero nada para aquel fin de semana.

– Oye, Sheila, quieres…

Se calló, sacudió la cabeza y quedó en silencio.

– Hum, ¿qué?

– Bueno, es… Sé que es estúpido preguntártelo. Quiero decir, con tan poca anticipación y todo eso. Me preguntaba si tenías algún plan para los próximos dos días.

Cuidado con lo que dices.

– Oh, hum, se suponía que iba a ver a mi madre.

Stephen arrugó la cara con decepción.

– Qué lástima. Sabes, tengo este lugar en Cape May…

– ¡La costa de Jersey!

– Así es. Me voy para allá…

– ¿Después de buscar a Buddy?

¿Quién mierda era Buddy?

Ah, el gato.

– Pues, sí. Si no tienes nada que hacer, pensé que te gustaría venir.

– ¿Tienes…?

– Mi madre estará allí con algunas de sus amigas.

– Bueno, joder. No sé.

– Oye, ¿por qué no llamas a tu madre y le dices que tendrá que vivir sin ti el resto del fin de semana?

– Vaya. Realmente no tengo que llamar. Si no aparezco, bueno, no pasa nada. Quedamos en que quizá iba o quizá no.

De manera que había mentido. Un fin de semana vacío. Nadie la echaría de menos por unos días.

Un gato saltó a su lado y pegó su cara a la suya. Stephen se imaginó miles de gusanos que se desparramaban por su cuerpo. Se imaginó los gusanos retorciéndose en el pelo de Sheila. Sus dedos como gusanos. Comenzó a detestar a aquella mujer. Quería gritar.

– Oh, oh, di hola a nuestro nuevo amigo, Andrea. Tú le gustas, Sam.

Él se puso de pie y echó una mirada por el piso. Pensó: Recuerda, muchacho, cualquier cosa puede matar.

Algunas cosas matan rápido y otras cosas matan despacio. Pero cualquier cosa puede matar.

– Dime -le preguntó-, ¿tienes cinta adhesiva de embalar?

– Hum, ¿para…? -su mente corría-. ¿Para…?

– Los instrumentos que tengo en la bolsa. Necesito pegar uno de los tambores.

– Oh, ya lo creo, tengo algo de eso por aquí -Caminó hacia el vestíbulo-. Todas las Navidades envío paquetes con regalos a mis tías. Siempre compro un nuevo rollo de cinta adhesiva. Nunca me puedo acordar si he comprado uno antes, de manera que termino con una tonelada de rollos. ¿No soy una tontuela?

Stephen no contestó porque vigilaba la cocina y decidió que era la mejor zona del apartamento para matar.

– Aquí tienes -le arrojó juguetonamente el rollo de cinta. Él lo cogió instintivamente. Estaba enfadado porque no había tenido ocasión de ponerse los guantes. Sabía que había dejado huellas en el rollo. Tembló de cólera y cuando vio a Sheila que sonreía y decía: «Vaya, bien hecho, amigo», lo que veía realmente era un enorme gusano que se acercaba cada vez más. Dejo la cinta y se puso los guantes.

– ¿Guantes? ¿Tienes frío? Oye, amigo, ¿qué…?

Él la ignoró y abrió la puerta de la nevera. Comenzó a sacar la comida.

Sheila caminó hacia el centro del cuarto. Su sonrisa atolondrada empezó a borrarse.

– Hum, ¿tienes hambre?

Él empezó a sacar las baldas.

Sus miradas se cruzaron y de repente, de muy dentro de la garganta de Sheila surgió un débil aullido.

Stephen cogió al gusano gordo antes que hiciera la mitad del camino hacia la puerta.

¿Rápido o despacio?

La arrastró de vuelta a la cocina. Hacia la nevera.

Hora 2 de 45
Capítulo 7

Tres.

Percey Clay, comandante de aviación licenciada en ingeniería, con título de mecánico en estructura y centrales eléctricas, poseedora de todas las licencias que la Agencia Federal de Aviación (FAA) podía conceder a los pilotos, no tenía tiempo para supersticiones.

Sin embargo, mientras pasaba a través del Central Park en una camioneta blindada, de camino a la casa protegida que se hallaba en el centro de la ciudad, pensó en el viejo dicho que los viajeros supersticiosos repiten como un mantra sombrío: no hay dos sin tres.

Y eso también se aplicaba a las tragedias.

Primero, Ed. Ahora, el segundo pesar: lo que a través del móvil le estaba diciendo Ron Talbot, que estaba en su oficina en Hudson Air.

Se hallaba embutida entre Brit Hale y el joven detective Jerry Banks. Tenía inclinada la cabeza. Hale la observaba y Banks posaba una mirada vigilante a través de la ventanilla, al tráfico, los peatones y los árboles.

– Los de U.S. Med aceptaron darnos otra oportunidad -El aliento de Talbot iba y venía con un sonido alarmante. Talbot, uno de los mejores pilotos que ella hubiera conocido, no había pilotado un avión durante años por su precaria salud. Percey lo consideraba un castigo tremendamente injusto por sus pecados de beber, fumar y comer (en gran parte porque ella los compartía)-. Quiero decir pueden cancelar el contrato. Las bombas no son consideradas fuerza mayor. No nos eximen de nuestra responsabilidad contractual.

– Pero nos dejarán hacer el vuelo de mañana.

Una pausa.

– Sí. Así es.

– Vamos, Ron -exclamó Percey-, no empecemos ahora con chorradas.

Escuchó que encendía otro pitillo. Grande y fumador compulsivo, Talbot era el hombre al que gorroneaba Camels cuando estaba dejando de fumar, el mismo que se olvidaba de ponerse ropa limpia y de afeitarse. Y era un inepto para dar malas noticias.

– Es el Foxtrot Bravo -dijo sin ganas.

– ¿Qué le pasa?

El N695FB era el Learjet 35A de Percey. No porque lo dijera la documentación. Legalmente el avión de dos motores estaba alquilado a Clay-Carney Holding Corporation Two, Inc., una subsidiaria propiedad de Hudson Air Charters, Ltd. por Morgan Air Leasing Inc., que a su vez lo alquilaba a Transport Solutions Incorporated, subsidiaria de propiedad total de La Jolla Holding Two, una compañía de Delaware. Este arreglo bizantino era legal y común, dado que tanto las aeronaves como los accidentes de aviación tienen un coste elevadísimo.

Pero todos los que trabajaban en Hudson Air Charters sabían que Noviembre Seis Nueve Foxtrot Bravo era de Percey. Había volado miles de horas en aquel avión. Era su preferido. Era como su hijo. Y en las noches, demasiado frecuentes, en que Ed no estaba en casa, pensar en su avión aliviaba su soledad. Excelente máquina, la aeronave podía volar a cuarenta y cinco mil pies a una velocidad de 460 nudos, más de 500 millas por hora. Percey sabía que podía volar más alto y a más velocidad, a pesar de que se lo ocultaba a Morgan Air Leasing, Transport Solutions, La Jolla Holding y la FAA.

– Equiparla va a ser más complicado de lo que supusimos -dijo Talbot por fin.

– Sigue.

– Está bien -dijo finalmente-. Stu se fue.

Stu Marquard, su principal mecánico.

¿Qué?

– El hijo de puta se fue. Bueno, no lo ha hecho todavía -continuó Talbot-. Llamó para avisar que estaba enfermo, pero sonaba raro, de manera que hice unas llamadas. Se pasa a Sikorsky. Ya aceptó el trabajo.

Percey estaba atónita. Se trataba de un problema importante. Los Lear 35A venían equipados como aviones de pasajeros con ocho asientos. Para hacer que la aeronave estuviera lista para el vuelo de la U.S. Medical, había que quitar la mayoría de los asientos, hacer que absorbiese las sacudidas, instalar áreas refrigeradas y colocar tomas eléctricas extra para los generadores de la máquina. Todo ello significaba un importante trabajo eléctrico y de estructura.

No había mejor mecánico que Stu Marquard; él había equipado el Lear de Ed en un plazo récord. Pero sin él, Percey no sabía cómo podrían llegar a tiempo para el vuelo del día siguiente.

– ¿Qué pasa, Percey? -preguntó Hale al ver la mueca en su cara.

– Stu se fue -susurró.

Hale sacudió la cabeza, sin comprender:

– ¿Se fue dónde?

– Se fue -murmuró Percey-. Dejó el empleo. Se va a trabajar con los malditos helicópteros.

Hale la miró conmocionado:

– ¿Hoy?

Ella asintió.

– Está asustado, Percey -siguió Talbot-. Todos saben que fue una bomba. La policía no dice nada pero todos saben lo que sucedió. Están nerviosos. Estuve hablando con John Ringle…

– ¿Johnny? -Era un piloto joven que habían contratado el año pasado-. ¿No se irá también?

– Acaba de preguntarme si no vamos a cerrar por un tiempo. Hasta que todo esto se aclare.

– No, no vamos a cerrar -dijo Percey firmemente-. No vamos a cancelar ni un solo maldito contrato. Se trabaja como siempre. Y si alguien llama diciendo que está enfermo, lo despides.

– Percey…

Talbot era adusto, pero todos sabían en la compañía que se le convencía con facilidad.

– Está bien -gruñó Percey-. Yo los despediré.

– Mira, yo mismo puedo hacer casi todo el trabajo con el Foxtrot Bravo -dijo Talbot, que era también mecánico de estructuras titulado.

– Haz lo que puedas. Pero mira, procura encontrar otro mecánico -le dijo la chica-. Hablaremos más tarde.

Colgó.

– No lo puedo creer -dijo Hale-. Se fue.

El piloto estaba anonadado.

Percey estaba furiosa. La gente se estaba escaqueando y ése era el peor pecado que existía. La Compañía se moría y ella no tenía ni idea de cómo salvarla.

Percey Clay no tenía espíritu de invención para dirigir un negocio.

Espíritu de invención…

Era una expresión que había oído cuando era piloto de combate. Elaborada por un aviador de la marina, un almirante, se refería a los talentos esotéricos y no aprendidos de un piloto nato.

Bueno, con seguridad Percey poseía espíritu de invención en lo referente a volar. Se subía a cualquier tipo de aeronave, la hubiera o no pilotado previamente, y bajo cualquier condición climática, VFR [23] o IFR [24], de día o de noche. Podía pilotar una aeronave de forma impecable y colocarla en ese lugar mágico que los pilotos anhelan, exactamente «a mil después de los números», a mil pies de la pista de aterrizaje pasando la blanca numeración de la cabecera. Hidroaviones, biplanos, Hércules, 737, Migs: se sentía en casa en cualquier cabina.

Pero ése era el único campo en el que se desplegaba todo el espíritu de invención que poseía Percey Rachael Clay.

No poseía ninguno para las relaciones familiares, seguro. Su padre, de extracción social elevada, había rehusado hablarle durante años, de hecho, la había desheredado cuando dejó de acudir a clases en su alma máter, la Universidad de Virginia, para asistir a la escuela de aviación de la Tecnológica de Virginia. (Aun cuando le había dicho que su partida de Charlottesville, donde está la Universidad, era inevitable, dado que en su primer trimestre había dejado inconsciente de un puñetazo a la presidenta de una hermandad de estudiantes, después de que la esbelta rubia comentara en un susurro muy audible que «aquella enana de jardín» haría mejor en ingresar a la escuela de agricultura antes que en su elitista hermandad.)

Tampoco se había adaptado muy bien al ejército. Sus magníficos ejercicios de vuelo no compensaban su desafortunada tendencia a decir lo primero que se le pasaba por la cabeza.

Y no tenía habilidades para dirigir su propia compañía de charter, de la que era presidente. Le desconcertaba que Hudson Air tuviera tanto trabajo y sin embargo estuviera siempre al borde de la bancarrota. Al igual que Ed y Brit Hale y otros pilotos de la nómina, Percey estaba trabajando continuamente (una razón por la cual evitaba las aerolíneas regulares era la estúpida reglamentación de la FAA que impedía a los pilotos comerciales volar más de ochenta horas al mes). Entonces, ¿por qué estaban constantemente en números rojos? Si no hubiera sido por la capacidad de captar clientes del encantador Ed y la de recortar gastos y hacer juegos malabares con los acreedores del gruñón Ron Talbot, en los últimos dos años no hubieran sobrevivido.

La Compañía casi había desaparecido el mes anterior, pero Ed había logrado hacerse con el contrato de U.S. Medical. La cadena hospitalaria ganaba una cantidad asombrosa de dinero haciendo transplantes, un negocio que abarcaba mucho más, según supo Percey, que corazones y riñones. El problema más importante era hacer llegar el órgano donado al receptor apropiado a las pocas horas de ser extraído. A menudo los órganos se transportaban en vuelos comerciales (se llevaban en refrigeradores en la cabina), pero su transporte se regía por la programación y las rutas de la aerolínea comercial. Hudson Air no tenía esas restricciones. La Compañía acordó dedicar un avión a U.S. Medical. Volaría por una ruta en sentido contrario a los husos horarios a través de la Costa Este y del Medio Oeste, hacia seis u ocho de las sedes de la empresa, llevando los órganos a donde se necesitaran. Con lluvia, nieve, turbulencias, condiciones mínimas: mientras el aeropuerto estuviera abierto y fuera legal volar, Hudson Air entregaría su carga a tiempo.

El primer mes iba a ser un período de prueba. Si funcionaba entonces conseguirían un contrato de dieciocho meses que constituiría la columna vertebral de la supervivencia de la Compañía.

Aparentemente, Ron había convencido al cliente para que les concediera una nueva oportunidad, pero si Foxtrot Bravo no estaba listo para el vuelo del día siguiente… Percey ni siquiera quería pensar en esa posibilidad.

Mientras viajaba en el coche policial por Central Park, Percey Clay miró los brotes del comienzo de la primavera. Ed había amado ese parque y con frecuencia había corrido en él. Solía hacer dos vueltas alrededor del lago y luego regresar a casa con un aspecto desaliñado y su pelo gris cayéndole en mechones alrededor de la cara. ¿Y yo? En aquellos momentos Percey rió tristemente y en silencio. Él la solía encontrar sentada, ensimismada en un diario de navegación o en un manual de reparaciones de un turboventilador, quizá fumando, quizá tomando un Wild Turkey. Y, con una sonrisa, Ed le hundía un dedo en las costillas preguntándole si le quedaba alguna otra cosa insalubre que hacer al mismo tiempo. Y mientas se reían, él le robaba un par de tragos de bourbon.

Entonces recordó cómo se inclinaba Ed y besaba su hombro. Cuando hacían el amor era ése el rincón donde ponía su cara, inclinado hacia delante y apretado contra su piel. Percey Clay creía que allí, donde su cuello se ensanchaba formando sus delicados hombros, quizá solo allí, era una mujer hermosa.

Ed…

Todas las estrellas de la noche…

Sus ojos se llenaron de lágrimas otra vez, y miró el cielo gris. Ominoso. Estimó el techo a mil quinientos pies, los vientos 090 a quince nudos. Condiciones de turbulencia. Se removió en su asiento. Los fuertes dedos de Brit Hale rodeaban su brazo. Jerry Banks hablaba de un asunto. Ella no escuchaba.

Percey Clay tomó una decisión. Abrió el teléfono móvil otra vez.

Hora 3 de 45
Capítulo 8

La sirena gemía.

Lincoln Rhyme esperaba escuchar el efecto Doppler cuando el vehículo de emergencias pasara por allí. Pero justo frente a la puerta principal de su domicilio la sirena emitió un breve chirrido y quedó en silencio. Un momento después Thom introdujo a un hombre joven en el laboratorio de la primera planta. Coronado por un impactante corte de pelo militar, el policía del condado de Illinois llevaba un uniforme azul, probablemente inmaculado cuando se lo puso el día anterior, pero que en aquel momento estaba arrugado y veteado de hollín y suciedad. Se había pasado por la cara la máquina de afeitar, pero solo había logrado marcar unos leves surcos en su oscura barba, que contrastaba con su fino cabello rubio. Traía dos grandes bolsas de lona y una carpeta marrón. Rhyme se sintió más feliz al verlo que al ver a cualquier otra persona la semana anterior.

– ¡La bomba! -gritó-. ¡Aquí está la bomba!

El oficial, sorprendido ante la extraña colección de policías de distinta procedencia, debía estar preguntándose dónde había caído cuando Cooper le quitó las bolsas y Sellitto garabateó una firma en el recibo y en la tarjeta que acreditaba la cadena de custodia. Se los puso de nuevo en la mano.

– Gracias, hasta pronto -dijo el detective, y volvió a la mesa de las pruebas.

Thom sonrió cortésmente al policía y lo despidió.

– Vamos, Sachs -gritó Rhyme-. ¡Deja de dar vueltas! ¿Qué tenemos?

Ella esbozó una sonrisa fría y caminó hacia la mesa de Cooper, donde el técnico estaba sacando el contenido de las bolsas.

¿Qué le pasaba hoy a esa chica? Una hora era tiempo suficiente para investigar una escena de crimen, si era eso lo que la preocupaba. Bueno, a él le gustaba que fuera peleona. El mismo Rhyme daba lo mejor de sí mismo en ese estado.

– Thom, ayúdanos con esto. La pizarra. Necesitamos hacer una lista de las pruebas. Haznos unos diagramas. «EC-1». El primer encabezamiento.

– ¿E, hum, C?

– Escena de crimen -bramó el criminalista-. ¿Qué otra cosa puede ser? EC-1, Chicago.

En un caso reciente, Rhyme había usado el dorso de un ajado cartel del Metropolitan Museum para hacer un diagrama con la lista de las pruebas. Ahora se había modernizado: en el muro se habían montado varias pizarras grandes, con un olor que lo transportaba a los húmedos días de primavera en una escuela del Medio Oeste, cuando vivía sólo para la clase de ciencias y menospreciaba la ortografía y la lengua.

El asistente, echando una mirada desesperada a su jefe, tomó la tiza, sacudió un poco de polvo de su corbata perfecta y de los pantalones planchados con una raya como de cuchillo, y escribió.

– ¿Qué tenemos, Mel? Sachs, ayúdale.

Comenzaron a descargar las bolsas y envases plásticos que contenían cenizas, pedazos de metal, fibras y montones de plástico. Juntaron los contenidos en cubetas de porcelana. Los investigadores del sitio de la explosión, si estaban al mismo nivel que las personas que Rhyme había entrenado, deberían haber usado detectores de metales montados, grandes aspiradores y una serie de tamices de fina red para localizar los restos del accidente.

Rhyme, experto en casi todos los campos de la ciencia forense, era una autoridad en bombas. No tenía especial interés en el tema hasta que el Bailarín dejó su pequeño paquete en la papelera de la oficina de Wall Street donde murieron sus dos técnicos. Después de eso, Rhyme se encargó de aprender todo lo que pudo sobre explosivos. Estudió con la Unidad de Explosivos del FBI, una de las más pequeñas pero más selectas del laboratorio, compuesta por catorce agentes-examinadores y técnicos. No buscaban IED (artefactos explosivos improvisados [25] el término policial para nombrar las bombas) y no las desactivaban. Su tarea era analizar bombas y escenas de crímenes donde hubieran sido utilizadas, rastrear y catalogar a los fabricantes y a sus discípulos (la fabricación de bombas era considerada un arte en ciertos círculos, y los aprendices trabajaban duro para conocer las técnicas de fabricantes famosos).

Sachs estaba hurgando en las bolsas.

– ¿Una bomba no se destruye a sí misma?

– Nada se destruye completamente, Sachs. Recuérdalo.

Sin embargo, cuando se acercó en su silla y examinó las bolsas, Rhyme admitió:

– Esta era muy potente. ¿Ves esos fragmentos? ¿Ese montón de aluminio a la izquierda? El metal está destrozado, no doblado. Eso significa que el artefacto tenía una alta explosividad.

– ¿Alta…? -preguntó Sellitto.

– Explosividad -Rhyme explicó-: El índice de detonación. Pero aún así, del sesenta al noventa por ciento de la bomba sobrevive a la explosión. Bueno, no el explosivo, por supuesto. A pesar de ello siempre hay suficientes residuos como para conocer su tipo. Oh, tenemos mucho aquí como para poder trabajar.

– ¿Mucho? -Dellray soltó una carcajada-. Esto equivale a armar a Humpty-Dumpty de nuevo [26].

– Ah, pero esa no es nuestra tarea, Fred -dijo Rhyme secamente-. Todo lo que tenemos que hacer es encontrar al hijo de puta que lo empujó y lo hizo caer -dirigió su silla al otro extremo de la mesa-. ¿Qué te parece, Mel? Veo la batería, veo los cables y veo el temporizador. ¿Qué más? ¿Quizá trozos del recipiente o del embalaje?

Las maletas han condenado a más asesinos que los temporizadores o detonadores. No se habla de ello, pero las compañías aéreas a menudo entregan al FBI el equipaje no reclamado, que lo explosiona en un intento de reproducir las explosiones y proporcionar pistas a los criminalistas. En el atentado del vuelo Pan Am 103, el FBI identificó a los terroristas que pusieron la bomba no por medio del explosivo en sí, sino por la radio Toshiba que lo ocultaba, la maleta Samsonite que contenía la radio y las ropas introducidas alrededor. Se rastreó la vestimenta hasta una tienda de Sliema, Malta, cuyo propietario identificó a un agente de inteligencia de Libia como la persona que había comprado las ropas.

Pero Cooper sacudió la cabeza:

– Nada cerca del foco de la detonación excepto los componentes de la bomba.

– De manera que no estaba en una maleta o bolsa de vuelo -musitó Rhyme-. Interesante. ¿Cómo diablos la llevó a bordo? ¿Dónde la colocó? Lon, léeme el informe de Chicago.

– «Es difícil determinar la localización exacta de la explosión» -leyó Sellitto-, «a causa del fuego y la gran destrucción del aeroplano. El foco explosivo parece localizarse por debajo y detrás de la cabina.»

– Por debajo y detrás. Me pregunto si hay allí un área de carga. Quizá… -Rhyme quedó en silencio. Su cabeza se movió a uno y otro lado. Miró las bolsas de pruebas-. ¡Espera, espera! -gritó-. Mel, déjame ver esos trozos de metal. La tercera bolsa de la izquierda. El aluminio. Ponló bajo un microscopio.

Cooper había conectado un cable de su microscopio de luz polarizada al ordenador de Rhyme. Lo que Cooper veía, también lo podía ver Rhyme. El técnico comenzó a montar muestras de los minúsculos trozos de restos en el portaobjetos y a mirarlos en el microscopio.

Un momento más tarde, Rhyme ordenó:

– Baja el cursor. Da un doble click.

La imagen de la pantalla de su ordenador se hizo más grande.

– ¡Allí, mira! El revestimiento de la nave está doblado hacia adentro.

– ¿Hacia adentro? -peguntó Sachs-. ¿Quieres decir que la bomba estaba fuera?

– Lo pienso, sí. ¿Qué dices, Mel?

– Tienes razón. Esas cabezas pulidas de los remaches están todas dobladas hacia dentro. Estaba fuera, decididamente.

– ¿Un cohete, quizá? -preguntó Dellray-. ¿SAM [27]?

Mientras consultaba el informe, Sellitto dijo:

– No había imágenes de radar que pudieran concordar con misiles.

Rhyme sacudió la cabeza:

– No, todo apunta a que fue una bomba.

– ¿Pero en el exterior? -preguntó Sellitto-. Nunca oí nada semejante.

– Eso explicaría lo que estoy viendo -comentó Cooper. El técnico, que se había puesto gafas de aumento y armado de una varilla cerámica, examinaba piezas de metal con la misma rapidez que un vaquero cuenta cabezas de ganado-. Fragmentos de material ferroso. Imanes. No se pegan al revestimiento de aluminio, pero había acero por debajo. Y encontré trozos de resina epoxy. Pegó la bomba en el exterior con magnetos que la sostuvieran hasta que se endureciera el pegamento.

– Y mira las ondas de choque en la resina -señaló Rhyme-. El pegamento no estaba completamente endurecido, de manera que lo fijó poco antes del despegue.

– ¿Podemos saber la marca de la resina epoxi?

– No. Es de composición genérica. Se vende en todas partes.

– ¿Hay alguna esperanza de obtener huellas? Dime la verdad, Mel.

La respuesta de Cooper fue una risa débil y escéptica. Pero, sin embargo, realizó las maniobras y escaneó los fragmentos con el haz de la PoliLight. No encontró ninguna prueba excepto el residuo de la explosión.

– Nada de nada.

– Quiero olerlo -anunció Rhyme.

– ¿Olerlo? -preguntó Sachs.

– Sabemos que es un explosivo muy potente. Quiero saber exactamente de qué clase.

Muchos criminales usan explosivos débiles, sustancias que arden con facilidad pero no explotan a menos que se las coloque, por ejemplo, en un tubo o una caja. La más común es la pólvora. Los explosivos potentes, como el plástico o el TNT, detonan en su estado natural y no es necesario guardarlos dentro de un recipiente. Son caras y difíciles de conseguir. El tipo y el origen de un explosivo pueden decir mucho sobre la identidad del criminal.

Sachs acercó una bolsa a la silla de Rhyme y la abrió. Él inhaló.

– RDX -dijo Rhyme, reconociéndolo de inmediato.

– Concuerda con los daños producidos -dijo Cooper-. ¿Piensas en un C tres o en un C cuatro? -preguntó. RDX era el componente principal de estos dos explosivos plásticos de uso militar exclusivo, era ilegal que un civil los poseyera.

– No es un C tres -dijo Rhyme, oliendo de nuevo el explosivo como si fuera un Burdeos añejo-. No tiene un aroma dulce… No estoy seguro. Y es extraño… Huelo algo más… Pásalo por el cromatógrafo, Mel.

El técnico pasó la muestra por el cromatógrafo de gas/espectrómetro de masas. Este aparato aislaba los elementos de un compuesto y los identificaba. Podía analizar muestras tan pequeñas como de una millonésima de gramo y, una vez que identificaba su composición, podía pasar la información por una base de datos para determinar, en muchos casos, la marca comercial.

Cooper examinó los resultados:

– Tienes razón, Lincoln. Es RDX. También aceite. Y lo que es más extraño: almidón…

– ¡Almidón! -gritó Rhyme-. Eso es lo que olí. Es almidón guar.

Cooper se rió cuando esas mismas palabras aparecieron en la pantalla del ordenador:

– ¿Cómo lo supiste?

– Porque se trata de dinamita militar.

– Pero no hay nitroglicerina -protestó Cooper. Ése era el ingrediente activo de la dinamita.

– No, no, no es verdadera dinamita -dijo Rhyme. -Es una mezcla de RDX, TNT, aceite de motor y fécula guar. No se ve muy a menudo.

– ¿Militar, eh? -dijo Sellitto-. Apunta a Hansen.

– Así es.

El técnico montó más muestras en la platina de su microscopio de luz polarizada.

Las imágenes aparecieron simultáneamente en la pantalla del ordenador de Rhyme: trozos de fibra, cables, recortes, astillas, polvo.

Le recordó una imagen similar de años atrás, si bien en circunstancias muy diferentes. Estaba mirando a través de un pesado caleidoscopio de bronce que había comprado como regalo de cumpleaños para una amiga, Claire Trilling, hermosa y elegante. Rhyme había encontrado el caleidoscopio en una tienda de SoHo. Los dos habían pasado la noche compartiendo una botella de merlot y tratando de adivinar qué clase de cristales exóticos o de gemas formaban las imágenes sorprendentes que veían por el ocular. Finalmente Claire, que sentía por la ciencia casi tanta curiosidad como Rhyme, había desenroscado el extremo del tubo y vaciado el contenido sobre la mesa. Rieron. Los objetos no eran más que trozos de metal, serrín, un clip roto, tiras rasgadas de las Páginas Amarillas, chinchetas…

Rhyme dejó a un lado estos recuerdos y se concentró en los objetos que veía en la pantalla: un fragmento de papel manila encerado, en el que se había envuelto la dinamita militar. Fibras, rayón y algodón, del cable detonador que el Bailarín había atado alrededor de la dinamita, que se desmenuzaba con demasiada facilidad como para trenzarse alrededor del cable. Un fragmento de aluminio y un pequeño alambre de color, del casquete detonador eléctrico. Más alambre y un trozo de carbón del tamaño de una goma de borrar perteneciente a la batería.

– El temporizador -gritó Rhyme-. Quiero ver el temporizador.

Cooper levantó de la mesa una pequeña bolsa de plástico.

Dentro estaba el quieto y frío corazón de la bomba.

Rhyme se sorprendió porque conservaba muy bien su forma. Ah, tu primer desliz, pensó, hablando silenciosamente con el Bailarín. La mayoría de los criminales colocaba los explosivos alrededor del sistema detonador para destruir pistas. Pero en aquel caso el Bailarín había puesto accidentalmente el temporizador detrás del grueso borde de acero de la carcasa metálica que contenía la bomba. El borde había protegido al temporizador de la explosión.

Estiró el cuello todo lo que pudo para ver la curvada esfera del reloj.

Cooper escudriñó el aparato:

– Tengo el número de modelo y el fabricante.

– Pásalo todo por ERC.

El Catálogo de Referencia de Explosivos (ERC) del FBI era la base de datos más extensa del mundo sobre artefactos explosivos. Incluía información sobre todas las bombas registradas en los Estados Unidos, así como las pruebas físicas reales de muchas de ellas. Ciertos elementos de la colección eran antigüedades, pues databan de los años 1920.

Cooper escribió en el teclado de su ordenador. Un momento después el módem silbaba y crujía; dos minutos más tarde aparecieron los resultados de la búsqueda.

– Nada bueno -dijo el técnico, con una leve mueca, que era toda la expresión emocional que solía brindar-. No hay perfiles específicos que se ajusten a esta bomba en particular.

Casi todos los criminales se adaptan a un modelo cuando fabrican sus explosivos, aprenden una técnica y se dejan guiar por ella. (Dada la naturaleza de su producto no es precisamente una buena idea experimentar demasiado.) Si las partes de la bomba del Bailarín se ajustaban a un IED anterior en, digamos, Florida o California, el equipo sería capaz de conseguir pistas adicionales en esos lugares que le pudieran llevar a identificar su fabricante. La regla general es que si dos bombas comparten al menos cuatro elementos en su fabricación (conductores soldados en lugar de pegados, por ejemplo, o temporizadores analógicos en lugar de digitales) fueron hechas probablemente por la misma persona o bajo su supervisión. La bomba del Bailarín en Wall Street era diferente a ésta. Pero Rhyme sabía que estaba elaborada para conseguir un propósito diferente. Aquella bomba había sido colocada para obstaculizar la investigación de una escena de crimen; ésta, para destruir un gran aeroplano en el aire. Y si Rhyme sabía algo del Bailarín, era que adaptaba sus herramientas a la tarea que iba a realizar.

– ¿Peor, todavía? -preguntó Rhyme, leyendo la cara de Cooper mientras el técnico miraba la pantalla de ordenador.

– El temporizador.

Rhyme suspiró. Comprendió.

– ¿Cuántos miles de millones se han producido?

– La Corporación Daiwana de Seúl vendió el año pasado ciento cuarenta y dos mil de ellos. A tiendas al por menor, fabricantes de equipos originales y licenciatarios. No poseen ningún código que diga dónde se embarcaron.

– Excelente. Excelente.

Cooper continuó leyendo la pantalla.

– Hum. La gente de ERC dice que están muy interesados en el artefacto y que esperan que lo agreguemos a su base de datos.

– Oh, nuestra prioridad número uno -gruñó Rhyme.

Los músculos de su espalda se agarrotaron de repente y tuvo que inclinarse hacia atrás contra el cabecero de la silla de ruedas. Respiró profundamente durante unos minutos hasta que el dolor, casi insoportable, disminuyó y luego desapareció del todo. Sachs, la única que se dio cuenta, se le acercó, pero Rhyme sacudió la cabeza y dijo:

– ¿Cuántos cables cuentas, Mel?

– Parece que son sólo dos.

– ¿Multicanal o de fibra óptica?

– No. Sólo cable eléctrico común.

– ¿Sin desvíos?

– Ninguno.

Un desvío es un cable separado, que completa la conexión si se corta el cable de la batería o del temporizador en un intento de desactivar la bomba. Todas las bombas sofisticadas tienen mecanismos de desvío.

– Bueno -dijo Sellitto-, es una buena noticia, ¿verdad? Significa que se está volviendo descuidado.

Pero Rhyme opinaba exactamente lo contrario:

– No lo creo, Lon. La única razón para poner un desvío es hacer más difícil la desactivación. No ponerlo significa que confiaba en que la bomba no sería encontrada y que explotaría justo como lo había planeado, en el aire.

– Esta cosa… -preguntó Dellray con desdén, mirando los componentes de la bomba. ¿Con qué clase de personas se tendría que codear nuestro muchacho para hacer algo como esto? Tengo buenos informadores confidenciales que nos pueden dar datos sobre los proveedores de bombas.

Fred Dellray sabía más sobre bombas de lo que le hubiera gustado aprender: su amigo y compañero era uno de los que se encontraban en el edificio federal de Oklahoma City el día del atentado. Murió en el acto.

Pero Rhyme sacudió la cabeza.

– Todas son cosas que se encuentran en cualquier tienda, Fred. Excepto por los explosivos y la cuerda del detonador. Posiblemente Hansen se los suministró. Diablos, el Bailarín podría encontrar todo lo que necesitaba en Radio Shack.

– ¿Qué? -preguntó Sachs, sorprendida.

– Oh, sí -dijo Cooper y añadió-: La llamamos la Tienda de las Bombas.

Rhyme se desplazó a lo largo de la mesa, hacia un trozo de carcasa de acero plegada como papel arrugado y lo miró durante un buen rato. Luego retrocedió y miró al techo.

– ¿Pero, por qué ponerla en el exterior? -se preguntó-. Percey dijo que siempre había mucha gente por los alrededores. ¿Y acaso el piloto no camina alrededor del avión antes del despegue y mira las ruedas y demás cosas?

– Creo que sí -dijo Sellitto.

– ¿Por qué no la vieron Ed Carney ni su copiloto?

– Porque -dijo Sachs de repente-, el Bailarín no podía poner la bomba a bordo hasta no saber con seguridad quién estaría en el avión.

Rhyme giró la silla en redondo:

– ¡Eso es, Sachs! Estaba allí observando. Cuando vio subir a bordo a Carney supo que al menos tenía a una de las víctimas. Colocó la bomba en algún lugar después de que Carney subiera a bordo y antes que el avión despegara. Tienes que encontrar dónde, Sachs. E investigar el lugar. Mejor que te vayas ya.

– Sólo tengo una hora. Bueno, ahora menos -dijo Amelia Sachs con una mirada helada mientras se dirigía hacia la puerta.

– Una cosa -dijo Rhyme. Ella se detuvo-. El Bailarín es algo diferente de todos los asesinos contra los que te has enfrentado -¿Cómo podría explicárselo?-. Con él, lo que ves no es necesariamente lo que es.

Ella levantó una ceja, como pidiéndole que fuera al grano.

– Probablemente no esté allí, en el aeropuerto. Pero si ves a alguien que hace un movimiento hacia ti, bueno… dispara primero.

– ¿Qué? -Sachs se echó a reír.

– Preocúpate por ti primero y por la escena después.

– Yo sólo me encargo de la escena del crimen -contestó la chica y caminó hacia la puerta-. A mí no me hará caso.

– Amelia, escucha…

Pero lo único que escuchó fue sus pasos que se alejaban. Seguían el modelo conocido: un ruido sordo en la tarima de cedro, unas pisadas silenciosas cuando cruzaba la alfombra oriental, luego los sonidos del mármol de la entrada. Finalmente la coda: la puerta principal se cerró con un chasquido.

Hora 3 de 45
Capítulo 9

El mejor soldado es el soldado paciente.

Señor, lo recordaré, señor.

Stephen Kall estaba sentado en la mesa de la cocina de Sheila, y trataba de decidir cuánto le disgustaba Essie, el gato sarnoso, o lo que mierda fuera, mientras escuchaba una larga conversación en su grabadora. Al principio había decidido buscar a los gatos y matarlos, pero se dio cuenta de que a veces emitían un aullido sobrenatural; si los vecinos estaban acostumbrados a ese sonido, podrían empezar a sospechar si el apartamento de Sheila Horowitz quedaba en un silencio total.

Paciencia… Observaba el movimiento de la casete. Escuchaba.

Veinte minutos después escuchó en la grabación lo que había estado esperando. Sonrió. Vale, bien. Cogió su Model 40 del estuche de guitarra Fender, donde se encontraba cómodo como un bebé, y fue hacia la nevera. Irguió la cabeza. Los ruidos habían cesado. Ya no se sacudía. Se sintió algo aliviado, ya no estaba tan temeroso ni tan erizado, al pensar en el gusano en el interior, ahora frío e inmóvil. Ya podía abandonar el lugar con seguridad. Levantó la mochila y dejó el sombrío apartamento con su penetrante olor a gato, la botella polvorienta de vino y un millón de rastros de gusanos asquerosos.

Hacia el campo.


Amelia Sachs aceleró a través de un túnel de árboles de primavera, con rocas a un lado y un modesto risco del otro. Pinceladas de verde, y por todas partes el estallido amarillo de la forsitia.

Sachs era una chica de ciudad, nacida en el Hospital General de Brooklyn, y toda su vida había residido en ese distrito. La naturaleza, para ella, se limitaba al Prospect Park los domingos, o en las noches de los días laborables, las reservas forestales de Long Island, donde escondía su negro Dodge Charger con forma de tiburón de los patrulleros que la buscaban, así como a sus compañeros de carreras.

Ahora, al volante de un vehículo de respuesta rápida (RRV) de la División de Investigaciones y Recursos (una furgoneta equipada para examinar una escena de crimen) apretó el acelerador, dobló hacia el arcén y adelantó a una camioneta que llevaba en la ventanilla posterior un gato Garfield patas arriba. Tomó el desvío que la llevaría al corazón del Condado de Westchester.

Levantó la mano del volante y se rascó compulsivamente el cuero cabelludo. Luego asió nuevamente el volante del RRV y continuó pisando el acelerador hasta que llegó a la civilización suburbana de centros comerciales con descuidados edificios industriales y franquicias de comida rápida.

Estaba pensando en bombas, en Percey Clay.

Y en Lincoln Rhyme.

Hoy Lincoln parecía algo distinto. Eso era algo significativo. Habían estado trabajando un año juntos, desde el momento en que él la secuestró de un cómodo puesto en Asuntos Públicos para que le ayudara a atrapar a un asesino en serie. Entonces, Sachs estaba pasando por una mala etapa en su vida: acababa de poner fin a su noviazgo y su prometido, además, estaba involucrado en un escándalo de corrupción en el departamento; estaba tan desilusionada y deprimida que incluso había pensado en dejar la policía. Pero Rhyme no se lo permitió. Tan simple como eso. Aún cuando era un asesor civil, había conseguido que la trasladaran a Escena del Crimen. Ella protestó un poco pero pronto abandonó su fingimiento de no estar de acuerdo; la realidad es que el trabajo le gustó muchísimo. Y le gustó mucho trabajar con Rhyme, cuya brillantez resultaba estimulante, intimidante y, aunque ella no lo admitiera ante nadie, terriblemente sexy.

Eso no quería decir que ella le comprendiera perfectamente. Lincoln Rhyme llevaba una vida muy reservada y no siempre se lo contaba todo.

Dispara primero…

¿Qué había querido decir? Nunca se dispara un arma en la escena de un crimen si hay alguna manera de evitarlo. Un solo disparo puede contaminar una escena con carbono, azufre, mercurio, antimonio, plomo, cobre y arsénico y tanto la descarga como el retroceso pueden destruir rastros vitales. El mismo Rhyme le había contado lo de aquel día en que tuvo que tirar contra un criminal que se escondía en una escena, y su mayor preocupación consistía en que se habían arruinado muchas pruebas materiales. (Y cuando Sachs, creyendo que por fin se le había adelantado en algo, dijo: «¿Pero qué importaba, Rhyme? ¿Cogiste al criminal, verdad?»; él señaló áridamente: «¿Pero y si hubiera tenido secuaces, eh? ¿Qué hubiera pasado entonces?)

¿Por qué era tan diferente el caso del Bailarín, aparte de ese mote estúpido y del hecho de que parecía apenas más inteligente que el mañoso típico o el pistolero del Oeste?

¿Y lo de investigar la escena en el hangar en una hora? A Sachs le parecía que Rhyme había accedido a que fuera así como un favor hacia Percey. Lo que era completamente extraño en él. Rhyme conservaría una escena sellada durante días si lo consideraba necesario.

Estas cuestiones acosaban a Amelia, a quien no le gustaban las preguntas sin respuesta. No obstante, ya no tenía más tiempo para reflexionar. Sachs giró el volante del RRV y se dirigió a la amplia entrada del Aeropuerto Regional de Mamaroneck. Se trataba de un lugar muy activo, ubicado en una zona forestal del Condado de Westchester, al norte de Manhattan. Las grandes compañías aéreas tenían empresas afiliadas con servicio en aquel lugar, como United Express o American Eagle, aunque la mayoría de los aviones estacionados allí eran reactores de empresas, muchos de ellos sin logotipo, por razones de seguridad, supuso.

A la entrada había policías estatales, que controlaban los documentos de identidad. Cuando se detuvo la miraron dos veces, para ver a la bonita pelirroja que conducía un RRV destinado por el NYPD a investigar escenas del crimen, y que llevaba téjanos, una cazadora y una gorra de los Mets. Le hicieron señas de que entrara. Ella siguió las indicaciones hasta Hudson Air Charters y finalmente encontró el pequeño edificio de ladrillo gris al final de una hilera de terminales de aerolíneas comerciales.

Aparcó frente al edificio y salió del coche. Se presentó a los dos oficiales que custodiaban el hangar y el esbelto y plateado avión en su interior. Le complació que los policías locales hubieran colocado una cinta alrededor del hangar y un cartel al frente para que nadie pasara. Pero le abrumó el tamaño de la zona.

¿Una hora para inspeccionarla? Podría pasar un día entero en aquel lugar. Gracias mil, Rhyme.

Se apresuró a entrar en la oficina.

Una docena de hombres y mujeres, algunos con trajes, otros con monos, se reunían en grupos. La mayoría andaba entre los veinte y los treinta años. Sachs supuso que habían formado un grupo joven y entusiasta hasta la noche anterior. Ahora sus rostros revelaban una pena colectiva que los había envejecido con rapidez.

– ¿Hay alguien aquí llamado Ron Talbot? -preguntó, mostrando su distintivo plateado.

La persona de más edad de la estancia, una mujer de alrededor de cincuenta años, con cabello cardado y con laca, que llevaba un traje desaliñado, se acercó a Sachs.

– Soy Sally Anne McCay -dijo-. Soy la directora administrativa. Oh, ¿cómo está Percey?

– Está muy bien -contestó Sachs con precaución-. ¿Dónde está el señor Talbot?

Una treinteañera morena, que llevaba un arrugado vestido azul salió de una oficina y puso un brazo alrededor de los hombros de Sally Anne. La mujer mayor apretó la mano de la más joven.

– Lauren, ¿estás bien?

Lauren, con una cara hinchada que era la viva imagen de la desolación, preguntó a Sachs:

– ¿Ya saben lo que pasó?

– Acabamos de comenzar la investigación… Pero, ¿el señor Talbot?

Sally Anne se enjugó las lágrimas y luego miró hacia una oficina en un rincón. Sachs caminó hacia la entrada. En el interior se hallaba un hombre apesadumbrado, con la cara sin afeitar y una maraña de pelos grisáceos sin peinar. Hojeaba unos impresos de ordenador y respiraba con dificultad. Levantó la vista, con una expresión sombría en la cara. Parecía que él también hubiera llorado.

– Soy la oficial Sachs -se presentó Amelia-. Estoy en el NYPD.

El hombre asintió.

– ¿Lo han atrapado ya? -preguntó, mirando por la ventana como si esperara que el fantasma de Ed Carney pasara flotando. Se volvió hacia ella-. ¿Al asesino?

– Estamos siguiendo varias pistas.

Amelia Sachs, una policía de segunda generación, manejaba muy bien el arte de las evasivas.

Lauren apareció por la puerta de Talbot.

– No puedo creer que haya muerto -jadeó con un tono de pánico en su voz-. ¿Quién haría algo así? ¿Quién?

Como policía de patrulla de los que hacen rondas en las calles, Sachs había transmitido un buen puñado de malas noticias a seres queridos. Nunca se acostumbró a la desesperación que escuchaba en las voces de los amigos y las familias supervivientes.

– Lauren -Sally Anne cogió el brazo de su colega-. Lauren, vete a casa.

– ¡No! No quiero irme a casa. Quiero saber quién diablos lo hizo. Oh, Ed…

Dando unos pasos hacia el interior de la oficina de Talbot, Sachs dijo:

– Necesito su ayuda. Da la impresión de que el asesino montó la bomba fuera del avión, debajo de la cabina. Tenemos que encontrar dónde.

– ¿Afuera? -Talbot frunció el entrecejo-. ¿Cómo?

– Con imanes y pegamento. El pegamento no estaba completamente consolidado antes de la explosión, de manera que tuvo que haberlo colocado poco tiempo antes del despegue.

Talbot asintió:

– Cuenta conmigo para lo que necesites. Por supuesto.

Sachs golpeó el transmisor-receptor portátil que llevaba en la cadera.

– Voy a comunicarme online con mi jefe. Está en Manhattan. Le vamos a hacer algunas preguntas.

Preparó el Motorola, los cascos y el micrófono.

– Vale, Rhyme, estoy aquí. ¿Me escuchas?

Aunque utilizaban una frecuencia amplia de Operaciones Especiales, y deberían establecer la comunicación según los procedimientos del Departamento de Comunicaciones, Sachs y Rhyme pocas veces se molestaban en cumplirlos. En aquella ocasión tampoco lo hicieron. La voz de Rhyme gruñó a través de los cascos, saltando quién sabe por cuantos satélites.

– Te oigo. Has tardado mucho tiempo.

No te pases, Rhyme.

– ¿Dónde estaba el avión antes de despegar? -le preguntó Sachs a Talbot-. ¿Digamos una hora o una hora y cuarto antes?

– En el hangar -respondió Talbot.

– ¿Es posible que el criminal llegara hasta el avión en el hangar? Después del… ¿cómo lo llaman? ¿Cuando el piloto inspecciona el avión?

– El chequeo exterior. Sí, supongo que es posible.

– Pero en todo momento hubo gente por los alrededores -dijo Lauren. Se le había pasado el ataque de llanto y se había lavado la cara. Ahora estaba más calmada y la determinación había reemplazado a la desesperación en sus ojos.

– ¿Cómo se llama, por favor?

– Lauren Simmons.

– Lauren es la ayudante del director de operaciones -explicó Talbot-. Trabaja para mí.

– Habíamos estado trabajando con Stu -continuó Lauren-, nuestro mecánico principal, nuestro ex mecánico principal para equipar al aeroplano. Trabajamos contrarreloj. Hubiéramos visto a cualquiera que estuviera cerca del avión.

– De manera que montó la bomba -dijo Sachs- después de que el avión saliera del hangar.

– ¡Cronología! -la voz de Rhyme bramó a través de los cascos-. ¿Dónde estaba desde el momento en que abandonó el hangar hasta el despegue?

Cuando Sachs transmitió esta pregunta, Talbot y Lauren la llevaron a la sala de conferencias. Estaba llena de gráficos y tablones de programación, cientos de libros y cuadernos y pilas de papeles. Lauren desenrolló un gran mapa del aeropuerto. Contenía miles de números y símbolos que Sachs no comprendía, si bien los edificios y las calzadas estaban claramente delineados.

– Ningún avión se mueve ni cinco centímetros -explicó Talbot con su áspera voz de barítono- a menos que Control de Tierra se lo permita. Charlie Juliet estaba…

– ¿Qué? ¿Charlie…?

– El nombre del avión. Nos referimos a los aviones por las dos últimas letras del número de registro. CJ. De manera que lo llamamos Charlie Juliet. Estaba estacionado aquí en el hangar… -señaló un punto en el mapa-: Terminamos de cargar…

– ¿Cuándo? -gritó Rhyme, tan fuerte que a Sachs no le hubiera sorprendido que Talbot le oyera-. ¡Necesitamos tiempos! ¡Tiempos exactos!

El diario de vuelo del Charlie Juliet se había quemado por completo y el registro de la FAA con la determinación de los tiempos todavía no estaba transcrito. Pero Lauren examinó los registros internos de la compañía.

– La torre le dio pista libre para despegar a las siete y diecisiete. Y la tripulación anunció que recogió el tren de aterrizaje a las siete y treinta.

Rhyme lo oyó.

– Catorce minutos. Pregúntales si el avión estuvo detenido y fuera de la vista en ese tiempo.

Así Sachs lo hizo y Lauren contestó:

– Probablemente aquí.

Señaló en el mapa una angosta porción de calzada de cerca de 60 metros. La hilera de hangares la ocultaba del resto del aeropuerto. Terminaba en una intersección en forma de T.

– Oh, y es una zona ATC No Vis -dijo Lauren.

– Es cierto -comentó Talbot, como si fuera algo significativo.

– ¡Traducción! -gritó Rhyme.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Sachs.

– Fuera de visibilidad para el Control de Tráfico Aéreo -respondió Lauren-. Un ángulo muerto.

– ¡Sí! -llegó la voz a través de los cascos-. Bien, Sachs. Acordona el lugar y examínalo. Libera el hangar.

– No nos vamos a ocupar del hangar -le dijo Sachs a Talbot-. Lo voy a liberar. Pero quiero acordonar esa calzada. ¿Puede llamar a la torre? ¿Hacer que desvíen el tráfico?

– Lo puedo hacer -contestó Talbot vacilante-. Pero no les va a gustar.

– Si hay algún problema haga que llamen a Thomas Perkins -dijo Sachs-. Es el jefe de la oficina del FBI en Manhattan. Él lo arreglará todo con la central de la FAA.

– ¿ La FAA? ¿En Washington? -preguntó Lauren.

– Esa misma.

Talbot esbozó una sonrisa.

– Bueno, vale.

Sachs se dirigió a la puerta principal, e hizo una pausa. Miró el animado aeropuerto.

– Oh, voy en coche -le gritó a Talbot-. ¿Hay algo especial que se deba tener en cuenta cuando se conduce por un aeropuerto?

– Sí -le contestó-. Trata de no chocar con ningún avión.

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