SEGUNDA PARTE . La zona de muerte

El ave de un halconero, aunque sea dócil y afectuosa, se acerca tanto en condición y hábito a un animal salvaje como puede hacerlo todo animal que viva con el hombre. Antes que nada, caza.

A Ragefor Falcons,

Stephen Bodio


Hora 3 de 45
Capítulo 10

– Estoy aquí, Rhyme -anunció Sachs.

Bajó del coche RRV, se puso guantes de látex y bandas de goma alrededor de los zapatos para garantizar que las huellas de sus pies no se confundieran con las del criminal, tal y como Rhyme le había enseñado.

– ¿Y dónde, Sachs -preguntó el criminalista-, es aquí?

– En la intersección de las pistas de rodaje. Entre una hilera de hangares. Es el lugar donde se habría detenido el avión de Carney.

Sachs observó nerviosa un grupo de árboles en la distancia. Era un día nublado y húmedo. Amenazaba una nueva tormenta. La chica se sentía expuesta. El Bailarín podría estar ahora allí mismo, quizá había vuelto para destruir las pruebas materiales que dejó atrás, quizá para matar un policía y demorar la investigación. Como la bomba en Wall Street de hace unos años, la que mató a los técnicos de Rhyme.

Dispara primero…

¡Maldito seas, Rhyme, me estás asustando! ¿Por qué actúas como si este tipo atravesara los muros y escupiera veneno?

Sachs sacó la caja del PoliLight y una gran maleta de la parte posterior del RRV. Abrió la maleta. En su interior se veían un montón de herramientas del oficio: destornilladores, llaves inglesas, martillos, cortaalambres, cuchillos, equipo para la recolección de huellas en relieve por fricción, ninhidrina, pinzas, cepillos, tenazas, tijeras, pinzas recolectoras accionadas por un cable, equipo para la recolección de residuos de disparos, lápices, bolsas plásticas y de papel, cinta adhesiva para recoger pruebas…

Primero, establece el perímetro.

Colocó una cinta amarilla de la policía alrededor de toda la zona.

Segundo, ten en cuenta a los medios periodísticos y el alcance de las lentes de las cámaras y de los micrófonos.

No estaban los medios. Todavía no. Gracias a Dios.

– ¿Qué pasa, Sachs?

– Estoy agradeciendo al Señor que no haya reporteros.

– Una buena oración. Pero dime lo que estás haciendo.

– Todavía neutralizo la escena.

– Ten cuidado de…

– Entrada y salida -dijo ella.

Tercer paso, determina las rutas de entrada y salida del criminal; serán escenas secundarias del crimen.

Pero Sachs no tenía ni idea de cuáles podían ser. Podrían haber llegado de cualquier parte. Deslizándose por los rincones, conduciendo un furgón de equipajes o un camión de gasolina…

Se puso gafas protectoras y comenzó barrer con la varilla del PoliLight la pista de rodaje. No funcionaba tan bien en el exterior como en el interior de una habitación, pero como estaba tan nublado, pudo ver motas y vetas que relucían bajo la extraña luz verde-amarillenta. Sin embargo, no había huellas de pies.

– La lavamos anoche -dijo una voz a su espalda.

Sachs se dio la vuelta, puso su mano en la Glock y comenzó a sacarla de la funda.

Nunca estoy tan nerviosa, Rhyme. Es por tu culpa.

Unos hombres que vestían monos se encontraban ante la cinta amarilla. Sachs caminó hacia ellos con cautela y examinó las fotos de sus identificaciones. Se ajustaban a los rostros de los hombres. Apartó la mano de la pistola.

– Todas las noches lavan el lugar con mangueras. Se lo digo por si busca algo. Parece que sí.

– Con una manguera de alta presión -agregó el segundo.

Bien. Cada pedacito de rastro, cada huella plantar, cada fibra desprendida del Bailarín había desaparecido.

– ¿Visteis a alguien por aquí anoche?

– ¿Tiene que ver con la bomba?

– ¿Alrededor de las siete y cuarto? -insistió Sachs.

– No. Nadie viene por aquí. Estos hangares están desiertos. Probablemente los echen abajo algún día.

– ¿Qué estáis haciendo por aquí?

– Vimos una policía. Tú eres policía, ¿verdad? Y pensamos en acercarnos para ver qué pasa. Se trata de esa bomba, ¿verdad? ¿Quién lo hizo? ¿Los árabes? ¿O esos mierdas de la Milicia?

Sachs los ahuyentó.

– Lavaron la pista de rodaje anoche, Rhyme -dijo en el micrófono-. Con agua a alta presión, parece.

– Oh, no.

– Ellos…

– Hola. ¿Qué hay?

Sachs suspiró y se dio la vuelta otra vez, esperando encontrar a los dos trabajadores. Pero el nuevo visitante era un creído policía del condado, que llevaba un sombrero como el del oso Smokey [28] y pantalones grises con una raya muy bien planchada. Pasó por debajo de la cinta.

– Perdona -protestó Sachs-. Esta es un área restringida.

El muchacho redujo su marcha pero no se detuvo. Sachs controló su identificación. Concordaba. La foto lo mostraba mirando a un lado, como un modelo de portada de una revista de modas para hombres.

– Tú eres esa policía de Nueva York, ¿verdad? -se rió con ganas-. Tenéis unos lindos uniformes por allí.

Miraba los ajustados téjanos de Sachs.

– Este área está acordonada.

– Puedo ayudar. Hice el curso sobre ciencia forense. En general, trabajo en la carretera pero tengo experiencia en grandes crímenes. Qué pelo tan bonito tienes. Apuesto a que ya te lo han dicho.

– De verdad, tengo que pedirte…

– Me llamo Jim Everts.

No le des tu nombre de pila, se te pegará como papel para moscas.

– Yo soy la oficial Sachs.

– Qué desastre el de anoche. Una bomba. Un asunto muy turbio.

– Mira, Jim, esta cinta está aquí para mantener a la gente fuera de la escena. Entonces, ¿me haces el favor y te pones detrás de ella?

– Espera. ¿Te refieres a los oficiales también?

– Sí, por supuesto.

– ¿Quieres decir que yo también?

– Exactamente.

Había cinco contaminantes clásicos de una escena del crimen: el clima, los parientes de la víctima, los sospechosos, los coleccionistas de recuerdos, y, los peores de todos, los colegas de la policía.

– No tocaré nada. Te lo prometo. Será un placer verte trabajar, cariño.

– Sachs -susurró Rhyme-, dile que se vaya a que le den por culo.

– Jim, vete a que te den por culo.

– O lo denunciarás.

– O te denunciaré.

– Vaya, cómo te pones -el muchacho puso las manos en alto como rindiéndose. De su sonrisa superficial desapareció cualquier rastro de galanteo.

– Empieza a trabajar, Sachs.

El policía se alejó con solemnidad y lentitud, como para mostrar que le quedaba algo de orgullo. Miró una vez hacia atrás, pero no se le ocurrió ningún comentario mordaz.

Amelia Sachs comenzó a caminar por la cuadrícula.

Había varias formas de inspeccionar las escenas de crímenes. Para escenas en interiores generalmente se usaba una búsqueda por franjas -caminar según un esquema ondulado- porque se cubría la mayor parte del terreno con rapidez. Pero a Rhyme no le gustaba. Utilizaba el esquema de cuadrícula -cubrir todo el terreno de uno a otro extremo en una dirección, dando un paso por vez, luego tomar la perpendicular y caminar de nuevo de uno a otro extremo-. Cuando dirigía el IRD, «caminar la cuadrícula» era sinónimo de investigar la escena del crimen, y que Dios ayudara al policía que Rhyme encontrara tomando atajos o pensando en las musarañas cuando le tocaba hacerlo.

Sachs se pasó media hora yendo y viniendo. Si bien el camión de limpieza habría eliminado huellas y rastros, no podría haber destruido cosas más grandes que el Bailarín hubiera tirado, ni podría haber eliminado las huellas de pies o las impresiones corporales dejadas en el barro a los costados de la pista de rodaje. Pero no encontró nada.

– Diablos, Rhyme, no hay nada.

– Ah, Sachs, apuesto a que hay algo. Apuesto a que hay muchas cosas. Sólo que hay que esforzarse más que en la mayoría de las escenas. El Bailarín no es como otros criminales, recuérdalo.

Oh, eso otra vez.

– Sachs -su voz era grave y seductora. Sintió un escalofrío-. Métete en él -susurró Rhyme-. Sabes lo que quiero decir.

Sachs sabía exactamente lo que quería decir. Y odiaba esa propuesta. Pero sí, Sachs lo sabía. Los mejores criminalistas son capaces de encontrar un lugar en sus mentes donde la línea entre cazador y cazado virtualmente no existe. Se movían por la escena del crimen no como policías que rastrean pistas sino como el mismo asesino, sintiendo sus deseos, ansiedades y miedos. Rhyme poseía este talento. Y a pesar de que trataba de negarlo, Sachs lo poseía también. Hacía un mes había inspeccionado una escena (un padre había asesinado a su mujer y a su hijo) y logró encontrar el arma donde nadie lo había conseguido. Después de ese caso no había podido trabajar durante una semana y se había visto atormentada por recuerdos en los que ella era la que acuchillaba a las víctimas hasta matarlas. Veía sus caras, oía sus gritos.

Otra pausa.

– Háblame -dijo Rhyme. Finalmente había desaparecido la crispación en su voz-. Eres él. Caminas por donde él caminó, piensas como él…

Le había dicho palabras como esas en otras ocasiones, por supuesto. Pero ahora, como con todo lo concerniente al Bailarín, le parecía que Rhyme tenía otra cosa en mente aparte de encontrar oscuras evidencias. No, ella sentía que estaba desesperado por saber más sobre aquel criminal. Quién era, qué le hacía matar.

Otro escalofrío. Una imagen en sus pensamientos: volver a la otra noche. Las luces del aeropuerto, el sonido de los motores de los aviones, el olor del tubo de escape de los reactores.

– Vamos, Amelia… Tú eres él. Tú eres el Bailarín Macabro. Sabes que Ed Carney está en el avión, sabes que tienes que poner la bomba a bordo. Piensa en ello sólo un minuto o dos.

Y Sachs lo hizo, convocando de alguna manera la necesidad de matar.

Rhyme siguió hablando con una voz extraña y melodiosa.

– Eres brillante -dijo-. No tienes reparos morales de ningún tipo. Matarías a cualquiera, harías cualquier cosa para lograr tus fines. Desvías la atención, usas a la gente… Tu arma más mortal es el engaño.

Estoy a la espera.

Mi arma más mortal…

Sachs cerró los ojos.

…es el engaño.

Sachs sintió una oscura expectativa, un ponerse en guardia, un ansia de cazar.

– Yo…

Rhyme continuó suavemente:

– ¿Hay algún desvío, alguna distracción que puedas probar?

Los ojos bien abiertos.

– Toda el área está vacía. Nada con que distraer a los pilotos.

– ¿Dónde te escondes?

– Los hangares están todos clausurados. El pasto es demasiado corto para ocultarme. No hay camiones ni tambores de aceite. No hay callejones. No hay rincones.

En sus tripas: desesperación. ¿Qué voy a hacer? Debo colocar la bomba. No tengo tiempo. Luces… hay luces por todos lados. ¿Qué? ¿Qué debo hacer?

– No me puedo esconder del otro lado de los hangares -dijo-. Hay muchos trabajadores. Es demasiado expuesto. Me verían.

Durante un momento, Sachs se adentró en su mente y se preguntó, como hacía con frecuencia, por qué Lincoln Rhyme tenía el poder de hacerla ser otra persona. A veces le enfadaba. A veces le encantaba.

Se agachó e ignoró el dolor de sus rodillas, provocado por la artritis que la atormentaba intermitentemente durante los últimos diez años de sus treinta y tres.

– Todo está demasiado abierto aquí. Me siento expuesta.

– ¿En qué piensas?

Hay gente que me busca. No puedo dejar que me encuentren. ¡No puedo!

Esto es peligroso. Quédate oculta. Quédate abajo.

No hay donde ocultarse.

Si me ven, se echará todo a perder. Encontrarán la bomba, sabrán que voy a por los tres testigos. Los pondrán en custodia de protección. Nunca llegaré a ellos entonces. No puedo dejar que eso suceda.

Sintiendo el pánico del Bailarín, Sachs se volvió hacia el único lugar en que podía esconderse. El hangar al lado de la pista de rodaje. El muro delante de ella tenía una única ventana, rota, de 90 por 1,20 cms. La había ignorado antes porque estaba cubierta con una hoja de madera contrachapada podrida, clavada al marco por el interior. Se acercó a ella lentamente. El terreno por delante estaba cubierto de grava; no había huellas de pisadas.

– Hay una ventana clausurada, Rhyme. Tiene una hoja de madera por detrás. El cristal está roto.

– ¿El vidrio que se conserva en la ventana está sucio?

– Muy sucio.

– ¿Y los bordes?

– No, están limpios -Comprendió por qué le había hecho la pregunta-. ¡El vidrio se rompió hace poco!

– Exacto. Empuja la madera. Con fuerza.

Cayó hacia adentro sin ninguna resistencia y golpeó el suelo con ruido.

– ¿Qué fue eso? -gritó Rhyme-. Sachs, ¿estás bien?

– Fue sólo la madera -contestó, atemorizada una vez más por el nerviosismo de Rhyme.

Iluminó el hangar con su linterna halógena. Estaba desierto.

– ¿Qué ves, Sachs?

– Está vacío. Unas pocas cajas polvorientas. Hay grava en el suelo…

– ¡Es él! -contestó Rhyme-. Rompió la ventana y echó grava dentro, de manera que pudiera estar de pie y no dejar huellas. Es un viejo truco. ¿Hay alguna huella de pies frente a la ventana? Apuesto a que hay más grava -agregó con acidez.

– Efectivamente.

– Bien. Examina la ventana. Luego entra por ella. Pero asegúrate de buscar primero las bombas cazabobos. Recuerda la papelera de Wall Street.

¡Basta, Rhyme! ¡Basta ya!

Shine iluminó nuevamente todo el espacio.

– Está limpio, Rhyme. No hay trampas. Estoy examinando el marco de la ventana.

La PoliLight no mostró más que una débil marca dejada por un dedo en un guante de algodón.

– No hay fibras, solo el dibujo del algodón.

– ¿Algo en el hangar? ¿Algo que merezca la pena robarse?

– No. Está vacío.

– Bien -dijo Rhyme.

– ¿Por qué bien? -preguntó Sachs-. Dije que no había huellas.

– Ah, pero eso significa que se trata de él, Sachs. No es lógico que alguien irrumpa usando guantes de algodón cuando no hay nada para robar.

Sachs inspeccionó con cuidado. No había huellas de pies, ni dactilares, ninguna prueba visible. Pasó la aspiradora y guardó los rastros en bolsas.

– ¿El vidrio y la grava? -preguntó-. ¿Lo pongo en bolsas de papel?

– Sí.

La humedad a menudo destruye los rastros y, a pesar de que parecía poco profesional, se transportaban mejor ciertas pruebas en bolsas de papel marrón que en bolsas de plástico.

– Vale, Rhyme. Te lo llevo todo en cuarenta minutos.

Se desconectaron.

Mientras guardaba las bolsas cuidadosamente en el RRV, Sachs se sentía nerviosa, como le pasaba a menudo cuando inspeccionaba una escena de crimen donde no había encontrado pruebas materiales obvias como armas de fuego, cuchillos o la cartera del criminal. Los rastros que había recogido podían dar una pista de quién era el Bailarín y dónde se escondía. Pero todo el esfuerzo también podría resultar un fracaso. Estaba ansiosa por volver al laboratorio de Rhyme y ver lo que él podía encontrar.

Subió al coche y se apresuró en volver a la oficina de Hudson Air. Entró corriendo a la oficina de Ron Talbot, que estaba hablando con un hombre que daba la espalda a la puerta.

– Encontré dónde había estado, señor Talbot -dijo Sachs-. La escena está liberada. Puede decir a la torre…

El hombre se dio la vuelta. Era Brit Hale, que frunció el entrecejo tratando de recordar el nombre de la chica, hasta que lo hizo.

– Oh, oficial Sachs. Hola. ¿Cómo le va?

Sachs le devolvió el saludo automáticamente pero enseguida se detuvo.

¿Qué estaba haciendo allí? Se suponía que debía estar en la casa de seguridad.

Escuchó un llanto quedo y miró hacia la sala de conferencias. Allí estaba Percey Clay sentada al lado de Lauren, la guapa morena que Sachs recordaba era la asistente de Ron Talbot. Lauren estaba llorando y Percey, firme en su propio dolor, trataba de consolarla. Levantó la vista, vio a Sachs y la saludó.

No, no, no…

Luego la tercera conmoción.

– Hola, Amelia -dijo Jerry Banks alegremente mientras tomaba café al lado de una ventana, desde donde había admirado el Learjet aparcado en el hangar-. Ese avión es fantástico, ¿verdad?

– ¿Qué están haciendo aquí? -soltó Sachs, señalando a Hale y a Percey y olvidando que Banks era su superior.

– Tenían un problema o algo así con un mecánico -dijo Banks-. Percey quiso pasar por aquí. Para tratar de encontrar…

– Rhyme -gritó Sachs al micrófono-. Está aquí.

– ¿Quién? -preguntó Rhyme con acritud-. ¿Y dónde es aquí?

– Percey. Y Hale también. En el aeropuerto.

– ¡No! Se supone que estarían en la casa de seguridad.

– Bueno, no lo están. Están aquí justo frente a mí.

– ¡No, no, no! -se enfureció Rhyme. Pasó un momento. Luego dijo-: Pregúntale a Banks si siguieron los procedimientos evasivos de conducción.

Banks, incómodo, respondió que no lo habían hecho.

– Ella insistió mucho en que tenían que venir aquí primero. Traté de convencerla…

– Por Dios, Sachs. Está allí en algún lugar. El Bailarín. Sé que está allí.

– ¿Y dónde puede estar? -los ojos de Sachs se dirigieron a la ventana.

– Mantenlos agachados -dijo Rhyme-. Haré que Dellray consiga una camioneta blindada de la oficina de campo del FBI de White Plains.

Percey oyó el revuelo.

– Me iré a la casa de seguridad en una hora o dos. Tengo que encontrar un mecánico para trabajar…

Sachs le hizo señas de que se callara, luego dijo:

– Jerry, mantenlos allí.

Corrió hacia la puerta y miró la amplia extensión gris del aeropuerto mientras un ruidoso avión a hélice se alejaba por la pista. Puso el micrófono más cerca de su boca.

– ¿Cómo, Rhyme? -preguntó-. ¿Cómo llegará hasta nosotros?

– No tengo la menor idea. Puede hacer cualquier cosa.

Sachs trató de volver a entrar en la mente del Bailarín, pero no pudo. Todo lo que pensó fue: Engaño…

– ¿Cómo de segura es la zona? -preguntó Rhyme.

– Bastante hermética. Tiene una valla metálica. Hay policías en un control de la entrada, que inspeccionan los billetes y los documentos de identidad.

– ¿Pero no inspeccionan los documentos de identidad de policías, verdad? -preguntó Rhyme.

Sachs miró los oficiales uniformados y recordó con cuanta informalidad la habían dejado pasar.

– Oh, mierda, Rhyme, aquí hay una docena de coches con distintivos. Y también un par que no tiene ninguna. No conozco a los policías ni a los detectives… Podría ser cualquiera de ellos.

– Bien, Sachs. Escucha, averigua si ha desaparecido algún policía local. En las dos o tres horas pasadas. El Bailarín podría haber matado a uno de ellos para robar su placa y uniforme.

Sachs llamó a la puerta a un policía del estado, lo examinó de cerca, lo mismo que su placa de identidad y decidió que era verdadero. Le dijo:

– Pensamos que el asesino puede estar cerca, quizá haciéndose pasar por oficial. Necesito que investigues a todos los que están por aquí. Si hay alguno que no reconoces, házmelo saber. También averigua por medio de la central si algún policía de los alrededores ha desaparecido en las últimas horas.

– Délo por hecho, oficial.

Sachs volvió a la oficina. No había persianas en las ventanas y Banks había llevado a Percey y a Hale a una oficina interior.

– ¿Qué está pasando? -preguntó Percey.

– Saldréis de aquí en cinco minutos -dijo Sachs, mirando por la ventana y tratando de adivinar cómo atacaría el Bailarín. No tenía ni idea.

– ¿Por qué? -preguntó la aviadora, frunciendo el ceño.

– Pensamos que el hombre que mató a tu marido está aquí. O en camino hacia aquí.

– Oh, vamos. Hay policías por todo el campo. Es perfectamente seguro. Necesito…

– Sin discutir -le espetó Sachs.

Pero Percey discutió:

– No puedo irme. Mi mecánico principal acaba de irse. Tengo que…

– Percey -dijo Hale incómodo-, quizá deberíamos escucharla.

– Tenemos que hacer que ese avión…

– Volved. Adentro. Y estaos quietos.

La boca de Percey se abrió de la indignación.

– No puedes hablarme de esa manera. No soy una prisionera.

– ¿Oficial Sachs? Hola -el policía con quien había hablado afuera entró al cuarto-. He realizado un rápido control visual de todos los que están de uniforme y también de los detectives. No hay desconocidos. Y no hay informes de que hayan desaparecido oficiales del estado o de Westchester. Pero nuestro Despacho Central me dijo algo que quizá usted deba conocer. Puede que no sea nada, pero…

– Dime.

Percey Clay dijo:

– Oficial, tengo que hablarle…

Sachs la ignoró e hizo una seña al policía:

– Sigue.

– La patrulla de tráfico de White Plains, cerca de dos millas de aquí. Encontraron un cuerpo en un contenedor. Piensa que lo mataron hace una hora, o quizá menos.

– ¿Rhyme, escuchas?

– Sí.

Sachs preguntó al policía:

– ¿Por qué piensas que es importante?

– Por la forma en que lo mataron. Algo terrible.

– Pregúntale si le faltan la cara y las manos -pidió Rhyme.

– ¿Qué?

– ¡Pregúntale!

Sachs obedeció y todos en la oficina dejaron de hablar y la miraron.

El policía parpadeó por la sorpresa y dijo:

– Sí, señora, oficial. Bueno, al menos las manos. El transportista no dijo nada de la cara. ¿Cómo sabía…?

– ¿Dónde está ahora el cuerpo? -bramó Rhyme.

Sachs transmitió la pregunta.

– En la furgoneta del coroner [29]. Lo llevan a la morgue del condado.

– No -dijo Rhyme-. Haz que te lo traigan a ti, Sachs. Quiero que lo examines.

– El…

– Cuerpo -dijo Rhyme-. Tiene la respuesta a la pregunta de cómo llegará hasta ti. No quiero que Percey ni Hale se muevan hasta que sepamos a lo que nos enfrentamos.

Sachs transmitió al policía el pedido de Rhyme.

– Bien -dijo-. Me encargaré de ello. Es que… ¿Usted quiere el cuerpo aquí?

– Sí. Ahora.

– Dile que lo traigan pronto, Sachs -dijo Rhyme. Suspiró-. Es lamentable, muy lamentable.

Y Sachs tuvo el inquietante pensamiento de que la urgencia triste de Rhyme no era sólo por el hombre que acababa de morir tan violentamente, fuera quien fuera, sino por aquellos que quizá estaban a punto de correr la misma suerte.


La gente cree que el fusil es la herramienta más importante para un francotirador, pero no es cierto. Es el telémetro.

¿Cómo lo llamamos, soldado? ¿Lo llamamos mira telescópica? ¿Lo llamamos escopio?

Señor, no. Es un telescopio. El que yo tengo es un Redfield, con una variable de tres por nueve, con una retícula de líneas finas. No hay nada mejor, señor.

El telescopio que Stephen estaba montando encima del Model 40 tenía 32 cms. de largo y pesaba apenas un poco más de 340 grs. Había sido adaptado a aquel fusil en particular con los correspondientes números de serie, y se le había ajustado con esmero para obtener un buen foco. El paralaje había sido establecido por el ingeniero óptico de la fábrica, de manera que las finas líneas que se posaban en el corazón de un hombre a quinientos metros no se movían perceptiblemente cuando la cabeza del francotirador giraba a derecha o izquierda. El protector del ojo era tan exacto que el retroceso empujaba al ocular hacia atrás a un milímetro de la ceja de Stephen, y sin embargo no le tocaba ni un pelo.

El telescopio Redfield era negro y esbelto, y Stephen lo guardaba envuelto en pana y protegido por un bloque de poliestireno dentro del estuche de guitarra.

Entonces, escondido en un nido de hierba a trescientos metros del hangar y la oficina de Hudson Air, Stephen colocó el negro tubo del telescopio en su montura, perpendicular el arma (siempre se acordaba del crucifijo de su padrasto cuando realizaba esta maniobra), luego giró el pesado tubo hasta que quedó en posición con un satisfactorio clic. Apretó los tornillos de fijación.

Soldado, ¿eres un francotirador competente?

Señor, soy el mejor, señor.

¿Cuáles son tus títulos?

Señor, estoy en excelente forma física, soy escrupuloso, uso la mano derecha, tengo una visión de 20 sobre 20, no fumo ni bebo ni tomo ningún tipo de drogas, puedo quedarme quieto durante horas y vivo para llenar de balas el culo de mi enemigo.

Se acomodó en el montón de hierbas y hojas.

Podría haber gusanos por aquí, pensó. Pero por el momento no se sentía temeroso. Tenía su misión y eso le ocupaba la mente por completo.

Stephen acunó el fusil, y olió el aceite de engrasar que emanaba del cerrojo y el aceite especial protector que salía del portafusil, tan usado y suave que parecía de angora. El Model 40 era un fusil OTAN de 7.62 milímetros y pesaba casi cuatro kilos. La tracción del gatillo iba generalmente de 1,35 hasta los 2,25 kg, pero Stephen la ponía un poco más alta porque sus dedos eran muy fuertes. El arma tenía un alcance efectivo de mil metros, si bien Stephen había matado a más de mil trescientos.

Stephen conocía el arma íntimamente. En los equipos de francotiradores, le había contado su padrastro, los mismos usuarios no tenían autorización para desmontar sus fusiles, y el viejo no le dejaba hacerlo. Pero esa era una regla de su padrastro que, a Stephen no le parecía correcta y por eso, en un momento de poco acostumbrado desafío, se había adiestrado en secreto en desmontar el fusil, limpiarlo, repararlo y hasta en manipular las partes que necesitaban ajuste o reparación.

A través del telescopio escudriñó Hudson Air. No podía ver a la Mujer, aunque sabía que estaba por allí o que pronto lo estaría. Al escuchar la grabación del teléfono pinchado en las líneas de la oficina de Hudson Air, Stephen le había oído decir a alguien llamado Ron que habían cambiado de planes; antes de ir a la casa protegida se dirigirían al aeropuerto para encontrar un mecánico que pudiera trabajar en el avión.

Usando la técnica de arrastrarse por el suelo, Stephen se movió hacia delante hasta encontrarse en un risco bajo, todavía oculto por los árboles y la hierba, pero con una visión mejor del hangar, la oficina y el aparcamiento al frente, separados de él por un campo llano y dos calles.

Era una espléndida zona de muerte. Amplia. Muy poco cubierta. Con todas las entradas y salidas fácilmente al alcance de su fusil.

Dos personas se hallaban en la puerta principal. Una era un policía del estado o del condado. La otra era una mujer, su cabello rojo sobresalía de una gorra de béisbol. Muy bonita. Era una policía, en traje de calle. Stephen podía ver la forma abultada de un Glock o Sig-Sauer en la parte superior de su cadera. Levantó el telémetro y puso la imagen dividida en el cabello de la mujer. Giró un anillo hasta que las dos imágenes coincidieron perfectamente.

Trescientos metros con dieciséis centímetros.

Guardó el telémetro, levantó el fusil y apuntó a la mujer, centrando la retícula nuevamente en su cabello. Miró el hermoso rostro. Su atractivo lo turbaba. No le gustaba. Ella no le gustaba. Se preguntó por qué.

La hierba se movió a su alrededor. Pensó: gusanos.

Estaba empezando a sentirse atemorizado.

El rostro en la ventana…

Ubicó la retícula en el pecho de la mujer.

La sensación de temor desapareció.

Soldado, ¿cuál es el lema del francotirador?

Señor, es «una oportunidad, un disparo, una muerte».

Las condiciones eran excelentes. Había un leve viento de costado, que calculó de 8 km por hora. El aire era húmedo, lo que daría fuerza al proyectil. Iba a disparar en un terreno liso, con corrientes térmicas sólo moderadas.

Retrocedió, deslizándose hacia abajo del montículo y pasó una varilla de limpieza, con una punta de suave algodón, por el cañón del Model 40. Siempre había que limpiar el arma antes de disparar. La menor traza de humedad o aceite podía desviar el tiro alrededor de tres centímetros. Luego hizo un lazo con el portafusil y se acomodó en el nido.

Stephen cargó el arma con cinco cartuchos en la recámara. Se trataba de cartuchos de excelente calidad M-118, fabricados en el renombrado arsenal Lake City. La bala en sí pesaba 11 grs y llegaba al objetivo a una velocidad de mil metros por segundo. Sin embargo, Stephen los había modificado en algo. Había horadado el centro y lo había llenado con una pequeña carga explosiva. Volvió a colocar la camisa estándar con una punta cerámica que penetraba por casi todo tipo de blindaje corporal.

Desplegó un fino paño de cocina y lo colocó sobre el suelo para recibir los cartuchos eyectados. Luego enrolló el portafusil alrededor de su bíceps izquierdo y plantó el codo firmemente sobre el suelo, manteniendo el antebrazo absolutamente perpendicular al mismo, un apoyo óseo. «Soldó» su mejilla y pulgar derecho a la culata por encima del gatillo.

Luego comenzó a escudriñar lentamente la zona de muerte.

Resultaba difícil ver el interior de las oficinas pero Stephen creyó vislumbrar a la Mujer.

¡Sí! Era ella.

Estaba de pie detrás de un hombre grande y de pelo rizado que llevaba una camisa blanca arrugada. Sostenía un cigarrillo. Un hombre joven y rubio, de traje y con una insignia en el cinturón los introdujo en el edificio y desaparecieron de la vista.

Paciencia… ya se presentaría otra vez. No tienen ni idea de que estás aquí. Puedes esperar todo el día. Tanto como los gusanos no…

Otra vez luces intermitentes.

Una ambulancia del condado llegó al aparcamiento a gran velocidad. La policía de cabellos rojos la vio. Sus ojos se agrandaron con la excitación. Corrió hacia el vehículo.

Stephen respiró hondo.

Una oportunidad…

Apunta tu arma, soldado.

El alza normal para 300 metros es de tres minutos, señor. Colocó la mira de manera que el cañón estuviera dirigido ligeramente hacia arriba para tener en cuenta la gravedad.

Un disparo…

Calcula el viento de costado, soldado.

Señor, la fórmula es el alcance en cientos de metros por la velocidad dividido por quince. La mente de Stephen pensó enseguida: casi menos de un minuto de desviación. Ajustó el telescopio en consecuencia.

Señor, estoy listo, señor.

Una muerte…

Un rayo de luz se coló por detrás de una nube e iluminó el frente de la oficina. Stephen comenzó a respirar lenta y regularmente.

Tenía suerte; los gusanos permanecieron ausentes. Y no había rostros que miraran desde las ventanas.

Hora 4 de 45
Capítulo 11

El asistente sanitario descendió de la ambulancia.

– Soy la oficial Sachs -le saludó Amelia.

Él apuntó su redondo vientre hacia ella y con la cara seria dijo:

– Vaya. ¿Tú pediste la pizza? -luego rió.

Sachs suspiró. Preguntó:

– ¿Qué pasó?

– ¿Qué sucedió? ¿A él? Que se cayó muerto, eso es lo que le pasó.

La miró de pies a cabeza y sacudió la cabeza.

– ¿Qué clase de policía eres? Nunca te vi por aquí.

– Soy de la ciudad.

– Oh, la ciudad. Ella es de la ciudad. Entonces será mejor que te lo pregunte -agregó solemne-. ¿Has visto un cadáver antes?

A veces te adaptas un poquito. Aprender cómo y hasta qué punto supone algún esfuerzo, pero es una lección valiosa. A veces más que valiosa, a veces necesaria. Sachs sonrió:

– Sabes, estamos en una situación crítica. Tu ayuda me es muy necesaria. ¿Puedes decirme dónde lo encontraste?

Él estudió un momento el pecho de la chica:

– La razón por la que te pregunto si has visto cadáveres es porque éste te va a impresionar. Puedo hacer lo que haga falta, examinarlo, o lo que sea.

– Gracias. Ya llegaremos a eso. Ahora te lo pregunto otra vez, ¿dónde lo encontraste?

– En un contenedor que estaba en un aparcamiento a cuatro…

– Quiere decir kilómetros -añadió otra voz.

– Hola, Jim -dijo el asistente sanitario.

Sachs se dio la vuelta. Oh, genial. Era el policía que había tratado de flirtear con ella en el callejón. Caminó hasta la ambulancia.

– Hola, cariño. Soy yo otra vez. ¿Todavía se mantiene en su lugar la cinta amarilla? ¿Qué traes, Earl?

– Un cuerpo, sin manos.

Earl abrió la puerta del vehículo, entró y abrió la cremallera de la bolsa mortuoria. La sangre anegó el suelo de la ambulancia.

– Joder -Earl guiñó un ojo-. Dime Jim, ¿cuando termines aquí, quieres que comamos unos espaguetis?

– Quizá manitas de cerdo.

Rhyme interrumpió:

– ¿Sachs, que está pasando? ¿Tienes el cuerpo?

– Lo tengo. Estoy tratando de armar la historia.

Y al asistente le dijo:

– Tenemos que darnos prisa. ¿Alguien tiene idea de quién se trata?

– No encontramos nada en el lugar para identificarlo. No se ha denunciado ningún caso de personas desaparecidas. Nadie vio nada.

– ¿Alguna posibilidad de que sea policía?

– No. No es nadie que yo conozca -dijo Jim-. ¿Y tu, Earl?

– No. ¿Por qué?

Sachs no contestó. Dijo:

– Necesito examinarlo.

– Esta bien, señorita -dijo Earl-. ¿Qué te parece si te echo una mano?

– Diablos -dijo Jim-, me parece que es él el que necesita una mano.

Se echó a reír y el asistente también emitió otra de sus risitas porcinas.

Sachs subió a la parte de atrás de la ambulancia y abrió completamente la cremallera de la bolsa.

Y como ella no iba a bajarse los pantalones y acostarse con ellos, como ni siquiera iba a corresponder a sus galanteos, los dos hombres no tuvieron otra opción que seguir atormentándola.

– Lo que pasa es que éste no es el tipo de accidente de tráfico al que probablemente estés acostumbrada -le dijo Earl-. Eh, Jim, ¿éste es tan feo como el que viste la semana pasada?

– ¿La cabeza que encontramos? -murmuró el policía-. Diablos, prefiero una cabeza fresca que una de un mes. Cariño, ¿nunca has visto una de un mes? Bueno, son de lo más desagradables. Si tienes un cuerpo tres o cuatro meses en el agua no hay problema, quedan solo los huesos. Pero si tienes uno que ha estado hirviendo a fuego lento durante un mes…

– Repugnante -dijo Earl-. Asqueroso.

– ¿Has visto alguna vez un cuerpo de un mes, cariño?

– Te agradecería que no digas eso, Jim -Sachs se dirigió al policía con indiferencia.

– ¿Qué, un cuerpo de un mes?

– «Cariño.»

– Seguro, lo lamento.

– Sachs -bramó Rhyme-, ¿qué diablos está pasando?

– No hay identificación, Rhyme. Nadie tiene la menor idea de quién se trata. Le cortaron las manos con una sierra de hoja fina.

– ¿Percey está a salvo? ¿Y Hale?

– Están en la oficina. Banks está con ellos. Lejos de las ventanas. ¿Qué se sabe de la camioneta?

– Debería estar allí en diez minutos. Debes descubrir lo que puedas de ese cuerpo.

– ¿Hablas contigo misma, car… oficial?

Sachs estudió el cadáver del pobre hombre. Supuso que le habían sacado las manos justo después que muriera, o mientras estaba agonizando, debido a la copiosa cantidad de sangre. Se puso los guantes de látex.

– Es extraño, Rhyme. ¿Por qué se evitó sólo parcialmente la identificación?

Si los asesinos no tienen tiempo para eliminar por completo un cuerpo, tratan de mantener oculta su identidad haciendo desaparecer las claves más importantes: las manos y la dentadura.

– No lo sé -respondió el criminalista-. No es propio del Bailarín ser descuidado, aun cuando tuviera prisa. ¿Qué ropa tiene puesta?

– Sólo ropa interior. En la escena no se encontró ropa ni documentación.

– ¿Por qué -reflexionó Rhyme-, lo elegiría el Bailarín?

– Si fue el Bailarín quien lo hizo.

– ¿Cuántos cuerpos aparecen en ese estado por el condado de Westchester?

– Según dicen los de aquí -respondió Sachs con tristeza-, casi todos los días.

– Háblame del cadáver. ¿Causa de la muerte?

– ¿Determinaste la causa de la muerte? -preguntó la joven al rechoncho Earl.

– Estrangulamiento -dijo el técnico.

Pero Sachs se dio cuenta enseguida que no había hemorragias petequiales en la superficie interna de los párpados. Tampoco lesiones en la lengua. La mayoría de las víctimas de un estrangulamiento se muerden la lengua en algún momento de la agresión.

– No lo creo.

Earl echó otra mirada a Jim y resopló:

– Fue estrangulado. Mira esa línea roja en el cuello. Lo llamamos marca de ligadura, cariño. Sabes, no podemos mantenerlo aquí mucho rato. En días como estos comienzan a echarse a perder en seguida. Bueno, ese sí que es un olor que no has sentido jamás.

Sachs frunció el cejo:

– No fue estrangulado.

Los dos se unieron contra ella.

– Car… digo, oficial, esa es una marca de ligadura -dijo Jim-, he visto cientos de ellas.

– No, no -dijo Sachs-. El asesino le quitó una cadena del cuello.

Rhyme terció:

– Eso es muy probable, Sachs. La primera cosa que haces cuando no quieres que se identifique un cuerpo es librarte de las joyas. Se trataba probablemente de un San Cristóbal, quizá con una inscripción. ¿Quiénes están contigo?

– Un par de cretinos.

– Oh. Bueno, ¿cuál es la causa de la muerte?

Después de un breve examen, Sachs encontró la herida.

– Un picahielos o un cuchillo de hoja delgada en la base del cráneo.

La forma redonda del asistente sanitario se acomodó contra la puerta.

– Lo hubiéramos encontrado -comentó a la defensiva-. Quiero decir que nos metieron tanta prisa para llegar, por vuestra culpa.

– Descríbelo -le Rhyme pidió a Sachs

– Tiene sobrepeso, una gran tripa. Muy obeso.

– ¿Está quemado por el sol?

– Sólo en los brazos y el torso. No en las piernas. Tiene las uñas de los pies muy descuidadas y un arete barato, de acero, no de oro. Sus calzoncillos son de Sears y tienen agujeros.

– Vale, parece un operario -dijo Rhyme-. Un trabajador o un transportista. Nos vamos acercando. Examina la garganta.

– ¿Qué?

– Para encontrar su cartera o sus papeles. Si quieres que un cadáver sea anónimo durante unas horas le metes la cédula de identidad en la garganta. No se la encuentra hasta la autopsia.

Se oyó en el exterior una alegre risotada que Sachs sofocó rápidamente cuando cogió las mandíbulas del cadáver, las abrió y comenzó a buscar dentro de ellas.

– Dios -susurró Earl-. ¿Qué estás haciendo?

– No hay nada, Rhyme.

– Mejor que cortes la garganta. Llegarás más profundamente.

En el pasado, Sachs se había ofendido por algunos de los pedidos más macabros de Rhyme. Pero aquel día miró a los sonrientes muchachos que estaban detrás de ella y sacó su ilegal pero preciosa navaja de resorte del bolsillo de sus téjanos. La abrió con un clic.

Las sonrisas desaparecieron de ambas caras.

– Di, cariño, ¿qué estás haciendo?

– Un poco de cirugía. Debo mirar adentro -explicó como si lo hiciera todos los días.

– Quiero decir que no puedo entregar al coroner un cadáver todo cortajeado por una policía de Nueva York.

– Entonces hazlo tú.

Le ofreció el mango de la navaja.

– Ay, nos está jodiendo, Jim.

Sachs levantó una ceja e introdujo el cuchillo en la nuez de Adán del cuerpo como si fuera un pescador vaciando una trucha.

– Oh, Dios, Jim, mira lo que está haciendo. Detenla.

– Yo no estoy aquí, Earl. No lo he visto -El policía se fue.

Sachs terminó la limpia incisión y miró adentro. Suspiró:

– Nada.

– ¿Pero qué está maquinando? -preguntó Rhyme-. Pensemos… ¿Y si no quería dejar sin identificación el cuerpo? Si lo hubiese querido hubiera eliminado la dentadura. ¿Qué si hay algo más que trata de ocultarnos?

– ¿Algo en las manos de la víctima? -sugirió Sachs.

– Quizá -respondió Rhyme-. Algo que no podía eliminar del cuerpo con facilidad. Algo que nos diría a qué se dedicaba.

– ¿Aceite? ¿Grasa?

– Quizá transportaba combustible -dijo Rhyme-. O quizá era un proveedor de comida, quizá sus manos olían a ajo.

Sachs miró por el aeropuerto. Había docenas de transportistas de gasolina, personal de tierra, obreros de reparaciones, trabajadores de la construcción que levantaban un ala nueva en una de las terminales.

– ¿Es un hombre grande? -continuó Rhyme.

– Sí.

– Probablemente hoy sudaría. Quizá se pasó la mano por la cabeza, o se la rascó.

Yo misma he estado haciendo eso todo el día, pensó Sachs, y sintió el impulso de rascarse la cabeza y lastimarse la piel como hacía siempre que estaba frustrada y tensa.

– Busca en su cuero cabelludo, Sachs. Detrás del nacimiento del pelo.

Ella lo hizo así.

Y así lo encontró.

– Veo vetas de color. Azul. Partes de blanco, también. En el pelo y la piel. Oh, diablos, Rhyme, ¡es pintura! Es un pintor. Y hay cerca de veinte trabajadores de la construcción por aquí.

– La marca del cuello -siguió Rhyme-. El Bailarín le quitó su collar de identificación.

– Pero la foto sería distinta.

– Diablos, probablemente esté cubierta de pintura o la falsificó de alguna manera. Está en algún lugar del campo, Sachs. Haz que Percey y Hale se tiren al suelo. Ponles una protección y haz que todos salgan a buscar al Bailarín. SWAT está en camino.


Problemas.

Stephen observaba a la pelirroja que estaba en la parte posterior de la ambulancia. A través del telescopio Redfield no podía ver con claridad lo que estaba haciendo. Pero se puso nervioso de repente.

Sintió que ella le estaba haciendo algo a él. Algo para exponerlo, para atraparlo.

Los gusanos se estaban acercando. El rostro en la ventana, el rostro de gusano, lo estaba buscando.

Stephen se estremeció.

La chica saltó de la ambulancia y miró alrededor del campo.

Algo está sucediendo, soldado.

Señor, ya me doy cuenta, señor.

La pelirroja comenzó a gritar órdenes a otros policías. Casi todos la miraron con pesimismo y luego miraron alrededor. Uno corrió hacia su coche, luego otro hizo lo mismo.

Stephen vio el bonito rostro de la pelirroja y sus ojos como gusanos que escudriñaban el terreno del aeropuerto. Posó la retícula en su perfecto mentón. ¿Qué había encontrado? ¿Qué estaba buscando?

Ella se detuvo y Stephen vio que hablaba consigo misma.

No, no con ella misma. Estaba hablando a unos auriculares. Por la forma en que escuchaba, y luego asentía, parecía que tomaba órdenes de otra persona.

¿De quién?, se preguntó.

Alguien que ha descubierto que estoy aquí, pensó Stephen.

Alguien que me busca.

Alguien que puede observarme a través de las ventanas y desaparecer al instante, que puede pasar por muros y agujeros y pequeñas ranuras para acercarse sigilosamente y encontrarme.

Un escalofrío corrió por su espalda -de hecho, tembló- y por un momento la retícula del telescopio se desvió de la policía pelirroja y perdió por completo la exactitud del objetivo.

¿Qué mierda fue eso, soldado?

Señor, no lo sé, señor.

Cuando volvió a enfocar a la pelirroja vio que las cosas se estaban poniendo muy feas. Ella señalaba la furgoneta del pintor que Stephen acababa de robar. Estaba aparcada a seis metros de él, en un pequeño espacio reservado para los vehículos de la construcción.

Quienquiera que hablase con la pelirroja había encontrado el cuerpo del pintor y descubierto cómo había llegado a los terrenos del aeropuerto.

El gusano se acercó. Stephen sintió su sombra, su baba fría.

El sentimiento de temor. Los gusanos que se deslizaban por sus piernas… los gusanos que bajaban por su cuello.

¿Qué debo hacer?, se preguntó.

Una oportunidad… un disparo.

Están tan cerca, la Mujer y el Amigo. Podría terminar todo en este momento. Sólo tardaría cinco segundos. Quizá fueran sus siluetas lo que veía a través de la ventana. Esa forma sombreada. O esa otra… Pero Stephen sabía que si disparaba a través del cristal, todos se tirarían al suelo. Si no mataba a la Mujer del primer disparo, arruinaría sus posibilidades.

La necesito afuera. Necesito sacarlos de donde se esconden hacia la zona de muerte. Allí no puedo fallar.

No tenía tiempo. ¡No tenía tiempo! ¡Piensa!

Si quieres a la cierva, pon en peligro su cría.

Stephen empezó a respirar lentamente. Dentro, fuera, dentro, fuera. Enfocó el objetivo. Empezó a aplicar una presión imperceptible al gatillo. El Model 40 disparó.

El estruendo inundó el campo y los policías se tiraron al suelo y sacaron sus armas.

Otro disparo y la segunda columna de humo salió del motor montado en la cola del plateado reactor que estaba en el hangar.

La policía pelirroja, con su pistola en la mano, estaba en cuclillas, escudriñando el origen de los disparos. Miró a los dos agujeros humeantes en el revestimiento del avión, luego miró otra vez alrededor del campo, apuntando delante de ella con una Glock.

¿Le disparo?

¿Sí? ¿No?

Negativo, soldado. Quédate con tu objetivo.

Disparó otra vez. La explosión desgarró otro pequeño pedazo en un costado del avión.

Calma. Otro disparo. El golpe en el hombro, el dulce olor de la pólvora quemada. Una ventanilla en la cabina explotó.

Éste fue el disparo que lo consiguió.

De repente ahí estaba la Mujer abriéndose camino por la puerta de la oficina, luchando con el joven policía rubio que trataba de detenerla.

Sin objetivo aún. Déjala venir.

Apretó. Otra bala se incrustó en el motor.

La Mujer, con cara de horror, se liberó y corrió escaleras abajo hacia el hangar para cerrar sus puertas y proteger a su hijo.

Carga otra vez.

Posó la retícula en el pecho de la Mujer cuando llegó al campo y comenzaba a correr.

Stephen calculó automáticamente que tendría una desviación de 10 cms. Movió el fusil por delante de ella y apretó el gatillo. Disparó justo cuando el policía rubio la empujaba y ambos cayeron en un pequeño bache en el suelo. Un fallo. Y tenían suficiente resguardo como para impedirle que les cosiera las espaldas a balazos.

Se acercan, soldado. Te rodean.

Sí, señor. Comprendido.

Stephen observó las pistas. Habían aparecido otros policías. Estaban reptando hacia sus coches. Un coche patrulla se dirigía directamente hacia él y estaba sólo a cincuenta metros. Stephen empleó un tiro para destruir el del motor. Una humareda empezó a salir de la parte delantera y el coche se detuvo.

Permanece en calma, se dijo.

Estamos preparados para evacuar. Sólo necesitamos otro disparo exacto.

Oyó varios tiros de pistola. Volvió a mirar a la pelirroja. Estaba en posición de combate, apuntando la voluminosa pistola en su dirección, buscando el chispazo de la boca de su fusil. El sonido del disparo no le serviría a ella de nada, por supuesto; por eso Stephen nunca usaba silenciadores. Los sonidos fuertes son tan difíciles de localizar como los débiles.

La policía pelirroja se mantenía de pie y entrecerraba los ojos.

Stephen accionó el cerrojo del Model 40.


Amelia Sachs vio un leve resplandor y supo donde estaba el Bailarín de la Muerte.

Entre un pequeño grupo de árboles, a trescientos metros. La mira telescópica de Stephen captó el reflejo de las pálidas nubes que estaban sobre su cabeza.

– Por allí -gritó Sachs a dos policías del condado, acurrucados en su coche.

Los policías subieron al coche patrulla y lo pusieron en marcha. Se dirigieron a un hangar que había cerca para rodear al francotirador.

– Sachs -la llamó Rhyme a través de los auriculares- Qué está…

– Por Dios, Rhyme, está en el campo, disparando contra el avión.

– ¿Qué?

– Percey está tratando de llegar al hangar. Está tirando con balas explosivas. Está tirando para hacerla salir.

– Quédate agachada, Sachs. Si Percey va a matarse, déjala. ¡Pero tú quédate agachada!

Sachs sudaba profusamente, sus manos temblaban, su corazón palpitaba. Sintió un escalofrío de pánico que le recorría su columna.

– ¡Percey! -gritó Sachs.

La mujer se había liberado de Jerry Banks y se había puesto de pie. Corría hacia la puerta del hangar.

– ¡No!

Oh, diablos.

Los ojos de Sachs estaban fijos en el lugar en que había visto el reflejo del telescopio del Bailarín.

Demasiado lejos, está demasiado lejos, pensó. No puedo darle a nada a esa distancia.

Si te quedas tranquila, puedes conseguirlo. Te quedan todavía once balas. No hay viento. La trayectoria es el único problema. Apunta hacia arriba y aprieta el gatillo.

Observó cómo varias hojas se levantaban cuando el Bailarín disparó otra vez.

Un momento después una bala pasó a centímetros de su cara. Sintió la onda de choque y oyó el ruido cuando el proyectil, que duplicaba la velocidad del sonido, quemó el aire a su alrededor.

Emitió un débil gemido y se tiró sobre el vientre, amedrentada.

¡No! Tenías una ocasión de disparar. Antes que el Bailarín volviera a cargar. Pero ahora es demasiado tarde. Ya ha vuelto a recargar.

Miró rápido hacia arriba, levantó la pistola y luego perdió el valor. Con la cabeza gacha, apuntando la Glock con descuido hacia los árboles, disparó cinco veces.

Pero era lo mismo que estuviera tirando contra dianas.

Vamos, muchacha. Levántate. Apunta y dispara. Te quedan seis balas y dos cargadores en el cinturón.

Pero el recuerdo del disparo tan cercano la mantenía clavada en el suelo.

¡Hazlo! se dijo con rabia.

Pero no podía.

Todo lo que Sachs tuvo el valor de hacer fue levantar la cabeza unos centímetros, lo suficiente como para ver a Percey Clay que corría hacia la puerta del hangar justo cuando Jerry Banks la alcanzaba. El joven detective la tiró al suelo detrás de un generador. Casi simultáneamente con el tremendo estruendo del fusil del Bailarín de la Muerte llegó el insoportable crac de la bala que hirió a Banks, quien giró como un borracho mientras la sangre lo envolvía en una nube.

Y en su cara apareció primero una mirada de sorpresa, luego de desconcierto y luego de nada en absoluto mientras caía sobre el húmedo cemento.

Hora 5 de 45
Capítulo 12

– ¿Y bien? -preguntó Rhyme.

Lon Sellitto cerró su teléfono móvil.

– Todavía no saben nada.

Se quedó mirando por la ventana de la casa de Rhyme y sus dedos golpeaban compulsivamente los cristales. Los halcones habían vuelto a la cornisa, pero seguían vigilando Central Park y prestaban poca atención al ruido, lo que no era característico de estas aves.

Rhyme nunca había visto al detective tan conmocionado. Su rostro rechoncho, cubierto de sudor, estaba muy pálido. Como el legendario investigador de homicidios, Sellitto habitualmente no se conmovía con nada. Tanto si estaba consolando a las familias de las víctimas o destruyendo sin piedad las coartadas de un sospechoso, siempre se concentraba en su trabajo. Pero en aquel momento sus pensamientos se hallaban muy lejos, con Jerry Banks, en la sala de operaciones de un hospital de Westchester, donde quizá se estuviera muriendo. Eran las tres de la tarde y hacía una hora Banks que había ingresado en la sala de cirugía.

Sellitto, Sachs, Rhyme y Cooper se encontraban en el laboratorio, en la planta baja del domicilio del criminalista. Dellray se había ido para asegurarse de que la casa para los testigos estuviese lista y para controlar al nuevo guardaespaldas que proporcionaba el NYPD para remplazar a Banks.

En el aeropuerto habían metido al detective herido en una ambulancia, la misma que contenía el cadáver, sin manos, del pintor. Earl, el asistente sanitario, había dejado de hacer el gilipollas durante un rato y trabajó esforzadamente para detener la torrencial hemorragia de Banks. Luego llevó al detective, pálido e inconsciente, al centro asistencial, distante varios kilómetros.

Unos agentes del FBI de White Plains condujeron en un vehículo blindado a Percey y a Hale hacia el sur, a Manhattan, utilizando técnicas de conducción evasivas. Sachs examinó las nuevas escenas de crimen: el nido del francotirador, la furgoneta del pintor y el vehículo usado por el Bailarín para huir, una furgoneta para el transporte de productos alimenticios. La encontraron cerca del lugar en el que mató al pintor y donde suponían que había ocultado el coche en que había llegado a Westchester.

Luego Sachs se apresuró a volver a Manhattan con las pruebas.

– ¿Qué tenemos? -le preguntó Rhyme a ella y a Cooper-. ¿Algunos proyectiles de fusil?

Mientras jugueteaba con una uña deteriorada y sangrienta, Sachs explicó:

– No quedó nada de ellos. Eran balas explosivas.

Parecía muy asustada y sus ojos se movían como los de un pájaro.

– Ese es el Bailarín. No solo es mortal sino que sus pruebas materiales se autodestruyen.

Sachs señaló una bolsa plástica:

– Aquí está lo que queda de una bala. Lo raspé de un muro.

Cooper desparramó el contenido en una cubeta de examen de porcelana y lo movió.

– Tienen la punta de cerámica. Los chalecos antibala no sirven.

– Es un gilipollas de mucho cuidado -comentó Sellitto.

– Oh, el Bailarín conoce sus herramientas -dijo Rhyme.

Se produjo un movimiento en la puerta y Thom hizo pasar al laboratorio a dos agentes del FBI. Detrás de ellos venían Percey Clay y Brit Hale.

– ¿Cómo está? -preguntó Percey a Sellitto. Sus ojos oscuros vagaron por el cuarto, percibieron la frialdad con que se la recibía. No pareció inquieta-. Me refiero a Jerry.

Sellitto no contestó.

– Todavía está en la sala de operaciones -dijo Rhyme.

La cara de Percey mostró preocupación. Su pelo estaba más enmarañado que por la mañana.

– Espero que se ponga bien.

Amelia Sachs se volvió hacia Percey y dijo fríamente:

– ¿Cómo?

– Dije que espero que se ponga bien.

– ¿Que tú esperas qué? -La policía la dominó con su altura y se le acercó. La mujer más baja se mantuvo firme. Sachs continuó-: Un poco tarde para eso, ¿verdad?

– ¿Cuál es tu problema?

– Eso es lo que yo debo preguntarte a ti. Tú hiciste que lo hirieran.

– Vamos, oficial -dijo Sellitto.

– Yo no le pedí que corriera detrás de mí -replicó Percey muy tranquila.

– Estarías muerta si no fuera por él.

– Quizá. No lo sabemos. Lo siento si lo hirieron. Yo…

– ¿Y cuánto lo sientes?

– Amelia -dijo Rhyme con aspereza.

– No, quiero saber cuanto lo sientes. ¿Lo sientes suficientemente como para dar sangre? ¿Para llevarlo en una silla de ruedas si no puede caminar? ¿Para pronunciar el discurso del día de su funeral si muere?

– Sachs, sosiégate -le espetó Rhyme-. No es culpa suya.

Sachs se golpeó la cadera con las manos, que terminaban en unas uñas comidas:

– ¿No lo es?

– El Bailarín se nos anticipó.

Sachs siguió mirando los ojos oscuros de Percey:

– Jerry te custodiaba. Cuándo corriste hacia la línea de fuego, ¿qué esperabas que hiciera?

– Bueno, no lo pensé, ¿vale? Sólo reaccioné.

– Dios.

– Eh, oficial -dijo Hale-, quizá tú reacciones con mucha más frialdad cuando estás bajo presión que nosotros. Pero no estamos acostumbrados a que se nos dispare.

– Entonces ella se debería haber quedado agachada en la oficina. Donde le dije que se quedara.

En la voz de Percey apareció un leve temblor cuando explicó:

– Vi que mi avión estaba en peligro. Reaccioné. Quizá para ti eso sería como ver que hieren a tu compañero.

– Hizo lo que cualquier piloto hubiera hecho -dijo Hale.

– Exactamente -proclamó Rhyme-. Es lo que estoy diciendo, Sachs. Es la forma en que trabaja el Bailarín.

Pero Amelia Sachs no iba a abandonar su presa.

– En primer lugar, deberías haber estado en la casa de seguridad. Nunca deberías haber ido al aeropuerto.

– Eso fue culpa de Jerry -dijo Rhyme, más enfadado-. No tenía autoridad para cambiar la ruta.

Sachs miró a Sellitto, que había sido el compañero de Banks durante dos años. Pero aparentemente no iba a decir nada para defenderlo.

– Ha sido un placer -respondió secamente Percey Clay, dirigiéndose a la puerta-. Pero tengo que volver al aeropuerto.

– ¿Qué? -Sachs casi se ahoga-. ¿Estás loca?

– Eso es imposible -dijo Sellitto, saliendo de su melancolía.

– Ya iba a ser muy difícil tratar de que mi avión estuviera equipado para el vuelo de mañana. Ahora tengo también que reparar los daños. Y ya que parece que todos los mecánicos titulados de Westchester son unos malditos cobardes, tendré que hacer el trabajo yo misma.

– Señora Clay -comenzó Sellitto-, no es una buena idea. Estará muy bien en la casa que le estamos preparando pero no hay manera de que podamos garantizar su seguridad en ningún otro lado. Quédese hasta el lunes y…

– Lunes -bramó Percey-. Oh, no. Usted no lo entiende. Voy a conducir ese avión mañana por la noche con el encargo de U.S. Medical.

– Usted no puede…

– Una pregunta -intervino la voz helada de Amelia Sachs-. ¿Podrías decirme exactamente a quién más quieres matar?

Percey dio un paso al frente.

– Maldición -exclamó-, perdí a mi marido y a uno de mis mejores hombres anoche. No voy a perder mi compañía también. No puedes decirme dónde puedo ir. No a menos que esté bajo arresto.

– Bien -dijo Sachs y en un instante colocó las esposas en las frágiles muñecas de la mujer-. Estás bajo arresto.

– Sachs -gritó Rhyme, enfurecido-. ¿Qué estás haciendo? Quítale las esposas. ¡Ahora!

Sachs se dio la vuelta para hacerle frente y le contestó:

– Eres un civil. ¡No me puedes ordenar que haga nada!

Yo si puedo -dijo Sellitto.

– No, no -dijo ella, inflexible-. Yo soy la que hago el arresto, detective. No puede obligarme a dejar de hacer una detención. Sólo el fiscal de distrito puede rechazar un caso.

– ¿Qué estupideces son estas? -soltó Percey, en un tono bastante alto esta vez-. ¿Por qué me arrestas? ¿Por ser una testigo?

– La acusación es de imprudencia temeraria y si Jerry muere será de homicidio por negligencia. O quizá de asesinato.

Hale logró juntar un poco de valor y dijo:

– Mira. No me gusta la forma en que le has estado hablando todo el día. Si la arrestas, entonces vas a tener que arrestarme a mí también…

– Muy bien -dijo Sachs y luego le pidió a Sellitto-: Teniente, necesito sus esposas.

– Oficial, termine con esta tontería -gruñó Sellitto.

– Sachs -Gritó Rhyme-. ¡No tenemos tiempo para esto! El Bailarín está allí afuera, planeando otro ataque ahora mismo.

– Si me arrestas -dijo Percey-, estaré afuera en dos horas.

– Entonces estarás muerta en dos horas y diez minutos. Y ése sería tu problema…

– Oficial -saltó Sellitto-, estás caminando al borde de un precipicio.

– Si no fuera por esa costumbre que tienes de llevar a otra gente contigo.

– Amelia -dijo Rhyme fríamente.

Ella giró para mirarlo. La mayoría de las veces la llamaba «Sachs»; y que usara en aquel momento precisamente su nombre de pila equivalía a una bofetada.

Las cadenas tintinearon en las muñecas huesudas de Percey. En la ventana el halcón movió las alas. Nadie dijo una palabra.

Por fin, con una voz serena, Rhyme le pidió:

– Por favor, sácale las esposas y déjame unos minutos a solas con Percey.

Sachs vaciló. Su rostro era una máscara inexpresiva.

– Por favor, Amelia -dijo Rhyme, esforzándose por ser paciente.

Sin una palabra Sachs abrió las esposas.

Todos salieron.

Percey se frotó las muñecas, luego sacó una petaca del bolsillo y bebió un trago.

– ¿Te importaría cerrar la puerta? -le pidió Rhyme a Sachs.

Pero ella se limitó a mirarlo y siguió caminando por el pasillo. Fue Hale el que cerró la pesada puerta de cedro.


Fuera, en el pasillo, Lon Sellitto hizo otra llamada para saber cómo estaba Banks. Todavía estaba en la sala de cirugía y la enfermera de planta no podía decir más.

Sachs escuchó la noticia con un leve movimiento de cabeza. Caminó hacia la ventana que daba al callejón de la parte de atrás de la casa de Rhyme. La luz oblicua cayó sobre sus manos y se miró las uñas mordisqueadas. Se había puesto un vendaje en los dos dedos más dañados. Hábitos, pensó. Malos hábitos… ¿Por qué no puedo parar?

El detective se le acercó y miró el cielo gris. Se esperaban más tormentas de primavera.

– Oficial -dijo, hablando en voz baja, de manera que nadie más pudiera oír-. Esa señora metió la pata, lo reconozco. Pero debes entenderlo: no es una profesional. Nuestro error fue permitirle que metiera la pata, y sí, Jerry tendría que haberlo pensado mejor. Me duele más de lo que te imaginas decirlo. Pero la pifió.

– No -dijo Sachs a regañadientes-. No comprendes.

– ¿A qué te refieres?

¿Podía decirlo? Las palabras eran tan duras.

– Yo la pifié. No es culpa de Jerry -señaló con la cabeza el cuarto de Rhyme-. Ni de Percey. Es mía.

– ¿Tuya? Mierda, tú y Rhyme sois los que descubristeis que el Bailarín estaba en el aeropuerto. Podría haber eliminado a todos de no ser por vosotros.

Sachs sacudió la cabeza.

– Yo vi… vi la posición del Bailarín antes de que disparara contra Jerry.

– ¿Y?

– Sabía exactamente donde estaba. Podía apuntar. Yo…

Oh, diablos. Esto es difícil.

– ¿Qué dices, oficial?

– Me disparó una vez… Oh, Dios. Me asusté. Me tiré al suelo -Su dedo desapareció en el cuero cabelludo y se rascó hasta que sintió que salía sangre. Para. Mierda.

– ¿Y entonces? -Sellitto no comprendía-. Todos se tiraron al suelo, ¿verdad? Quiero decir, ¿quién no lo haría?

Sachs miró por la ventana, con la cara roja de vergüenza.

– Después de que disparara y fallara, yo hubiera dispuesto de al menos tres segundos para atacar, sabía que tiraba con un fusil de repetición. Podía haber disparado un cargador entero contra él. Pero besé el suelo. No tuve cojones para levantarme de nuevo porque sabía que había metido un nuevo cartucho.

– ¿Qué? -se burló Sellitto-. ¿Te angustias porque no te pusiste de pie, sin nada que te cubriera o dificultara que presentaras un buen blanco al francotirador? Vamos, oficial… Y, oye, espera un momento, ¿tenías tu arma reglamentaria?

– Sí, yo…

– ¿Trescientos metros con una Glock nueve? Ni en sueños.

– Quizá no le hubiera dado, pero si le hubiesen caído unas cuantas balas alrededor se habría quedado quieto y no hubiera hecho ese último disparo que hirió a Jerry. Oh, diablos -apretó las manos y se miró de nuevo la uña del dedo índice. Estaba manchada de sangre. Se rascó de nuevo.

El rojo brillante le recordó la vaporosa nube de sangre que se levantó alrededor de Jerry Banks, y eso le hizo rascarse con más ahínco.

– Oficial, yo no perdería el sueño por eso.

¿Cómo podría explicárselo? Lo que la consumía ahora era más complejo de lo que el detective sabía. Rhyme era el mejor criminalista de Nueva York, quizá del país. Sachs aspiraba a ser como él, pero nunca lo lograría. Pero tirar bien, como conducir rápido, era uno de sus talentos.

Podía ganarles a todos los hombres y mujeres del departamento con cualquiera de las manos. Solía fijar monedas en el campo de tiro y disparar a su destello a cincuenta metros. Luego regalaba las monedas torcidas a su ahijada y a sus amigos. Ella podría haber salvado a Jerry. Diablos, si hasta podría haber herido a ese hijo de puta.

Estaba furiosa consigo misma, furiosa con Percey por ponerla en esta posición.

Y furiosa con Rhyme también.

La puerta se abrió y Percey apareció en el umbral. Lanzando una fría mirada hacia Sachs le pidió a Hale que se les uniera; el hombre desapareció en el cuarto y unos pocos minutos después fue él quien abrió la puerta y dijo:

– Quiere que todos vuelvan.

Sachs se los encontró de esta manera: Percey estaba sentada cerca de Rhyme en un sillón viejo y deteriorado. Se le ocurrió la imagen ridícula de que eran una pareja casada.

– Estamos negociando -anunció Rhyme-. Brit y Percey irán a la casa de seguridad que ha preparado Dellray. Buscarán otra persona que repare el aparato. Sin embargo, encontremos o no al Bailarín, he consentido que Percey haga el vuelo mañana por la noche.

– ¿Y si la arresto? -dijo Sachs, acalorada-. ¿Si la llevo a un centro de detención?

Pensó que Rhyme iba a explotar al oírlo, estaba lista para ello, pero dijo razonablemente:

– Lo pensé, Sachs. Y no creo que sea una buena idea. Estará más expuesta: el juzgado, la detención, el transporte. El Bailarín tendría más de una ocasión de eliminarlos.

Amelia Sachs vaciló y luego cedió. Asintió con la cabeza. Él tenia razón, generalmente la tenía. Pero estuviese acertado o no, haría las cosas a su manera. Ella era su asistente, nada más. Una empleada. Es todo lo que era para él.

– Esto es lo que he pensado -siguió Rhyme-. Vamos a poner una trampa. Necesito tu ayuda, Lon.

– Dime.

– Percey y Hale irán a la casa de seguridad. Pero quiero que parezca que van a otro lado. Haremos un gran barullo. Muy evidente. Elegiré una de las comisarías y simularemos que usamos las celdas para su seguridad. Haremos una transmisión o dos para toda la ciudad, en un medio no codificado, y diremos que cerramos la calle frente a la comisaría para mantenerla despejada, y que transportamos los sospechosos a otro centro. Si tenemos suerte el Bailarín lo escuchará en un detector. Si no lo hace, los medios lo reproducirán y lo podrá escuchar igual.

– ¿Qué te parece la Veinte? -sugirió Sellitto.

La comisaría vigésima, del Upper West Side, quedaba tan sólo a unas calles del domicilio de Rhyme, que conocía a muchos de sus oficiales.

– Vale, está bien.

Sachs detectó entonces cierta intranquilidad en la mirada de Sellitto. El detective se inclinó hacia la silla de Rhyme y el sudor inundó su frente amplia y surcada de arrugas. Tan bajo que sólo Rhyme y Sachs le pudieron oír, susurró:

– ¿Estás seguro, Lincoln? Quiero decir, ¿lo has pensado bien?

Rhyme se volvió hacia Percey. Intercambiaron una mirada entre ellos. Sachs no sabía lo que significaba. Sólo sabía que no le gustaba.

– Sí -dijo Rhyme-. Estoy seguro.

Pero a Sachs no le pareció en absoluto seguro de nada.

Hora 6 de 45
Capítulo 13

– Muchas pruebas, muy bien.

Rhyme miró con aprobación las bolsas plásticas que Sachs había traído de las escenas del crimen del aeropuerto.

Las pruebas eran entonces las piezas favoritas de Rhyme: los trozos y pedacitos, a menudo microscópicos, dejados por los asesinos en las escenas de crimen, o cogidos allí involuntariamente por ellos. Eran restos de pruebas que ni el más listo de los criminales hubiera pensado en colocar ni alterar, y eran pruebas que ni los más hábiles hubieran podido eliminar.

– ¿La primera bolsa, Sachs? ¿De dónde proviene?

Ella hojeó sus anotaciones enfadada.

¿Qué le corroía? Pensó Rhyme. Notaba que algo no andaba bien. Quizá tuviera que ver con su enojo con Percey Clay, quizá con su preocupación por Jerry Banks. O quizá no fuera ni lo uno ni lo otro. Por su gélida actitud se daba cuenta de que ella no quería hablar del asunto. Él tampoco estaba demasiado dispuesto. Había que atrapar al Bailarín y, por el momento, aquélla era la única prioridad.

– Esto es del hangar donde el Bailarín esperó al avión -Levantó dos de las bolsas. Señaló con la cabeza otras tres-. Ésta es del nido del francotirador. Ésta de la furgoneta del pintor. Y ésta de la furgoneta de productos alimenticios.

– ¡Thom, Thom! -gritó Rhyme, sobresaltando a todos los que estaban en el cuarto.

El asistente apareció en el umbral:

– ¿Sí? -dijo muy digno-. Estoy tratando de preparar algo de comida.

– ¿Comida? -preguntó Rhyme, exasperado-. No necesitamos comer. Necesitamos más diagramas. Escribe: «EC-2, Hangar». Sí, «EC-2, Hangar». Está bien. Luego otra: «EC-3». Es de donde disparó, su montículo de hierba.

– ¿Debo escribir eso? «¿Montículo de hierba?»

– Por supuesto que no. Es una broma. Tengo sentido del humor, sabes. Escribe: «EC-3, Nido del Francotirador». Ahora miremos primero el hangar. ¿Qué tenéis?

– Trozos de cristal -dijo Cooper, y desparramó el contenido en una cubeta de porcelana como si fuera un mercader de diamantes.

– Y algunos vestigios aspirados, unas pocas fibras del alféizar de la ventana -añadió Sachs-. No hay BF.

Se refería a los bordes de fricción de huellas, dactilares o de las palmas.

– Tiene mucho cuidado con las huellas -dijo Sellitto, desanimado.

– Ya, pero eso es alentador -dijo Rhyme, irritado -lo normal en él- porque nadie sacaba conclusiones con tanta rapidez como él.

– ¿Por qué? -preguntó el detective.

– ¡Tiene cuidado porque está fichado en alguna parte! De manera que cuando encontremos efectivamente una huella, tendremos una buena oportunidad de identificarlo. Vale, vale, las huellas en los guantes de algodón no sirven… No hay huellas de las botas porque desparramó grava en el suelo del hangar. Es muy listo. Pero si fuera estúpido nadie nos necesitaría, ¿verdad? Bueno, ¿qué nos dice el cristal?

– ¿Qué podría decirnos -preguntó Sachs secamente-, excepto que rompió la ventana para entrar al hangar?

– Me lo pregunto -dijo Rhyme-. Miremos un poco.

Mel Cooper montó varios fragmentos sobre un portaobjetos y los colocó bajo la lente del microscopio de luz polarizada de bajo aumento. Encendió la video cámara para enviar la imagen al ordenador de Rhyme.

El criminalista se acercó en su silla.

– Línea de comandos -ordenó. Al oír su voz, el ordenador hizo aparecer un menú en la brillante pantalla. Rhyme no podía controlar el microscopio por sí mismo, pero podía capturar la imagen en la pantalla y manipularla -aumentarla o disminuirla, por ejemplo-. Cursor izquierdo. Doble click.

Rhyme se inclinó hacia delante con esfuerzo, perdido en las auras irisadas de la refracción.

– Parece un cristal normal PPG [30] para ventanas, de poca resistencia.

– De acuerdo -dijo Cooper y luego observó-: No hay astillas. Lo rompió con un objeto contundente. Quizá su codo.

– Hum, puede ser. Mira las concoides, Mel.

Cuando alguien rompe una ventana, el cristal estalla en una serie de roturas concoides, o líneas de fractura curvas. Se puede determinar por la forma de las curvas de qué dirección provino el golpe.

– Las veo -dijo el técnico-. Fracturas normales.

– Mira la suciedad -dijo Rhyme abruptamente-. En el cristal.

– La veo. Depósitos de agua de lluvia, barro, residuos de combustible.

– ¿De qué lado del cristal está la suciedad? -preguntó Rhyme con impaciencia. Cuando dirigía el IRD, una de las quejas de los oficiales bajo su mando era que actuaba como una institutriz. Rhyme lo consideraba un cumplido.

– Es… oh -Cooper comprendió-. ¿Cómo puede ser?

– ¿Qué? -preguntó Sachs.

Rhyme le explicó que las fracturas concoides comenzaban en el lado limpio del cristal y terminaban en el lado sucio.

– Estaba dentro cuando rompió el cristal.

– Pero eso no puede ser -protestó Sachs-. El cristal estaba dentro del hangar. Él… -se detuvo y asintió-. Quieres decir que lo rompió, luego lo recogió y lo tiró dentro con la grava. ¿Pero, por qué?

– La grava no era para evitar las huellas de los pies. Era para engañarnos y que creyéramos que entró. Pero realmente estaba dentro del hangar y salió. Interesante -el criminalista pensó un momento y luego gritó-: Examina ese vestigio. ¿Contiene algo de bronce? ¿Algo de bronce con grafito?

– Una llave -dijo Sachs-. Estás pensando que alguien le dio una llave para entrar al hangar.

– Eso es exactamente lo que estoy pensando. Hay que localizar al que posee o alquila el hangar.

– Llamaré -dijo Sellitto y abrió su teléfono móvil.

Cooper miró por el ocular de otro microscopio. Le había dado mucho aumento.

– Aquí estamos -dijo-. Mucho grafito y bronce. También me parece que hay algo de aceite tres-en-uno. De manera que era una cerradura vieja. Tuvo que manipularla.

– ¿O…? -le sopló Rhyme-. ¡Vamos, piensa!

– ¡O tenía una llave recién hecha! -soltó Sachs.

– ¡Cierto! Bastante pegajosa. Bien. ¡Thom, el diagrama, por favor! Escribe: «Acceso con llave».

Con su esmerada caligrafía, el asistente escribió las palabras.

– Ahora, ¿qué más tenemos? -Rhyme aspiró y expiró y se acercó al ordenador. Calculó mal, se dio contra él, y casi tiró al suelo el monitor.

– Maldita sea -murmuró.

– ¿Estás bien? -preguntó Sellitto.

– Bien, estoy bien -espetó-. ¿Algo más? -preguntó-. ¿Algo más?

Cooper y Sachs depositaron con un cepillo el resto de los vestigios en una hoja de periódico. Se pusieron los anteojos de aumento y los examinaron. Cooper levantó varias motas con una sonda y las colocó en un portaobjetos.

– Bien -dijo-. Tenemos fibras.

Un momento después, Rhyme miraba los pequeños fragmentos en la pantalla de su ordenador.

– ¿Qué piensas, Mel? ¿Papel, verdad?

– Sí.

Hablando por su micrófono, Rhyme ordenó a su ordenador que se desplazara a través de las imágenes microscópicas de las fibras.

– Parecen de dos tipos diferentes. Unas son blancas o color de ante. Las otras tienen un tinte verde.

– ¿Verde? ¿Dinero? -sugirió Sellitto.

– Posiblemente.

– ¿Tienes suficientes como para pasar algunas por el cromatógrafo de gas? -preguntó Rhyme. El aparato destruía las fibras.

Cooper dijo que tenía suficientes y procedió a examinar varias de ellas.

– No hay algodón, ni sosa, sulfito o sulfato -leyó en la pantalla del ordenador.

Eran elementos químicos que se agregaban a la pulpa en el proceso de fabricar papel de alta calidad.

– Es papel barato. Y el tinte es soluble en agua. No hay tinta con una base de aceite.

– De manera que -anunció Rhyme- no es dinero.

– Probablemente se trata de papel reciclado -dijo Cooper.

Rhyme amplió nuevamente la imagen. Ahora la matriz era grande y se perdían los detalles. Se sintió momentáneamente frustrado y deseó mirar por el ocular verdadero de un microscopio de luz polarizada. No había nada como la nitidez de una buena lente.

Entonces vio algo.

– ¿Y esas manchas amarillas, Mel? ¿Pegamento?

El técnico miró por el ocular del microscopio y anunció:

– Sí. Parece pegamento de sobre.

De manera que posiblemente se le hubiera entregado la llave al Bailarín en un sobre. ¿Pero qué significaba el papel verde? Rhyme no tenía idea.

Sellitto cerró su teléfono:

– Hablé con Ron Talbot de Hudson Air. Hizo unas llamadas. Adivina quién alquila ese hangar donde esperó el Bailarín.

– Phillip Hansen -dijo Rhyme.

– Sí.

– Estamos preparando un buen caso -comentó Sachs.

Es cierto, pensó Rhyme, si bien su meta no era entregar al Bailarín al fiscal de distrito, preparar un caso sin fisuras. No, lo que quería era ver la cabeza de aquel hombre en una pica.

– ¿Algo más?

– Nada.

– Vale, vayamos a la otra escena. El nido de francotirador. Ahí estaba bajo mucha presión. Quizá tuvo algún descuido.

Pero, por supuesto, el Bailarín no se descuidó.

No había casquillos de los proyectiles.

– Esta es la razón -dijo Cooper, examinando los vestigios al microscopio-. Fibras de algodón: utilizó un paño de cocina para recoger los casquillos.

Rhyme asintió:

– ¿Huellas de pies?

– No -Sachs les explicó que el Bailarín había caminado alrededor del barro delator, pisando sobre la hierba hasta cuando corría hacia la furgoneta de productos alimenticios para escapar.

– ¿Cuántos BF encontraste?

– Ninguno en el nido de francotirador -explicó Sachs-. Cerca de doscientos en las dos furgonetas.

Si usaban AFIS -el sistema de identificación automática de huellas dactilares que relacionaba las bases de datos criminales, militares y de empleados públicos digitalizadas de todo el país- podría identificar todas las huellas dactilares, aunque les llevaría mucho tiempo. Pero, obsesionado como estaba Rhyme por encontrar al Bailarín, no se molestó en hacer un pedido a AFIS. Sachs informó que también había hallado huellas de los guantes de algodón en las furgonetas; por sus relieves de fricción, las huellas de dentro de los vehículos no pertenecerían al Bailarín.

Cooper vació la bolsa de plástico en una bandeja de examen. Sachs y él observaron los contenidos.

– Suciedad, hierbas, piedritas… Aquí hay algo. ¿Puedes ver esto, Lincoln? -Cooper montó otro portaobjetos.

– Pelos -dijo- inclinado sobre su propio microscopio-. Tres, cuatro, seis, nueve… una docena. Parecen de médula continua.

La médula es un canal que corre a lo largo de la hebra de algunos tipos de pelo. En los seres humanos, la médula no existe o está fragmentada. Una médula continua indica que el pelo es de animal.

– ¿Qué piensas, Mel?

– Los veré por el microscopio electrónico. -Cooper colocó la escala en quinientos aumentos y ajustó los controles hasta que uno de los pelos estuvo en el centro de la pantalla. Era un tallo blancuzco con escamas puntiagudas que se asemejaban a la cáscara de piña.

– Gato -anunció Rhyme.

– Gatos, plural -lo corrigió Cooper, mirando nuevamente por el microscopio compuesto-. Parece que tenemos uno blanco y otro manchado. Ambos de pelo corto. Luego un pelo leonado, largo y fino. Un persa o algo así.

– No creo que el Bailarín tenga el perfil de un amante de los animales -bufó Rhyme-. O se hace pasar por alguien que tiene gatos o se aloja con alguien que los posee.

– Más pelo -anunció Cooper y montó un portaobjetos en el microscopio compuesto-. Humano. Es… espera, dos hebras de cerca de quince centímetros de largo.

– Se está quedando calvo, ¿eh? -comentó Sellitto.

– ¿Quién sabe? -dijo Rhyme con escepticismo. Sin el bulbo adjunto, es imposible determinar el sexo de la persona que perdió el pelo. También era imposible calcular la edad, excepto en el caso de los niños.

– Quizá se trate de un pelo del pintor -sugirió Rhyme-… ¿Sachs? ¿Tenía el pelo largo?

– No. Cortado al rape. Y era rubio.

– ¿Qué piensas, Mel?

El técnico examinó el pelo en su longitud.

– Ha sido teñido.

– Se conoce al Bailarín por su habilidad para cambiar de aspecto -dijo Rhyme.

– No lo sé, Lincoln -dijo Cooper-. El color es similar a un tono natural. Se podría pensar que si hubiera querido cambiar su identidad hubiera elegido un color bien diferente. Espera, veo dos colores. El tono natural es negro. Se le ha agregado algo de castaño rojizo, y más recientemente una capa de púrpura oscura. Con una diferencia de dos a tres meses. También hay muchos residuos, Lincoln. ¿Paso uno de los pelos por el cromatógrafo?

– Hazlo.

Un momento después Cooper leía la lista en el ordenador conectado al aparato.

– Bien, tenemos un tipo de cosmético.

El maquillaje es muy útil al criminalista; los fabricantes de cosméticos suelen cambiar la fórmula de sus productos para seguir las nuevas tendencias. Las composiciones distintas a veces indican distintas fechas de fabricación y lugares de distribución.

– ¿Qué tenemos?

– Espera -Cooper enviaba la formula a la base de datos con los nombres de las marcas. Unos instantes más tarde obtuvo una respuesta-. Slim-U-Lite. Hecho en Suiza, importado por Jencon, de los alrededores de Boston. Es un jabón común con una base detergente al que se le añaden aceites y aminoácidos. Apareció en las noticias: la FTC [31] los investiga porque afirman que elimina la grasa y la celulitis.

– Hagamos un perfil -anunció Rhyme-. ¿Sachs, qué piensas?

– ¿Acerca de él?

– Acerca de ella. La que le ayuda y es su cómplice. O a la que mató para ocultarse en su piso. Y quizá robar su coche.

– ¿Estás seguro de que es una mujer? -dudó Lon Sellitto.

– No. Pero no tenemos tiempo para ser cautos en nuestras especulaciones. Las mujeres se preocupan más por la celulitis que los hombres. Las mujeres se riñen el pelo más que los hombres. ¡Propuestas audaces! ¡Vamos!

– Bueno, tiene sobrepeso -dijo Sachs-. Y un problema de auto-imagen.

– Quizá sea punky o New Wave o como sea que los raros se llaman hoy en día -sugirió Sellitto-. Mi hija se riñó el pelo violeta. También se hizo unos piercings, sobre los que no quiero hablar. ¿Qué os parece el East Village?

– No creo que intente dar una imagen rebelde -dijo Sachs-. No con esos colores. No son demasiado diferentes. Trata de ser moderna y nada de lo que hace funciona. Digo que es gorda, de pelo corto, en la treintena, trabaja. Vuelve sola a su casa por las noches, a sus gatos.

Rhyme asintió y miró el diagrama.

– Solitaria. Justo la clase de mujer que puede ser seducida por alguien con mucha labia. Busquemos entre los veterinarios. Sabemos que tiene tres gatos, de tres colores diferentes.

– ¿Pero dónde? -preguntó Sellitto-. ¿Westchester? ¿Manhattan?

– Preguntémonos primero -meditó Rhyme- por qué engancharía a esta mujer.

Sachs hizo sonar sus dedos.

– ¡Porque tenia que hacerlo! Porque casi lo atrapamos -su rostro se iluminó. Algo de la antigua Amelia apareció.

– ¡Sí! -dijo Rhyme-. Esta mañana, cerca del domicilio de Percey. Cuando llegaron los ESU.

– Abandonó su coche -continuó Sachs-, y se ocultó en el piso de ella hasta que pudo salir.

– Haz que algunos se pongan a llamar veterinarios -ordenó Rhyme a Sellito-. En un radio de diez manzanas alrededor del domicilio de Percey. No, haz que sea todo el Upper East Side. ¡Llama, Lon, llama!

Mientras el detective marcaba los números en su teléfono, Sachs preguntó muy seria:

– ¿Piensas que está bien? ¿La mujer?

Rhyme respondió con su corazón y no con lo que creía que era la verdad:

– Hay que tener esperanza, Sachs. Hay que tener esperanza.

Hora 7 de 45
Capítulo 14

A Percey Clay la casa de seguridad no le parecía particularmente segura. Se trataba de una estructura de piedra marrón y tres plantas, como muchas otras a lo largo de aquella manzana, cerca de la biblioteca Morgan.

– Aquí es -les dijo un agente a ella y a Brit Hale, señalando por la ventanilla de la furgoneta. Aparcaron en el callejón y los dos fueron conducidos sin ceremonias a través de una entrada en el sótano. La puerta de acero se cerró. Se encontraron mirando a un hombre afable, de unos cuarenta años, delgado, con pelo castaño bastante ralo, que les sonrió.

– Hola -dijo, mostrándoles su identificación y la chapa dorada del NYPD-. Me llamo Roland Bell. De ahora en adelante, cada vez que se encuentren con alguien, aunque sea tan encantador como yo, pídanle su identificación y asegúrense de que la foto coincide.

Percey escuchó su acento y le preguntó:

– No me digas… ¿eres de Carolina del Norte?

– Lo soy -rió-. Me crié en Hoggston [32], no es una broma, no, hasta que me escapé a Chapel Hill. Creo que tú eres una chica de Richmond.

– Lo era. Hace mucho tiempo.

– ¿Y usted, señor Hale? -preguntó Bell-. ¿También enarbola la bandera de la Confederación?

– Michigan -dijo Hale, estrechando la mano vigorosa del policía-. Vía Ohio.

– No se preocupe. Le perdono ese pequeño error suyo de 1865.

– Por mí me hubiera rendido -bromeó Hale-. Pero nadie me lo pidió.

– Ja. Bueno, soy un detective de homicidios pero sigo trabajando en este programa de protección de testigos porque tengo la manía de mantener con vida a la gente. De manera que mi querido amigo Lon Sellitto me pidió que le ayudara. Les custodiaré a todos durante un tiempo.

– ¿Cómo está el otro detective? -preguntó Percey.

– ¿Jerry? Por lo que escuché, todavía está en el quirófano. No hay novedades aún.

Hablaba con lentitud, pero sus ojos se movían con mucha rapidez y recorrieron sus cuerpos de arriba a abajo. ¿Qué buscaba?, se preguntó Percey. ¿Quería ver si iban armados? ¿Si tenían micrófonos ocultos? Luego escudriñó el pasillo y después las ventanas.

– Bien -dijo Bell-, soy una buena persona pero puedo resultar un poco testarudo cuando se trata de cuidar a las personas que me encargan -sonrió a Percey-. Tú también pareces un poco testaruda, pero recuerda que todo lo que te diga que hagas es por tu propio bien. ¿De acuerdo? Bien, pienso que nos vamos a llevar muy bien. Ahora dejadme que os muestre vuestros aposentos de primera categoría.

Mientras subían las escaleras dijo:

– Probablemente os morís por saber si este lugar es de verdad seguro.

Hale preguntó, vacilante:

– ¿Qué quieres decir con «os morís por saber»?

– Significa que estáis ansiosos. Me parece que todavía hablo como en el Sur. Los muchachos de la Central se burlan un poco de mí. Me dejan mensajes diciendo que han detenido a un redneck [33] y que quieren que les haga de traductor. De todos modos, este es un lugar muy seguro. Nuestros amigos de Justicia saben bien lo que hacen. Es más grande de lo que parece desde afuera, ¿verdad?

– Más grande que una cabina de avión, más pequeño que una ruta abierta -dijo Hale.

Bell rió.

– ¿Os preocupan esas ventanas del frente? ¿No os parecían muy seguras cuando llegasteis?

– Eso por un lado… -empezó a decir Percey.

– Bueno, aquí está la puerta principal. Echad una mirada -la abrió.

No había ventanas. Sobre ellas se habían atornillado láminas de acero.

– Del otro lado hay cortinas -explicó Bell-. Desde la calle parecen habitaciones a oscuras. En todas las otras ventanas hay cristales a prueba de balas. Pero de todos modos manteneos alejados de ellas. Y tened echadas las persianas. La salida de emergencia y los techos están equipados con sensores y tenemos toneladas de cámaras de video escondidas por todas partes. Si alguien se acerca, lo controlamos al máximo antes de que llegue a la puerta principal. Sólo un fantasma con anorexia podría entrar -caminó por un largo pasillo-. Seguidme por aquí… Bien, este es su cuarto, señora Clay.

– Ya que vamos a vivir juntos, puedes llamarme Percey.

– Hecho. Y usted es…

– Brit.

Los cuartos eran pequeños, oscuros y muy silenciosos, muy diferentes a la oficina de Percey en un rincón del hangar de Hudson Air. Pensó en Ed, que prefería tener su despacho en el edificio principal, con su organizado escritorio, cuadros en las paredes que representaban B17 y P51, pisapapeles sobre cada pila de documentos… A Percey le gustaba el olor del combustible para reactores y como música de fondo para su día laboral prefería el ruido de las llaves de tuerca neumáticas. Pensó en ellos dos juntos, Ed inclinado sobre el escritorio de ella, compartiendo un café. Logró alejar el recuerdo antes de volver a echarse a llorar.

– Los protagonistas están en su lugar -dijo Bell por su transmisor.

Un momento después aparecieron dos policías uniformados por el pasillo; saludaron y uno de ellos dijo:

– Estaremos aquí afuera. Todo el tiempo.

Era curioso, pero su deje de Nueva York no parecía muy diferente al resonante acento de Bell.

– Eso estuvo bien -le dijo el detective a Percey.

Ella levantó una ceja.

– Controlaste su identidad. Nadie te sacará ventaja -ella sonrió débilmente-. Bueno, tenemos a dos hombres con tu suegra en Nueva Jersey -le informó Bell-. ¿Algún otro familiar necesita que lo cuidemos?

Percey dijo que no, no en aquella zona.

Bell repitió la pregunta a Hale, quien contestó, con una triste sonrisa:

– No, a menos que una ex mujer sea considerada familiar. Bueno, ex mujeres.

– Bien. ¿Gatos o perros que necesiten agua?

– No -dijo Percey. Hale sacudió la cabeza.

– Entonces ya podemos relajarnos. No hagáis llamadas desde teléfonos móviles si los tenéis. Usad solo esa línea que está allí. Recordad las ventanas y las cortinas. En aquel lugar hay un botón de emergencia. Si llega a ocurrir lo peor, cosa que no sucederá, lo apretáis y os tiráis al suelo. Bien, si necesitáis algo, pegadme un grito.

– Pensándolo bien, yo quiero algo -dijo Percey y levantó la petaca plateada.

– Muy bien -dijo Bell con su acento sureño-, si quieres que te ayude a vaciarla, todavía estoy de servicio, aunque te agradezco el ofrecimiento. Si quieres que te ayude a llenarla, bueno, dalo por hecho.


El engaño que habían planeado no alcanzó las noticias de las cinco.

Pero tres transmisiones salieron sin codificar por un canal policial para toda la ciudad, informando a las comisarías de una operación de seguridad 10-66 en la comisaría veinte y con una advertencia al tráfico 10-67 sobre cierres de calles en el Upper West Side. Todos los sospechosos apresados dentro de los límites de la comisaría 20 debían ser llevados directamente al Registro Central y al Centro de detención de Mujeres y Hombres del centro de la ciudad. No se permitiría que nadie entrara o saliera de la comisaría sin una autorización especial del FBI. O de la FAA (el agregado era de Dellray).

Mientras se efectuaba esta transmisión, los equipos 32-E de Bo Haumann se colocaban en posición alrededor del edificio policial.

A partir de ese momento, Haumann estaba a cargo de aquella parte de la operación. Fred Dellray estaba reuniendo un equipo federal de rescate de rehenes para el caso de que descubrieran la identidad y el domicilio de la dueña de los gatos. Rhyme, junto a Sachs y a Cooper, seguían trabajando con los rastros obtenidos en las escenas de crimen.

No había nuevas pistas, pero Rhyme quería que Sachs y Cooper volvieran a examinar lo que ya habían descubierto. En esto consistía la ciencia forense: en mirar y mirar y mirar, y luego, cuando no se podía encontrar nada, se miraba un poco más. Y cuando se llegaba a otro callejón sin salida, se seguía mirando.

Rhyme había acercado su silla al ordenador y le pedía que ampliara las imágenes del temporizador encontrado entre los restos del avión de Ed Carney. El mismo temporizador no tenía demasiada utilidad, porque era muy común, pero él se preguntaba si no podría contener un pequeño rastro o quizá una huella latente parcial. Los criminales que ponen bombas a menudo creen que las huellas dactilares se destruyen en la explosión, y prescinden de los guantes cuando trabajan con los componentes más pequeños de los artefactos. Pero la explosión en sí misma no necesariamente destruye las huellas. Rhyme le pidió a Cooper que expusiera el temporizador en el bastidor del SuperGlue, y cuando esta operación no reveló nada, le indicó que lo espolvoreara con el MagnaBrush, una técnica para descubrir huellas que utiliza un fino polvo magnético. No encontró nada.

Finalmente, Rhyme ordenó que se bombardeara la muestra con el nit-yag, el nombre coloquial del láser de cristal de granate que era lo más avanzado para descubrir huellas que resultaban invisibles por otros medios.

Cooper estaba mirando la imagen bajo el microscopio mientras Rhyme la examinaba en la pantalla de su ordenador.

El criminalista soltó una seca carcajada, entrecerró los ojos, miró de nuevo y se preguntó si sus ojos no le estarían gastando una broma.

– ¿Es eso?… Mira. ¡En el rincón inferior derecho! -gritó.

Pero Cooper y Sachs no podían ver nada.

Gracias a la imagen ampliada había encontrado algo que el microscopio óptico de Cooper había pasado por alto. En el borde de metal que había protegido al temporizador, evitando que saltara hecho añicos había un tenue semicírculo de terminaciones, entrecruzamientos y bifurcaciones de una huella dactilar. No tenía más de un milímetro de ancho y quizá un centímetro de largo.

– Es una huella -dijo Rhyme.

– No es suficiente para compararla -dijo Cooper, mirando la pantalla de Rhyme.

Hay un total de cerca de 150 características individuales en los surcos de una sola huella dactilar, pero un experto puede determinar la identidad si coinciden sólo de ocho a dieciséis de ellas. Por desgracia, aquella muestra ni siquiera proporcionaba la mitad.

Sin embago, Rhyme estaba entusiasmado. El criminalista que no podía girar el enfoque de un microscopio de luz polarizada había encontrado algo que los demás no habían visto. Algo que probablemente hubiera pasado por alto de ser «normal».

Ordenó al ordenador que cargara un programa de captura de pantalla y guardó la huella en un archivo bmp, sin comprimirla en jpg para evitar el riesgo de corromper la imagen. Imprimió una copia con la impresora láser e hizo que Thom la pegara cerca del panel de pruebas procedentes del lugar de la explosión del avión.

Sonó el teléfono y, con su nuevo sistema, Rhyme descolgó tranquilamente y pasó la llamada al altavoz.

Eran los Mellizos, también conocidos por el apodo afectuoso de «los muchachos Hardy», un par de detectives de Homicidios que trabajaban para el edificio principal, Plaza Uno, de la policía. Eran interrogadores y agentes callejeros; encargados de entrevistar a residentes, mirones y testigos después de un delito; tenían un vago parecido entre sí, y eran considerados los mejores de la ciudad. Hasta Lincoln Rhyme, con su desconfianza hacia las capacidades humanas de observación e intuición, los respetaba.

A pesar de su forma de hablar.

– Hola, detective. Hola, Lincoln -dijo uno de ellos. Sus nombres eran Bedding y Saúl. Difícilmente se distinguían el uno del otro. Por el teléfono, Rhyme ni siquiera trató de hacerlo.

– ¿Qué tenéis? -preguntó-. ¿Habéis encontrado a la dama de los gatos?

– Esto fue fácil. Siete veterinarios, dos residencias para gatos…

– Tiene sentido ocuparse de ellos también. Y…

– También entrevistamos a tres empresas que pasean mascotas. Aun cuando…

– ¿Quién saca a pasear los gatos, verdad? Pero también se encargan de alimentarlos, darles agua y mantener limpios los aseos cuando el dueño está ausente. Me imagino que no está de más.

– Tres de los veterinarios tenían un cliente que podía ser, pero no estaban seguros. Ha sido una operación complicada.

– Hay muchos animales en el Upper East Side. Te sorprendería. O quizá no.

– Y entonces tuvimos que llamar a asistentes a domicilio. Ya sabes, doctores, ayudantes…

– Ese es un oficio. Lavador de mascotas. De todas formas, un recepcionista de un veterinario en la Ochenta y dos pensó que podría ser una dienta llamada Sheila Horowitz. De unos treinta años, tiene pelo corto y oscuro, algo obesa. Tiene tres gatos. Uno negro y el otro rubio. No conocen el color del tercero. Vive en Lexington entre la Setenta y ocho y la Setenta y nueve.

A cinco calles del domicilio de Percey.

Rhyme les dio las gracias y les pidió que permanecieran de guardia, luego ladró:

– ¡Haced que los equipos de Dellray salgan ya mismo! Ve tú también, Sachs. Esté allí el Bailarín o no, hay una escena que examinar. Pienso que nos estamos acercando. ¿Podéis sentirlo todos? ¡Estamos cerca!


Percey le estaba contando a Roland Bell su primer vuelo en solitario.

Que no salió como había planeado.

Había despegado de la pequeña pista de hierba, a ocho kilómetros de Richmond, y sintió el familiar ruido del motor del Cessna a medida que saltaba sobre el suelo irregular hasta coger una velocidad VI. Luego tiró hacia atrás la palanca de mando y el pequeño y compacto 150 se elevó en el aire. Era una mañana de primavera húmeda, como la de aquel mismo día.

– Te debió parecer excitante -comentó Bell, con una mirada de curiosa incertidumbre.

– Cada vez más -dijo Percey, que tomó otro trago de la petaca.

Veinte minutos después el aparato dejó el territorio boscoso de Virginia oriental, una pesadilla de zarzas y pinos. Ella hizo descender el avión sobre un camino de tierra, verificó el combustible y volvió a despegar, regresando a casa sin incidentes.

No hubo ninguna avería en el pequeño Cessna, por lo que el propietario nunca descubrió el paseo. En realidad, la única consecuencia del suceso fue la tunda que le propinó su madre después de que el director de la escuela Lee le informara de que Percey se había enzarzado en otra pelea más y había golpeado a Susan Beth Halworth en la nariz, huyendo después de la quinta hora de clase.

– Tenía que irme -le explicó Percey a Bell-. Se estaban burlando de mí. Creo que me llamaban «enana de jardín». Me lo dijeron muchas veces.

– Los chicos pueden ser crueles -dijo Bell-. A mis hijos les daría una azotaina si hicieran algo así. Oye, ¿cuántos años tenías?

– Trece.

– ¿Y pudiste hacerlo? Quiero decir, ¿no necesitas tener diecisiete años para volar?

– Dieciséis.

– Oh. Entonces… ¿cómo lo hiciste?

– Nunca me cogieron -dijo Percey-. Así es como lo hice.

– Oh.

Estaban sentados en el cuarto de ella en la casa protegida. Él había vuelto a llenar la petaca con Wild Turkey, regalito muy común de un informante de la mafia que había pasado allí cinco semanas; estaban sentados en un diván verde, y no se oía el sonido agudo del transmisor, afortunadamente apagado. Percey se apoyaba en el respaldo mientras que Bell se sentaba hacia delante, aunque no porque el mueble le resultara incómodo sino porque le gustaba mantenerse alerta. Sus ojos podrían captar el vuelo de una mosca que pasara por la puerta, una corriente de aire que empujara una cortina y su mano se dirigiría a una de las grandes pistolas que llevaba.

A petición de Bell, Percey siguió con la historia de su carrera en la aviación. Cuando tenía dieciséis años obtuvo su certificado de estudiante piloto, un año después el título de piloto privado y a los dieciocho se convirtió en piloto comercial.

Para horror de sus padres, renunció a entrar en el negocio del tabaco (el padre no trabajaba para una «compañía» sino para un «cultivador», si bien para todos los demás se trataba de una corporación de seis mil millones de dólares) y estudió para licenciarse en ingeniería. («Abandonar la Universidad de Virginia es la primera cosa sensata que ha hecho» le dijo su madre a su padre: fue la única vez que su madre había estado de su parte. La mujer agregó: «Será más fácil que encuentre marido en la Tecnológica de Virginia». Quería decir que sus estudiantes varones no ponían el listón muy alto.)

Pero a ella no le interesaban las fiestas, ni los muchachos, ni las hermandades universitarias. Toda su vida se centraba en una sola cosa: volar, todos los días en que le era física y financieramente posible volaba. Obtuvo su certificado de instructora de vuelo y comenzó a enseñar. No le gustaba especialmente la tarea, pero persistió en ella por una razón muy sabia: las horas que se pasan como instructor de vuelo cuentan en el curriculum como tiempo de piloto al mando. Lo que resultaría muy útil cuando fuera a llamar a la puerta de las aerolíneas.

Después de su graduación, empezó a llevar la vida de un piloto sin empleo. Lecciones, espectáculos aéreos, paseos, trabajos ocasionales como acompañante en un servicio de entregas o en una pequeña compañía charter. Taxis aéreos, hidroaviones, fumigación de cosechas, hasta vuelos acrobáticos en viejos biplanos Stearman o Curtis Jenny, los sábados por la tarde en parques de atracciones de los suburbios.

– Fue duro, realmente duro -le dijo a Roland-. Quizá como empezar en la policía.

– No me parece que haya mucha diferencia. Estaba poniendo trampas para los que se excedían de la velocidad permitida y controlaba un cruce como policía de tráfico de Hoggston. Tuvimos tres años consecutivos sin homicidios, ni siquiera accidentales. Luego comencé a ascender, conseguí un empleo de policía del condado y trabajé en la Patrulla de la Autopista. Pero eso consistía mayormente en detener a los conductores con una copa de más. De manera que volví a la Universidad de Carolina del Norte para graduarme en criminología y sociología. Luego me mudé a Winston-Salem y conseguí una chapa dorada.

– ¿Una qué?

– Detective. Por supuesto me dieron dos palizas y me dispararon tres veces antes de mi primera revista… Tienes que pensar muy bien lo que deseas; no vaya a ser que lo consigas. ¿Lo has oído alguna vez?

– Pero estabas haciendo lo que querías.

– Así es. Sabes, mi tía, la que me crió, solía decir: «Camina en la dirección que Dios te señala». Creo que hay algo de verdad en ello. Oye, ¿cómo comenzaste con tu propia compañía?

– Ed -mi marido-, Ron Talbot y yo lo hicimos. Hace unos siete u ocho años. Pero primero hice una escala.

– ¿A qué te refieres?

– Me alisté.

– ¿Bromeas?

– No. Estaba desesperada por volar y nadie me contrataba. Mira, para conseguir un empleo con una gran aerolínea o una compañía charter tienes que tener experiencia con los aviones que utilizan. Y para conseguirlo tienes que pagar tu entrenamiento y las horas en el simulador, de tu propio bolsillo. Puede costarte diez mil dólares obtener el permiso para pilotar un gran reactor. Estaba condenada a volar en aviones a hélice porque no podía pagar mi entrenamiento. Entonces se me ocurrió: podría alistarme y que me pagaran por volar los aviones más interesantes de la tierra. De manera que firmé un contrato con la Armada.

– ¿Por qué con ellos precisamente?

– Por los portaaviones. Pensé que sería divertido aterrizar en una pista móvil.

Bell hizo una mueca. Percey le miró extrañada y él le explicó:

– Por si no te habías dado cuenta, no me atrae mucho tu trabajo.

– ¿No te gustan los aviadores?

– Oh, no, nada de eso. Lo que no me gusta es volar.

– ¿Preferirías que te dispararan antes de subir a un avión?

Sin pensarlo mucho, Bell asintió enfáticamente y luego preguntó:

– ¿Estuviste en combate?

– Claro. En Las Vegas.

Bell frunció el ceño.

– Mil novecientos noventa y uno. El Hotel Hilton. Tercera planta.

– ¿Combate? No entiendo.

– ¿Alguna vez oíste hablar de Tailhook? -le preguntó Percey.

– Oh, ¿no fue una convención naval o algo parecido? ¿Donde un grupo de pilotos se emborrachó y atacó a unas mujeres? ¿Estuviste allí?

– Me manosearon y me pellizcaron. Derribé de un golpe a un teniente y rompí un dedo a otro, aunque lamentó decir que estaba demasiado borracho y no sintió dolor hasta el día siguiente.

Bebió más bourbon.

– ¿Fue tan horrible como se contó?

– Una suele esperar que algún norcoreano o algún iraní en un Mig se descuelgue del sol y te persiga -respondió Percey tras pensárselo un momento-. Pero cuando lo hacen personas que se supone están de tu lado, bueno, realmente te desconcierta. Te hace sentir sucia y traicionada.

– ¿Qué sucedió?

– Oh, fue penoso -murmuró Percey-. No quise dejarlo pasar. Lo denuncié y algunas personas perdieron sus puestos. Algunos pilotos, pero también algunos peces gordos. Eso no sentó muy bien en la sala de mandos, como puedes imaginar. Con o sin capacidad de improvisación, no se puede volar con compañeros en los que no confías. De manera que me fui. Estuvo bien. Me divertí con los Tomcats [34], me divertí haciendo salidas. Pero era el momento de irme. Había conocido a Ed, mi marido, y habíamos decidido crear la empresa de charter. Fui a ver a mi padre y más o menos hicimos las paces; él me prestó gran parte del dinero para la Compañía -se encogió de hombros- que le devolví pagando el interés normal más tres puntos, sin demorar ni un día. El muy hijo de puta…

Le volvieron a la mente una docena de recuerdos de Ed. Cuando le ayudaba a negociar el préstamo. Cuando eligieron juntos los aviones en compañías de alquiler que se mostraban escépticas. Cuando alquilaron los hangares. Cuando discutían tratando de dejar listo un avión a las tres de la mañana para un vuelo que tendría lugar a las seis. Las imágenes le hacían tanto daño como sus feroces jaquecas. Para tratar de alejar esos pensamientos preguntó:

– ¿Y qué te trajo hasta el Norte?

– La familia de mi mujer vive aquí. En Long Island.

– ¿Dejaste Carolina del Norte para vivir cerca de tu familia política?

Percey tuvo en la punta de la lengua un comentario burlón, pero le alegró no hacerlo. Los ojos castaño claro de Bell la miraron con naturalidad cuando dijo:

– Beth estaba muy enferma. Murió hace diecinueve meses.

– Oh, lo lamento mucho.

– Gracias. Aquí había un Sloan-Kettering [35], muy cerca de donde vivía su hermana. La verdad es que necesitaba alguna ayuda con los niños. Soy bueno jugando a la pelota y haciendo chili, pero ellos necesitan otra cosa. Por ejemplo, les encogí todos los jerseys la primera vez que los metí en la secadora. Ese tipo de cosas. No me importaba mudarme, de todos modos. Quería que los chicos supieran que hay más cosas en la vida que silos y cosechadoras.

– ¿Tienes fotos? -preguntó Percey, dando otro trago de la petaca. El ardiente licor la quemó durante un momento breve y exquisito. Decidió que dejaría de beber. Luego decidió no hacerlo.

– Por supuesto que sí -sacó una cartera de sus pantalones bolsudos y mostró a sus hijos. Dos chicos rubios, de unos cinco y siete años-. Benjamin y Kevin -los presentó.

Percey también alcanzó a ver fugazmente otra foto, una mujer bonita y rubia, con el pelo corto peinado con flequillo.

– Son muy ricos.

– ¿Tienes hijos?

– No -contestó Percey, siempre había tenido sus razones para retrasar ese momento. Era mejor el año próximo o el siguiente… Cuando la empresa anduviera mejor… Cuando alquilaran el 737… Después que obtuviera su licencia para pilotar DC-9… Le sonrió con estoicismo-: ¿Y los tuyos? ¿Quieren ser policías cuando crezcan?

– Jugadores de fútbol, eso es lo que quieren ser. No hay mucho mercado para ese deporte en Nueva York. A menos que los Mets sigan jugando como hasta ahora.

Antes que el silencio se hiciera demasiado denso, Percey preguntó:

– ¿Puedo llamar a la Compañía? Quiero saber cómo va mi avión.

– Por supuesto. Te dejaré tranquila. Sólo ten cuidado de no dar nuestro número ni dirección a nadie. Es lo único que te prohíbo terminantemente.

Hora 8 de 45
Capítulo 15

– Ron. Soy Percey. ¿Cómo están todos?

– Afectados -respondió-. Mandé a Sally a su casa. No podía…

– ¿Cómo está?

– No lo puede asumir. Carol tampoco. Y Lauren. Lauren no se podía controlar. Nunca he visto a nadie tan trastornado. ¿Cómo estáis tú y Brit?

– Brit está volviéndose loco. Yo estoy volviéndome loca. Qué lío es todo esto. Oh, Ron…

– ¿Y el agente, el policía al que dispararon?

– No creo que sepan nada todavía. ¿Cómo está el Foxtrot Bravo?

– No tan mal como parecía. Ya he cambiado la ventanilla de la cabina. No hay brechas en el fuselaje. El motor número dos… es un problema. Tenemos que remplazar gran parte del revestimiento. Estamos tratando de encontrar un nuevo cartucho para el extinguidor. Creo que lo lograremos…

– ¿Pero?

– Pero hay que remplazar la camisa.

– ¿De la cámara de combustión? ¿Remplazarla? Oh, Dios.

– Ya llamé al distribuidor Garrett de Conneticut. Acordaron entregar una mañana, aunque sea domingo. La puedo tener instalada en dos o tres horas.

– Diablos -murmuró Percey-, debería estar allí… Les prometí que me quedaría tranquila pero, maldición, debería estar allí.

– ¿Dónde estás, Percey?

Y Stephen Kall, que escuchaba aquella conversación mientras permanecía sentado en el oscuro piso de Sheila Horowitz, se dispuso a escribir. Apretó el auricular contra la oreja.

Pero la Mujer sólo dijo:

– En Manhattan. Hay casi mil policías a nuestro alrededor. Me siento como si fuera el papa o el presidente.

Stephen había escuchado en su receptor informes sobre una curiosa actividad alrededor de la comisaría Veinte, que estaba en el Upper West Side. Se iba a cerrar el edificio policial y reubicar a los delincuentes custodiados. Se preguntó si sería allí dónde ahora estaba la Mujer, en el edificio de la comisaría.

– ¿Van a parar a este tipo? -preguntó Ron-. ¿Tienen algunas pistas?

Sí, ¿las tienen? se preguntó Stephen.

– No lo sé -respondió Percey.

– Esos disparos -dijo Ron-. Cómo me asusté. Me hizo acordar del servicio militar. Sabes, el sonido de los fusiles.

Stephen reflexionó otra vez sobre aquel tipo, Ron. ¿Podría ser de utilidad?

Infíltrate, evalúa… interroga.

Stephen pensó en atraparlo y torturarlo para obligarle a llamar a Percey y preguntarle dónde quedaba la casa de seguridad…

Pero aunque podría volver a pasar por los controles del aeropuerto, constituía un riesgo. Y le llevaría demasiado tiempo.

Mientras escuchaba la conversación, Stephen miró la pantalla del ordenador portátil que tenía delante. Seguía destellando un mensaje que decía: Por favor, espere. El micrófono remoto estaba conectado a una caja repetidora NYNEX situada cerca del aeropuerto y había estado transmitiendo al grabador de Stephen sus conversaciones durante la semana anterior. A Stephen le sorprendía que la policía no lo hubiera descubierto todavía.

Un gato, Esmeralda, Essie, ese saco de gusanos, saltó sobre la mesa y arqueó el lomo. Stephen podía oír su irritante ronroneo. Empezó a ponérsele la carne de gallina.

Dio un fuerte codazo al gato, que cayó al suelo, y se alegró al oír el maullido de dolor.

– He estado buscando otros pilotos -dijo Ron, inquieto-. Tengo…

– Solo necesitamos uno. Como acompañante.

– ¿Qué? -preguntó Ron tras una pausa.

– Voy a hacer el vuelo mañana. Todo lo que necesito es un FO [36].

– ¿Tú? No me parece una buena idea, Percey.

– ¿Tienes a alguien? -preguntó ella con brusquedad.

– Bueno, el caso es…

– ¿Tienes a alguien?

– Brad Torgeson está en la lista de reemplazos. Dijo que no le importaba echarnos una mano. Conoce nuestra situación.

– Bien. Un piloto con cojones. ¿Ha volado en Lear?

– Mucho… Percey, pensé que seguirías escondida hasta testificar ante el gran jurado.

– Lincoln estuvo de acuerdo en dejarme volar. Si me quedo aquí hasta entonces.

– ¿Quién es Lincoln?

Sí, pensó Stephen. ¿Quién es Lincoln?

– Bueno, es un hombre extraordinario… – La Mujer vaciló, como si quisiera hablar de él pero no estuviera segura de qué decir. A Stephen le disgustó que se limitara a comentar:

– Está trabajando con la policía, trata de encontrar al asesino. Le dije que me quedaría aquí hasta mañana, pero que estoy decidida a hacer ese vuelo. Estuvo de acuerdo.

– Percey, lo podemos posponer. Hablaré con U.S. Medical. Saben que estamos pasando por un…

– No -dijo ella con firmeza-. No quieren excusas. Quieren que despeguemos a la hora convenida. Y si no podemos hacerlo encontrarán a otro. ¿Cuándo nos entregan la carga?

– A las seis o siete.

– Estaré allí al caer la tarde. Te ayudaré a terminar lo de la camisa.

– Percey -resopló Ron-, todo saldrá bien.

– Si ese motor está reparado a tiempo, todo será magnífico.

– Debes estar pasando por un calvario.

– A decir verdad, no -dijo Percey.

Todavía no, la corrigió Stephen en silencio.


Sachs patinó con la camioneta RRV al doblar la esquina a ochenta kilómetros por hora. Vio una docena de agentes tácticos que trotaban por la acera.

Los grupos de Fred Dellray estaban rodeando el edificio donde vivía Sheila Horowitz. Una típica casa de piedra marrón del Upper East Side, al lado de una tienda coreana de alimentación, un empleado estaba en frente de cuclillas sobre un cajón de embalaje de leche y pelaba zanahorias para el bufet de ensaladas mientras miraba sin demasiada curiosidad a los hombres y mujeres armados con ametralladoras que rodeaban el edificio.

Sachs encontró a Dellray en el vestíbulo, con el arma desenfundada y examinando los buzones.

S. Horowitz. 204.

Conectó su radio:

– Estamos en cuatro ocho tres punto cuatro.

La frecuencia protegida de las operaciones tácticas federales. Sachs sintonizó su radio mientras Dellray curioseaba en el buzón de Horowitz con una pequeña linterna negra.

– No se recogió nada hoy. Tengo la impresión de que la chica no está. -Luego añadió-: Tenemos a nuestra gente en la escalera de incendios y en la planta de arriba y de abajo, con una cámara SWAT y micrófonos. No han visto a nadie dentro. Pero se detectan arañazos y ronroneos. Nada que suene humano, no obstante. La chica tiene gatos, recordad. Acertó al pensar en los veterinarios. Me refiero a nuestro hombre, Rhyme.

Sé a quien te refieres, pensó Sachs.

Fuera el viento aullaba y otra línea de nubes negras cruzaba la ciudad. Grandes jirones de color violeta.

– Todos los grupos -gritó Dellray en su radio-. ¿Estado?

– Grupo rojo. Estamos en la escalera de incendios.

– Grupo azul. Primera planta.

– Roger -musitó Dellray-. Búsqueda y Vigilancia. Informe.

– Todavía no estamos seguros. Tenemos débiles señales infrarrojas. Si hay algo o alguien en el interior no hay movimientos. Podría tratarse de un gato durmiendo. O una víctima herida. O quizá una luz piloto o una bombilla que ha estado un tiempo encendida. Sin embargo podría ser el sujeto. En una parte interna del piso.

– Bueno, ¿qué piensas? -preguntó Sachs.

– ¿Quién habla? -preguntó el agente por la radio.

– NYPD. Patrullero Cinco Ocho Ocho Cinco -respondió Sachs, dando su número de placa-. Quiero saber cuál es tu opinión. ¿Piensas que el sospechoso está adentro?

– ¿Por qué lo preguntas? -quiso saber Dellray.

– Quiero una escena que no esté contaminada. Me gustaría entrar sola si piensan que el Bailarín no está allí.

La violenta entrada de una docena de oficiales tácticos probablemente constituía la manera más eficaz de arruinar por completo una escena de crimen.

Dellray la miró un momento frunciendo el ceño, y luego dijo a su micrófono:

– ¿Cuál es tu opinión, S &S?

– No lo podemos decir con seguridad, señor -informó el etéreo agente.

– Sé que no puedes, Billy. Sólo dime lo que te dicta tu instinto.

– Pienso que huyó -replicó tras pensárselo un segundo-. Creo que el piso está limpio.

– Bien, pero lleva un oficial contigo -le dijo a Sachs-. Es una orden.

– Yo entraré primero. Me puede cubrir desde la puerta. Mira, este tipo no deja ningún rastro en ninguna parte. Necesitaré algo más de tiempo.

– Está bien, oficial -Dellray hizo una seña con la cabeza a los agentes federales de SWAT-. Entrada aprobada -musitó, olvidando por un momento su lenguaje habitual para adoptar los términos policiales consagrados.

Uno de los agentes tácticos desarmó en treinta segundos el cerrojo de la puerta.

– Esperad -dijo Dellray, irguiendo la cabeza-. Es una llamada desde la Central. -Habló por la radio-: Dadles la frecuencia -le indicó a Sachs-. Lincoln te llama.

Un momento después irrumpió la voz del criminalista:

– Sachs -dijo-, ¿qué estás haciendo?

– Estoy a punto de…

– Escucha -le dijo con urgencia-. No vayas sola. Déjales que primero examinen la escena. Conoces las reglas.

– Tengo un apoyo…

– No. Deja que SWAT la examine primero.

– Están seguros de que no está dentro -mintió Sachs.

– No es suficiente -replicó Rhyme-. No con el Bailarín. Nadie está seguro con él.

Otra vez con esa monserga. Exasperada, dijo:

– Es la clase de escena que él no espera que encontremos. Probablemente no la limpió. Podríamos encontrar una huella digital, el casquillo de un proyectil. Diablos, si hasta podríamos encontrar su tarjeta de crédito.

Sin respuesta. No era muy frecuente que Rhyme se quedara callado.

– Deja de asustarme, Rhyme. ¿Vale?

Él no contestó y ella tuvo la extraña sensación de que quería que se asustara.

– ¿Sachs?

– ¿Qué?

– Sólo te pido que tengas cuidado -fue su único consejo.

Entonces aparecieron de repente cinco agentes tácticos, con guantes y capuchas Nomex, chaquetas antibalas azules y armados con negros fusiles H &K.

– Te llamaré desde dentro -dijo Sachs.

Comenzó a subir las escaleras tras los policías, más concentrada en el peso de la maleta con útiles para la escena de crimen que llevaba en su frágil mano que en la negra pistola de su mano derecha.


En los viejos tiempos, en los días anteriores al accidente, a Rhyme le gustaba mucho andar.

Había algo en el movimiento que lo calmaba. Un paseo por Central Park o Washington Square, una enérgica caminata. Solía hacer pausas para recoger trozos de materiales para las bases de datos del laboratorio de IRD, pero una vez que los pedazos de tierra o las plantas o las muestras de materiales de construcción estaban bien guardados y anotada su precedencia en su cuaderno, Rhyme seguía su camino. Solía caminar kilómetros y kilómetros.

Una de las cosas más frustrantes de su estado actual consistía en su incapacidad de descargar las tensiones. En aquel momento tenía los ojos cerrados y se frotó la nuca contra el cabecero de la Storm Arrow, haciendo rechinar los dientes. Le pidió a Thom un poco de whisky.

– ¿No necesitas estar lúcido?

– No.

– Yo creo que sí.

Vete al diablo, pensó Rhyme, y rechinó los dientes con más fuerza. Thom tendrá que limpiar una encía ensangrentada. Y me portaré como un gilipollas con él también.

A la distancia retumbaron los truenos y la luz disminuyó.

Se imaginó a Sachs frente a la fuerza táctica. Ella tenía razón, por supuesto: un grupo ESU que hiciera un examen completo del piso lo contaminaría mucho. No obstante, ella le preocupaba seriamente. Era tan imprudente. Había visto cómo se rascaba la piel, cómo se pellizcaba las cejas, cómo se comía las uñas. Rhyme, siempre escéptico ante las artimañas de los psicólogos, sabía reconocer sin embargo una conducta auto-destructiva cuando la veía. También había salido en coche con Sachs en su deportivo trucado; había llegado a velocidades de más de 300 kilómetros por hora, y pareció decepcionada porque los malos caminos de Long Island no le habían permitido duplicar esa velocidad.

Se sobresaltó al escuchar su voz susurrante:

– ¿Rhyme, estás ahí?

– Adelante, Amelia.

– Sin nombres, Rhyme -le pidió ella-. Trae mala suerte.

Él trató de reír. Deseó no haber pronunciado su nombre y se preguntó por qué lo había hecho.

– Adelante.

– No creen que esté allí dentro.

– ¿Tienes puesto el blindaje?

– Le robé a un agente federal su chaqueta antibalas. Mira, parece que llevo como sostén unas cajas negras de cereales.

– A la de tres -Rhyme escuchó la voz de Dellray- atención a todos los grupos, tomad las puertas y ventanas, cubrid todas las zonas, pero deteneos en la puerta. Una…

Rhyme se sentía morir. Quería con ansia atrapar al Bailarín, podía saborear su captura, pero qué asustado estaba por ella.

– Dos…

Maldición -pensó Rhyme-, no quiero preocuparme por ti…

– Tres…

Escuchó un sonido suave, como el chasquillo de unos nudillos y se encontró inclinado hacia delante. Le dio un enorme calambre en el cuello y se recostó. Thom apareció y comenzó a darle un masaje.

– Ya está bien -murmuró-. Gracias. ¿Podrías limpiarme el sudor? Por favor.

Thom lo miró suspicaz y luego le enjugó la frente.

¿Qué estás haciendo, Sachs?

Quería preguntárselo, pero ni se le ocurría distraerla en aquel momento.

Entonces oyó un grito ahogado. Se le erizaron los pelos de la nuca.

– Dios, Rhyme.

– ¿Qué? Dime.

– La mujer…, Sheila Horowitz. La puerta de la nevera está abierta. Ella está dentro. Esta muerta pero parece que… Oh, Dios, sus ojos.

– Sachs…

– Parece que la metió dentro cuando todavía estaba viva. Por qué diablos…

– No lo pienses mucho, Sachs. Vamos. Puedes hacerlo.

– Jesús.

Rhyme sabía que Sachs era claustrofóbica. Imaginó el terror que debería sentir al encontrarse frente a aquella horrible forma de morir.

– ¿Le puso una cinta adhesiva o la ató?

– Cinta. Una clase de cinta de embalaje transparente en la boca. Sus ojos, Rhyme, sus ojos…

– No pierdas el control, Sachs. La cinta es una buena superficie para dejar huellas. ¿Qué recubre el suelo?

– Una alfombra en el salón. Y linóleo en la cocina. Y…

Un grito.

– ¡Oh, Dios!

– ¿Qué?

– Uno de los gatos. Saltó frente a mí. ¡Qué tonto!… ¿Rhyme?

– ¿Qué?

– Huelo algo. Algo curioso.

– Bien. -Le había enseñado a oler siempre el aire en la escena de crimen. Era el primer indicio que debía percibir un oficial de EC-. ¿Pero qué significa «curioso»?

– Un olor agrio. Químico. No puedo identificarlo.

Luego Rhyme se dio cuenta de que había algo que no encajaba.

– ¿Sachs -preguntó abruptamente- abriste la puerta de la nevera?

– No. La encontré así. Estaba sujeta con una silla para que no se cerrara, creo.

¿Por qué? se preguntó Rhyme. ¿Por qué lo haría? Trató furiosamente de encontrar una respuesta.

– Ese olor. Es más fuerte. A humo.

¡La mujer estaba a la vista para distraerles!, se le ocurrió a Rhyme de repente. ¡Dejó la puerta abierta para asegurarse de que el equipo de rescate se centraría en ella! ¡Oh, no, otra vez no!

– ¡Sachs! Lo que hueles es una mecha. Una mecha de efecto retardado. ¡Hay otra bomba! ¡Sal ya! Dejó la puerta de la nevera abierta a propósito.

– ¿Qué?

– ¡Es una mecha! Ha puesto una bomba. Tienes segundos. ¡Sal! ¡Corre!

– Le puedo quitar la cinta de la boca.

– ¡Por todos los demonios, vete!

– Puedo quitársela…

Rhyme oyó un crujido, un grito ahogado y, segundos más tarde, el resonante ruido de la explosión, como un martillo pilón sobre una caldera.

Lo dejó sordo.

– ¡No! -gritó-. ¡Oh, no!

Miró a Sellitto, que observaba su rostro aterrorizado.

– ¿Qué ha pasado, qué ha pasado? -gritó el detective.

Un momento más tarde, Rhyme oyó a través de un auricular la voz de un hombre que, presa del pánico, gritaba:

– Tenemos un incendio. Segunda planta. Los muros se han derrumbado. Tenemos heridos… Oh, Dios. ¿Dónde está la chica? Mirad la sangre. ¡Toda esa sangre! Necesitamos ayuda. ¡Segunda planta! Segunda planta…


Stephen Kall hizo un círculo caminando alrededor de la comisaría veinte, en el Upper East Side.

El edificio no estaba lejos del Central Park y pudo vislumbrar sus árboles.

La calle transversal de la comisaría estaba custodiada, pero las medidas de seguridad no era muy buenas. Había tres policías delante del bajo edificio, que miraban nerviosamente a su alrededor, pero no había ninguno en el lado este del recinto policial, donde una gruesa verja de acero cubría las ventanas. Stephen supuso que allí estarían los calabozos.

Siguió y dobló en la esquina. Luego caminó hacia el norte hacia la siguiente calle transversal. No había caballetes azules que cortaran el paso, pero había guardias, otros dos policías. Examinaban todo coche o peatón que pasara. Stephen estudió brevemente el edificio y continuó la marcha hacia el sur. Completó el círculo en el lado oeste de la comisaría. Se deslizó por un callejón desierto, sacó los binoculares de la mochila y observó el edificio.

¿Te puede valer esto, soldado?

Señor, sí, puedo, señor.

En un aparcamiento al lado de la comisaría había un surtidor de gasolina. Un oficial estaba llenando de combustible el tanque de su coche patrulla. Nunca se le había ocurrido a Stephen que los coches policiales no se surtían en las gasolineras Amoco o Shell.

Durante un largo momento miró hacia los surtidores con sus pesados binoculares Leica, luego los puso de nuevo en el bolso y se dirigió apresuradamente al oeste, consciente, como siempre, de la gente que andaba en su búsqueda.

Hora 12 de 45
Capítulo 16

– ¡Sachs! -gritó de nuevo Rhyme.

Maldición, ¿en qué estaría pensando? ¿Cómo pudo haber sido tan descuidada?

– ¿Qué ha pasado? -preguntó de nuevo Sellitto-. ¿Qué sucede?

¿Qué le ha pasado a ella?

– Una bomba en el piso de Horowitz -dijo Rhyme desalentado-. Sachs estaba dentro cuando explotó. Llámalos. Averigua qué ha pasado. Por el altavoz.

Toda la sangre…

Tres interminables minutos después Sellitto estaba conectado con Dellray.

– Fred -gritó Rhyme-, ¿cómo está Sachs?

Se hizo una pausa angustiosa hasta que su interlocutor contestó.

– Esto tiene muy mala pinta, Lincoln. En estos momentos estamos apagando el incendio. Era una AP de algún tipo. Mierda. Debimos mirar primero. Carajo.

Las trampas explosivas suelen fabricarse con explosivos plásticos o con TNT, y a menudo contienen metralla o cojinetes de bolas para infligir la mayor cantidad de daño posible.

– Derribó un par de muros y se incendió casi todo -continuó Dellray. Hizo una pausa:

– Debo decírtelo, Lincoln. Encontramos…

La voz de Dellray, generalmente tan firme, ahora trastabillaba nerviosamente.

– ¿Qué? -demandó Rhyme.

– Algunos restos humanos… Una mano. Parte de un brazo.

Rhyme cerró los ojos y sintió un horror que no había experimentado en años. Un puñal helado penetraba en su cuerpo insensible. Su aliento exhaló un débil silbido.

– Lincoln… -comenzó Sellitto.

– Todavía estamos buscando -siguió Dellray-. Quizá no haya muerto. La encontraremos. La llevaremos al hospital. Haremos todo lo que podamos. Sabes que sí.

¿Sachs, por qué diablos lo hiciste? ¿Por qué te lo permití?

– Nunca debería…

Luego sonó un chasquido en su oreja. Un sonido fuerte como el de un petardo.

– ¿Podría alguien…, Dios, podría alguien quitarme esto de encima?

– ¿Sachs? -gritó Rhyme por el micrófono. Estaba seguro de que era su voz. Luego sonó como si ella se estuviera ahogando.

– Dios -dijo Sachs -. Oh, chico… Esto es un asco.

– ¿Estás bien? -Se volvió hacia el altavoz-. Fred, ¿dónde está?

– ¿Eres tu, Rhyme? -preguntó Sachs-. No puedo oír nada. ¡Que alguien me hable!

– Lincoln -exclamó Dellray-. ¡La tenemos! Está bien. Está muy bien.

– ¿Amelia?

Escuchó a Dellray que pedía asistencia médica. Rhyme, cuyo cuerpo no se había estremecido durante años, notó que su dedo anular izquierdo temblaba locamente.

– Ella no puede oír muy bien, Lincoln -le explicó Dellray-. Lo que sucedió fue…, parece que el explosivo estaba detrás del cuerpo de esta mujer. Horowitz. Sachs lo sacó de la nevera justo antes de la explosión. El cuerpo absorbió la mayor parte de la onda expansiva.

– Te veo esa mirada, Lincoln -le advirtió Sellitto-. Dale un respiro.

Pero Rhyme no siguió el consejo. Con un feroz gruñido empezó:

– ¿Qué diablos estabas pensando, Sachs? Te dije que era una bomba. Deberías haber sabido que era una bomba y salir a escape.

– Rhyme, ¿eres tú?

Estaba disimulando. Él lo sabía.

– Sachs…

– Tenía que quitarle la cinta, Rhyme. ¿Estás ahí? No te puedo oír. Era una cinta plástica de embalaje. Necesitamos tener una de sus huellas. Lo dijiste tu mismo.

– La verdad -gritó Rhyme-, eres imposible.

– ¿Hola? ¿Holaaa? No puedo oír ni una palabra de lo que estás diciendo.

– Sachs, no me vengas con estupideces.

– Espera un momento, Rhyme.

Hubo un momento de silencio.

– ¿Sachs?… ¿Sachs, estás ahí? ¿Qué diablos…?

– Rhyme, escucha: acabo de examinar la cinta con el PoliLight. ¿Y a qué no lo adivinas? ¡Hay una huella parcial! ¡Tenemos una de las huellas del Bailarín!

Aquello le hizo callar por un instante, pero pronto empezó de nuevo con sus improperios. Siguió un rato más con su sermón hasta que se dio cuenta de que estaba leyendo la cartilla a una línea vacía.


Estaba cubierta de hollín y tenía un aire de desconcierto.

– No me reprendas, Rhyme. Fue estúpido pero no lo pensé. Me limité a actuar.

– ¿Qué sucedió? -preguntó él. Su rostro severo se suavizó un momento, estaba tan contento de verla viva.

– Ya casi había entrado del todo. Vi la bomba AP detrás de la puerta y pensé que no podía desarmarla a tiempo. Cogí el cuerpo de la mujer y lo saqué de la nevera. Iba a llevarlo hasta la ventana de la cocina. Explotó antes que pudiera llegar.

Mel Cooper echó un vistazo a la bolsa de pruebas que Sachs le entregó; examinó el hollín y los fragmentos de la bomba.

– Una carga M cuarenta y cinco. TNT con un interruptor de balancín y una mecha de efecto retardado de cuarenta y cinco segundos. El grupo de la entrada lo activó cuando derribó la puerta y eso encendió la mecha. Hay grafito, de manera que es TNT de nueva fórmula. Muy potente, muy dañino.

– Maldito sea -escupió Sellitto-. Efecto retardado…, quería que entrara en el piso el mayor número de policías antes de que explotara.

– ¿Alguna pista? -preguntó Rhyme.

– Son elementos militares que se pueden comprar en las tiendas. No nos llevarán a ningún lado excepto…

– Al gilipollas que se los proporcionó -musitó Sellitto-. Phillip Hansen -El teléfono del detective sonó y él atendió la llamada. Inclinó la cabeza mientras escuchaba, asintiendo.

– Gracias -dijo al fin y cerró el teléfono.

– ¿Qué? -preguntó Sachs.

Los ojos del detective se cerraron.

Rhyme sabía que la noticia se refería a Jerry Banks.

– ¿Lon?

– Es Jerry -El detective levantó la vista. Suspiró-. Sobrevivirá, pero le han amputado un brazo. No lo pudieron salvar. Estaba demasiado dañado.

– Oh, no -murmuró Rhyme-. ¿Puedo hablar con él?

– No -dijo el detective -. Está durmiendo.

Rhyme pensó en el joven, recordó sus meteduras de pata, la forma en que se acusaba el mechón rebelde o se palpaba un corte de navaja de afeitar en su mentón suave y rosado.

– Lo siento, Lon.

El detective sacudió la cabeza, casi en la misma forma en que Rhyme ahuyentaba las muestras de compasión.

– Tenemos otras cosas de las que preocuparnos.

Sí, las tenían.

Rhyme observó la cinta plástica de embalar, la mordaza que había usado el Bailarín. Se podía ver una leve marca de pintalabios en el lado adhesivo.

Sachs examinaba las pruebas, pero no con una mirada clínica. No era la mirada de un científico. Estaba intranquila.

– ¿Sachs? -preguntó Rhyme.

– ¿Por qué lo haría?

– ¿La bomba?

– ¿Por qué la pondría en la nevera? -sacudió la cabeza, se llevó un dedo a la boca y se mordió una uña. De sus diez dedos, sólo una uña, la del meñique de su mano izquierda, era larga y tenía buena forma. Las demás estaban mordisqueadas y algunas tenían el color marrón de la sangre seca.

– Supongo que quería distraernos para que no viéramos la bomba -contestó el criminalista-. Un cuerpo en la nevera, eso captó toda nuestra atención.

– No me refería a eso -contestó Sachs-. La causa de la muerte fue asfixia. La colocó dentro viva. ¿Por qué? ¿Es un sádico o algo así?

– No, el Bailarín no es un sádico -contestó Rhyme-. No puede permitírselo. Su único objetivo es completar su tarea, y tiene suficiente voluntad como para mantener sus otros deseos bajo control. ¿Por qué asfixiarla cuando podía haber usado un cuchillo o una soga?… No estoy totalmente seguro, pero tal vez eso sea bueno para nosotros.

– ¿Qué quiere decir?

– Quizá había algo en ella que él odiaba, y quiso matarla de la forma más desagradable que se le ocurrió.

– Sí, ¿pero por qué eso es bueno para nosotros? -preguntó Sellitto.

– Porque -fue Sachs quien contestó- eso significa que quizá esté perdiendo su sangre fría. Se está volviendo descuidado.

– Exactamente -comentó Rhyme, sintiéndose muy orgulloso de Sachs. Pero ella no percibió su mirada de aprobación: cerró los ojos un momento y sacudió la cabeza, probablemente recordando la imagen de los aterrados ojos de la mujer. La gente cree que los criminalistas son fríos (¿con cuánta frecuencia la mujer de Rhyme lo había acusado de serlo?) pero, en realidad, los mejores sienten una profunda compasión por las víctimas de las escenas que investigan. Sachs era una de ellos.

– Sachs -susurró Rhyme suavemente-, ¿la huella? -Ella lo miró-. Dijiste que encontraste una huella. Tenemos que darnos prisa.

Sachs asintió:

– Es parcial -levantó la bolsa de plástico.

– ¿Podría ser de la mujer?

– No, yo le tomé sus impresiones dactilares. Nos llevó tiempo encontrar sus manos. Pero la huella definitivamente no es de ella.

– Mel -dijo Rhyme.

El técnico puso la porción de cinta de embalar en un bastidor SuperGlue y calentó el aparato. Inmediatamente se hizo visible una porción de la huella.

Cooper sacudió la cabeza:

– No puedo creerlo -murmuró.

– ¿Qué?

– El Bailarín limpió la cinta. Debió darse cuenta de que la tocó sin guantes. Queda solo un pedacito de una izquierda parcial.

Al igual que Rhyme, Cooper era miembro de la Asociación Internacional de Identificación. Eran expertos en realizar identificaciones a partir de huellas dactilares, el ADN y restos dentales. Pero aquella huella en particular, como la que estaba en el borde de metal de la bomba, se hallaba fuera de sus posibilidades. Si algún experto podía encontrar y clasificar una huella, sería alguno de los dos. Pero no esta huella.

– Imprímela y pégala -musitó Rhyme-. En la pared.

Seguirían con los procedimientos habituales porque eso era lo que tenía que hacerse. Pero Rhyme se sentía muy frustrado. Sachs había estado a punto de morir por nada.

Edmond Locard, el famoso criminalista francés, enunció un principio que lleva su nombre. Dijo que en cualquier encuentro entre el criminal y la víctima hay un intercambio de pruebas. Aunque fuera microscópica, siempre había una transferencia. Sin embargo, a Rhyme le parecía que si alguien podía desmentir el Principio de Locard, ese era el fantasma al que llamaban Bailarín de la Muerte.

Sellitto, al ver la frustración en la cara de Rhyme, dijo:

– Hemos montado la trampa en la comisaría. Si tenemos suerte, lo atraparemos.

– Esperemos que funcione. Nos hace falta un poco de suerte.

Cerró los ojos y apoyó la cabeza en la almohada. Un momento más tarde, escuchó que Thom decía:

– Son casi las once. Tiempo de ir a la cama.

Hay ocasiones en las que resulta fácil descuidar el cuerpo. Hasta olvidar que tenemos cuerpo, tiempos en los que hay vidas en peligro y tenemos que olvidar nuestro descanso y seguir trabajando, trabajando, trabajando. Debemos ir mucho más allá de nuestras normales limitaciones. Pero Lincoln Rhyme tenía un cuerpo que no toleraba la negligencia. Las úlceras de decúbito podían provocarle sepsis y envenenamiento de la sangre. El fluido en los pulmones, neumonía. Tenían que ponerle un catéter en la vejiga, masajearle el vientre para estimular las deposiciones, hasta controlar que las botas Spenco no estuviesen demasiado ajustadas, pues la consecuencia podría ser un ataque de disrreflexia. De hecho, podía provocarlo el simple cansancio.

Demasiadas formas de morir…

– Te vas a la cama -dijo Thom.

– Tengo que…

– Dormir. Tienes que dormir.

Rhyme estuvo de acuerdo; estaba cansado, muy cansado.

– Muy bien, Thom. Muy bien -dirigió la silla de ruedas hacia el ascensor-. Una cosa -miró hacia atrás-. ¿Podrías subir dentro de unos minutos, Sachs?

Ella asintió y observó como se cerraba la puerta del ascensor.


Lo encontró tumbado en la Clinitron.

Sachs había esperado diez minutos para darle tiempo a realizar las rutinas de antes de acostarse; Thom le había puesto el catéter y le había cepillado los dientes. Sachs sabía que Rhyme hablaba sin eufemismos y que poseía la falta de pudor de un inválido. Pero también sabía que había cosas que no quería que ella presenciara.

Empleó ese tiempo para darse una ducha en el baño de abajo, vestirse con ropas limpias que Thom le guardaba en la lavandería del sótano.

Las luces estaban bajas. Rhyme se frotaba la cabeza contra la almohada como un oso se rasca el lomo contra un árbol. La Clinitron era la cama más cómoda del mundo; pesaba media tonelada y consistía en una plancha maciza que contenía cuentas de cristal entre las cuales fluía aire caliente.

– Ah, Sachs, trabajaste muy bien hoy.

Si no fuera porque gracias a mí Jerry Banks perdió el brazo.

Y dejé que el Bailarín huyera.

Se encaminó hacia el bar y se sirvió un vaso de Macallan. Levantó una ceja.

– Claro -dijo Rhyme-. Leche materna, ambrosía…

Ella se quitó los zapatos reglamentarios y se levantó la blusa para ver el moratón.

– Ay -exclamó Rhyme.

El moratón tenía la forma del estado de Missouri y estaba tan oscuro como una berenjena.

– No me gustan las bombas -dijo-. Nunca estuve tan cerca de una como hoy. Y no me gustan.

Abrió su bolso, buscó y tragó tres aspirinas sin agua (una habilidad que los artríticos aprenden enseguida). Caminó hacia la ventana. Allí estaban los halcones peregrinos. Hermosas aves. No eran grandes. Medían treinta y cinco, cuarenta centímetros. Un tamaño pequeño para un perro. Pero para un ave… tremendamente intimidante. Sus picos eran como las garras de una criatura salida de alguna película de ciencia ficción.

– ¿Estás bien, Sachs? ¿Me dices la verdad?

– Estoy bien.

Volvió a la silla y tomó unos sorbos del ardiente licor.

– ¿Quieres quedarte esta noche? -le preguntó Rhyme.

Algunas veces Sachs había pasado la noche allí. A veces en el diván, a veces en la cama, al lado de Rhyme. Quizá fuera el aire fluidificado de la Clinitron, quizá fuera el simple acto de reposar cerca de otro ser humano, no sabía la razón, pero nunca dormía mejor que cuando lo hacía allí. No había disfrutado de la cercanía de otro hombre desde que dejara de ver a Nick, su novio más reciente. Ella y Rhyme solían descansar juntos y hablar. Ella hablaba de coches, de competiciones de tiro, de su madre y su ahijada. De la vida plena de su padre, y de su triste y prolongada agonía. Le contaba muchas más cosas que él a ella, pero no le importaba. A Sachs le gustaba oírle decir lo que quisiera. Su mente era sorprendente. Le contaba historias de Nueva York, de casos de la Mafia sobre los cuales la gente nunca había oído hablar. De escenas de crimen tan limpias que resultaban desalentadoras hasta que los investigadores encontraban justo la mota de polvo, la uña, la gota de saliva, el pelo o la fibra que revelaba quién era el criminal o dónde vivía -bueno, revelaba esos datos a Rhyme, no necesariamente a nadie más-. No, su mente no descansaba nunca. Sachs sabía que antes del accidente solía vagabundear por las calles de Nueva York buscando muestras de suelo, hierbas, plantas o rocas, objetos que le ayudara a resolver casos. Parecía que esa inquietud se había trasladado de sus piernas inútiles a su mente, que vagaba por la ciudad, en su imaginación, hasta altas horas de la noche.

Pero aquella noche era diferente. Rhyme estaba distraído. A Sachs no le importaba que estuviera de mal humor, algo muy conveniente dado que a menudo estaba así. Pero no le gustaba que tuviera la mente en otra parte. Se sentó al borde de la cama.

Rhyme comenzó a hablar de lo que aparentemente era la razón por la que la había llamado.

– Sachs… Lon me lo contó. Me habló de lo que pasó en el aeropuerto.

Ella se encogió de hombros.

– No hay nada que hubieras podido hacer excepto dejar que te matara. Hiciste lo correcto al buscar refugio. El Bailarín disparó un tiro para mejorar su puntería y te hubiera dado con el segundo disparo.

– Tuve dos o tres segundos. Podría haberle dado. Sé que hubiera podido.

– No seas imprudente, Sachs. Esa bomba…

Ella le lanzó una mirada tan intensa que le hizo callar:

– Quiero atraparlo a toda costa. Y tengo la sensación de que tu tienes las mismas ganas que yo. Creo que también te arriesgarías. Quizá te estás arriesgando -añadió con aire misterioso.

Sus palabras provocaron una reacción mayor de lo que había esperado. Rhyme parpadeó y miró para otro lado. Pero no dijo nada más y tomó unos tragos de whisky.

En un impulso, ella dijo:

– ¿Puedo preguntarte algo? Si no quieres, puedes decirme que me calle.

– Vamos, Sachs. ¿Tenemos secretos, tú y yo? No lo creo.

– Recuerdo que una vez te estaba hablando de Nick. De cómo lo quería y todo eso. Lo que pasó entre nosotros fue tan fuerte…

Él asintió.

– Y te pregunté si tú habías querido a alguien de esa manera, quizá a tu mujer. Y tú me contestaste que sí, pero no a Blaine. -Levantó la vista y lo miró.

Rhyme se recuperó rápido, pero no lo suficiente. Ella se dio cuenta de que había tocado un punto muy sensible.

– Me acuerdo -respondió Rhyme.

– ¿Quién era ella? Mira, si no quieres hablar de eso…

– No me importa. Su nombre era Claire. Claire Trilling. ¿Qué te parece ese apellido? [37]

– Probablemente tuvo que aguantar en la escuela las mismas estupideces que yo. Amelia Sex. Amelia Sucks [38]… ¿Cómo la conociste?

– Bueno… -Se rió de las pocas ganas que tenía de seguir hablando-. En el departamento.

– ¿Era policía? -Sachs se mostró sorprendida.

– Sí.

– ¿Qué pasó?

– Era una… relación difícil -Rhyme sacudió la cabeza con pena-. Yo estaba casado, ella estaba casada, evidentemente, no entre nosotros.

– ¿Hijos?

– Ella tenía una hija.

– De manera que rompisteis…

– No hubiera funcionado, Sachs. Oh, Blaine y yo estábamos destinados a divorciarnos, o a matarnos mutuamente. Pero era sólo cuestión de tiempo. Pero Claire… estaba preocupada por su hija, tenía miedo de que su marido se quedara con la niña si se divorciaban. Ella no le quería, pero era un buen hombre. Quería mucho a la niña.

– ¿La conoces?

– ¿A la hija? Sí.

– ¿La ves de vez en cuando? ¿A Claire?

– No. Eso pertenece al pasado. Ya no está en la policía.

– ¿Rompiste después de tu accidente?

– No, no, antes.

– Ella sabe lo que te pasó, ¿verdad?

– No -dijo Rhyme después de vacilar un instante.

– ¿Por qué no se lo dijiste?

Una pausa.

– Hubo razones… Qué curioso que saques el tema ahora. No he pensado en ella en años.

Esbozó una sonrisa, y Sachs sintió un dolor que la recorrió por entero, un dolor verdadero como el provocado por el golpe que le dejó un moratón con la forma del estado de Missouri. Porque lo que Rhyme estaba diciendo era mentira. Oh, él había estado pensando en esa mujer. Sachs no creía en la intuición femenina, pero sí en la intuición de un policía; había patrullado las calles demasiado tiempo como para desechar ideas perspicaces como ésta. Sabía que Rhyme había estado pensando en la señora Trilling.

Sus sentimientos eran ridículos, por supuesto. No tenía paciencia con los celos. No se había sentido celosa del trabajo de Nick, que era un agente secreto y pasaba semanas en la calle. No se había sentido celosa de las prostitutas y muñecas rubias con las que Nick bebía en sus misiones.

¿Y más allá de los celos, qué podía esperar Sachs que sucediera con Rhyme? Le había hablado de él a su madre muchas veces. Y la cautelosa anciana solía decir algo como: «Está muy bien que seas amable con un inválido».

Lo que resumía en pocas palabras todo lo que su relación podía ser. Todo lo que debía ser.

Resultaba más que ridículo.

Pero estaba celosa. Y no de Claire.

Estaba celosa de Percey Clay.

Sachs no podía olvidar el aspecto que tenían juntos cuando los vio sentados uno al lado del otro en aquel mismo cuarto, por la mañana.

Más whisky. Pensó en las noches que ella y Rhyme habían pasado allí, hablando de los casos, bebiendo aquel licor tan bueno.

Oh, fantástico. Ahora me vuelvo sensiblera. Este sí que es un sentimiento maduro. Quiero hacer algo para que desaparezca.

Pero por el contrario le ofreció a ese sentimiento un poco más de licor.

Percey no era una mujer atractiva, pero eso no significaba nada; Sachs había tardado una semana en Chantelle, la agencia de modelos de Madison Avenue donde trabajó varios años, en comprender la falacia de la belleza. A los hombres les gusta mirar a las mujeres espléndidas, pero no hay nada que les intimide más.

– ¿Quieres otro trago?

– No.

Sin pensar, Sachs se reclinó y apoyó la cabeza en la almohada de Rhyme. Es curioso cómo nos adaptamos a las cosas, pensó. Rhyme no podía, por supuesto, acercarla a su pecho y pasarle un brazo alrededor. Pero el gesto equivalente consistía en ladear la cabeza y acercarla así a la de ella. De esta forma se habían dormido varias veces.

Sin embargo, aquella noche ella percibía una rigidez, una cautela.

Sintió que lo estaba perdiendo. Y todo lo que podía hacer era tratar de estar más cerca. Tan cerca como fuera posible.

Una vez Sachs confió a su amiga Amy, la madre de su ahijada, cuales eran sus sentimientos respecto a Rhyme. La chica se sintió intrigada por la índole de la atracción y reflexionó: «Quizá sea eso, sabes, el que no puede moverse. Es un hombre pero no tiene ningún control sobre ti. Quizá en eso resida su atractivo sexual».

Pero Sachs sabía que era justo lo contrario. El atractivo sexual residía en que era un hombre con un completo control, a pesar de que no se podía mover.

Fragmentos de sus palabras pasaron flotando mientras él hablaba de Claire y luego del Bailarín. Ella echó la cabeza hacia atrás y miró sus finos labios.

Sus manos empezaron a moverse.

Rhyme no podía sentir nada pero podía ver sus dedos perfectos, con sus dañadas uñas, que se deslizaban por su pecho y luego hacia abajo por su suave cuerpo. Thom le obligaba a realizar una selección de ejercicios físicos pasivos y a pesar de que Rhyme no era musculoso tenía el cuerpo de un joven. Era como si su proceso de envejecimiento se hubiera detenido el día del accidente.

– ¿Sachs?

Su mano descendió más.

Ahora su respiración se hizo más agitada. Retiró la sábana. Thom había vestido a Rhyme con una camiseta. Sachs la levantó y le acarició el pecho. Luego se quitó su propia camiseta, se desabrochó el sostén y apretó su piel acalorada contra la piel pálida de él. Suponía que estaría fría, pero no era así. Estaba más caliente que la de ella. Se frotó con más fuerza.

Lo besó una vez en la mejilla, luego en la comisura de la boca, luego directamente en los labios.

– Sachs, no… Escúchame. No.

Nunca se lo contó a Rhyme, pero hacía unos meses había comprado un libro llamado El Amante Minusválido. Se sorprendió al leer que hasta los tetrapléjicos pueden hacer el amor y engendrar hijos. El desconcertante órgano masculino literalmente tiene una mente propia, y la sección de la médula espinal sólo elimina un tipo de estímulo. Los hombres discapacitados podían mantener erecciones perfectamente normales. Es cierto que no percibiría sensaciones, pero, para ella, la culminación física era sólo una parte del acontecimiento, a menudo una parte menor. Era la intimidad lo que contaba, una emoción que ni siquiera un millón de orgasmos fingidos en las películas podía remedar. Sospechó que Rhyme podía pensar igual que ella.

Lo besó de nuevo. Más intensamente.

Después de un momento de vacilación, él le contestó el beso. No la sorprendió que lo hiciera muy bien. Después de sus ojos oscuros, fueron sus labios perfectos la primera cosa que le había atraído de él.

Entonces Rhyme retiró la cara.

– No, Sachs, no…

– Shh, tranquilo…

Puso sus manos debajo de la manta y empezó a frotar y acariciar.

– Es sólo que…

¿Qué era que? Se preguntó Sachs. ¿Que las cosas podrían no funcionar?

Pero las cosas funcionaban muy bien. Ella notó que su miembro se iba endureciendo bajo sus caricias y que respondía mejor que algunos de los amantes más viriles que había tenido.

Se deslizó encima de él y apartó con los pies las sábanas y la manta, se inclinó y lo besó de nuevo. Oh, como quería estar así, cara a cara, tan cerca como pudiera. Hacerle comprender que lo consideraba su hombre perfecto. Integro en su estado.

Se soltó el cabello y dejó que cayera sobre él. Se inclinó y lo besó de nuevo.

Rhyme respondió a su beso. Juntaron sus labios durante lo que pareció un minuto interminable.

Luego, de repente, Rhyme sacudió la cabeza, con tanta violencia que ella pensó que podía tener un ataque de disrreflexia.

– ¡No! -murmuró.

Sachs esperaba que dijera Oh, no es una buena idea… con un tono juguetón, apasionado, o, en el peor de los casos, algo mariposón. Pero Rhyme sonó débil. El hueco sonido de su voz le llegó al alma. Se retiró y apretó una almohada contra sus pechos.

– No, Amelia. Lo siento. No.

La cara de Sachs ardía de vergüenza. Todo lo que pudo pensar fue en las veces en que había salido con algún amigo y de repente se había quedado horrorizada al sentir que empezaba a toquetearla como un adolescente. Su voz había manifestado la misma consternación que ahora sentía en la de Rhyme.

De manera que eso era todo lo que ella era para él, comprendió al fin.

Un socio. Un colega. Un amigo con mayúsculas.

– Lo siento, Sachs… No puedo. Hay complicaciones.

¿Complicaciones? Ninguna que ella pudiera ver, excepto, por supuesto, el hecho de que no la amaba.

– No, yo lo siento -dijo con brusquedad-. Soy una estúpida. Tomé demasiado de ese maldito whisky. Nunca pude aguantar esa bebida. Lo sabes.

– Sachs…

Ella mantuvo una tersa sonrisa en su rostro mientras se vestía.

– Sachs, déjame decirte algo.

– No -no quería oír una sola palabra.

– Sachs…

– Me tengo que ir. Volveré temprano.

– Quiero decirte algo.

Pero Rhyme nunca tuvo ocasión de decir nada, ya fuera una explicación, una disculpa o una confesión. O una conferencia.

Fueron interrumpidos por unos fuertes golpes en la puerta. Antes que Rhyme pudiera preguntar quién era, Lon Sellitto irrumpió en el cuarto.

Miró a Sachs sin juzgarla, luego de nuevo a Rhyme y anunció:

– Acabo de hablar con los hombres de Bo en la comisaría Veinte. El Bailarín estuvo allí, al acecho. ¡El hijo de puta mordió el anzuelo! Vamos a atraparlo, Lincoln. Esta vez vamos a atraparlo.


– Hace un par de horas -siguió contando el detective- algunos de los muchachos de S &S vieron a un hombre blanco dando un paseo alrededor del edificio de la comisaría. Se zambulló en un callejón; parecía que estaba controlando a los guardias. Luego lo vieron mirando con unos prismáticos el surtidor de gasolina cercano a la comisaría.

– ¿Surtidor de gasolina? ¿Para las RMP [39]?

– Correcto.

– ¿Lo siguieron?

– Lo intentaron. Pero desapareció antes de que se le acercaran.

Rhyme notó que Sachs se abrochaba discretamente el botón superior de su blusa… Tenía que hablar con ella sobre lo sucedido. Tenía que hacerle comprender. Pero considerando lo que Sellitto estaba diciendo, esa charla tendría que esperar.

– Todavía hay noticias mejores. Hace media hora, recibimos el informe del robo de un camión del Rollins Distributing, en el Upper West Side cerca del río. Distribuyen gasolina a estaciones de servicio independientes. Un tipo cortó la valla metálica. El guardia lo escuchó y fue a investigar. El ladrón le pilló por sorpresa y le dio una tremenda paliza. Luego se fue con uno de los camiones.

– ¿Rollins es la compañía que provee de gasolina al departamento?

– No, pero ¿quién podría saberlo? El Bailarín conduce el camión hasta la comisaría Veinte, a los guardias no les parece sospechoso y permiten que entre y acto seguido…

– El camión explota -le interrumpió Sachs.

Sellitto se detuvo en seco.

– Yo creía que sólo lo utilizaría para entrar. ¿Estás pensando en una bomba?

Rhyme asintió, muy serio. Enfadado consigo mismo. Sachs tenía razón.

– Nos pasamos de listos. Nunca se me ocurrió que trataría de hacer algo así. Dios, un camión cisterna llega a ese vecindario…

– ¿Una bomba de fisión?

– No -dijo Rhyme-. No creo que tenga tiempo de fabricarla. Pero todo lo que necesita es una carga AP en un costado de un pequeño camión cisterna y ya tiene un artefacto con un efecto incrementado por la gasolina. Podría destruir la comisaría por completo. Tenemos que evacuar a todos. Sin barullo.

– Sin barullo -musitó Sellitto-. Eso sí que será fácil.

– ¿Cómo está el guardia de la distribuidora? ¿Puede hablar?

– Puede, pero lo golpeó desde atrás. No vio nada.

– Bueno, al menos quiero sus ropas. Sachs -ella lo miró-, ¿podrías llegarte hasta el hospital y traerlas? Tú sabes como embalarlas para conservar las huellas. Y luego examina la escena donde robó el camión.

Quería saber cuál sería su respuesta. No le habría sorprendido si Sachs se daba la vuelta y salía por la puerta. Pero vio en su rostro tranquilo y hermoso que se sentía exactamente como él: aliviada porque el Bailarín hubiera intervenido para cambiar el curso desastroso de esa noche.


Por fin, por fin, hubo un poco de la suerte que Rhyme había deseado.

Una hora después Amelia Sachs estaba de vuelta. Traía una bolsa de plástico que contenía un corta alambres.

– Lo encontré cerca de la valla metálica. El guardia debe haber sorprendido al Bailarín y éste lo dejó caer.

– ¡Sí! -gritó Rhyme-. Nunca ha cometido un error como éste. Quizá se está volviendo descuidado… Me pregunto qué pudo asustarlo.

Rhyme miró el corta alambres. Por favor, rezó en silencio, que haya alguna huella.

Pero un somnoliento Mel Cooper, que había estado durmiendo en uno de los pequeños cuartos de la planta superior, examinó cada milímetro cuadrado de la herramienta. No encontró ni una huella.

– ¿Nos dice algo? -preguntó Rhyme.

– Es un modelo Craftsman, lo mejor en su línea, que se vende en todas las tiendas Sears del país. Y también los puedes encontrar en garajes y depósitos de chatarra por un par de dólares.

Rhyme resopló enfadado. Miró al corta alambres durante un momento y luego preguntó

– ¿Marcas en la herramienta?

Cooper lo miró con curiosidad. Las marcas de herramienta son impresiones definidas dejadas en las escenas de crimen por las herramientas que utilizan los criminales, destornilladores, alicates, ganzúas, palancas, antenas y cosas parecidas. Una vez Rhyme había relacionado un ladrón con la escena de un crimen a partir de una pequeña muesca en forma de «V» en la chapa de bronce de una cerradura. La muesca coincidía con la imperfección de un escoplo hallado en la mesa de trabajo del hombre. Sin embargo, en este caso tenían la herramienta, no las marcas que pudiera haber hecho. Cooper no entendía a qué marcas de herramienta se refería Rhyme.

– Estoy hablando de marcas en el filo -dijo con impaciencia-. Quizá el Bailarín ha estado cortando algo definido, algo que nos diga dónde se esconde.

– Oh -Cooper lo examinó de cerca-. Está mellado, pero echa un vistazo… ¿Ves algo inusual?

Rhyme no veía nada.

– Raspa el filo y el mango. Mira si hay algún residuo.

Cooper pasó las raspaduras por el cromatógrafo de gas.

– Uf-murmuró mientras miraba los resultados-. Escucha esto. Residuos de RDX, asfalto y rayón.

– La mecha detonante -dijo Rhyme.

– ¿La cortó con cizallas? -preguntó Sachs-. ¿Se puede hacer eso?

– Oh, es muy estable -dijo Rhyme distraído, pensando en lo que cuatro mil litros de gasolina en llamas podían provocar en el barrio que rodeaba la comisaría Veinte.

Debería haber hecho que se fueran Percey y Brit Hale, pensaba. Haberles puesto una custodia de protección y enviarlos a Montana hasta la reunión del gran jurado. Es una locura lo que estoy haciendo, la idea de la trampa.

– ¿Lincoln? -preguntó Sellitto-. Tenemos que encontrar ese camión.

– Tenemos un poco de tiempo -dijo Rhyme-. No va a tratar de llegar hasta la mañana. Necesita cubrirse con el cuento de la entrega. ¿Algo más, Mel? ¿Algo en los rastros?

Cooper escaneó el filtro de la aspiradora.

– Tierra y ladrillo. Espera… aquí hay algunas fibras. ¿Las paso por el cromatógrafo?

– Sí.

El técnico se inclinó sobre la pantalla cuando llegaron los resultados.

– Vale, vale, son fibras vegetales. Encajan con papel. Y estoy viendo un compuesto… NH cuatro OH.

– Hidróxido de amonio -dijo Rhyme.

– ¿Amonio? -preguntó Sellitto-. Quizá te equivoques respecto a la bomba de fisión.

– ¿Algún aceite? -preguntó Rhyme.

– Ninguno.

– ¿La fibra con el amonio -continuó Rhyme-, salió del mango del corta alambres?

– No. Son de las ropas del guardia que golpeó.

¿Amonio? Se preguntó Rhyme. Pidió a Cooper que mirara una de las fibras a través del microscopio electrónico.

– Con gran aumento. ¿Cómo está unido el amonio?

La pantalla se encendió. La hebra de la fibra apareció como el tronco de un árbol.

– Fundido con el calor, supongo.

Otro misterio. Papel y amonio…

Rhyme miró el reloj. Eran las 2.40 de la madrugada.

De repente se dio cuenta de que Sellitto le había hecho una pregunta. Irguió la cabeza.

– Dije -repitió el detective- si crees que debemos comenzar a evacuar a todo el mundo que esté alrededor de la comisaría. Quiero decir, mejor ahora que esperar hasta que esté cercana la hora del ataque.

Durante un largo momento Rhyme observó el tronco azulado de la fibra en la pantalla del SEM. Luego abruptamente respondió:

– Sí. Tenemos que sacar a todo el mundo. Evacuar los edificios alrededor de la comisaría. Los cuatro bloques de cada lado y en la calle del frente.

– ¿Tantos? -preguntó Sellitto con una débil risa-. ¿Realmente piensas que debemos hacerlo?

Rhyme levantó la vista hacia el detective:

– No, cambié de opinión. Toda la manzana. Tenemos que evacuar toda la manzana. Inmediatamente. Y haz que vengan Haumann y Dellray. No me importa donde estén. Los quiero aquí ahora.

Hora 22 de 45
Capítulo 17

Algunos habían dormido.

Sellitto en un sillón; se había levantado más arrugado que nunca y todo despeinado. Cooper en la planta inferior.

Sachs había pasado la noche en un diván de la planta baja, o quizá en otro dormitorio de la primera planta. Ya no mostraba ningún interés por la Clinitron.

Thom, que también parecía adormilado, rondaba por el lugar como el simpático entrometido que era, y le tomó la tensión a Rhyme. El olor de café invadió la casa.

Era justo después del amanecer y Rhyme estaba mirando los diagramas de las pruebas materiales. Habían estado despiertos hasta las cuatro, planeando la estrategia para atrapar al Bailarín, y contestando a un montón de quejas por la evacuación.

¿Tendrían éxito? ¿Caería el Bailarín en la trampa? Rhyme creía que sí. Pero existía otra cuestión, una en la que Rhyme no quería pensar pero que no podía evitar. ¿Cuánto daño causaría la trampa que estaban preparando? El Bailarín ya era demasiado mortífero en su propio territorio. ¿Cómo sería cuando se viera acorralado?

Thom servía café para todos y observaron el mapa táctico de Dellray. Rhyme, de nuevo en la Storm Arrow, se acercó y lo estudió también.

– ¿Todos en sus puestos? -preguntó a Sellitto y a Dellray.

Tanto los equipos 32E de Haumann como el grupo de federales escogidos por Dellray entre oficiales del SWAT del FBI de los distritos norte y este estaban preparados. Se habían acercado al amparo de la noche, a través de desagües y sótanos y por encima de los tejados, con el camuflaje completo de ciudad; Rhyme estaba convencido de que el Bailarín mantenía bajo vigilancia su objetivo.

– No estará durmiendo esta noche -había dicho Rhyme.

– ¿Estás seguro de que irá hasta allí, Linc? -preguntó Sellitto, dudoso.

¿Seguro?, se preguntó Rhyme con irritación. ¿Quién puede estar seguro de algo con el Bailarín?

Su arma más mortífera es el engaño…

– Noventa y dos coma siete por ciento seguro -replicó con ironía.

Sellitto emitió una amarga carcajada.

Fue entonces cuando sonó el timbre. Un momento después un hombre robusto, de mediana edad, que Rhyme no reconoció, apareció en la puerta de la sala.

El suspiro de Dellray sugería que se avecinaba una tormenta. Sellitto también conocía al hombre, y lo saludó con cautela.

El recién llegado se identificó como Reginald Eliopolos, fiscal adjunto del distrito sur. Rhyme se acordó de que era el acusador en el caso de Phillip Hansen.

– ¿Usted es Lincoln Rhyme? Me han hablado muy bien de usted Je-je, je-je. -Se adelantó y ofreció automáticamente su mano. Luego se dio cuenta de que la mano extendida jamás podría ser estrechada por Rhyme, de manera que la dirigió hacia Dellray, que la tomó con pocas ganas. Las alegres palabras de Eliopolos: «Fred, qué bueno verte otra vez», significaban exactamente lo opuesto. Rhyme se preguntó cuál sería el origen de la frialdad entre ellos.

El fiscal ignoró a Sellitto y a Mel Cooper. Thom percibió instintivamente que algo pasaba y no le ofreció café.

– Je-je, je-je. Me enteré de que estáis llevando una operación conjunta. No lo habéis comentado demasiado con los muchachos de arriba, pero, demonios, lo sé todo acerca de la improvisación. A veces no se puede perder el tiempo esperando firmas por triplicado. -Eliopolos se dirigió hacia un microscopio compuesto y escudriñó por el ocular. -Je-je -dijo, si bien lo que veía era un misterio para Rhyme ya que la luz de la platina estaba apagada.

– Puede ser -comenzó Rhyme.

– ¿La cuestión? ¿Voy directo al grano? -Eliopolos se dio la vuelta-. Hay una camioneta blindada en el edificio del FBI del centro de la ciudad. Quiero que los testigos del caso Hansen estén en ella dentro de una hora. Percey Clay y Brit Hale. Se los llevará a la reserva de protección federal de Shoreham, en Long Island. Se los mantendrá allí hasta que presten testimonio ante el gran jurado en la mañana del lunes. Punto. Fin de la cuestión. ¿Qué os parece?

– ¿Piensa que es una idea sensata?

– Je-je. Por supuesto que sí. Pensamos que es más sensata que utilizar los testigos como anzuelo en algún tipo de vendetta personal del NYPD.

Sellitto suspiró.

– Abre los ojos un poco, Reggie -dijo Dellray-. No estás exactamente en lo cierto. ¿No es esto una operación conjunta? ¿No intervienen también las fuerzas especiales?

– Y eso está bien -dijo Eliopolos, distraído. Toda su atención se enfocaba en Rhyme-. Dígame, ¿cree de verdad que nadie en las altas esferas recordaría que se trata del mismo asesino que mató a sus técnicos hace cinco años?

A decir verdad, Rhyme había esperado que nadie se acordara. Y ahora que alguien lo había hecho, él y su equipo se hallaban en apuros.

– Pero, vale ya -dijo el fiscal con entusiasmo- no quiero una pelea territorial. ¿Por qué la iba a querer? Lo que quiero es a Phillip Hansen. Lo que todos quieren es a Hansen. ¿Recuerda? Él es el pez gordo.

En realidad, Rhyme casi se había olvidado de Phillip Hansen, y ahora que se lo recordaban comprendió exactamente lo que estaba haciendo Eliopolos. Y comprenderlo le provocó una gran preocupación.

Rhyme se movió alrededor de Eliopolos como un coyote.

– ¿Tiene buenos agentes por allí -preguntó inocentemente- para proteger los testigos?

– ¿En Shoreham? -respondió el fiscal, inseguro-. Bueno, puede apostar que sí. Je-je.

– ¿Los ha instruido en cuestiones de seguridad? ¿Les ha dicho lo peligroso que es el Bailarín? -Rhyme parecía inocente como un niño.

Una pausa.

– Les he informado.

– ¿Y cuáles son exactamente sus órdenes?

– ¿Ordenes? -preguntó Eliopolos sin convicción. No era un hombre estúpido. Sabía que lo habían cogido.

Rhyme rió. Miró a Sellitto y a Dellray.

– Escuchad, nuestro amigo fiscal tiene tres testigos con los que espera cazar a Hansen.

– ¿Tres?

– Percey, Hale… y el propio Bailarín -se burló Rhyme-. Quiere capturarlo para que lo delate.

Miró a Eliopolos:

– De manera que quiere usar a Percey de anzuelo también.

Dellray rió:

– Sólo que le está tendiendo a ella una trampa muy peligrosa. Ya entiendo.

– Usted piensa que el caso contra Hansen no es sólido, a pesar de lo que vieron Percey y Hale -dijo Rhyme.

El señor Je-je probó a utilizar la sinceridad.

– Le vieron arrojar unas malditas pruebas. Demonios, ni siquiera lo vieron realmente hacerlo. Si encontramos las bolsas de lona y lo relacionan con la muerte de esos dos soldados la primavera pasada, bien, tenemos un caso. Pero, A, podemos no encontrar las bolsas y B, las pruebas en su interior pueden estar deterioradas.

Entonces, C, llámenme a mí, pensó Rhyme. Puedo encontrar pruebas en el claro viento de la noche.

– Pero si captura vivo al matón de Hansen, puede delatar a su patrón -dijo Sellito.

– Exactamente -Eliopolos cruzó los brazos de la misma forma en que lo haría en un juicio, cuando pronunciaba el alegato final.

Sachs había estado escuchando desde la puerta. Hizo la pregunta que Rhyme estaba pensando:

– ¿Y qué arreglo hará con el Bailarín?

– ¿Y quién eres tú? -preguntó Eliopolos.

– Oficial Sachs. Del IRD.

– No es precisamente el lugar para que un técnico en escenas del crimen haga sus preguntas…

– Entonces seré yo el que le haga la maldita pregunta -ladró Sellitto-, y si no obtengo una respuesta, también se la hará el alcalde.

Eliopolos tenía una carrera política por delante, suponía Rhyme. Y probablemente una carrera de éxitos.

– Es importante que logremos condenar a Hansen. Es el mayor de dos males. El que puede hacer más daño -dijo Eliopolos.

– Es una bonita respuesta -dijo Dellray, arrugando la cara-. Pero no me aclara para nada el tema. ¿A qué acuerdo llegarás con el Bailarín si delata a Hansen?

– No lo sé -dijo el fiscal evasivamente-. No se ha discutido todavía.

– ¿Diez años de cárcel de seguridad media? -murmuró Sachs.

– No ha sido discutido.

Rhyme estaba pensando en la trampa que habían estado planeado con tanto cuidado hasta las cuatro de la madrugada. Si se movía ahora a Percey y a Hale, el Bailarín lo sabría. Se reorganizaría. Descubriría que estaban en Shoreham y, como los guardias tenían orden de capturarlo vivo, entraría con facilidad, mataría a Percey y Hale -y a media docena de policías- y se iría.

– No tenemos mucho tiempo -comenzó el fiscal.

– ¿Tiene papel? -le interrumpió Rhyme.

– Tenía la esperanza de que estuvieran dispuestos a cooperar.

– No lo estamos.

– Usted es un civil.

– Yo no -apuntó Sellitto.

– Je-je. Ya veo -miró a Dellray pero ni se molestó en preguntarle al agente de qué lado estaba. El fiscal dijo-: Puedo obtener en tres o cuatro horas una orden para consignarlos en custodia preventiva.

¿Un domingo por la mañana?, pensó Rhyme. Je-je.

– No los entregamos. Haga lo que tenga que hacer.

Eliopolos dibujó una sonrisa en su cara redonda y burocrática.

– Debo decirle que si este delincuente muere en un intento de atraparlo, yo personalmente revisaré el informe del comité que investiga las muertes provocadas por la policía, y hay una clara posibilidad de que saque en conclusión que ningún personal de supervisión dio las órdenes pertinentes para que se usara fuerza letal en una situación de arresto -miró a Rhyme-. También podría haber un caso de interferencia de civiles en una actividad policial. Podría llevarle a juicio. Sólo quiero que quede advertido.

– Gracias -dijo Rhyme despreocupadamente-. Se lo agradezco.

Cuando el fiscal se fue, Sellitto se persignó.

– Dios, Linc, ya lo oíste. Dijo un juicio.

– Por favor, por favor… No creo que un pequeño juicio asuste mucho a este muchacho -acotó Dellray.

Se echaron a reír.

Luego Dellray se estiró y dijo:

– Hay un virus que anda por ahí. ¿Oíste hablar de él, Lincoln? ¿De este bicho?

– ¿De qué se trata?

– Ha infectado a mucha gente últimamente. Mis chicos del SWAT y yo estamos en una operación de esas y lo que sucede es que les aparece este feo temblor en los dedos que aprietan el gatillo.

Sellitto, peor actor que el agente, dijo claramente:

– ¿A ti también? Pensé que le ocurría sólo a nuestros chicos de ESU.

– Pero, escuchad -dijo Fred Dellray, el Alec Guiness de los policías de la calle-. Hay un remedio. Todo lo que tenéis que hacer es matar a un desgraciado gilipollas, como este tipo, el Bailarín, apenas os mire mal. Eso siempre funciona.

Abrió su teléfono:

– Creo que llamaré para ver si mis chicos y chicas se acuerdan de esa medicina. Lo haré ahora mismo.

Hora 22 de 45
Capítulo 18

Cuando se despertó de madrugada en la sombría casa de seguridad, Percey Clay se levantó de la cama y se acercó a la ventana. Corrió la cortina y miró el cielo gris y monótono. Había una leve neblina.

Casi las condiciones mínimas, estimó. El viento cero noventa a cinco nudos. Visibilidad a cuatrocientos metros. Esperó que el tiempo aclarara para el vuelo de esa noche. Oh, ella podía volar con cualquier clima, lo había hecho muchas veces. Cualquiera que poseyera una licencia IFR [40] podía despegar, volar y aterrizar con cielo muy encapotado. (De hecho, con sus ordenadores, transpondedores, radar y sistemas para evitar colisiones, la mayoría de los aviones comerciales podían volar solos: hasta se podía conseguir un aterrizaje perfecto con las manos libres.) Pero a Percey le gustaba volar con el cielo despejado. Le gustaba ver pasar la hierba debajo. Las luces por las noches. Las nubes. Y por encima, las estrellas.

Todas las estrellas de la noche…

Pensó nuevamente en Ed y en la llamada la noche pasada a su madre, a Nueva Jersey. Habían hecho planes para el funeral. Quería pensar un poco más en ello, preparar la lista de invitados, organizar la recepción.

Pero no podía. Su mente estaba ocupada con Lincoln Rhyme.

Recordó la conversación que habían mantenido el día anterior tras las puertas cerradas en su dormitorio, después de la pelea con esa oficial, Amelia Sachs.

Se había sentado cerca de Rhyme en un viejo sillón. Él la había estudiado durante un momento, mirándola de arriba abajo. Una curiosa sensación la invadió. No se trataba de un examen personal, no la contemplaba de la forma que los hombres miran a ciertas mujeres (no a ella, por supuesto) en los bares o en la calle. Era más bien la manera en que un piloto veterano podría estudiarla antes de su primer vuelo juntos. Sopesando su autoridad, su porte, su rapidez de pensamiento. Su valor.

Había sacado la petaca del bolsillo pero Rhyme sacudió la cabeza y sugirió que tomaran un whisky de dieciocho años.

– Thom piensa que bebo demasiado -había dicho-. Y es así. Pero qué es una vida sin vicios, ¿verdad?

– Mi padre es un proveedor -dijo ella con una sonrisa.

– ¿De bebida? ¿O de vicios en general?

– Cigarrillos. Es un ejecutivo de U.S. Tobacco en Richmond. Disculpa. Ya no se llama de esta forma. Ahora es U.S. Consumer Products o algo así.

Se oyó un batir de alas en el exterior de la ventana.

– Oh -se había reído-, es un halcón.

Rhyme había seguido su mirada fuera de la ventana.

– ¿Un qué?

– Un peregrino macho. ¿Por qué habrá hecho su nido ahí? En la ciudad los hacen más altos.

– No lo sé. Me desperté una mañana y allí estaban. ¿Sabes algo de halcones?

– Claro que sí.

– ¿Has cazado con ellos?

– Solía hacerlo. Tenía un halcón que utilizaba para cazar perdices. Lo crié desde que era pichón.

– ¿Cómo fue?

– Era todavía pequeño y estaba en el nido. Son más fáciles de entrenar. -Había examinado el nido con cuidado, con una leve sonrisa en su rostro-. Pero mi mejor cazador fue un azor adulto. Hembra. Son más grandes que los machos y mejores cazadores. Es difícil trabajar con ellas. Pero cazaba cualquier cosa: conejos, liebres, faisanes.

– ¿Todavía lo tienes?

– Oh, no. Un día estaba al acecho, planeaba buscando una presa. Luego le dio por cambiar de idea. Dejó que escapara un gran faisán. Voló hasta una corriente cálida que la llevó cientos de metros hacia arriba. Desapareció hacia el sol. Le puse un cebo durante un mes pero nunca regresó.

– ¿Desapareció así como así?

– A veces sucede -había dicho Percey y se había encogido de hombros sin emoción-. Son animales salvajes. Pero pasamos juntas unos buenos seis meses. -Era el halcón que inspiró el logo de Hudson Air. Señaló la ventana con la cabeza-. Tienes suerte con su compañía. ¿Les has puesto nombre?

– No es la clase de cosas que hago -se rió Rhyme desdeñoso-. Thom lo intentó. Me reí tanto que se tuvo que salir del cuarto.

– ¿Esa oficial Sachs va a arrestarme de verdad?

– Oh, creo que puedo convencerla de que no lo haga. Escucha, debo decirte algo.

– Adelante.

– Tenéis que tomar una decisión, tú y Hale. Sobre eso quería hablarte.

– ¿Un decisión?

– Podemos sacaros de la ciudad. Alojaros en un centro para la protección de testigos. Si seguimos maniobras evasivas correctas, estoy completamente seguro de que podemos deshacernos del Bailarín y manteneros seguros hasta la reunión del gran jurado.

– ¿Pero? -había preguntado ella.

– Pero él seguirá buscándonos. Y aun después de vuestra comparecencia ante el gran jurado, todavía constituiréis una amenaza contra Phillip Hansen porque tendréis que testificar en el juicio. Eso podría ser dentro de meses.

– El gran jurado quizá no lo acuse, digamos lo que digamos -señaló Percey-. Entonces no tiene sentido que nos mate.

– No tiene importancia. Una vez que el Bailarín ha sido contratado para matar a alguien no se detiene hasta haberlo conseguido. Además, los fiscales acusarán a Hansen de la muerte de tu marido, y también serás testigo en ese caso. Hansen necesita que desaparezcas.

– Me parece que entiendo adonde quieres ir a parar.

Rhyme levantó una ceja.

– Me siento como una lombriz en el anzuelo -comentó Percey.

Los ojos de Rhyme se entrecerraron y rió:

– Bueno, no te voy a hacer desfilar en público, sólo te alojaré en una casa de seguridad aquí en la ciudad. Completamente custodiada. Con una seguridad de última generación. Pero nos atrincheraremos y te mantendremos allí. El Bailarín aparecerá y lo detendremos, de una vez por todas. Es una idea algo loca, pero no creo que tengamos otra opción.

Otro trago de whisky. No era malo para ser un producto no embotellado en Kentucky.

– ¿Loca? -había repetido-. Déjame hacerte una pregunta. ¿Tienes modelos en tu profesión, detective? ¿Hay alguien a quien admires?

– Claro. Criminalistas… August Vollmer, Edmond Locard.

– ¿Conoces a Beryl Markham?

– No.

– Era una aviadora de los años treinta y cuarenta. Ella -y no Amelia Earhart- fue uno de mis ídolos. Llevó una vida muy arriesgada. Pertenecía a la clase alta británica. Gente como la que sale en Memorias de África. Fue la primera persona -no la primera mujer sino la primera persona- que voló en solitario a través del Atlántico por la ruta difícil, del este al oeste. Lindbergh utilizó los vientos de cola -se rió-. Todos pensaron que estaba loca. Los periódicos publicaban editoriales suplicándole que no intentara ese vuelo. Lo hizo igual, por supuesto.

– ¿Logró llegar?

– Se estrelló cerca del aeropuerto, pero sí, lo logró. Bueno, no sé si su acción fue valiente o alocada. A veces pienso que no hay mucha diferencia.

– Estarás muy segura, pero no completamente segura -continuó Rhyme.

– Déjame decirte algo, tiene que ver con ese nombre que le habéis puesto al asesino…

– El Bailarín.

– El Bailarín de la Muerte. Bueno, hay una frase que usamos en los aviones a reacción. La «esquina de la muerte».

– ¿Qué es?

– Es el margen entre la velocidad en que tu avión entra en pérdida de baja velocidad y la velocidad en que entra en pérdida de alta velocidad, cuando te acercas a la velocidad del sonido. A nivel del mar tienes trescientos kilómetros para maniobrar, pero a diez mil quinientos metros de altura, tu pérdida de velocidad es quizá de quinientos nudos por hora y tu límite Mach es de cerca de quinientos cuarenta. Si no te quedas dentro de ese margen de cuarenta nudos por hora, doblas «la esquina de la muerte» y te estrellas. Todos los aviones que vuelan a esa altura tienen que llevar pilotos automáticos que mantengan la velocidad dentro de ese margen. Bueno, quería decirte que vuelo a esa altura todo el tiempo y que pocas veces uso el piloto automático. Seguridad completa es un concepto con el cual no estoy familiarizada.

– Entonces lo harás.

Pero Percey no contestó enseguida. Lo escudriñó durante un momento.

– ¿Hay algo más en esto, verdad?

– ¿Más? -había preguntado Rhyme, pero la inocencia de su voz era una leve pátina.

– Leo la sección local del Times. Vosotros los policías no os empeñáis tanto por capturar a cualquier asesino. ¿Qué hizo Hansen? Mató a un par de soldados y a mi marido, pero lo perseguís como si fuera Al Capone.

– Me importa un bledo Hansen -replicó tranquilo Lincoln Rhyme, sentado en su trono motorizado, con un cuerpo que no podía mover y ojos que brillaban como oscuras llamas, exactamente como los de un halcón. Percey no le había dicho que ella, como él, nunca le ponía nombre a las aves de caza y que había llamado a su ave de presa simplemente «el halcón».

Rhyme continuó diciendo:

– Quiero atrapar al Bailarín. Ha matado policías, incluyendo a dos que trabajaban para mí. Voy a atraparlo.

Sin embargo, ella percibía que había algo más. Pero no insistió.

– Debes preguntarle también a Brit.

– Por supuesto.

– Está bien -concedió ella finalmente-. Lo haré.

– Gracias. Yo…

– Pero… -interrumpió Percey.

– ¿Qué?

– Hay una condición.

– ¿Cuál es? -Rhyme levantó una ceja y a Percey le asaltó este pensamiento: cuando te olvidas de que es un minusválido resulta un hombre atractivo. Y sí, sí, al verlo de este modo, sintió a su viejo enemigo, el temor familiar de estar en presencia de un hombre guapo. Oye, Cara de Enana, Cara Chata, Enana, Enanita, Niña Sapo, ¿tienes una cita para el sábado a la noche? Apuesto que no…

Percey había dicho:

Quiero pilotar el vuelo charter de U.S. Medical mañana a la noche.

– Oh, no creo que sea una buena idea.

– Es una condición ineludible -continuó Percey, recordando una frase que Ron y Ed usaban en ocasiones.

– ¿Por qué tienes que volar?

– Hudson Air necesita este contrato. Desesperadamente. Es un vuelo con un margen muy estrecho, y necesitamos el mejor piloto de la compañía. Que da la casualidad de que soy yo.

– ¿Qué quieres decir con un margen estrecho?

– Todo está planificado hasta el mínimo detalle. Vamos con el combustible mínimo. No puedo permitir que un piloto esté dando vueltas porque se equivocó al acercarse al aeropuerto o que busque alternativas porque las condiciones sean mínimas -Hizo una pausa y luego añadió-: No permitiré que mi compañía desaparezca.

Percey lo expresó con una intensidad muy parecida a la de él, pero se sorprendió cuando Rhyme asintió sin protestar.

– Está bien -dijo-. Acepto.

– Entonces cerramos trato. -Instintivamente Percey se inclinó para estrecharle la mano, pero se contuvo.

Rhyme se echó a reír:

– Ahora sólo firmo acuerdos puramente verbales. -Bebieron whisky para sellar el trato.

Entonces, a primera hora de la mañana del domingo, Percey apoyó la cabeza contra el cristal de la casa de seguridad. Había tanto que hacer. Ordenar la reparación del Foxtrot Bravo. Preparar la planilla de navegación y el plan de vuelo, lo que le llevaría horas. A pesar del nerviosismo y la pena por Ed, experimentó aquella indescriptible sensación de placer: volaría esa noche.

– Hola -le saludó una voz amistosa.

Se dio la vuelta y vio a Roland Bell en la puerta.

– Buenos días -lo saludó.

Caminó con rapidez hacia ella.

– Si quieres tener abiertas las cortinas, entonces mantente agachada -dijo y corrió las cortinas.

– Oh, creo que el detective Rhyme le ha preparado una trampa. Está seguro de atraparlo.

– Bueno, todos saben que Lincoln Rhyme hace siempre lo correcto. Pero yo no confiaría para nada en este asesino. ¿Dormiste bien?

– No -dijo Percey- ¿y tú?

– Dormité durante un par de horas -continuó Bell, mientras echaba un vistazo por una abertura entre las cortinas-. Pero no necesito dormir mucho. Casi siempre me levanto con mucha energía. Es lo que sucede cuando tienes hijos. Ahora, deja cerradas las cortinas. Recuerda que estamos en Nueva York, y piensa qué pasaría con mi carrera si te hiriera algún bribón que dispara tiros al aire. Tendría una semana muy difícil si eso sucediera. ¿Qué te parece si tomamos un café?


Aquella mañana de domingo se veían una docena de enormes nubes reflejadas en la vieja casa. Había amenaza de lluvia.

Allí estaba la Mujer, de pie frente a la ventana envuelta en su albornoz, con la cara blanca rodeada por su pelo negro y rizado, despeinada, ya que acababa de levantarse.

Y allí estaba Stephen Kall, a una calle de la casa de seguridad del Departamento de Justicia, ubicada en la calle Treinta y tres. Se confundía con las sombras que proyectaba un tanque de agua que estaba sobre un antiguo edificio de departamentos. La observaba a través de sus prismáticos Leica, y el reflejo de las nubes pasaba sobre su delgado cuerpo.

Sabía que los cristales serían a prueba de balas y que seguramente desviarían el primer disparo. Podría colocar otro cartucho en cuatro segundos, pero ella se tiraría hacia atrás como reacción ante la rotura del cristal, aun cuando no se diera cuenta de que le estaban disparando. Lo más probable era que no pudiera infligirle una herida mortal.

Señor, me atendré a mi plan original, señor.

Un hombre apareció al lado de la Mujer y cerró las cortinas. Luego echó un vistazo por la rendija y examinó los tejados donde podría apostarse un francotirador.

Parecía eficiente y peligroso. Stephen memorizó su apariencia.

Luego se ocultó detrás de la fachada del edificio antes de que lo vieran.

La treta de la policía, Stephen supuso que sería una idea de Lincoln el Gusano, consistente en hacerle pensar que habían llevado a la Mujer y al Amigo al edificio de una comisaría del West Side, no le había engañado más de diez minutos. Después de escuchar a la Mujer y a Ron por la línea pinchada, se había limitado a ejecutar un programa de software ilegal que descargó de un grupo de noticias de Internet. Le informó de que se trataba del prefijo telefónico 212 de Manhattan.

Lo que hizo a continuación podría o no resultar.

Pero ¿cómo se obtienen las victorias, soldado?

Considerando todas las posibilidades, aunque sean improbables, señor.

Se conectó a Internet y tecleó el número de teléfono a una guía telefónica inversa, que le proporcionó la dirección y el nombre del abonado. El programa no funcionaba con los números que no figuraban en la guía y Stephen estaba seguro de que nadie del gobierno federal sería tan estúpido como para usar un número registrado para una casa de seguridad.

Estaba equivocado.

El nombre James L. Johnson, 258 East 35th Street apareció en la pantalla.

Imposible…

Luego llamó al Edificio Federal de Manhattan y pidió hablar con el señor Johnson.

– Con el señor James Johnson.

– Un minuto, por favor. Lo comunicaré.

– Discúlpeme -lo interrumpió Stephen-. ¿En qué departamento trabaja ahora?

– En el Departamento de Justicia. En la Oficina de Administración de Instalaciones.

Stephen colgó cuando transferían la llamada.

Cuando supo que la Mujer y el Amigo estaban en una casa de seguridad en la calle Treinta y Cinco, robó unos mapas oficiales de la ciudad donde figuraba esa manzana para preparar su ataque. Después había hecho el paseo alrededor de la comisaría Veinte y había dejado que lo vieran observando el surtidor de gasolina. Luego robó el camión de transporte de combustible y dejó muchas pruebas de su paso, de manera que pensaran que iba a utilizar el camión como una bomba gigante para eliminar a los testigos.

Y allí se encontraba Stephen Kall entonces, a corta distancia de la Mujer y el Amigo.

Pensó en la tarea que le aguardaba para evitar pensar en el obvio paralelismo: el rostro en la ventana, que lo buscaba.

Estaba un poco crispado, pero no demasiado. Un poco nervioso.

Las cortinas corridas. Examinó la casa nuevamente.

Era un edificio de tres plantas, no adosado a edificios adyacentes, con un callejón que era como un hilo oscuro alrededor de la estructura. Los muros eran de piedra caliza de color rojizo, después del granito o el mármol el material de construcción más duro, y las ventanas estaban cerradas con vigas que parecían de hierro viejo pero que Stephen sabía que en realidad eran de acero cementado, conectadas con sensores de movimiento o sonido o de los dos tipos.

La escalera de incendios era auténtica, pero si se miraba con atención podía ver que detrás de las ventanas con cortinas estaba oscuro. Probablemente había planchas de acero atornilladas al marco interior. Había encontrado la verdadera puerta de incendios, detrás de un enorme cartel de teatro pegado a los ladrillos. (¿Por qué pondría alguien un cartel publicitario en un callejón si no era para disfrazar una puerta?) El callejón se parecía a cualquier otro de esa parte de la ciudad, adoquines y asfalto, pero podía ver los ojos de cristal de las cámaras de seguridad ubicadas dentro de los muros. Sin embargo, había bolsas de basura y contenedores en el callejón que podían proporcionar un buen escondite. Podía saltar al callejón desde la ventana del edificio de oficinas de al lado y usar los contenedores como escondite para llegar a la puerta de incendios.

En efecto, existía una ventana abierta en la primera planta del edificio de oficinas, con una cortina que se movía hacia adentro y hacia fuera por el viento. La persona que estuviera controlando las pantallas de seguridad debía haber visto ese movimiento y se habría acostumbrado a él. Podía dejarse caer de la ventana, a dos metros de altura, y luego correr hacia la parte posterior del contenedor y arrastrarse hasta la puerta de incendios.

También sabía que no lo esperarían por allí, había escuchado las noticias de una evacuación de todos los edificios cercanos a la comisaría Veinte, de manera que creían realmente que trataría de llevar un camión de combustible, convertido en bomba, hacia ese lugar.

Evalúe, soldado.

Señor, mi evaluación es que el enemigo confía tanto en la estructura física como en el anonimato de las instalaciones para defenderse. Noto la ausencia de grandes cantidades de personal táctico y saco en conclusión que el ataque de una sola persona a las instalaciones tiene una buena probabilidad de éxito de eliminar uno o ambos objetivos, señor.

No obstante, a pesar de su confianza, se sintió momentáneamente temeroso.

Se imaginó a Lincoln que lo buscaba. Lincoln el Gusano. Una gran cosa grumosa, una larva, húmeda por los fluidos del gusano, mirando por todas partes, viendo a través de las paredes, fluyendo por las rendijas.

Mirando por las ventanas…

Subiendo por su pierna.

Mordiendo su carne.

¡Lávate! ¡Elimínalos con el lavado!

¿Qué quiere eliminar, soldado? ¿Todavía insiste con esos malditos gusanos?

Señor, yo… Señor, no, señor.

¿Te estás ablandando, soldado? ¿Te sientes como una niñita que va a la escuela?

Señor, no, señor. Soy como la hoja de un cuchillo, señor. Soy pura muerte. ¡Tengo ansias de matar, señor!

Respiró profundamente. Se calmó enseguida.

Escondió el estuche de guitarra que contenía el Model 40 en el tejado, bajo un tanque de agua. Guardó el resto del equipo en una gran bolsa de libros, y luego se puso la cazadora de la Universidad de Columbia y su gorra de béisbol.

Bajó por la escalera de incendios y desapareció en el callejón, sintiéndose avergonzado, hasta atemorizado, pero no de las balas de su enemigo sino de la mirada ardiente y penetrante de Lincoln el Gusano, que se acercaba y se movía lenta pero implacablemente por la ciudad, en su búsqueda.


Stephen había planeado una entrada agresiva, pero no tuvo que matar a nadie. El edificio de oficinas al lado de la casa de seguridad estaba vacío.

El vestíbulo se encontraba desierto y dentro no había cámaras de seguridad. La puerta de entrada estaba parcialmente abierta con una cuña de goma. Vio carretillas y embalajes de muebles amontonados a su lado. Resultaba tentador, pero no quería encontrarse con operarios ni inquilinos, de manera que salió nuevamente y se deslizó por la esquina, lejos de la casa de seguridad. Se escondió detrás de macetero, que lo ocultaba de la acera. Con el codo rompió la ventana estrecha que daba a una oficina en penumbras y que resultó ser la consulta de un psiquiatra, y se coló por ella. Se quedó completamente inmóvil durante cinco minutos, con la pistola en la mano. Nada. Salió en silencio por la puerta y caminó hacia el pasillo de la primera planta del edificio.

Se detuvo fuera de la oficina que creía que era la que tenía la ventana abierta al callejón, con la cortina flameando. Stephen alargó la mano hacia el pomo de la puerta.

Pero su instinto le indicó que cambiara de planes. Decidió probar con el sótano. Encontró los escalones y descendió hacia el laberinto de cuartos del sótano, donde se notaba un fuerte olor a humedad.

Se movió en silencio hacia el lado del edificio que estaba más cerca de la casa de seguridad y abrió de un empujón una puerta de acero. Entró en un cuarto débilmente iluminado de seis por seis metros, lleno de cajas y cachivaches. Encontró una ventana a la altura de su cabeza que se abría hacia el callejón.

Pasaría con dificultad. Tendría que quitar el cristal y el marco. Pero una vez fuera se podría ocultar directamente detrás de una pila de bolsas de basura, y arrastrándose contra el suelo como los francotiradores llegaría a la puerta de incendios de la casa de seguridad. Con más tranquilidad que si utilizara la ventana de la primera planta.

Stephen pensó: lo logré.

Había engañado a todos.

¡Engañó a Lincoln el Gusano! Aquella idea le dio tanto placer como haber matado a las dos víctimas.

Cogió un destornillador de su bolsa de libros y comenzó a quitar la masilla del cristal de la ventana. Los trozos grises salían con lentitud; estaba tan absorto en su tarea que cuando dejó caer el destornillador y se llevó la mano a la culata de su Beretta ya tenía al hombre encima, poniéndole una pistola en el cuello y diciéndole en un susurro:

– Te mueves un centímetro y eres hombre muerto.

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