TERCERA PARTE . Pericia

(El halcón) se echó a volar. A volar: el horrible sapo aéreo, la lechuza de plumas silenciosas, el jorobado y volador Ricardo III se me acercó, volando a ras de tierra. Sus alas se movían con un propósito concreto, los dos ojos de su cabeza, inclinada hacia abajo, estaban fijos en mí con una concentración macabra.

The Goshawk,

T. H. White.


Hora 23 de 45
Capítulo 19

De cañón corto, probablemente un Colt, Smittie o una Dago falsificada, sin disparar en los últimos tiempos. O sin engrasar.

Huelo a orín.

¿Y qué nos dice una pistola oxidada, soldado?

Mucho, señor.

Stephen Kall levantó las manos.

– Tira tu arma al suelo -la voz sonaba nerviosa, trémula-. Y tu walkie-talkie.

¿Walkie-talkie?

– Vamos, hazlo. Te volaré los sesos -la voz crepitaba con desesperación. Se sorbió los mocos.

Soldado, ¿los profesionales amenazan?

Señor, no lo hacen. Este hombre es un aficionado. ¿Lo inmovilizamos?

Todavía no. Todavía representa una amenaza.

Señor, sí, señor.

Stephen dejó caer su arma en una caja de cartón.

– ¿Dónde…? Vamos, ¿dónde está tu radio?

– No tengo ninguna radio -dijo Stephen.

– Date la vuelta. Y no intentes nada.

Stephen giró y se encontró mirando a un hombre flaco de ojos penetrantes. Estaba muy sucio y parecía enfermo. Su nariz moqueaba y sus ojos tenían un alarmante color rojizo. Su espeso pelo castaño estaba enmarañado. Olía mal. Un sin hogar, probablemente. Su padrastro le hubiera llamado borrachín. O drogata.

El viejo y baqueteado Colt, de cañón corto, se apoyaba en el vientre de Stephen y el percutor estaba gatillado. Sería fácil que el engranaje se deslizara, en especial si el arma era vieja. Stephen esbozó una sonrisa benévola. No movió un músculo.

– Mira -le dijo- no quiero problemas.

– ¡¿Dónde está tu radio?! -soltó el hombre.

– No tengo una radio.

El hombre palmeó nerviosamente el pecho de su cautivo. Stephen podría haberlo matado con facilidad, ya que desviaba su atención con frecuencia. Sintió los ágiles dedos que recorrían su cuerpo, examinándolo. Al fin, el hombre retrocedió.

– ¿Dónde está tu compañero?

– ¿Quién?

– No me jodas. Ya sabes.

De repente Stephen se sintió atemorizado nuevamente. Lleno de gusanos… Algo no encajaba.

– Realmente no sé lo que quieres decir.

– El poli que estuvo antes aquí.

– ¿Poli? -susurró Stephen-. ¿En este edificio?

Los ojos lacrimosos del hombre brillaron con incertidumbre.

– Sí. ¿No eres tú su compañero?

Stephen se acercó a la ventana y miró hacia fuera.

– Detente. Te dispararé.

– Apunta a otro lugar -ordenó Stephen, mirando sobre su hombro. Ya no estaba preocupado por los engranajes de la pistola. Estaba comenzando a darse cuenta de la gravedad de su error. Sintió náuseas.

La voz cascada del hombre lo amenazó:

– Para. Ya mismo. Te lo digo en serio.

– ¿Están en el callejón, también? -preguntó Stephen, tranquilo.

Un momento de confuso silencio.

– ¿De verdad no eres policía?

– ¿Están también en el callejón? -repitió Stephen con firmeza.

El hombre miró nerviosamente alrededor del cuarto.

– Un grupo estuvo aquí hace un rato. Son los que pusieron esas bolsas de basura allí afuera. No sé dónde estarán ahora.

Stephen observó el callejón. Las bolsas de basura… Las dejaron allí para hacerme salir. Un escondite falso.

– Si haces una señal a alguien, te juro…

– Oh, cállate -Stephen escudriñó lentamente el callejón, paciente como una boa, y al final vio una débil sombra sobre los adoquines, detrás de un contenedor. Se movió cinco o seis centímetros.

Y en la parte superior del edificio de atrás de la casa de seguridad, en la torre del ascensor, vio asomar otra sombra. Eran demasiado buenos como para dejar que se viera la boca de sus fusiles, pero no lo suficientemente buenos como para pensar en bloquear la luz que se reflejaba hacia arriba desde el agua estancada que cubría el techo del edificio.

Jesús, Dios… De alguna manera, Lincoln el Gusano de mierda había sabido que Stephen no se tragaría el anzuelo de la comisaría Veinte. Todo el tiempo lo habían estado esperando aquí. Lincoln hasta se había imaginado su estrategia, sabía que Stephen trataría de entrar a través del callejón desde aquel mismo edificio.

El rostro en la ventana…

De repente, a Stephen se le ocurrió la idea absurda de que había sido Lincoln el Gusano el que estuvo en Alexandria, Virginia, de pie ante la ventana, iluminado por la luz rosada y mirándolo. Por supuesto que no podía haber sido él. Sin embargo, esa imposibilidad no le quitó las náuseas que sentía en el estómago.

La puerta bloqueada, la ventana abierta y la cortina ondeando… una forma de darle una bienvenida de mierda. Y el callejón: una zona perfecta de muerte.

Lo único que le había salvado era su instinto.

Lincoln el Gusano le había tendido una trampa.

¿Quién diablos es?

Hervía de rabia. Una ola de calor envolvió su cuerpo. Si lo estaban esperando, seguirían los procedimientos de las fuerzas de Investigación y Vigilancia (S &S). Lo que significaba que el policía que aquel tipejo había visto estaría pronto de regreso para examinar el cuarto. Stephen giró y se enfrentó al hombre.

– ¿Cuándo fue la última vez que estuvo el poli aquí?

Los ojos aprensivos del hombre parpadearon y luego se abrieron con temor.

– Contéstame -le espetó Stephen, a pesar del agujero negro del Colt que le apuntaba.

– Hace diez minutos.

– ¿Qué clase de arma tiene?

– No lo sé. Me parece que una muy sofisticada. Como una ametralladora.

– ¿Quién eres tú? -le preguntó Stephen.

– No tengo que contestar tus malditas preguntas -dijo el hombre, desafiante. Se limpió la mocosa nariz con la manga. Y cometió el error de hacerlo con el brazo que sostenía el arma. En un segundo Stephen se la quitó y tiró el hombre al suelo.

– ¡No! No me hagas daño.

– Cállate -ladró Stephen. Instintivamente abrió el pequeño Colt para ver cuantas balas había en el tambor. No había ninguna-. ¿Está vacío? -preguntó incrédulo.

El hombre se encogió de hombros.

– Yo…

– ¿Me amenazabas con un arma descargada?

– Bueno… verás, si te capturan y no está cargada, no te encarcelan por mucho tiempo.

Stephen no entendía nada. Pensó que podía limitarse a matarle por la estupidez de llevar un arma descargada.

– ¿Qué haces aquí?

– Vete y déjame en paz -gimoteó el hombre, esforzándose por ponerse de pie.

Stephen dejó caer el Colt en su bolsillo, luego cogió su Beretta y la apoyó en la cabeza del hombre.

– ¿Qué haces aquí?

Él se enjugó de nuevo la cara.

– Arriba hay unas consultas de médicos. Y no hay nadie por aquí los domingos de manera que busco, ya sabes, muestras.

– ¿Muestras?

– Los médicos tienen todas esas muestras gratis de drogas y porquerías y no hay registros, de manera que puedo robar todas las que quiera y nadie lo sabe. Percodan, Fiorinol, pildoras dietéticas, cosas como esas.

Pero Stephen no lo escuchaba. Sentía nuevamente el escalofrío del Gusano. Lincoln estaba muy cerca.

– Oye, ¿estás bien? -le preguntó el hombre, mirando la cara de Stephen.

Curiosamente, los gusanos desaparecieron.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó Stephen.

– Jodie. Bueno, Joe D'Oforio. Pero todos me llaman Jodie. ¿Cómo te llamas tú?

Stephen no contestó. Miró por la ventana. Otra sombra se movió en la parte superior del edificio, detrás de la casa de seguridad.

– Bien, Jodie. Escucha. ¿Quieres ganar algún dinero?


* * *

– ¿Bueno? -preguntó Rhyme con impaciencia-. ¿Qué pasa?

– Todavía está en el edificio en la zona este de la casa de seguridad. Aún no ha salido al callejón -le informó Sellitto.

– ¿Por qué no? Tiene que hacerlo. No hay razón para que no lo haga. ¿Cuál es el problema?

– Están examinando todas las plantas. No está en la oficina por donde pensamos que entraría.

La que tenía la ventana abierta. ¡Maldita sea! Rhyme había considerado cuidadosamente si dejarla abierta, con una cortina que entrara y saliera, tentándolo. Pero resultó demasiado obvio. El Bailarín había sospechado.

– ¿Todos están listos y armados? -preguntó Rhyme.

– Por supuesto. Relájate.

Pero no podía hacerlo. Rhyme no tenía la exacta certeza de cómo accedería el Bailarín a la casa de seguridad. Estaba seguro, sin embargo, de que lo intentaría por el callejón. Tuvo la esperanza de que las bolsas de basura y los contenedores lo impulsaran a pensar que tenía bastantes escondites como para acercarse por esa dirección. Los agentes de Dellray y los grupos 32E de Haumann vigilaban el callejón, desde el propio edificio de oficinas y desde los edificios que rodeaban la casa de seguridad. Sachs estaba con Haumann, Sellitto y Dellray en una falsa furgoneta UPS aparcada a una manzana de la casa.

Rhyme había sido temporalmente engañado por la treta de la supuesta bomba en el camión cisterna. Que el Bailarín olvidara una herramienta en una escena de crimen era improbable, pero de alguna manera creíble. Pero luego Rhyme empezó a sospechar gracias a la cantidad de residuos de mecha detonadora encontrada en el corta alambres. Sugería que el Bailarín había untado el filo con explosivo para asegurarse de que la policía pensara que intentaría un ataque con una bomba contra la comisaría. Rhyme decidió que no, que el Bailarín no se estaba distrayendo, como él y Sachs habían pensado al principio. Dejarse ver cuando examinaba la pretendida vía de ataque y luego dejar vivo a un guardia de manera que el hombre pudiera llamar a la policía y contarles el robo del camión, habían sido cosas que el Bailarín hizo intencionadamente.

El peso final que inclinó la balanza, sin embargo, fue la prueba física. El amonio ligado a fibra de papel. Había sólo dos orígenes posibles de esa combinación: las viejas heliografías arquitectónicas y los mapas catastrales, que se reproducen en fotocopiadoras para grandes pliegos con amonio. Rhyme hizo que Sellitto llamara a la Central y preguntara sobre robos en firmas de arquitectos o en oficinas inmobiliarias del condado. Le contestaron que había habido un robo en el Registro Municipal. Rhyme les pidió que buscaran los planos de la calle Treinta y cinco, y los sorprendidos agentes informaron que sí, que faltaban esos planos.

Sin embargo, seguía siendo un misterio la forma en que el Bailarín llegó a saber que Percey y Brit estaban en la casa de seguridad y cuál era la dirección de ésta.

Cinco minutos antes, dos oficiales ESU habían encontrado una ventana rota en la primera planta del edificio de oficinas. El Bailarín había evitado la puerta principal abierta, pero, sin embargo, todavía pensaba en acceder a la casa a través del callejón. No obstante, algo le había asustado. Andaba por el edificio y no tenían idea de por dónde. Una víbora venenosa en un cuarto oscuro. ¿Dónde estaba, qué planeaba?

Demasiadas formas de morir…

– No puede esperar -murmuró Rhyme-. Es demasiado arriesgado.

Se estaba poniendo frenético.

– Nada en la primera planta -informó un agente-. Seguimos haciendo las rondas.

Pasaron cinco minutos. Los guardias se iban llamando y daban informes negativos, pero todo lo que Rhyme podía oír eran los ruidos de electricidad estática de sus auriculares.


– ¿Quién no querría dinero? -contestó Jodie-. Pero no sé qué tengo que hacer.

– Ayúdame a salir de aquí.

– Quiero decir, ¿qué haces aquí? ¿Te están buscando?

Stephen miró de arriba abajo al hombrecillo triste. Un perdedor, pero no un loco ni un estúpido. Stephen decidió que por razones tácticas era mejor ser sincero. De todas formas, el hombre estaría muerto en unas horas.

– Vine aquí a matar a alguien -dijo.

– ¡Vaya! ¿Quieres decir que estás en la Mafia o algo así? ¿A quién vas a matar?

– Jodie, cálmate. Estamos en una situación difícil.

– ¿Nosotros? Yo no he hecho nada.

– Salvo que estás en el lugar equivocado en el momento equivocado -dijo Stephen-. Y es una lástima, pero estás en la misma situación que yo: me buscan y no creerán que no estás conmigo. Bien, ¿me ayudas o no? Sólo tengo tiempo para un sí o un no.

Jodie trató de no parecer asustado, pero sus ojos lo traicionaron.

– Sí o no.

– No quiero que me hagas daño.

– Si estás de mi lado nadie te hará daño. Soy muy bueno decidiendo quién resultará lastimado y quién no.

– ¿Y me pagarás? ¿En efectivo? No quiero cheques.

– Con un talón, no -Stephen se echó a reír-. En efectivo.

Los ojos brillantes parecían reflexionar.

– ¿Cuánto?

El tipejo negociaba.

– Cinco mil.

El miedo permaneció en los ojos pero fue desplazado por la conmoción.

– ¿De veras? ¿No me estás jodiendo?

– No.

– ¿Qué pasa si te a ayudo a salir y me matas para no tener que pagarme?

Stephen rió nuevamente.

– A mí me pagan mucho más que eso. Cinco mil no son nada para mí. De todos modos, si salimos de aquí, me podrías ayudar en otra ocasión.

– Yo…

Un sonido a la distancia. Pisadas que se acercaban.

Era el policía de S &S que lo andaba buscando.

Sólo uno, supuso Stephen, al oír las pisadas. Tenía sentido. Estarían esperando que fuera a la oficina de la primera planta, la que tenía la ventana abierta y donde Lincoln el Gusano habría apostado a la mayoría de los guardias.

Stephen volvió a colocar la pistola en su bolsa de libros y sacó su cuchillo.

– ¿Me vas a ayudar?

Una pregunta estúpida, por supuesto. Si Jodie no lo ayudaba estaría muerto en sesenta segundos. Y lo sabía.

– Vale -y le tendió la mano.

Stephen la ignoró y preguntó:

– ¿Cómo salimos?

– Mira esos bloques de hormigón. Se pueden sacar. ¿Ves, allí? La abertura que queda conduce a un túnel antiguo. Estos túneles de distribución corren por debajo de la ciudad. Nadie los conoce.

– ¿Ah, sí? -Stephen deseó haberlo sabido antes.

– Nos llevará hasta el metro. Allí es donde vivo. En una vieja estación de metro.

Habían pasado dos años desde que Stephen trabajara con un socio. A veces deseaba no haberlo asesinado.

Jodie se encaminó a los bloques de hormigón.

– No -murmuró Stephen-. Quiero que hagas lo siguiente. Te pones contra esa pared. Allí -señaló un muro en el lado opuesto a la puerta.

– Pero me verá. Entra con su linterna e ilumina el cuarto. ¡Seré lo primero que vea!

– Limítate a ponerte contra la pared y levanta los brazos.

– Me disparará -gimoteó Jodie.

– No. No lo hará. Debes confiar en mí.

– Pero… -Sus ojos se dirigieron hacia la puerta. Se limpió la cara.

¿Se echará atrás este hombre, soldado?

Es un riesgo, señor, pero he considerado las posibilidades y pienso que no lo hará. Es un hombre muy necesitado de dinero.

– Debes confiar en mí.

– Vale, vale… -suspiró Jodie.

– Acuérdate de levantar bien los brazos o te disparará.

– ¿Así? -levantó los brazos.

– Retrocede, así tu cara queda en la sombra. Así. No quiero que te vea la cara… Bien. Perfecto.

Ahora las pisadas estaban más cerca. El policía caminaba sin hacer mucho ruido. Vacilaba.

Stephen se llevó los dedos a los labios y se tiró boca abajo. Desapareció en las sombras.

Las pisadas se hicieron inaudibles y luego se detuvieron. Una figura apareció en la puerta. Tenía el uniforme antibalas y llevaba una cazadora del FBI.

Entró en el cuarto y lo examinó con la linterna que estaba unida al extremo de su H &K. Cuando la luz iluminó el torso de Jodie, hizo algo que asombró a Stephen.

Comenzó a apretar el gatillo.

Era un movimiento muy sutil. Pero Stephen había disparado a tantos animales y personas que conocía el estremecimiento de los músculos, la tensión de la postura, en el momento anterior al disparo.

Stephen se movió con rapidez. Saltó hacia arriba, alejó la ametralladora y desconectó el micrófono del agente. Luego hundió el cuchillo en el tríceps del policía y paralizó su brazo derecho. El hombre aulló de dolor.

¡Tienen luz verde para matar!, pensó Stephen. No existe la opción de la rendición. Si me ven, disparan. Esté armado o no.

Jodie gritó.

– ¡Oh, Dios! -Se dirigió hacia delante, inseguro, con los brazos todavía levantados, con un gesto casi cómico.

Stephen hizo caer al agente de rodillas, le colocó el casco Kevlar sobre los ojos y lo amordazó con un pedazo de tela.

– Oh, Dios, lo acuchillaste -dijo Jodie, bajando los brazos y acercándose.

– Cállate -dijo Stephen-. Haz lo que dijimos. La salida.

– Pero…

– Ahora.

Jodie se limitó a mirarlo fijamente.

– ¡Ahora! -dijo Stephen con furia.

Jodie corrió hacia el agujero en la pared mientras Stephen ponía de pie al agente y lo llevaba por el pasillo.

Luz verde para matar…

Lincoln el Gusano había decidido que tenía que morir. Stephen estaba furioso.

– Espera allí -le ordenó a Jodie.

Stephen enchufó nuevamente los auriculares al receptor del hombre y escuchó. Estaban en el canal de Operaciones Especiales y debería haber una docena o más de policías, que pasaban informes a medida que registraban el edificio.

No tenía mucho tiempo, pero tenía que entretenerlos.

Stephen condujo al aturdido agente por el pasillo amarillo.

Sacó de nuevo el cuchillo.

Hora 23 de 45
Capítulo 20

– ¡Maldita sea! -exclamó Rhyme y se salpicó de saliva el mentón. Thom se acercó a la silla y lo limpió, pero Lincoln, enfadado, le hizo señas para que se fuera-. ¿Bo? -llamó por el micrófono.

– Adelante -dijo Haumann, desde la furgoneta de mando.

– Creo que nos ha engañado y va a pelear para poder salir. Di a tus agentes que formen grupos de defensa. No quiero que nadie esté solo. Haz que todos entren al edificio. Pienso…

– Espera… Espera. Oh, no…

– ¿Bo? ¿Sachs?… ¿Hay alguien?

Pero nadie contestó.

Rhyme escuchó por la radio voces que gritaban. La transmisión cesó. Luego exclamaciones intermitentes:

– …ayuda. Tenemos un rastro de sangre… En el edificio de oficinas. Correcto, correcto… no… escaleras abajo… Sótano. Innelman no contesta. Estaba… sótano. Todas las unidades, moveos, moveos. ¡Vamos, moveos!…

– ¿Bell, me escuchas? -gritó Rhyme-. Pon doble guardia a los testigos. No, repito, no los dejes sin custodia. El Bailarín anda suelto y no sabemos dónde está.

De la línea surgió la voz calma de Roland Bell:

– Los tenemos bajo nuestras alas. Nadie puede entrar.

Una espera irritante. Insoportable. Rhyme quería aullar de frustración.

¿Dónde estaba?

Una víbora en un cuarto oscuro…

Luego, uno a uno, los policías y agentes se reportaron, informando a Haumann y Dellray que habían registrado una planta tras otra.

Por fin, Rhyme escuchó:

– El sótano está limpio. Pero por Dios, hay mucha sangre en el lugar. E Innelman desapareció. ¡No lo podemos encontrar! ¡Dios, cuánta sangre!


– ¿Rhyme, puedes oírme?

– Adelante.

– Estoy en el sótano del edificio de oficinas -dijo Amelia Sachs al micrófono, mirando a su alrededor.

Las paredes eran de un sucio hormigón amarillo y el suelo estaba pintado de color gris, como los barcos de guerra. Pero era difícil prestar atención al decorado de ese lugar tan húmedo y oscuro; había sangre por todas partes, como en una horrorosa pintura de Jason Pollock.

Pobre agente, pensó. Innelman. Mejor que lo encontremos enseguida. Alguien que pierde tanta sangre no puede durar más de quince minutos.

– ¿Tienes el equipo? -preguntó Rhyme.

– ¡No tenemos tiempo! ¡Con toda esta sangre, tenemos que encontrarlo!

– Cálmate, Sachs. El equipo. Abre el equipo.

– ¡Está bien! -suspiró ella-. Lo tengo.

El equipo para examinar la sangre en una escena de crimen contenía una regla, un transportador con cordon incluido, una cinta métrica y el presuntivo análisis de campo Kastle-Meyer Reagent. También había Luminol, que detecta el residuo de óxido ferroso de la sangre aun cuando el criminal haya lavado toda huella visual.

– Esto es un desastre, Rhyme -dijo Sachs-. No voy a poder estudiar nada.

– Oh, la escena nos dirá más de lo que crees, Sachs. Nos dirá muchas cosas.

Bueno. Si alguien podía hallar alguna pista en aquel decorado macabro, ése era Rhyme; Sachs sabía que él y Mel Cooper eran miembros veteranos de la Asociación Internacional de Analistas de Grupos Sanguíneos. (No sabía qué podía ser más perturbador: las espantosas salpicaduras de sangre en las escenas de crimen o el hecho de que hubiera un grupo de personas especializadas en el tema.) Pero ahora se sentía desmoralizada.

– Tenemos que encontrarlo…

– Sachs, cálmate… ¿Estás conmigo?

– Bueno -dijo ella, después de un momento.

– Todo lo que necesitas por ahora es la regla -dijo Rhyme-. Primero, dime lo que ves.

– Hay gotas salpicadas por todos lados.

– Las salpicaduras de sangre son muy reveladoras. Pero no tienen sentido a menos que la superficie en que se encuentren sea uniforme. ¿Cómo es el suelo?

– Liso, de hormigón.

– Bien. ¿Qué tamaño tienen las gotas? Mídelas.

– Se está muriendo, Rhyme.

– ¿Qué tamaño? -aulló.

– Todos son distintas. Hay cientos de gotas de cerca de dos centímetros. Algunas son más grandes. Tienen cerca de tres centímetros. Hay miles de otras más pequeñas. Como pulverizadas.

– Olvida las pequeñas. Son gotas «proyectadas», satélites de las otras. Describe las más grandes. ¿Qué forma tienen?

– La mayoría son redondas.

– ¿Con bordes festoneados?

– Sí -murmuró Sachs-. Pero hay algunas que tienen los bordes lisos. Tengo frente a mí algunas de estas. Sin embargo, son más pequeñas.

¿Dónde está? se preguntó la chica. Innelman. Un hombre que no conocía. Desaparecido y sangrando como un grifo.

– ¿Sachs?

– ¿Qué? -exclamó.

– ¿Qué me dices de las gotas más pequeñas? Cuéntame.

– ¡No tenemos tiempo para hacerlo!

– No tenemos tiempo para no hacerlo -dijo Rhyme, tranquilo.

Maldito seas, Rhyme, pensó Sachs, y luego respondió:

– Muy bien.

Midió.

– Tienen alrededor de un centímetro. Son perfectamente redondas. No tienen bordes festoneados…

– ¿Dónde están? -preguntó Rhyme, con urgencia-. ¿En un extremo del pasillo o en el otro?

– La mayoría en el medio. Hay un almacén al final del vestíbulo. Dentro y cerca de él son más grandes y tienen bordes festoneados o deshilachados. En el otro extremo del pasillo son más pequeñas.

– Bien, bien -dijo Rhyme, distraído y luego anunció-. He aquí lo sucedido… ¿Cómo se llama el agente?

– Innelman. John Innelman. Es un amigo de Dellray.

– El Bailarín metió a Innelman en el depósito y lo acuchilló una vez, en la parte superior del cuerpo. Lo debilitó, quizá fuera en un brazo o en el cuello. Esas son las gotas grandes y desparejas. Luego lo llevó por el pasillo y lo acuchilló otra vez, más abajo. Esas son las gotas más pequeñas y redondas. Cuanto más corta es la distancia a la que cae la sangre, más lisos son los bordes.

– ¿Por qué lo haría?

– Para entretenernos. Sabe que buscaríamos a un agente herido antes de correr tras él.

Tiene razón, pensó Sachs, ¡pero no lo buscamos con suficiente rapidez!

– ¿Cuánto mide el pasillo?

Sachs suspiró y lo observó.

– Cerca de quince metros, más o menos, y el rastro de sangre cubre toda su extensión.

– ¿Algunas marcas de pisadas en la sangre?

– Docenas. Van a todas partes. Espera… Aquí hay un ascensor de servicio. No lo vi al principio. ¡El rastro lleva hacia él! El agente debe estar dentro. Tenemos que…

– No, Sachs, espera. Resulta demasiado obvio.

– Tenemos que hacer que abran la puerta del ascensor. Voy a llamar al departamento de bomberos para que manden a alguien con una Halligan [41] o con una llave de ascensor. Pueden…

– Escúchame -la interrumpió Rhyme con calma-. ¿Las gotas que llevan al ascensor tienen la forma de lágrimas? ¿Con extremos que apuntan a todas direcciones?

– ¡Tiene que estar en el ascensor! Hay manchas en la puerta. ¡Está muriendo, Rhyme! ¡Me quieres escuchar!

– ¿Cómo lágrimas, Sachs? -le preguntó él, tratando de tranquilizarla-. ¿Parecen renacuajos?

Sachs miró hacia abajo. Eran como decía Rhyme. Perfectos renacuajos, con sus colas apuntando a una docena de direcciones diferentes.

– Sí, Rhyme, como renacuajos.

– Vuelve hacia atrás hasta que desaparezcan.

Era una locura. Innelman se desangraba en la caja del ascensor. Sachs miró un instante la puerta de metal, pensó en no hacer caso a Rhyme, pero luego se dirigió al trote al extremo del pasillo.

Al lugar en que desaparecían.

– Aquí, Rhyme. Se detienen aquí.

– ¿Hay un armario o una puerta?

– Sí, ¿cómo lo sabes?

– ¿Y tiene echado el cerrojo por afuera?

– Así es.

¿Cómo diablos lo hace?

– De manera que el grupo de rescate vería el cerrojo echado y pasaría de largo, ya que de ninguna manera podría el Bailarín cerrar desde dentro. Bueno, Innelman está allí. Abre la puerta, Sachs. Usa los alicates con la manija, no el pomo. Hay una posibilidad que obtengamos alguna huella dactilar. Y, ¿Sachs?

– ¿Sí?

– No creo que haya puesto una bomba. No tuvo tiempo. Pero cualquiera sea el estado del agente, no será bueno, ignóralo durante un minuto y busca primero si hay alguna trampa.

– Vale.

– ¿Lo prometes?

– Sí.

Sacó los alicates… corrió el cerrojo… giró el pomo.

Arriba el Glock. Tira con fuerza. ¡Ahora!

La puerta se abrió.

Pero no había ninguna bomba ni otra trampa. Solo el pálido y exangüe cuerpo de John Innelman, inconsciente, que cayó a sus pies.

Sachs emitió una exclamación ahogada.

– Está aquí. ¡Necesita asistencia médica! Tiene unas heridas muy graves.

Se inclinó sobre él. Dos técnicos del EMS [42] y más agentes aparecieron corriendo. Dellray estaba con ellos, con cara apesadumbrada.

– ¿Qué te hizo, John? Oh, amigo -El agente larguirucho retrocedió mientras los médicos trabajaban. Cortaron gran parte de sus ropas y examinaron las heridas. Los ojos de Innelman estaban entreabiertos, vidriosos.

– ¿Está…? -preguntó Dellray.

– Vivo, apenas.

Los médicos pusieron comprensas en las heridas, hicieron un torniquete en la pierna y el brazo y luego le pusieron una unidad de plasma.

– Llevadlo a la ambulancia. Tenemos que darnos prisa. ¡Vamos!

Colocaron al agente en una camilla y corrieron por el pasillo. Dellray iba con ellos, cabizbajo, murmurando para sí y apretando un cigarrillo apagado entre sus dedos.

– ¿Puede hablar? -preguntó Rhyme-. ¿Alguna pista para saber dónde fue el Bailarín?

– No. Está inconsciente. No sé si lo podrán salvar. Dios.

– No pierdas la calma, Sachs. Tenemos una escena de crimen para analizar. Tenemos que encontrar dónde está el Bailarín, si todavía anda por allí. Vuelve al depósito. Mira si hay puertas o ventanas al exterior.

Mientras caminaba hacia el lugar, Sachs preguntó:

– ¿Cómo sabías lo del armario?

– A causa de la dirección de las gotas. Introdujo a Innelman dentro y empapó un trapo con la sangre del policía. Caminó hacia el ascensor, moviendo el trapo con un balanceo. Las gotas se movían en diferentes direcciones cuando cayeron. Por eso tenían el aspecto de lágrimas. Y ya que trató de conducirnos hacia el ascensor, deberíamos mirar en la dirección opuesta para encontrar su ruta de escape. El depósito. ¿Estás ahí?

– Sí.

– Descríbelo.

– Hay una ventana que da al callejón. Parece que empezó a abrirla. Pero está cerrada con masilla. No hay puertas -Miró por la ventana-. No puedo ver ninguno de los policías apostados. No sé cómo hizo el Bailarín para verlos.

no puedes ver ningún policía -dijo Rhyme con cinismo-. Él pudo. Ahora, camina por la cuadrícula y veamos lo que encuentras.

Sachs examinó cuidadosamente la escena de crimen, caminó la cuadrícula y luego pasó la aspiradora para recoger cualquier vestigio. Guardó con cuidado los filtros en bolsas.

– ¿Qué ves? ¿Algo?

Sachs iluminó los muros con su linterna y encontró dos bloques desparejos. Era un pasaje estrecho, pero alguien delgado podría pasar por él.

– He encontrado su camino de salida, Rhyme. Atravesó la pared por unos bloques de hormigón sueltos.

– No abras el pasaje. Llama a los de SWAT.

Ella llamó a varios agentes al cuarto y sacaron los bloques. Luego iluminaron con sus linternas montadas en los cañones de sus metralletas H &K el pasaje y la habitación adyacente.

– Limpio -exclamó un agente. Sachs sacó su arma y se deslizó al recinto fresco, oscuro y húmedo.

Era una rampa en declive llena de escombros que pasaba por un agujero en los cimientos. Caía agua. Sachs tuvo el cuidado de pisar sobre grandes pedazos de hormigón y evitar la tierra empapada.

– ¿Qué ves, Sachs? ¡Dime!

Barrió con la PoliLight los lugares donde el Bailarín podría haberse asido con las manos o puesto los pies.

– Vaya, Rhyme.

– ¿Qué?

– Huellas dactilares. Latentes, recientes… Espera. Pero aquí están las huellas de los guantes también. Con sangre. Por el trapo. No lo entiendo. Es como una cueva… Quizá se quitó los guantes por alguna razón. Quizá pensó que estaba seguro en el túnel.

Luego miró hacia abajo e iluminó sus pies con el resplandor extraño de la luz amarillo-verdosa.

– Oh.

– ¿Qué?

– No son sus huellas. Está con alguien más.

– ¿Alguien más? ¿Cómo lo sabes?

– También hay otro conjunto de huellas de pies. Todas son frescas. Unas más grandes que las otras. Van en la misma dirección, corriendo. Dios, Rhyme.

– ¿Qué pasa?

– Significa que tiene un socio.

– Vamos, Sachs. El vaso está medio lleno -agregó Rhyme con alegría-. Significa que tenemos el doble de pruebas para atraparlo.

– Yo pensaba -dijo Sachs sombríamente- que significaba que sería el doble de peligroso.


– ¿Qué traes? -preguntó Lincoln Rhyme.

Sachs había regresado a la casa del criminalista. Ella y Mel Cooper observaban las pruebas recogidas en la escena. Sachs y los SWAT habían seguido las huellas de pies hasta un túnel de acceso al metro, allí perdieron la pista tanto del Bailarín como de su compañero. Parecía que los hombres subieron hasta la calle, escapando a través de una boca de alcantarillado.

Sachs dio a Cooper la huella que había encontrado en la entrada del túnel, él la escaneó en el ordenador y la envió a los federales para una investigación AFIS.

Luego Sachs sostuvo dos huellas electrostáticas para que Rhyme las examinara.

– Estas son las huellas de pies del túnel. Esta es la del Bailarín -levantó una de las huellas, transparente, como una radiografía-. Concuerda con una huella encontrada en la consulta del psiquiatra de la primera planta, donde entró.

– Lleva zapatos comunes de obrero -comentó Rhyme.

– Creería que usaba calzado de combate -musitó Sellitto.

– No, sería demasiado obvio. El calzado de trabajo tiene suela de caucho antideslizante y punteras de acero. Es tan bueno como las botas si no se necesita una protección para el tobillo. Acércame la otra, Sachs.

Los zapatos más pequeños estaban muy gastados en los talones y en el pulpejo. Había un gran agujero en el zapato derecho, a través del cual se podía observar una red de arrugas dérmicas.

– No lleva calcetines. Puede que su amigo sea un vagabundo.

– ¿Por qué lleva a alguien con él? -preguntó Cooper.

– No lo sé -dijo Sellitto-. Se sabe que siempre trabaja solo. Utiliza a la gente pero no confía en ella.

Justo lo mismo de lo que me acusan a mí, pensó Rhyme y dijo:

– ¿Y lo de dejar huellas dactilares en la escena? Este tipo no es un profesional. Debe tener algo que el Bailarín necesita.

– Una salida del edificio, quizá -sugirió Sachs.

– Podría ser.

– Y en este momento debe estar muerto -comentó la chica.

Probablemente, acordó Rhyme en silencio.

– Las huellas son muy pequeñas -dijo Cooper-. Supongo que corresponden a una talla ocho, masculina.

El tamaño de la suela no se corresponde necesariamente con el tamaño del zapato y proporciona un indicio todavía más incierto sobre la estatura de la persona que los usa, aún así resultaba razonable deducir que el socio del Bailarín tenía una estructura corporal pequeña.

Volviendo a las pruebas, Cooper montó muestras en un portaobjetos y las puso bajo el microscopio de luz polarizada. Envió la imagen al ordenador de Rhyme.

– Línea de comandos, cursor a la izquierda -ordenó Rhyme con su micrófono-. Stop. Doble clic -examinó el monitor del ordenador-. Más argamasa del bloque de hormigón. Tierra y polvo… ¿De dónde sacaste esto, Sachs?

– Lo raspé de alrededor de los bloques de hormigón y aspiré el suelo del túnel. También encontré un nido detrás de unas cajas donde parecía que alguien se había escondido.

– Bien. Vale. Mel, pásalo por el cromatógrafo. Hay muchos elementos aquí que no reconozco.

El cromatógrafo retumbó al separar los compuestos, y envió los vapores resultantes al espectómetro para que los identificase. Cooper examinó la pantalla y silbó sorprendido.

– Me admira que este tío sea capaz de andar.

– Sé un poco más específico, Mel.

– Es una farmacia ambulante, Lincoln. Tenemos secobarbital, fenobarbital, Dexedrina, amobarbital, meprobamato, clorodiazepóxido, diazepam.

– Dios -murmuró Sellitto-. Pastillas de todo tipo…

– También lactosa y sacarosa -continuó Cooper-. Calcio, vitaminas, enzimas que se encuentran en productos lácteos.

– Alimentos para bebés -murmuró Rhyme-. Los camellos las utilizan para cortar drogas.

– De manera que el Bailarín se buscó un idiota como secuaz. Quién iba a decir.

– Todas esas consultas médicas… -dijo Sachs-. Este tipo debe haber estado robando píldoras.

– Conéctate con FINEST -dijo Rhyme-. Consigue una lista de todos los piratas de farmacias que tengan.

– Será tan larga como las Páginas Blancas, Lincoln -rió Sellito.

– Nadie dice que sea fácil, Lon.

Pero antes que pudiera hacer la llamada, Cooper recibió un e-mail.

– No hace falta que nos entretengamos con esto.

– ¿Por qué?

– El informe AFIS sobre las huellas dactilares -el técnico miró la pantalla-. Sea quien sea este tipo no está registrado ni en la ciudad, ni en el estado de Nueva York y no figura en el NCIC [43].

– ¡Diablos! -exclamó Rhyme. Se sentía víctima de una maldición. ¿No podría ser un poco más fácil?-. ¿Algún otro vestigio? -musitó.

– Hay algo aquí -dijo Cooper-. Un trozo de azulejo azul, lechado al dorso, unido a lo que parece ser hormigón.

– Veamos.

Cooper montó la muestra en la platina del microscopio.

Con calambres en el cuello y casi al borde de un espasmo, Rhyme se inclinó hacia delante y lo estudió con cuidado.

– Bien. Un antiguo azulejo tipo mosaico. Porcelana con un acabado agrietado y con base de plomo. Tiene sesenta o setenta años, me parece -Pero no pudo sacar ninguna conclusión de la muestra-. ¿Algo más? -murmuró.

– Unos pelos -Cooper los montó para verlos. Se inclinó sobre el microscopio.

Rhyme también examinó las finas hebras.

– Animales -anunció.

– ¿Más gatos? -preguntó Sachs.

– Veamos -dijo Cooper, con la cabeza inclinada.

Pero estos pelos no eran de felino. Eran de roedor.

– Rata -anunció Rhyme-. Rattus norvegicus. La común rata de alcantarilla.

– Sigamos. ¿Qué hay en esa bolsa, Sachs? -preguntó Rhyme como un niño hambriento frente al escaparate de una tienda de golosinas-. No, no. Allí. Sí, esa misma.

Dentro de la bolsa de pruebas había un trozo de servilleta de papel manchada con algo de color marrón claro.

– La encontré en el bloque de hormigón, el que quitaron para entrar al túnel. Pienso que la tenía en la mano. No hay huellas pero la mancha podría corresponder a la palma de una mano.

– ¿Por qué lo piensas?

– Porque me froté la mano con un poco de tierra y la apoyé en otro bloque. La marca que dejó es la misma.

Esa es mi Amelia, pensó Rhyme. Por un instante se acordó de lo ocurrido la noche anterior, cuando los dos estaban acostados en su cama. Descartó ese recuerdo.

– ¿Qué pasa, Mel?

– Parece grasa. Impregnada de polvo, tierra, fragmentos de madera, trozos de material orgánico. Carne animal, me parece. Todo muy antiguo. Y mira allí en el ángulo superior.

Rhyme examinó unas motas plateadas en la pantalla de su ordenador.

– Metal. Molido o raspado de algo. Pásalo por el cromatógrafo. Asegurémonos de lo que es.

Cooper hizo lo que le indicó.

– Petroquímico -contestó-. Con una refinación rudimentaria, sin aditivos… Hay hierro con vestigios de manganeso, silicona y carbono.

– Espera -exclamó Rhyme-. ¿Algún otro elemento, cromo, cobalto, cobre, níquel, tungsteno?

– No.

Rhyme miró al techo.

– ¿El metal? Es acero viejo, hecho con hierro en lingotes en un horno Bessemer. Si fuera moderno tendría alguno de esos otros materiales en su composición.

– Y aquí hay algo más. Alquitrán mineral.

– ¡Creosota! -gritó Rhyme-. Ya lo tengo. Es el primer gran error del Bailarín. Su socio es un mapa vial viviente.

– ¿Hacia dónde?

– Hacia el metro. Esa grasa es antigua, el acero procede de antiguas instalaciones y extremos de traviesas, la creosota es de las traviesas. Oh, y el fragmento de azulejo es de un mosaico. Muchas estaciones antiguas estaban alicatadas, tenían imágenes de algo relacionado con el vecindario.

– Claro -dijo Sachs-, la estación de Astor Place tiene mosaicos de los animales que vendía John Jacob Astor.

– Azulejo agrietado de porcelana. De manera que el bailarín lo quería para eso. Un escondite. El amigo del Bailarín es probablemente un drogata sin hogar que vive en una vía secundaria, túnel o estación abandonados.

Rhyme se dio cuenta de que todos estaban mirando la sombra de un hombre en la puerta. Dejó de hablar.

– ¿Dellray? -dijo Sellitto, dudoso.

La cara sombría y oscura de Dellray apareció en el umbral.

– ¿Qué pasa? -preguntó Rhyme.

– Es Innelman. Lo cosieron. Le dieron trescientos puntos de sutura. Pero fue demasiado tarde. Perdió demasiada sangre. Acaba de morir.

– Lo siento -dijo Sachs.

El agente levantó las manos, con sus largos dedos alzados como escarpias.

Todos los que estaban en el cuarto sabían lo que le sucedió al compañero más antiguo de Dellray: murió en la bomba del edificio federal de Oklahoma City. Rhyme recordó también a Tony Panelli, secuestrado en el centro de la ciudad pocos días antes. Probablemente en aquellos momentos estaría muerto y la única pista de su paradero eran los misteriosos granos de arena.

Y ahora otro de los amigos de Dellray estaba muerto.

El agente caminó con grandes zancadas amenazantes y preguntó:

– Sabéis por qué acuchilló a Innelman, ¿verdad?

Todos lo sabían, nadie contestó.

– Para distraernos. Es la única razón en el mundo. Para mantenernos lejos de su rastro. ¿Podéis creerlo? Una maldita distracción.

Abruptamente dejó de caminar. Miró a Rhyme con sus atemorizadores ojos oscuros.

– ¿Tienes alguna pista, Lincoln?

– Apenas -le explicó lo del socio vagabundo del Bailarín, las drogas, el escondite en el metro. En algún lugar.

– ¿Eso es todo?

– Me temo que sí. Pero todavía nos quedan más pruebas que examinar.

– Pruebas -susurró Dellray con desdén. Caminó hacia la puerta y se detuvo-. Una distracción. No es una maldita razón para que muera un hombre bueno. En absoluto una razón.

– Fred, espera… te necesitamos.

Pero el agente no oyó, o si lo hizo ignoró a Rhyme. Salió con paso airado del cuarto.

Un momento después la puerta de abajo se cerró de un buen golpe.

Hora 23 de 45
Capítulo 21

– Hogar, dulce hogar -dijo Jodie.

Un colchón, dos cajas con ropas viejas y comida enlatada. Revistas, Playboy y Penthouse y algunas baratas de pornografía hardcore, que Stephen miró con disgusto. Un libro o dos. La fétida estación de metro donde vivía Jodie, en algún lugar del centro de la ciudad, había cerrado décadas atrás, remplazada por otra, calle arriba.

Un buen lugar para los gusanos, pensó Stephen sombríamente, y enseguida alejó esta imagen de su mente.

Habían entrado a la pequeña estación por la plataforma de abajo. Llegaron hasta ella tras recorrer tres o cuatro kilómetros desde la casa de seguridad, siempre bajo tierra, a través de sótanos de edificios, túneles y tuberías pequeñas y grandes de las cloacas. Dejaron una pista falsa, una tapa de boca de alcantarilla abierta y finalmente entraron al túnel del metro donde se apresuraron. Si bien Jodie estaba patéticamente fuera de forma, trataba de recuperar el aliento mientras corría detrás de los frenéticos pasos de Stephen.

Había una puerta que daba a la calle, cerrada desde dentro por tablones de madera que dejaban pasar por las rendijas una luz polvorienta. Stephen miró hacia fuera, hacia el sombrío panorama del exterior. Estaban en una zona pobre de la ciudad. En las esquinas se veían indigentes sentados, en las aceras había botellas tiradas de Thunderbird y Colt 44 y por todas partes se observaban los tapones de los frasquitos de crack. Una enorme rata masticaba algo gris en el callejón.

Stephen oyó un estruendo a sus espaldas y se volvió para ver que Jodie dejaba caer en botes de café un puñado de pastillas robadas. Estaba inclinado sobre ellos y los ordenaba cuidadosamente. Stephen buscó en la bolsa de libros su teléfono móvil. Hizo una llamada al departamento de Sheila. Esperaba oír su contestador, pero una grabación le advirtió que la línea estaba fuera de servicio.

Oh, no.

Se quedó estupefacto.

Eso significaba que había estallado la bomba en el departamento de Sheila. Lo que quería decir que habían descubierto que estuvo allí. ¿Cómo diablos lo habían conseguido?

– ¿Estás bien? -preguntó Jodie.

¿Cómo?

Lincoln, Rey de los Gusanos. ¡Él lo hizo!

Lincoln, la cara blanca y llena de gusanos que lo miraba por la ventana…

Le empezaron a sudar las palmas de las manos.

– ¿Oye?

Stephen levantó la vista.

– Pareces…

– Estoy bien -respondió el muchacho bruscamente.

Deja de preocuparte, se dijo. Si estalló, la bomba era lo suficientemente potente como para volar el piso y destruir todo vestigio. Está bien. Estás seguro. Nunca te encontrarán, nunca te atraparán. Los gusanos no te tendrán.

Jodie le sonreía, curioso. El miedo desapareció.

– Nada -dijo-. Sólo un cambio de planes.

Cerró el teléfono.

Abrió nuevamente la bolsa y contó 5.000 dólares.

– Aquí está el dinero.

Jodie se quedó de piedra. Sus ojos iban de la cara de Stephen a los billetes. Alargó la delgada mano, que temblaba, y tomó con cuidado los cinco mil dólares, como si fueran a desaparecer si los apretaba mucho.

Cuando agarró los billetes, la mano de Jodie tocó la de Stephen. Aun a través del guante, el asesino sintió una enorme sacudida, como cuando le hundieron una navaja en el vientre que lo aturdió pero no le provocó dolor. Stephen soltó el dinero y mirando para otro lado dijo:

– Si me ayudas otra vez te pagaré otros diez.

El hombrecillo esbozó una cauta sonrisa en su rostro rojo e hinchado. Tomó aliento y hurgó en uno de sus botes de café.

– Me pongo, no sé, como nervioso. -Encontró una pastilla y la tragó-. Es un «diablo azul». Te hace sentir bien. Te hace sentir súper a gusto. ¿Quieres uno?

– Hum…

Soldado, ¿los hombres beben en ocasiones?

Señor, no lo sé, señor.

Bueno, lo hacen. Sírvete.

– No creo que yo…

Bebe un trago, soldado. Es una orden.

Bueno, señor.

No eres una niñita, ¿verdad, soldado? ¿Tienes tetitas?

Señor, no tengo, señor.

Entonces, bebe, soldado.

Señor, sí, señor.

– ¿Quieres uno? -repitió Jodie.

– No -murmuró Stephen.

Jodie cerró los ojos y se reclinó.

– Diez mil. -Después de un momento, preguntó-: ¿Lo mataste, verdad?

– ¿A quién? -preguntó Stephen.

– Allá arriba, a ese policía. Oye, ¿quieres un poco de zumo de naranja?

– ¿A ese agente en el sótano? Quizá lo maté. No lo sé. No era lo importante.

– ¿Te resultó difícil hacerlo? No es por nada, pero siento curiosidad. ¿Zumo de naranja? Yo bebo mucho zumo. Las píldoras te dan sed. Resecan la boca.

– No. -El bote parecía sucio. Quizá lo habían tocado los gusanos. Quizá estaban dentro. Puedes beber un gusano y no enterarte nunca. Se estremeció.

– ¿Tienes agua de grifo?

– No. Pero tengo algunas botellas de agua mineral. Robé una caja en A &P.

Sintió escalofríos.

– Necesito lavarme las manos.

– ¿Para qué?

– Para quitarme la sangre. Pasó a través de los guantes.

– Oh, está allí. ¿Por qué llevas guantes todo el tiempo? ¿Por las huellas?

– Así es.

– ¿Estabas en el ejército, verdad? Lo supe enseguida.

Stephen estaba a punto de mentir, pero cambió de idea en un instante.

– No. Casi estuve en el ejército -dijo-. Bueno, con los marines. Estaba a punto de ingresar. Mi padrastro era un marine y yo también quería serlo.

Semper Fi [44]

– Eso es.

Se hizo un silencio; Jodie lo miraba expectante.

– ¿Qué sucedió?

– Traté de alistarme pero no me dejaron entrar.

– Qué idiotas. ¿No te dejaron a ti? Si serías un gran soldado. -Jodie observaba al muchacho de arriba abajo, moviendo la cabeza-. Eres fuerte. Tienes buenos músculos. Yo -rió- apenas si hago ejercicio, excepto correr, cuando huyo de los negros o los chicos que quieren atracarme. Y de todos modos siempre me alcanzan. Eres guapo también. Como deben ser los soldados. Como los soldados de las pelis.

Stephen sintió que desaparecía la fea sensación relacionada con los gusanos y, por Dios, empezó a ruborizarse. Fijó los ojos en el suelo.

– Bueno, no sé…

– Vamos. Apuesto a que tu novia te encuentra guapo.

Volvió el temor. Los gusanos empezaron a removerse.

– Bueno, yo…

– ¿No tienes novia?

– ¿Dónde está el agua? -preguntó Stephen.

Jodie señaló la caja. Stephen abrió dos botellas y comenzó a lavarse las manos. Normalmente odiaba que la gente le viera hacerlo. Cuando le observaban cuando se lavaba continuaba sintiéndose atemorizado y los gusanos no se iban. Pero por alguna razón no le importó que Jodie le viera.

– ¿No tienes novia, eh?

– No de momento -explicó con cuidado Stephen-. No se trata de que sea marica o algo así, si es lo que quieres saber.

– No, para nada.

– No lo digo por nada. No pienso que mi padrastro tuviera razón cuando decía que el SIDA es la forma en que Dios se libra de los homosexuales. Porque si eso es lo que Dios quería hacer, podría haberse limitado a eliminar de los maricas, quiero decir. No hacer que existiera el riesgo de que se enfermara la gente normal.

– Tienes razón -dijo Jodie, algo colocado-. Yo tampoco tengo novia -Se rió con amargura-. Bueno, ¿cómo podría tenerla? ¿No es cierto? ¿Qué tengo? No soy guapo como tú, no tengo dinero. Sólo soy un jodido yonqui, eso es todo.

Stephen sintió que su cara ardía y se lavó con afán.

Frota esa piel, sí, sí, sí.

Gusanos, gusanos, desapareced.

Mientras se miraba las manos, Stephen continuó:

– El hecho es que últimamente me he encontrado en una situación en la que no he podido… en que no he estado tan interesado en las mujeres como la mayoría de los hombres. Pero se trata de un estado temporal.

– Temporal -repitió Jodie.

Stephen miraba la pastilla de jabón, como un prisionero que trata de escapar.

– Temporal. Es porque debo estar alerta. Para mi trabajo, quiero decir.

– Claro. Alerta.

Frota, frota y el jabón hacía espuma que aumentaba como nubes de tormenta.

– ¿Alguna vez has matado a un marica? -preguntó Jodie, curioso.

– No lo sé. Lo que te puedo decir es que nunca maté a nadie porque fuera homosexual. No tendría sentido.

A Stephen le escocían las manos. Se frotó más fuerte, sin mirar a Jodie. De repente se sintió henchido de una extraña sensación, la de hablar con alguien que podría comprenderlo.

– Mira, no mato a la gente sólo por matarla.

– Está bien -dijo Jodie- ¿Pero que pasaría si un borracho se te acercara en la calle y te insultara? ¿Te dice, por ejemplo, «vete a joder a tu madre, marica»? ¿Lo matarías, verdad? Di que podrías hacerlo.

– Pero, bueno, un marica no querría tener relaciones con su madre, ¿verdad?

Jodie parpadeó y luego soltó una carcajada.

– Eso ha estado muy bien.

¿Acabo de hacer un chiste? -se preguntó Stephen. Sonrió, complacido por haber impresionado a Jodie.

– Bueno -siguió el hombrecillo-, digamos que te acaba de llamar hijo de puta.

– Por supuesto que no lo mataría. Y tampoco si fuera negro o judío. No mataría a un negro a menos que alguien me hubiera contratado para matar a alguien que resultara ser negro. Probablemente haya razones por las cuales los negros no deban vivir, o al menos no en este país. Mi padrastro tenía una docena de motivos para fundamentarlo. Estoy bastante de acuerdo con él. Él sentía lo mismo por los judíos, pero en eso no coincidíamos. Los judíos son unos soldados muy buenos. Los respeto.

Siguió hablando:

– Mira, matar es un negocio, y nada más. Acuérdate de Kent State. Yo era un chaval entonces, pero mi padrastro me lo contó. ¿Sabes lo de Kent State? ¿Lo de esos chicos que mató la Guardia Nacional?

– Claro que lo sé.

– Bueno, vamos, a nadie le importó que esos estudiantes murieran, ¿verdad? Pero para mí fue algo estúpido que les dispararan. ¿Qué sentido tuvo? Ninguno. Si querían detener el movimiento, o lo que fuera, bastaba con identificar a los dirigentes y aislarlos. Hubiera sido tan fácil. Infiltrar, evaluar, delegar, aislar, eliminar.

– ¿Así es como matas a la gente?

– Te infiltras en la zona. Evalúas la dificultad del asesinato y las defensas. Delegas la tarea de distraer la atención de la víctima, simulas que la vas a atacar por un lado, pero resulta que se trata de un mensajero o un limpiabotas, o algo así, mientras tú te acercas por detrás. Luego la aislas y la eliminas.

Jodie dio unos tragos de zumo de naranja. Había docenas de botes de zumo de naranja vacíos apilados en un rincón. Parecía que era su único alimento.

– Sabes -dijo y se limpió la boca con la manga-. Se piensa que los asesinos profesionales están locos. Pero tú lo pareces.

– Yo no creo ser un loco -dijo Stephen, resuelto.

– Las personas que matas, ¿son malas? ¿Como maleantes o gente de la Mafia o algo así?

– Bueno, han hecho algo malo a la gente que me paga para que los mate.

– ¿Lo que significa que son malos?

– Por supuesto.

Jodie se rió, atontado, con los párpados semicerrados.

– Bueno, puede que no todo el mundo esté de acuerdo contigo, ¿no?

– Vale, ¿qué es bueno y qué es malo? -respondió Stephen-. No hago nada distinto a lo que hace Dios. Buenos y malos mueren en un accidente de tren y nadie se enfada con Dios por eso. Algunos asesinos profesionales llaman a sus víctimas «objetivos» o «sujetos». Un tipo del que oí hablar los llama «cadáveres». Incluso antes de matarlos. Por ejemplo: «el cadáver abandona el coche. Lo tengo en la mira». Es más fácil para él pensar en sus víctimas de esa manera, supongo. A mí no me importa. Los llamo por lo que son. Ahora estoy detrás de la Mujer y el Amigo. Ya maté al Marido. Así es como pienso en ellos. Son personas que debo matar, eso es todo. No es nada del otro mundo.

Jodie reflexionó sobre lo que había oído y dijo:

– ¿Sabes algo? No creo que seas un malvado. ¿Sabes por qué?

– ¿Por qué?

– Porque malvado es alguien que parece inocente pero resulta ser malo. Lo que pasa contigo es que eres exactamente como eres. Pienso que es una cualidad.

Stephen chasqueó sus uñas, tan limpias. Sintió que se ruborizaba nuevamente. Hacía años que no le pasaba.

– ¿Te doy miedo, verdad? -preguntó por fin.

– No -dijo Jodie-. No me gustaría tenerte de enemigo. No, señor, no me gustaría. Pero siento que somos amigos. No creo que me hagas daño.

– No -dijo Stephen-. Somos socios.

– Hablaste de tu padrastro. ¿Todavía vive?

– No, murió.

– Lo siento. Cuando tú lo mencionaste estaba pensando en mi padre, también está muerto. Decía que lo que respetaba más en el mundo era la destreza. Le gustaba observar a un hombre de talento hacer lo que se le daba mejor. Sería alguien como tú.

– Destreza -repitió Stephen, sintiéndose henchido de sentimientos inexplicables. Miró cómo Jodie escondía el dinero en una abertura del mugriento colchón-. ¿Qué harás con el dinero?

Jodie se enderezó y miró a Stephen con ojos atontados pero ansiosos.

– ¿Puedo mostrarte algo? -Las drogas le hacían pronunciar mal las palabras.

– ¡Ya lo creo!

Sacó un libro del bolsillo. Se titulaba Nunca Más Dependiente.

– Lo robé de una librería de Saint Marks Place. Es para gente que no quiere seguir siendo alcohólica o drogadicta. Es muy bueno. Menciona esas clínicas donde te puedes tratar. Encontré un lugar en Nueva Jersey. Vas y pasas un mes, un mes entero, pero cuando sales estás curado. Dicen que es realmente efectivo.

– Has hecho bien -dijo Stephen-. Lo apruebo.

– Sí, bueno -Jodie hizo una mueca-. Cuesta catorce mil pavos.

– No me jodas.

– Por un mes. ¿Puedes creerlo?

– Alguien está sacándose una pasta. -Stephen ganaba 150.000 dólares por golpe, pero no quería compartir aquel dato con Jodie, su reciente amigo y socio.

Jodie suspiró y se restregó los ojos. Parecía que las drogas le habían puesto sentimental. Como el padrastro de Stephen cuando bebía.

– Toda mi vida ha sido un desastre -dijo-. Fui a la escuela. Oh, sí. Y me fue bastante bien. Enseñé durante un tiempo. Trabajé en una empresa. Luego perdí el trabajo. Todo salió mal. Perdí mi piso. Siempre tuve problemas con las píldoras. Comencé a robar. Oh, diablos.

– Tendrás tu dinero e irás a la clínica. -Stephen se sentó a su lado-. Tu vida dará un giro total.

Jodie le sonrió, lloroso.

– Mi padre solía decirme lo que te conté, ¿recuerdas? Cuando algo que tenia que hacer era difícil. Él me decía que no pensara en la parte difícil como un problema, sino como un factor. Como algo a considerar. Me miraba a los ojos y decía: «No es un problema, sólo se trata de un factor». Sigo tratando de recordarlo.

– No es un problema, sólo un factor -repitió Stephen-. Me gusta.

Stephen puso su mano sobre la pierna de Jodie para demostrarle que realmente le gustaba.

Soldado, ¿qué mierda estás haciendo?

Señor, estoy ocupado en este momento, señor. Le informaré después.

Soldado…

¡Después, señor!

– A tu salud -dijo Jodie.

– No, a la tuya -dijo Stephen.

Y brindaron, con agua mineral y zumo de naranja, por su extraña alianza.

Hora 24 de 45
Capítulo 22

Un laberinto.

El sistema de transporte subterráneo de la ciudad de Nueva York se extiende por más de 400 kilómetros e incorpora más de una docena de túneles separados que comunican cuatro de los cinco distritos (se excluye sólo a Staten Island, aunque sus habitantes cuentan con un famoso ferry).

Un satélite tardaría menos en encontrar un bote a la deriva en el Atlántico Norte que el equipo de Lincoln Rhyme en localizar a dos hombres que se oculten en el metro de Nueva York.

El criminalista, Sellitto, Sachs y Cooper escudriñaban un mapa de la red del metro, pegado con poca elegancia en una pared de la residencia de Rhyme. Éste examinaba las distintas líneas coloreadas que representaban las diversas rutas, azul para la Octava Avenida, verde para Lex y rojo para Broadway.

Rhyme tenía una relación especial con aquel complicado sistema. Fue en el pozo de una construcción del metro donde se rompió una viga de roble y aplastó su columna, justo cuando decía «Ah», y se inclinaba para levantar una fibra, dorada como el cabello de un ángel, del cuerpo de una víctima de asesinato.

Sin embargo, ya antes de aquel accidente, el metro desempeñaba un papel importante en la actividad forense de la policía de Nueva York. Rhyme lo había estudiado diligentemente cuando dirigía el IRD: como cubría tanto terreno e incorporaba tantos tipos distintos de materiales de construcción a través de los años, a menudo se podía relacionar a un delincuente con una línea particular de metro, con un barrio, o con una estación, únicamente sobre la base de buenas pruebas materiales. Rhyme había coleccionado durante años muestras del metro, algunas databan del siglo XIX. (Fue en la década de 1860 cuando Alfred Beach, el editor del New York Sun y el Scientific American, decidió adaptar su idea de transmitir mensajes a través de pequeños tubos neumáticos al transporte de personas por vías subterráneas.)

En aquel momento Rhyme ordenó a su ordenador que marcara un número y en pocos instantes se conectó con Sam Hoddleston, jefe de la policía de Transportes. Como la policía de Vivienda, formaba parte del cuerpo regular de policía de Nueva York y estaba asignada al sistema de transporte público. Hoddleston conocía a Rhyme desde los viejos tiempos y el criminalista dedujo por el silencio que se hizo después de que se identificara que Hoddleston, como muchos de sus antiguos colegas, no sabía que Lincoln había retornado de las puertas de la muerte.

– ¿Tenemos que desactivar alguna de las líneas? -preguntó Hoddleston después que Rhyme le informara sobre el Bailarín y su socio-. ¿Hacemos una investigación de campo?

Sellitto oyó la pregunta por el altavoz y sacudió la cabeza. Rhyme estuvo de acuerdo:

– No, no queremos que se conozca en lo que andamos. De todas maneras, creo que están en una zona abandonada.

– No hay muchas estaciones vacías -dijo Hoddleston-. Pero hay cientos de ramales y locales desiertos, zonas de trabajo. Dime, Lincoln, ¿cómo estás? Yo…

– Bien, Sam. Estoy bien -dijo Rhyme con brusquedad, desviando la pregunta como siempre hacía. Luego añadió-: Estábamos hablando del Bailarín y su compañero; creemos que probablemente se desplacen a pie. Que evitarán los trenes. De manera que suponemos que están en Manhattan. Tenemos un mapa y vamos a necesitar tu ayuda para limitar la búsqueda.

– Haré todo lo que pueda -dijo el jefe. Rhyme no se podía acordar de su aspecto. Por su voz, parecía alguien sano y atlético, pero también pensó que él mismo podía parecer un deportista olímpico a alguien que no viera su cuerpo deteriorado.

A continuación, Rhyme se refirió al resto de las pruebas materiales que Sachs había encontrado en el edificio contiguo a la casa de seguridad, las pruebas dejadas por el socio del Bailarín.

– La tierra tiene un alto contenido de humedad y está llena de arena de feldespato y cuarzo -le dijo a Hoddleston.

– Recuerdo que siempre te gustó la tierra, Lincoln.

– Es muy útil -dijo Rhyme y luego siguió-. Muy poca roca y la que hay no está barrenada ni astillada, no hay piedra caliza ni esquisto de mica de Manhattan. De manera que nos concentramos en la zona sur de la ciudad. Y por la cantidad de partículas de madera antigua, probablemente cerca de Canal Street.

Al norte de la calle Veintisiete el lecho de roca se encuentra cerca de la superficie de Manhattan. Al sur, el suelo está compuesto de tierra, arena y arcilla, y es muy húmedo. Cuando las excavadoras estaban construyendo los túneles, años atrás, el suelo empapado de agua de los alrededores de Canal Street solía anegar los pozos. Dos veces al día se tenía que parar el trabajo mientras se drenaba el túnel y se entibaban los muros con vigas de madera, que al cabo de los años se pudrieron y se confundieron con el suelo.

Hoddleston no era optimista. Si bien la información de Rhyme limitaba el área geográfica, le explicó que había docenas de túneles comunicantes, plataformas de trasbordo y partes de estaciones que habían sido clausuradas a través de los años. Algunos tramos estaban tan sellados y olvidados como las tumbas egipcias. Años después de que muriera Alfred Beach, unos obreros que construían otra línea de metro atravesaron un muro y descubrieron el túnel primitivo, abandonado mucho tiempo atrás, con su lujosa sala de espera, que incluía murales, un gran piano y un estanque de pececillos dorados.

– ¿Hay alguna posibilidad de que el socio se limite a dormir en estaciones en funcionamiento o en un atajo entre las mismas? -preguntó Hoddleston.

– No corresponde con su perfil -Sellito sacudió la cabeza-. Es un drogata. Seguro que cuida sus reservas.

Rhyme entonces le contó a Hoddleston lo del mosaico turquesa.

– Es imposible saber de dónde proviene, Lincoln. Hemos vuelto a alicatar tantas estaciones que hay fragmentos y lechada por todas partes. Quién sabe de dónde pudo haberlo cogido.

– Pero dame un número, jefe -dijo Rhyme-. ¿Cuántos lugares debemos examinar?

– Creo que veinte localizaciones -dijo Hoddleston-. Quizá un poco menos.

– Vaya -musitó Rhyme-. Bueno, mándanos un fax con la lista de las más probables.

– Claro. ¿Cuándo la necesitas? -Pero antes de que Rhyme pudiera contestarle, Hoddleston dijo-: No importa. Recuerdo los viejos tiempos, Lincoln. La quieres para ayer.

– Para la semana pasada -bromeó Rhyme, impaciente porque el jefe se dedicaba a hacer chistes en vez de ponerse a la tarea.

Cinco minutos después, zumbó la máquina de fax. Thom colocó el trozo de papel frente a Rhyme. Era una lista de quince localizaciones en la red del metro.

– Bien, Sachs, muévete.

Ella asintió mientras Sellitto llamaba a Haumann y Dellray para que los equipos de S &S salieran. Rhyme agregó, con énfasis:

– Amelia, tú te quedas atrás ahora, ¿de acuerdo? Perteneces a Escena del Crimen, ¿recuerdas? Sólo a Escena del Crimen.


En una esquina del centro de Manhattan estaba sentado León el Gancho. A su lado estaba el Hombre Oso, llamado así porque siempre transportaba un carrito de la compra lleno de docenas de animales de peluche, supuestamente para venderlos, si bien sólo el más psicótico de los padres compraría alguno de ellos, hecho jirones y lleno de pulgas, para su hijo.

León y el Hombre Oso vivían juntos, es decir, compartían un callejón cerca de Chinatown, y sobrevivían gracias a los depósitos de botellas, las limosnas y pequeños e inofensivos hurtos menores.

– Está muriéndose, tío -dijo León.

– No, sólo son los malos sueños, eso es -respondió el Hombre Oso, mientras mecía su carrito como si tratara de hacer dormir a los juguetes.

– Deberíamos gastar unos centavos y llamar a la ambulancia.

León y el Hombre Oso miraban al otro lado de la calle, hacia un callejón. Allí yacía otro vagabundo, negro y con aspecto de enfermo, de rostro maligno, a pesar de que en aquel momento estaba inconsciente. Sus ropas eran harapos.

– Debemos llamar a alguien.

– Vamos a echar un vistazo.

Cruzaron la calle, nerviosos como ratones.

El hombre estaba en los huesos, probablemente tenía SIDA, lo que les hizo suponer que consumía heroína, y estaba lleno de mugre. Hasta León y el Hombre Oso se bañaban de vez en cuando en la fuente de Washington Square o en el lago del Central Park, a pesar de las tortugas. El hombre llevaba unos téjanos raídos, calcetines embarrados sin zapatos y una chaqueta rasgada y asquerosa en la que se leía Cats… The Musical.

Lo miraron un instante. Cuando León le tocó la pierna, el hombre despertó con una sacudida y se sentó, paralizándolos con una mirada espeluznante.

– ¿Quién mierda sois? ¿Qué queréis?

– Oye, tío, ¿estás bien? -retrocedieron unos pasos.

El tipo se estremeció y se abrazó el vientre. Tosió largo rato y León murmuró:

– Parece un tipo demasiado jodido para estar enfermo, ¿sabes?

– Me da miedo. Vámonos -el Hombre Oso quería volver hacia su carrito.

– Necesito ayuda -susurró Cats-. Me duele, tío.

– Hay una clínica por…

– No puedo ir a ninguna clínica -bramó Cats, como si lo hubieran insultado.

De manera que estaba fichado; en la calle, cuando rehusas ir a una clínica estando tan enfermo, significa que tienes serios antecedentes. Deudas pendientes con la justicia. Sí, aquel cabrón era un problema.

– Necesito medicinas. ¿Tenéis algunas? Os pagaré. Tengo dinero.

Normalmente no le hubieran creído, pero Cats juntaba botes. Y lo hacía la mierda de bien, según se podía ver. A su lado había una enorme bolsa con botes de refrescos y cerveza que había cogido de la basura. León la miró con envidia. Debería haber tardado dos días recoger tantos. Valían treinta o cuarenta pavos.

– No tenemos nada. No lo hacemos. Quiero decir que no vendemos droga.

– Lo que quiere son píldoras.

– ¿Quieres una botella? Tengo unas lindas botellas de T-bird, sí, señor. Te cambio una botella por esos botes.

Cats se esforzó por enderezarse sobre un brazo:

– No quiero ninguna jodida botella. Me dieron una paliza. Unos chicos me pegaron. Me reventaron algo adentro. No me siento bien. Necesito medicinas. Ni crack ni heroína ni la jodida T-bird. Necesito algo que me quite el dolor. ¡Necesito unas píldoras!

Se puso de pie y se bamboleó hacia el Hombre Oso.

– Nada, tío. No tenemos nada.

– Os lo pregunto por última vez, ¿me daréis algo? -gruñó y se llevó las manos a un costado.

Los dos hombres sabían que algunos drogadictos pueden ser muy fuertes. Y aquel tipo era grandote. Podría partirlos en dos con facilidad.

León le susurró al Hombre Oso:

– ¿Recuerdas al tío del otro día?

El Hombre Oso asintió desesperadamente, aunque por puro miedo. No sabía de quién diablos hablaba León.

– Te hablo de este tipo -continuó su compañero-, ¿recuerdas? Trataba de vendernos unas porquerías ayer. Unas píldoras. Tan satisfecho como el que más.

– Sí, tan satisfecho como el que más -dijo rápidamente el Hombre Oso, como si al confirmar la historia pudiera tranquilizar a Cats.

– No me importa quién lo vio. Solo vende píldoras. Ni crack, ni heroína, ni maría. Sólo píldoras que te levantan o te tranquilizan, lo que quieras.

– Sí, lo que quieras.

– Tengo dinero -Cats rebuscó en su asqueroso bolsillo y sacó unos arrugados billetes de veinte dólares-. ¿Veis? ¿Entonces, dónde está ese hijo de puta?

– Cerca del Ayuntamiento. En una vieja estación de metro…

– Estoy enfermo, tío. Me dieron una tunda. ¿Por qué me han dado una paliza? ¿Qué hago? Sólo cojo algunos botes, eso es todo. Y mirad lo que pasa. Joder. ¿Cómo se llama?

– No lo sé -respondió rápidamente el Hombre Oso, arrugando la cara como si estuviera pensando a toda pastilla-. No, espera. Dijo algo.

– No me acuerdo.

– Te acuerdas. Estaba mirando tus osos.

– Y dijo algo. Sí, sí. Dijo que su nombre era Joe o algo así. Quizá Jodie.

– Sí, eso es. Estoy seguro.

– Jodie -repitió Cats y luego se enjugó la frente-. Quizá vaya a verlo. Necesito algo. Estoy enfermo, tío. Que os jodan. Estoy enfermo. Que os jodan.

Cuando Cats se fue, tambaleándose, entre quejas y hablando consigo mismo, con su bolsa de botes vacíos detrás, León y el Hombre Oso volvieron a la esquina y se sentaron. León abrió una botella de cerveza ligera Voodoo y empezaron a beber.

– No deberíamos haberle hecho eso a ese tipo -dijo.

– ¿A quién?

– A Jodie o a quien sea.

– ¿Quieres que ese hijo de puta se quede por acá? -preguntó el Hombre Oso-. Es peligroso. Me asusta. ¿Quieres que ande rondando por aquí?

– Por supuesto que no. Pero tío, ya sabes.

– Sí, pero…

– Ya sabes, tío.

– Sí, ya sé. Pásame la botella.

Hora 25 de 45
Capítulo 23

Sentado al lado de Jodie en el colchón, Stephen escuchaba las conversaciones en la línea telefónica de Hudson Air.

Tenía pinchado el teléfono de Ron. Llegó a saber que su apellido era Talbot. No conocía con certeza cuál era su cargo, pero parecía ser un ejecutivo de la compañía de charter, por lo que creía que en esa línea obtendría la mejor información sobre la Mujer y el Amigo.

Escuchó que el hombre discutía con alguien de la empresa distribuidora que vendía recambios para las turbinas Garrett. Como era domingo, tenían problemas para conseguir los elementos necesarios para las reparaciones, el cartucho de un extintor de incendios y algo llamado camisa.

– Lo prometiste para las tres -gruñó Ron-. Lo quiero a las tres.

Después de algunas negociaciones, y quejas, la empresa estuvo de acuerdo en enviar los recambios por vía aérea desde Boston hasta la oficina de Connecticut. De allí irían en camión hasta la oficina de Hudson Air y llegarían a las tres o las cuatro. Colgaron.

Stephen escuchó algunos minutos más pero no hubo otras llamadas.

Cerró el teléfono, frustrado.

No tenía ni idea de dónde estaban la Mujer y el Amigo. ¿Todavía en la casa de seguridad? ¿Los habrían trasladado?

¿Qué estaría pensando en aquellos momentos Lincoln el Gusano? Se preguntaba si sería muy inteligente.

¿Y quién era Lincoln? Stephen trató de imaginarlo, trató de verlo como un objetivo a través del telescopio Redfield. No pudo hacerlo. Todo lo que veía era una masa de gusanos y un rostro que lo miraba con calma a través de una ventana grasienta. Se dio cuenta que Jodie le había dicho algo.

– ¿Qué?

– ¿A qué se dedicaba tu padrastro?

– Hacía chapuzas. Cazaba y pescaba mucho. Fue un héroe en Vietnam. Se deslizó detrás de las líneas enemigas y mató a cincuenta y cuatro personas. Políticos y gente por el estilo, no sólo soldados.

– ¿Te enseñó todo esto acerca de lo que haces? -Las drogas habían perdido efecto y los ojos verdes de Jodie brillaban.

– Me entrené sobre todo en África y Sudamérica, pero él empezó a enseñarme. Yo lo llamaba «WGS». El soldado más grande del mundo [45]. Se reía del apodo.

Cuando tenía ocho, nueve o diez años, Stephen solía caminar detrás de Lou cuando escalaban las colinas de Virginia Occidental. De sus narices caían calientes gotas de sudor, como las que se escurrían por el hueco de sus dedos índice, doblados alrededor de los gatillos estriados de sus Winchesters o Rugers. Solían yacer sobre la hierba durante horas, sin moverse. El sudor brillaba en el cuero cabelludo de Lou, justo debajo de su pelo cortado a cepillo y ambos mantenían los ojos muy abiertos, fijos en los objetivos.

No cierres el ojo izquierdo, soldado.

Señor, nunca, señor.

Cazaban ardillas, pavos salvajes, ciervos en temporada o fuera de ella, osos cuando los podían encontrar, perros en los días en que no había otra cosa.

Mátalos, soldado. Mira cómo lo hago yo.

Ka-rack. El golpe contra el hombro, los ojos asombrados del animal que moría.

O en ardientes domingos de agosto colocaban los cartuchos de CO2 en sus armas de disparar bolas de pintura y se quedaban en pantalones cortos, acechándose y levantándose ronchas en el pecho y los muslos con las bolas del tamaño de canicas que silbaban por el aire a una velocidad de cien metros por segundo. El joven Stephen se empeñaba en contener el llanto ante el terrible dolor. Había bolas de pintura de todos los colores, pero Lou insistía en usar las rojas. Como la sangre.

Y por las noches, sentados frente al fuego en el patio trasero, mientras el humo subía hacia el cielo y hacia la ventana abierta tras la que su madre lavaba los platos de la cena con un cepillo de dientes, el tenso hombrecillo (a los catorce años Stephen era tan alto como Lou) solía beber de su botella recién abierta de Jack Daniels y hablar, hablar, hablar, lo escuchara Stephen o no, mientras observaban las chispas que volaban como luciérnagas color naranja.

– Mañana quiero que mates un ciervo sólo con un cuchillo.

– Bueno.

– ¿Lo puedes hacer, soldado?

– Sí, señor, puedo.

– Ahora escúchame -bebió otro trago-. ¿Dónde piensas que está la vena del cuello?

– Yo…

– No temas decir que no lo sabes. Un buen soldado admite su ignorancia. Pero hace lo que puede para corregirla.

– No sé dónde está la vena, señor.

– Te la mostraré en ti mismo. Está justo aquí. ¿Sientes? Justo aquí. ¿La sientes?

– Sí, señor. La siento.

– Entonces, lo que debes hacer es encontrar una familia, una cierva y sus cervatos. Te acercas. Eso es lo difícil, acercarte. Para matar a la cierva, pones en peligro al cervatillo. Te diriges a su bebé. Amenazas al cervato y la madre no huirá. Te hará frente. Entonces, ¡zas! Le cortas el cuello. No de costado, sino en ángulo recto. ¿Entiendes? En forma de V. ¿Lo sientes? Bien, bien. ¡Joder, muchacho, qué bien lo estamos pasando!

Luego Lou entraba para inspeccionar los platos y cacharros y asegurarse de que estaban alineados en el mantel a cuadros, a cuatro cuadros del borde; a veces, cuando estaban sólo a tres cuadros y medio del borde o había una mancha de grasa en el borde de un plato de plástico, Stephen escuchaba las bofetadas y los gemidos que provenían del interior de la casa mientras yacía de espaldas al lado del fuego y observaba alejarse las chispas hacia la pálida luna.

– Debes ser bueno en algo -le decía el hombre más tarde, cuando su mujer estaba en la cama y él salía otra vez con la botella-. De otra forma no tiene sentido estar vivo.

Habilidad en el oficio. Hablaba de habilidad en el oficio.

– ¿Por qué no ingresaste en los marines? -le preguntó Jodie-. Nunca me lo contaste.

– Bueno, fue algo estúpido -dijo Stephen, hizo una pausa y agregó-: Me metí en problemas cuando era un chaval. ¿Te pasó a ti?

– ¿Meterme en problemas? No mucho. Me daba miedo. No quería preocupar a mi madre, con robos y otras mierdas. ¿Qué hiciste?

– Una estupidez. Había un hombre que vivía calle arriba en nuestra ciudad. Era, sabes, un matón. Yo lo vi retorciéndole el brazo a una mujer. Estaba enferma, ¿por qué le hacía daño? De manera que me acerqué y le dije que si no paraba lo mataría.

– ¿Le dijiste eso?

– Oh, y otra cosa que me enseñó mi padrastro. No hay que amenazar en balde. O matas a alguien o lo dejas vivir, pero no amenazas. Bueno, él siguió molestando a la mujer y yo tuve que darle una lección. Empecé a pegarle. Se me fue de las manos. Cogí una piedra y le di con ella. No lo pensé. Pasé dos años en la cárcel por homicidio involuntario. Era sólo un niño. Tenía quince años, pero tuve antecedentes criminales. Y eso fue suficiente para que no me dejaran entrar en los marines.

– Creo que leí en algún lado que aun cuando tengas antecedentes puedes ingresar. Si vas a un campamento militar especial.

– Me imagino que yo no pude porque se trató de un homicidio.

– No es justo. No es justo en absoluto -Jodie le apretó el hombro.

– También lo pienso así.

– Lo lamento de verdad -dijo Jodie.

Stephen, que siempre había sido capaz de mirar a un hombre a los ojos, apenas dio un vistazo a Jodie y bajó los ojos enseguida. Y de repente se le apareció una imagen totalmente extraña: Jodie y Stephen viviendo juntos en la cabaña, cazando y pescando, cocinando la cena en un fuego al aire libre.

– ¿Qué le pasó a tu padrastro?

– Murió en un accidente. Estaba cazando y se cayó de un risco.

– Parece la forma que hubiera elegido para morir -comentó Jodie.

– Quizá fue así -respondió Stephen después de un momento.

Sintió que la pierna de Jodie rozaba la suya. Otra sacudida eléctrica. Se puso de pie rápidamente y miró de nuevo por la ventana. Un coche de la policía pasó a toda velocidad, pero los agentes estaban bebiendo refrescos y hablando.

La calle estaba casi desierta excepto por un puñado de vagabundos, cuatro o cinco blancos y un negro.

Stephen entrecerró los ojos. El negro, que llevaba una enorme bolsa de basura llena de botes de refresco y cerveza, discutía, miraba a su alrededor, hacía gestos y ofrecía la bolsa a uno de los blancos, que sacudió varias veces la cabeza, rechazándola. Tenía una mirada de locura en sus ojos y los blancos estaban asustados. Los observó discutir durante unos minutos, luego volvió al colchón y se sentó al lado de Jodie. Le puso una mano en el hombro.

– Quiero hablarte de lo que vamos a hacer.

– Vale, muy bien. Te escucho, socio.

– Hay alguien por ahí que me busca.

– Me parece que después de lo que pasó en aquel edificio debe haber mucha gente que te busca -rió Jodie.

– Pero hay una persona en especial -Stephen no sonrió-. Su nombre es Lincoln.


Jodie asintió.

– ¿Ese es su nombre de pila?

Stephen se encogió de hombros.

– No lo sé. Nunca conocí a alguien como él.

– ¿Quién es?

Un gusano…

– Quizá un poli. Del FBI. Un asesor o algo así. No lo sé con seguridad.

Stephen recordó a la Mujer cuando se lo describía a Ron, como si estuviera hablando de un gurú o de un fantasma. Volvió a sentir temor. Había deslizado su mano por la espalda de Jodie y la apoyó en la base de la columna vertebral. La sensación de miedo desapareció.

– Es la segunda vez que me detiene. Y casi me hace arrestar. Estoy tratando de imaginar cómo es, pero no puedo.

– ¿Qué quieres saber?

– Lo que hará ahora. Para poder adelantarme.

Otro apretón en la columna. A Jodie parecía no importarle. Tampoco miró para otro lado. Ya no tenía ninguna timidez. Y la mirada que le lanzó a Stephen fue extraña. ¿Era una mirada de…? Bueno, no lo sabía. Admiración quizá.

Stephen se dio cuenta de que era la misma mirada que le había dirigido Sheila en el Starbucks, cuando él le decía todas las cosas que ella esperaba oír. Y sin embargo, con Sheila, no había sido Stephen sino otra persona. Otro que no existía. Jodie lo miraba de aquella manera aun sabiendo exactamente quién era, un asesino.

Dejó la mano en la espalda del hombre y continuó:

– Lo que no se puede saber es si trasladará a esas personas de la casa de seguridad. La que estaba al lado del edificio donde te encontré.

– ¿Trasladar a quiénes? ¿A los que tratas de matar?

– Sí. Se me quiere adelantar. Piensa… -la voz de Stephen se apagó.

Pensar…

¿Y qué pensaba Lincoln el Gusano? ¿Trasladará a la Mujer y al Amigo, suponiendo que iré de nuevo a la casa de seguridad? ¿O los dejará allí, pensando que esperaré a que estén en una nueva ubicación? ¿Y aun cuando crea que trataré de meterme en la casa de seguridad, los dejará allí como cebo, para atraerme a otra emboscada? ¿Pondrá dos señuelos en la nueva casa de seguridad? ¿Tratará de capturarme cuando los siga?

El hombrecillo dijo, casi en un susurro:

– Pareces, no sé como explicarlo, conmocionado o algo así.

– No puedo verlo, no puedo ver lo que tratará de hacer. Puedo ver a todos los demás que han querido pillarme alguna vez. Me los puedo imaginar. A él, no.

– ¿Qué quieres que haga? -preguntó Jodie, inclinándose hacia Stephen. Sus hombros se rozaron.

Stephen Kall, con una extraordinaria habilidad en su oficio, hijastro de un hombre que nunca había tenido un momento de vacilación en cualquier cosa que hiciera, ya fuera matar ciervos o inspeccionar platos lavados con un cepillo de dientes, en aquel momento estaba confundido, miraba el suelo y luego directamente a los ojos de Jodie.

Su mano en la espalda del hombre. Sus hombros rozándose.

Stephen se decidió.

Se inclinó hacia delante y hurgó en su mochila.Encontró un teléfono móvil negro, lo observó un instante y luego se lo entregó a Jodie.

– ¿Qué es? -preguntó éste.

– Un teléfono. Para que tú lo uses.

– ¡Un móvil! Qué bueno. -Lo examinó como si nunca hubiera visto uno, lo abrió y toqueteó todos los botones.

– ¿Sabes lo que es un «observador»? -preguntó Stephen.

– No.

– Los mejores francotiradores no trabajan solos. Siempre llevan un observador, que localiza el objetivo y calcula la distancia a la que está, busca tropas de defensa, cosas como ésas.

– ¿Quieres que yo sea tu observador?

– Sí. Mira, creo que Lincoln va a trasladarlos.

– ¿Por qué lo piensas? -preguntó Jodie.

– No lo puedo explicar. Solo tengo la sensación -miró el reloj-. Bien. Esto es lo que haremos. A las doce y media de hoy quiero que camines calle abajo como un sin hogar.

– Puedes decir «vagabundo», si quieres.

– Quiero que observes la casa de seguridad. Disimula y haz como que buscas en los cubos de basura.

– Puedo buscar botellas. Lo hago todo el tiempo.

– Quiero que averigües en qué clase de coche los llevan, luego me llamas y me lo cuentas. Yo estaré en la calle, a la vuelta de la esquina, en un coche, esperando. Pero tendrás que tener mucho cuidado con los señuelos.

Le vino a la mente la imagen de la policía pelirroja. Difícilmente podría pasar como un señuelo de la Mujer. Demasiado alta, demasiado bonita. Se preguntó por qué le desagradaba tanto. Se lamentó no haber aprovechado la ocasión cuando la tuvo a tiro.

– Vale. Puedo hacerlo. ¿Les dispararás en la calle?

– Depende. Los podría seguir hasta la nueva casa y hacerlo allí. Estaré preparado para improvisar.

Jodie estudió el móvil como un niño en Navidad.

– No sé cómo funciona.

Stephen le enseñó.

– Llámame cuando estés en tu puesto.

– En mi puesto. Suena muy profesional -Jodie levantó la vista del teléfono-. Sabes, cuando esto termine y pase por la clínica de rehabilitación, ¿por qué no nos vemos algún día? Podríamos tomar un zumo o un café o algo. ¿Eh, qué dices?

– Claro que sí-dijo Stephen-. Podríamos…

Pero de repente unos fuertes golpes hicieron temblar la puerta. Stephen giró sobre sí mismo como un derviche, cogió el arma de su bolsillo y se colocó en posición para tirar.

– Abre la jodida puerta -gritó una voz del exterior- ¡Ahora!


– Tranquilo -susurró Stephen. Su corazón latía como una ametralladora.

– ¿Estás allí, cabrón? -insistió la voz-. Jo-die. ¿Dónde mierda estás?

Stephen se acercó a la ventana clausurada y miró hacia fuera. Era el vagabundo negro que había visto en la esquina. Llevaba una chaqueta harapienta en la que ponía Cats… El Musical. El negro no lo vio.

– ¿Dónde está ese hombrecillo? -dijo-. Lo necesito. ¡Necesito unas pildoras! ¿Jodie Joe? ¿Dónde estás?

– ¿Lo conoces? -preguntó Stephen.

Jodie miró hacia fuera y se encogió de hombros.

– No lo sé -susurró-. Quizá. Se parece a mucha gente de la calle.

Stephen estudió al hombre un rato largo mientras acariciaba la culata de plástico de su pistola.

– Sé que estás allí, tío -gritó el vagabundo.

Su voz se disolvió en un acceso de tos repugnante.

– Jo-die. ¡Jo-die! Me costó mucho, tío. Eso es lo que me costó. Me costó una jodida semana recogiendo botes, es lo que me costó. Me dijeron que estás ahí. Todos me lo dijeron. ¡Jodie, Jodie!

– Terminará por irse -dijo Jodie.

– Espera. Quizá nos sea de utilidad -dijo Stephen.

– ¿Cómo?

– ¿Recuerdas lo que te conté? Delegar. Este es un buen… -asintió, moviendo la cabeza-. Asusta. Se concentrarán en él, no en ti.

– ¿Quieres que lo lleve conmigo? ¿A la casa de seguridad?

– Sí -dijo Stephen.

– Necesito algo de merca, tío -se quejó el negro-. Vamos. Estoy destruido, tío. Por favor. Tengo las piernas flojas. ¡Cabronazo! -Golpeó con fuerza la puerta-. Por favor, tío. ¿Estás ahí, Jodie? ¿Dónde mierda estás? ¡Cabrón! Ayúdame. -Casi lloraba.

– Sal afuera -dijo Stephen-. Dile que le darás algo si va contigo. Limítate a hacer que rebusque en la basura o algo así, en la calle de enfrente de la casa de seguridad, mientras tú observas el tráfico. Será perfecto.

– ¿Quieres decir que vaya ahora a hablar con él?

– Sí. Ahora. Díselo.

– ¿Quieres que lo haga entrar?

– No, no quiero que me vea. Sólo ve a hablarle.

– Bueno…vale -Jodie entreabrió la puerta-. ¿Y qué pasa si me acuchilla?

– Míralo. Está casi muerto. Podrías darle una paliza con una sola mano.

– Parece que tiene SIDA.

– Ve.

– ¿Y si me toca?…

– ¡Ve!

Jodie respiró hondo y luego salió.

– Eh, tranquilízate -le dijo al hombre-. ¿Qué diablos quieres?

Stephen observó cómo el negro miraba a Jodie con ojos enloquecidos.

– Me dijeron que vendes mierda, tío. Tengo dinero. Tengo sesenta pavos. Necesito pildoras. Mira, estoy enfermo.

– ¿Cuáles quieres?

– ¿Cuáles tienes, tío?

– Rojas, «bennies», «dexies», cápsulas amarillas, «demmies».

– Sí, las «demmies» son buena mierda, tío. Te pagaré. Joder. Tengo dinero. Me duele dentro. Me zurraron. ¿Dónde está mi dinero?

Se palmeó los bolsillos varias veces antes de darse cuenta de que tenía los preciosos billetes de veinte dólares en la mano izquierda.

– Pero -dijo Jodie- primero debes hacer algo por mí.

– Sí, ¿qué es lo que tengo que hacer? ¿Quieres una mamada?

– No -exclamó Jodie, horrorizado-. Quiero que me ayudes a examinar unos cubos de basura.

– ¿Por qué tengo que hacer esa porquería?

– Tenemos que encontrar unos botes.

– ¿Botes? -rugió el hombre, rascándose la nariz compulsivamente-. ¿Para qué mierda necesitas unos botes? Acabo de dar unos cientos de ellos para saber dónde está tu culo. Jodidos botes. Te daré dinero, tío.

– Yo te doy las «demmies» gratis, sólo tienes que ayudarme con unas botellas.

– ¿Gratis? -el hombre parecía no comprender-. ¿Quieres decir gratis, que no tendré que pagarte?

– Sí.

El negro miró a su alrededor como si tratara de encontrar a alguien que se lo explicase.

– Espera aquí -dijo Jodie.

– ¿Dónde tengo que buscar las botellas?

– Espera un poco…

– ¿Dónde? -preguntó otra vez.

Jodie entró y le dijo a Stephen:

– Va a hacerlo.

– Buen trabajo -sonrió Stephen.

Jodie le devolvió la sonrisa. Comenzó a dirigirse hacia la puerta pero Stephen lo llamó. El hombrecillo se detuvo.

– Me alegro de haberte conocido -dijo Stephen impulsivamente.

– Yo también. -Jodie dudó un momento-. Socio -le ofreció su mano.

– Socio -repitió Stephen, como un eco. Tenía una urgente necesidad de quitarse el guante para sentir la piel de Jodie en la suya. Pero no lo hizo.

Lo más importante era rematar bien la tarea.

Hora 25 de 45
Capítulo 24

Estaban en medio de una acalorada discusión.

– Creo que te equivocas, Lincoln -dijo Lon Sellitto-. Tenemos que trasladarlos. El Bailarín volverá a atacar la casa de seguridad si los dejamos allí.

No eran ellos los únicos que se planteaban aquel dilema. El fiscal Reg Eliopolos no se había presentado todavía, pero Thomas Perkins, el agente especial del FBI a cargo de la oficina de Manhattan, había ido en persona, en representación de la jurisdicción federal para mediar en el debate. Rhyme deseó que Dellray estuviera también, lo mismo que Sachs, que se hallaba con la Fuerza Táctica Conjunta, compuesta por policías urbanos y federales, registrando las instalaciones abandonadas del metro. Hasta aquel momento no habían encontrado ningún rastro del Bailarín o de su acompañante.

– Tras haber evaluado la situación, opino que lo mejor es que hagamos algo -dijo Perkins con ansiedad-. Tenemos otras instalaciones.

Le horrorizaba que el Bailarín hubiera tardado sólo ocho horas en encontrar el lugar donde escondían a los testigos y acercarse a cinco metros de la puerta de incendios falsa de la casa de seguridad.

– Otras instalaciones mejores -añadió rápidamente-. Creo que tendríamos que acelerar un traslado inmediato. He recibido una advertencia de los altos mandos. Del propio Washington. Quieren protección total para los testigos.

Lo que quería decir, supuso Rhyme, que había que trasladarlos y hacerlo ya.

– No -dijo el criminalista, inflexible-. Tenemos que dejarlos donde están.

– Teniendo en cuenta que es una cuestión de prioridades -dijo Perkins-, creo que la opción que tenemos está muy clara. Trasladarlos.

– El Bailarín los buscará donde sea -insistió Rhyme-, una nueva casa de seguridad o en la que ya conoce. Aquí conocemos la zona, sabemos algo de su forma de aproximarse, nos podemos proteger bien de las emboscadas.

– Esa es una buena razón -concedió Sellitto.

– También le hará perder los papeles.

– ¿Qué quieres decir?

– En este momento, el Bailarín también está sopesando sus posibilidades, ya lo sabéis.

– ¿Sí?

– Oh, puedes apostar por ello -dijo Rhyme-. Trata de imaginar lo que nosotros haremos. Si decidimos mantenerlos donde están, hará una cosa. Si los trasladamos, y creo que supone que haremos eso, intentará un golpe durante el transporte. Y aunque haya muy buena seguridad en la ruta, siempre será peor que en una ubicación fija. No, debemos mantenerlos en el mismo lugar y prepararnos para el nuevo intento. Anticiparnos y estar listos para intervenir. La última vez…

– La última vez mató a un agente.

– Si Innelman hubiese contado con apoyo -le reprochó Rhyme al agente de cargo-, las cosas hubieran salido de otra manera.

Perkins, embutido en su impecable traje, era un burócrata que se protegía a sí mismo, pero también era razonable. Asintió con la cabeza.

Pero, ¿tengo razón?, se preguntó Rhyme.

¿Qué piensa el Bailarín? ¿Lo sé realmente?

Oh, puedo observar un dormitorio silencioso o un callejón mugriento y leer perfectamente la historia que los convirtió en escenas de crímenes. Puedo ver, en el charco de sangre, como un test de Rorschach dibujado en la alfombra y las baldosas, las pocas posibilidades de escapar que tuvo la víctima y la clase de muerte que sufrió. Puedo examinar el polvo que el asesino deja a su paso y saber inmediatamente de dónde vino.

Puedo responder quién, puedo responder por qué.

Pero, ¿qué va a hacer el Bailarín?

Eso lo puedo adivinar, pero no lo puedo decir con seguridad.

Una figura apareció en el umbral, era uno de los oficiales que estaba en la puerta principal. Le entregó a Thom un sobre y volvió a su puesto de guardia.

– ¿Qué es eso? -Rhyme lo examinó con cuidado. No esperaba ningún informe de laboratorio y tenía muy presente la predilección del Bailarín por las bombas. El paquete no era más grueso que una hoja de papel y provenía del FBI.

Thom lo abrió y leyó.

– Viene de PERT [46]. Encontraron un experto en arena.

– No es para este caso -le explicó Rhyme a Perkins-. Es acerca del agente que desapareció la otra noche.

– ¿Tony? -preguntó el agente de cargo-. Hasta ahora no tenemos ninguna pista.

Rhyme examinó el informe.

La sustancia sometida a análisis técnicamente no era arena. Consistía en fragmentos de coral provenientes de arrecifes y contenía espículas, secciones transversales de tubos de gusanos marinos, conchas de gastrópodos y foraminíferos. Su origen más probable era el norte del Caribe: Cuba y las Bahamas.

El Caribe… Interesante. Bueno, tendría que dejar las pruebas en espera por el momento. Después de que atraparan al Bailarín y lo encerraran, él y Sachs volverían…

Su aparato transmisor sonó.

– Rhyme, ¿estás allí? -se oyó la voz de Sachs.

– ¡Sí! ¿Dónde estás, Sachs? ¿Qué tienes?

– Estamos en el exterior de una vieja estación cerca del Ayuntamiento. Toda cerrada con planchas de madera. Los de S &S dicen que hay alguien dentro. Al menos uno, quizá dos.

– Vale, Sachs -contestó, mientras su corazón palpitaba ante la idea de que podían estar más cerca del Bailarín-. Mantennos informados. -Luego miró a Sellitto y Perkins-. Parece que, después de todo, no tendremos que decidir si los trasladamos de la casa de seguridad.

– ¿Lo han encontrado? -preguntó el detective.

Pero el criminalista, antes que nada un científico, rehusó compartir su esperanza. Tenía miedo de que eso diera mala suerte a la operación, o mejor dicho, darle mala suerte a Sachs, pensó.

– Crucemos los dedos -murmuró.


Silenciosamente, las tropas ESU rodearon la estación de metro.

Aquel era probablemente el lugar donde vivía el nuevo socio del Bailarín, dedujo Amelia Sachs. Los de S &S habían encontrado algunos residentes que les informaron sobre un drogadicto que vendía pildoras por los alrededores. Era un hombre no muy alto, lo que coincidía con el número ocho de los zapatos.

La estación era, en la práctica, un agujero en el muro; había sido remplazada años atrás por la parada más moderna de City Hall, a unas calles de distancia.

El grupo 32E se puso en posición, mientras los de S &S comenzaban a instalar micrófonos y cámaras de infrarrojos, y otros oficiales despejaban la calle de tráfico y de vagabundos que se sentaban en las esquinas o las entradas de los edificios.

El comandante alejó a Sachs de la puerta principal y la situó fuera de la línea de fuego. Le dieron la degradante tarea de custodiar la salida del metro que había permanecido cerrada durante años con planchas de madera y un candado. Se preguntó si Rhyme había hecho un trato con Haumann para mantenerla apartada. Su cólera por lo sucedido la noche pasada, que había olvidado por la búsqueda del Bailarín, reapareció con fuerza.

Sachs señaló con la cabeza el candado oxidado.

– Hum. Probablemente no saldrá por aquí -comentó entusiasmada.

– Tenemos que vigilar todas las entradas -musitó el encapuchado oficial de ESU, que sin captar o ignorando deliberadamente su sarcasmo, volvió junto a sus compañeros.

La lluvia caía a su alrededor. Era una lluvia helada que se descolgaba del cielo gris y sucio, y golpeaba con fuerza sobre los residuos depositados frente a las rejas de hierro.

¿Estaría dentro el Bailarín? Si era así, con toda seguridad habría un tiroteo. Sachs no podía imaginar que el asesino se entregara sin una violenta pelea.

Y le irritaba no poder participar en ella.

Eres un tipo hábil cuando tienes tu fusil y quinientos metros para protegerte, le dijo mentalmente. Pero dime, gilipollas, ¿cómo eres con una pistola y a corta distancia? ¿Cómo te gustaría enfrentarte conmigo? Sobre la repisa de su chimenea tenía una docena de trofeos dorados que representaban a un tirador apuntando con su pistola. (Las figuras doradas eran todas de hombres, lo que divertía muchísimo a Sachs.)

Bajó unos escalones más, hacia las rejas, y se aplastó contra el muro.

Sachs, la criminalista, examinó con cuidado el miserable lugar, que olía a basura, a podredumbre, a orina y que tenía el olor salado del metro. Revisó las rejas, la cadena y el candado. Escudriñó el oscuro túnel y no pudo ver ni oír nada.

¿Dónde está?

¿Qué hacen los policías y los agentes? ¿Por qué tardan tanto?

Escuchó la respuesta instantes después por los auriculares: esperaban tropas de apoyo. Haumann había decidido convocar a otros veinte oficiales de ESU y el segundo equipo 32E.

No, no, no, pensó. ¡Están totalmente equivocados! Todo lo que el Bailarín tenía que hacer era echar un vistazo hacia el exterior y ver que no pasaba ni un coche, taxi o peatón para saber al instante que se estaba realizando una operación táctica. Habría un baño de sangre… ¿No se daban cuenta?

Sachs dejó el equipo de análisis de la escena del crimen en la base de la escalera. Subió nuevamente al nivel de la calle. Unos metros más allá se encontraba una farmacia. Entró y compró dos botes grandes de butano y pidió prestada la barra para subir el toldo, una pieza de acero de metro y medio de largo.

Al volver, en la salida enrejada del metro, Sachs deslizó la barra del toldo por uno de los eslabones de la cadena, que ya estaba medio desvencijado, y la giró hasta que la cadena se puso tensa. Se puso un guante Nomex y vació el contenido de los botes de butano sobre el metal, que enseguida se escarchó por el efecto del gas congelante. (Amelia no había hecho en vano la ronda en Times Square y la calle Cuarenta y dos; sabía lo suficiente sobre las formas de asaltar una vivienda como para tener una segunda profesión.)

Cuando el segundo bote estuvo vacío, cogió la barra con ambas manos y comenzó a darle vueltas. El gas congelante había debilitado mucho el metal. Con un suave chasquido el eslabón se partió en dos. Sachs cogió la cadena antes de que cayera al suelo y la colocó con cuidado sobre un montón de hojas.

Las bisagras estaban mojadas por la lluvia, pero escupió sobre ellas para evitar que crujieran. Se introdujo en la estación y sacó el Glock de la funda. Pensó: fallé a trescientos metros, pero no fallaré a treinta.

Rhyme no lo hubiera aprobado, por supuesto, de momento no lo sabía. Sachs pensó por un instante en él, en la noche pasada, cuando subió a su cama. Pero la imagen de su rostro se desvaneció enseguida. Como le pasaba cuando conducía a doscientos cuarenta kilómetros por hora, su misión no le dejaba tiempo para lamentarse por el desastre que era su vida privada.

Desapareció por el tenebroso pasillo, saltó por encima del viejo torniquete de madera y caminó a lo largo de la plataforma hacia la estación.

Escuchó las voces antes de haber recorrido seis metros.

– Tengo que irme… comprende… lo que digo? Vete ya.

Blanco, varón.

¿Era el Bailarín?

El corazón le saltaba en el pecho.

Respira lentamente, se dijo. Disparar es respirar.

(Pero no había respirado lentamente en el aeropuerto, había jadeado de miedo.)

– ¿Tu, qué dices? -era otra voz. Varón negro. Algo en ella la asustaba. Algo peligroso-. Puedo traer el dinero, puedo. Puedo conseguir un jodido montón de dinero. Tengo sesenta, ¿te lo dije? Pero puedo conseguír más. Puedo conseguir todo el que quieras. Tengo un buen trabajo. Los cabrones me lo quitaron. Sabía demasiado.

El arma es sólo la extensión de tu brazo. Apunta con todo tu ser y no con el arma solamente.

(Pero no había apuntado en absoluto cuando estuvo en el aeropuerto. Se agachó boca abajo como un conejo asustado y tiró al voleo, la cosa más insensata y más peligrosa que se puede hacer con un arma de fuego.)

– ¿Me comprendes? Cambié de opinión, ¿vale? Déjame… y vete ya. Te daré… «demmies».

– No me has dicho dónde vamos. ¿Dónde está ese lugar que tenemos que reconocer? Dímelo primero. ¿Dónde? ¡Dime!

– No vas a ninguna parte. Quiero que desaparezcas.

Sachs empezó a subir los escalones lentamente.

Pensó: encuentra tu objetivo, examina el entorno, tira tres veces. Ponte a cubierto. Apunta, tira tres veces más si tienes que hacerlo. Cúbrete. No pierdas la calma.

(Pero en el aeropuerto había perdido la calma. Aquella terrible bala que pasó tan cerca de su cara…)

Olvídalo. Concéntrate.

Unos pocos escalones más.

– Y ahora me dices que no me los das gratis, ¿verdad? Ahora me dices que tengo que pagar. ¡Hijo de puta!

Los escalones eran lo peor. Las rodillas, su punto débil. Jodida artritis…

– Aquí tienes. Una docena de «demmies». ¡Tómalos y vete!

– Una docena. ¿Y no tengo que pagarte? -lanzó una carcajada-. ¿Una docena?

Llegaba al final de la escalera.

Casi podía divisar la estación. Estaba lista para disparar. Si se mueve en cualquier dirección, más de quince centímetros, chica, dispárale. Olvida las reglas. Tres disparos a la cabeza. Pum, pum, pum. Olvida el pecho. Olvida…

De repente los escalones desaparecieron.

Emitió un quejido desde lo profundo de la garganta mientras caía.

El escalón donde había colocado el pie era una trampa. Habían sacado la contrahuella y el escalón se apoyaba sólo en dos cajas de zapatos que se hundieron bajo su peso y se precipitó hacia abajo, con lo cual cayó de espaldas, hasta el comienzo de la escalera. El Glock voló de su mano y empezó a gritar:

– ¡Diez-trece!

Pero se dio cuenta de que el cable que conectaba el micrófono al Motorola se había desprendido de la radio.

Sachs cayó con un golpe seco contra el rellano de hormigón y acero. Su cabeza chocó contra la barra que sostenía el pasamanos. Rodó hasta quedar boca abajo, atontada.

– Oh, estupendo -musitó la voz del hombre blanco desde lo alto de la escalera.

– ¿Quién mierda es? -preguntó la voz del negro.

Sachs levantó la cabeza y vislumbró dos hombres que de pie, en lo alto de la escalera, la observaban.

– Mierda -susurró el negro-. Joder. ¿Qué mierda pasa aquí?

El hombre blanco cogió un bate de béisbol y empezó a bajar la escalera.

Estoy muerta, pensó Sachs. Estoy muerta.

Tenía una navaja de resorte en el bolsillo. Tuvo que emplear las pocas fuerzas que le quedaban para liberar su brazo derecho, aprisionado bajo su cuerpo. Se dio la vuelta y buscó el cuchillo. Pero fue demasiado tarde. El hombre le pisó el brazo, inmovilizándolo contra el suelo y la miró.

Oh, tío, Rhyme, cómo la he pifiado. Ojalá hubiéramos tenido una noche de despedida mejor… Lo lamento… Lo lamento…

Levantó las manos a la defensiva para desviar el golpe de la cabeza. Buscó el Glock. Estaba demasiado lejos.

Con una mano huesuda, dura como las garras de un ave, el hombrecillo le sacó la navaja del bolsillo y la tiró.

Luego se puso de pie y cogió el bate.

Papá, le dijo Sachs a su difunto padre, ¿cuál ha sido mi error? ¿Cuántas reglas me he saltado? Recordó que él le había dicho que la diferencia entre morir o no en la calle, muchas veces no es mayor que un segundo.

– Ahora me vas a decir qué haces aquí -murmuró el hombre, balanceando el bate con indiferencia, como si no pudiera decidir qué romper primero-. ¿Quién diablos eres?

– Su nombre es Amelia Sachs -dijo el vagabundo negro, que, de repente, le pareció muy distinto. Dejó el escalón inferior y se acercó al hombrecillo blanco con rapidez, quitándole el bate-. Y a menos que esté muy equivocado, está aquí para romper tu pequeño culo, amigo. Justo como yo.

Sachs entrecerró los ojos y vio cómo el vagabundo se erguía y se convertía en Fred Dellray. Apuntaba con una pistola automática muy grande Sig-Sauer al hombre.

– ¿Eres un poli? -tartamudeó.

– FBI.

– ¡Mierda! -escupió, cerrando los ojos con asco-. ¡Qué jodida suerte tengo!

– No -dijo Dellray-. La suerte no tiene nada que ver. Bueno, te pondré las esposas y me vas a dejar hacerlo. Si no es así, te dolerá meses y meses. ¿Estamos de acuerdo?


– ¿Cómo lo haces, Fred?

– Fácil -le dijo el delgado agente a Sachs; estaban frente a la desierta estación y todavía iba vestido como un vagabundo, sucio, con la cara y las manos manchadas de barro para simular semanas de vida en la calle-. Rhyme me contó que el amigo del Bailarín era un drogata que vivía en el metro, en el centro de la ciudad, y enseguida supe dónde tenía que venir. Compré una bolsa de botes vacíos y hablé con quienes debía. Me dieron la dirección de esta pocilga -señaló la estación con la cabeza.

Observaron el coche patrulla en cuyo asiento trasero iba sentado Jodie, esposado y abatido.

– ¿Por qué no nos dijiste lo que ibas a hacer?

Por toda respuesta, Dellray soltó una carcajada y Sachs se dio cuenta de que la pregunta no tenía sentido; los policías secretos difícilmente le dicen a alguien, incluso a sus colegas, y en especial los supervisores, lo que están a punto de hacer. Nick, su ex, también había sido agente secreto y hubo muchísimas cosas que no le dijo.

Sachs se masajeó el dolorido costado. Los asistentes sanitarios le dijeron que tendría que hacerse una radiografía. Se adelantó y apretó el bíceps de Dellray; aunque se sentía incómoda cuando recibía muestras de gratitud (en esto era una aventajada discípula de Lincoln Rhyme) no tuvo ningún problema en declarar:

– Me salvaste la vida. Me hubieran roto el culo de no ser por ti. ¿Qué puedo decirte?

Dellray se encogió de hombros, haciendo caso omiso del agradecimiento, y gorroneó un cigarrillo a un policía uniformado que estaba frente a la estación. Olisqueó el Marlboro y se lo colocó detrás de la oreja. Se quedó mirando una ventana clausurada de la estación.

– Por favor -dijo para sí, con un suspiro-. Ya es hora de que tengamos un poco de suerte.

Cuando arrestaron a Joe D'Oforio, el vagabundo les dijo que el Bailarín se había ido hacía sólo diez minutos: bajó las escaleras y se perdió en un ramal secundario. Jodie no sabía en qué dirección se había marchado, sólo que desapareció de repente con su pistola y su mochila. Haumann y Dellray enviaron a sus hombres a registrar la estación, las vías y la cercana estación de City Hall. En aquellos momentos esperaban los resultados de la batida.

– Vamos…

Diez minutos más tarde, un oficial SWAT apareció en la puerta. Tanto Sachs como Dellray le miraron expectantes, pero el policía sacudió la cabeza.

– Perdimos la pista a trescientos metros por las vías. No tenemos ni idea de hacia dónde fue.

Sachs suspiró y, desanimada, transmitió con pocas ganas el mensaje a Rhyme. Le preguntó si podía hacer un registro de las vías y la estación cercana.

Rhyme recibió la noticia con amargura, tal como ella esperaba.

– Maldita sea -musitó el criminalista-. No, registra sólo la estación. No tiene sentido recorrer la cuadrícula en los otros lugares. Mierda, ¿cómo lo hace? Es como si tuviera algún tipo de jodida intuición.

– Bueno -dijo Sachs-, al menos tenemos un testigo.

Pero lamentó inmediatamente haberlo dicho.

– ¿Testigo? -escupió Rhyme-. ¿Un testigo? No necesito testigos. ¡Necesito pruebas! Bueno, traedlo aquí de todos modos. Oigamos lo que tiene que decir. Pero, Sachs, quiero que examines esa estación como nunca lo has hecho antes. ¿Me escuchas? ¿Estás ahí, Sachs? ¿Me escuchas?

Hora 25 de 45
Capítulo 25

– ¿Qué tenemos aquí? -preguntó Rhyme, dando un suave soplo al controlador de su Storm Arrow, que movió hacia adelante.

– Un pedazo de basura -comentó Fred Dellray, limpio y vistiendo de uniforme, si es que se podía llamar uniforme a su traje verde brillante-. Sh, sh, sh. No digas una palabra. No hables hasta que te lo pidamos -y fijó su aguda mirada sobre Jodie.

– ¡Me engañaste!

– Tranquilo, sinvergüenza.

A Rhyme no le agradaba que Dellray hubiera actuado por su cuenta, pero esa era la naturaleza del trabajo encubierto, y aun cuando el criminalista no lo comprendiera exactamente, tampoco podía discutir que, tal y como la habilidad del agente acababa de demostrar, se podían conseguir buenos resultados.

Además, le había salvado el pellejo a Amelia Sachs. La chica estaría pronto allí. Los asistentes sanitarios la habían llevado a la sala de emergencias para sacarle una radiografía de las costillas. Tenía magulladuras a causa de la caída por las escaleras, pero no se había roto nada. Rhyme se sintió muy afectado al darse cuenta de que su conversación de la noche anterior no había surtido efecto alguno; Sachs había ido sola al metro a buscar al Bailarín.

Maldita sea, pensó, es tan testaruda como yo.

– No iba a hacerle daño -protestó Jodie.

– ¿Estás sordo? Te he dicho que no hables.

– ¡No sabía quién era!

– No -dijo Dellray-, esa insignia plateada tan bonita que llevaba no te hizo pensar en nada. -Luego recordó que no quería hablar con ese hombre.

Sellitto se acercó y se inclinó sobre Jodie:

– Cuéntanos algo más sobre tu amigo.

– No es mi amigo. Me secuestró. Yo estaba en ese edificio de la Treinta y cinco porque…

– Porque robabas pildoras. Lo sabemos, lo sabemos.

– ¿Cómo hicisteis?… -parpadeó Jodie.

– Pero no nos importa. Al menos, no todavía. Sigue contando.

– Creí que sería un poli pero me dijo que estaba allí para matar a unas personas. Pensé que me mataría a mí también. Necesitaba escapar, de manera que me dijo que me quedara quieto y lo hice, y ese policía llegó hasta la puerta y el chico lo acuchilló.

– Y lo mató -escupió Dellray.

– No sabía que lo mataría -Jodie suspiró, abatido-. Creí que lo dejaría sin sentido…

– Bueno, gilipollas -le espetó Dellray-, lo mató de verdad. Lo mató bien muerto.

Sellitto observó las bolsas de pruebas traídas del metro, que contenían vulgares revistas pornográficas, cientos de pildoras, ropas. Un teléfono móvil nuevo. Un montón de dinero. Su atención volvió a concentrarse en Jodie.

– Sigue contando.

– Dijo que me pagaría si lo sacaba de ahí y lo conduje por el túnel hasta el metro. ¿Cómo me encontraste, tío? -miró a Dellray.

– Porque ibas saltando por la calle y ofrecías tu mercancía a todo el que pasaba. Hasta me dijeron tu nombre. Dios, qué estúpido eres. Debería retorcerte el cuello hasta ahogarte.

– No me puedes hacer daño -dijo Jodie, esforzándose por parecer desafiante- tengo derechos.

– ¿Quién le contrató? -le preguntó Sellitto-. ¿Mencionó el nombre de Hansen?

– No lo dijo -la voz de Jodie tembló-. Mira, yo sólo accedí a ayudarle porque sabía que me mataría si no lo hacía. No quería hacer nada malo -se volvió hacia Dellray-. Él quería que tú nos ayudaras. Pero tan pronto como se fue quise que te marcharas. Quería ir a la policía y contarles todo. De verdad. El chico es temible. ¡Le tengo miedo!

– ¿Fred? -preguntó Rhyme.

– Sí, sí -concedió el agente-. Su tono cambió. Quería que me fuera. Sin embargo, no dijo nada de ir a la policía.

– ¿Dónde se dirige? ¿Qué se suponía que debíais hacer?

– Se suponía que yo examinaría los cubos de basura que están frente a aquella casa y observaría los coches. Me dijo que buscara a una mujer y a un hombre que subirían a un coche y partirían. Se suponía que debía decirle qué tipo de coche era. Tenía que hacerle una llamada con ese teléfono. Luego él los seguiría.

– Tenías razón, Lincoln -dijo Sellitto-, cuando los querías mantener en la casa de seguridad. Está preparando algo durante el traslado.

– Estaba a punto de avisaros… -continuó Jodie.

– Tío, eres una nulidad cuando mientes. ¿No tienes dignidad?

– Mira, estaba a punto de hacerlo -dijo Jodie, más tranquilo. Sonrío-: Pensé que habría una recompensa.

Rhyme observó los ojos codiciosos de Jodie y decidió creerle. Miró a Sellitto, quien manifestó su acuerdo.

– Si cooperas ahora -gruñó-, podríamos salvarte de la cárcel. No sé nada de dinero. Quizá.

– Nunca le hice daño a nadie. No podría. Yo…

– Cállate -dijo Dellray-. ¿Estamos de acuerdo con el trato?

Jodie puso los ojos en blanco.

– ¿De acuerdo? -insistió el agente.

– Sí, sí, sí.

– Debemos movernos con rapidez -dijo Sellito-. ¿Cuándo se supone que deberías estar en esa casa?

– A las doce y media.

Les quedaban cincuenta minutos.

– ¿Qué clase de coche conduce?

– No lo sé.

– ¿Qué aspecto tiene?

– Tiene alrededor de treinta y cinco años, quizá menos, me parece. No es alto. Pero es muy fuerte. Hombre, qué músculos tiene. Pelo oscuro, cortado a cepillo. Cara redonda. Mirad, os haré uno de esos dibujos… los que se hacen en la policía.

– ¿Te dijo su nombre? ¿Algo? ¿De dónde es?

– No lo sé. Tiene una especie de acento del sur. Oh, y una cosa: dijo que usa guantes todo el tiempo porque está fichado.

– ¿Dónde y por qué? -preguntó Rhyme.

– No sé dónde. Pero es por homicidio. Dijo que mató a un tipo en su pueblo. Cuando era un adolescente.

– ¿Qué más? -ladró Dellray.

– Mira -Jodie cruzó los brazos y levantó la vista hacia el agente-, he hecho algunas burradas pero nunca lastimé a nadie en mi vida. Este tipo me secuestra, tiene todas esas armas y se trata de un tipo jodido, enloquecido. Me asusté de verdad. Creo que hubieras hecho lo mismo que yo. De manera que no tengo por qué aguantar estas chorradas. Si me quieres arrestar, hazlo, y llévame a la cárcel. Pero no voy a decir nada más. ¿Vale?

– ¡Vale, tío, vale! -Dellray sonrió.

Amelia Sachs apareció en el umbral y entró en la habitación, mirando a Jodie.

– ¡Díselo! -gritó el hombrecillo-. No te hice daño. Díselo.

Ella le miró como si fuera un chicle gastado.

– Estaba a punto de romperme la crisma con un Louisville Slugger.

– ¡No fue así, no fue así!

– ¿Estás bien, Sachs?

– Otro moratón, eso es todo. En la espalda.

Sellitto, Sachs y Dellray se acercaron a Rhyme, quien le contó a Sachs lo que había dicho Jodie.

– ¿Le creemos? -preguntó el detective a Rhyme en un susurro.

– Es un sinvergüenza -musitó Dellray-. Pero creo que está diciendo la verdad.

– Creo que sí -convino Sachs-. Pero tenemos que mantenerlo con la rienda corta, sea lo que sea lo que decidamos.

– Lo vigilaremos de cerca -Sellito estuvo de acuerdo.

Rhyme también dio su aprobación, no sin reservas. Parecía imposible adelantarse al Bailarín sin la ayuda de aquel hombre. Aunque no había cedido en lo referente a conservar a Percey y Hale en la casa de seguridad, en realidad no sabía que el asesino iba a atacar durante el traslado. Sólo le guiaba la intuición. Del mismo modo, podría haber decidido trasladar a Percey y a Hale y todos podrían haber muerto cuando los conducían a una nueva casa.

La tensión agarrotó su mandíbula.

– ¿Cómo crees que deberíamos proceder, Lincoln? -preguntó Sellitto.

Se refería a la táctica y no a las pruebas. Rhyme miró a Dellray, quien se sacó el cigarrillo de detrás de la oreja y lo olió durante un momento.

– Haced que el vagabundo lo llame -dijo finalmente-, tal como convinieron y que trate de sonsacarle lo que pueda. Nosotros prepararemos un coche de señuelo y enviaremos al Bailarín en su persecución. Estará lleno de agentes. Lo paramos de improviso, entre dos vehículos sin placas y lo atrapamos.

Rhyme asintió sin mucho entusiasmo. Sabía que un asalto táctico en una calle de la ciudad era muy peligroso-. ¿Podemos alejarlo de esta parte de la ciudad?

– Podríamos conducirlo hacia el East River -sugirió Sellitto-. Allí hay mucho espacio para una operación de esta naturaleza. Hay muchos aparcamientos antiguos. Podríamos fingir que los queremos trasladar a otro coche. Un doblete.

Estuvieron de acuerdo en que ésa sería la forma menos peligrosa.

Sellitto señaló a Jodie con la cabeza y susurró:

– Está denunciando al Bailarín… ¿qué le daremos? Debería ser algo bueno para que le merezca la pena.

– Dejaremos de lado las acusaciones de conspiración e instigación y colaboración -dijo Rhyme-. Dadle algo de dinero.

– Mierda -exclamó Dellray, a pesar de que se le conocía por su generosidad con los informantes encubiertos que trabajaban para él. Pero al final cedió-. Está bien, está bien. Dividiremos la factura. Dependerá de la codicia del roedor.

Sellitto llamó a Jodie.

– Muy bien, este es el trato. Si nos ayudas, haces la llamada como convinisteis y atrapamos al asesino, olvidaremos todos los cargos y te daremos un dinero como recompensa.

– ¿Cuánto? -preguntó Jodie.

– Espera, cabrón, tú no estás de ninguna manera en disposición de negociar.

– Necesito el dinero para un programa de rehabilitación de drogadictos. Necesito otros diez mil. ¿Podría ser?

– ¿Cómo andan vuestras reservas? -Sellito miró a Dellray.

– Podríamos estirarnos -dijo el agente-, si vosotros ponéis la mitad. Sí.

– ¿De veras? -Jodie reprimió una sonrisa-. Haré todo lo que me pidáis.

Rhyme, Sellitto y Dellray esbozaron el plan. Establecerían un puesto de mando en la planta superior de la casa de seguridad, donde Jodie estaría con el teléfono. Percey y Hale estarían en la planta principal, con agentes que los protegieran. Jodie llamaría al Bailarín y le diría que la pareja acababa de subir a un coche. La camioneta se movería despacio entre el tráfico hasta llegar a un aparcamiento desierto del East Side. El Bailarín la seguiría. Le apresarían en el aparcamiento.

– Muy bien, concretemos los detalles -dijo Sellitto.

– Esperad -ordenó Rhyme. Se detuvieron y lo miraron-. Nos estamos olvidando de lo más importante.

– ¿Qué es?

– Amelia examinó la escena del metro. Quiero analizar lo que encontró. Podría decirnos cómo se nos presentará el Bailarín.

– Ya conocemos cómo se presentará, Linc -dijo Sellitto, señalando a Jodie con la cabeza.

– Hazle caso a un viejo inválido, por favor. Ahora Sachs, veamos qué tenemos.


El Gusano.

Stephen andaba por callejones, subía a autobuses, evitaba la policía que veía y al Gusano que no podía ver.

El Gusano, que lo observaba a través de cada ventana de cada calle. El Gusano, que se acercaba más y más.

Pensó en la Mujer y el Amigo, pensó en su trabajo, en cuántas balas le quedaban, en si los objetivos llevarían trajes blindados, a qué distancia dispararía, o si esta vez usaría un silenciador o no.

Pero todos estos dilemas constituían pensamientos automáticos. No los controlaba más de lo que controlaba la respiración, sus latidos o la velocidad de la sangre que corría por su cuerpo.

Sus pensamientos conscientes estaban centrados en Jodie.

¿Qué veía en él que lo hacía tan fascinante?

Stephen no podía decirlo con seguridad. Quizá la forma en que vivía, solo, y al mismo tiempo sin sentir la soledad. Quizá la forma en que llevaba consigo ese pequeño libro de auto-ayuda y deseaba sinceramente salir del hoyo en que se encontraba. O cómo le apoyó cuando Stephen le dijo que se quedara en la puerta y corriera el riesgo de morir.

Stephen se sintió extraño. Él…

¿Cómo te sientes, soldado?

Señor, yo…

¿Extraño, soldado? ¿Qué mierda significa «extraño»? ¿Te estás ablandando?

No, señor, no lo estoy.

No era demasiado tarde para cambiar de planes. Todavía había alternativas. Muchas alternativas.

Pensó en Jodie. En lo que le había dicho. Joder, quizá pudieran tomar un café cuando aquel trabajo terminara.

Podrían ir a un Starbucks. Sería como aquella vez en que habló con Sheila, solo que entonces lo pasaría mejor. Ya no tendría que tomar ese té con sabor a pis, sino verdadero café, el doble de fuerte, como el que hacía su madre por las mañanas para su padrastro, el agua hirviendo exactamente sesenta segundos, dos y tres cuartos de cucharadas soperas al ras por cada taza, sin derramar ni un grano.

¿Estaban la caza y la pesca fuera del programa?

O el fuego de campamento…

Podría decirle a Jodie que abortara la misión. Podría ocuparse solo de la Mujer y el Amigo.

¿Abortar, soldado? ¿De qué estás hablando?

Señor, nada, señor. Estoy considerando todas las eventualidades que conciernen al ataque, tal y como se me ha instruido, señor.

Stephen descendió del autobús y se deslizó por el callejón detrás del parque de bomberos de Lexington. Dejó la bolsa de libros detrás de un contenedor, puso dentro el cuchillo que llevaba en su funda bajo la chaqueta.

Jodie. Joe D…

Evocó sus brazos delgados, la forma en que lo había mirado.

Me alegro de haberte conocido, socio.

Entonces, de repente, Stephen se estremeció. Como en Bosnia, cuando tuvo que zambullirse en un arroyo para evitar que las guerrillas lo atraparan. Era el mes de marzo y el agua estaba casi congelada.

Cerró los ojos y se apoyó en la pared de ladrillos. Olió la piedra húmeda.

Jodie era…

¿Soldado, que mierda está pasando?

Señor, yo…

¿Qué?

Señor, hum…

Escúpelo ya. ¡Ahora, soldado!

Señor, he comprobado que el enemigo utiliza la guerra psicológica. Sus intentos han resultado infructuosos, señor. Estoy listo para actuar según lo planeado.

Muy bien, soldado. Pero ten cuidado.

Stephen se dio cuenta, cuando abrió la puerta trasera del parque de bomberos y se deslizó en su interior, que ya no podría cambiar de planes. Era el tinglado perfecto y no lo podía perder, en especial cuando le ofrecía la posibilidad no solo de matar a la Mujer y al Amigo, sino también a Lincoln el Gusano y a la policía pelirroja.

Miró su reloj. Jodie estaría en su puesto en quince minutos. Llamaría al teléfono de Stephen, que contestaría y oiría la voz aguda del hombre por última vez.

Porque apretaría el botón transmisor que detonaría los 340 gramos de RDX colocados en el teléfono celular de Jodie.

Delegar… aislar… eliminar.

No tenía otra opción.

Además, pensó, ¿de qué podríamos haber hablado? ¿Qué podríamos haber hecho después de terminar nuestro café?

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