Levanté la vista, y vi un punto que caía y se convertía en un corazón invertido. Era un pájaro que bajaba en picado. El viento silbaba entre sus campanas emitiendo un sonido sin parangón sobre la tierra mientras el ave descendía ochocientos metros a través del limpio cielo otoñal. En el último instante, se puso en paralelo a la línea de vuelo del chulear y lo atacó desde atrás con el mismo sonido que una bala de grueso calibre cuando entra en la carne.
A Ragefor Falcons,
Stephen Bodio.
Rhyme se dio cuenta de que eran más de las tres de la madrugada. Percey Clay volaba de regreso a la costa Este en un reactor del FBI. Al cabo de unas pocas horas más estaría en camino hacia el palacio de justicia para preparar su declaración ante el gran jurado.
Todavía no tenía ni idea de dónde se hallaba el Bailarín de la Muerte, ni de lo que planeaba, ni de la identidad que había asumido.
El teléfono de Sellitto sonó. Escuchó. Su cara se crispó.
– Dios. El Bailarín se ha cargado a otro. Encontraron otro cuerpo en un túnel del Central Park, cerca de la Quinta Avenida. Sin señas de identidad.
– ¿Eliminó todas las características de identificación?
– Parece que sí. Le quitaron las manos, los dientes, la mandíbula y las ropas. Es un hombre blanco, más bien joven. Entre los veinte y los treinta años. -El detective escuchó de nuevo-: No es un vagabundo -informó-. Está limpio y en buena forma. Atlético. Haumann cree que es un yuppie del East Side.
– Vale -dijo Rhyme-. Traedlo aquí. Quiero examinarlo yo mismo.
– ¿El cuerpo?
– Así es.
– Bueno, está bien.
– De manera que el Bailarín tiene una nueva identidad -musitó Rhyme, irritado-. ¿Qué diablos es? ¿Cómo llegará hasta nosotros?
Suspiró y miró por la ventana.
– ¿En qué casa de seguridad los alojaréis? -preguntó Dellray.
– He estado pensando en ello -dijo el delgado agente-. Me parece…
– En la nuestra -respondió otra voz.
Se volvieron hacia el hombre robusto que estaba en el umbral.
– En nuestra casa de seguridad -aseguró Reggie Eliopolos-. Asumimos su custodia.
– No a menos que tengáis… -comenzó a protestar Rhyme.
El fiscal agitó el papel con demasiada rapidez como para que el criminalista pudiera leerlo, pero todos sabían que la orden judicial era auténtica.
– No es una buena idea -dijo Rhyme.
– De cualquier manera es mejor que la vuestra de intentar matar a nuestro último testigo.
Sachs se adelantó, enfadada, Rhyme sacudió la cabeza.
– Créeme -dijo-, el Bailarín averiguará que vosotros asumís la custodia. Hasta es posible que ya lo sepa. En realidad -añadió en un tono inquietante-, puede que cuente con eso.
– Tendría que ser adivino.
Rhyme ladeó la cabeza.
– Veo que empiezas a comprender.
Eliopolos soltó su risilla característica. Miró alrededor del cuarto y se fijó en Jodie.
– ¿Tú eres Joseph D'Oforio?
– Yo… sí -el hombrecillo le devolvió la mirada.
– Tú vienes también.
– Oiga, espere un minuto, me dijeron que me entregarían mi dinero y que podría…
– Esto no tiene nada que ver con la recompensa. Si tienes derecho a ella, te la darán. Lo que queremos es estar seguros de que llegarás a salvo para testificar ante el gran jurado.
– ¡Gran jurado! ¡Nadie me dijo que tendría que testificar!
– Bueno -dijo Eliopolos- eres un testigo primordial. -Movió la cabeza hacia Rhyme-. Puede haber tenido la intención de matar a algún mañoso. Nosotros preparamos la acusación contra el hombre que lo contrató. Es lo que hacen los guardianes de las leyes.
– No voy a testificar.
– Entonces serás detenido por desacato. Estarás en la cárcel con los presos comunes. Y apuesto a que sabes lo que te sucederá.
El hombrecillo trató de enfadarse pero estaba demasiado asustado.
– Oh, Dios mío.
– No tendrá suficiente protección -dijo Rhyme a Eliopolos-. Nosotros lo conocemos. Deja que lo protejamos nosotros.
– Oh, Rhyme, por cierto -Eliopolos se volvió hacia él-: Debido al incidente con el avión, te acusaremos de interferencia en una investigación criminal.
– Que te follen si lo haces -dijo Sellitto.
– Por tu puta madre que lo haré -retrucó el fiscal-. Podría haber arruinado el caso al dejarla hacer ese vuelo. Tendré la orden de detención para el lunes, y yo mismo supervisaré el proceso el…
– Él ha estado aquí, como usted sabe -le interrumpió Rhyme muy tranquilo.
El fiscal se quedó callado.
– ¿Quién? -preguntó después de un instante, a pesar de que sabía muy bien la respuesta.
– Estuvo justo frente a esa ventana no hace ni una hora. Apuntó a este cuarto con un fusil de francotirador cargado con cartuchos explosivos -Rhyme miró hacia el suelo-. Probablemente apuntaba hacia donde estáis ahora.
Eliopolos no hubiera retrocedido por nada del mundo, pero se fijó con cuidado en las ventanas para ver si las persianas estaban bajas.
– ¿Porqué…?
– ¿No disparó? -Rhyme terminó la frase-. Porque tuvo una idea mejor.
– ¿Cuál?
– Ah -dijo Rhyme-, esa es la pregunta del millón. Todo lo que sabemos es que mató a otra persona; un joven, en Central Park, y lo desnudó, quitó todas las características identificatorias del cuerpo y asumió su identidad. Estoy seguro de que sabe que la bomba no mató a Percey, y está en camino para completar su trabajo. Y hará de ti su cómplice.
– Ni siquiera sabe que existo.
– Eso es lo que quiere que creas.
– Por Dios, Reggie -dijo Dellray-. Date cuenta.
– No me llames así.
– ¿No se da cuenta? -intervino Sachs-. Nunca se ha enfrentado a nadie como él.
Sin dejar de mirar a Sachs, Eliopolos le dijo a Sellito:
– Supongo que la policía metropolitana hace su trabajo de forma diferente a la federal. Nuestra gente sabe cuál es su lugar.
– Sería una estupidez tratarlo como si fuera un gángster o un mafioso jubilado. -exclamó Rhyme-. Nadie se puede esconder del Bailarín. La única posibilidad es detenerlo.
– Sí, Rhyme, llevas todo el rato con la misma canción. Bueno, pero no vamos a sacrificar más agentes sólo porque estás caliente con un tipo que mató a dos de tus técnicos hace cinco años. Suponiendo que puedas tener una erección…
Eliopolos era un hombre de gran tamaño, de manera que le sorprendió enormemente encontrarse en el suelo de un golpe. Trató de recobrar el aliento y miró la cara púrpura de Sellitto. El teniente estaba preparado para golpearlo de nuevo.
– Haga eso, oficial -dijo el fiscal, casi sin voz- y estará procesado dentro de media hora.
– Lon -dijo Rhyme-, déjalo ya…
El detective se calmó, echó una mirada de furia al fiscal y se alejó. Eliopolos se puso de pie.
El insulto no significaba nada para Rhyme. Ni siquiera pensaba en Eliopolos. Ni en el Bailarín, en realidad. Porque se le había ocurrido mirar a Amelia Sachs y había visto el vacío y la desesperación en sus ojos. Sabía lo que sentía: la angustia por perder a su presa. Eliopolos le estaba escamoteando la posibilidad de atrapar al Bailarín. Como le ocurría a Lincoln Rhyme, el asesino se había convertido en el objetivo de su vida.
Y todo por un único error: el incidente en el aeropuerto, cuando temió por su vida. Algo pequeño, minúsculo, excepto para Sachs. ¿Cuál sería la expresión adecuada? Un tonto arroja una piedra a un estanque y una docena de hombres sabios no la pueden recuperar. ¿Qué era la vida de Rhyme en ese momento sino el resultado de un trozo de madera que le había roto un hueso? La vida de Sachs se había quebrado en el momento en que cayó en lo que creía que era una cobardía. Pero, a diferencia de Rhyme, tenía la posibilidad de repararlo. Oh, Sachs, cómo duele tener que hacer esto, pero no tengo otra opción.
– Muy bien, pero tendrán que hacer algo a cambio -le dijo a Eliopolos.
– ¿Y si no lo hago? -se burló el fiscal.
– No le diré dónde está Percey -se limitó a responder Rhyme-. Somos los únicos que lo sabemos.
Eliopolos, le dedicó a Rhyme una mirada helada.
– ¿Qué deseas?
– El Bailarín parece empeñado en deshacerse de la gente que lo persigue. Si se va a proteger a Percey, quiero que se proteja también al principal investigador forense del caso.
– ¿Tú? -preguntó el abogado.
– No, Amelia Sachs -replicó Rhyme.
– No, Rhyme -protestó la chica, frunciendo el entrecejo.
Mi imprudente Amelia Sachs… Y yo la pongo de lleno en la zona de muerte. Le pidió que se acercara.
– Quiero quedarme aquí -dijo Sachs-. Quiero encontrarlo.
– Oh, no te preocupes por eso -susurró Rhyme-. Él te encontrará a ti. Mel y yo trataremos de averiguar su nueva identidad. Pero si intenta algo en Long Island, quiero que estés allí. Te quiero con Percey. Eres la única que lo comprende. Bueno, tú y yo. Y yo no estaré en condiciones de disparar en un futuro próximo.
– Podría volver por aquí…
– No lo creo. Existe la posibilidad de que Percey sea el primer pez que se le escapa y eso no le gusta en absoluto. Querrá asesinarla. Está desesperado por hacerlo. Lo sé.
Sachs dudó un instante y luego asintió.
– Vale -cedió Eliopolos-, vendrás con nosotros. Tenemos una camioneta esperando.
– ¿Sachs? -dijo Rhyme.
Ella se detuvo.
– Debemos irnos -insistió Eliopolos.
– Bajaré en un minuto.
– No tenemos mucho tiempo, oficial.
– He dicho un minuto. -La chica ganó con autoridad la escaramuza de miradas, y Eliopolos y su escolta policial acompañaron a Jodie escaleras abajo.
– Esperad -gritó el hombrecillo desde el vestíbulo. Volvió, cogió su libro de autoayuda y bajó las escaleras al trote.
– Sachs…
Pensó en decirle algo acerca de la conveniencia de evitar actos heroicos, acerca de Jerry Banks, insistir en que era demasiado dura consigo misma…
Pedirle que renunciara de una vez a los muertos…
Pero sabía que cualquier palabra de cautela o de ánimo sonaría falsa.
Finalmente optó por hacerle una sugerencia:
– Dispara primero.
Ella colocó su mano derecha sobre la izquierda de él. Rhyme cerró los ojos y puso todo su empeño en sentir la presión de su piel. Creyó haberlo logrado, al menos en su dedo índice. Levantó la vista y la miró. Ella dijo:
– Ten un guardaespaldas siempre a mano, ¿vale?
Se despidió de Sellitto y Dellray.
En aquel momento apareció en la puerta un agente sanitario del servicio de emergencias. Echó una mirada por el cuarto, miró a Rhyme, al equipo, a la hermosa mujer policía y trató de imaginar la razón por la cual tenía que hacer lo que le habían dicho.
– ¿Habían pedido un cuerpo? -preguntó, vacilante.
– ¡Aquí! ¡Lo necesita-mos ahora! -gritó Rhyme-. ¡Ahora!
La camioneta pasó por una verja para luego bajar por un camino de un solo carril que se extendía por lo que parecían varios kilómetros.
– Si este es el camino -murmuró Roland Bell-, no quiero ni imaginarme lo que será la casa.
Bell y Amelia Sachs estaban a ambos lados de Jodie, quien no paraba de moverse nerviosamente con su abultado chaleco antibalas, rozando a quien tuviera cerca mientras examinaba las sombras, los porches oscuros y los coches que pasaban por la autopista de Long Island. En la parte posterior del vehículo iban dos oficiales 32E, armados con ametralladoras. Percey Clay estaba en el asiento de pasajeros de la parte delantera. Cuando fueron a buscarla a ella y a Bell a la terminal aérea de la Marina en La Guardia, de camino al condado de Suffolk, Sachs se conmovió al verla.
No era el cansancio, aunque se la veía muy fatigada. Tampoco el temor. No, parecía la viva imagen de la completa resignación y eso era lo que preocupaba a Sachs. Como oficial de patrulla había visto muchas tragedias en la calle, se había visto obligada también a dar malas noticias, pero nunca había visto a alguien tan completamente abatido como Percey Clay.
La aviadora estaba hablando por teléfono con Ron Talbot. Sachs supuso por la conversación que U.S. Medical no había esperado a que se enfriaran las cenizas de su avión para rescindir el contrato. Cuando colgó, se quedó mirando el panorama durante un momento.
– La compañía de seguros ni siquiera pagará la carga -le dijo a Bell distraídamente-. Dicen que asumí un riesgo que conocía. De manera que es así… -Añadió bruscamente-: estamos en la bancarrota.
Velozmente pasaban pinos, cedros y extensiones de arena. A Sachs, una chica de ciudad, que había visitado los condados de Nassau y Suffolk cuando era adolescente, no por las playas o los centros comerciales, sino para apretar el embrague de su Charger y acelerar el coche a doscientos en cinco punto nueve segundos, durante las carreras de coches trucados que hicieron famosa a Long Island, le gustaban los árboles, la hierba y las vacas, pero cuando disfrutaba a tope de la naturaleza era cuando pasaba por ella a ciento ochenta kilómetros por hora.
Jodie cruzaba y descruzaba los brazos y se hundía en el asiento del medio, jugueteaba con el cinturón de seguridad y chocaba una y otra vez con Sachs.
– Perdona -musitaba.
Sachs tenía ganas de pegarle.
La casa no pegaba mucho con el camino.
Era un laberíntico edificio con distintos niveles, una combinación de troncos y tablas; un lugar destartalado, formado por construcciones añadidas a través de los años, con mucho dinero federal y ninguna inspiración.
La noche era muy oscura, surcada por densos jirones de niebla, pero Sachs pudo ver lo suficiente como para percibir que la casa estaba ubicada entre un apretado conjunto de árboles. El terreno que la rodeaba estaba limpio de vegetación hasta los doscientos metros.
Constituía un buen refugio y contaba con zonas abiertas bien preparadas para atrapar a todo aquel que quisiera entrar. Una banda grisácea a la distancia sugería dónde se seguía el bosque. Detrás de la casa había un amplio y tranquilo lago.
Reggie Eliopolos salió de la camioneta que iba delante e hizo que todos descendieran. Los condujo a la entrada principal del edificio. Los entregó a un hombre robusto, quien parecía contento pese a que no sonrió ni una sola vez.
– Bienvenidos -dijo-. Soy el inspector David Franks. Quiero deciros algo acerca de la que va a ser vuestra casa por el momento: es el lugar más seguro del país para la protección de testigos. Tenemos sensores de peso y movimiento instalados en todo el perímetro del lugar. Nadie puede pasar sin que salten alarmas de todo tipo. El ordenador está programado para detectar modelos de movimiento humano, correlacionados con el peso, de manera que la alarma no funciona si a un ciervo o un jabalí le da por vagabundear por el terreno. Si alguien, un ser humano, pone el pie donde no debe, todo este lugar se ilumina como Times Square en Navidad. ¿Y qué pasa si alguien llega a caballo? También lo pensamos. El ordenador registra un peso que no se correlaciona con la distancia entre los cascos del animal y enciende la alarma. Cualquier otro movimiento, de un mapache o una ardilla, hace funcionar los videos infrarrojos; también estamos cubiertos por el radar del aeropuerto regional de Hampton, de manera que se puede evitar desde del principio cualquier ataque aéreo. Si algo sucede, escucharéis una sirena y quizá veáis las luces. Quedaos donde estéis. No salgáis.
– ¿Qué tipo de guardias tenéis? -preguntó Sachs.
– Tenemos cuatro agentes en el interior. Dos están afuera, en la casilla exterior, dos en la parte posterior, al lado del lago. Y si se aprieta el botón de alarma, vendrá una escuadrilla SWAT en veinte minutos.
La cara de Jodie manifestó con claridad meridiana que veinte minutos le parecía un tiempo muy largo. Sachs estuvo de acuerdo.
Eliopolos miró su reloj.
– Una camioneta blindada llegará a las seis para llevaros hasta el gran jurado -dijo-. Lamento que no podáis dormir mucho -miró a Percey-, pero si me hubieran hecho caso, hubieras pasado la noche aquí, sana y salva.
Nadie le dijo una palabra de despedida cuando salió por la puerta.
– Os diré sólo unas pocas cosas más -prosiguió Franks-. No miréis por las ventanas. No salgáis sin una escolta. Ese teléfono de allí -señaló un aparato beige en un rincón de la sala-, es seguro. Es el único que debéis usar. Apagad vuestros móviles y no los uséis en ninguna circunstancia. Bueno, eso es todo. ¿Alguna pregunta?
– ¿Tenéis algo de beber? -preguntó Percey.
Franks se inclinó frente al armario que estaba a su lado y sacó una botella de vodka y otra de bourbon.
– Nos gusta que nuestros huéspedes se sientan cómodos.
Puso las botellas sobre la mesa, se dirigió hacia a la puerta principal y se colocó la cazadora.
– Me voy a casa. Buenas noches, Tom -le dijo al agente que estaba en la puerta y saludó al cuarteto de custodiados, plantados en medio de un pabellón de caza de madera barnizada, con dos botellas de licor al frente y una docena de cabezas de ciervos y alces mirándolos desde las paredes.
El timbre del teléfono los sobresaltó a todos. Uno de los inspectores lo cogió a la tercera llamada.
– ¿Diga? -Miró a las dos mujeres-. ¿Quién es Amelia Sachs?
La chica movió la cabeza y cogió el auricular.
– ¿Sachs, es lo bastante seguro? -era Rhyme.
– Está bastante bien -le contestó-. De alta tecnología. ¿Tuviste suerte con el cuerpo?
– Nada hasta ahora. En las últimas cuatro horas se han denunciado cuatro desapariciones en Manhattan. Las estamos examinando a todas. ¿Está Jodie ahí?
– Sí.
– Pregúntale si el Bailarín mencionó alguna vez que asumiría alguna identidad en particular.
Sachs transmitió la pregunta. Jodie hizo memoria:
– Bueno, recuerdo que una vez dijo algo… nada específico, quiero decir. Dijo que si se va a matar a alguien hay que infiltrar, evaluar, delegar y luego eliminar. O algo parecido. No lo recuerdo exactamente. Se refería a delegar en alguien para que hiciera algo; luego, cuando todos están distraídos, se cuela. Creo que mencionó a un chico de recados o a un limpiabotas.
Tu arma más mortífera es el engaño…
Después de que Sachs trasmitiera estas palabras, Rhyme dijo:
– Pensamos que el cuerpo es el de un joven ejecutivo. Podría ser un abogado. Pregúntale a Jodie si alguna vez mencionó que trataría de entrar al palacio de justicia cuando se reúna el gran jurado.
Jodie no lo creía.
Sachs trasmitió esa impresión a Rhyme.
– Vale. Gracias -Sachs oyó que le decía algo a Mel Cooper-. Te llamaré después, Sachs.
– ¿Queréis un último trago? -preguntó Percey.
Sachs no podía decir si quería o no. El recuerdo del whisky que precedió a su fiasco en la cama de Lincoln Rhyme la hacía estremecer. Pero en un impulso dijo que sí.
Roland Bell decidió que podía estar media hora fuera de servicio.
Jodie optó por una medida rápida y medicinal de whisky. Luego se dirigió a la cama, con su libro de autoayuda bajo el brazo. Miró con la fascinación de un chico de ciudad una cabeza de alce embalsamada.
Fuera, en el denso aire primaveral, las cigarras cantaban y los sapos emitían sus llamadas peculiares y turbadoras.
Mientras miraba por la ventana la penumbra de las primeras horas de la mañana, Jodie pudo ver el reflejo de las linternas que atravesaban la niebla. Las sombras danzaban de costado; la bruma se movía entre los árboles. Se alejó de la ventana y se acercó a la puerta de su cuarto. Miró hacia fuera.
Dos inspectores custodiaban el pasillo, sentados en una pequeña garita de seguridad a seis metros de distancia. Parecían aburridos y sólo moderadamente vigilantes.
Prestó atención y no oyó nada más que los rumores característicos de una casa vieja en medio de la noche.
Volvió a la cama y se sentó sobre el colchón deformado. Cogió su deteriorado y manchado libro.
Pongámonos a trabajar, pensó.
Abrió el libro por la mitad y el pegamento crujió. Despegó un pequeño trozo de cinta adhesiva de la parte inferior del lomo. Un gran cuchillo cayó sobre la cama. Parecía de metal negro, a pesar de que era de polímero impregnado de cerámica y no podía ser advertido por un detector de metales. Estaba manchado y no tenía brillo. Uno de los bordes parecía tan afilado como una navaja de afeitar, mientras que el otro tenía el aspecto de una sierra quirúrgica. El mango estaba recubierto. Lo había diseñado y construido él mismo, y como la mayoría de las armas peligrosas, no era ostentoso ni atractivo, hacía una sola cosa: mataba. Y lo hacía muy, pero muy, bien.
A Jodie no le importaba coger el arma, o tocar pestillos o ventanas, porque tenía huellas dactilares nuevas. El mes anterior, un cirujano de Berna, Suiza, le había quemado químicamente la piel de la parte mollar de los ocho dedos y dos pulgares y con un láser de los que se usan en microcirugía le había dibujado huellas nuevas sobre el tejido. Sus propias huellas acabarían por regresar, pero pasarían unos meses antes de que eso ocurriera. Sentado en el borde de la cama, y con los ojos cerrados, imaginó la sala común y dio un paseo mental por ella. Recordó la ubicación de cada puerta, cada ventana, cada mueble, los feos paisajes sobre las paredes, la cornamenta de alce que colgaba sobre la chimenea, los ceniceros y las armas reales y potenciales. Tenía tan buena memoria que podría caminar a través del cuarto con los ojos tapados y sin siquiera rozar una silla ni una mesa.
Concentrado, se dirigió con la imaginación hacia el teléfono del rincón y dedicó un momento a analizar el sistema de comunicaciones de la casa de seguridad. Estaba completamente familiarizado con su funcionamiento ya que pasaba gran parte de su tiempo libre leyendo manuales operativos de sistemas de seguridad y comunicaciones, y sabía que si cortaba la línea, la caída del voltaje enviaría una señal al panel de los guardias, tanto allí como quizá en la oficina de la central. De manera que tendría que dejarlo intacto.
No era un problema, sólo un factor.
Siguió con su paseo mental: examinó las cámaras de vídeo de la sala común, que el inspector había «olvidado» mencionar. Presentaban la configuración en «Y» que cualquier experto en seguridad con un presupuesto ajustado usaría en una casa de seguridad del gobierno. Jodie conocía también aquel sistema y sabía que presentaba un serio defecto de diseño: todo lo que había que hacer era dar un golpecito fuerte en el medio de la lente, y así se desalineaba todo el sistema óptico; la imagen del monitor de seguridad se tornaría negra pero no sonaría ninguna alarma, como sucedería en cambio si se cortara el cable coaxial.
Pensó en la iluminación… Podría eliminar seis, no, cinco, de las ocho luces que había visto en la casa, pero no más. Al menos no hasta que los inspectores estuvieran muertos. Pensó en la ubicación de cada lámpara y de cada interruptor, y luego siguió repasando la casa mentalmente. El cuarto de la televisión, la cocina, los dormitorios. Calculó las distancias y los ángulos de visión desde afuera.
No es un problema…
Registró la ubicación de cada una de las víctimas. Consideró la posibilidad de que se hubieran movido en los últimos quince minutos.
…sólo un factor.
En aquel momento abrió los ojos. Asintió para sí, deslizó el cuchillo en su bolsillo y se dirigió a la puerta.
En silencio, entró en la cocina y robó una cuchara que estaba en un escurridor sobre la pila. Caminó hacia la nevera y se sirvió un vaso de leche. Luego se dirigió a la sala común y rondó de librería en librería, fingiendo buscar algo para leer. Cuando pasaba por delante de cada una de las cámaras de vigilancia, levantaba la cuchara y golpeaba la lente. Después dejó el vaso de leche y la cuchara sobre la mesa y se dirigió a la garita.
– Oye, chequea los monitores -murmuró un inspector, y giró una perilla en la pantalla de televisión que tenía al frente.
– ¿Sí? -preguntó el otro, con poco interés.
Jodie entró por detrás del primer inspector, que lo miró y empezó a preguntarle:
– Oiga, señor, ¿qué está haciendo? -pero Jodie ras, ras, le abrió con limpieza la garganta con un corte en forma de «V». Un copioso chorro de sangre aterciopelada formó un arco enorme. Su compañero le miró con ojos desorbitados y trató de coger su arma, pero Jodie se la quitó de la mano y lo acuchilló una vez en la garganta y otra en el pecho. Cayó al suelo y se agitó durante un momento. Era una muerte ruidosa, como Jodie ya sabía. Pero no podía clavarle el cuchillo más veces; necesitaba el uniforme y por eso tenía que matarlo con un mínimo derramamiento de sangre.
Mientras el inspector yacía en el suelo, agonizando entre temblores, miró a su asesino, que se estaba quitando sus propias ropas cubiertas de sangre. El moribundo se quedó mirando el bíceps de Jodie, se fijó en el tatuaje.
Cuando Jodie se inclinó y comenzó a quitarle la ropa, notó la mirada del hombre:
– «Danza Macabra» -dijo-. ¿Ves? La Muerte baila con su próxima víctima. Su ataúd está atrás. ¿Te gusta?
Lo preguntó con auténtica curiosidad, aunque no esperaba respuesta. Y no recibió ninguna.
Mel Cooper, con los guantes de látex puestos, estaba de pie al lado del cadáver del joven que habían encontrado en Central Park.
– Podría probar con las huellas de los pies -sugirió, descorazonado.
Las huellas con borde de fricción de los pies son tan únicas como las de las manos, pero tienen un valor relativo hasta que se consiguen muestras de un sospechoso; además, las huellas de pies no figuran en las bases de datos de AFIS.
– No te molestes -murmuró Rhyme.
¿Quién diablos es? se preguntó Rhyme, mirando el cuerpo destrozado que tenía delante. Se dijo: es la pista del próximo movimiento del Bailarín. Experimentaba la peor sensación del mundo: un picor que no podía aliviar. Tenía una prueba delante de sus ojos, sabía que era la clave del caso y, sin embargo, era incapaz de descifrarla.
Rhyme miró hacia el diagrama de pruebas que estaba contra la pared. El cadáver era como las fibras verdes que habían encontrado en el hangar: Rhyme suponía que eran importantes, pero desconocía la razón.
– ¿Algo más? -preguntó al médico que les acompañaba, que trabajaba en la oficina de reconocimientos médicos y había acompañado el cadáver hasta allí. Era un hombre joven, con poco pelo; gotas de sudor resbalaban por su coronilla.
– Es un gay -dijo el doctor-, o para ser más exacto, vivió una vida de gay cuando era joven. Ha experimentado repetidas relaciones anales, que cesaron hace unos años.
– ¿Qué opinas de esa cicatriz? -continuó Rhyme-. ¿Es quirúrgica?
– Bueno, es una incisión muy clara. Pero no se me ocurre ninguna razón para operar en ese lugar. Quizá un bloqueo intestinal, pero aun en ese caso, no creo que hayan realizado nunca una operación en ese cuadrante del abdomen.
Rhyme lamentó que Sachs no estuviera allí. Quería intercambiar ideas con ella; seguro que reparaba en algo que él hubiera pasado por alto.
¿Quién podría ser? Rhyme se devanaba los sesos. La identificación es una ciencia compleja. Una vez había establecido la identidad de un hombre con un sólo diente. Pero el procedimiento llevaba tiempo, generalmente semanas o meses.
– Envía el grupo sanguíneo y el perfil de ADN -dijo Rhyme.
– Ya lo he hecho -contestó el médico de servicio-. Ya he enviado las muestras al centro.
Si el joven fuera seropositivo, eso les ayudaría a identificarlo a través de médicos o clínicas. Pero si no tenían nada a lo que agarrarse, el examen sanguíneo no sería de mucha ayuda.
Huellas…
Daría cualquier cosa por una buena huella en relieve por fricción, pensó Rhyme. Quizá…
– ¡Esperad! -lanzó una estruendosa carcajada-. ¡Su polla!
– ¿Qué? -exclamó Sellitto.
Dellray enarcó una ceja.
– No tiene manos. ¿Pero cuál es la parte de su anatomía que tocó seguro?
– El pene -respondió Cooper-. Si hizo pis en las últimas dos horas probablemente consigamos una huella.
– ¿Quién quiere tener el honor?
– Ninguna tarea es demasiado desagradable -dijo el técnico y se puso otro par de guantes por encima de los que ya tenía. Se puso a trabajar con las tarjetas Kromekote para obtener huellas de la piel. Obtuvo dos huellas excelentes: una de pulgar, en la parte superior del pene del cadáver y un dedo índice en la parte inferior.
– Perfecto, Mel.
– No se lo digas a mi novia -dijo Mel tímidamente. Colocó las huellas en el sistema AFIS.
El mensaje apareció en pantalla: Espere, por favor… Espere, por favor…
Que figure en el archivo, rezó Rhyme con desesperación.
Figuraba.
Pero cuando aparecieron los resultados, Sellitto y Dellray, que estaban cerca del ordenador de Cooper, miraron la pantalla con escepticismo.
– ¿Qué diablos…? -dijo el detective.
– ¿Qué? -gritó Rhyme-. ¿Quién es?
– Es Kall.
– ¿Qué?
– Es Stephen Kall -repitió Cooper-. Tiene una coincidencia de veintidós puntos. No hay ninguna duda.
Buscó la huella compuesta que habían elaborado con anterioridad para descubrir la identidad del Bailarín. La dejó caer sobre la mesa al lado del Kromekote.
– Es idéntica.
¿Cómo?, se preguntaba Rhyme. ¿Cómo diablos?
– Tal vez -dijo Sellitto- Kall dejó sus huellas en la polla de este hombre ¿Y si es un chupapollas?
– Tenemos marcadores genéticos de la sangre de Kall, ¿verdad? De las que se encontraron en la torre del agua.
– Correcto -dijo Cooper.
– Compáralos -exclamó Rhyme-. Quiero un perfil de los marcadores del cadáver. Y lo quiero ahora.
La poesía era algo que le gustaba.
El «Bailarín de la Muerte»… me gusta, pensó. Mucho mejor que «Jodie», el nombre que había elegido para aquel trabajo porque sonaba tan inofensivo. Un nombre tonto, un nombre en diminutivo.
El Bailarín…
Sabía que los nombres eran importantes. Leía filosofía. El acto de nombrar, de designar, era exclusivo de los seres humanos. El Bailarín, en aquel momento, se dirigió al muerto y desmembrado Stephen Kall: Era de mí de quien oíste hablar. Yo soy el que llama «cadáveres» a sus víctimas. Tú las llamas Mujeres, Maridos, Amigos, lo que quieras.
Pero en cuanto me contratan son cadáveres. Es todo lo que son.
Con el uniforme del inspector puesto, anduvo por el oscuro pasillo, alejándose de los cuerpos de los dos oficiales. No había podido evitar por completo las manchas de sangre, pero en la penumbra no se podía ver que el uniforme azul marino tenía máculas rojas.
Iba a buscar el Cadáver número tres.
La Mujer, según tu denominación, Stephen. Qué criatura problemática y nerviosa que eras. Con tus manos lavadas y tu confusa polla. El Marido, la Mujer, el Amigo…
Infiltrar, Evaluar, Delegar, Eliminar…
Ah, Stephen… podría haberte enseñado que hay una única regla en este negocio: ir un paso por delante de todo ser viviente.
En aquel momento tenía dos pistolas pero todavía no las quería usar. No quería arriesgarse a actuar precipitadamente. Si fallaba entonces, nunca tendría otra ocasión de matar a Percey Clay antes de la reunión del gran jurado de aquella misma mañana.
Se dirigió en silencio hacia el vestíbulo donde se sentaban otros dos inspectores, uno leyendo un periódico y otro mirando la tele.
El primero levantó la vista hacia el Bailarín, vio el uniforme y volvió al periódico. Pero enseguida miró de nuevo.
– Espera -dijo el inspector, al darse cuenta de repente de que no reconocía esa cara.
Pero el Bailarín no esperó.
Respondió con dos hábiles cortes en ambas arterias carótidas. El hombre se deslizó hacia delante y murió sobre la página seis del Daily News, tan silenciosamente que su compañero ni siquiera sacó los ojos de la tele, donde una mujer rubia que lucía recargadas joyas doradas explicaba cómo había conocido a su novio a través de un parapsicólogo.
– ¿Esperar? ¿Para qué? -preguntó el segundo inspector, sin dejar de mirar la pantalla.
Murió haciendo un poco más de ruido que su compañero, pero nadie del edificio pareció darse cuenta. El Bailarín arrastró los cuerpos y los depositó bajo una mesa.
En la puerta de atrás se aseguró de que no hubiera sensores en el marco y luego salió afuera. Los dos agentes estaban vigilantes, pero no observaban la casa. Uno miró rápidamente hacia el Bailarín, lo saludó con la cabeza y volvió a concentrarse en el entorno. El cielo mostraba las luces del alba, pero todavía había suficiente oscuridad como para que el hombre no lo reconociera. Ambos agentes murieron casi silenciosamente.
En cuanto a los dos que estaban en la parte posterior, en la caseta de guardia que daba al lago, el Bailarín los sorprendió por atrás. Atravesó el corazón de uno de los agentes con una cuchillada por la espalda y luego, ras, ras, cortó el cuello del segundo. Tumbado sobre el suelo, el primer agente emitió un grito plañidero cuando murió. Pero nuevamente nadie pareció notarlo; el sonido, pensó el Bailarín, se parecía mucho al canto del somorgujo, despertando a un hermoso amanecer rosado y gris.
Rhyme y Sellitto se hallaban enfrascados en tareas burocráticas cuando llegó el fax con el perfil del ADN. Se había realizado la versión rápida de la prueba, el test de reacción en cadena de la polimerasa, pero aun así era virtualmente definitiva; las posibilidades de que el cuerpo que tenían frente a ellos fuera el de Stephen Kall eran de seis mil a uno.
– Lo han matado -murmuró Sellitto. Tenía la camisa tan arrugada que parecía una muestra de fibras bajo una lente de quinientos aumentos-. ¿Por qué?
Pero esa no era una pregunta para un criminalista.
Pruebas… pensó Rhyme. Las pruebas eran lo único que le interesaba.
Miró los diagramas de las escenas de crimen colgados de la pared y examinó todas las pistas del caso. Las fibras, las balas, el cristal roto…
¡Analiza! ¡Piensa!
Conoces el procedimiento. Lo has seguido un millón de veces.
Identificas los hechos. Los cuantificas y categorizas. Estableces tus teorías. Sacas las conclusiones. Luego las compruebas…
Suposiciones, pensó Rhyme.
Había una suposición manifiesta en aquel caso, presente desde el comienzo: habían basado toda la investigación en la creencia de que Kall era el Bailarín de la Muerte. ¿Pero qué pasaba si no lo era? ¿Qué pasaba si era un simple peón, si el Bailarín lo había estado usando como un arma?
Engaño…
Si fuera así, habría algunas pruebas que no encajarían, algo que señalaría al verdadero Bailarín.
Examinó con cuidado los diagramas, pero no halló nada extraño excepto la fibra verde, que seguía sin decirle nada.
– ¿No tenemos ninguna ropa de Kall, verdad?
– No, estaba completamente desnudo cuando lo encontramos -dijo el médico de servicio.
– ¿Tenemos algo con lo que haya estado en contacto?
Sellitto se encogió de hombros.
– Bueno, Jodie.
– ¿Se cambió de ropa aquí, no es cierto? -preguntó Rhyme.
– Así es -dijo Sellitto.
– Traedme las ropas de Jodie. Quiero verlas.
– Uf-dijo Dellray-. Están tremendamente sucias.
Cooper las encontró y las trajo. Las cepilló sobre hojas de papel limpias. Montó muestras de los vestigios en el portobjetos y las colocó bajo el microscopio de luz polarizada.
– ¿Qué tenemos? -preguntó Rhyme, observando la pantalla de su ordenador, donde aparecía una imagen idéntica a la que Cooper tenía en el microscopio.
– ¿Qué es esa sustancia blanca? -preguntó Cooper-. Esos granos de allí. Hay muchos. Proceden de las costuras de sus pantalones.
Rhyme sintió que le ardía la cara, en parte debido a su errática tensión arterial, no en balde estaba muy fatigado, otro poco al dolor fantasma que todavía padecía de vez en cuando. Pero en gran medida se debía al calor provocado por la excitación de la caza del Bailarín.
– Oh, Dios mío -murmuró.
– ¿Qué, Lincoln?
– Es oolito -anunció.
– ¿Qué coño es eso? -preguntó Sellitto.
– Una roca calcárea. Una especie de arena que arrastra el viento. Se encuentra en las Bahamas.
– ¿Bahamas? -preguntó Cooper frunciendo el ceño-. ¿Qué hemos oído hace poco de las Bahamas? -Miró alrededor del laboratorio-. No me acuerdo.
Pero Rhyme se acordaba: miraba fijamente el tablón de los boletines, donde estaba pinchado el informe del científico del FBI sobre la arena que Amelia había encontrado la semana pasada en el coche de Tony Panelli, el agente desaparecido en el centro de la ciudad.
Leyó:
La sustancia sometida a análisis no es técnicamente arena. Consiste en fragmentos de coral procedentes de arrecifes y contiene espíenlas, secciones transversales de tubos de gusanos marinos, conchas de gastrópodos y foraminíferos. El origen más probable es el norte del Caribe: Cuba y las Bahamas.
El agente de Dellray, reflexionó Rhyme… Un hombre que sabría dónde estaba la mejor casa de seguridad del FBI de Manhattan y que le daría la dirección a quien lo estuviera torturando.
De manera que el Bailarín podría esperar allí, esperar a que Stephen Kall apareciera, hacerse amigo suyo, y luego arreglarlo todo para que lo capturaran y estar cerca de sus víctimas.
– ¡Las drogas! -gritó Rhyme.
– ¿Qué? -preguntó Sellitto.
– ¿En qué estaba pensando yo? ¡Los traficantes no cortan las drogas farmacéuticas! Les da demasiado trabajo. ¡Sólo lo hacen con las drogas comunes!
– Jodie no las cortaba con la comida para bebés -asintió Cooper-. Sólo se deshacía de las drogas. Tomaba placebos para que pensáramos que era un yonqui.
– Jodie es el Bailarín -exclamó Rhyme-. ¡Al teléfono! ¡Llamad ahora a la casa de seguridad!
Sellitto cogió el teléfono y marcó.
¿Sería demasiado tarde?
Oh, Amelia, ¿qué he hecho? ¿Te he matado?
El cielo tomaba un metálico color rosado.
Una sirena sonó a la distancia.
El halcón peregrino estaba despierto y a punto de salir a cazar.
Lon Sellitto levantó la vista del teléfono, desesperado.
– No contesta nadie -dijo.
Los tres charlaron durante un rato en el cuarto de Percey.
Hablaron de aeroplanos, coches y tareas policiales.
Luego, Bell se fue a dormir y Percey y Sachs hablaron de hombres.
Al final, Percey se tumbó en la cama y cerró los ojos. Sachs le quitó el vaso de bourbon de la mano y apagó las luces. Decidió que ella también dormiría un poco.
Esperó un momento en el pasillo para observar el tenue cielo del amanecer, rosa champán, y justo entonces se dio cuenta de que el teléfono de la sala principal del edificio llevaba sonando largo tiempo.
¿Por qué no contestaba nadie?
Siguió por el pasillo.
No podía ver a los dos guardias; el lugar parecía más oscuro que antes; la mayoría de las luces estaban apagadas. Es una casa sombría, pensó. Intimidante. Olía a pino y moho. ¿A algo más? Había otro olor que le resultaba familiar. ¿Cuál era?
Tenía que ver con las escenas de crímenes. Estaba tan agotada que no lo podía identificar.
El teléfono seguía sonando.
Pasó frente al cuarto de Roland Bell. La puerta estaba parcialmente abierta y Sachs miró al interior. Bell estaba de espaldas, sentado en un sillón frente a una ventana con cortinas. Tenía la cabeza inclinada sobre el pecho y los brazos cruzados.
– ¿Detective? -preguntó.
Bell no contestó.
Estaba profundamente dormido. Como le hubiese gustado estar a ella. Cerró la puerta con suavidad y siguió caminando por el pasillo, hacia su cuarto.
Pensó en Rhyme. Deseaba que él también estuviera durmiendo. Recordó que había presenciado uno de sus ataques de disrreflexia; fue un espectáculo terrible y no quería que sufriera otro.
El teléfono calló, enmudeció en medio de un timbrazo. Sachs miró hacia donde lo había oído, preguntándose si la llamada podía ser para ella. No consiguió oír a quien había contestado; esperó un momento, pero nadie fue a buscarle.
Silencio. Luego un golpecito, un leve arañazo. Más silencio.
Entró en su cuarto. Estaba oscuro. Se dio la vuelta para buscar a tientas el interruptor y se encontró frente a dos ojos que reflejaban un rayo de luz del exterior.
Con la mano derecha en la culata de su Glock, levantó la izquierda hacia el interruptor de la luz. El enorme alce le devolvió la mirada con sus brillantes ojos de cristal.
– Animales disecados -musitó-. Una gran idea para una casa de seguridad.
Se quitó la blusa y el abultado chaleco blindado. No era tan voluminoso como el de Jodie, por cierto. ¡Aquel tipo era como una patada en la barriga! El pequeño… ¿qué palabra usó Dellray para describirlo? Atorrante. Era un pequeño perdedor huesudo. Que cabrón.
Se metió la mano por debajo de la camiseta y se rascó frenéticamente los pechos, la espalda, debajo del sostén, los costados.
¡Qué bien se sentía!
Estaba agotada, pero ¿podría dormir?
La cama tenía un aspecto muy atractivo.
Se puso la blusa otra vez, se la abrochó y se tendió sobre la colcha. Cerró los ojos. ¿Eran unas pisadas eso que oía?
Supuso que sería uno de los guardias que iría a hacer café.
¿Dormir? Respira profundamente…
El sueño no venía.
Abrió los ojos y se quedó mirando el cielo raso.
Pensó en el Bailarín de la Muerte. ¿Cómo se acercaría a ellos? ¿Cuál sería su arma?
Su arma más mortífera es el engaño…
Al mirar por una rendija de la cortina, vio el hermoso amanecer plateado. Un jirón de niebla matizaba el color de los árboles distantes.
En algún lugar del edificio escuchó un ruido. Una pisada.
Puso los pies sobre el suelo y se sentó. Mejor sería renunciar al sueño y hacerse un café. Se dijo que ya dormiría por la noche.
Tuvo una repentina necesidad de hablar con Rhyme, de saber si había encontrado algo. Le podía oír diciendo «Si hubiera encontrado algo te habría llamado, ¿verdad? Dije que te llamaría».
No, no quería despertarlo, pero dudaba de que estuviera durmiendo. Sacó el móvil de su bolsillo y lo encendió antes de recordar la advertencia del Inspector Franks de usar sólo el teléfono que estaba en la sala.
Cuando estaba por apagar el teléfono, sonó con estridencia.
Sachs se estremeció, no por el sonido discordante, sino al pensar que el Bailarín, de alguna manera, había encontrado su número y quería asegurarse de que estaba en el edificio. Por un momento se preguntó si podría haber puesto un explosivo en su teléfono también.
¡Coño, Rhyme, mira qué asustada que estoy!
No contestes, se dijo.
Pero el instinto le dijo que debía hacerlo, y si bien los criminalistas desprecian el instinto, los patrulleros, los que andan por las calles, siempre escuchan esas voces interiores. Levantó la antena del móvil.
– ¿Si?
– Gracias a Dios… -El pánico que advirtió en la voz de Rhyme la dejó helada.
– Eh, Rhyme. ¿Qué…?
– Escucha con mucho cuidado. ¿Estás sola?
– Sí. ¿Qué pasa?
– Jodie es el Bailarín.
– ¿Qué?
– Nos despistó con Stephen Kall. Jodie lo mató. Era su cuerpo el que encontramos en Central Park. ¿Dónde está Percey?
– En su cuarto, al final del salón. ¿Pero cómo…?
– No hay tiempo. En estos momentos está preparado para matar. Si los agentes todavía están vivos, diles que se pongan en situación de defensa en uno de los cuartos. Si están muertos, busca a Percey y a Bell y salid de la casa. Dellray ya llamó a SWAT, pero pasarán veinte o treinta minutos hasta que lleguen.
– Pero hay ocho guardias. No puede haberlos matado a todos…
– Sachs -dijo Rhyme muy serio-, recuerda quién es. ¡Muévete! Llámame cuando estéis seguros.
¡Bell! Se acordó de repente de la postura inmóvil del detective, con la cabeza caída sobre el pecho.
Corrió hacia la puerta, la abrió y sacó el arma. Delante de ella se abría el negro pasillo y el salón. Oscuros. Sólo la leve claridad del amanecer se filtraba en los cuartos. Sachs escuchó. Un ruido de arrastre. Un sonido metálico. ¿De dónde venían aquellos ruidos?
Se dirigió hacia el cuarto de Bell tan rápida y silenciosamente como pudo.
La atrapó antes de llegar.
Cuando la figura salió por la puerta, Sachs se agachó y le apuntó con su Glock. El hombre gruñó y le quitó la pistola de la mano. Sin pensar, ella lo empujó y aplastó su espalda contra la pared.
Buscó a tientas la navaja.
– Para -jadeó Roland Bell-. Oye, qué…
Sachs soltó su camisa.
– ¡Eres tú!
– Me has dado un susto de muerte. ¿Qué…?
– ¡Estás bien! -dijo Sachs.
– Sólo me dormí un rato. ¿Qué pasa?
– Jodie es el Bailarín. Rhyme acaba de llamar.
– ¿Qué? ¿Cómo?
– No lo sé -Sachs miró a su alrededor y se estremeció de miedo-. ¿Dónde están los guardias?
El salón estaba vacío.
Entonces reconoció el olor que le había preocupado. ¡Era sangre! Un olor a cobre caliente. Y supo que todos los guardias estaban muertos. Alargó la mano para recoger su arma, que estaba sobre el suelo. Frunció el ceño cuando miró el extremo de la culata; donde debería haber estado el cargador había un hueco vacío. Cogió la pistola.
– ¡No!
– ¿Qué? -preguntó Bell.
– Mi cargador. Ha desaparecido -Se tocó el cinturón. También habían desaparecido los dos cargadores de repuesto.
Bell sacó sus armas, un Glock y una Browning; tampoco tenían sus cargadores. Los tambores de las armas estaban vacíos.
– ¡En el coche! -tartamudeó Sachs-. Apuesto a que lo hizo en el coche. Estaba sentado en medio de los dos. Se movía sin parar, chocaba contra nosotros.
– Vi un estuche de armas en el salón -dijo Bell-. Un par de rifles de caza.
Sachs lo recordó también.
– Allí -señaló. Casi no lo podían ver en la penumbra del amanecer. Bell miró a su alrededor y se dirigió hacia él de cuclillas, mientras Sachs corría al dormitorio de Percey y examinaba el interior. La mujer estaba dormida sobre la cama.
Volvió al pasillo, abrió la navaja y se agachó. Entrecerró los ojos. Bell regresó un instante después.
– Se los han llevado. No quedan rifles. Tampoco hay municiones para nuestras pistolas.
– Despertemos a Percey y salgamos de aquí.
Oyeron unas pisadas no muy lejanas y el sonido del seguro de un rifle semiautomático.
Sachs cogió a Bell del cuello y lo empujó al suelo.
El disparo los dejó sordos y la bala rompió la barrera del sonido directamente sobre sus cabezas. Sachs olió a pelo quemado. Jodie debía contar con un gran arsenal en aquellos momentos, todas las armas de los inspectores, pero sin embargo, utilizaba el rifle de caza.
Corrieron hacia la puerta de Percey, que se abrió justo cuando llegaban.
– ¡Dios mío! ¿Qué…? -salió gritando la aviadora.
El empujón que Bell le dio con todo su cuerpo la lanzó otra vez dentro de su cuarto. Sachs entró tras ellos cerrando la puerta de un golpe, echó el cerrojo y corrió hacia la ventana.
– Venid, venid… -les apremió.
Bell levantó del suelo a una sorprendida Percey Clay y la arrastró hacia la ventana mientras varios cartuchos de gran calibre, de los que se usaban en la caza del ciervo, atravesaban la puerta alrededor de la cerradura.
Ninguno se volvió para ver si el Bailarín había tenido éxito. Saltaron por la ventana hacia el amanecer y corrieron, corrieron, corrieron por la hierba cubierta de rocío.
Sachs se detuvo a orillas del lago. La niebla, teñida de rojo y rosa, flotaba en fantasmales jirones sobre el agua quieta y gris.
– Seguid -les gritó a Bell y a Percey-. Hacia esos árboles.
Señalaba hacia el refugio más cercano: una ancha banda de árboles al final de un campo al otro lado del lago. Estaba a más de cien metros de distancia, pero era el escondite más próximo.
Sachs volvió la vista hacia el edificio. No había señales de Jodie. Se puso de cuclillas al lado del cuerpo de uno de los inspectores. La funda de su pistola estaba vacía, naturalmente, y también faltaban los cargadores. Ya se imaginaba que Jodie se habría llevado esas armas, pero confiaba en encontrar algo en lo que el asesino no hubiera pensado.
Es un ser humano, Rhym…
Al revisar el cuerpo frío, encontró lo que estaba buscando. Levantó el extremo de los pantalones del inspector y sacó el arma suplementaria de la funda, sujeta al tobillo del policía. Era una pequeña pistola, un minúsculo revólver Colt de cinco tiros con un tambor de cinco centímetros.
Miró hacia el edificio justo cuando la cara de Jodie aparecía en la ventana. Vio entonces cómo levantó el rifle de caza y fue en ese momento cuando Sachs se dio la vuelta y disparó. El cristal se rompió a escazos centímetros de la cabeza de Jodie, que retrocedió tambaleándose.
Luego Amelia corrió alrededor del lago, detrás de Bell y Percey; iban muy rápido, haciendo eses sobre la hierba cubierta de rocío.
Se habían alejado casi cien metros de la casa antes de escuchar el primer tiro. Produjo un sonido estridente que retumbó en los árboles y levantó un poco de tierra al lado del pie de Percey.
– Abajo -gritó Sachs-. Ahí -dijo, señalando un hueco en la tierra.
Se tiraron al suelo justo cuando el Bailarín disparaba otra vez. Si Bell hubiera estado de pie, el disparo le hubiese dado directamente en el medio de los omóplatos.
Se encontraban aún a quince metros del bosquecillo más cercano, donde seguramente encontrarían protección. Pero tratar de llegar hasta allí en aquel momento equivalía a un suicidio. Jodie parecía tan buen tirador como lo había sido Stephen Kall.
Sachs levantó la cabeza por un momento. No vio nada pero escuchó una explosión. Un instante después una bala pasó por el aire a su lado. Sintió el mismo terror paralizante que en el aeropuerto. Apretó la cara contra la fresca hierba de primavera, mojada por el rocío y su sudor. Le temblaron las manos.
Bell levantó la cabeza para echar un rápido vistazo y la dejó caer de nuevo.
Otro tiro. La tierra saltó a centímetros de su cara.
– Creo que lo vi -dijo el detective, con su fuerte acento-. Está en un matorral a la derecha de la casa. Sobre esa colina.
Sachs hizo tres respiraciones rápidas; después rodó un metro y medio a la derecha, levantó la cabeza con rapidez y la escondió de nuevo.
Jodie optó por no disparar esa vez, pero Sachs pudo verlo bien. Bell tenía razón: el asesino estaba a un costado de la colina y les apuntaba con el rifle de mira telescópica desde allí; pudo ver incluso el débil destello de la mira. Jodie no les podía dar si se mantenían tumbados, sin embargo, para lograrlo lo único que tenía que hacer era subir la colina. Desde la cima podría disparar hacia el pozo donde estaban en ese momento: una perfecta zona de muerte.
Pasaron cinco minutos sin que disparase un tiro. Debería de estar escalando la colina, con mucha cautela: sabía que Sachs estaba armada y había comprobado que disparaba bien. ¿Podrían aguantar hasta que llegara el helicóptero de SWAT?
Sachs cerró con fuerza los ojos y olió la tierra y la hierba.
Pensó en Lincoln Rhyme.
Tú lo conoces mejor que nadie, Sachs…
No conoces bien a un criminal hasta que no has caminado por donde él caminó, hasta que no hayas limpiado su mal…
Pero Rhyme, pensó, éste no es Stephen Kall. Jodie no es el asesino que conozco. Las que examiné, no son las escenas de sus crímenes. No fue su mente la que vislumbré…
Buscó una parte baja del terreno que los pudiera conducir ilesos hasta los árboles, pero no encontró nada. Si se movían un metro y medio en cualquier dirección, presentarían un blanco perfecto.
Bueno, en cualquier momento presentarían ese blanco perfecto, en cuanto Jodie llegara a la cima de la colina.
Entonces se le ocurrió una cosa: que las escenas de crímenes que había examinado realmente eran del Bailarín. Puede que no hubiera sido el que disparó la bala que mató a Brit Hale o el que colocó la bomba en el avión de Ed Carney, o empuñó el cuchillo que mató a John Innelman en el sótano del edificio de oficinas.
Pero Jodie era un criminal.
Entra en su mente, Sachs, escuchó que le decía Lincoln Rhyme.
Su, mi, arma más mortífera es el engaño.
– Vosotros dos -gritó Sachs, mirando alrededor-. Ahí.
Señaló un barranco poco pronunciado.
Bell la miró. Sachs se dio cuenta de que él también quería atrapar al Bailarín desesperadamente. Pero con la mirada Amelia le dejó bien claro que el asesino era su presa, de ella solamente. Sin discusión y sin debate. Rhyme le había proporcionado aquella oportunidad y nada ni nadie en el mundo podría detenerla. Haría lo que tenía que hacer.
El detective asintió solemnemente y arrastró a Percey a una grieta poco profunda en el suelo.
Sachs examinó la pistola. Le quedaban cuatro balas.
Muchas.
Más que suficientes…
Si estoy en lo cierto.
¿Lo estoy? Se preguntó, con la cara contra la mojada y fragante hierba. Y decidió que sí, que estaba en lo cierto… Un ataque frontal no entraba dentro de los planes del Bailarín. Engaño.
Y era justo lo que iba a probar con él.
– Quedaos agachados. Pase lo que pase, quedaos agachados -Se levantó apoyándose en las manos y rodillas y miró por el borde. Se ponía a punto, se preparaba. Respiró lentamente.
– Es un disparo de cien metros, Amelia -susurró Bell-. ¿Lo podrás hacer con esa arma tan pequeña?
Sachs lo ignoró.
– Amelia -dijo Percey. La aviadora clavó los ojos en los suyos y durante un momento las mujeres compartieron una sonrisa.
– Bajad las cabezas -ordenó Sachs y Percey obedeció, acurrucándose en la hierba.
Amelia Sachs se puso de pie.
No se agachó, no se puso de costado para presentar un blanco más estrecho. Se limitó a adoptar la postura que le era tan familiar, con las dos manos en la pistola, haciendo puntería. Frente a ella estaban la casa, el lago, la figura agachada que subía por la colina y que dirigía hacia ella la mira telescópica.
En su mano, la pequeña pistola pesaba lo que un vaso de whisky.
Apuntó al reflejo de la mira telescópica, a tanta distancia como la extensión de una cancha de fútbol.
El sudor y la niebla bañaban su cara.
Respira, respira.
Tomate tu tiempo.
Espera…
Un escalofrío le recorrió la espalda, los brazos y manos. Se empeñó en alejar el pánico.
Respira…
Escucha, escucha.
Respira…
¡Ahora!
Giró en redondo y cayó de rodillas cuando el rifle, que asomaba sobre el monte de árboles que tenía atrás, a una distancia de quince metros, disparó. La bala atravesó el aire justo sobre la cabeza de Sachs.
La chica se encontró mirando la cara asombrada de Jodie, con el rifle de caza todavía contra su mejilla. El asesino se dio cuenta de que después de todo, no la había engañado. Ella había descubierto su táctica: la manera en que había disparado algunos tiros desde el lago, cómo arrastró luego a uno de los guardias colina arriba y lo apuntaló allí con uno de los rifles de caza para mantenerlos inmóviles, mientras él corría alrededor del lago para sorprenderlos por atrás.
Engaño…
Durante un momento ninguno de los dos se movió.
El aire estaba completamente inmóvil. No flotaban jirones de niebla, no había árboles o hierbas que se doblaran por el viento.
Sachs esbozó una sonrisa mientras levantaba la pistola con ambas manos.
Desesperado, el Bailarín hizo que el rifle para ciervos escupiera el casquillo y colocó otro cartucho. Cuando levantaba el arma de nuevo hasta su mejilla, Sachs disparó. Dos tiros.
Ambos dieron en el objetivo. Sachs lo vio volar hacia atrás; el rifle saltó por el aire como el bastón de una majorette.
– ¡Quédate con ella, Detective! -le gritó Sachs a Bell y corrió hacia Jodie.
Lo encontró en la hierba, tumbado de espaldas.
Una de las balas había destrozado su hombro izquierdo. La otra había dado de lleno en la mira telescópica incrustando metal y cristales en el ojo derecho del hombre. Su rostro era una masa sanguinolenta.
Sachs levantó su pequeña pistola, hizo mucha presión sobre el gatillo y apretó el cañón contra su cabeza.
Lo registró. Encontró una sola Glock y un cuchillo de carburo en el bolsillo. No tenía más armas.
– Está limpio -gritó.
Cuando se puso de pie y sacó las esposas del estuche, el Bailarín tosió y escupió. Se limpió la sangre de su ojo sano; luego levantó la cabeza y miró hacia el campo hasta que localizó a Percey Clay que se incorporaba lentamente y miraba a su atacante.
Jodie pareció estremecerse cuando la vio. Tosió de nuevo y emitió un profundo gemido. Sorprendió a Sachs cuando le empujó la pierna con el brazo sano. Estaba malherido, quizá mortalmente, y tenía poca fuerza. Resultó un gesto curioso, como si apartara del camino un pequinés irritante.
Sachs retrocedió y mantuvo el arma apuntándole directamente al pecho.
Pero Amelia Sachs ya no era del menor interés para el Bailarín de la Muerte. Tampoco le preocupaban sus heridas ni el terrible dolor que le producían. En su mente cabía sólo una cosa. Con un esfuerzo sobrehumano rodó poniéndose boca abajo; gimiendo y arañando la tierra, comenzó a arrastrarse hacia Percey Clay, hacia la mujer que tenía que matar porque le habían contratado para ello.
Bell se unió a Sachs, que le pasó la Glock y juntos apuntaron al Bailarín. Podrían haberlo detenido, incluso matado, fácilmente. Pero se quedaron paralizados, observando a ese hombre patético, concentrado con tanta desesperación en su tarea que no parecía darse cuenta de que su cara y su hombro estaban destruidos.
Se movió todavía unos centímetros más e hizo una pausa para coger una afilada roca del tamaño de un pomelo. Y siguió acercándose a su presa. No dijo una palabra, empapado de sangre y sudor, su cara una máscara de agonía. Hasta Percey, que poseía todas las razones para odiar a aquel hombre, para arrebatarle la pistola a Sachs de la mano y terminar allí con la vida del asesino, hasta Percey parecía hipnotizada al observar su esfuerzo inútil por terminar lo que había empezado.
– Ya es suficiente -dijo Sachs al fin. Se inclinó y le quitó la piedra.
– No -jadeó Jodie-. No…
Sachs le puso las esposas.
El Bailarín de la Muerte emitió un aullido terrorífico, que podía deberse al dolor de sus heridas pero que parecía más bien producto de una pérdida y de un fracaso insoportables, y dejo caer la cabeza sobre el suelo.
Se quedó quieto. El trío permaneció de pie a su lado, observando como la sangre empapaba la hierba y las inocentes flores silvestres. Enseguida el vibrante canto de los somorgujos quedó ahogado por el chop, chop, chop de un helicóptero que sobrevolaba los árboles. Sachs se fijó en que Percey Clay desviaba inmediatamente la atención del hombre que le había causado tanta pena; la aviadora observó embelesada cómo la voluminosa aeronave descendía por el cielo brumoso y aterrizaba ágilmente en la hierba.
– No es legal, Lincoln. No puedo permitirlo -insistía Lon Sellitto.
Pero Lincoln Rhyme también era muy tozudo:
– Dejadme estar media hora con él.
– No les gusta la idea -el detective dejó más claro lo que quería decir al añadir-: Pusieron el grito en el cielo cuando lo sugerí. Eres un civil.
Eran casi las diez de la mañana del lunes. Se había pospuesto la comparencia de Percey ante el gran jurado hasta el día siguiente. Los submarinistas de la Marina habían encontrado las bolsas de lona que Phillip Hansen había arrojado a las profundidades del estrecho de Long Island. Las llevaban a toda velocidad al edificio del FBI del centro de la ciudad para que un equipo PERT las analizara. Eliopolos había retrasado la reunión del gran jurado para poder presentar tantas pruebas incriminatorias contra Hansen como fuera posible.
– ¿Qué les preocupa? -preguntó Rhyme con petulancia-. No hay riesgo alguno de que yo pueda darle una paliza.
Pensó en reducir su exigencia a veinte minutos, pero eso sería interpretado como una señal de debilidad. Y Lincoln Rhyme no creía en las demostraciones de debilidad. De manera que dijo:
– Yo lo atrapé. Merezco la oportunidad de hablar con él -y se quedó en silencio.
Recordó que Blaine, su ex esposa, le había dicho, en un raro arranque de intuición, que sus ojos, oscuros como la noche, podían ser más convincentes que sus palabras. De manera que miró fijamente a Sellitto hasta que el detective suspiró, y luego dirigió la vista a Dellray.
– Bien, déjalo un ratito -accedió el agente-. No le hará daño a nadie. Traed a ese tipo aquí. Y si trata de escapar, coño, me dará una buena excusa para practicar el tiro al blanco.
– Muy bien -dijo Sellitto-. Haré la llamada. Pero te lo advierto, no cagues este caso.
El criminalista apenas si oyó sus palabras. Miró hacia la puerta, como si el Bailarín de la Muerte estuviera a punto de materializarse como por encanto.
No se hubiera sorprendido en absoluto si así hubiera sucedido.
– ¿Cuál es tu nombre verdadero? ¿Joe o Jodie?
– ¿Qué importa? Me atrapaste. Puedes llamarme como quieras.
– ¿Cómo quieres que te llame? -preguntó Rhyme.
– ¿Qué te parece el nombre que me has puesto tú? El Bailarín. Me gusta.
El hombrecillo, examinó a Rhyme cuidadosamente con su ojo sano. Si sentía dolor a causa de sus heridas, o estaba atontado por la medicación, no lo demostró. Llevaba su brazo izquierdo en cabestrillo, pero seguía con las gruesas esposas sujetas a unos grilletes en la cintura. También tenía cadenas en los pies.
– Como quieras -dijo Rhyme, conciliador. Mientras, estudiaba al hombre como si fuera la espora de un polen poco común encontrado en una escena de crimen.
El Bailarín sonrió. Debido a los nervios faciales destrozados y a los vendajes, su expresión resultaba grotesca. De vez en cuando, su cuerpo sufría espasmos y sus dedos se contraían, el hombro roto subía y bajaba involuntariamente. Rhyme experimentó una sensación curiosa: él era el sano y el preso el inválido.
En el reino de los ciegos, el tuerto es rey.
El Bailarín sonrió.
– Te mueres de ganas por saberlo, ¿verdad?
– ¿Por saber qué?
– Por saberlo todo… Por eso has hecho que me traigan aquí. Tuviste suerte, cuando me atrapaste, quiero decir, pero no tienes ni idea de mi forma de actuar.
Lincoln chasqueó la lengua.
– Yo sé exactamente cómo lo hiciste.
– ¿Lo sabes?
– Sólo pedí que te trajeran para hablar contigo -replicó Rhyme-. Eso es todo. Para conversar con el hombre que por poco es más listo que yo.
– Casi… -El Bailarín rió. Otra sonrisa torcida. Era espeluznante-. Bien. Entonces, cuéntame.
Rhyme sorbió por la pajilla. Era zumo de frutas. Había sorprendido a Thom cuando le pidió que tirara el whisky y lo reemplazara por Hawaiian Punch.
– Muy bien -cedió-. Te contrataron para matar a Ed Carney, Brit Hale y Percey Clay. Te pagaron mucho, supongo. Una cantidad de seis cifras.
– Siete -dijo el Bailarín con orgullo.
Rhyme enarcó una ceja.
– Una carrera muy lucrativa.
– Si eres bueno.
– Depositaste el dinero en las Bahamas. Habías localizado a Stephen Kall en algún lugar, no sé exactamente dónde. Probablemente una red de mercenarios…
El Bailarín asintió.
– … y lo subcontrataste, anónimamente, quizá por e-mail, quizá por fax, usando referencias en las que él confiaría. Por supuesto, nunca os encontrasteis cara a cara. Y supongo que lo pusiste a prueba.
– Naturalmente. En un trabajo en las afueras de Washington, D.C. Me contrataron para matar a un asistente del Congreso que birlaba secretos de los archivos del Comité de las Fuerzas Armadas. Se trataba de una tarea fácil, de manera que subcontraté a Stephen, lo que me dio una buena oportunidad para controlarlo. Lo observé en cada paso que dio. Yo mismo examiné el orificio de entrada de la bala en el cadáver. Muy profesional. Creo que me vio cuando lo observaba y me quiso matar para eliminar a un testigo. Me pareció bien que lo hiciera.
– Le dejaste su dinero en efectivo -le interrumpió Rhyme-, junto a una llave para entrar al hangar de Phillip Hansen, donde esperó hasta colocar la bomba en el avión de Ed Carney. Sabías que era bueno en su trabajo pero no estabas seguro de si era lo suficientemente eficiente como para matar a los tres. Probablemente pensaste que a lo sumo mataría a uno de ellos, pero que nos distraería lo suficiente como para que tú llegaras hasta los otros dos.
El Bailarín asintió, impresionado a su pesar.
– Me sorprendió que matara a Brit Hale. Oh, sí. Y me sorprendió todavía más que pudiera huir después y poner la segunda bomba en el avión de Percey Clay.
– Tú pensabas que tendrías que matar al menos a una de las víctimas, y por lo tanto la semana pasada te transformaste en Jodie y empezaste a pregonar tus drogas por todas partes, de manera que la gente de la calle supiera quién eras. Secuestraste al agente del FBI y así supiste a qué casa de seguridad llevarían a los testigos. Esperaste en el lugar más lógico para que Stephen atacara y le permitiste que te secuestrara. Dejaste bastantes pistas que apuntaban a tu escondite en el metro para que pudiéramos encontrarte allí… y decidiéramos usarte para llegar a Kall. Todos confiamos en ti. Claro que lo lograste: Stephen no tenía ni idea de que tú eras el que le habías contratado. Todo lo que sabía era que le habías traicionado y que quería matarte. La coartada perfecta para ti. Pero muy arriesgada.
– Pero, ¿que es la vida sin riesgo? -preguntó el Bailarín, guasón-. El riesgo hace que todo merezca la pena vivirse, ¿no lo crees? Además, cuando estuvimos juntos elaboré unas pocas… digamos, contramedidas, de manera que vacilara antes de dispararme. La homosexualidad latente siempre es una ayuda.
– Pero -añadió Rhyme, enfadado porque Jodie había interrumpido su relato-, cuando Kall estaba en el parque, tú saliste del callejón donde te escondías y lo mataste… Eliminaste sus manos, dientes y ropa, y sus armas, tirándolas por una alcantarilla. Y cuando te invitamos a Long Island… fuiste como el zorro en el gallinero. Este es el esquema de lo que ha pasado -concluyó Rhyme-, los huesos pelados. Pero creo que da una idea aproximada de lo que sucedió.
El Bailarín cerró el ojo sano un momento, luego volvió a abrirlo. Rojo y húmedo, miró fijamente a Rhyme. El hombre inclinó ligeramente la cabeza, en un gesto de aceptación o quizá admiración.
– ¿Qué fue? -preguntó por fin-. ¿Qué te puso sobre la pista?
– Arena -contestó Rhyme-. De las Bahamas.
El Bailarín asintió e hizo una mueca de dolor.
– Di la vuelta a los bolsillos. Pasé la aspiradora.
– Estaba en los dobleces de las costuras. Las drogas también me dieron una pista, y la comida para bebés.
– Sí. Claro. -Después de un momento el Bailarín añadió-: Tenía razón al tenerte miedo. Me refiero a Stephen.
Su único ojo todavía examinaba a Rhyme como un médico que busca un tumor.
– Pobre chico -añadió-. Qué criatura tan triste. ¿Quién crees que lo sodomizó? ¿El padrastro o los compañeros de reformatorio? ¿O todos ellos?
– No lo puedo saber -dijo Rhyme. El halcón macho aterrizó en el alféizar y plegó las alas.
– Stephen se asustó -musitó el Bailarín-. Y cuando te asustas, se acabó todo. Pensó que el gusano lo buscaba. Lincoln el Gusano. Se lo oí murmurar varias veces. Te tenía miedo.
– Pero tú no.
– No -dijo el Bailarín-. Yo no me asusto.
De repente movió la cabeza, como si por fin se hubiera dado cuenta de algo que lo estaba molestando.
– Ah, veo que escuchas con atención, ¿no es cierto? ¿Tratas de identificar mi acento? -Así era-. Mira, cambia mucho. Montañas… Conneticut… Llanuras y pantanos del Sur… Mizzura. Kayntuckeh. ¿Por qué me interrogas? Tú trabajas en el equipo de Escena del Crimen. Ya me habéis atrapado. Es hora de despedirnos. Fin del relato. Oye, me gusta el ajedrez. Amo el ajedrez. ¿Has jugado alguna vez, Lincoln?
A Rhyme le solía gustar. Había jugado bastante con Claire Trilling. Thom le había insistido muchas veces para que jugara en el ordenador, y le había comprado un buen programa. Se lo instaló, pero Rhyme nunca lo había cargado.
– Hace mucho que no juego.
– Tú y yo tenemos que jugar juntos alguna vez. Debes ser un buen oponente… ¿Quieres saber qué error cometen algunos jugadores?
– ¿Cuál? -Rhyme sintió la mirada ardiente del hombre. De repente se puso nervioso.
– Sienten curiosidad por sus oponentes. Tratan de saber cosas de su vida personal. Cosas que no son útiles. De dónde son, dónde nacieron, quiénes son sus hermanos.
– ¿Suele suceder?
– Puede satisfacer una inquietud. Pero los confunde. Puede ser peligroso. Mira, el juego está sólo en el tablero, Lincoln. Sólo en el tablero. -Esbozó una sonrisa torcida-. No puedes aceptar que no sabes nada sobre mí, ¿verdad?
No, pensó Rhyme. No puedo.
– Bueno, ¿qué quieres saber exactamente? -continuó el Bailarín-. ¿Una dirección? ¿El anuario del instituto? ¿Algún enigma tipo «Rosebud»? ¿Qué te parece? Me sorprendes, Lincoln. Eres un criminalista, el mejor que conozco. Y ahora estás aquí, embarcado en una especie de patético viaje sentimental. Bueno, ¿quién soy? El jinete sin cabeza. Belcebú. Soy la reina Mab. Soy «ellos» en la frase «Cuídate de ellos; te persiguen». No soy tu proverbial peor pesadilla, porque las pesadillas no son reales y yo soy más real de lo que muchos quisieran admitir. Soy un artesano. Soy un empresario. No vas a conseguir mi nombre, ni mi rango, ni mi número de serie. No actúo de acuerdo a la convención de Ginebra.
Rhyme no pudo decir nada.
Llamaron a la puerta.
El transporte había llegado.
– ¿Podéis quitarme los grilletes de los tobillos? -preguntó el Bailarín a los dos oficiales, con voz patética, y con su ojo sano parpadeante y lacrimoso-. Oh, por favor. Me hacen tanto daño. Y es tan difícil caminar.
Uno de los guardias lo miró con compasión, y luego dirigió la vista hacia Rhyme, quien dijo con frialdad:
– Si se lo quitáis, aunque sólo sea uno, os echarán a la calle y no volveréis a trabajar más en el FBI.
El agente se quedó mirando al criminalista un instante e hizo una señal con la cabeza a su compañero. El Bailarín rió.
– No es un problema -dijo, con la vista fija en Rhyme- sólo ún factor.
Los guardias lo cogieron del brazo sano y lo pusieron de pie. Parecía un gnomo entre los dos corpulentos hombres que lo llevaban hacia la puerta. Miró hacia atrás.
– ¿Lincoln?
– ¿Sí?
– Me vas a echar de menos. Sin mí, te aburrirás.
Su único ojo se clavó en los de Rhyme.
– Sin mí, morirás.
Una hora después, unas fuertes pisadas anunciaron la llegada de Lon Sellitto. Llegaba acompañado de Sachs y Dellray.
Rhyme supo enseguida que había problemas. Por un momento pensó que el Bailarín se había escapado.
Pero el problema no era ése.
Sellitto echó una mirada a Dellray. En el rostro delgado del agente se contrajo en una mueca.
– Bien, decidme -exclamó Rhyme.
– Las bolsas de lona -empezó Sachs-. El PERT las analizó.
– Adivina qué había dentro -dijo Sellitto.
Rhyme suspiró, exhausto, sin ganas de jugar.
– Detonadores, plutonio y el cuerpo de JimmyHoffa.
– Un fajo de Páginas Amarillas del condado Westchester y dos kilos de piedras -respondió Sachs.
– ¿Qué?
– No hay nada, Lincoln. Nada.
– ¿Estáis seguros de que se trata de guías de teléfono y no de informes comerciales codificados?
– La oficina de codificación las ha examinado con mucho cuidado -agregó Dellray-. Son las jodidas Páginas Amarillas comunes y corrientes. Y las piedras no significan nada. Las pusieron para que las bolsas se hundieran.
– Van a soltar a ese cabrón de Hansen -murmuró Sellitto, deprimido-. En este momento están rellenando los papeles. Ni siquiera tendrá que presentarse ante el gran jurado. Toda esa gente murió por nada.
– Dile lo que falta -añadió Sachs.
– Eliopolos está de camino hacia aquí -dijo Sellitto-. Tiene ese papel.
– ¿Una orden? -preguntó Rhyme con brusquedad-. ¿Para qué?
– Oh. Tal como te anunció, te va a arrestar.
Reginald Eliopolos apareció en el umbral, escoltado por dos enormes agentes. Rhyme había creído que el fiscal era un hombre de edad mediana, pero a la luz del día parecía estar cercano a los treinta años. También los agentes eran jóvenes y vestían igual de bien que él, aunque le recordaban a unos estibadores cabreados.
¿Para qué los necesitaba exactamente? ¿Para reducir a un hombre que no se podía mover?
– Bueno, Lincoln, me parece que no me hiciste mucho caso cuando dije que habría repercusiones. Je, je. No me creíste.
– ¿De qué cono te estás quejando, Reggie? -preguntó Sellitto-. Lo atrapamos.
– Je, je… je, je. Te diré de qué… -levantó las manos e hizo comillas imaginarias en el aire- me estoy quejando. El caso contra Hansen está kaput. No hay pruebas en las bolsas de lona.
– No es culpa nuestra -dijo Sachs-. Mantuvimos a su testigo con vida. Y atrapamos al asesino contratado por Hansen.
– Ah -dijo Rhyme-. Pero hay algo más, ¿verdad, Reggie?
El fiscal lo observó fríamente.
– Mira -siguió Rhyme-, Jodie, me refiero al Bailarín, es la única oportunidad que tenéis ahora para montar un caso contra Hansen. O al menos es lo que pensáis. Pero el Bailarín nunca delatará a un cliente.
– Oh, ¿estás seguro? Bueno, no creo que lo conozcas tan bien como piensas. Acabo de mantener una larga conversación con él. Está más que dispuesto a acusar a Hansen. Pero ahora se niega a hablar. Gracias a ti.
– ¿A mí? -preguntó Rhyme.
– Dijo que tú le amenazaste durante esa pequeña reunión no autorizada que mantuviste con él hace unas horas. Je, je. Van a rodar unas cuantas cabezas por ello. Te lo aseguro.
– Oh, por Dios -exclamó Rhyme, y rió con amargura-. ¿No ves lo que está haciendo? Déjame adivinar… le dijiste que me arrestarías, ¿verdad? Y estuvo de acuerdo en testificar si lo hacías.
Un segundo de vacilación en Eliopolos indicó a Rhyme que eso era exactamente lo que había sucedido.
– ¿No lo entiendes?
Pero Eliopolos no entendía nada.
– ¿No te das cuenta de que le gustaría que yo estuviera detenido en un lugar a diez o quince metros de donde está él? -dijo Rhyme.
– Rhyme -empezó Sachs y frunció el ceño con preocupación.
– ¿De qué estás hablando? -preguntó el fiscal.
– Quiere matarme, Reggie. Esa es la razón. Soy el único hombre que ha conseguido detenerlo. No puede continuar su trabajo sabiendo que estoy aquí.
– Pero no puede ir a ningún lado. Nunca podrá.
Je, je.
– Cuando yo haya muerto, se retractará -Rhyme fue terminante-. Nunca testificará contra Hansen. ¿Y con qué vas a presionarlo? ¿Lo amenazarás con la pena de muerte? No le importa. Nada lo asusta. Nada en absoluto.
¿Qué era lo que lo molestaba?, se preguntó Rhyme. Algo parecía andar mal. Muy mal.
Decidió que eran las guías de teléfono…
Guías de teléfono y piedras.
Rhyme se sumió en sus pensamientos mientras miraba los diagramas de pruebas pegados a la pared. Escuchó un sonido y levantó la vista. Uno de los agentes que acompañaba a Eliopolos sacó las esposas y se acercó a la Clinitron. Rhyme rió para sí. Mejor sería que le pusieran grilletes en los pies. Podía salir corriendo.
– Vamos, Reggie -dijo Sellitto.
La fibra verde, las guías de teléfono y las rocas.
Recordó algo que el Bailarín le había dicho, cuando estaba sentado en la misma silla al lado de la cual Eliopolos estaba en ese momento.
Un millón de dólares…
Rhyme percibió vagamente que el agente trataba de decidir cuál era la mejor manera de reducir a un inválido. También notó que Sachs se adelantaba, pensando sin duda cuál sería la mejor manera de reducir al agente.
– Esperad -ladró de repente con una voz tan potente que dejó paralizados a todos los que estaban en el cuarto.
La fibra verde…
La miró en el diagrama.
Todos se pusieron a hablar a la vez; el agente todavía observaba las manos de Rhyme y blandía las sonoras esposas, pero Rhyme los ignoró a todos.
– Dame media hora -le dijo a Eliopolos.
– ¿Por qué debería hacerlo?
– Vamos, ¿qué tiene de malo? ¿Piensas acaso que puedo escaparme? -Y antes que el fiscal dijera nada, gritó-: ¡Thom! Thom, necesito hacer una llamada. ¿Vienes o no? No sé dónde se mete algunas veces. Lon, ¿harás una llamada por mí?
Percey Clay acababa de regresar del entierro de su marido cuando Lon Sellitto la encontró. Vestida de luto, se había sentado en la silla de mimbre que estaba al lado de la cama de Lincoln Rhyme. De pie, a su lado, se hallaba Roland Bell, con un traje marrón, que le caía mal por culpa de las dos pistolas que llevaba. Se atusó el ralo pelo castaño sobre la coronilla.
Eliopolos se había ido, aunque sus dos gorilas estaban afuera, custodiando la entrada. Aparentemente creían que si tenía la menor oportunidad, Thom sacaría a Rhyme por la puerta y éste escaparía en la Storm Arrow, cuya velocidad máxima era de doce kilómetros por hora.
A Percey el vestido le molestaba en el cuello y la cintura, y Rhyme apostó que era el único que tenía. Cuando la mujer se arrellanó, hizo amago de cruzar las piernas, pero enseguida se dio cuenta de que una falda no era la prenda más adecuada para esa postura, así que se sentó muy formal con las piernas juntas.
Lo miró con curiosidad, impaciente y Rhyme supo que ni Sellitto ni Sachs, que la habían ido a buscar, le habían dado la noticia.
Cobardes, pensó con malhumorado.
– Percey… No van a presentar el caso contra Hansen en el gran jurado.
Por un instante apareció un gesto de alivio en su rostro, hasta que entendió el significado de esas palabras.
– ¡No! -exclamó.
– ¿Te acuerdas del vuelo que hizo Hansen para deshacerse de las bolsas de lona? Las bolsas estaban vacías. No había nada en ellas.
– ¿Lo dejarán escapar? -su rostro palideció.
– No pueden encontrar ninguna conexión entre el Bailarín y Hansen. Hasta que lo hagamos nosotros, está libre.
Percey se tapó la cara con las manos.
– ¿Todo ha sido inútil, entonces? ¿Ed… y Brit? Murieron para nada.
– ¿Qué pasa ahora con tu compañía? -le preguntó Rhyme.
Percey no esperaba esa pregunta. No estaba segura de haberlo oído bien.
– ¿Disculpa?
– Tu compañía ¿Qué le pasará ahora a Hudson Air?
– Probablemente la vendamos. Recibimos una oferta de otra empresa. Pueden afrontar la deuda. Nosotros no. O quizá nos limitemos a liquidarla.
Era la primera vez que Rhyme percibía resignación en su voz; era una gitana derrotada.
– ¿Qué otra empresa?
– Francamente no me acuerdo. Ron está hablando con ellos.
– Te refieres a Ron Talbot, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Conoce la situación financiera de la compañía?
– Claro que sí. Tanto como los abogados y los contables. Mejor que yo.
– ¿Te importaría llamarle y pedirle que venga tan pronto como le sea posible?
– Claro. Estaba en el cementerio. Probablemente ya haya llegado a su casa. Lo llamaré.
– ¿Sachs? -dijo Rhyme volviéndose hacia la chica-, tenemos otra escena de crimen. Necesito que la examines. Tan rápido como puedas.
Rhyme observó al hombretón que entró por la puerta. Llevaba un traje azul oscuro lustroso por el uso, que tenía el color y el corte de un uniforme. Rhyme supuso que sería lo que se ponía cuando volaba.
Percey los presentó.
– De manera que por fin atraparon a ese hijo de puta -gruñó Talbot-. ¿Creéis que lo condenarán a muerte?
– Yo junto la basura -dijo Rhyme complacido; le gustaba tener la oportunidad de soltar frases grandilocuentes-. Lo que el fiscal de distrito hace con ella es cosa de él. ¿Le ha dicho Percey que tenemos problemas con las pruebas que implican a Hansen?
– Sí, algo me ha dicho. ¿Las pruebas que estaban en las bolsas eran falsas? ¿Por qué lo haría?
– Creo que puedo responderle, pero necesito más información. Percey me dijo que conoce muy bien la Compañía. ¿Es uno de los socios, verdad?
Talbot asintió, sacó una cajetilla de tabaco, vio que nadie fumaba y se la volvió a colocar en el bolsillo. Su traje estaba más arrugado que el de Sellitto y parecía que había pasado mucho tiempo desde que podía abrocharse la chaqueta alrededor de su voluminoso vientre.
– Repasemos esta hipótesis -dijo Rhyme-: ¿Qué pasaría si Hansen no hubiera querido matar a Ed y a Percey porque eran testigos?
– Pero entonces, ¿por qué lo haría? -balbuceó Percey.
– ¿Quiere decir que tenía otro motivo? -preguntó Talbot-. ¿Cómo cuál?
Rhyme no respondió directamente:
– Percey me contó que la Compañía no va bien desde hace un tiempo.
Talbot se encogió de hombros.
– Han sido dos años difíciles. La desregulación, el aumento de los pequeños transportistas. Luchamos contra UPS y FedEx. También contra el Servicio Postal. Los márgenes han disminuido.
– Pero todavía tienen unos buenos… ¿cómo se llama eso, Fred? Tú investigaste algunos delitos fiscales, ¿verdad? El dinero que entra, ¿cómo se llama?
– Ingresos, Lincoln -Dellray soltó una carcajada.
– Tenían buenos ingresos.
– Oh, el flujo de dinero nunca ha sido un problema -asintió Talbot-. Lo que pasa es que sale más de lo que entra.
– ¿Qué le parece la teoría de que el Bailarín fue contratado para matar a Percey y a Ed para que el asesino pudiera comprar la Compañía con descuento?
– ¿Qué Compañía? ¿La nuestra? -preguntó Percey, frunciendo el ceño.
– ¿Por qué haría Hansen algo así? -preguntó Talbot, con un hilo de voz.
– ¿Por qué no se limitó a venir a vernos a nosotros con un cuantioso cheque? -añadió Percey-. Nunca nos llamó siquiera.
– Yo no me refería a Hansen -señaló Rhyme-. La pregunta que hice antes era ¿qué pasa si no fuera Hansen el que quería matar a Ed y a Percey? ¿Y si era otra persona?
– ¿Quién? -preguntó Percey.
– No estoy seguro. Se trata de… bueno, esa fibra verde.
– ¿Fibra verde? -Talbot siguió la mirada de Rhyme hacia el diagrama de pruebas.
– Todos parecen haberla olvidado. Excepto yo.
– Este hombre nunca se olvida de nada. ¿Verdad, Lincoln?
– No demasiado a menudo, Fred. No demasiado a menudo. Esa fibra. Sachs, mi compañera…
– Te recuerdo -dijo Talbot y la saludó con la cabeza.
– La encontró en el hangar que alquiló Hansen. Estaba entre unos vestigios de materiales, cerca de la ventana donde Stephen Kall esperó antes de colocar la bomba en el avión de Ed Carney. Sachs también encontró trozos de bronce, unas fibras blancas y pegamento de sobres, lo que nos indica que alguien dejó una llave del hangar en un sobre para Kall. Pero entonces me puse a pensar: ¿por qué necesitaría Kall una llave para entrar a un hangar que estaba vacío? Era un profesional. Podría haber entrado hasta dormido. La única razón que explica la presencia de la llave era hacernos creer que Hansen la había dejado. Para implicarlo.
– Pero, ¿y el asalto? -dijo Talbot-. ¿Cuándo mató a esos soldados y robó los fusiles? Todos saben que es un asesino.
– Oh, probablemente lo sea -convino Rhyme-. Pero no pilotó su avión sobre Long Island y jugó a bombardear la zona con esas guías de teléfono. Otra persona lo hizo.
Percey se movió, nerviosa.
– Alguien que nunca pensó que encontraríamos las bolsas de lona -continuó Rhyme.
– ¿Quién? -preguntó Talbot.
– ¿Sachs?
La chica sacó tres grandes sobres de pruebas de una bolsa de lona y los puso sobre la mesa.
Dentro de dos de ellos había libros de contabilidad. El tercero contenía un fajo de sobres blancos.
– Provienen de su oficina, Talbot.
El hombre rió débilmente:
– No creo que pueda coger eso así como así, sin una orden.
– Yo les di permiso -Percey Clay frunció el ceño-. Todavía soy la presidenta de la compañía, Ron. ¿Adonde quieres ir a parar, Lincoln?
Rhyme lamentó no haber compartido antes sus sospechas con Percey; le iba a provocar una conmoción tremenda. Pero no se podía arriesgar a que le descubriera su juego a Talbot. Hasta aquel momento había cubierto muy bien sus huellas.
Rhyme miró a Mel Cooper, quien continuó:
– La fibra verde que encontramos junto a las partículas de la llave proviene de un folio de un libro mayor. Las blancas son de un sobre. No hay duda de que concuerdan.
– Todo salió de su oficina -dijo Rhyme-, Talbot.
– ¿Qué quieres decir, Lincoln? -balbuceó Percey.
– Todas las personas del aeropuerto sabían que Hansen estaba bajo sospecha -le dijo Rhyme a Talbot-. Usted pensó en que podría usar ese hecho a su favor, de manera que esperó hasta una noche en que Percey, Ed y Brit Hale se quedaron trabajando hasta tarde. Robó el avión de Hansen para el vuelo y arrojó al agua las bolsas de lona. Contrató al Bailarín. Supongo que habría oído hablar de él en sus viajes a África o el Lejano Oriente. Hice algunas llamadas. Usted trabajó para la fuerza aérea de Botswana y para el gobierno birmano en el asesoramiento para la compra de aviones militares usados. El Bailarín me dijo que le pagó un millón por la tarea -Rhyme sacudió la cabeza-. Eso tendría que haberme alertado. Hansen podría haber eliminado a los tres testigos por doscientos mil dólares. Los asesinatos profesionales constituyen un mercado a la baja hoy en día. El millón ofrecido me hizo caer en la cuenta de que el hombre que ordenó las muertes era un aficionado. Y que tenía mucho dinero a su disposición.
Un grito salió de la garganta de Percey Clay, que saltó hacia Talbot. El hombre se puso de pie y se arrimó a la pared.
– ¿Cómo pudiste? -gritó Percey-. ¿Por qué?
– Mis muchachos de la oficina de delitos financieros están examinando sus libros ahora -dijo Dellray-. Creemos que vamos a encontrar montones y montones de dinero que no están donde deberían.
– Hudson Air tiene mucho más éxito de lo que pensabas, Percey -continuó Rhyme-. Sólo que la mayor parte del dinero iba a los bolsillos de Talbot. Sabía que algún día lo cogerían y necesitaba quitaros de en medio a Ed y a ti para comprar la compañía.
– Aprovechando la opción de compra de acciones -dijo Percey-. Como socio tenía el derecho de comprar nuestra parte con un descuento si moríamos.
– Eso son gilipolleces. Ese tipo también me disparó, recuérdalo.
– Pero usted no contrató a Kall -le recordó Rhyme-. Usted contrató a Jodie, el Bailarín de la Muerte, y éste subcontrató a Kall para el trabajo, que, a su vez, no lo conocía.
– ¿Cómo pudiste? -repitió Percey con voz hueca-. ¿Por qué? ¿Por qué?
– ¡Porque te amaba! -le espetó Talbot furioso.
– ¿Qué? -balbuceó Percey.
– Te reiste cuando te dije que quería casarme contigo -gimió Talbot.
– Ron, no. Yo…
– Y volviste con él -rió con sorna-. Con Ed Carney, el guapo piloto de combate. El mejor de los mejores. Te trataba como una mierda y todavía lo querías. Luego… -su cara estaba roja de furia-. Luego perdí la última cosa que me quedaba, no pude volar más. Tenía que quedarme en tierra. Os veía a vosotros dos volando cientos de horas cada mes mientras que todo lo que yo podía hacer era quedarme sentado en un escritorio para rellenar papeles. Vosotros os teníais el uno al otro, podíais volar… No tienes ni idea de lo que significa perder todo lo que amas. ¡No tienes ni idea!
Sachs y Sellitto vieron que Talbot estaba tenso. Supieron que intentaría hacer algo, pero no habían contado con su fuerza. Mientras Sachs se adelantaba y sacaba el arma de su funda, Talbot levantó a Percey del suelo y la tiró contra la mesa donde estaban las pruebas. Desparramó los microscopios y el equipo. Golpeó a Mel Cooper contra la pared y le quitó el Glock a Sachs. Apuntó el arma contra Bell, Sellitto y Dellray.
– Muy bien, tirad vuestras pistolas al suelo. Hacedlo ahora. ¡Ahora!
– Vamos, tío -dijo Dellray, poniendo los ojos en blanco-. ¿Qué vas a hacer? ¿Salir por la ventana? No puedes ir a ninguna parte.
– No lo diré dos veces -Talbot apuntó el arma hacia el rostro de Dellray.
Sus ojos tenían una mirada desesperada. A Rhyme le pareció un oso acorralado. El agente y los policías tiraron sus armas al suelo. Bell dejó caer sus dos pistolas.
– ¿Adonde da esa puerta? -Talbot señaló la pared con la cabeza. Había visto fuera a los guardias de Eliopolos y sabía que no podía escapar por allí.
– Es un armario -dijo rápidamente Rhyme.
Talbot lo abrió y miró el minúsculo ascensor.
– Que te jodan -susurró y apuntó a Rhyme con el arma.
– No -gritó Sachs.
Talbot volvió la pistola contra ella.
– Ron -exclamó Percey-, piensa en lo que haces. Por favor…
Sachs, avergonzada pero ilesa, estaba de pie y miraba las pistolas que había en el suelo a tres metros.
No, Sachs, pensó Rhyme. ¡No lo hagas!
Había sobrevivido al asesino profesional más diestro del país y en aquel momento estaba a punto de dispararle a un aficionado presa de pánico.
Los ojos de Talbot se movían de un lado a otro, de Dellray y Sellitto al ascensor, tratando de descifrar como funcionaban los botones.
No, Sachs, no lo hagas.
Rhyme trataba de atraer la atención de la chica, pero ella estaba concentrada evaluando distancias y ángulos. Nunca lo podría hacer a tiempo.
– Hablemos un momento, Talbot -dijo Sellitto-. Vamos, baje el arma.
Por favor, Sachs, no lo hagas… Te verá. Intentará darte en la cabeza, como todos los aficionados, y morirás.
Sachs se puso tensa y observó la Sig-Sauer de Dellray.
No…
En el instante en que Talbot se volvió a mirar el ascensor, Sachs saltó al suelo y cogió el arma de Dellray mientras rodaba. Pero Talbot la vio. Antes de que ella pudiera levantar la enorme automática, apuntó la Glock a su cara y entrecerró los ojos cuando comenzó a apretar el gatillo, aterrado.
– ¡No! -gritó Rhyme.
El disparo los dejó sordos. Las ventanas vibraron y los halcones volaron hacia el cielo.
Sellitto buscó su arma. La puerta se abrió de golpe y los oficiales de Eliopolos entraron corriendo al cuarto, con sus pistolas en las manos.
Ron Talbot, con un pequeño agujero rojo en la sien, se quedó extraordinariamente quieto durante un momento y luego cayó al suelo en espiral.
– Oh, cielos -dijo Mel Cooper, paralizado en su postura, mientras sostenía una bolsa de pruebas y miraba a su pequeña y delgada Smith & Wesson 38, sostenida por la mano firme de Roland Bell que apuntaba por detrás del hombro del técnico-. Oh, Dios mío.
El detective se había deslizado detrás de Cooper y le había quitado el arma de la estrecha funda, ubicada en la parte de atrás del cinturón. Bell había disparado desde la cadera, es decir, desde la cadera de Cooper.
Sachs se puso de pie y cogió su Glock de la mano de Talbot. Le tomó el pulso y sacudió la cabeza.
Los gemidos llenaron el cuarto cuando Percey Clay cayó de rodillas sobre el cuerpo y, entre sollozos, golpeó con su puño una y otra vez el duro hombro de Talbot. Nadie se movió durante un largo instante. Luego, tanto Amelia Sachs como Roland Bell se dirigieron hacia ella. Se detuvieron y fue Sachs quien se alejó y dejó que el larguirucho detective pusiera su brazo alrededor de la mujer. Así la apartó del cuerpo de su amigo y enemigo.
Era muy tarde; se oían algunos truenos y caía una fina lluvia de primavera. La ventana estaba abierta de par en par, no la de los halcones, por supuesto, ya que a Rhyme le disgustaba que los molestaran, y el cuarto estaba impregnado del fresco aire de la noche.
Amelia Sachs hizo saltar el corcho y luego sirvió el chardonnay en el vaso de Rhyme y en su propia copa.
Cuando bajó la mirada, no pudo reprimir una carcajada.
– No lo puedo creer.
En el ordenador que estaba al lado de la Clinitron había un programa de ajedrez.
– Tú no juegas -dijo-. Quiero decir, nunca te he visto jugar.
– Espera – respondió Rhyme.
En la pantalla se leyó: No comprendo lo que dices. Por favor, repítelo.
Con voz clara, el criminalista ordenó:
– Torre cuatro alfil dama. Jaque.
Una pausa. «Enhorabuena», articuló el ordenador. Se oyó una versión digitalizada de la marcha Washington Post de Sousa.
– No lo hago por entretenimiento -explicó Rhyme, de malas pulgas-. Mantiene la mente ágil. Es mi Nautilus particular. ¿Quieres jugar conmigo, Sachs?
– No sé jugar al ajedrez -dijo la chica, después de beber un trago de su copa de vino-. Si algún caballo amenaza mi rey prefiero pegarle un tiro a pensar cómo neutralizarlo. ¿Cuánto dinero encontraron?
– ¿Dinero? ¿Te refieres al que escondió Talbot? Más de cinco millones.
Después de que los auditores examinaran el segundo conjunto de libros, los verdaderos, comprobaron que Hudson Air era una compañía muy lucrativa. La pérdida del avión y del contrato de U.S. Medical constituían un golpe, pero había bastante dinero en efectivo como para mantener a la compañía, en palabras de Percey, «en el aire».
– ¿Dónde está el Bailarín?
– En DE.
Detención Especial era un lugar poco conocido en el edificio de los tribunales. Rhyme nunca lo había visto, en realidad pocos policías habían estado allí, pero lo cierto era que en treinta y cinco años nadie se había escapado.
– Le cortaron bien las garras -había comentado Percey Clay cuando Rhyme se lo dijo. Luego explicó que se refería al limado de uñas que se le hace a los halcones de caza.
Rhyme, dado su especial interés en el caso, insistió en que le informaran de qué se ocupaba el Bailarín durante su detención. Supo por los guardias que había preguntado por las ventanas que había, en qué planta se hallaban y en qué parte de la ciudad estaba situado el edificio.
– ¿Huelo una gasolinera por las cercanías? -había preguntado misteriosamente.
Cuando lo supo, Rhyme llamó inmediatamente a Lon Sellitto y le pidió que hablara con el jefe del centro de detención para que duplicara la guardia.
Amelia Sachs bebió otro vigorizante trago de vino y se decidió a hablar de lo que la preocupaba, a pesar del riesgo que intuía.
– Rhyme, deberías ir a por ella -le espetó. Tomó otro trago-. No estaba segura de poder decírtelo.
– ¿Me lo repites, por favor?
– Es lo que te conviene. Será muy bueno para ti.
Raramente tenían problemas para mirarse a los ojos, pero en esta ocasión, como se adentraba en un tema escabroso, Sachs mantuvo la mirada clavada en el suelo. ¿De qué se trataba todo esto? Cuando levantó la vista y vio que no le había entendido, continuó:
– Sé lo que sientes por ella. Y aunque ella no lo admite, yo sé lo que siente por ti.
– ¿Quién?
– Sabes muy bien quién. Percey Clay. Piensas en ella como una viuda y que no volverá a amar a nadie en su vida en este momento. Pero… ya oíste lo que dijo Talbot. Carney tenía una amante. Una mujer de la oficina. Percey lo sabía. Seguían juntos porque eran amigos. Y por la compañía.
– Yo nunca…
– Ve a por ella, Rhyme. Vamos. Te lo digo en serio. Crees que nunca funcionará. Pero a ella no le importa que estés inválido. Coño, mira lo que dijo el otro día. Tenía razón, vosotros dos sois muy parecidos.
Hay momentos en que para manifestar la frustración que se siente todo lo que hace falta es levantar las manos y dejarlas. Rhyme optó por apoyar la cabeza en su sofisticada almohada.
– Sachs, ¿de dónde diablos has sacado esa idea tan peregrina?
– Oh, por favor. Es tan obvio. He visto cómo has reaccionado desde que ella apareció. Cómo la miras. Cómo te obsesionaste por salvarla. Sé lo que está pasando.
– ¿Qué está pasando?
– Ella es como Claire Trilling, la mujer que te dejó hace unos años. Es la que quieres.
Oh… Rhyme asintió. De manera que es eso.
– Es cierto, Sachs -recordó con una sonrisa-, que he estado pensando mucho en Claire los últimos días. Mentí cuando lo negué.
– Siempre que la mencionas me doy cuenta de que todavía estás enamorado de ella. Sé que después del accidente nunca os encontrasteis de nuevo. Supuse que es un asunto que tienes pendiente. Como me pasó a mí cuando Nick me dejó. Conociste a Percey y ella te recordó a Claire. Todo surgió de nuevo. Te diste cuenta de que otra vez podías estar con alguien. Quiero decir, con ella. No… no conmigo. Bueno, así es la vida.
– Sachs -comenzó a decir Rhyme-, no es de Percey de quien te tienes que sentir celosa. No es ella quien te sacó de mi cama la noche pasada.
– ¿No?
– Fue el Bailarín.
Sachs vertió un poco más de vino en su copa. Lo hizo girar y miró el claro líquido.
– No entiendo.
– ¿Lo qué pasó la otra noche? -Rhyme suspiró-. Tuve que poner un límite entre nosotros, Sachs. Ya me encuentro demasiado cerca de ti para mi propio bien. Si vamos a seguir trabajando juntos, tengo que mantener las distancias. ¿No te das cuenta? No puedo sentirme cerca de ti, muy cerca, y luego ponerte en peligro. No puedo permitir que suceda otra vez.
– ¿Otra vez? -Sachs frunció el ceño, y después su rostro se iluminó al comprenderlo.
Ah, esa es mi Amelia, pensó Rhyme. Una excelente criminalista. Una buena tiradora. Rápida como un lince.
– Oh, no, Lincoln, Claire era…
Él asintió.
– Era el técnico que designé para examinar la escena de crimen en Wall Street después del golpe del Bailarín hace cinco años. Era la que alargó la mano hacia la papelera y sacó el papel que hizo detonar la bomba.
Era la razón por la que se había obsesionado tanto con el asesino. Por la que había deseado entrevistar al criminal, un gesto poco común en él. Había querido atrapar al hombre que había matado a su amante, y había querido saberlo todo sobre él.
Se trataba de una venganza, una venganza sin atenuantes. Cuando Lon Sellitto, que sabía lo de Claire, preguntó si no sería mejor que Percey y Hale se fueran de la ciudad, en realidad estaba preguntando si los sentimientos de Rhyme no estarían interfiriendo con el caso.
Sí, estaban interfiriendo. Pero Lincoln Rhyme, a pesar de la abrumadora parálisis tenía el mismo instinto de cazador que los halcones de su ventana. Todo criminalista lo tiene. Y cuando olía la presa nada lo detenía.
– Es así, Sachs. No tiene nada que ver con Percey. Y aunque deseaba que pasaras la noche conmigo, todas las noches, no puedo arriesgarme a quererte más de lo que te quiero ahora.
Para Lincoln Rhyme resultaba sorprendente, hasta desconcertante, mantener esta conversación. Después del accidente había llegado a creer que la viga de roble que rompió su columna vertebral también le había dañado el corazón, eliminando todos sus sentimientos. Y que su capacidad de amar y ser amado estaba tan destruida como las finas fibras de su médula espinal. Pero la noche anterior, con Sachs tan cerca, se había dado cuenta cuan errado estaba.
– Lo comprendes, ¿verdad, Amelia? -susurró.
– Usa mi apellido -le dijo ella, sonriente.
Se inclinó y lo besó en la boca. Él se retrajo contra la almohada durante un momento y después le devolvió el beso.
– No, no -insistió. Pero la besó de nuevo con fervor.
El bolso de Sachs cayó al suelo; su chaqueta y reloj fueron a la mesilla de noche y los siguió el último de los accesorios de moda que se quitó: el Glock 9.
Se besaron de nuevo.
– Sachs… -se apartó Rhyme-. ¡Es demasiado peligroso!
– Dios no da nada por seguro -dijo Sachs, con los ojos fijos en los de él. Luego se puso de pie y atravesó el cuarto hacia el interruptor de la luz.
– Espera -dijo Rhyme.
Ella se detuvo y lo miró. La roja melena cayó sobre su cara y le tapó un ojo.
– Luces afuera -ordenó Rhyme al micrófono que colgaba de la estructura de la cama
El cuarto quedó a oscuras.