Cuarta PARTE . Ingenio

La capacidad de los halcones para realizar acrobacias aéreas y bufonadas sólo puede equipararse a las payasadas de los cuervos, que parecen volar por el puro placer de hacerlo.

A rage for Fakons,

Stephen Bodio


Hora 26 de 45
Capítulo 26

Esperaba.

Rhyme estaba solo en su dormitorio de la planta superior, escuchando la frecuencia de Special Ops. Estaba muerto de cansancio. Era mediodía del domingo y casi no había podido dormir. Se sentía exhausto por el esfuerzo más arduo de todos: tratar de ser más listo que el Bailarín. Y eso estaba produciendo un grave efecto en su cuerpo.

Cooper estaba abajo, en el laboratorio, efectuando pruebas para confirmar las conclusiones de Rhyme acerca de los últimos movimientos tácticos del Bailarín. Todos los demás se encontraban en la casa de seguridad, incluida Amelia Sachs. Cuando Rhyme, Sellitto y Dellray decidieron cómo responder a lo que creían que sería el próximo movimiento del asesino para matar a Percey Clay y a Brit Hale, Thom le tomó la tensión sanguínea al criminalista e hizo uso de su autoridad, ordenándole que se acostara, sin atender a sus razones ni a sus protestas. Luego subieron por el ascensor y Rhyme permaneció extrañamente silencioso, preguntándose si habría adivinado exactamente lo que estaba a punto de suceder.

– ¿Qué pasa? -preguntó Thom.

– Nada. ¿Por qué?

– No te estás quejando por nada. Cuando no gruñes significa que algo anda mal.

– Ja. Muy gracioso -gruñó Rhyme.

Dejó que el ayudante lo metiera en la cama y procediera a atender algunas funciones corporales; después, Rhyme se reclinó sobre su sofisticada almohada. Thom le había colocado el aparato de reconocimiento de voz en la cabeza y, a pesar de la fatiga, el mismo Rhyme se había encargado de ejecutar los pasos para hablar con el ordenador y conectarlo con la frecuencia de Operaciones Especiales.

El aparato era un invento sorprendente. Sí, ante Sellitto y Banks le había quitado importancia. Sí, se había quejado, pero el dispositivo, más que cualquiera de los otros avances tecnológicos, lo hacía sentir diferente. Durante años se había resignado a no llevar una vida que se aproximara a la normalidad, y sin embargo, con aquel dispositivo y el software se sentía verdaderamente normal.

Giró la cabeza en círculo y dejó que cayera de nuevo sobre la almohada. Esperaba. Trataba de no pensar en el desastre con Sachs de la noche anterior.

Estando en esas cavilaciones, notó movimientos cerca. El halcón apareció ante a su vista, pavoneándose. Vio el destello blanco del pecho del pájaro, que luego se dio la vuelta, ofreciendo a Rhyme su dorso gris azulado, y se quedó mirando hacia Central Park. Era el macho. Recordó que Percey Clay tenía un nombre para los halcones machos. Eran más pequeños y menos crueles que las hembras. Recordó otro dato sobre los peregrinos: habían regresado de la muerte; no hacía muchos años toda la población de halcones del este de América del Norte quedó estéril debido a los pesticidas químicos, y las aves casi se extinguieron. Por medio de la crianza en cautividad y el control de los pesticidas se logró que aumentara nuevamente su número.

Regreso de la muerte…

La radio sonó. Era Amelia Sachs quien llamaba. Parecía tensa, mientras le contaba que todo estaba arreglado en la casa de seguridad.

– Estamos en el piso superior con Jodie -le dijo-. Espera… Aquí llega la camioneta.

Era un cuatro por cuatro blindado, con cristales oscuros, en el que viajaban cuatro oficiales del equipo táctico. Lo usarían de cebo. Lo seguiría una sola camioneta sin identificación, que aparentemente transportaba a dos fontaneros. En realidad, eran hombres del 32E en ropa de calle. En la parte posterior de la camioneta iban otros cuatro.

– Los señuelos están abajo. Bien… bien.

Usaban como cebo a dos oficiales de la unidad de Haumann.

– Ahí van… -dijo Sachs.

Rhyme estaba casi seguro de que, dados los nuevos planes del Bailarín, no intentaría hacer un disparo desde la calle. Sin embargo, no pudo evitar contener el aliento.

– Allá vamos…

Con un click la radio quedó muda.

Otro click. Estática.

– Lo lograron -anunció Sellitto-. Todo va bien. Han comenzado a andar. Los coches de escolta están listos.

– Muy bien -dijo Rhyme-. ¿Está Jodie allí?

– Aquí mismo. En la casa de seguridad, con nosotros.

– Dile que haga la llamada.

– Vale, Linc. Ahí vamos.

La radió enmudeció.

Esperar.

Para comprobar si aquella vez el Bailarín había fallado. Para comprobar si aquella vez Rhyme había superado la mente brillante del asesino.

Esperar.


El teléfono de Stephen sonó con estrépito. Lo abrió.

– Hola.

– Hola. Soy yo. Soy…

– Lo sé -dijo Stephen-. No des nombres.

– Correcto, no lo haré -Jodie parecía tan nervioso como un mapache acorralado. Hubo una pausa y luego el hombrecillo dijo-: Bueno, estoy aquí.

– Bien. ¿Tienes al negro para que te ayude?

– Hum, sí. Está aquí.

– ¿Dónde estás exactamente?

– En la calle frente a esa casa. Tío, hay un montón de polis. Pero nadie me presta atención. Hay una camioneta que acaba de llegar hace un minuto. Una de esas cuatro por cuatro. Grande. Una Yukon. Es azul y fácil de reconocer -estaba tan acelerado que divagaba-. Está limpia, limpia por completo. Tiene cristales ahumados.

– Eso significa que es a prueba de balas.

– Oh, claro. Es alucinante cómo conoces todas estas cosas.

Vas a morir, le anunció Stephen en silencio.

– Un hombre y una mujer acaban de salir corriendo del callejón con, digamos, diez policías. Estoy seguro de que son ellos.

– ¿No son señuelos?

– Bueno, no parecen policías y daban la impresión de tener mucho miedo. ¿Estás en Lexington?

– Sí.

– ¿En un coche? -preguntó Jodie.

– Por supuesto que estoy en un coche -dijo Stephen-. Robé una pequeña mierda japonesa. Estoy a punto de seguirlos. Luego esperaré a que lleguen a alguna zona desierta y lo haré.

– ¿Cómo?

– ¿Cómo qué?

– ¿Cómo lo vas a hacer? ¿Con una granada o con una ametralladora?

Stephen pensó: apuesto a que te gustaría saberlo.

Dijo:

– No estoy seguro. Depende.

– ¿Los ves? -preguntó Jodie; parecía incómodo.

– Los veo -dijo Stephen-. Estoy detrás. Me dirijo hacia el tráfico.

– ¿Un coche japonés, eh? -dijo Jodie-. ¿Un Toyota o algo así?

Pequeño traidor gilipollas, pensó Stephen con amargura, herido profundamente por la traición, aunque había sabido que era inevitable.

En realidad, Stephen estaba observando al Yukon y a los coches de apoyo que pasaban a su lado velozmente. No se encontraba, sin embargo, en ningún coche japonés. No se encontraba dentro de ningún coche. Acababa de robar un uniforme de bombero y se lo había puesto. Se hallaba en una esquina exactamente a trescientos metros de la casa de seguridad y observaba la versión real de los sucesos que Jodie le narraba alrededor. Sabía que en el Yukon iban los señuelos. Sabía que la Mujer y el Amigo estaban todavía en la casa de seguridad.

Stephen cogió el aparato de control. Parecía un walkie-talkie pero no tenía altavoz ni micrófono. Hizo coincidir la frecuencia con la de la bomba del teléfono de Jodie y armó el dispositivo.

– Mantente alerta -le dijo a Jodie.

– Je -rió Jodie-. Lo estaré, señor.


Lincoln Rhyme se sentía un espectador, un voyeur.

Escuchaba por su aparato. Rezaba por no haberse equivocado.

– ¿Dónde está la camioneta? -escuchó que preguntaba Sellitto.

– Dos calles más allá -respondió Haumann-. La tenemos individualizada. Sube lentamente por Lex. Se acerca al tráfico. Se… espera.

Se hizo una larga pausa.

– ¿Qué?

– Detectamos dos coches japoneses, un Nissan y un Subaru. También un Accord, pero hay tres personas en su interior. El Nissan se acerca a la camioneta. Quizá sea ése. No puedo ver su interior.

Lincoln Rhyme cerró los ojos. Sintió que su dedo anular izquierdo, el único que conservaba algo de movilidad, tamborileaba nerviosamente sobre la manta de la cama.


– ¿Hola? -dijo Stephen al teléfono.

– Sí -respondió Jodie-. Todavía estoy aquí.

– ¿Justo frente a la casa de seguridad?

– Así es.

Stephen estaba mirando desde el edificio ubicado directamente frente de la casa de seguridad. No veía a Jodie ni al negro.

– Quiero decirte algo.

– ¿Qué? -preguntó el hombrecillo.

Stephen recordó la sacudida eléctrica que había sentido cuando su rodilla tocó la de Jodie.

No puedo hacerlo…

Soldado…

Stephen cogió el control remoto con su mano izquierda.

– Escucha cuidadosamente -dijo.

– Te escucho. Yo…

Stephen oprimió el botón del transmisor.

La explosión resultó asombrosamente fuerte. Más fuerte de lo que él esperaba. Hizo temblar los cristales y mandó un millón de palomas a volar hacia el cielo. Stephen vio desprenderse fragmentos de cristal y madera de la planta superior de la casa de seguridad, que cayeron a un costado del edificio.

Había salido mejor de lo que cabía suponer. Había esperado que Jodie estuviera cerca de la casa, quizá en un coche policial, quizá en el callejón. Pero no pudo creer en su buena suerte cuando se dio cuenta de que Jodie estaba dentro. ¡Había resultado perfecto!

Se preguntó quién más habría muerto en la explosión.

Rezó porque fuera Lincoln, el Gusano.

¿La policía pelirroja?

Miró hacia la casa de seguridad y vio el humo que salía por una ventana de la parte superior.

Tenía que esperar unos pocos minutos más hasta que el resto de su equipo se le uniera.


El teléfono sonó y Lincoln mandó al ordenador que apagara la radio y contestara.

– Sí -dijo.

– Lincoln -era Lon Sellitto-. Te hablo por una línea normal -explicó, refiriéndose al teléfono-. Queremos dejar la línea de Operaciones Especiales libre para la persecución.

– Vale. Adelante.

– Ha hecho explotar la bomba.

– Lo sé -Rhyme lo había oído; la casa de seguridad estaba a dos kilómetros o tres de su dormitorio, pero los cristales vibraron y los dos peregrinos que estaban fuera echaron a volar en lentos círculos, enfadados por la perturbación.

– ¿Todos están bien?

– El vagabundo, Jodie, no se tiene en pie. Pero aparte de eso todos están bien. Excepto los federales, que encuentran muchos más daños de los que habían planificado. Ya se están quejando.

– Diles que este año pagaremos pronto los impuestos.

Lo que había hecho que Rhyme descubriera a la bomba dentro del teléfono celular fueron los pequeños trozos de poliestireno que Sachs había encontrado en los vestigios de la estación de metro. Esos trozos, y un residuo de explosivo plástico, con una fórmula levemente distinta a la de la bomba AP del piso de Sheila Horowitz. Rhyme se limitó a hacer coincidir los fragmentos de poliestireno con el teléfono que el Bailarín le había proporcionado a Jodie, y entonces, notó que alguien había desatornillado la carcasa.

¿Por qué? Se había preguntado Rhyme. Existía solo una razón lógica que considerar, de manera que llamó a los artificieros de la comisaría Sexta. Dos detectives habían desarmado el aparato y extraído un gran taco de explosivo plástico y un detonador de su interior. Luego montaron un explosivo mucho más pequeño, con el mismo detonador, en un tanque de aceite colocado cerca de una de las ventanas y que apuntaba hacia el callejón como un mortero. Rellenaron el cuarto con mantas especiales y se quedaron en el pasillo, tras lo cual devolvieron el ya inofensivo teléfono a Jodie, quien lo cogió con manos trémulas, a la vez que exigía que le demostraran que le habían sacado todo el explosivo.

Rhyme había intuido que la táctica del Bailarín consistía en usar la bomba para distraer la atención de la camioneta y obtener así una posibilidad mejor para atacarla. El asesino también había adivinado que probablemente Jodie cambiaría de bando y que cuando llamara, el hombrecillo se hallaría cerca de los policías que preparaban la operación. Si eliminaba a los jefes, tendría más posibilidades de éxito.

Engaño…

Rhyme no había odiado a ningún criminal como al Bailarín; no había nadie a quien quisiera atrapar con más intensidad y clavarle incluso un cuchillo en el corazón. Pero aun así, era un criminalista antes que nada y profesaba una secreta admiración por aquel joven.

– Tenemos dos coches de apoyo detrás del Nissan -le explicó Sellito-. Vamos a…

Se produjo una larga pausa.

– Qué idiotas -murmuró Sellitto.

– ¿Qué?

– Oh, nada. Acabo de darme cuenta de que nadie llamó a la Central. Están llegando coches de bomberos. Nadie los llamó para decirles que hicieran caso omiso de los avisos del incendio.

Rhyme también lo había olvidado.

– Me acaban de pasar un informe -Sellitto continuó-. El coche con los señuelos va hacia el este, Linc. El Nissan lo sigue, quizá a cuarenta metros. Faltan cerca de cuatro manzanas para llegar al aparcamiento al lado de FDR.

– Vale, Lon. ¿Está Amelia ahí? Quiero hablar con ella.

– Dios -escuchó que alguien exclamaba en segundo plano. Pensó que sería Bo Haumann-. Tenemos camiones de bomberos por todas partes.

– ¿Alguien no?… -empezó a preguntar otra voz, que se desvaneció.

No, nadie lo hizo, reflexionó Rhyme. No se puede pensar en…

– Te llamaré dentro de un rato, Lincoln -dijo Sellitto-. Tenemos que hacer algo. Hay camiones de bomberos por todas las calles.

– Yo mismo llamaré a Amelia -dijo Rhyme.

Sellitto colgó.


El cuarto estaba a oscuras y las cortinas corridas.

Percey Clay estaba asustada.

Pensó en su halcón, capturado por una trampa y que agitaba sus musculosas alas. Las garras y el pico desgarraban el aire como afiladas hojas y chillaba como un loco. Pero lo más terrible para Percey eran los ojos aterrorizados del ave. Si le negaban el cielo, el pájaro se sentía perdido y lleno de miedo. Vulnerable.

Percey se sentía igual. Detestaba estar en la casa de seguridad. Encerrada. Miraba con odio los tontos cuadros de la pared. Basura comprada en Woolworth o J.C. Penney. La raída alfombra. El barato lavabo con su jarro. La ajada colcha de la cama de chenilla rosa, deshilachada en una esquina: quizá un informante de la mafia se había entretenido sacando compulsivamente los hilos.

Bebió otro trago de la petaca. Rhyme le había contado lo de la trampa; le dijo que suponía que el Bailarín seguiría a la camioneta donde supuestamente iban Percey y Hale. Detendrían su coche y lo arrestarían o lo matarían. Su sacrificio rendiría algún fruto. En diez minutos cogerían al hombre que mató a Ed. Al que cambió su vida para siempre.

Confiaba en Lincoln Rhyme y le creía. Pero su confianza era la misma que la que sentía hacia el Control del Tráfico Aéreo cuando le informaban de que no había turbulencias y de repente encontraba que su avión descendía a 900 metros por minuto cuando sólo estaba a una distancia de 600 metros del suelo.

Percey tiró la petaca sobre la cama, se puso de pie y caminó nerviosamente por la habitación. Querría estar volando. En el aire se sentía segura, allí ella tenía el control. Roland Bell le había ordenado que apagara las luces y que permaneciera encerrada en su cuarto. Todos estaban arriba, en la planta superior. Pudo oír el estruendo de la explosión. La estaba esperando. Pero lo que no se había imaginado fue el miedo que le provocó. Insoportable. Hubiera dado cualquier cosa por mirar por la ventana.

Se dirigió hacia la puerta, descorrió el cerrojo y salió al pasillo.

Allí también estaba oscuro. Como la noche… Todas las estrellas de la noche…

Sintió un penetrante olor a una sustancia química, que dedujo que había sido la misma que provocó la explosión. El vestíbulo estaba desierto, aunque notó un ligero movimiento al final del salón, una sombra que salió desde la escalera y la miró, pero que no volvió a aparecer.

El cuarto de Brit estaba sólo a tres metros. Tenía muchas ganas de hablar con él, pero no quería que la viera con aquel aspecto, pálida y con las manos temblorosas, los ojos húmedos de miedo… Dios santo, había librado a un Boeing 737 de una caída en picado con más calma de la que sentía al mirar el oscuro pasillo.

Se dirigió nuevamente a su cuarto.

¿Eran pisadas lo que oía?

Cerró la puerta y volvió a la cama.

Más pisadas.


* * *

– Línea de comandos -instruyó Lincoln Rhyme. En la pantalla apareció el cuadro, como correspondía.

Escuchó una débil sirena en la distancia.

Fue entonces cuando se dio cuenta de su error.

Camiones de bomberos…

¡No! No pensé en esa posibilidad.

Pero el Bailarín sí lo hizo. ¡Por supuesto! ¡Habría robado el uniforme a un bombero o a un asistente sanitario y en aquel momento se dirigía a la casa de seguridad!

– Oh, no -musitó-. ¡No! ¿Cómo se me pudo pasar?

El ordenador oyó la última palabra de la pregunta de Rhyme y obedientemente cerró el programa de comunicación.

– ¡No! -gritó Rhyme-. ¡No!

Pero el aparato no podía comprender sus gritos agudos y frenéticos y con un destello silencioso apareció el mensaje: ¿Quiere apagar su ordenador?

– No -susurró desesperado.

Durante un momento no pasó nada, pero el sistema no se cerró. Apareció otro mensaje: ¿Qué quiere hacer ahora?

– ¡Thom! -gritó-. Que venga alguien… por favor. ¡Mel!

Pero la puerta estaba cerrada; no hubo respuesta desde la planta inferior.

El dedo anular izquierdo de Rhyme se crispó de forma espectacular. Tiempo atrás había tenido un controlador mecánico ECU y podía usar el único dedo que le funcionaba para marcar los números. Lo había reemplazado por el sistema del ordenador, por lo que tenía que utilizar el programa de dictado si quería llamar a la casa de seguridad y decirles que el Bailarín estaba de camino, vestido como un bombero o un agente de rescate.

– Línea de comandos -dijo al micrófono, empeñado en mantener la calma.

No comprendo lo que acaba de decir. Por favor, inténtelo otra vez.

¿Dónde estaba el Bailarín entonces? ¿Ya habría entrado a la casa? ¿Estaba a punto de disparar contra Percey Clay o Brit Hale?

¿O contra Amelia Sachs?

– ¡Thom! ¡Mel!

No comprendo…

¿Por qué no lo pensé mejor?

– Línea de comandos -dijo sin aliento, tratando de dominar el pánico.

Apareció el cuadro de mensajes de la línea de comandos. La flecha del cursor estaba en la parte superior de la pantalla y muy lejos, en la parte inferior, el icono del programa de comunicaciones.

– Cursor abajo -jadeó.

No pasó nada.

– Cursor abajo -gritó, más fuerte.

El mensaje reapareció: No comprendo lo que acaba de decir. Por favor, inténtelo otra vez.

– Oh, maldita sea…

No comprendo…

Más despacio, y esforzándose en hablar con un tono normal, repitió:

– Cursor abajo.

La flecha blanca y brillante comenzó su travesía hacia la parte inferior de la pantalla.

Todavía tenemos tiempo, se dijo. A fin de cuentas, la gente de la casa tenía protección y armas.

– Cursor a la izquierda -jadeó.

No comprendo…

¡Oh, vamos!

No comprendo…

– Cursor arriba… cursor a la izquierda.

El cursor se movió como un caracol por la pantalla hasta que llegó al icono.

Calma, calma…

– Cursor stop. Doble click.

Obediente, el icono de un walkie-talkie apareció en pantalla.

Se imaginó al Bailarín sin rostro que se acercaba a Percey por detrás con un cuchillo o un garrote.

Con la voz tan calmada como le fue posible, dirigió al cursor hacia el cuadro de frecuencias.

Se ubicó perfectamente.

– Cuatro -dijo Rhyme, pronunciando la palabra con todo cuidado.

Un cuatro apareció en el cuadro. Luego dijo:

– Ocho. -La letra A apareció en el segundo cuadro.

¡Dios del cielo!

– Borrar a la izquierda.

No comprendo…

¡No, no!

Le pareció oír pisadas.

– ¿Hola? -gritó-. ¿Hay alguien ahí? ¿Thom? ¿Mel?

No hubo respuesta excepto de su amigo el ordenador, que plácidamente le ofreció la consabida frasecita.

– Ocho -dijo lentamente.

Apareció el número. Su siguiente intento, «Tres», se dibujó en el cuadro sin problemas.

– Punto.

Apareció la palabra punto.

¡Maldita sea!

– Borrar a la izquierda -luego dijo-: Decimal.

Apareció el punto.

– Cuatro.

Quedaba un espacio. Recuerda, se dice cero y no «O». Con el sudor resbalándole a chorros por las mejillas, agregó el último número de la frecuencia de Operaciones Especiales, sin ningún fallo.

La radió se conectó.

¡Sí!

Pero antes de que pudiera transmitir, oyó un fuerte ruido de estática y con el corazón helado, escuchó la voz frenética de un hombre que gritaba:

– Diez-trece, necesito ayuda, protección federal, ubicación seis -La casa de seguridad. Identificó la voz de Roland Bell-. Dos bajas y… Oh, Dios, todavía está aquí. ¡Nos cogió, nos disparó! Necesitamos…

Hubo dos disparos. Luego otro más. Una docena. Un intenso tiroteo. Parecían los fuegos artificiales de Macy's el cuatro de julio.

– Necesitamos…

La transmisión se cortó.

– ¡Percey! -gritó Rhyme-. Percey…

En la pantalla volvió a aparecer el mensaje: No comprendo lo que acaba de decir. Por favor, inténtelo otra vez.


Una pesadilla.

Stephen Kall, con un pasamontañas y el aparatoso chaquetón de bombero, yacía atrapado en el pasillo de la casa de seguridad, detrás del cuerpo de uno de los dos sargentos que acababa de matar.

Otro disparo, más cercano, hizo saltar un trozo de suelo al lado de su cabeza. Lo había hecho el detective de escaso pelo castaño, el mismo que había visto esa mañana en la ventana de la casa. Estaba acuclillado en el umbral de una puerta y presentaba un objetivo nítido, pero Stephen no le podía disparar bien. El detective estaba armado con pistolas automáticas en ambas manos y era un tirador excelente.

Stephen avanzó agachado otro metro más, hacia una de las puertas abiertas.

Presa del pánico, aterrorizado, cubierto de gusanos…

Disparó otra vez y el detective se zambulló de nuevo en el cuarto, gritó algo por la radio, pero volvió enseguida y siguió disparando tranquilamente.

Ataviado con el chaquetón largo y negro de bombero, idéntico al que usaban los treinta hombres y mujeres que estaban frente a la casa de seguridad, Stephen había volado la puerta que daba al callejón con un explosivo y había corrido hacia el interior, esperando encontrar todo hecho un desastre y a la Mujer y al Amigo, así como la mitad de las personas que los protegían, hechos pedazos o gravemente heridos. Pero Lincoln el Gusano lo había engañado otra vez. Lo único que no se le había ocurrido era que se atreviera a atacar de nuevo la casa de seguridad; creían que perseguiría a los coches del traslado. Sin embargo, cuando irrumpió en la casa, tuvo que hacer frente a los disparos de los dos sargentos. Por suerte, el explosivo que había usado en la puerta los sorprendió y pudo matarlos.

Luego el detective de pelo castaño lo atacó desde un rincón; disparando a dos manos logró acertar dos tiros que fueron rechazados por el chaleco antibalas de Stephen, que también erró por muy poco, y ambos cayeron hacia atrás simultáneamente. Más disparos, más fallos. El policía era casi tan buen tirador como él.

Como máximo un minuto. No tenía más tiempo.

Se sentía tan lleno de gusanos que quería llorar… Había elaborado su plan lo mejor que pudo. No podía ser más listo de lo que había demostrado ser hasta entonces, pero Lincoln el Gusano se le había adelantado. ¿Quién sería? ¿El policía casi calvo con las dos pistolas?

Volvió a lanzar otra descarga. Y… joder… el detective se dirigió derecho hacia él, hacia delante. Cualquier policía del mundo hubiera buscado cubrirse. Él no. Recorrió con esfuerzo medio metro más, luego otros treinta centímetros. Stephen volvió a cargar el ama, disparó de nuevo y se arrastró casi la misma distancia hacia la puerta del cuarto de su objetivo.

Debes desaparecer en el suelo, muchacho. Puedes hacerte invisible, si lo deseas.

Otro metro más y ya casi estaba en la puerta.

– ¡Soy Roland Bell otra vez! -gritó el policía al micrófono-. ¡Necesitamos refuerzos inmediatamente!

Bell. Stephen registró el nombre. Así que no era Lincoln el Gusano.

El detective volvió a cargar el arma y siguió disparando. Una docena de tiros, dos docenas… Stephen admiró su técnica. Aquel tipo era capaz de llevar un registro de la cantidad de disparos que había efectuado con cada pistola y alternar la recarga para no quedarse nunca sin un arma preparada.

El policía dio un tiro en la pared, a tres centímetros de la cara de Stephen, quien le devolvió el disparo con otro que le pasó casi tan cerca como el suyo.

Stephen avanzó por el suelo otro medio metro.

Bell levantó la vista y vio que finalmente Stephen había llegado a la puerta del dormitorio a oscuras. Sus ojos se encontraron y a pesar de no haber sido un soldado de verdad, Stephen Kall había estado en suficientes combates como para saber que ya no quedaba el menor átomo de racionalidad en el policía, que se había convertido en la cosa más peligrosa que existe: un soldado hábil a quien poco le importa su propia seguridad. Bell se puso de pie y se adelantó, disparando ambas pistolas.

Esta es la razón por la que usaron pistolas calibre 45 en el teatro de operaciones del Pacífico, muchacho. Grandes cartuchos para detener a los pequeños japoneses locos. Cuando se acercaban no les importaba que estuvieras a punto de matarlos: no querían que nada los detuviera.

Stephen bajó la cabeza y lanzó contra Bell una de esas granadas que tardan un segundo en estallar y cerró los ojos. El artefacto detonó con una explosión asombrosamente fuerte. Escuchó gritar al policía y le vio caer de rodillas, llevándose las manos a la cara.

Por la presencia de los guardias y por los esfuerzos de Bell por detenerlo, Stephen supuso que la Mujer o el Amigo estarían en este cuarto. También dedujo que fuera quien fuese que estuviera allí, se habría escondido en el armario o debajo de la cama.

Se equivocó.

Mientras miraba desde la puerta, fue atacado por alguien, con una lámpara como arma, pegando un grito de miedo y cólera.

Cinco disparos del arma de Stephen dieron en la cabeza y el pecho del atacante. El cuerpo giró y cayó al suelo.

Buen trabajo, soldado.

Luego escuchó más pisadas que venían de las escaleras y una voz de mujer junto a otras. No tenía tiempo de acabar con Bell, ni de buscar al otro objetivo.

Evacuar…

Corrió hacia la puerta de atrás y asomó la cabeza. Pidió a gritos más bomberos. Media docena se acercaron con cautela.

Stephen señaló el interior con la cabeza.

– La tubería de gas acaba de explotar. Todo el mundo fuera. ¡Ahora!

Y desapareció por el callejón; llegó a la calle, evitó los camiones de bomberos Mack y Seagrave, las ambulancias y los coches policiales.

Tembloroso, sí.

Pero satisfecho. Había terminado dos tercios de su trabajo.


Amelia Sachs fue la primera en responder al estruendo de la explosión de la puerta y los gritos. Luego escuchó la voz de Roland Bell desde la primera planta:

– ¡Refuerzos! ¡Refuerzos! ¡Un oficial herido!

También un tiroteo. Una docena de disparos y luego más.

No sabía cómo lo había logrado el Bailarín, tampoco le interesaba. Sólo quería ver un objetivo nítido y disponer de dos segundos para dispararle medio cargador con sus balas de nueve milímetros y punta hueca.

Con la liviana Glock en la mano, se abrió paso hasta el pasillo de la segunda planta. Detrás iban Sellitto y Dellray y un joven uniformado, cuya competencia en situaciones de peligro le hubiese gustado evaluar mejor. Mientras, Jodie se encogía en el suelo, dolorosamente consciente de que había traicionado a un hombre muy peligroso que estaba armado y a menos de nueve metros.

A Sachs le crujieron las rodillas cuando bajó corriendo las escaleras. Era la artritis que la martirizaba de nuevo; hizo una mueca de dolor cuando saltó los tres últimos escalones para llegar al primer piso.

En los auriculares escuchó una nueva llamada de socorro de Bell.

Anduvo por el oscuro pasillo con la pistola muy pegada al cuerpo, para que no se la pudieran quitar de un golpe (sólo los policías de la televisión y los hampones de las películas llevan las armas alejadas del cuerpo, sobresaliendo en forma fálica, antes de doblar una esquina o apuntar para otro lado). Iba lanzando rápidas miradas hacia el interior de los cuartos que iba pasando, siempre agachada, por debajo de la altura del pecho, el lugar donde posiblemente apuntaría el arma del enemigo.

– Yo me encargo del frente -gritó Dellray y desapareció por el vestíbulo que estaba detrás de ella, con su enorme Sig-Sauer en la mano.

– Protegednos las espaldas -ordenó Sachs a Sellitto y al uniformado, sin importarle en ese momento el rango de cada uno.

– Sí, señora -respondió el joven-. Así lo haré.

Sellitto jadeaba y su cabeza giraba para todos lados.

La estática resonó en sus oídos, pero no oyó voces. Se quitó el aparato. No quería distraerse, mientras seguía cautelosamente por el pasillo.

A sus pies vio a los dos sargentos que yacían muertos sobre el suelo.

El olor del explosivo químico era fuerte. En aquel momento miró hacia la puerta de atrás de la casa. Era de acero pero el Bailarín la había abierto como si fuera de papel.

– Dios -exclamó Sellitto, quien era demasiado profesional para entretenerse en aquel momento sobre los dos sargentos caídos, pero demasiado humano como para evitar mirar con horror los cuerpos acribillados.

– Cubridme -gritó Sachs, y antes de que nadie tuviera ocasión de detenerla, saltó dentro del cuarto.

Con la Glock en alto escudriñó la habitación.

Nada.

Tampoco olía a cordita. Allí no se había disparado.

Volvió al pasillo. Se dirigió a la otra puerta.

Se señaló a sí misma y luego al cuarto. Los oficiales del 32E asintieron.

Sachs hizo un giro y cruzó la puerta, preparada para disparar. Los agentes estaban detrás. Quedó paralizada al ver la boca del cañón dirigida a su pecho.

– Dios -murmuró Roland Bell y bajó el arma. Tenía el cabello despeinado y la cara sucia. Dos balas le habían desgarrado la camisa y rayado el blindaje.

Luego Sachs asimiló el terrible espectáculo del suelo.

– Oh, no…

– El edificio está limpio -gritó un patrullero desde el pasillo-. Lo han visto marcharse. Llevaba un uniforme de bombero. Ya se ha ido. Se perdió entre la muchedumbre que está frente a la casa.

Amelia Sachs, volviendo a su papel de criminalista, observó las manchas de sangre, el olor astringente del residuo de los disparos, la silla caída, que podría indicar una pelea y por lo tanto sería un lógico punto de transferencia de restos de pruebas. Los casquillos de bala eran de una pistola automática de 7,62 milímetros.

Observó también la forma en que había caído el cuerpo, que indicaba que la víctima estaba atacando al agresor, aparentemente con una lámpara. Había otras historias que la escena del crimen podía contar, y por tal razón supo que debía ayudar a Percey Clay a ponerse de pie y conducirla lejos del cuerpo de su amigo muerto. Pero Sachs no fue capaz de hacerlo. Todo lo que pudo hacer fue observar a la pequeña mujer de rostro poco agraciado, que acunaba la cabeza ensangrentada de Brit Hale y murmuraba:

– Oh, no, oh, no…

Su rostro era una máscara, impasible, sin lágrimas.

Finalmente Sachs hizo una seña a Roland Bell, quien asió a Percey, llevándola hacia el pasillo, todavía vigilante, todavía apretando su arma.


A ciento veinte metros de la casa de seguridad.

Las luces rojas y azules de docenas de vehículos de emergencias destellaban tratando de encandilarlo pero él miraba a través del telémetro Redfield y se concentraba en la retícula. Examinó en todos los sentidos la zona de muerte.

Stephen se había quitado el uniforme de bombero y estaba vestido nuevamente como un estudiante universitario algo maduro. Recuperó la Model 40 que estaba debajo del tanque de agua, donde la había escondido por la mañana. El arma estaba cargada y bloqueada. Enroscó el portafusil alrededor de su brazo. Ya estaba preparado para matar.

En aquel momento no era la Mujer su objetivo.

Tampoco lo era Jodie, ese pequeño Judas maricón.

Quería disparar contra Lincoln, el Gusano. El hombre que nuevamente se le había anticipado.

¿Quién era? ¿Cuál de los hombres que veía?

Sintió un escalofrío.

Lincoln… Príncipe de los Gusanos.

¿Dónde estás? ¿Estás frente a mí en este instante? ¿Entre la multitud que se apretuja ante el edificio humeante?

¿Sería ese policía grandote que suda como un cerdo?

¿El negro alto y delgado del traje verde? Su aspecto le resultaba familiar. ¿Dónde lo había visto antes?

Un coche sin identificación se detuvo y de él descendieron varios hombres de traje.

Quizá Lincoln era uno de ellos.

La policía pelirroja salió de la casa. Llevaba guantes de látex. ¿Eres del equipo de Escena del Crimen? Bueno, cariño, te haré probar mis balas y mis casquillos, dijo en silencio mientras la retícula del telémetro enfocaba un hermoso blanco, justo en su cuello. Te va a costar conseguir una pista que te lleve a mi fusil.

Calculó que tendría tiempo suficiente para hacer un solo disparo y luego correr al callejón, impulsado por la descarga cerrada que vendría a continuación.

¿Quién eres?

¿Lincoln? ¿Lincoln?

No tenía ni idea.

Luego se abrió la puerta principal y apareció Jodie, que se tambaleó al salir de la casa. Miró a su alrededor, entrecerró los ojos y se apretó contra la pared del edificio.

Tú…

Otra vez la sacudida eléctrica. Aun a aquella distancia.

Stephen movió con facilidad la retícula hasta que enfocó su pecho.

Adelante, soldado, dispara tu arma. Es un objetivo lógico; puede identificarte.

Señor, estoy haciendo los ajustes para conseguir un tiro perfecto.

Stephen aumentó la presión sobre el gatillo.

Jodie…

Te traicionó, soldado. Dis… pára… le.

Sí, señor. Está frío como el hielo. Es carne muerta. Señor, los buitres ya revolotean en torno.

Soldado, el manual de tiro de los marines establece que debes aumentar imperceptiblemente la presión sobre el gatillo de tu Model 40, de manera que no te des cuenta del momento exacto en que tu arma se dispara. ¿Correcto, soldado?

Señor, sí, señor.

Entonces, ¿por qué diablos no lo haces?

Stephen aumentó la presión.

Despacio, despacio…

Pero el fusil no disparó. Levantó la mira hacia la cabeza de Jodie. Y justo en aquel momento el hombrecillo, que había estado escudriñando los techos, le vio.

Había esperado demasiado.

Dispara, soldado. ¡Dispara!

La sombra de una pausa…

Luego Stephen apretó el gatillo como lo haría un muchacho en un campo de tiro para fusiles del 22 en un curso de verano.

Justo cuando Jodie saltó hacia atrás, empujando a los policías, que también cayeron.

¿Cómo mierda erraste ese disparo, soldado? ¡Repite el tiro!

Señor, sí, señor.

Hizo dos disparos más pero Jodie y todos los demás estaban a cubierto o arrastrándose a lo largo de la acera.

Entonces comenzó el tiroteo de respuesta. Primero descargaron una docena de armas, luego otra docena.

La mayoría eran pistolas, pero había también unos H &K, que disparaban con tanta rapidez que semejaban el sonido que hace el motor de un coche sin silenciador.

Las balas acribillaban la torre de agua que estaba detrás de Stephen; caía una lluvia de trozos de ladrillo, hormigón, plomo y casquillos de cobre de los proyectiles, que le hicieron cortes en los antebrazos y el dorso de las manos.

Stephen cayó hacia atrás y se cubrió la cara con las manos. Sintió los cortes y vio caer pequeñas gotas de sangre sobre el tejado cubierto de papel alquitranado.

¿Por qué esperé? ¿Por qué? Podría haber disparado y luego huir.

¿Por qué?

Escuchó el sonido de un helicóptero que se aproximaba al edificio. Más sirenas.

Evacúa, soldado. ¡Evacúa!

Bajó la mirada y vio a Jodie que se ponía a cubierto detrás de un coche. Stephen tiró el Model 40 dentro del estuche, se colgó la mochila por encima del hombro y se deslizó por la escalera de incendios hasta el callejón.


La segunda tragedia.

Percey Clay se dirigió hacia el pasillo. Se había cambiado de ropa. Chocó contra Roland Bell, que la rodeó con sus fuertes brazos.

Dos de tres. Algo muy diferente a la despedida del mecánico o a enfrentarse a problemas con el charter. Se trataba de la muerte de su querido amigo.

Oh, Brit…

Lo vio en el momento de atacar al asesino con los ojos desorbitados y la boca abierta en un grito silencioso. Trató de detenerlo, horrorizado al ver que alguien realmente trataba de matarlo y de matar a Percey. Le pareció que estaba más indignado y que se sentía más traicionado que atemorizado. Tu vida era tan preciosa, le dijo con el pensamiento. Calculabas todos los riesgos. El vuelo invertido a ciento cincuenta metros, los tirabuzones, los picados. A los espectadores les parecía imposible, pero sabías lo que hacías y si alguna vez pensaste que podías morir joven, creíste que sería por un problema en la cola del avión, por haberse obstruido el conducto del combustible o porque un aprendiz de vuelo invadiera tu espacio aereo.

El gran escritor Ernest K. Gann, especializado en temas de aeronáutica, escribió que el destino es un cazador. Percey siempre había creído que se refería a la naturaleza o a las circunstancias: los caprichosos elementos o los mecanismos defectuosos que conspiraban para hacer caer a tierra los aviones. Pero el destino era algo más complicado. El destino era tan complicado como la mente humana. Tan complicado como el mal.

Las tragedias llegan de tres en tres… ¿Y cuál sería la siguiente? ¿Su propia muerte? ¿La de la Compañía? ¿La de otra persona?

Mientras se acurrucaba contra Ronald Bell, tembló de cólera por las coincidencias. Evocó el momento en que ella, Ed y Hale, aturdidos por la falta de sueño, iluminados por las luces del hangar, estaban alrededor del Learjet Charlie Juliet, deseando con desesperación obtener el contrato de U.S. Medical; tiritaban en la húmeda noche mientras trataban de imaginar la mejor manera de equipar al avión para la tarea.

Era muy tarde y la noche, brumosa. El aeropuerto estaba desierto y oscuro. Como en la escena final de Casablanca.

Escucharon un ruido de frenos y miraron al exterior.

Había un hombre que arrastraba por la pista enormes bolsas de lona, después de sacarlas del coche. Las tiró al interior de un Beachcraft y puso en marcha el aparato. Oyeron el sonido particular del motor a pistones que arrancaba.

Recordó que Ed murmuró, incrédulo:

– ¿Qué está haciendo? El aeropuerto está cerrado.

El destino.

Que estuvieran allí aquella noche.

Que Phillip Hansen hubiera elegido aquel preciso momento para liberarse de las pruebas que le inculpaban.

Que Hansen fuera un hombre capaz de matar para mantener en secreto su vuelo.

El destino…

Asustada, pegó un brinco: alguien golpeaba a la puerta de la casa de seguridad.

Dos hombres se encontraban en el umbral. Bell los reconoció. Eran policías de la División de Protección de Testigos.

– Estamos aquí para llevarla a las instalaciones de Shoreham, en Long Island, señora Clay.

– No, no -dijo Percey-. Debe haber un error. Tengo que ir al aeropuerto Mamaroneck.

– Percey… -empezó Roland Bell.

– Tengo que ir.

– No sé nada de eso, señora -dijo uno de los oficiales-. Tengo órdenes de llevarla a Shoreham y mantenerla en custodia protegida hasta su testimonio ante el gran jurado el lunes.

– No, no, no. Llamad a Lincoln Rhyme. Él está al tanto de todo.

– Bueno… -Uno de los oficiales miró al otro.

– Por favor -dijo Percey-. Llamadlo. Él os lo dirá.

– En realidad, señora Clay, fue Lincoln Rhyme quien ordenó su traslado. Venga con nosotros, por favor. No se preocupe. La cuidaremos bien, señora.

Hora 28 de 45
Capítulo 27

– No resulta muy agradable -le dijo Thom a Amelia Sachs.

Del otro lado de la puerta del dormitorio, se escuchó una voz que decía:

– Quiero esa botella y la quiero ahora.

– ¿Qué pasa?

– Oh, ¡a veces puede resultar tan insoportable! -el apuesto joven hizo una mueca-. Hizo que uno de los patrulleros le sirviera un poco de whisky. Le dijo que era para el dolor, hasta mencionó que tenía una receta en la que se le indicaba tomar whisky de malta. ¿Puedes creerlo? Oh, es insufrible cuando bebe.

Del cuarto salió un rugido de rabia.

Sachs sabía que la única razón por la cual Rhyme no arrojaba objetos era porque no podía hacerlo.

Alargó la mano hacia el picaporte.

– Yo que tú esperaría un poco -le advirtió Thom.

– No podemos esperar.

¡Maldita sea! -aulló Rhyme-. ¡Quiero esa jodida botella!

Sachs abrió la puerta.

– No me digas que no te lo advertí -murmuró Thom.

Una vez dentro, la chica se detuvo en el umbral. Rhyme parecía un espantajo. Su pelo estaba sin peinar, tenía saliva en el mentón y los ojos rojos. La botella de Macallan estaba sobre el suelo. Debía de habérsele caído cuando intentaba cogerla con los dientes.

– Levántala -fue todo lo que dijo cuando vio entrar a Amelia.

– Tenemos trabajo que hacer, Rhyme.

– Levanta. Esa. Botella.

Sachs obedeció y colocó la botella en la repisa.

– Sabes lo que quiero decir -le espetó Rhyme furioso-. Quiero un trago.

– Me parece que ya has bebido lo suficiente.

– Pon un poco de whisky en mi condenado vaso. ¡Thom! Ven aquí enseguida… Cobarde.

– Rhyme -empezó Sachs-, tenemos unas pruebas que examinar.

– A la mierda con las pruebas.

– ¿Cuánto has bebido?

– El Bailarín logró entrar, ¿verdad? Como un zorro en el gallinero. Como un zorro en el gallinero.

– Tengo un filtro de aspiradora lleno de vestigios, tengo una bala, tengo muestras de su sangre…

– ¿Sangre? Bueno, es justo. Él tiene bastante de la nuestra.

– Con todas las pruebas que traigo deberías estar como un niño el día de su cumpleaños -contestó Sachs enojada-. Deja de sentir lástima por ti mismo y empecemos a trabajar.

Rhyme no respondió. Cuando Sachs lo miró, vio que sus ojos cansados observaban la puerta que estaba a su espalda. Se dio la vuelta. Allí estaba Percey Clay. Inmediatamente, Rhyme bajó la vista y se quedó callado.

Claro, pensó Sachs. No quiere comportarse mal delante de su nuevo amor.

Percey entró en el cuarto y miró el desastre en que se había convertido Lincoln Rhyme.

– ¿Lincoln, qué pasa? -Sellitto había acompañado a Percey, supuso Sachs. El detective entró en la habitación.

– Tres muertos, Lon. Consiguió otros tres. Como un zorro en el gallinero.

– Lincoln -insistió Sachs-. Termina de una vez con esto. Te estás haciendo daño.

No debería haberlo dicho. Rhyme la miró sorprendido.

– No me hago daño. No me siento avergonzado. ¿Parezco avergonzado? Os lo pregunto a todos: ¿parezco avergonzado? ¿Parezco avergonzado?

– Tenemos…

– ¡No, no tenemos nada de nada! Terminado. Finito. Caso cerrado. A agacharse y cubrirse. Nos vamos a las colinas. Amelia, ¿te unes a nosotros? Te invito a que lo hagas. -Finalmente miró a Percey-. ¿Qué haces aquí? Se supone que tenías que estar en Long Island.

– Quiero hablar contigo.

– Al menos dame un trago -dijo Rhyme, tras un instante de silencio.

Percey miró a Sachs y se acercó a la repisa; cogió la botella y se sirvió un vaso para ella y otro para el criminalista.

– He aquí una dama con clase -dijo Rhyme-. Mató a su socio y sin embargo comparte una copa conmigo. Tú no lo has hecho, Sachs.

– Oh, Rhyme, deja ya de decir gilipolleces -le espetó la chica-. ¿Dónde está Mel?

– Lo mandé a su casa. No hay nada más que hacer… Vamos a despachar a Percey a Long Island, donde estará a salvo.

– ¿Qué? -preguntó Sachs.

– Haremos lo que deberíamos haber hecho desde el principio. Sírveme otro trago.

Percey empezó a verter el licor.

– Ya ha bebido demasiado -le advirtió Sachs.

– No la escuches -exclamó Rhyme-. Está enfadada conmigo. No hago lo que ella quiere y se enfada.

Oh, gracias, Rhyme. Ventilemos nuestras diferencias en público, ¿por qué no? Lo miró con sus ojos hermosos y frios. Rhyme ni se enteró, estaba observando a Percey Clay.

– Hiciste un trato conmigo -dijo la aviadora-. Y de repente me encuentro con dos agentes que están a punto de llevarme a Long Island. Creí que podía confiar en ti.

– Pero si confías en mí, pierdes la vida.

– Era un riesgo -dijo Percey-. Tú dijiste que había una posibilidad de que el Bailarín pudiera entrar en la casa de seguridad.

– Claro que sí, pero lo que no sabes es que ya lo había descubierto.

– ¿Qué tú… qué?

Sachs frunció el entrecejo y escuchó con atención.

– Supuse que iba a irrumpir en la casa de seguridad. Imaginé que llevaría el uniforme de un bombero -siguió Rhyme-. ¡Joder! También adiviné que utilizaría un explosivo para abrir la puerta posterior. Apuesto a que el explosivo era un Accuracy Systems Cinco Veintiuno o Cinco Veintidós con un detonador Instadet. ¿Tengo razón?

– Pues…

¿Tengo razón?

– Un Cinco Veintidós -dijo Sachs.

– ¿Veis? Lo pude prever todo. Lo supe cinco minutos antes de que entrara el Bailarín. ¡Sólo que no pude llamar a nadie para decírselo! No pude… levantar… el jodido teléfono para decirle a alguien lo que estaba a punto de suceder. Y tu amigo murió. Por mi culpa.

Sachs sintió lástima por él y le dolió. Estaba conmovida por la pena de Rhyme, pero no tenía ni idea de lo que podía hacer o decir para mitigarla.

La saliva se le escurría por el mentón. Thom se le acercó con un pañuelo, pero Rhyme lo alejó con un furioso movimiento de su bien delineada barbilla. Señaló el ordenador con la cabeza.

– Oh, qué orgulloso estaba. Empecé a pensar que era una persona normal. Conducía la Storm Arrow como un piloto de carreras, encendía las luces y podía poner un CD… ¡Vaya mierda! -cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la almohada.

Sonó una aguda carcajada, sobresaltándolos a todos. Percey Clay se sirvió más whisky. También echó un poco más para Rhyme.

– Hay mucha mierda aquí, eso es seguro. Pero sólo en lo que estás diciendo.

Rhyme abrió los ojos y le lanzó una furiosa mirada.

Percey volvió a reír.

– No lo hagas -le advirtió Rhyme, ambiguamente.

– Oh, por favor -musitó Percey, sin darle demasiada importancia-. ¿Que no haga qué? -Sachs observó que los ojos de la aviadora se achicaban-. ¿Qué estás diciendo? -murmuró Percey-. ¿Que alguien ha muerto a causa de… un fallo técnico?

Sachs se dio cuenta que de Rhyme había esperado que dijera otra cosa. Le pilló con la guardia baja. Después de pensarlo un instante respondió:

– Sí. Eso es exactamente lo que estoy diciendo. Si hubiera sido capaz de levantar el teléfono…

– ¿Y qué? -lo cortó Percey-. ¿Eso te da derecho a montar este maldito berrinche? ¿A renegar de tus promesas? -Agitó el licor y suspiró exasperada-. Oh, por amor de Dios… ¿Tienes idea de lo que hago para ganarme la vida?

Para sorpresa de Sachs, Rhyme se calmó de repente. Comenzó a hablar, pero Percey volvió a interrumpirlo:

– Piensa en esto: Me siento en un pequeño tubo de aluminio que vuela a cuatrocientos nudos por hora, a diez mil metros de altura. Afuera hay sesenta grados bajo cero y los vientos soplan a ciento sesenta kilómetros por hora. Ni siquiera te hablo de los relámpagos, ni de las turbulencias o el hielo. Dios del cielo, estoy viva sólo gracias a las máquinas -otra carcajada-. ¿En qué me diferencio de ti?

– No lo comprendes -protestó Rhyme, cortante.

– No has contestado a mi pregunta. ¿En qué? -insistió, inflexible-. ¿En qué somos diferentes?

– Tú puedes andar, levantar el teléfono…

– ¿Puedo caminar? Estoy a mil quinientos metros de altura. Si abro la puerta, mi sangre hierve en segundos.

Por primera vez desde que lo conociera, pensó Sachs, Rhyme había encontrado la horma de su zapato. Se quedó sin habla.

– Lo lamento, detective -continuó Percey-, pero no veo ni una pizca de diferencia entre nosotros. Somos productos de la ciencia del siglo XX. Maldita sea, si tuviera alas, podría volar por mí misma. Pero no las tengo y nunca las tendré. Para hacer lo que tenemos que hacer, tú y yo… confiamos.

– Está bien -Rhyme sonrió, divertido.

Vamos, Rhyme, pensó Sachs. ¡Dale su merecido! Deseaba ansiosamente que Rhyme ganara la discusión, que mandara a aquella mujer a Long Island y acabaran con ella para siempre.

– Pero si yo me equivoco -adujo Rhyme-, la gente muere.

– ¿Oh? ¿Y qué sucede si mi anticongelante falla? ¿Qué sucede si mi amortiguador de desviación no funciona? ¿Qué pasa si un pájaro se introduce en mi tubo Pitot en un aterrizaje ILS [47]? Estoy… muerta. Los extintores que no funcionan, los fallos hidráulicos, los mecánicos que se olvidan de reemplazar ciertos circuitos… Los sistemas auxiliares fallan. En tu caso, los heridos pueden tener la oportunidad de recuperarse de los disparos. Pero si mi avión cae a tierra a quinientos kilómetros por hora no queda nada.

En aquel momento Rhyme parecía completamente sobrio. Sus ojos recorrían frenéticamente el cuarto como si buscaran una prueba infalible para refutar los argumentos de Percey.

– Bien -dijo la mujer, tranquila-. Creo que Amelia trajo algunas pruebas que encontró en la casa de seguridad. Sugiero que comiences a examinarlas y termines con estas bobadas de una vez. Porque me voy a Mamaroneck ya mismo a terminar de reparar mi aparato y por la noche haré ese vuelo. Te lo preguntaré sólo una vez: ¿me dejarás ir al aeropuerto como me prometiste? ¿O tengo que llamar a mi abogado?

Rhyme seguía sin habla.

Pasó un momento.

Sachs dio un salto cuando Rhyme gritó con su potente voz de barítono:

– ¡Thom! ¡Thom! Ven aquí.

El ayudante apareció en el umbral y atisbó, dudoso.

– He tenido un accidente, mira, volqué mi vaso. Y mi pelo está hecho un asco. ¿Te importa poner un poco de orden? ¿Por favor?

– ¿Te estás riendo de nosotros, Lincoln? -preguntó Thom cautamente.

– ¿Y Mel Cooper? ¿Podrías llamarlo, Lon? Debe haberme tomado en serio, pero estaba bromeando. Es un científico muy bueno, pero no tiene ningún sentido del humor. Necesitamos que vuelva.

Amelia Sachs quería salir corriendo, entrar en su coche y conducir por las carreteras de Nueva Jersey o del Condado de Nassau a doscientos kilómetros por hora. No podía soportar estar un minuto más en el mismo cuarto que esa mujer.

– Está bien, Percey -dijo Rhyme-, que te acompañe el detective Bell y nos aseguraremos también de que otros hombres de Bo os siguen. Vete a tu aeropuerto y haz lo que tienes que hacer.

– Gracias, Lincoln -asintió y le ofreció una sonrisa.

Ese gesto fue suficiente para hacerle pensar a Sachs que parte del discurso de Percey Clay iba dirigido a ella, para dejar en claro quién era la ganadora indiscutible de aquel torneo. Bueno, Sachs estaba convencida de que estaba condenada a perder en ciertos deportes. Campeona de tiro, policía condecorada, conductora experimentada, valiente y bastante buena criminalista, poseía sin embargo un corazón muy vulnerable. Su padre ya lo había percibido, él, que también era un romántico. Unos años atrás, después de que ella pasara por una relación bastante conflictiva, le había dicho:

«Tendrían que hacer un blindaje para el corazón, Amie. De veras».

Adiós, Rhyme, pensó. Adiós.

¿Cuál fue la respuesta de Rhyme a aquella nueva despedida? Una leve mirada y una brusca orden:

– Veamos esas pruebas, Sachs. Estamos perdiendo el tiempo.

Hora 29 de 45
Capítulo 28

Individualizar es la meta del criminalista.

Así se denomina el proceso de relacionar una prueba con un único origen, con exclusión de todos los demás.

En aquel momento Lincoln Rhyme observaba la prueba más individualizada que existe: sangre del cuerpo del Bailarín. Un test muy sofisticado de ADN podría eliminar virtualmente cualquier posibilidad de que la sangre proviniera de otra persona.

Sin embargo, aquella prueba podía aportar poco. El CODIS o sistema de información computerizado sobre el ADN contenía los perfiles de algunos criminales convictos, pero era aún una base de datos muy pequeña, compuesta mayormente de delincuentes sexuales y un número limitado de criminales violentos. Rhyme no se sorprendió cuando el examen de la sangre del Bailarín resultó negativo.

Sin embargo, el criminalista sentía un leve placer al poseer una parte del propio asesino, preparada en un frotis y guardada en un tubo de ensayo. Para la mayoría de sus colegas, los delincuentes se limitaban a estar «por ahí», raramente se encontraban cara a cara con ellos, incluso no llegaban a conocerlos, de no ser en el juicio. De manera que sintió una profunda conmoción al estar en presencia del hombre que había causado tanto dolor a tantas personas, él incluido.

– ¿Qué más has encontrado? -preguntó a Sachs.

Amelia había aspirado el cuarto de Brit Hale para encontrar vestigios, pero cuando ella y Cooper se colocaron las gafas de aumento y repasaron todo lo que habían traído, no encontraron nada excepto residuos de disparos y fragmentos de balas, ladrillo y yeso desprendido por los tiroteos.

Había recogido los casquillos de la pistola semiautomática que había usado el asesino. El arma era una Beretta de 7,62 milímetros, probablemente un viejo modelo con algunos deterioros. Los casquillos, recuperados por Sachs en su totalidad, habían sido sometidos por el Bailarín a un proceso que eliminaba hasta las huellas de los empleados de la fábrica de municiones, de manera que nadie pudiera relacionar su compra con un turno en concreto o con un lote enviado a algún lugar particular. Aparentemente el joven había cargado el arma con los nudillos para evitar dejar huellas. Un truco conocido.

– Adelante -le pidió Rhyme a Sachs.

– Balas de pistola.

Cooper las examinó. Tres estaban achatadas y una conservaba muy bien su forma. Dos estaban cubiertas por la sangre negra y coagulada de Brit Hale.

– Escanéalas para ver si hay huellas -ordenó Rhyme.

– Ya lo hice -replicó Sachs cortante.

– Prueba con el láser.

Cooper lo hizo.

– Nada, Lincoln. -El técnico se fijó en un trozo de algodón que estaba en una bolsa de plástico-. ¿Qué es eso? -preguntó.

– Oh, también traje los cartuchos del fusil -respondió Sachs.

– ¿Qué?

– Le hizo dos disparos a Jodie. Dos de ellos dieron en la pared y explotaron. Éste dio en tierra, en una maceta de geranios, y no explotó. Encontré un agujero en uno de los geranios y…

– Esperad -parpadeó Cooper-. ¿Éste es uno de los cartuchos explosivos?

– Así es. Pero no explotó -dijo Sachs.

Rápidamente, Cooper puso la bolsa sobre la mesa y retrocedió. Empujó a Sachs, que era cinco centímetros más alta que él, para alejarla también.

– ¿Qué pasa?

– Las balas explosivas son muy inestables. En este momento, los granos de pólvora se podrían estar activando… podrían explotar en cualquier momento. Un pedazo de metralla te podría matar.

– Has visto los fragmentos de los otros, Mel -dijo Rhyme-. ¿Cómo están hechos?

– Es horrible, Lincoln -dijo el técnico nerviosamente, y su calva se cubrió de sudor-. Tienen un relleno de PETN, con pólvora sin humo como base. Es lo que lo vuelve inestable.

– ¿Por qué no explotó? -preguntó Sachs.

– La tierra hizo que impactara con suavidad. Y pensemos que el Bailarín los hace él mismo. Quizá su control de calidad no fue muy bueno.

– ¿Los hace él mismo? -preguntó Rhyme-. ¿Cómo?

Con los ojos fijos en la bolsa de plástico, el técnico le explicó:

– Bueno, la forma más común consiste en taladrar un agujero desde la punta casi hasta la base. Se ponen unos perdigones y un poco de pólvora negra o sin humo. Se enrolla una tira de plástico y se coloca dentro. Luego se sella todo; en este caso con un cono de cerámica. Cuando da en el blanco, los perdigones se incrustan en la pólvora. Eso hace que el PETN explote.

– ¿Enrolla el plástico? -preguntó Rhyme-. ¿Con los dedos?

– Generalmente.

Rhyme miró a Sachs y por un momento la tensión que había entre ellos desapareció. Sonrieron y exclamaron a la vez:

– ¡Huellas!

– Quizá -dijo Mel Cooper-. Pero, ¿cómo lo vais a averiguar? Tenéis que desarmarlo.

– Entonces -dijo Sachs -, lo desarmaremos.

– No, no, no, Sachs -intervino Rhyme con brusquedad-. Tú no. Esperaremos a los especialistas artificieros.

– No tenemos tiempo.

Se inclinó sobre la bolsa y comenzó a abrirla.

– Sachs, ¿qué mierda estás tratando de probar?

– No trato de probar nada -respondió ella fríamente-. Trato de coger al asesino.

Cooper no sabía qué hacer.

– ¿Estás tratando de salvar a Jerry Banks? Bueno, ya es demasiado tarde. Olvídalo. Limítate a hacer tu trabajo.

– Este es mi trabajo.

– ¡Sachs, no fue culpa tuya! -gritó Rhyme-. Olvídalo. Olvida los muertos. Te lo he dicho una docena de veces.

– Pondré mi chaleco sobre la bolsa -contestó la joven muy tranquila- y trabajaré desde atrás.

Se quitó la blusa y abrió las tiras de Velero que sujetaban el chaleco antibalas. Lo colocó como una tienda sobre la bolsa que contenía el cartucho.

– El blindaje te protege pero no te protege las manos -le advirtió Cooper.

– Los trajes antibala tampoco tienen protección para las manos -señaló Sachs, y sacó de su bolsillo los tapones para los oídos que usaba para tirar y se los colocó-. Tendrás que gritar -le dijo a Cooper-. ¿Qué hago?

No, Sachs, no, pensó Rhyme.

– Si no me lo dices lo cortaré en dos -cogió una sierra forense. El filo se cernió sobre la bolsa. La chica hizo una pausa.

Rhyme suspiró e hizo una seña con la cabeza a Cooper.

– Dile lo que tiene que hacer.

El técnico tragó saliva.

– Muy bien. Desenvuélvelo con cuidado. Aquí, ponló sobre esta toalla. No lo sacudas. Es lo peor que puedes hacer.

Sachs expuso la bala, un trozo de metal sorprendentemente pequeño, con una punta blancuzca.

– ¿Ves ese cono? -siguió Cooper-. Si la bala explota el cono pasará a través del blindaje y de al menos una o dos paredes. Tiene un revestimiento de Teflon.

– Bien -Sachs puso la bala de costado, mirando la pared.

– Sachs -dijo Rhyme en tono tranquilizador-, usa fórceps y no tus dedos.

– Si explota eso no supondrá la menor diferencia, Rhyme. Y necesito el control que me dan los dedos.

– Por favor.

Sachs vaciló y luego tomó la pinza que Cooper le ofrecía. Cogió la base del cartucho.

– ¿Cómo lo abro? ¿Lo corto?

– No puedes cortar el plomo -contestó Cooper-. El calor de la fricción detonaría la pólvora negra. Tienes que sacar con cuidado el cono para llegar a la tira de plástico.

El sudor corría por la cara de Sachs.

– Bien. ¿Con alicates?

Cooper levantó un par de alicates de punta muy fina que estaban sobre la mesa y se acercó a Sachs. Se los puso en la mano derecha y luego retrocedió.

– Debes cogerlo y tirar con fuerza. El Bailarín lo pegó con resina epoxy, que no suelda bien el plomo, de manera que debería desprenderse con facilidad. Pero no lo aprietes mucho. Si se rompe, no podrás quitarlo sin un taladro. Y eso lo haría explotar.

– Con fuerza, pero no demasiada -murmuró Sachs.

– Piensa en todos los coches que has reparado, Sachs -dijo Rhyme.

– ¿Qué?

– Cuando tratabas de sacar las bujías: con fuerza como para aflojarlas, pero no tanta como para romper la cerámica.

Sachs asintió, distraída, y Rhyme no supo si le había oído.

La pelirroja inclinó la cabeza detrás de la tienda formada por su chaleco antibalas.

Rhyme vio que sus ojos se cerraron.

Oh, Sachs…

No percibió ningún movimiento. Apenas si oyó un chasquido.

Sachs se quedó paralizada un momento y luego miró por encima del chaleco.

– Ya salió. Está abierto.

– ¿Ves el explosivo? -preguntó Cooper.

Ella miró dentro.

– Sí.

– Vierte dentro un poco de aceite -Cooper le tendió un bote- y luego inclínalo. El plástico saldrá. No podemos tocarlo porque las huellas se arruinarían.

Sachs agregó el aceite, luego inclinó el cartucho, con la parte abierta hacia abajo, sobre la toalla.

No pasó nada.

– Maldita sea -murmuró.

– ¡No…

Sachs lo sacudió con fuerza.

– …lo sacudas! -gritó Cooper,

– ¡Sachs! -jadeó Rhyme.

La chica sacudió con más fuerza.

– Maldita sea.

– ¡No!

Salió una pequeña tira blanca, seguida de unos granos de pólvora negra.

– Bien -dijo Cooper con un suspiro de alivio-. Ya no hay peligro.

Se acercó y utilizando una sonda muy delgada, colocó el plástico en un portaobjetos de cristal. Se dirigió hacia el microscopio con el paso característico de todos los criminalistas del mundo: la espalda bien derecha, la mano levantada y sosteniendo la muestra con pulso firme. Montó el explosivo.

– ¿Uso el Magna-Brush? -preguntó refiriéndose a un fino polvo gris que se utilizaba para descubrir huellas.

– No -le respondió Rhyme-. Usa violeta de genciana. Es una huella sobre plástico. Necesitamos un poco de contraste.

Cooper pulverizó la muestra y luego montó el portaobjetos en el microscopio.

La imagen apareció simultáneamente en la pantalla del ordenador de Rhyme.

– ¡Sí! -gritó-. Aquí está.

Las curvas y bifurcaciones eran muy visibles.

– Lo atrapaste, Sachs. Buen trabajo.

Mientras Cooper giraba lentamente el trozo de plástico, Rhyme hizo tomas progresivas en la pantalla, imágenes digitalizadas, y las guardó en el disco duro. Luego las reunió e imprimió una sola lámina bidimensional.

Pero cuando el técnico la examinó, suspiró.

– ¿Qué? -preguntó Rhyme.

– No es suficiente para hacer una comparación. Mide sólo cinco milímetros por uno con cinco. Ningún laboratorio del mundo podría obtener información de ella.

– Dios -exclamó Rhyme-. Todo ese esfuerzo… perdido.

Amelia Sachs se echó a reír a carcajadas. Estaba mirando la pared, donde estaban los diagramas de las pruebas. EC1, EC2…

– Unidlas -dijo.

– ¿Qué?

– Tenemos tres parciales -les explicó-. Probablemente todas provengan del dedo índice. ¿No podremos hacerlas coincidir?

Cooper miró a Rhyme.

– Nunca oí nada semejante.

Tampoco lo había oído Rhyme. La mayor parte del trabajo forense consiste en analizar pruebas para su presentación en un juicio, ya que «forense» significa «relacionado con procedimientos legales»; y un abogado defensor reaccionaría muy mal si la policía comenzara a hilvanar fragmentos de las huellas de los sospechosos.

Pero su prioridad consistía en encontrar al Bailarín, no en preparar el caso en su contra.

– ¡Claro que sí! -dijo Rhyme-. ¡Hacedlo!

Cooper cogió las fotos de las otras huellas del Bailarín y las puso sobre la mesa.

Sachs y el técnico comenzaron a trabajar. Cooper hizo fotocopias de las huellas y redujo dos para que todas tuvieran el mismo tamaño. Luego se pusieron a hacerlas coincidir como si fuera un rompecabezas. Parecían niños intentando variaciones, volviendo a colocar fragmentos, discutiendo amablemente. Sachs hasta se animó a coger un bolígrafo y conectar varias líneas del dibujo.

– Eso es hacer trampas -bromeó Cooper.

– Pero coinciden -dijo Sachs, triunfante.

Finalmente cortaron y ensamblaron una huella. Representaba tres cuartos de una huella en relieve por fricción, probablemente del dedo índice derecho. Cooper la levantó.

– Tengo mis dudas sobre lo que hemos hecho, Lincoln.

– Es arte, Mel ¡Es hermosa! -contestó Rhyme.

– No se lo digas a nadie de la Asociación de Identificación o nos echarán con cajas destempladas.

– Pásala a AFIS. Solicita una búsqueda prioritaria. En todos los Estados.

– Ooooh -dijo Cooper-. Costará lo que cobro de salario en un año.

Escaneó la huella en el ordenador.

– Llevará una media hora -dijo Cooper, más realista que pesimista.

Pero no llevó tanto tiempo. Cinco minutos después, el tiempo suficiente para que Rhyme especulara sobre quién, si Sachs o Cooper, estaría más dispuesto a servirle un trago, la pantalla se iluminó y apareció una nueva imagen.

Su pedido ha encontrad… una identificación. Hay 14 puntos de comparación. La probabilidad estadística de identificación es del 97%.

– Oh, Dios mío -murmuró Sachs-. Lo tenemos.

– ¿Quién es, Mel? -preguntó Rhyme, en voz baja, como si temiera que las palabras hicieran volar las frágiles partículas de la pantalla del ordenador.

– Ya no lo llamaremos el Bailarín -dijo Cooper-. Es Stephen Robert Kall. Treinta y seis años. El paradero actual se desconoce. El último domicilio conocido, de hace quince años, es un número de RFD [48] en Cumberland, Virginia Occidental.

El apellido, tan corriente, le produjo a Rhyme una cierta decepción. Kall.

– ¿Por qué estaba fichado?

– Por lo que le contó a Jodie… -leyó Cooper-. Cumplió veinte meses de cárcel por un homicidio involuntario cuando tenía quince años. -Rió quedamente-. Aparentemente el Bailarín no se molestó en contarle a Jodie que la víctima fue su padrastro.

– ¿Padrastro, eh?

– Lo que estoy leyendo es muy fuerte -dijo Cooper, inclinado sobre la pantalla-. Joder.

– ¿Qué? -preguntó Sachs.

– Notas de los informes policiales. Esto es lo que pasó. Parece que había un historial de peleas domésticas. La madre del muchacho se estaba muriendo de cáncer y su marido, el padrastro de Kall, la golpeó por algo que había hecho. Se cayó y se rompió un brazo. Murió unos meses después y a Kall se le metió en la cabeza que la muerte había sido culpa de Lou. -Cooper siguió con la lectura y se estremeció-. ¿Queréis oír lo que pasó?

– Adelante.

– Un par de meses después de la muerte de su madre, Stephen y su padrastro salieron a cazar. El chico le hizo perder el conocimiento, lo desnudó y lo ató a un árbol en el bosque. Lo dejó allí unos días. Su abogado dijo que lo había hecho para asustarlo. Cuando la policía lo encontró, bueno, digamos que estaba lleno de gusanos. Vivió dos días más, delirando.

– Joder -murmuró Sachs.

– Cuando lo encontraron, el chico estaba allí, sentado a su lado y se limitaba a observarlo -leyó Cooper-. El sospechoso se entregó sin ofrecer resistencia. Parecía estar en un estado de desorientación. Repetía una y otra vez «Cualquier cosa puede matar, cualquier cosa puede matar…». Lo llevaron al Centro Regional de Salud Mental para su evaluación.

El informe psicológico no le interesaba mucho a Rhyme. Para determinar el perfil del sospechoso confiaba más en sus técnicas forenses que en las de los policías conductistas. Sabía que el Bailarín era un sociópata, como todos los asesinos profesionales, y las penas y traumas que le habían convertido en lo que era no resultaban de mucha ayuda en aquel momento.

– ¿Hay alguna foto? -preguntó Rhyme.

– No les sacan fotos a los delincuentes juveniles.

– Vale. Mierda. ¿Qué se sabe del servicio militar?

– Nada. Pero hay otra condena -dijo Cooper-. Intentó alistarse en los marines pero su perfil psicológico hizo que lo rechazaran. Persiguió a los oficiales de reclutamiento durante un par de meses y finalmente atacó a un sargento.

– Vamos a pasar el nombre por FINEST, la lista de alias y el NCIC -dijo Sellito.

– Haz que Dellray envíe algunos hombres a Cumberland para tratar de localizarlo -ordenó Rhyme.

– Lo haré.

StephenKall…

Después de todos aquellos años era como visitar un lugar sagrado sobre el que se había leído toda la vida pero que nunca se había visitado.

Se oyó un fuerte golpe en la puerta. Tanto Sachs como Sellitto llevaron las manos instintivamente a sus armas.

Pero el visitante era uno de los policías de la planta baja. Traía un enorme maletín.

– Para entregar -dijo.

– ¿Qué es? -preguntó Rhyme.

– Lo trajo un policía de Illinois. Dijo que proviene del Departamento de Bomberos del condado de Du Page.

– ¿Qué es?

El policía se encogió de hombros.

– Dijo que era basura de las ruedas de unos camiones. Debe ser una broma.

– No -dijo Rhyme-, eso es exactamente lo que es. -Miró a Cooper-: El raspado de las gomas del lugar de la explosión.

El policía parpadeó.

– ¿Eso es lo que quería que viniera de Chicago por avión?

– Lo hemos estado esperando impacientes.

– Vale. La vida es graciosa algunas veces, ¿verdad?

Lincoln Rhyme estuvo muy de acuerdo.


La aeronáutica como oficio sólo en parte consiste en volar.

La aeronáutica también significa papeleo.

En la parte trasera de la camioneta que transportaba a Percey Clay al aeropuerto Mamaroneck había una gran pila de libros, mapas y documentos. Miles de páginas. Montañas de información. Percey, como la mayoría de los pilotos, conocía casi todo su contenido de memoria. Pero, con todo, no se le ocurriría pilotar un aeroplano sin repasar todos los datos y estudiarlos como si fuera la primera vez que los veía.

Con aquella información y una calculadora estaba completando los dos documentos básicos previos a cada vuelo: la hoja de navegación y el plan de vuelo. En la hoja debía marcar su posición, calcular las variaciones del rumbo provocadas por el viento y el grado de divergencia entre el rumbo verdadero y el rumbo magnético, determinar el tiempo estimado de vuelo (ETE) y con ello calcular el número sagrado: el que indica la cantidad de combustible que se necesita para el vuelo. Seis ciudades, seis planillas diferentes, docenas de puntos de control entre medias…

Luego estaba el plan de vuelo de la FAA, al dorso de la hoja de navegación. Una vez en el aire, el piloto debía activar el plan llamando a la Estación de Servicio de Vuelo en Mamaroneck, que, a su vez, debería comunicarse con Chicago e informarles de la hora estimada de llegada. Si el avión no llegaba en su momento, media hora después se le declaraba en emergencia y comenzaban los procedimientos de búsqueda y rescate.

La documentación era muy complicada y los cálculos debían estar perfectos. Si el avión disponía de una cantidad ilimitada de combustible, el piloto podía confiar en la navegación por radio y pasar tanto tiempo como quisiera paseando entre destino y destino, a la altitud que quisiera. Pero evidentemente, el combustible era muy caro y las dos turbohélices Garrett quemaban una cantidad impresionante; por otra parte, también pesaba bastante y transportarlo costaba mucho en tasas al combustible extra. En vuelos largos, en especial cuando se hacían varios despegues, que consumían mucho combustible, si llevaba demasiada gasolina la ganancia que la Compañía obtenía con el vuelo disminuía drásticamente. La FAA establecía que cada vuelo debía llevar el combustible necesario para llegar a destino, más una reserva, en el caso de un vuelo nocturno, equivalente a cuarenta y cinco minutos de vuelo.

Los dedos de Percey bailaban sobre la calculadora; completó las planillas con nítida caligrafía. En su vida cotidiana descuidaba muchas cosas, pero en cuestiones de vuelo era muy meticulosa. El mero acto de completar las frecuencias o las variaciones magnéticas le producía placer. Nunca escatimaba y nunca elucubraba cuando se requerían cálculos exactos. Aquel día se sumergió en el trabajo.

Roland Bell estaba a su lado, demacrado y huraño. El muchacho simpático de siempre había quedado atrás. Percey sufría por él, así como por ella; Brit Hale era el primer testigo que había perdido. Sintió un impulso irrazonable de tocarle el brazo y consolarlo, como él lo había hecho antes con ella. Pero Bell parecía ser uno de esos hombres que, cuando se enfrentan a alguna pérdida, se cierran en sí mismos; cualquier manifestación de compasión le molestaría. Percey pensó en que se parecían mucho. Bell miraba por la ventanilla del coche y su mano tocaba con frecuencia la culata negra de la pistola que llevaba en una funda bajo el brazo.

Justo cuado terminaba de confeccionar la última tarjeta del plan de vuelo la camioneta dobló la esquina y entró al aeropuerto. Se detuvo frente a los guardias armados que examinaron los carnés de identidad y les dejaron pasar.

Ron Talbot, manchado de grasa y exhausto, estaba sentado en la oficina y se enjugaba la frente sudorosa. Su cara tenía un alarmante color púrpura.

– Ron… -Percey se le acercó a la carrera-. ¿Estás bien?

Se abrazaron.

– Brit -dijo Ron, sacudiendo la cabeza y jadeando-. Se llevó también a Brit. Percey, no deberías estar aquí. Vete a un lugar seguro. Olvida el vuelo. No vale la pena.

Ella retrocedió.

– ¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo?

– Sólo cansado.

Percey le quitó el cigarrillo de la mano y lo apagó.

– ¿Has hecho tú solo todo el trabajo en el Foxtrot Bravo?

– Yo…

– ¿Ron?

– Hice la mayor parte. Está casi terminado. El tipo de Northeast entregó el cartucho del extintor y la camisa de la cámara de combustión hace una hora. Comencé a instalarlos pero me sentí un poco cansado.

– ¿Dolor de pecho?

– No, de veras.

– Ron, vete a casa.

– Puedo…

– Ron -exclamó Percey-, acabo de perder a dos personas muy queridas. No voy a perder a una tercera… Puedo terminar la reparación. Es pan comido.

Talbot daba la impresión de que no podía levantar ni una llave inglesa, mucho menos una pesada cámara de combustión.

– ¿Dónde está Brad? -preguntó Percey. Era el copiloto para el vuelo.

– En camino. Llegará en una hora.

– Vete a casa -besó su frente sudorosa-. Y deja de fumar, por amor de Dios. ¿Estás loco?

Él la abrazó.

– Percey, en cuanto a Brit…

Ella lo hizo callar llevándose un dedo a los labios.

– A casa. Duerme un poco. Cuando te despiertes estaré en Erie y nos habremos hecho con ese contrato. Firmado, sellado y entregado.

Ron se levantó con esfuerzo y permaneció un momento mirando a través de la ventana el Foxtrot Bravo. Su rostro mostraba una gran amargura. Era la misma mirada que ella recordaba haber visto en sus ojos mansos cuando le comunicó que no había pasado las pruebas físicas y que ya no podría volar para ganarse la vida. Talbot se dirigió a la puerta.

Era hora de volver al trabajo. Se arremangó y le hizo una seña a Bell para que se acercara. Él inclinó la cabeza sobre ella de una forma que le encantó. La misma postura que adoptaba Ed cuando le hablaba bajo.

– Necesitaré estar unas horas en el hangar -le dijo-. ¿Podréis mantener alejado a ese hijo de puta hasta que termine?

Bell no contestó con aforismos sureños ni con dichos pintorescos. El hombre que llevaba dos pistolas asintió solemnemente y sus ojos se movieron con rapidez de sombra en sombra.


Tenían un misterio entre sus manos.

Cooper y Sachs habían examinado todos los vestigios encontrados en las ruedas de los camiones de bomberos y coches policiales de Chicago que habían estado en el lugar en que explotó el avión de Ed Carney. Hallaron tierra estéril, caca de perro, hierbas, aceite y basura, todo lo que Rhyme había esperado encontrar. Pero hicieron un descubrimiento que les pareció importante.

Rhyme no tenía ni idea de lo que significaba.

La única muestra de vestigios que mostraba señales de residuos de la bomba eran unos pequeños fragmentos de una sustancia beige flexible. El cromatógrafo de gases/espectrómetro de masa informó que era C5H8.

– Isopreno -anunció Cooper.

– ¿Qué es eso? -preguntó Sachs.

– Goma -contestó Rhyme.

– También detecta ácidos grasos -continuó Cooper-. Tinturas, talco.

– ¿Algún agente de endurecimiento? -preguntó Rhyme-. ¿Arcilla? ¿Carbonato de magnesio? ¿Oxido de zinc?

– Ninguno.

– Es una goma blanda, como el látex.

– Y también hay pequeños fragmentos de cemento para goma -añadió Cooper, mientras miraba una muestra en el microscopio de luz polarizada-. Bingo -dijo.

– No bromees, Mel -gruñó Rhyme.

– Hay trozos de soldadura y minúsculos pedazos de plástico incrustados en la goma. Tarjeta de circuitos.

– ¿Parte del temporizador? -se preguntó Sachs en voz alta.

– No, estaba intacto -le recordó Rhyme.

Presentían que habían encontrado algo importante. Si era otra parte de la bomba, podría proporcionarles una pista sobre el origen del explosivo o de algún otro componente.

– Tenemos que saber con seguridad si proviene de la bomba o del mismo avión. Sachs, quiero que vayas al aeropuerto.

– Al…

– A Mamaroneck. Encuentra a Percey y pídele que te dé muestras de todo lo que tenga látex, goma o de las tarjetas de circuitos que pudiera haber en el interior de un avión como el que pilotaba Carney. Cerca del lugar de la explosión. Mel, envía la información a la Colección de Referencia de Explosivos del FBI y contacta con el CID [49] del ejército, quizá haya un revestimiento impermeable de látex de algún tipo que usen para los explosivos. Quizá lo podamos localizar de esa forma.

Cooper empezó a teclear en su ordenador, pero Rhyme se dio cuenta de que Sachs no estaba contenta con su tarea.

– ¿Quieres que vaya a hablar con ella? -le preguntó-. ¿Con Percey?

– Sí. Es lo que te estoy diciendo.

– Vale -Sachs suspiró-. Muy bien.

– Y no la molestes como lo has estado haciendo. Necesitamos su cooperación.

Rhyme no tenía idea de la razón por la cual Sachs se puso el chaleco antibalas con tanto enfado y salió sin despedirse.

Hora 31 de 45
Capítulo 29

En el aeropuerto Mamaroneck, Amelia vio a Roland Bell al acecho, fuera del hangar. Otros seis oficiales hacían guardia alrededor del enorme edificio. Supuso que también habría francotiradores en las cercanías.

Se fijó en la colina donde se había arrojado al suelo durante el tiroteo. Recordó, con disgusto, el olor de la tierra mezclada con el dulce aroma de la cordita que emanó de sus disparos fallidos.

– Detective -saludó a Bell.

– Hola -respondió el hombre volviéndose hacia ella. Luego siguió escudriñando el aeropuerto. Habían desaparecido sus simpáticas maneras de hombre del sur. Había cambiado. Sachs notó que ahora compartían algo de lo que no podían vanagloriarse: ambos habían disparado una vez contra el Bailarín y ambos habían fallado.

También los dos habían estado en la zona de muerte y habían sobrevivido. Sin embargo, Bell lo había hecho de forma más honrosa que ella. Sachs notó que su chaleco antibalas mostraba las huellas de la lucha: los destrozos causados por las dos balas que habían rebotado en él durante el ataque a la casa de seguridad. Se había mantenido firme en su posición.

– ¿Dónde está Percey? -preguntó la policía.

– Dentro. Está terminando las reparaciones.

– ¿Lo hace ella misma?

– Creo que sí. Es una gran mujer. Jamás hubiera pensado que una mujer tan poco atractiva como ella, tuviera toda esa fuerza. ¿Lo entiendes?

No me provoques.

– ¿Hay alguien más de la Compañía? -Señaló con la cabeza la oficina de Hudson Air. Había luz en su interior.

– Percey envió a casi todos a sus casas. La persona que será su copiloto está por llegar en cualquier momento. Y alguien de Operaciones está dentro. Me parece que se necesita alguien de guardia cuando se va a realizar un vuelo. Ya lo registré. No hay problemas.

– ¿De manera que, finalmente, hará ese vuelo? -preguntó Sachs.

– Así parece.

– ¿El avión ha estado vigilado todo el tiempo?

– Sí, desde ayer. ¿Qué haces aquí?

– Vengo a buscar unas muestras para analizar.

– Ese Rhyme también es un gran hombre.

– Ya…

– ¿Os entendéis bien?

– Hemos trabajado juntos en varios casos -contestó Sachs, con indiferencia-. Me salvó de trabajar en Asuntos Públicos.

– Es una buena acción. Escucha, me han dicho que sueles dar en el clavo.

– ¿Qué…?

– Que tiras muy bien con arma corta, que compites y todo.

Heme aquí, en el lugar de mi último torneo, pensó ella con amargura.

– Solo se trata de un hobby de fin de semana -musitó.

– Yo también suelo tirar con pistola; aún en un día bueno, con un arma de caño largo y preciso y yendo tiro a tiro, lo más que puedo disparar es a cincuenta o sesenta metros.

En su fuero interno, Sachs le agradeció sus comentarios pero reconoció que no eran más que un intento de consolarla por el fracaso del día anterior; las palabras no significaban nada para ella.

– Será mejor que vaya a hablar con Percey.

– Por allí, oficial.


Sachs entró en el amplio hangar. Caminó despacio y observó todos los lugares en donde el Bailarín podría esconderse. Se detuvo detrás de una pila de cajas; Percey no la vio.

La mujer estaba de pie sobre un pequeño andamio, con las manos en las caderas, y miraba la complicada red de cables y tubos del motor abierto. Se había arremangado y sus manos estaban cubiertas de grasa. Hizo un ademán afirmativo y luego se concentró en el compartimiento.

Sachs contemplaba fascinada cómo las hábiles manos de la mujer volaban sobre la maquinaria, apretando, comprobando, ajustando metal con metal y tensando juntas con precisos movimientos de sus frágiles brazos. Montó en apenas diez segundos un gran cilindro rojo, que Sachs pensó que sería el extintor.

Pero uno de los elementos, una especie de gran tubo de metal, no encajaba correctamente. Percey bajó del andamio, escogió una llave inglesa, y subió de nuevo. Aflojó tuercas, sacó otra pieza para tener más espacio de maniobra y trató nuevamente de colocar en su lugar el tubo grande.

No se movía.

Lo empujó con el hombro. No se movió un centímetro. Sacó otra pieza, y colocó meticulosamente cada tornillo y cada tuerca en una bandeja de plástico que estaba a sus pies. Se le enrojeció la cara por el esfuerzo cuando intentó montar la anilla de metal. Jadeaba mientras luchaba con el tubo. De repente éste se deslizó, se salió completamente de donde estaba y golpeó a Percey, que cayó hacia atrás. Aterrizó sobre pies y manos y las herramientas y tuercas que había arreglado con tanto cuidado se desparramaron sobre el suelo debajo de la cola del avión.

– ¡No! -gritó Percey-. ¡No!

Sachs se adelantó para ver si se había hecho daño, pero notó de inmediato que la exclamación no tenía nada que ver con el dolor: Percey cogió una llave grande y golpeó furiosamente con ella el suelo del hangar. La policía se detuvo y retrocedió hacia la sombra que proyectaba una gran caja de cartón.

– No, no, no… -gritó Percey y volvió a golpear el suelo de hormigón.

Sachs se quedó donde estaba.

– Oh, Ed… -murmuró la mujer y dejó caer la llave-. No puedo hacerlo sola. -Tratando de recuperar el aliento, se hizo un ovillo-. Ed… Oh, Ed… ¡Te echo tanto de menos!

Se quedó un rato, tirada como una débil hoja arrugada sobre el suelo brillante, y lloró. De repente el ataque pasó. Percey se puso de pie. Respiró profundamente y se enjugó las lágrimas. La aviadora que había en ella se hizo cargo nuevamente de la situación. Cogió las tuercas y las herramientas y volvió a subir al andamio. Observó un momento la anilla conflictiva. Examinó con cuidado las juntas pero no pudo ver dónde se sujetaban las piezas.

Sachs retrocedió hasta la puerta, la cerró de un golpe y luego caminó por el hangar haciendo mucho ruido. Percey se dio la vuelta, la vio y -luego siguió su trabajo en el motor. Se enjugó la cara varias veces con la manga. Sachs caminó hasta la base del andamio y observó cómo Percey luchaba con la anilla.

Ninguna de las dos dijo una palabra. Pasó un tiempo.

– Prueba con un gato -dijo Sachs por fin.

Percey se dio la vuelta y la miró. No dijo nada.

– Lo que pasa es que la tolerancia es muy estrecha -continuó Sachs-. Todo lo que necesitas es más fuerza. La vieja técnica de la coacción. No la enseñan en la escuela de mecánica.

Percey miró con cuidado los soportes de montaje de las piezas de metal.

– No estoy segura.

– Yo sí. Estás hablando con una experta.

– ¿Has montado alguna vez una cámara de combustión en un Lear? -preguntó la aviadora.

– No. Bujías en un Chevy Monza. Tienes que levantar el motor con un gato para llegar a ellas. Bueno, sólo en el V-8. ¿Pero quién querría comprar un motor de cuatro cilindros? Quiero decir, ¿qué sentido tiene?

Percey miró de nuevo el motor.

– ¿Entonces? -insistió Sachs-, ¿pruebas con un gato?

– Doblará la cubierta externa.

– No lo hará si lo pones aquí -Sachs señaló un elemento de la estructura que conectaba el motor a un soporte que llegaba hasta el fuselaje.

Percey estudió la instalación.

– No tengo un gato lo suficientemente pequeño como para que encaje allí.

– Yo sí. Lo traeré.

Sachs se dirigió al RRV y volvió con un gato. Subió al andamio y las rodillas le dolieron terriblemente por el esfuerzo.

– Prueba allí -tocó la base del motor-. Tiene un acero muy resistente.

Mientras Percey ponía el gato en posición, Sachs admiró los entresijos del motor.

– ¿Cuántos caballos de fuerza tiene?

– No lo evaluamos en caballos de fuerza -rió Percey-. Lo evaluamos en libras de empuje. Estas son turbinas Garrett TFE Siete Tres Uno. Cada una de cerca de treinta y cinco mil libras.

– Increíble -Sachs rió-. Joder.

Enganchó la manija al gato y después sintió la familiar resistencia cuando empezó a dar vueltas a la manivela.

– Nunca estuve tan cerca de una turbina -dijo-. Siempre soñé con conducir un coche de retropropulsión por las llanuras de sal.

– Esto no es realmente una turbina. Ya no quedan más de esas que tu dices. Sólo en el Concorde. Y en los reactores militares, por supuesto. Estos son turboventiladores. Como en los aviones comerciales. Mira ahí: ¿ves esas cuchillas? No son nada más que una hélice. Las turbinas no son eficientes a baja altitud. Éstas aprovechan casi un 40% más el combustible.

Sachs respiró hondo mientras se esforzaba en girar la manivela del gato. Percey puso nuevamente el hombro contra la anilla y empujó. La pieza no parecía grande, pero era muy pesada.

– Sabes de coches, ¿verdad? -preguntó, jadeando también.

– Me enseñó mi padre, que los adoraba. Nos pasábamos la tarde desarmándolos y luego armándolos de nuevo. Cuando no estaba de ronda.

– ¿De ronda?

– También era policía.

– ¿Y tú heredaste el gusanillo? -preguntó Percey.

– No, heredé el gusanillo por los coches y cuando eso ocurre, es mejor que tengas también el gusanillo de la suspensión, de la transmisión y del motor, pues caso contrario, no vas rápido a ninguna parte.

– ¿Alguna vez has pilotado un avión? -preguntó Percey.

– ¿Pilotar? -Sachs sonrió ante la palabra-. No. Pero quizá lo intente, ahora que sé que hay tanta potencia debajo del fuselaje.

Giró un poco más la manivela y sus músculos le dolieron. La anilla gruñó levemente y rozó al situarse un poco.

– No me parece que… -dijo Percey.

– ¡Ya casi lo tenemos!

Con un fuerte ruido metálico la anilla se colocó perfectamente en su montura. Percey esbozó una leve sonrisa.

– ¿Las enroscas? -preguntó Sachs, mientras ponía las tuercas en las ranuras de la anilla y buscaba una llave.

– Sí -dijo Percey-. Las enrosco muy fuerte porque a la que me descuide se soltarán.

Sachs ajustó las tuercas con una llave de trinquete.

El sonido de la herramienta la transportó a sus años de instituto y a las agradables tardes de sábado que pasaba con su padre. Recordó el olor de la gasolina, del aire otoñal, de los guisos de carne que preparaba en la cocina de su adosado en Brooklyn.

– Ya sigo yo con lo que falta -dijo Percey tras supervisar el trabajo de Sachs.

Comenzó a reconectar cables y componentes electrónicos. Sachs estaba fascinada. Percey hizo una pausa.

– Gracias -dijo muy bajito-. ¿A qué has venido? -preguntó un momento después.

– Encontramos otros materiales que pensamos que pueden provenir de la bomba, pero Lincoln no sabe si pertenecen a un avión o no. Trozos de látex beige, como de tarjetas de circuito. ¿Te resulta familiar?

Percey se encogió de hombros.

– Hay miles de juntas en un Lear. Podrían ser de látex, no tengo ni idea. ¿Tarjetas de circuito? Probablemente hay miles más. -Señaló con la cabeza un rincón, donde había un armario y un banco de taller-. Los circuitos hay que encargarlos especialmente, dependiendo del componente. Pero ahí tienes un buen montón de juntas. Llévate las muestras que necesites.

Sachs se acercó al banco y puso todos los fragmentos de goma de color beige que pudo encontrar en una bolsa de pruebas.

– Pensé que estabas aquí para arrestarme. Para llevarme a prisión -dijo Percey sin volverse a mirarla.

Es lo que debería hacer, pensó la policía. Pero respondió:

– Sólo vine a buscar muestras. -Después de un momento añadió-: ¿Qué te queda por hacer en el avión?

– Sólo una recalibración. Después, un examen para controlar las instalaciones eléctricas. Debo mirar también una ventana, la que reemplazó Ron. No me gustaría perderla a seiscientos kilómetros por hora. ¿Me alcanzas ese hexámetro? No, el métrico.

– Una vez yo perdí el parabrisas a ciento sesenta kilómetros por hora -dijo Sachs, alcanzándole las herramientas.

– ¿Un qué?

– Un parabrisas. El sospechoso al que perseguía tenía una escopeta de perdigones. Me agaché a tiempo. Pero me arrancó el parabrisas… Te aseguro que antes de atraparlo, tenía unos cuantos bichos en los dientes.

– Y pensar que creía vivir una vida de aventuras -dijo Percey.

– Gran parte de la mía es monótona. Lo que vale es el cinco por ciento de adrenalina.

– Lo sé -continuó Percey. Conectó un ordenador portátil a los componentes del motor. Le dio a las teclas y luego leyó la pantalla. Sin bajar la vista preguntó:

– Entonces, ¿qué pasa?

Sin apartar los ojos del ordenador y de los números que aparecían y desaparecían, Sachs preguntó:

– ¿Qué quieres decir?

– Me refiero a esta tensión que hay entre tú y yo.

– Por tu culpa casi muere un amigo mío.

Percey sacudió la cabeza.

– No es eso -dijo muy tranquilamente-. En tu trabajo hay riesgos. Tú decides si vas a asumirlos o no. Jerry Banks no era un novato. Se trata de otra cosa: la sentí antes de que lo hirieran, la primera vez que te vi, en el cuarto de Lincoln Rhyme.

Sachs no dijo nada. Sacó el gato del compartimiento del motor y lo puso sobre una mesa. Distraída, lo cerró.

Percey colocó tres piezas más en sus respectivos lugares con la misma desgana y precisión que un director de orquesta manejando la batuta. Sus manos eran verdaderamente mágicas. Por fin siguió:

– Es por él, ¿verdad?

– ¿A quién te refieres?

– Sabes a quién. A Lincoln Rhyme.

– ¿Piensas que estoy celosa? -Sachs rió.

– Sí, así es.

– Es ridículo.

– Hay algo más que trabajo entre vosotros dos. Creo que estás enamorada de él.

– Por supuesto que no. Es una locura.

Percey le lanzó una mirada cargada de intención y luego enrolló cuidadosamente el cable sobrante y lo guardó en un rincón del compartimiento del motor.

– Sólo siento respeto por su talento, eso es todo.

Percey se señaló con una mano manchada de grasa.

– Vamos, Amelia, mírame. Sería una amante horrible. Soy pequeña, soy mandona, no soy guapa.

– Tú eres… -empezó a decir Sachs.

– ¿Vas a empezar con el cuento del patito feo? -la interrumpió Percey-. Ya sabes, ése que todos creían que era feo hasta que se convirtió en cisne. Lo leí un millón de veces en mi infancia. Pero nunca me convertí en cisne. Quizá por eso aprendí a volar -dijo con una fría sonrisa-, pero no es lo mismo. Además -continuó-, soy viuda. Acabo de perder a mi marido. No estoy en absoluto interesada en otra persona.

– Lo siento -se disculpó Sachs lentamente, pues no tenía ninguna gana de seguir con aquella conversación-, pero déjame decirte… bueno, que no pareces estar de luto realmente.

– ¿Por qué? ¿Porque me esfuerzo para que mi compañía siga funcionando?

– No, hay algo más -contestó Sachs cauta-. ¿No es cierto?

– Ed y yo nos sentíamos increíblemente compenetrados -le confió Percey a Sachs-. Eramos marido y mujer, amigos y socios… Y sí, él estaba saliendo con otra.

Instintivamente, Sachs se volvió hacia la oficina de Hudson Air.

– Es verdad -dijo Percey-. Se trata de Lauren. La conociste ayer. La morenita que lloraba tanto. Me destrozó el corazón. Diablos, también hizo pedazos a Ed. Me amaba pero necesitaba a sus bellas amantes. Siempre las buscaba. Sabes, pienso que era más difícil para ellas. Porque Ed siempre volvía a casa, volvía a mí… -Se detuvo un momento y controló sus lágrimas-. En eso consiste el amor, me parece. En volver a casa siempre.

– ¿Y tú?

– ¿Si le fui fiel? -preguntó Percey. Soltó otra de sus extrañas carcajadas, la risa de alguien que se conoce muy bien pero a quien no le gusta de sí mismo todo lo que sabe-. No tuve demasiadas oportunidades. No soy la clase de chica a quien se queden mirando por la calle. -Examinó distraída una llave fija de tuerca-. Pero sí, cuando supe que Ed tenía sus amiguitas, hace unos años, me puse furiosa. Me dolió mucho. Salí con otros hombres. Ron y yo, me refiero a Ron Talbot, pasamos juntos unos meses. -Sonrió-. Hasta quiso casarse conmigo. Decía que merecía algo mejor que Ed. Y yo también lo creo. Pero aun con todas esas mujeres en su vida, Ed era el hombre con quien quería estar. Eso no cambió nunca. -La mirada de Percey se perdió en la distancia-. Nos conocimos en la Marina. Ambos éramos pilotos de combate. Cuando me pidió que nos casáramos… Sabes, la forma tradicional de hacerlo, entre los militares, consiste en decir «¿Quieres ser mi carga familiar?». Es como una broma. Pero como los dos éramos tenientes, Ed dijo «Seamos las cargas familiares el uno del otro». Quería darme un anillo de compromiso pero mi padre me repudió…

– ¿De verdad?

– Sí. Fue un verdadero culebrón, que no te quiero contar ahora. De todas formas, Ed y yo estábamos ahorrando cada centavo para abrir, después de dejar la vida militar, nuestra propia compañía charter. No gastábamos en nada. Pero una noche me dijo «Vayamos a volar». Entonces pedimos prestado un viejo Norseman que tenían en el campo. Es un avión resistente, con motor rotativo enfriado por aire… Puedes hacer cualquier cosa con ese avión. Bueno, yo estaba en el asiento del piloto. Había despegado y volábamos a una altura de dos mil metros. De repente me besó y sacudió la palanca de mando, lo que significaba que tomaba la dirección. Le dejé hacerlo. Dijo, «A pesar de todo, tengo un diamante para ti, Perce».

– ¿Lo tenía? -preguntó Sachs.

– Aceleró, todo lo más que pudo -sonrió Percey-, y movió hacia atrás la palanca de mando. El morro se levantó en el aire. -En aquel momento las lágrimas le corrían sin freno por la cara-. Por un momento, antes que moviera el timón de dirección y comenzáramos a perder velocidad, nos dirigimos en línea recta hacia el cielo nocturno. Él se inclinó y me dijo, «Escoge entre todas las estrellas de la noche, puedes tener la que quieras».

Percey bajó la cabeza y contuvo el aliento. Todas las estrellas de la noche…

Después de un momento, se enjugó los ojos con la manga y volvió al motor.

– Créeme. No tienes nada de qué preocuparte. Lincoln es un hombre fascinante, pero Ed es el único al que quise.

– Hay cosas que tú no sabes -suspiró Sachs-. Le recuerdas a alguien. Alguien de quien estuvo enamorado. Apareces tú y de repente parece como si estuviera nuevamente con ella.

– Tenemos algunas cosas en común -Percey se encogió de hombros-. Nos comprendemos. ¿Y qué? No significa nada. Espabílate, Amelia. Rhyme te quiere.

– No lo creo -rió Sachs.

Percey la miró nuevamente, como queriendo decir lo que tú digas… y comenzó a guardar el equipo en cajas, con tanta meticulosidad como la que había empleado para trabajar con las herramientas y el ordenador.

Roland Bell entró a grandes zancadas y registró las ventanas. Escudriñó las sombras.

– ¿Todo bien? -preguntó.

– No pasa nada.

– Tengo un mensaje para ti. Los de U.S. Medical acaban de salir del hospital de Westchester. La carga estará aquí en una hora. Para quedarme tranquilo algunos de nuestros hombres los siguen en un coche. Pero no temas que los asustemos y te arruinemos el negocio: mis muchachos son muy buenos en lo que hacen. El conductor nunca sabrá que lo siguen.

Percey consultó su reloj.

– Está bien. -Se dirigió a Bell, que observaba el compartimiento abierto del motor, como una víbora a una mangosta. Le preguntó-: ¿No necesitaremos custodia en este vuelo, verdad?

Bell exhaló un sonoro suspiro.

– Después de lo que pasó en la casa de seguridad -dijo con una voz baja y solemne- no te perderé de vista.

Sacudió la cabeza y con aspecto de estar ya mareado, volvió hacia la puerta principal y desapareció en el fresco aire de la tarde.

Percey metió la cabeza dentro del compartimiento del motor, y se puso a repasar con cuidado su trabajo.

– Si miro a Rhyme y luego te miro a ti -dijo sin desviar la atención-, no os doy más de cincuenta-cincuenta, debo decirte. Se dio la vuelta y miró a Sachs-. Sabes, hace algunos años tenía un instructor de vuelo bastante curioso.

– ¿Por?

– Cuando pilotábamos un multimotor, hacía el truco de anular la aceleración y apagar la hélice; luego nos ordenaba que aterrizáramos. Muchos instructores suelen apagar los motores unos minutos, en altitud, para saber cómo reaccionaríamos, pero siempre los encendían antes de aterrizar. Este instructor que te digo, sin embargo, nos hacía aterrizar con un solo motor. Los estudiantes siempre le preguntábamos «¿No es peligroso?». Su respuesta era: «Dios no da nada por seguro. A veces hay que arriesgarse». -Percey cerró la cubierta del motor y la sujetó-. Muy bien, hemos terminado. El maldito avión ya puede volar.

Le dio unas palmadas al brillante revestimiento, como si fuera una vaquera palmeando el trasero de un caballo de rodeo.

Hora 32 de 45
Capítulo 30

A las seis de la tarde del domingo llamaron a Jodie, que seguía encerrado a cal y canto en el dormitorio de la planta inferior del domicilio de Rhyme.

Subió las escaleras de mala gana, aferrado al libro Nunca más dependiente, como si fuera la Biblia. Rhyme recordaba aquel título. Durante meses había aparecido en la lista de más vendidos del Times; como en ese momento pasaba por un período depresivo, había prestado atención al título aplicándolo con cinismo a sí mismo, dependiente para siempre.

Un grupo de agentes federales volaba de Quantico a Cumberland, en Virginia Occidental, la antigua residencia de Stephen Kall, para buscar todas las pistas que pudieran encontrar, a fin de descubrir a partir de ahí su paradero actual. Pero Rhyme se había percatado de con cuánto cuidado había limpiado el Bailarín las escenas de crimen, y por lo tanto no creía que el joven hubiera sido menos cuidadoso para cubrir sus rastros.

– Nos contaste algunas cosas sobre él -le dijo Rhyme a Jodie-. Algunos hechos, alguna información, qué come. Queremos saber algo más.

– Piénsatelo bien.

Jodie parpadeó. Rhyme supuso que estaba pensando en qué decir para satisfacerlos, seguramente impresiones superficiales, pero se sorprendió cuando Jodie dijo:

– Bueno, para empezar, te teme.

– ¿A nosotros?

– No. Sólo a ti.

– ¿A mí? -preguntó Rhyme, asombrado-. ¿Me conoce?

– Sabe que tu nombre es Lincoln. Y que estás decidido a atraparlo.

– ¿Cómo?

– No lo sé -dijo el hombre. Luego añadió-. Sabes, hizo un par de llamadas con su móvil. Y escuchó durante un rato largo. Yo pensaba…

– Oh, Dios del cielo -exclamó Dellray-. Ha pinchado la línea de alguien.

– ¡Por supuesto! -gritó Rhyme-. Probablemente de la oficina de Hudson Air. Así descubrió lo de la casa de seguridad. ¿Por qué no lo pensamos antes?

– Tenemos que examinar la oficina -masculló Dellray-. Pero el micrófono oculto puede estar en cualquier otra parte. Lo encontraremos. Lo encontraremos. -De inmediato hizo una llamada a los servicios técnicos del FBI.

– Sigue -le indicó Rhyme a Jodie-. ¿Qué más sabe de mí?

– Sabe que eres detective. No creo que sepa dónde vives, ni tu apellido. Pero te teme como al diablo.

Si Rhyme hubiera podido registrar un sacudón de excitación, y orgullo, lo hubiera sentido en ese momento.

Veamos, Stephen Kall, si podemos hacer que te asustes un poco más.

– Nos ayudaste una vez, Jodie. Necesito que nos ayudes de nuevo.

– ¿Estáis locos?

– Cállate la boca -ladró Dellray-. Y escucha lo que te dice Lincoln. ¿De acuerdo? ¿De acuerdo?

– Yo hice lo que prometí. No haré nada más -Jodie emitió un quejumbroso gemido. Rhyme miró a Sellitto, necesitaba su habilidad para convencer.

– Te interesa ayudarnos -dijo Sellitto con tranquilidad.

– ¿Que me disparen por la espalda me interesa? ¿Que me disparen a la cabeza me interesa? Je, je. Ya lo veo. ¿Me lo podéis explicar?

– Claro que te lo puedo a explicar -gruñó Sellitto-. El Bailarín sabe que lo denunciaste. No tenía por qué dispararte en la casa de seguridad, ¿verdad? ¿Tengo razón?

Siempre hay que hacer que los cabrones hablen. Que participen. Sellitto le había explicado a menudo a Lincoln Rhyme la mejor manera de interrogar.

– Supongo que sí.

Sellitto le hizo a Jodie un ademán con un dedo para que se acercara:

– Lo que le hubiera convenido hacer es huir lo antes posible, pero se tomó la molestia de buscar una posición de francotirador y trató de matarte. Entonces, ¿qué podemos pensar?

– Yo…

– Que no va a descansar hasta que no te elimine.

– Si es el tipo de persona que me imagino -intervino Dellray-, no querrías que te llamara a la puerta a las tres de la mañana: esta semana, el mes próximo, o el año que viene. ¿Estamos de acuerdo?

– Entonces -resumió Sellitto con brusquedad-, ¿te interesa o no te interesa ayudarnos?

– ¿Pero me daréis la protección para testigos?

Sellitto se encogió de hombros.

– Sí y no.

– ¿Cómo?

– Si nos ayudas, sí. Si no lo haces, no.

Jodie tenía los ojos enrojecidos y llorosos. Parecía muy asustado. En los años que habían transcurrido desde su accidente, Rhyme había sentido temor por otros, por Amelia, por Thom y por Lon Sellitto. Pero no creía haber tenido alguna vez miedo a la muerte, y seguramente no después del accidente. Se preguntó cómo sería vivir con tanto terror. Una vida de ratón.

Demasiadas maneras de morir

Sellitto, desempeñando el papel de policía bueno, sonrió levemente a Jodie:

– ¿Estabas allí cuando mató a ese agente en el sótano, verdad?

– Sí, lo estaba.

– Ese hombre podría estar vivo ahora. Y también Brit Hale. Y muchas otras personas… si alguien nos hubiera ayudado a detener a este gilipollas hace unos años. Bueno, ahora tú puedes ayudarnos a cogerlo. Puedes hacer que Percey siga con vida, quizá docenas de otras personas. Tú lo puedes hacer.

Era el genio de Sellitto en acción. Rhyme le hubiera intimidado y coaccionado, y en caso de necesidad, hasta hubiera sobornado a Jodie, pero nunca se le habría ocurrido apelar a la pizca de decencia que el detective veía en él.

Distraído, Jodie pasó las páginas de su libro con dedos mugrientos. Al final, levantó la vista y, con una seriedad sorprendente, dijo:

– Cuando lo conducía a mi escondite, en el metro, un par de veces pensé en empujarlo y hacerlo caer en una cloaca. El agua corre con mucha velocidad. Lo hubiera llevado derecho al Hudson. También conozco donde guardan un montón de puntas de traviesas. Podría haber cogido una y golpearlo en la cabeza cuando no estuviera mirando. Realmente pensé en hacerlo. Pero me asusté. -Levantó el libro-. «Capítulo Tres. Enfréntate a tus demonios.» Sabéis, yo siempre he huido. Nunca me enfrenté a nada. Pensé que quizá podría enfrentarme a él, pero no fue así.

– Pues, ahora tienes la posibilidad de hacerlo -dijo Sellitto.

Pasó nuevamente las hojas gastadas. Suspiró.

– ¿Qué tengo que hacer?

Dellray apuntó hacia el techo con un pulgar extraordinariamente largo, era su forma de manifestar aprobación.

– Te lo diremos en un minuto -dijo Rhyme, mirando alrededor del cuarto. De repente, gritó-: ¡Thom! ¡Thom! Ven aquí. Te necesito.

– ¿Sí? -el ayudante asomó el rostro por la puerta.

– Me siento algo coqueto -anunció Rhyme teatralmente.

– ¿Qué?

– Me siento vanidoso. Necesito un espejo.

– ¿Quieres un espejo?

– Bien grande. Y quiero que me peines, por favor. Te lo he pedido varias veces y siempre se te olvida.


La furgoneta de U.S. Medical and Healthcare se detuvo al lado de la pista. Si a los dos empleados, con uniformes blancos, que transportaban un cuarto de millón de dólares en órganos humanos, les preocupaban los policías armados con ametralladoras que custodiaban el campo, no dieron señales de manifestarlo.

La única vez que se estremecieron fue cuando King, el pastor alemán de los artificieros, olisqueó, en busca de explosivos, las cajas con el cargamento.

– Hum, hay que vigilar a ese perro -dijo, nervioso, uno de los empleados-. Me imagino que para él un hígado es un hígado y un corazón, un corazón.

Pero King se comportó como un profesional en toda regla y aprobó la carga sin probar el contenido. Los hombres llevaron los contenedores a bordo y los colocaron en las unidades refrigeradas. Percey volvió a la cabina donde Brad Torgeson, un joven piloto de pelo rubio como la arena, que volaba ocasionalmente para Hudson Air, realizaba el control previo.

Ya había realizado junto a Percey el chequeo exterior, acompañados por Bell, tres agentes y King. No había forma posible de que el Bailarín hubiera entrado en el avión, pero el asesino tenía fama de materializarse repentinamente, por lo que aquél fue el chequeo exterior previo al vuelo más meticuloso de toda la historia de la aviación.

Si miraba hacia atrás, hacia el compartimiento de pasajeros, Percey podía ver las luces de las unidades refrigeradas. Sentía que le inundaba una oleada de satisfacción cuando las máquinas inanimadas, creadas y puestas a punto por el hombre, cobraban vida. La prueba de la existencia de Dios, para Percey Clay, era el zumbido de los servomotores y la fuerza de ascenso que poseía una esbelta ala metálica cuando el plano aerodinámico permitía una presión superior negativa, desafiando la ley de la gravedad.

Mientras continuaba con los procedimientos establecidos para iniciar el vuelo, Percey se sorprendió por el sonido de una fuerte respiración a su lado.

– Vaya -dijo Brad cuando King decidió que no había explosivos en su entrepierna y siguió con su registro del interior del avión.

Hacía poco Rhyme había llamado a Percey para decirle que él y Amelia Sachs habían examinado las juntas y los tubos, pero no habían encontrado semejanzas con el látex descubierto en la escena de la catástrofe de Chicago. Rhyme suponía que el Bailarín podría haber usado goma para sellar los explosivos para que los perros no los detectaran por el olor. Por eso hizo que Percey y Brad descendieran unos minutos mientras los artificieros inspeccionaban todo el avión, por dentro y por fuera, con aparatos hipersensibles, en búsqueda de un temporizador.

No encontraron nada.

Cuando el avión saliera del hangar, la pista estaría vigilada por patrulleros de uniforme. Fred Dellray había contactado con la FAA para acordar que el plan de vuelo se mantuviera en secreto, con el propósito de que el Bailarín ignorara el destino del avión, si es que sabía que Percey lo pilotaba. El agente también había contactado con las oficinas del FBI en cada una de las ciudades de destino para que auxiliares tácticos estuvieran en la pista cuando se entregaba la carga.

En aquel momento, con los motores encendidos, Brad en el asiento de copiloto y Roland Bell en uno de los dos asientos para pasajeros, Percey Clay comunicó con la torre de control.

– Lear Seis Nueve Cinco Foxtrot Bravo de Hudson Air. Listo para carretear.

– Bien, Nueve Cinco Foxtrot Bravo. Autorizado pista de rodaje cero nueve a la derecha.

Un toque al acelerador y el esbelto avión se movió hacia la pista, deslizándose por un luminoso crepúsculo primaveral. Percey conducía. Los copilotos tienen autorización para volar pero sólo el piloto puede mover el avión en tierra.

– ¿Te diviertes, oficial? -le preguntó Percey a Bell.

– Un poco -respondió, y miró sombrío por la gran ventana redonda-. Sabes, se puede ver hasta abajo. Quiero decir que las ventanas son muy grandes. ¿Por qué las hacen así?

– En los aviones de línea intentan que no te des cuenta que de estás volando -rió Percey-, con películas, comida, ventanas pequeñas. ¿Dónde está la diversión? ¿Por qué harán eso?

– Puedo imaginar una o dos razones -dijo Bell mientras mascaba chicle enérgicamente. Cerró la cortina.

Percey escudriñaba la pista. Miraba hacia derecha e izquierda, siempre vigilante.

– Haré el briefing ahora -le dijo a Brad-, ¿de acuerdo?

– Sí, señora.

– Este es un despegue sin paradas en pista con flaps a 15 grados -siguió Percey-. Aceleraré los motores. Tú chequearás la velocidad, ochenta nudos, hacemos una comprobación adicional, V uno, rotamos, V dos y aceleración positiva. Yo daré la orden de subir el tren de aterrizaje y tú lo accionarás. ¿Entendido?

– Velocidad, ochenta nudos, V uno, rotar, V dos, aceleración positiva. Tren arriba.

– Bien. Tú controlarás todos los instrumentos y el panel de mandos. Bueno, si se enciende una luz roja o hay un mal funcionamiento antes de V uno, grita «abortar» con voz alta y clara, y tomaré la decisión de seguir o no. Si se produce una avería durante o después de V uno, seguiremos con el despegue y trataremos la situación como si fuera una emergencia durante el vuelo. Continuaremos como está establecido y tú pedirás pista libre para el retorno inmediato al aeropuerto.

– Comprendido.

– Bien. A ver si volamos un poco… ¿Listo, Roland?

– Estoy listo. Y espero que también lo estés tú. No dejes que se caiga tu caramelo.

Percey rió otra vez. Su niñera de Richmond solía usar esa expresión. Significaba «no falles».

Aceleró los motores un poco más, acercándose al límite del recalentamiento. Con un sonido chirriante, el Learjet salió hacia delante. Siguieron en posición de espera, en el lugar que el asesino había colocado la bomba en el avión de Ed. Percey miró por la ventana y vio dos policías de guardia.

– Lear Nueve Cinco Foxtrot Bravo -oyeron por la radio desde el control de tierra-, acerqúese y deténgase en la pista cinco izquierda.

Foxtrot Bravo. Me detengo en cero cinco izquierda.

Se dirigieron a la pista.

El Lear poseía un punto de gravedad bajo; sin embargo, cuando Percey Clay se sentaba en el asiento del piloto, ya fuera en tierra o en el aire, sentía que se hallaba muy por encima de todos. Era un lugar que otorgaba mucho poder. Todas las decisiones serían suyas y se cumplirían sin ser cuestionadas. La absoluta responsabilidad recaía sobre sus hombros. Era el capitán.

Observó los instrumentos.

– Flaps quince, quince, verde -dijo, repitiendo los grados.

Para más redundancia, Brad repitió:

– Flaps quince, quince, verde.

– Lear Nueve Cinco Foxtrot Bravo, coloqúese en posición -indicó Control de Tráfico Aéreo-. Pista libre para despegue, cinco izquierda.

– Cinco izquierda, Foxtrot Bravo. Pista libre para despegue.

– Presurización, normal. -Brad acabó con los preparativos previos-. La selección de temperatura está en automático. Luces exteriores encendidas. La ignición, encendido y las luces estroboscópicas, por tu lado.

Percey examinó esos controles:

– Ignición, encendido y luces estroboscópicas en marcha -dijo.

Puso al Lear sobre la pista, enderezó la proa y se colocó en paralelo a la línea central. Echó un vistazo a la brújula.

– Todos los controles e indicadores a cero cinco. Pista cinco izquierda. Doy potencia de despegue.

Empujó el acelerador y comenzaron a correr por el medio de la franja de hormigón. Sintió que la mano de Brad cogía el acelerador justo debajo de la suya.

– Potencia de despegue.

– Aumenta la velocidad -dijo luego Brad, cuando los indicadores empezaron a subir, veinte nudos, cuarenta…

Con el acelerador a fondo, el avión salió disparado. Percey escuchó un gemido de Roland Bell y reprimió una sonrisa.

Cincuenta nudos, sesenta, setenta…

– Ochenta nudos -exclamó Brad.

– Correcto -confirmó Percey después de una mirada al indicador de velocidad.

– V uno -anunció Brad-. Rotar.

Percey retiró la mano derecha del acelerador y cogió la palanca de control. Inestable hasta aquel momento, la palanca se puso firme con la resistencia del aire. La movió hacia atrás, rotando el Lear hacia arriba buscando la inclinación estándar de siete grados y medio. Los motores siguieron rugiendo a la vez, y entonces Percey aumentó la presión hacia atrás, hasta alcanzar los diez grados.

– Aceleración positiva -exclamó Brad.

– Arriba tren de aterrizaje. Arriba flaps.

Por los auriculares llegó la voz de Control de Tráfico Aéreo:

– Lear Nueve Cinco Foxtrot Bravo, gire a la izquierda y diríjase a dos ocho cero. Comuniqúese con el control de despegue.

– Dos ocho cero, Nueve Cinco Foxtrot Bravo. Gracias, señor.

– Buenas noches.

Tiró un poco más de la palanca de mandos: once grados, doce, catorce… Dejó las constantes de los motores a nivel de despegue, es decir, un poco más alto que lo normal, durante unos minutos. Escuchó el dulce rumor de los turboventiladores detrás.

Y en aquella delgada punta de metal, Percey Clay se sintió ella misma. Volaba hacia el corazón del cielo y dejaba atrás lo irritante, lo pesado, lo doloroso. Dejaba atrás la muerte de Ed y la de Brit, y hasta a aquel hombre terrible, el diabólico Bailarín. Todo lo que la había herido, toda la incertidumbre, todo lo feo quedaban en tierra, muy lejos. Percey se sentía libre. Parecía injusto que pudiera escapar de aquellos pesos que la ahogaban con tanta facilidad, pero así era. Porque la Percey Clay que se sentaba en el asiento izquierdo del Lear N695FB no era Percey Clay, la chica cuyo único atractivo eran los dólares amasados por su padre en la industria del tabaco. No era lo que la llamaban sus compañeras de clase, ni la muchacha que desentonaba en los bailes, rodeada de esplendorosas rubias que la saludaban con sonrisas agradables y captaban todos los detalles de su atuendo y apariencia para dedicarse a cotillear más tarde.

Esa no era la verdadera Percey Clay.

La verdadera era ésta.

Le llegó otro gemido ahogado proveniente de Roland Bell. Debía de haber echado una mirada por la ventana durante el proceso.

– Mamaroneck Control, Lear Nueve Cinco Foxtrot Bravo con vosotros en setecientos.

– Buenas noches, Foxtrot Bravo. Subid y mantened mil ochocientos.

Entonces comenzaron con las tareas rutinarias como poner la radio en las frecuencias VOR [50] que le guiarían hasta Chicago con tanta puntería como la flecha de un samurai.

A los mil ochocientos metros rompieron la barrera de nubes y salieron a un cielo tan espectacular como los demás crepúsculos que Percey había visto. No era una persona a la que le gustara estar al aire libre, pero nunca se cansaba de mirar los cielos hermosos. Se permitió un solo pensamiento sentimental: hubiera estado bien que lo último que Ed hubiese visto fuera tan hermoso como aquella vista.

– Todo tuyo -dijo a seis mil cuatrocientos metros.

– Lo tengo -le respondió Brad.

– ¿Un café?

– Sí, gracias.

Percey se dirigió al fondo del avión, sirvió tres tazas, le llevó tina a Brad y luego se sentó al lado de Roland Bell, quien cogió la suya con manos temblorosas.

– ¿Cómo lo estás pasando? -le preguntó.

– No es que tenga miedo a volar, es que me pongo -su cara se ensombreció- bueno, nervioso como un… -Quizá había mil comparaciones posibles, pero no tuvo ánimo para emplear ninguna-. Sólo nervioso -concluyó.

– Echa una mirada -le pidió Percey, señalando la ventanilla de la cabina del piloto.

Ron se echó hacia adelante y miró por la ventanilla. Percey observó su cara iluminándose por la sorpresa que le produjo ver la magnificencia del crepúsculo.

– Bueno, qué extraordinario… -silbó animado-. Me pareció muy bueno el despegue.

– Es un aparato muy eficiente. ¿Has oído hablar de Brooke Knapp?

– Creo que no.

– Era una empresaria de California. Estableció un récord de vuelo alrededor del mundo con un Lear 35A, como en el que volamos ahora. Le llevó poco más de cincuenta horas. Algún día batiré ese récord.

– No dudo de que lo harás -ahora Ron estaba más tranquilo. Miró los controles-. Parece terriblemente complicado.

Percey tomó un sorbo de café.

– Tiene un truco esto de volar que no le contamos a la gente. Una especie de secreto profesional. Es mucho más simple de lo que piensas.

– ¿Cuál es ese truco?

– Bueno, mira hacia fuera. ¿Ves esas luces de color en la punta de las alas?

Ron no quería mirar pero lo hizo.

– Sí, las veo.

– Hay una en la cola también.

– Hum, hum. Recuerdo haberla visto, me parece.

– Lo único que tenemos que hacer es mantener el avión entre esas luces y todo saldrá bien.

– Entre… -Le llevó un instante comprender la broma. Miró el rostro inexpresivo de Percey y luego sonrió-. ¿Te has burlado de muchos con ese chiste?

– De unos cuantos.

Pero la broma no lo divirtió realmente. Sus ojos seguían clavados en la alfombra. Después de un largo silencio, Percey dijo:

– Brit Hale podría haberse negado a testificar, Roland. Conocía los riesgos.

– No, no los conocía -respondió Bell-. No. Nos apoyó en lo que estábamos preparando sin saber gran cosa. Yo tendría que haberlo pensado mejor. Tendría que haberme dado cuenta de lo que pasaba con los camiones de bomberos. Debería haber adivinado que el asesino llegaría a vuestros dormitorios. Os tendría que haber llevado al sótano o a otro lugar. Y también podría haber disparado mejor.

Bell parecía tan desanimado que a Percey no se le ocurrió nada que decirle. Apoyó la mano sobre su antebrazo. Parecía delgado, pero era muy fuerte.

Ron rió suavemente.

– ¿Quieres saber una cosa? -Ron río suavemente.

– ¿Qué?

– Esta es la primera vez desde que te conozco que pareces un poco relajada.

– Es el único lugar en que me siento en casa -dijo Percey.

– Volamos a trescientos veinte kilómetros por hora a mil quinientos metros de altura y te sientes segura -suspiró Bell.

– No, vamos a seiscientos cuarenta kilómetros por hora, a una altura de seis mil metros.

– Vale. Gracias por compartirlo conmigo.

– Hay un antiguo refrán de pilotos -dijo Percey-: «San Pedro no cuenta el tiempo que pasas volando, y duplica las horas que pasas en tierra».

– ¡Qué gracioso! -exclamó Bell-. Mi tío decía algo parecido también, sólo que él se refería a la pesca. Prefiero mil veces su versión a la tuya. No te lo tomes como algo personal.

Hora 33 de 45
Capítulo 31

Gusanos…

Stephen Kall, bañado en sudor, estaba en un cuarto de baño mugriento en la parte de atrás de un restaurante cubano-chino.

Se restregaba como si la salvación de su alma dependiera de ello.

Los gusanos lo mordisqueaban, lo comían, lo cubrían…

Quítalos… ¡Quítalos!

Soldado…

Señor, estoy ocupado, señor.

Sol…

Frota, frota, frota.

Lincoln el Gusano me persigue.

Siempre que Lincoln el Gusano se acerca, aparecen ellos.

¡Fuera!

Movió el cepillo hacia atrás y hacia delante hasta que las cutículas sangraron.

Soldado, esa sangre es una prueba. No puedes…

¡Fuera!

Se secó las manos y después cogió el estuche de la guitarra y la bolsa de libros. Entró al salón del restaurante.

Soldado, tus guantes…

Los clientes, alarmados, miraron sus manos ensangrentadas y su expresión enloquecida.

– Gusanos -musitó, como única explicación para todo el restaurante-, jodidos gusanos -luego salió a la calle.

Caminó deprisa por la acera y procuró calmarse. Pensó en lo que le quedaba por hacer. Tenía que matar a Jodie, por supuesto.

Tengo que matarlo tengo que matarlo tengo que matarlo… No porque me haya traicionado, sino por haberle proporcionado tanta información…

¿Por qué mierda lo haces, soldado?

Y tenía que matar a Lincoln el Gusano porque… lo comerían los gusanos si no lo hacía.

Tengo que matar tengo que matar tengo que matar…

¿Me estás escuchando, soldado? ¿Me escuchas?

Era todo lo que quedaba por hacer.

Luego partiría. Volvería a Virginia Occidental. De regreso a las colinas.

Lincoln, muerto.

Jodie, muerto.

Tengo que matar tengo que matar tengo que matar…

No había nada que lo retuviera en la ciudad.

En cuanto a la Mujer…

Miró su reloj. Eran pasadas las siete de la tarde. Bueno, probablemente ya estaría muerta.


– Es blindado.

– ¿También contra esas balas? -preguntó Jodie-. ¡Dijiste que traspasaban todo!

Dellray le aseguró que era efectivo. El chaleco consistía en un grueso tejido Kevlar [51] sobre una plancha de acero. Pesaba casi veinte kilos y Rhyme no conocía a ningún policía de la calle que usara un chaleco como aquel.

– ¿Pero qué pasa si me dispara a la cabeza?

– Quiere matarme a mí más de lo que quiere matarte a ti -dijo Rhyme.

– ¿Y cómo va a saber que estoy aquí?

– ¿Cómo crees tú, cabrón? -le espetó Dellray-. Se lo voy a decir.

El agente le abrochó el chaleco y le puso encima una cazadora. Jodie se había dado una ducha, no sin protestar, y también le proporcionaron una muda limpia. La amplia chaqueta de color azul marino que cubría el chaleco antibalas le quedaba un poco grande, pero hacía que pareciera musculoso. Se miró en el espejo, y al ver su aspecto atildado y con ropa nueva, sonrió por primera vez desde que estaba allí.

– Vale -dijo Sellitto a los dos agentes secretos-, llevadlo al centro de la ciudad.

Los oficiales lo escoltaron hacia la salida.

Después de que partiera, Dellray miró a Rhyme, que asintió con la cabeza. El agente suspiró y abrió su móvil. Hizo una llamada a Hudson Air Charters, donde otro agente esperaba para coger el teléfono. El grupo técnico del FBI había encontrado un micrófono en un cajetín cerca del aeropuerto, conectado con la línea de Hudson Air. Los agentes, sin embargo, no lo habían quitado; en realidad, ante la insistencia de Rhyme, habían controlado que estuviera en funcionamiento y habían cambiado las pilas. El criminalista confiaba en aquel dispositivo para montar la nueva trampa.

En el altavoz se escuchó el timbre de llamada y luego un clic.

– Agente Móndale -contestó una voz de barítono. No era su verdadero nombre y hablaba de acuerdo a un guión escrito previamente.

– Móndale -dijo Dellray, con toda la inocencia del mundo-. Aquí el agente Wilson, estamos en la casa de Lincoln (no dijo Rhyme porque el Bailarín lo conocía como Lincoln.) ¿Cómo está el aeropuerto?

– Todavía bajo custodia.

– Bien. Escucha, tengo una pregunta. Tenemos a un informante que trabaja para nosotros, Joe D'Oforio.

– Es el que…

– Correcto.

– … lo delató. ¿Trabajáis con él?

– Sí -dijo «Wilson», conocido también como Fred Dellray-. Es un cabrón, pero está cooperando. Lo vamos a llevar al lugar en que vive y luego lo traeremos de vuelta.

– ¿De vuelta adonde? ¿A casa de Lincoln?

– Así es. Echa de menos sus pildoras.

– ¿Por qué mierda lo hacéis?

– Tenemos un trato. Denunció a este asesino y Lincoln aceptó que fuera a buscar lo que necesita. Hay que llevarlo a la vieja estación del metro… De todos modos, no iremos en convoy. Llevaremos un solo coche. Te llamo porque necesitamos un buen conductor. Tú trabajaste con uno que te gustó, ¿verdad?

– ¿Un conductor?

– El del caso Gambino.

– Oh, sí… Déjame pensar.

Alargaron la conversación. Como siempre, a Rhyme le impresionó la actuación de Dellray. Podía representar a quien quisiera.

El falso agente Móndale, que también merecía un premio como actor secundario, dijo:

– Ya me acuerdo. Tony Glidden. No, Tommy. El chico rubio.

– Ése es. Quiero que venga. ¿Anda por ahí?

– No. Está en Filadelfia. En ese asunto de robo de coches.

– Filadelfia está muy lejos. Salimos en veinte minutos. No podemos esperar más. Bueno, conduciré yo mismo entonces. Pero ese Tommy…

– ¡El muy jodido sí que sabe conducir un coche! Puede eludir en apenas dos manzanas a cualquiera que lo siga. Es sorprendente.

– Nos haría falta ahora. Vale, gracias, Móndale.

– Te veré después.

Rhyme guiñó un ojo, el equivalente a un aplauso en un tetrapléjico. Dellray colgó y emitió un largo y lento suspiro.

– Ya veremos qué pasa.

– Es la tercera vez que le preparamos un cebo -comentó Sellito con optimismo-. Esta vez va la vencida.

Lincoln Rhyme no creía que aquella ley se cumpliera en todos los casos, pero dijo:

– Esperemos.


Sentado en un coche robado no muy lejos de la estación de metro de Jodie, Stephen Kall observaba un sedán del gobierno que estaba aparcando.

Jodie y dos policías uniformados salieron y miraron hacia los tejados. El vagabundo corrió hacia la estación y cinco minutos después volvió al coche con dos paquetes bajo el brazo.

Stephen pudo ver que no había agentes de apoyo ni coches escolta. Lo que había escuchado por el teléfono intervenido era cierto. El sedán se introdujo en el tráfico y Stephen lo siguió, pensando que no había lugar del mundo como Manhattan para perseguir a alguien sin ser visto. No hubiese podido hacer lo mismo en Iowa o Virginia.

El coche sin identificación iba rápido, pero Stephen era buen conductor y le siguió mientras se dirigían hacia el norte. El sedán aminoró la marcha al llegar a Central Park, y pasó por delante de una casa en la calle Setenta. A la entrada había dos hombres que llevaban ropa de calle pero que obviamente eran policías. Se hicieron entre ellos y el conductor del coche, una seña que probablemente indicaba que todo iba bien.

De manera que ésa es la casa de Lincoln el Gusano.

El coche siguió hacia el norte. Stephen también hizo lo mismo, pero segundos después, de repente, aparcó y salió del vehículo. Corrió hacia los árboles llevando el estuche de guitarra. Sabía que habría algo de vigilancia alrededor del piso por lo que se movió despacio.

Como un ciervo, soldado.

Sí, señor.

Desapareció detrás de un seto y se arrastró hacia la casa. Encontró un buen refugio en un saliente de piedra bajo un lilo en flor. Abrió el estuche. El coche donde iba Jodie, que en aquel momento se dirigía rumbo al sur, paró frente a la casa. Habían realizado una práctica evasiva estándar, se dijo Stephen, ya que habían girado de improviso en medio del tráfico, retomando el carril hacia el edificio indicado.

Stephen observó cómo los dos policías salían del coche, miraban a su alrededor y escoltaban al asustado Jodie a lo largo de la acera.

Sacó el telémetro de la funda y apuntó con cuidado hacia la espalda del traidor.

De repente, un coche negro pasó por la calle y Jodie se asustó. Presa del pánico, se alejó de los policías y corrió hacia un callejón que estaba a un costado del edificio.

Sus escoltas se dieron la vuelta, llevaron las manos a las pistolas y miraron el coche que había asustado a Jodie. Vieron que en él iba un cuarteto de chicas latinas y se dieron cuenta de que era una falsa alarma. Rieron. Uno de ellos llamó a Jodie.

Pero en aquel momento a Stephen no le interesaba el hombrecillo. No podía matar a los dos, al Gusano y a Jodie, y era a Lincoln al que tenía que matar entonces. Casi lo podía saborear. Era un apetito, una necesidad tan grande como la que tenía de lavarse las manos.

Disparar contra el rostro en la ventana, matar al gusano.

Tengo que tengo que tengo que…

Miraba a través del telémetro y escudriñaba con ansia las ventanas del edificio. Y allí estaba Lincoln el Gusano.

Un estremecimiento le recorrió todo su cuerpo.

Como la chispa que sintió cuando su pierna rozó la de Jodie… sólo que mil veces más intensa. Jadeó de excitación.

Por alguna razón, no le sorprendió en absoluto que el Gusano estuviera inválido. En realidad, eso fue lo que indicó que el hombre bien parecido que se sentaba en una moderna silla de ruedas motorizada era Lincoln. Porque Stephen estaba convencido de que el hombre que lo cogiera debería ser extraordinario, alguien a quien no lo distrajeran las rutinas cotidianas. Alguien cuya esencia fuera su mente.

Los gusanos podían reptar encima suyo todo el día y él no los sentiría nunca. Podían deslizarse bajo su piel y nunca lo sabría. Era inmune. Y Stephen lo odiaba todavía más a causa de su invulnerabilidad.

De manera que el rostro en la ventana durante el asesinato en Washington, D.C… no había sido el de Lincoln.

¿O sí?

¡Deja de pensar en ello! ¡Para! Si no lo haces te atraparán los gusanos.

Las balas explosivas estaban en el cargador. Puso una en la recámara y observó de nuevo la habitación.

Lincoln el Gusano hablaba con alguien a quien Stephen no podía ver. El cuarto, en la primera planta, parecía ser un laboratorio. Vio la pantalla de un ordenador y otros equipos.

Enroló el portafusil alrededor del brazo y soldó la culata del fusil contra su mejilla. Era una noche fresca y húmeda. El aire pesado sostendría con facilidad la bala explosiva. No había necesidad de rectificar; el objetivo estaba a sólo setenta metros. Saca el seguro, respira, respira…

Intenta un disparo a la cabeza. Será fácil desde aquí.

Respira…

Inhala, exhala, inhala, exhala.

Miró por la retícula y la centró en la oreja de Lincoln el Gusano que observaba la pantalla del ordenador.

Empezó a ejercer presión sobre el gatillo.

Respira. Era como el sexo, como un orgasmo, como tocar el cielo…

Aprieta.

Más.

Entonces Stephen lo vio.

Muy leve, una ligera arruga en la manga de Lincoln el Gusano. Pero no era una arruga. Era una distorsión.

Relajó el dedo que apretaba el gatillo y estudió la imagen por el telémetro durante un momento. Le dio más resolución, se fijó en los caracteres de la pantalla del ordenador: las letras estaban al revés.

¡Un espejo! Estaba apuntando a un espejo.

¡Era otra trampa!

Stephen cerró los ojos. Casi había descubierto su posición. Se sintió lleno de temor. Cubierto de gusanos, sofocado por gusanos. Miró a su alrededor. Sabía que debía haber una docena de agentes en el parque, con micrófonos para localizar su disparo. Le apuntarían con M-16 montados con telémetros Starlight y le matarían con un fuego cruzado.

Tenían luz verde para matar. No le darían la oportunidad de rendirse.

Rápidamente desmontó el telémetro con manos temblorosas y lo volvió a colocar, junto con el fusil, en el estuche de la guitarra. Luchó por contener las náuseas, el temor.

Soldado…

Señor, me retiro, señor.

Soldado, ¿qué vas a…

¡Señor, que le follen, señor!

Se deslizó entre los árboles y llegó a un sendero. Caminó con aire despreocupado alrededor del prado, rumbo al este.

Oh, sí, ahora estaba más seguro que antes: tenía que matar a Lincoln el Gusano. Un nuevo plan. Necesitaba una hora o dos para pensar, para considerar lo que iba a hacer.

De repente salió del sendero y se detuvo entre los arbustos durante largo rato, escuchando, mirando a su alrededor. Les había preocupado tanto que sospechara si notaba que el parque estaba desierto que no habían cerrado las entradas.

Cometieron ese error…

Stephen vio un grupo de gente de su edad, yuppies por su aspecto, vestidos con sudaderas o ropa deportiva. Llevaban fundas de raquetas y mochilas y se dirigían al Upper East Side. Hablaban en voz alta mientras caminaban. Tenían el pelo mojado por las duchas que acababan de darse en un club atlético cercano.

Esperó a que terminaran de pasar y luego se incorporó a la marcha como si tomara parte del grupo. Le sonrió incluso a uno de ellos. Caminó con paso enérgico, balanceando de manera desenfadada el estuche de guitarra y los siguió hacia el túnel que llevaba al East Side.

Hora 34 de 45
Capítulo 32

El crepúsculo los rodeaba.

Percey Clay, sentada de nuevo en el asiento del lado izquierdo del Learjet, vio frente a ellos la corona de luces de Chicago.

El Centro de Informaciones del aeródromo indicó que descendieran a tres mil seiscientos metros.

– Comenzamos el descenso -anunció Percey, soltando el acelerador-. ATIS [52].

Brad conectó su radio con el sistema automatizado de informaciones del aeropuerto y repitió en voz alta lo que la voz grabada decía.

– Control de Chicago. Whisky. Vientos dos cinco cero en tres. Temperatura quince grados. Altímetro treinta punto uno, uno.

Brad fijó el altímetro mientras Percey decía:

– Control de Chicago, aquí el Lear Nueve Cinco Foxtrot Bravo. Estamos aproximándonos a tres mil seiscientos metros. Rumbo dos ocho cero.

– Buenas noches, Foxtrot Bravo. Descended y manteneos a tres mil metros. Esperad los vectores de la pista veintisiete derecha.

– Roger. Descendemos y mantenemos a tres mil. Vectores, dos siete derecha. Nueve Cinco Foxtrot Bravo.

Percey se negó a mirar hacia abajo. En algún lugar allá abajo estaba la tumba de su marido y su avión. No sabía si a él le habían dado pista libre para aterrizar en la veintisiete derecha del aeropuerto O'Hare, pero era probable que lo hubieran hecho y de ser así, la Torre de Control lo habría guiado exactamente por el mismo lugar por donde ella pasaba en aquel momento.

Quizá la hubiera llamado desde ese lugar…

¡No! No pienses en eso, se ordenó a sí misma. Pilota el avión.

– Brad -dijo con voz tranquila-, ésta será una aproximación visual a la pista veintisiete derecha. Controla la aproximación y anuncia todas las altitudes asignadas. Cuando lleguemos a la última fase, por favor, controla la velocidad, la altitud y la velocidad de descenso. Avísame si descendemos a más de tres mil metros por minuto. El go-around [53] será de noventa y dos por ciento.

– Roger.

– Flaps a diez grados.

– Flaps, diez, diez, verde.

La radio crepitó:

– Lear Nueve Cinco Foxtrot Bravo, girad a la izquierda rumbo dos cuatro cero, descended y mantened mil doscientos.

– Cinco Foxtrot Bravo, salimos de diez para cuatro. Rumbo dos cuatro cero.

Soltó un poco el acelerador y el avión descendió levemente; disminuyó el sonido chirriante de los motores. Percey pudo escuchar el silbido del viento, parecido al que agita las sábanas cuando por la noche queda una ventana abierta.

– Vas a aterrizar por primera vez en un Lear -le gritó Percey a Bell-. Veamos si lo puedo dejar en tierra sin que se derrame tu café.

– Todo lo que pido es mantenerme de una pieza -dijo Bell y se ajustó el cinturón de seguridad como si fuera la cuerda de un arnés para hacer puenting.


– Nada, Rhyme.

– No lo creo -el criminalista cerró los ojos con disgusto-. No lo puedo creer.

– Se fue. Estuvo aquí, de eso están seguros. Pero los micrófonos no captan ni un sonido.

Rhyme levantó la vista hacia el gran espejo que había pedido a Thom que colocara de pie en el cuarto. Estuvieron esperando que las balas explosivas lo hicieran trizas. Central Park estaba plagado de agentes tácticos de Haumann y Dellray, que sólo esperaban oír un disparo.

– ¿Dónde está Jodie? -reclamó Rhyme.

– Escondido en el callejón -rió Dellray-. Vio un coche que pasaba y se asustó.

– ¿Qué coche? -preguntó Rhyme.

– Si era el Bailarín -respondió el agente con ironía- entonces se había convertido en cuatro chicas portorriqueñas gordas. El cabrón dijo que no saldría hasta que alguien apagara las luces frente al edificio.

– Déjalo. Ya regresará cuando tenga frío.

– O para buscar su dinero -recordó Sachs.

Rhyme frunció el ceño. Se sentía amargamente decepcionado porque la trampa no había funcionado. ¿Había fallado él? ¿O era el misterioso instinto que poseía el Bailarín? ¿Un sexto sentido? La idea le repugnaba, no en vano era un científico, pero no la podía descartar por completo; después de todo, hasta la policía de Nueva York usaba de vez en cuando a parapsicólogos.

Sachs fue hacia la ventana.

– No -le dijo Rhyme-. Todavía no sabemos con seguridad si se ha ido o no.

Sellitto se mantuvo alejado de los cristales mientras cerraba las cortinas.

Era extraño, pero asustaba más no saber exactamente dónde estaba el Bailarín, que pensar que estaban siendo apuntados con un fusil de gran precisión a través de una ventana a sesenta metros de distancia.

Entonces sonó el teléfono de Cooper, quien contestó la llamada.

– Lincoln, son los artificieros del FBI. Examinaron la Colección de Referencia de Explosivos. Dicen que tienen una posible coincidencia de los trozos de látex.

– ¿Cómo?

Cooper escuchó un instante al agente.

– No hay pistas sobre el tipo específico de goma, pero sostienen que podría coincidir con un material que se usa en los detonadores de altímetro. Consisten en un globo de látex que se llena de aire; al ascender el avión se expande a causa de la baja presión de las grandes altitudes, y cuando llega a una cierta altura, el globo presiona un interruptor ubicado a un costado de la carcasa de la bomba. Cuando se completa el contacto la bomba explota.

– Pero esta bomba detonó con un temporizador.

– Sólo me están contando lo del látex.

Rhyme miró las bolsas de plástico que contenían los componentes de la bomba. Sus ojos se posaron en el temporizador. ¿Por qué se encuentra en tan buen estado?, pensó.

Porque estaba montado en un saliente de acero.

Pero el Bailarín lo podría haber montado en cualquier otro lugar, lo podía haber incrustado dentro del mismo explosivo plástico, lo que la hubiera reducido a pedazos microscópicos. Al principio le pareció un descuido que dejara intacto el temporizador, pero ahora dudaba.

– Diles que el avión explotó cuando descendía -dijo Sachs.

Cooper transmitió el comentario y tras escuchar las respuestas comentó:

– Dicen que puede tratarse de una variación en la forma de construcción de la bomba. Cuando el avión asciende, el globo en expansión toca un interruptor que arma la bomba; cuando el avión desciende el globo se encoge y cierra el circuito. Eso la hace explotar.

– ¡El temporizador es un engaño! Lo montó detrás del trozo de metal para que no se destruyera, para que pensáramos que era una bomba de tiempo y no de altitud. ¿A qué altura estaba el avión de Carney cuando explotó?

Sellitto revisó rápidamente el informe de la NTSB.

– Estaba descendiendo de los mil quinientos metros.

– De manera que se armó cuando pasaron de los mil quinientos metros después del despegue en Mamaroneck, y explotó cuando descendieron de esa altura en Chicago -dijo Rhyme.

– ¿Por qué al descender? -preguntó el detective.

– ¿Para lograr que el avión estuviera más lejos? -sugirió Sachs.

– Correcto -aceptó Rhyme-. Le daría al Bailarín una mejor ocasión de huir del aeropuerto antes de la explosión.

– Pero -objetó Cooper-, ¿por qué tomarse toda la molestia de engañarnos y hacernos creer que era un tipo de bomba y no otro?

Rhyme percibió que Sachs había adivinado la respuesta tan rápidamente como él.

– ¡Oh, no! -gritó la chica.

– ¿Qué? -Sellito aún no lo entendía.

– Porque -siguió Sachs- el grupo de artificieros que entró anoche en el aeropuerto buscaba una bomba de tiempo. Buscaban el sonido del temporizador.

– Lo que significa -exclamó Rhyme- que Percey y Bell también tienen una bomba de altitud en el avión.


– La velocidad de descenso es de trescientos sesenta y cinco metros por minuto -anunció Brad.

Percey movió lentamente hacia atrás la palanca de mandos del Lear y ralentizó el descenso. Bajaron de los mil setecientos metros.

Entonces lo oyó.

Era un chirrido extraño. Nunca había escuchado un sonido semejante en un Lear 35A. Sonaba como una especie de timbre de alarma, pero distante. Examinó los paneles pero no encontró ninguna luz roja. Sonó otra vez.

– Mil seiscientos metros -anunció Brad-. ¿Qué es ese ruido?

Se paró abruptamente.

Percey se encogió de hombros.

Un instante después, escuchó una voz a su lado que gritaba:

– ¡Asciende! ¡Ve más arriba! ¡Arriba!

El aliento caliente de Roland Bell le daba en la mejilla. Estaba de cuclillas a su lado, blandiendo el móvil.

– ¿Qué?

– ¡Hay una bomba a bordo! Una bomba de altitud. Explotará cuando descendamos de los mil quinientos metros.

– Pero estamos por encima…

– ¡Lo sé! ¡Asciende! ¡Arriba!

– Motores al noventa y ocho por ciento -gritó Percey-. Dime la altitud.

Sin vacilar un segundo, Brad apretó el acelerador. Percey puso al Lear en una rotación de diez grados; Bell se tambaleó hacia atrás y aterrizó contra el suelo.

– Mil seiscientos cincuenta -dijo Brad-, mil setecientos… mil setecientos cincuenta, mil setecientos ochenta… Mil ochocientos metros.

Percey Clay nunca había declarado una emergencia en todos sus años de vuelo. Una vez había declarado un «pan-pan», indicando una situación de urgencia, cuando una infortunada bandada de pelícanos decidió suicidarse estrellándose contra su motor número dos. Pero ahora, por primera vez en su carrera dijo:

– May-day, May-day, Lear Seis Nueve Cinco Foxtrot Bravo.

– Adelante, Foxtrot Bravo.

– Damos aviso, Control de Chicago. Tenemos información de que hay una bomba a bordo. Necesitamos vía libre para ascender a tres mil metros y dirigirnos a una zona despoblada para quedarnos en espera.

– Roger, Nueve Cinco Foxtrot Bravo -dijo con calma el controlador de ATC-. Hum, mantened el rumbo actual dos cuatro cero. Vía libre para ascenso a tres mil metros. Estamos dando vectores a todos los aviones cercanos… Cambiad el código a siete siete cero cero y squawk.

Brad miró nerviosamente a Percey cuando cambiaba la emisión del transponder al código que automáticamente enviaba una señal de advertencia a todos los radares de la zona, indicando que el Foxtrot Bravo tenía problemas. Squawk significaba enviar una señal del trasponder para hacer saber a todos, tanto a la Torre de Control como a los demás aviones, qué pitido correspondía exactamente al Lear.

Percey escuchó a Bell hablar por el móvil.

– La única persona que se acercó al avión, además de Percey y yo, fue el director administrativo, Ron Talbot. No tengo nada personal contra él, pero mis muchachos y yo lo vigilamos como halcones cuando hacía su trabajo y nos quedamos a su espalda todo el tiempo. Oh, y estuvo también el tipo que entregó algunas piezas del avión. Era de la Northeast Aircraft Distributors de Greenwich. Pero lo registré muy bien. Hasta sacó el móvil y se puso a hablar con su mujer. Le dejé hacerlo para asegurarme de que era el verdadero.

Bell escuchó un instante más y colgó.

– Nos volverán a llamar.

Percey miró a Brad y a Bell, luego se concentró en la tarea de pilotar el avión.

– ¿Cuánto tiempo nos durará el combustible? -preguntó a su copiloto.

– Hemos gastado menos de lo estimado. Los vientos de proa han sido buenos -hizo los cálculos-. Ciento cinco minutos.

Percey agradeció a Dios, o a la suerte, o a su propia intuición, por haber decidido no repostar en Chicago, sino cargar el suficiente combustible como para llegar a San Luis, además teniendo en cuenta el requisito de la FAA de reservar para unos cuarenta y cinco minutos adicionales de tiempo de vuelo.

El teléfono de Bell sonó nuevamente.

Escuchó, suspiró y luego preguntó a Percey.

– ¿Esa empresa Northeast entregó un cartucho de extintor?

– Mierda, ¿lo puso allí? -preguntó la aviadora con amargura.

– Parece que sí. El camión de la entrega pinchó una rueda después de salir del almacén camino del aeropuerto. El conductor estuvo ocupado unos veinte minutos. Un policía de Conneticut acaba de encontrar algo que parecía espuma de dióxido de carbono en la maleza, cerca de donde paró el conductor.

¡Maldita sea! -Percey miró involuntariamente hacia el motor-. Y pensar que yo misma instalé esa mierda.

– Rhyme está preocupado por el calentamiento -dijo Bell-. ¿No detonará la bomba?

– Algunas partes están calientes, otras no. No hace mucho calor al lado del extintor.

Bell se lo dijo a Rhyme, y luego comentó:

– Te voy a poner con él.

Un momento después, por radio, Percey oyó la conexión de una llamada unicom. Era Lincoln Rhyme.

– Percey, ¿me puedes oír?

– Alto y claro. Ese cabrón nos ha hecho una buena, ¿eh?

– Así parece. ¿Cuánto tiempo de vuelo tienes?

– Una hora y cuarenta y cinco minutos. Aproximadamente.

– Bien, bien -dijo el criminalista. Hizo una pausa-. Muy bien… ¿Puedes llegar hasta el motor desde el interior?

– No.

Otra pausa.

– ¿De alguna manera puedes desconectar todo el motor? ¿Sacarle las tuercas o algo así? ¿Dejarlo caer?

– No desde el interior.

– ¿Hay alguna forma de repostar en vuelo?

– ¿Repostar? No con este avión.

– ¿Podrías volar tan alto como para que el mecanismo de la bomba se congele? -siguió preguntando Rhyme.

Le asombró la velocidad a la que funcionaba su mente. Todas aquellas eran cosas que a ella no se le habrían ocurrido.

– Puede ser. Pero aún a una velocidad de descenso de emergencia, y estoy hablando de un descenso en picado, todavía nos llevaría unos ocho o nueve minutos tocar tierra. No creo que las partes de ninguna bomba permanezcan congeladas tanto tiempo. Y el efecto Mach [54] probablemente nos destrozaría.

– Bien, ¿qué te parece si ponemos un avión frente al tuyo y os pasamos unos paracaídas? -propuso Rhyme.

Su primer pensamiento fue que nunca abandonaría el avión. Pero la respuesta realista, que fue la que dio a Rhyme era que dada la velocidad negativa de un Lear 35A y la configuración de las puertas, ventanas y motores, resultaba muy poco probable que alguien pudiera saltar del avión sin chocar contra algo y matarse.

Rhyme se quedó en silencio durante un momento. Brad tragó saliva y se frotó las manos en sus bien planchados pantalones.

– Joder.

Roland Bell se meció hacia atrás y hacia delante.

No hay esperanzas, pensó Percey, observando el anochecer azul.

– ¿Lincoln? -preguntó Percey-. ¿Estás ahí?

Escuchó su voz. Estaba gritando a alguien en el laboratorio, o en el dormitorio; con voz irritada ordenaba:

– Ese mapa no. Sabes el que quiero. Bueno, ¿por qué iba a querer ese? No, no…

Silencio.

Oh, Ed, pensó Percey. Nuestras vidas siempre siguieron caminos paralelos. Quizá nuestras muertes también lo harán. Sin embargo, le preocupaba mucho más Roland Bell. La idea de que sus hijos quedarían huérfanos le resultaba insoportable.

– ¿Con el combustible que os queda, hasta dónde podéis volar? -preguntó Rhyme.

– Con todo a favor… -miró a Brad, que estaba haciendo el cálculo.

– Hasta mil trescientos kilómetros -masculló el copiloto.

– Tengo una idea -exclamó Rhyme-. ¿Podéis llegar a Denver?

Hora 36 de 45
Capítulo 33

– El aeropuerto está a una altura de mil quinientos setenta y ocho metros -dijo Brad, que hojeaba una guía de vuelo-. Era la altura que teníamos cuando estábamos en los alrededores de Chicago y esa cosa no explotó.

– ¿A qué distancia está? -preguntó Percey.

– Desde nuestra ubicación actual, a unos mil cuatrocientos kilómetros.

Percey pensó apenas unos segundos y asintió.

– Lo haremos. Dame un rumbo estimativo, algo que pueda usar hasta que tengamos los VOR. -Luego dijo por radio-: Trataremos de hacerlo, Lincoln. Estaremos muy justos de combustible. Tenemos mucho que hacer. Me comunicaré nuevamente.

– Estaremos aquí.

Brad estudió el mapa y consultó el plan de vuelo.

– Gira a la izquierda con rumbo dos seis seis.

– Dos seis seis -repitió Percey, y luego llamó a Control.

– Centro de Chicago, Nueve Cinco Foxtrot Bravo. Nos dirigimos a Denver International. Aparentemente es una… tenemos a bordo una bomba sensible a la altitud. Necesitamos aterrizar a mil quinientos metros o más. Demando inmediato VOR para navegar por vector hasta Denver.

– Roger, Foxtrot Bravo. Se lo proporcionaremos en un minuto.

– Por favor -pidió Brad-, dadnos el tiempo en nuestra ruta, Centro de Chicago.

– Un frente de alta presión está pasando por Denver en este momento. Los vientos de proa van de quince a cuarenta nudos a tres mil metros y aumentan a sesenta o setenta nudos a siete mil.

– Vaya -murmuró Brad y luego volvió a sus cálculos. Después de un instante, dijo-: Nos quedaremos sin combustible a noventa kilómetros de Denver.

– ¿Puedes aterrizar en la carretera? -preguntó Bell.

– En una gran bola de fuego -contestó Percey.

Foxtrot Bravo -preguntó Control-, ¿listo para recibir las frecuencias VOR?

Mientras Brad anotaba aquella información, Percey se estiró y apoyó la cabeza contra la parte posterior del asiento. El gesto le pareció familiar y recordó que había visto a Lincoln Rhyme hacer lo mismo en su complicada cama. Pensó en el pequeño discurso que le había soltado. Había sido sincera, por supuesto, pero no se había dado cuenta hasta entonces de que sus palabras contenían tanta verdad. Ambos dependían extraordinariamente de frágiles piezas de metal y plástico.

Y quizá estaba a punto de morir por aquella causa.

El destino es un cazador…

A noventa kilómetros de Denver. ¿Qué podían hacer?

¿Por qué su mente no era tan rápida como la de Rhyme? ¿No había nada que pudiera inventar para conservar combustible?

Si volaba más alto gastaba menos gasolina.

También si volaba con menos peso. ¿Podrían tirar algo del avión?

¿La carga? La remesa de U.S. Medical pesaba exactamente doscientos quince kilos. Si la arrojaba ganaría algunos kilómetros.

Pero mientras pensaba, Percey supo que nunca lo haría. Si había alguna posibilidad de salvar el vuelo y de salvar a la Compañía, se agarraría a ella como a un clavo ardiendo.

Vamos, Lincoln Rhyme, pensó, dame una idea. Dame… Se imaginó su cuarto, se vio sentada a su lado, recordó el halcón macho posado con arrogancia en el alféizar de la ventana.

– Brad -preguntó bruscamente-, ¿cuál es nuestro cálculo de vuelo sin motor?

– ¿De un Lear 35A? No tengo ni idea.

Percey había pilotado un planeador Schweizer 2-32. El primer prototipo se construyó en 1962 y había establecido el modelo para ese tipo de aparatos desde entonces. Su velocidad de descenso era de unos milagrosos treinta y seis metros por minuto. Pesaba cerca de seiscientos kilos. El Lear en el que volaban pesaba seis mil trescientos kilos.

Sin embargo, los aviones planean, cualquier avión lo hace. Recordó el incidente, ocurrido hacía unos años, del Air Canadá 767: los pilotos todavía hablaban de ello. El jumbo jet se había quedado sin combustible debido a una combinación de error informático y humano. Los dos motores se detuvieron a doce mil metros de altura y el avión se convirtió en un planeador de 143 toneladas. Logró aterrizar sin una víctima.

– Bueno, pensemos. ¿Cuál sería la velocidad de descenso con los motores detenidos?

– Creo que podríamos mantenerla a setecientos metros.

Lo que significaba una caída en picado de cincuenta kilómetros por hora.

– Ahora, calcula: ¿cuándo nos quedaríamos sin combustible si quemamos gasolina para subir a diecisiete mil metros?

– ¿Diecisiete mil? -preguntó Brad sorprendido.

– Roger.

Brad hizo el cálculo.

– La subida máxima es de mil trescientos pies por minuto; quemaríamos mucha gasolina, pero después de diez mil seiscientos metros también ahorraríamos mucha. Podríamos recortar…

– ¿Volar con un solo motor?

– Claro que sí. Podríamos hacerlo. -Hizo más cuentas-. Con ese procedimiento, nos quedaríamos sin combustible a ciento treinta kilómetros de Denver. Pero, por supuesto, estaríamos a mucha altura.

Percey Clay, sobresaliente en matemáticas y física, capaz de realizar mentalmente los más complicados cálculos, vio pasar los números por su cabeza. Apagar el motor a dieciséis mil metros, velocidad de descenso de setecientos metros… podrían cubrir un poco más de ciento treinta kilómetros antes de tocar tierra. Quizá más, si los vientos fueran propicios.

Brad, con la ayuda de la calculadora y de sus rápidos dedos, sacó la misma conclusión.

– Estaremos en el límite.

Dios no da nada por seguro.

– Control de Chicago -dijo Percey-. Lear Foxtrot Bravo solicita permiso inmediato para subir a dieciséis mil metros.

A veces hay que arriesgarse…

– ¿Eh?, dilo otra vez, Foxtrot Bravo.

– Necesitamos subir más. A dieciséis mil metros.

La voz del controlador de Control de Tráfico Aéreo los interrumpió:

Foxtrot Bravo, eres un Lear tres cinco, ¿correcto?

– Sí.

– El techo máximo de operación es de trece mil metros.

– Afirmativo, pero necesitamos volar más alto.

– ¿Habéis controlado las juntas hace poco?

Se refería a las juntas de puertas y ventanas que sellaban el avión y que le impedían explotar.

– Están bien -dijo Percey, sin mencionar que el Foxtrot Bravo había recibido unos cuantos disparos que le agujerearon el fuselaje y que lo acababan de reparar esa tarde.

– Tenéis permiso para ir a dieciséis mil metros, Foxtrot Bravo -respondió Control de Tráfico Aéreo.

Y Percey dijo entonces algo que pocos pilotos de Lear pueden decir:

– Roger, subimos de tres mil a dieciséis mil metros.

– De acuerdo -dijo Brad, plácidamente.

Percey hizo girar el avión y comenzó a subir.

Volaron hacia arriba.

Todas las estrellas de la noche…

– Dieciséis mil metros -anunció Brad diez minutos después.

Se nivelaron. A Percey le parecía que podía oír de verdad el quejido de las junturas del avión. Recordó las características de la gran altitud. Si la ventana que Ron había reemplazado explotaba, o reventaba alguna junta, si no se destrozaba el avión, la hipoxia mataría a los tripulantes en cuestión de cinco segundos. Aun cuando se pusieran máscaras, la diferencia de presión haría que les hirviera la sangre.

– Aumenta la presión de la cabina a diez mil pies.

– Presión a diez mil -dijo Brad. Eso al menos aliviaría al frágil fuselaje de la terrible presión externa-. Es una buena idea. ¿Cómo se te ha ocurrido?

Ingeni…

– No lo sé -respondió Percey-. Apaguemos el motor número dos. Suelto el acelerador, apago el auto-acelerador.

– Suelto, apagado -repitió Brad como un eco.

– Bombas de combustible e ignición, apagados.

– Bombas e ignición, apagados.

Percey sintió un leve viraje cuando desapareció el impulso del motor derecho y lo compensó con un pequeño ajuste del timón. No necesitó demasiado. Como los reactores estaban montados en la parte posterior del fuselaje y no en las alas, el que se perdiera una fuente de energía no afectó mucho la estabilidad de la aeronave.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Brad.

– Me tomaré una taza de café -dijo Percey y se levantó del asiento como un niño revoltoso que se tira de un árbol-. Eh, Roland, ¿no quieres uno tú también?


Durante unos insoportables cuarenta minutos no hubo más que silencio en el cuarto de Rhyme. No sonó ningún móvil. No entró ningún fax. Ninguna voz de ordenador anunció: «Tiene un mensaje».

Luego, por fin, el teléfono de Dellray sonó. Asintió mientras hablaba, pero Rhyme intuyó que las noticias no eran buenas. El agente cerró el móvil.

– ¿Cumberland?

Dellray asintió.

– La pifiamos. Kall no ha estado allí desde hace años. Los lugareños todavía hablan de cuando el chico ató a su padrastro y dejó que se lo comieran los gusanos. Es una especie de leyenda. Pero no tiene familia en la zona. Y nadie sabe nada ni está dispuesto a hablar.

Fue entonces cuando sonó el móvil de Sellitto.

– ¿Sí?

Una pista, rezó Rhyme, por favor, que sea una pista. Miró la cara redonda y el gesto estoico del policía cuando cerró el teléfono.

– Era Roland Bell -dijo-. Quería que supiéramos que acaban de quedarse sin combustible.

Hora 38 de 45
Capítulo 34

Tres timbres de tres alarmas diferentes sonaron simultáneamente.

Indicaban que se acababa el combustible, que la presión de aceite era baja y que en el motor la temperatura era baja. Percey trató de ajustar levemente el equilibrio de la aeronave, para ver si podía arañar un poco más de gasolina, pero los tanques estaban completamente secos.

Con un ligero martilleo, el motor número uno dejó de toser quedando en silencio. También la cabina quedó completamente a oscuras. Negra como un pozo.

Oh, no…

Percey no podía ver ni un instrumento, ni una palanca de mandos, ni un interruptor. Lo único que la salvaba de caer en el vértigo del vuelo a ciegas era la débil franja de luz que indicaba la presencia de Denver frente a ellos, pero a una gran distancia.

– ¿Qué pasa? -preguntó Brad.

– Dios, me olvidé de los generadores.

Los motores hacen funcionar a los generadores. Si no hay motores, no hay electricidad.

– Deja caer el RAT [55] -ordenó Percey.

Brad buscó en la oscuridad el control y lo encontró. Tiró de la palanca y la turbina de aire descendió, colocándose debajo del avión. Se trataba de una pequeña hélice conectada a un generador. La corriente de aire impulsa la hélice, que comunica energía al generador para los controles y las luces, pero no para los flaps, el tren de aterrizaje o los frenos.

Segundos después volvieron algunas de las luces.

Percey miraba el indicador de velocidad vertical. Mostraba una velocidad normal de mil metros por minuto. Mucho más de lo que habían planeado. Descendían a una velocidad cercana a los ochenta kilómetros por hora.

¿Por qué? se preguntó Percey. ¿Por qué erramos tanto en el cálculo?

¡A causa del aire enrarecido de las alturas! Había calculado la velocidad del descenso sobre la base de una atmósfera más densa. En aquel momento, al revisar todos los datos, recordó que el aire de Denver también estaría enrarecido. Nunca había pilotado un planeador a más de dos mil metros de altura.

Tiró de la palanca de mandos para frenar el descenso. Disminuyó a seiscientos cincuenta metros por minuto, pero la velocidad disminuyó también. Con el aire tan ligero la velocidad de stall [56] era de casi trescientos nudos. La palanca empezó a vibrar y los controles no respondían bien. En un avión como aquel no se podía recuperar una velocidad stall con los motores sin funcionar.

El rincón del féretro…

Adelantó la palanca de mandos. Descendieron más rápido, pero la velocidad del avión aumentó. Durante casi ochenta kilómetros efectuó esa maniobra. El Control del Tráfico Aéreo les avisó de dónde eran más fuertes los vientos, y Percey trató de encontrar la combinación perfecta de altitud y rumbo: vientos que fueran lo suficientemente poderosos como para dar al Lear una altura óptima pero no tan fuertes como para que ralentizaran demasiado la velocidad.

Por fin, Percey, con los músculos doloridos por el esfuerzo que realizaba al controlar la aeronave por medio de la fuerza bruta, se secó el sudor de la cara y dijo:

– Llámalos, Brad.

– Centro de Denver, aquí el Lear Seis Nueve Cinco Foxtrot Bravo, a cinco mil ochocientos metros. Estamos a treinta y tres kilómetros del aeropuerto. Nuestra velocidad es de doscientos veinte nudos. Volamos sin motores y solicitamos vectores hacia la pista más larga disponible, adecuada a nuestro rumbo actual de dos cinco cero.

Foxtrot Bravo. Os estábamos esperando. Altímetro treinta punto noventa y cinco. Girad a la izquierda rumbo dos cuatro cero. Os damos vectores para la pista dos ocho izquierda. Tenéis tres mil metros para apañaros.

– De acuerdo, Denver.

Algo le preocupaba. Sentía de nuevo un nudo en el estómago. Como el que tenía cuando recordó aquella camioneta negra.

¿Qué le pasaba? ¿Se estaría volviendo supersticiosa?

Las tragedias llegan de tres en tres…

– Treinta kilómetros para aterrizar -dijo Brad-. Cuatro mil ochocientos metros de altura.

Foxtrot Bravo, contacta Control de Denver -les dio la frecuencia de radio y luego añadió-: Han sido informados de vuestra situación. Buena suerte, señora. Estaremos pensando en vosotros.

– Buenas noches, Denver. Gracias.

Brad conectó la radio con la nueva frecuencia.

¿Qué estaba fallando?, caviló Percey otra vez. Hay algo en lo que no he pensado.

– Control de Denver, aquí el Lear Seis Nueve Cinco Foxtrot Bravo. Con vosotros a cuatro mil metros, a veinte kilómetros del aterrizaje.

– Os tenemos, Foxtrot Bravo. Acercaos rumbo dos cinco cero. Al parecer no funcionan los motores, ¿correcto?

– Somos el planeador más grande que hayáis visto, Denver.

– ¿Con flaps y tren de aterrizaje?

– Sin flaps. Accionaremos manualmente el tren de aterrizaje.

– ¿Queréis camiones?

Se refería a los vehículos de emergencia.

– Creemos que hay una bomba a bordo. Queremos todo lo que tengáis.

– De acuerdo.

Entonces, con un escalofrío de terror, se le ocurrió por fin: ¡la presión del aire!

– Control de Denver -preguntó- ¿cuánto marca el altímetro?

– Hum, tenemos tres cero punto nueve seis, Foxtrot Bravo.

Había subido dos milésimas de mercurio en el último minuto.

– ¿Está subiendo?

– Afirmativo, Foxtrot Bravo. Hay un importante frente de altas presiones acercándose.

¡No! Aumentaría la presión ambiental alrededor de la bomba, lo que haría que el globo se encogiera, como si estuvieran a una altura menor a la real.

– Mierda -murmuró.

Brad la miró.

– ¿Cómo estaba el mercurio en Mamaroneck? -dijo Percey.

El copiloto consultó la planilla.

– Veintinueve punto seis.

– Calcula mil quinientos metros de altitud a esa presión comparado con treinta y uno punto cero.

– ¿Treinta y uno? Es muy alto.

– Allí es adonde vamos.

Brad la miró fijamente

– Pero la bomba…

– Haz el cálculo -repitió Percey.

El joven empezó a hacer números con mano firme.

Suspiró, su primera manifestación visible de emoción.

– Mil quinientos metros en Mamaroneck equivalen a mil cuatrocientos aquí.

Percey le pidió a Bell que se acercara.

– Esta es la situación: hay un frente de presión que avanza. Para el momento que lleguemos a la pista, la bomba puede interpretar la atmósfera como menor de mil quinientos metros. Puede explotar cuando estemos de quince a treinta metros sobre el suelo.

– Vale -asintió con calma-, vale.

– No tenemos flaps, de manera que aterrizaremos rápido, a unos trescientos kilómetros por hora. Si explota, perderemos el control y nos estrellaremos. No habrá mucho fuego porque los tanques están vacíos. Y según lo que tengamos delante, si estamos lo suficientemente bajos, podremos patinar un poco antes de comenzar a dar vueltas. No hay nada que hacer salvo mantener apretados los cinturones y la cabeza baja.

– Muy bien -dijo Bell, asintió y miró por la ventanilla.

– ¿Puedo preguntarte algo, Roland?

– Adelante.

– Este no será tu primer vuelo, ¿verdad?

– Sabes, he vivido casi toda mi vida en Carolina del Norte -suspiró Bell-; ahí no hay muchas ocasiones de viajar. Y cuando fui a Nueva York, viajé en un tren Amtrak, que son agradables y cómodos. -Hizo una pausa-. El hecho es que nunca he estado a más altura de la que me podía llevar un ascensor.

– No todos los vuelos son como éste -dijo Percey.

Él le apretó un hombro y susurró:

– Que no se te caiga el caramelo.

Volvió a su asiento.

– Vale -dijo Percey, mirando la información sobre el aeropuerto Denver Internacional en la Guía del Aviador-. Brad, tendremos que hacer una aproximación visual nocturna a la pista dos ocho izquierda. Yo llevaré el mando del aparato. Tú accionarás manualmente el tren de aterrizaje y anunciarás la velocidad de descenso, la distancia hasta la pista y la altitud; dame la verdadera altura sobre el suelo, no a nivel del mar, después dame la velocidad.

Trató de pensar en algo más. No tenía energía, ni flaps, ni frenos. No había nada más que decir; era el briefing previo al aterrizaje más corto que había hecho en toda su vida como piloto.

– Una última cosa -añadió-. Cuando nos detengamos, salid corriendo a tanta velocidad como podáis.

– Dieciséis kilómetros para la pista -exclamó Brad-. Velocidad, doscientos nudos. Altitud, dos mil ochocientos metros. Tenemos que descender más despacio.

Percey tiró un poco de la palanca de mando y la velocidad disminuyó espectacularmente. La palanca de cambios vibró de nuevo. Si ahora se producía un stall, morirían.

Adelante otra vez.

Catorce kilómetros… trece…

Estaba sudando a chorros. Se limpió la cara. Tenía llagas en la piel, entre los pulgares y los dedos índice.

Doce… Once…

– Estamos a diez kilómetros de la pista, a mil trescientos metros. La velocidad es de doscientos diez nudos.

– Abajo el tren de aterrizaje.

Brad giró la rueda que bajaba manualmente el pesado tren de aterrizaje. La gravedad lo ayudaba, pero, con todo, requería un esfuerzo enorme. Sin embargo, mantuvo los ojos fijos en los instrumentos y recitó, tranquilo como un contable que leyera un balance:

– Nueve kilómetros para la pista, mil doscientos metros…

Percey luchó contra el embate de la baja altitud y los fuertes vientos.

– Abajo el tren de aterrizaje -anunció Brad, jadeante- tres verde.

La velocidad disminuyó a ciento ochenta nudos, cerca de trescientos kilómetros por hora. Iban muy rápido. Demasiado rápido. Sin sus generadores de empuje negativo, arderían aun en la pista más larga.

– Control de Denver, ¿qué marca el altímetro?

– Tres cero uno ocho -dijo el impasible controlador. Iba en aumento. Más y más.

Percey tomó aliento: para la bomba, la pista estaba a poco menos de mil quinientos metros sobre el nivel del mar. ¿Con cuánta exactitud habría armado el detonador el Bailarín?

– Tren en posición. La velocidad de descenso es de ochenta.

Lo que significaba una velocidad vertical de cerca de sesenta kilómetros por hora.

– Descendemos muy rápido, Percey -exclamó Brad-. Aterrizaremos frente a las luces de aproximación. A cien metros de ellas. Doscientos, quizá.

En control también se habían dado cuenta:

Foxtrot Bravo, necesitáis recuperar un poco de altura. Venís demasiado bajo.

Percey accionó otra vez la palanca hacia atrás. La velocidad disminuyó. Apareció una advertencia de stall. Movió la palanca hacia delante.

– Dos kilómetros para el aterrizaje, altitud de seiscientos metros.

– ¡Demasiado bajo, Foxtrot Bravo! -advirtió de nuevo el controlador.

Percey miró por encima de la proa. Había muchas luces: las estroboscópicas de aproximación, los puntos azules de la pista de rodaje, las naranjas rojizas de la pista de aterrizaje… Y luces que Percey no había visto nunca antes: cientos de luces intermitentes, blancas y rojas, de los vehículos de emergencia.

Luces por todas partes.

Todas las estrellas de la noche…

– Todavía estamos muy bajos -anunció Brad-. Vamos a impactar doscientos metros antes de la pista.

Con las manos sudorosas, Percey se inclinó hacia delante y pensó nuevamente en Lincoln Rhyme, encadenado a su silla, también inclinándose hacia delante y examinando algo en la pantalla del ordenador.

– Demasiado bajo, Foxtrot Bravo -repitió Control-. Estoy enviando vehículos de emergencia al campo que hay frente a la pista.

– Negativo -dijo Percey, testaruda.

– Altitud noventa metros -anunció Brad-, a dos kilómetros del aterrizaje.

¡Tenemos treinta segundos! ¿Qué puedo hacer?

¿Ed? ¿Me lo dices? ¿Brit? Alguien…

Vamos, dónde está tu famosa capacidad de improvisación… ¿Qué diablos puedo hacer?

Miró por la ventana de la cabina. A la luz de la luna podía ver los suburbios, los pueblos y las tierras labradas, pero también, hacia la izquierda, grandes extensiones desérticas.

Colorado es un Estado de desiertos… ¡Por supuesto!

De repente, viró bruscamente a la izquierda.

Brad, que no tenía idea de qué era lo que quería hacer, exclamó:

– Velocidad de descenso noventa, altitud tres mil metros, novecientos, ochocientos cincuenta…

Los virajes, en un avión sin fuerza motriz, aceleran el descenso.

Foxtrot Bravo, no giréis -gritaron desde Control-. Repito ¡no giréis! No tenéis suficiente altitud.

Percey niveló el avión sobre una extensión de desierto.

– Altitud constante… -Brad soltó una nerviosa carcajada-. Altitud en ascenso, estamos a dos mil setecientos metros, tres mil metros, tres mil quinientos. Cuatro mil metros… No lo entiendo.

– Una corriente cálida -le explicó Percey-. El desierto absorbe calor durante el día y lo libera por las noches.

– ¡Bien, Foxtrot Bravo! -en Control también se habían dado cuenta-. Bien. Acabáis de ganar unos trescientos metros. Venid derecho a dos nueve cero… bien, ahora izquierda dos ocho cero. Bien. Buen rumbo. Escuchad, Foxtrot Bravo, no hagáis caso de esas luces de aproximación, adelante.

– Gracias por el ofrecimiento, Denver, pero creo que aterrizaré trescientos metros más allá de lo previsto.

– Esta muy bien, señora.

En aquel momento surgió otro problema. Podían alcanzar la pista, pero la velocidad de crucero era demasiado alta. Los flaps eran los culpables de que disminuyera la velocidad de stall de una aeronave, de manera que pudiera aterrizar más suavemente. La velocidad normal de stall del Lear 35 era de ciento ochenta kilómetros por hora. Sin flaps se acercaba a los trescientos kilómetros por hora. A esa velocidad, hasta una pista de tres kilómetros pasa en un segundo.

Entonces Percey hizo un derrape lateral.

Es una maniobra simple en un avión privado, que se usa en los aterrizajes con vientos cruzados. Se vira a la izquierda y se aprieta el pedal derecho del timón lo que ralentiza bastante la aeronave. Percey no sabía si alguien habría usado aquella técnica en un reactor de siete toneladas, pero no se le ocurría ninguna.

– Necesito tu ayuda -le gritó a Brad; jadeaba por el esfuerzo y el dolor provocado al tener ya sus manos en carne viva. El joven asió la palanca, empujando al mismo tiempo el pedal. Como resultado, el avión se frenó, si bien el ala izquierda descendió bastante.

Percey pensó en nivelarla antes de tocar la pista. Esperaba poder hacerlo.

– ¿Velocidad? -preguntó.

– Ciento cincuenta nudos.

– Parece que va bien, Foxtrot Bravo.

– Doscientos metros para la pista, altitud ochenta y cinco metros -anunció Brad-. Luces de aproximación, doce en punto.

– ¿Velocidad de descenso? -preguntó Percey.

– Ochenta.

Demasiado rápido. Si aterrizaban a esa velocidad, se destruiría la parte inferior del fuselaje. La bomba también podría estallar.

Aparecieron las luces estroboscópicas justo frente a ella: la guiaban hacia delante…

Más abajo, más abajo…

Justo cuando se lanzaban contra el andamiaje de las luces, Percey gritó:

– ¡Mío!

Brad soltó la palanca de mandos.

Percey enderezó el derrape lateral y levantó el morro de la aeronave que se elevó y tomó aire. Se detuvo el precipitado descenso justo antes de los números que estaban al final de la pista.

Tomó aire tan bien, en efecto, que no descendía.

En el aire más denso de la atmósfera relativamente más baja, el avión en marcha, más liviano al no llevar gasolina, se rehusó a aterrizar.

Percey vislumbró el amarillo y el verde de los vehículos de emergencia desparramados a lo largo del costado de la pista. Pasaron treinta metros más allá de los números, todavía a diez metros del suelo. Hicieron otros sesenta metros, luego noventa más.

Diablos, haz que aterrice.

Percey llevó la palanca de cambios hacia delante. El avión descendió espectacularmente y la piloto dio un tirón hacia atrás con la palanca de mandos. El ave plateada tembló y luego se posó suavemente sobre el hormigón. Era el aterrizaje más suave que había hecho jamás.

– ¡Todo el freno!

Percey y Brad aplastaron sus pies contra los pedales del timón y sintieron el chirrido de los cojinetes y sus fuertes vibraciones. La cabina se llenó de humo.

Ya habían utilizado más de la mitad de la pista y todavía iban a ciento sesenta kilómetros por hora.

La hierba, pensó Percey. Giraré hacia la hierba si tengo que hacerlo. Destrozaré la parte inferior del fuselaje pero salvaré la carga…

Ciento doce, noventa y cinco…

– Luz de fuego en la rueda derecha -anunció Brad. Luego dijo-: Luz de fuego en la rueda del morro.

Joder, pensó Percey, y apretó los frenos con todo su peso.

El Lear comenzó a patinar y a estremecerse. Lo compensó con la rueda del morro. Más humo llenó la cabina.

Noventa y cinco kilómetros por hora, ochenta, setenta y cinco…

– La puerta -le dijo a Bell.

En un instante el detective se levantó y empujó la puerta hacia fuera que se convirtió en una escalerilla.

Los camiones de incendios se dirigían hacia el avión.

Con un gruñido salvaje de los frenos humeantes, el Lear N695FB patinó y se detuvo a 3 metros del final de la pista.

La primera voz que se escuchó en la cabina fue la de Bell:

– Vale, Percey. ¡Sal! Muévete.

– Tengo que…

– ¡Ahora tomo el mando! -gritó el detective-. Si tengo que arrastrarte hacia fuera, lo haré. ¡Muévete ya!

Bell la empujó y ella y Brad salieron por la puerta y saltaron a la pista. Bell los obligó a alejarse del avión. Gritó a la patrulla de rescate, que había comenzado a arrojar espuma a las ruedas:

– Hay una bomba a bordo y puede explotar en cualquier momento. Está en el motor. No os acerquéis.


Tenía una de sus pistolas en la mano y vigilaba a la multitud que rodeaba la aeronave. En cualquier otro momento Percey hubiera pensado que estaba paranoico. Ya no.

Se detuvieron a treinta metros del avión. El camión de la Escuadra de Bomberos de la Policía de Denver frenó. Bell le hizo señas para que se acercara.

Un policía delgado y con aspecto de vaquero salió del camión y caminó hacia Bell. Se mostraron sus respectivas insignias y Bell le explicó lo de la bomba y dónde creía que estaba.

– De manera -dijo el policía de Denver- que no estás seguro de que se halle a bordo.

– No. No al cien por cien.

Si embargo cuando a Percey se le ocurrió mirar al Foxtrot Bravo, con su hermoso revestimiento plateado manchado de espuma y brillante a la luz de los focos, se escuchó un estruendo ensordecedor. Todos, excepto Bell y Percey, se tiraron al suelo mientras la mitad posterior del avión se desintegraba con un enorme destello de llamas color naranja y sembraba el aire de trozos de metal.

– Oh -jadeó Percey y se llevó la mano a la boca.

No quedaba combustible en los tanques, por supuesto, pero el interior del avión, los asientos, el cableado, la alfombra, los accesorios de plástico y la preciosa carga, ardió furiosamente mientras los camiones de bomberos esperaban el momento para lanzarse hacia él y cubrir de espuma el arruinado cadáver de metal.

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