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Al terminar las clases subí al aula de mi padre, el aula 204. Estaban con él dos alumnos. Les lancé una mirada furiosa a los dos y crucé con mi chillona camisa roja la sala en dirección a la ventana y me puse a contemplar en dirección a Alton. Durante el día me había prometido proteger a mi padre, y los dos alumnos que le robaban su tiempo eran los dos primeros enemigos con los que me encontraba. Uno de ellos era Deifendorf, el otro Judy Lengel. El que hablaba era Deifendorf.

– Entiendo que haya clases de taller y mecanografía y cosas así, señor Caldwell -dijo-, pero para alguien como yo, que no piensa ir a la universidad ni nada, me resulta incomprensible que se me haga aprender de memoria una lista de animales que murieron hace un millón de años.

– Es incomprensible -dijo mi padre-. Tienes absolutamente toda la razón: ¿a quién le importan los animales muertos? Si están muertos, lo mejor es dejarles en paz; éste es mi lema. A mí me deprimen horrores. Pero esto es lo que me dicen que os enseñe, y seguiré enseñándolo así me muera. O tú o yo, Deifendorf, y si no consigues tomártelo con calma haré todo lo posible por acabar contigo antes de que tú acabes conmigo; te estrangularé con mis propias manos si es necesario. Yo vengo aquí a luchar por mi vida. Tengo que alimentar a una esposa, un hijo y un anciano. Me pasa lo mismo que a ti; preferiría estar andando por ahí. Comprendo lo que te pasa; sé cuánto sufres.

Yo reí hacia el exterior; era mi forma de atacar a Deifendorf. Notaba que se agarraba a mi padre, chupándole las fuerzas. Así eran, me pareció, los niños crueles. Primero le provocaban hasta ponerle casi frenético (entonces le asomaban por los bordes de los labios unos puntitos de espuma y los ojos se le ponían como pequeños diamantes sin pulir), pero al cabo de una hora aparecían en su habitación para pedir consejos, hacer confesiones y reafirmar sus personalidades. Y en cuanto dejaban de estar delante de él, volvían a burlarse de él. Por eso mantuve mi espalda vuelta contra aquel nauseabundo par de alumnos.

Desde las ventanas del aula de mi padre podía ver el césped del instituto, donde ensayaban en otoño la banda y los de la claca, y las pistas de tenis y la hilera de castaños de Indias que señalaban el camino del asilo y, más allá, el monte Alton, un corcovado horizonte azul cicatrizado por una cantera de grava. Un tranvía repleto de compradores que regresaban de Alton apareció chisporroteante por la carretera. Algunos de los estudiantes que vivían por la parte de Alton estaban arracimados en la parada esperando la llegada del otro tranvía que debía pasar en sentido contrario. En los paseos de cemento que recorrían el costado del edificio desde la salida de las chicas -tenía que tocar con la nariz el helado cristal para mirar en aquel ángulo- caminaban hacia su casa en grupos de dos y de tres las chicas que, vistas en escorzo, parecían retazos de pieles, cuadros, libros y lana. De sus bocas salía un aliento congelado. No podía oír lo que decían. Intenté divisar a Penny entre ellas. Durante todo aquel día había tratado de evitarla porque me parecía que si me acercaba a ella abandonaba a mis padres, cuya necesidad de mí se había acentuado de manera misteriosa y solemne.

– … el único -decía Deifendorf a mi padre.

Su voz era como un arañazo. Tenía una voz femeninamente débil, sin relación con su cuerpo atlético e imponente. Yo había visto muchas veces a Deifendorf desnudo en el vestuario. Tenía las piernas fornidas y cubiertas de un pelo arenoso, y un enorme torso de caucho y brillantes hombros inclinados y unos brazos muy largos que terminaban en unas manos acucharadas. Era un nadador.

– Exacto, tú no eres el único -le dijo mi padre-. Pero bien mirado, Deifendorf, diría que eres el peor. Diría que eres el alumno que me produce más comezón de todos los que tengo este año.

Mi padre hizo esta estimación de forma desapasionada. Había algunas cosas -la comezón, la inteligencia, la potencia atlética- que podía calibrar perfectamente gracias a sus años de experiencia como profesor.

Penny no había aparecido entre las chicas de abajo. Detrás de mí, el silencio de Deifendorf parecía desconcertado y hasta herido. Tenía un lado vulnerable. Deifendorf amaba a mi padre. Me duele admitirlo, pero entre este obsceno animal y mi padre existía un afecto auténtico. A mí me sabía mal. Me sabía mal ver a mi padre volcarse generosamente sobre aquel muchacho, como si en todo aquel absurdo fuera posible hallar una posibilidad de curación.

– Los Padres Fundadores -explicó mi padre- decidieron juiciosamente que los niños suponían una carga que sus progenitores eran incapaces de soportar. Por eso crearon unas cárceles a las que llamaron escuelas y en las que se llevan a cabo una serie de torturas que bautizaron con el nombre de educación. La escuela es ese sitio adonde le mandan a uno durante ese período en el que ni te quieren con ellos los padres ni tampoco te acepta la industria. A mí se me paga para que guarde durante ese tiempo a los individuos que la sociedad no puede utilizar: los lisiados, los flojos, los locos y los ignorantes. Muchacho, no soy capaz de proporcionarte más que un solo incentivo para que te portes bien, y es éste: a no ser que cedas y aprendas algo, serás tan imbécil como yo, y para ganarte la vida no tendrás más remedio que dar clases en un instituto. Cuando el año 31 fui víctima de la Depresión, yo no tenía nada. No sabía nada. Durante toda mi vida Dios había cuidado de mí y, por tanto, no se me podía dar ninguna clase de empleo. Y, con toda la bondad de su corazón, Al Hummel, el sobrino de mi suegro, me consiguió un puesto de profesor. No te lo recomiendo, muchacho. Aunque eres mi peor enemigo, no te lo recomiendo, ni lo deseo para ti.

Yo miraba, con las orejas calientes, hacia Mt. Alton. Y, como si a través de una imperfección del cristal pudiera ver al otro lado de una esquina del tiempo, vi que Deifendorf se dedicaría a la enseñanza. Y así llegaría a ser. Al cabo de catorce años volví a casa y me crucé en una calle secundaria de Alton con Deifendorf, que llevaba un viejo traje marrón. Por el bolsillo de la chaqueta asomaban lápices y plumas, igual que del de mi padre en años anteriores. Deifendorf había engordado y la frente se le había ensanchado, pero era él. Aquel día me preguntó, se atrevió con la máxima seriedad a preguntarme, a un auténtico expresionista abstracto de segunda fila que vivía en una buhardilla de la East Twentythird Street con una amante negra, si había pensado dedicarme alguna vez a la enseñanza. Le dije que No. Entonces él me dijo, con sus pálidos ojos incoloros cubiertos por una cáscara de seriedad:

– A menudo pienso, Peter, en lo que solía decir tu padre de la enseñanza. «Es duro», decía, «pero no hay nada que proporcione tantas satisfacciones.» Ahora me dedico a la enseñanza y entiendo lo que quería decir. Tu padre era un gran hombre. ¿Lo sabías?

Y ahora, con aquella voz débil y afónica que tenía, empezó a decirle a mi padre algo parecido:

– Yo no soy su enemigo, señor Caldwell. Usted me gusta. Usted nos gusta a todos.

– Esto es lo que me preocupa, Deifendorf. Es lo peor que puede pasarle a un profesor de una escuela pública. No quiero agradaros. Lo único que quiero es que os quedéis sentados delante de mí durante cincuenta y cinco minutos cinco veces a la semana. Quiero, Deifendorf, que cuando entréis en mi aula quedéis paralizados de miedo. Caldwell, el Asesino de los Niños; así es como me gustaría que me llamaseis. ¡Uuuf!

Me volví y reí, decidido a interrumpir. Los dos, separados por el amarillo pupitre lleno de muescas, juntaron sus cabezas como conspiradores. Mi padre tenía un aspecto cetrino y enfermizo, con las sienes lustrosas y vacías; la superficie de su mesa estaba cubierta de papeles y carpetas con mandíbulas de hojalata y pisapapeles que parecían sapos semimetamorfoseados. Deifendorf le había robado la fuerza; la enseñanza estaba agotando sus reservas. Yo vi todo esto sabiendo que no podía hacer nada. Con esa misma sensación vi en la sonrisa satisfecha de Deifendorf que, del remolino de palabras de mi padre, había sacado la conclusión de que él era superior, que, en comparación con aquel hombre estéril, vehemente y hundido que era su maestro, él era joven, limpio, fuerte, alguien con ideas claras y coordinadas y, por tanto, invencible.

Mi padre, turbado por mi furiosa actitud de espera, cambió de tema:

– Tendrás que estar en la piscina esta tarde a las seis y media -dijo a Deifendorf en tono seco.

Aquella tarde se celebraba un concurso de natación y Deifendorf formaba parte del equipo.

– Les dejaremos hechos papilla por usted, señor Caldwell -prometió Deifendorf-. Vendrán muy confiados y sin saber la que les espera.

Nuestro equipo de natación no había ganado una sola competición en lo que llevábamos de curso: Olinger era un pueblo sin aficiones acuáticas. No tenía piscina pública, y el fondo de la presa del asilo estaba cubierto de botellas rotas. Mi padre, por uno de esos estrafalarios golpes mediante los que Zimmerman mantenía al claustro de profesores en perpetuo estado de maleable confusión, era entrenador de nuestros nadadores, a pesar de que su hernia le impedía zambullirse en el agua.

– Lo único que podemos hacer es esforzarnos al máximo -dijo mi padre-. No se puede caminar por el agua.

Ahora pienso que mi padre quería que esta última afirmación le fuera discutida, pero ninguno de los tres que estábamos en el aula lo consideramos necesario.

Judy Lengel era la tercera. En opinión de mi padre, el padre de Judy trataba de conseguir por la fuerza algo que la capacidad intelectual de la chica jamás podría alcanzar. Yo no estaba de acuerdo con mi padre en esto; en mi opinión Judy no era más que una chica que, sin ser bonita ni brillante, había llegado a desarrollar una mezquina ambición con la que se dedicaba a atormentar a profesores crédulos como mi padre. Judy aprovechó el silencio para decir:

– Señor Caldwell, estaba pensando en el examen de mañana…

– Un momento, Judy.

Deifendorf, harto, quería irse. Cuando se inclinó para levantarse soltó prácticamente un eructo. Mi padre le preguntó:

– Oye, Defy, ¿y los cigarrillos? Si alguien vuelve a decirme que te ha visto fumando te echo del equipo.

Desde la puerta gimió la débil voz del chico:

– No he tocado el tabaco desde que empezó el curso, señor Caldwell.

– No me mientas, chico. La vida es demasiado corta para mentir. Unas cincuenta y siete clases diferentes de personas aproximadamente me han soplado que te han visto fumar, y si me pillan protegiéndote, Zimmerman pedirá mi cabeza.

– De acuerdo, señor Caldwell. Entendido.

– Esta noche quiero que ganes en braza y estilo libre.

– Ya verá como sí, señor Caldwell.

Yo cerré los ojos. Me molestaba oír hablar a mi padre como un entrenador; era algo que me parecía muy por debajo de nuestra categoría. Esto era injusto porque, después de todo, ¿no era eso lo que yo quería oír de sus labios: ese tono confiado, ordinario, de los otros hombres? Quizá lo que me hacía daño era que Deifendorf pudiera darle a mi padre algo concreto -la fuerza con que hacía la braza y el estilo libre-, y yo no. Como no quería mostrar mi piel a todo el mundo, nunca había aprendido a nadar. El mundo del agua permanecía cerrado para mí, y por eso me había enamorado del aire, que yo era capaz de captar en enormes y emocionantes condensaciones que se concentraban en mi interior y constituían lo que yo llamaba Futuro: en este reino esperaba poder recompensar a mi padre por sus sufrimientos.

– Dime, Judy -dijo.

– No he entendido exactamente sobre qué será el examen.

– Sobre los capítulos octavo, noveno y décimo, tal como he dicho hoy en clase.

– ¿Tanto?

– Repásalo, Judy. No eres tonta. Sabes cómo estudiar.

Mi padre abrió el libro, el texto gris con el microscopio, el átomo, y el dinosaurio en la cubierta.

– Busca las palabras en cursiva -dijo-. Aquí. Magma. ¿Qué es magma?

– ¿Pondrá esta pregunta en el examen?

– No puedo decirte cuáles serán las preguntas, Judy. No sería justo porque los demás tendrían desventaja. Pero, vamos a ver, para tu propia información, ¿qué quiere decir magma?

– ¿Es como lo que sale de los volcanes?

– Aceptaría por buena esta respuesta. El magma es la roca ígnea en estado líquido. Y aquí. Di cuáles son las tres clases de roca.

– ¿Pondrá esta pregunta?

– No te lo puedo decir, Judy. Compréndelo. Pero ¿cuáles son?

– Sentimentarias…

– Ígneas, sedimentarias y metamórficas. Dame un ejemplo de cada una de ellas.

– Granito, piedra caliza y mármol -dije yo.

Judy me miró asustada.

– O basalto, esquisto y pizarra -dijo mi padre.

Aquella tonta me miró a mí y luego a él como si nos hubiéramos aliado contra ella. En aquel momento era así. Había momentos en que mi padre y yo nos convertíamos en una unidad, un eficiente equipo de dos piezas.

– ¿Quieres saber algo interesante, Judy? -dijo mi padre-. El depósito de pizarra más rico del continente está en Pennsylvania, justo al lado de aquí, en los condados de Lehigh y Northampton. -Golpeó sus nudillos contra la pizarra que tenía a su espalda y añadió-: De aquí salen todas las pizarras de este país, de costa a costa.

– ¿Esto también tenemos que saberlo?

– No lo dice el libro, no. Pero pensaba que quizá te interesaría. Tienes que tratar de interesarte por las cosas. No pienses en los exámenes y los cursos; tu padre sobrevivirá. No te mates, Judy; cuando yo tenía tu edad no sabía lo que era ser joven. Y nunca he podido aprenderlo después. Vamos a ver, Judy, escúchame. Hay gente con mucho talento y otros que carecen de él. Pero todo el mundo tiene algo, como mínimo la vida. El buen Dios no nos puso aquí para que anduviéramos preocupados por lo que no tenemos. El hombre que tenía dos talentos no se enfadó con el que tenía cinco. Fíjate, por ejemplo, en Peter y en mí. Yo no tengo ningún talento, y él tiene diez; pero yo no me siento furioso contra él. A mí me gusta Peter. Es mi hijo.

Ella abrió sus labios y yo esperaba que preguntase si también iba a preguntar todo esto en el examen, pero no dijo nada. Mi padre hojeó velozmente las páginas del libro.

– Dime algunos agentes de la erosión -dijo.

Ella aventuró:

– ¿El tiempo?

Mi padre alzó la vista; era como si acabara de recibir un golpe. La piel de debajo de sus ojos era tan blanca como la del bajo vientre, y sus mejillas estaban marcadas por un sonrojo de un tono anormal que cruzaba sus mejillas con claras franjas paralelas, como las que hubieran podido dejar unos dedos iracundos.

– Tendré que pensarlo -le dijo a Judy-. Yo pensaba más bien en las corrientes de agua, los glaciares y el viento.

Judy escribió todo esto en su cuaderno.

– Explícame el diastrofismo -dijo-. La isostasia. Haz un boceto de un sismógrafo. ¿Qué es un batolito?

– No va a preguntar todo esto, ¿no? -preguntó ella.

– Quizá no haga ninguna de estas preguntas -dijo él-. No pienses en el examen. Piensa en la Tierra. ¿No la amas? ¿No te gustaría saber más cosas acerca de ella? La isostasis es como una mujer gorda que trata de ponerse faja.

La cara de Judy estaba tensa. Tenía las mejillas demasiado apretadas contra la nariz y se le formaban unas líneas muy profundas y marcadas; y tenía una tercera grieta vertical en la punta de la nariz. También su boca parecía tener demasiados pliegues, y cuando hablaba sus movimientos eran exagerados, hacia arriba y hacia abajo, como la boca de un dragón.

– ¿Hará alguna pregunta sobre los protozones o como se llamen esas cosas?

– La era proterozoica. Sí, señora. Podría ser que una de las preguntas fuera: «Hagan una lista de las seis eras geológicas en orden cronológico, dando las fechas aproximadas de su inicio y conclusión». ¿Cuándo fue la era cenozoica?

– ¿Hace mil millones de años?

– Es la era en la que tú estás viviendo, chica. Todos nosotros vivimos en esta era. Comenzó hace setenta millones de años. O también pudiera ser que preguntase: «Hagan una lista de algunas formas de vida ya extinguidas», y pedir que se identifiquen con la era y el período correspondientes. Un punto por cada respuesta buena. Por ejemplo, el brontops: mamífero, cenozoica, terciario. Es de la época del eoceno, aunque no creo que sepas esto. Para tu propia información es posible que te interese saber que el brontops tenía un aspecto que recuerda mucho a William Howard Taft, que fue presidente de Estados Unidos cuando yo tenía aproximadamente tu edad.

Vi que Judy escribía en su cuaderno «Épocas no» y que encerraba las palabras en un recuadro. Mientras mi padre continuaba hablando, Judy empezó a adornar el recuadro con triángulos.

– O el lepipodendro -dijo él-. Helecho gigante, paleozoica, pennsylvánico. O el criops. ¿Tú qué contestarías, Peter?

Yo no tenía, en realidad, ni idea.

– Un reptil -dije al azar-. Mesozoica.

– Un anfibio -dijo él-, anterior. O el archeoptérix -dijo en un tono más animado, seguro de que nosotros sabríamos esta vez la respuesta-. ¿Qué es, Judy?

– ¿Arquiqué? -preguntó ella.

– El archeoptérix -suspiró él-. Fue la primera ave. Tenía aproximadamente el mismo tamaño que un cuervo. Sus plumas aparecieron por evolución a partir de escamas. Estudia el diagrama que hay entre las páginas doscientos tres y doscientos nueve. No te pongas nerviosa. Estudia los diagramas, apréndetelos de memoria, estudia tus apuntes, y todo saldrá bien.

– Cuando intento recordarlo me dan como mareos -dijo Judy en un tono tal que dio la sensación de que estaba a punto de llorar.

Su cara era un capullo aún cerrado, que antes de empezar a vivir ya se estaba marchitando. Era pálida, y esta palidez se mantuvo a flote durante unos instantes por el aula, cuyas barnizadas persianas eran como persianas de miel recogida en un bosque dulcemente putrefacto.

– Nos pasa a todos -dijo mi padre, devolviendo la firmeza a las cosas-. El conocimiento marea. Haz lo que puedas, Judy, y no pierdas el sueño por estas cosas. No te dejes abrumar. Una vez haya pasado el miércoles podrás olvidarlo todo completamente, y antes de que te des cuenta ya estarás casada y con seis hijos.

En aquel momento comprendí, con cierta indignación, que, compadecido, mi padre acababa de explicarle con bastante exactitud qué era lo que pensaba preguntar en el examen.

Cuando Judy salió del aula, mi padre se levantó, cerró la puerta y me dijo:

– Esa pobre femme, será la criada de su padre.

Estábamos los dos solos. Dejé de apoyarme en el alféizar de la ventana y dije:

– Quizá sea esto lo que él quiere.

Yo tenía plena conciencia de llevar una camisa roja; cuando avanzaba por el aula, su resplandor, en el suelo de mi visión, parecía dar a mis palabras una enigmática urbanidad.

– No lo creas -dijo mi padre-. No hay nada peor que una mujer amargada. Esto es algo magnífico que tiene tu madre, jamás la he visto amargada. Seguramente no lo entenderás, Peter, pero tu madre y yo nos hemos divertido mucho juntos.

Yo dudé de esta afirmación, pero lo dijo de una forma que me hizo guardar silencio. Me parecía que mi padre estaba despidiéndose, una por una, de las cosas que había conocido en este mundo. Cogió una hoja de papel azul de su mesa y me la dio.

– Lee y llora -me dijo.

Primero pensé que debía ser un informe médico de signo fatal. Se me hundió el estómago. ¿Cómo era posible que se acabara tan pronto?

Pero se trataba simplemente de uno de los informes que redactaba Zimmerman tras sus visitas mensuales.


INSTITUTO DE OLINGER

OFICINA DEL DIRECTOR

1/10/47

PROFESOR: G. W. Caldwell

CLASE: 10.° curso, Ciencias, secc. CC

PERÍODO DE LA VISITA: 1/8/47, 11:05 hrs.


El profesor llegó a clase con doce minutos de retraso. Su sorpresa al ver al director que se había hecho cargo de los alumnos fue evidente y esto fue comentado por los discípulos. Ignorando a sus alumnos, el profesor trató de mantener una conversación con el director, a lo que éste se negó. A continuación los alumnos y el profesor hablaron de la edad del universo, el tamaño de las estrellas, los orígenes de la Tierra y el esquema de la evolución orgánica. Por parte del profesor no hubo ningún intento de evitar ofender las ideas religiosas de los alumnos. No se hizo hincapié en los valores humanísticos implícitos en las ciencias físicas. En un momento dado, el profesor se detuvo un instante antes de pronunciar una palabrota. El desorden y el ruido estuvieron presentes en la clase desde el comienzo, y fueron aumentando en intensidad a medida que transcurría. No dio la sensación de que los alumnos estuvieran bien preparados y, en consecuencia, el profesor recurrió al método de pronunciar una conferencia sin diálogo. Un minuto antes de que sonara el timbre que anuncia el final de la clase, golpeó a un muchacho en la espalda con una varilla de acero. Estos métodos de castigo físico suponen, naturalmente, una violación de las leyes del estado de Pennsylvania, y si se produjera una protesta por parte de los padres del alumno el incidente bastaría para la expulsión del profesor.

Sin embargo, dio la sensación de que el profesor conocía bien su asignatura y algunos de sus ejemplos que relacionaban el tema académico con la vida cotidiana de los estudiantes fueron efectivos.


Firmado:

Louis M. Zimmerman


Mi padre bajó las persianas cuando empecé a leer y pronto quedó el aula en penumbra.

– Bueno -le dije-, cree que eres efectivo.

– ¿Acaso se ha escrito alguna vez un condenado informe peor que éste? Debió de pasarse toda la noche para redactar esta obra maestra. Si la junta del instituto le echa mano a este informe, me ponen en la calle, me E-C-H-A-N, por mucho que tenga el puesto en propiedad.

– ¿A qué chico pegaste? -pregunté.

– A Deifendorf. Esa puta de la Davis excitó al pobre bastardo.

– ¿Pobre, dices? Nos rompió la rejilla del radiador y ahora va a conseguir que te expulsen. Y hace dos minutos estaba aquí y a ti sólo se te ocurría contarle tu vida.

– Es tonto, Peter. Me inspira compasión. Sólo una rata es capaz de amar a una rata.

Me tragué el sabor de la envidia y dije:

– No es tan malo el informe, papá.

– No hubiera podido ser peor -dijo él caminando a grandes pasos por el pasillo-. Es un crimen. Y me lo merezco. Quince años enseñando, y aquí quedan resumidos. Quince años de infierno.

Cogió un trapo del estante de los libros y salió a la puerta. Yo volví a leer el informe tratando de captar qué era lo que pensaba Zimmerman en realidad. No lo conseguí. Mi padre regresó tras haber empapado el trapo en una fuente que había en la entrada y, con largas pasadas rítmicas en forma de ochos puestos de lado, lavó la pizarra. Sus diligentes movimientos silbantes subrayaron el silencio; en lo alto de la pared, el reloj, controlado por el que se encontraba en la oficina de Zimmerman, hacía tictac y saltó de las 4.17 a las 4.18.

– ¿Qué quiere decir cuando habla de los valores humanísticos implícitos en las ciencias físicas?

– Pregúntaselo a él -dijo mi padre-. Quizás él lo sepa. Quizás en lo más profundo del átomo hay un hombre sentado en un balancín leyendo el periódico de la tarde.

– ¿Crees que los de la junta verán este informe?

– Ruega al cielo que no, chico. Está archivado. En esa junta tengo tres enemigos, un amigo y otro que no sé qué es. No tengo idea de qué piensa la señora Herzog. Les encantaría echarme. Librarse de las ramas muertas. Hay muchos veteranos que han vuelto de la guerra y necesitan trabajo.

Mientras gruñía todo esto siguió lavando la pizarra.

– Quizá tendrías que dejar la enseñanza -le dije.

Mi madre y yo habíamos hablado de este tema a menudo, pero nuestras discusiones no conducían a nada porque siempre nos dábamos de cabeza contra lo mismo; sólo gracias a que mi padre daba clases seguíamos protegidos y vivos.

– Demasiado tarde, demasiado tarde -dijo mi padre-. Demasiado tarde, demasiado tarde. -Miró el reloj y dijo-: Dios mío, va en serio, voy a llegar tarde. Le dije al doctor Appleton que estaría allí a las cuatro y media.

Mi cara se endureció de miedo. Mi padre no iba nunca al médico. Por primera vez encontré una prueba de que su enfermedad no era una ilusión; era algo que se iba extendiendo por el mundo como una mancha.

– ¿De verdad? ¿Vas a ir?

Le rogaba que me dijera que no. Él sabía lo que yo pensaba, y mientras nos enfrentábamos a través de las vibrantes sombras del aula se oyó una puerta que se cerraba de golpe, un niño que silbaba, y el tictac del reloj.

– Le he llamado al mediodía -dijo mi padre, como si estuviera confesándome un pecado-. Sólo quiero ir para que me diga lo bien que le fue en la facultad de medicina.

Colgó el trapo húmedo en el respaldo de su silla para que se secara y se acercó al alféizar de la ventana, donde desenroscó la caja del sacapuntas y vertió una rosada corriente de virutas en el cesto de los papeles. Como el perfume de una ofrenda, el olor a cedro llenó el aula.

– ¿Puedo ir contigo? -le pregunté.

– No, Peter. Ve a comer algo y mata el tiempo con tus amigos. Te recogeré dentro de una hora e iremos a Alton.

– No, iré contigo. No tengo amigos.

Cogió el chaquetón -desgraciadamente, demasiado corto- de su armario y salió delante de mí. Cerró la puerta del aula 204 y bajamos las escaleras, pasamos el vestíbulo del primer piso y dejamos atrás la reluciente vitrina de los trofeos. Aquella vitrina me resultaba deprimente; la vi por primera vez cuando yo era pequeño y desde entonces tenía la supersticiosa sensación de que cada vaso de plata contenía las cenizas de un espíritu. Heller, el jefe de los bedeles, esparcía por el suelo migajas de cera roja que barría en dirección nuestra con una ancha escoba.

– Otro día, otro dólar -le dijo mi padre.

Ach, ja -dijo el conserje-. Uno envejece demasiado prronto y sólo llega a sabio cuando ya es tarrde.

Heller era un pequeño holandés moreno con abundante cabello negro a pesar de que tenía ya sesenta años. Llevaba unas gafas con la montura al aire que le daban un aspecto más erudito que el de la mayoría de los profesores del instituto. Su voz sonó como un eco después de la de mi padre en la vacía extensión del pasillo, cuyo piso, en los lugares donde daba alguna luz procedente de una puerta o una ventana, parecía húmedo. Me tranquilicé pensando que nada tan absoluto y temible como la muerte podía penetrar en un mundo en el que hombres adultos podían intercambiar tales trivialidades. Mientras mi padre esperaba, corrí a mi armario, que estaba cerca de allí, y cogí mi chaquetón y algunos libros; pensé, equivocadamente, que durante las siguientes horas quizás encontraría unos momentos para hacer los deberes. Cuando regresaba donde ellos estaban, oí que mi padre le pedía perdón a Heller por haber dejado algunas manchas en el piso.

– No -decía mi padre-, me fastidia hacerle todavía más difícil el maravilloso trabajo al que usted se dedica. Ya lo es bastante por sí solo. No crea que no me doy cuenta de lo difícil que es mantener limpio este corral. Es como el establo de Augias, pero cada día.

– Ah, bueno -dijo Heller encogiéndose de hombros.

Al acercarme, su negro bulto se agachó de forma que parecía que el mango de la escoba atravesaba su cuerpo. Volvió a enderezarse y presentó en la palma de su mano abierta, para que mi padre y yo inspeccionáramos su contenido, unos pocos rectángulos secos más grandes que la suciedad corriente y de difícil identificación.

– Semillas -dijo el bedel.

– ¿Y qué chico puede haber traído semillas? -preguntó mi padre.

– A lo mejor son pepitas de naranja -sugirió Heller.

– Otro maldito misterio -dijo mi padre, que pareció ruborizarse, y salió, seguido por mí, a la intemperie.

La tarde era clara y fría, y el sol, que se encontraba sobre el sector occidental del pueblo, hacía que delante de nosotros nuestras sombras se alargaran. A juzgar por nuestra sombra, parecíamos una criatura de una sola cabeza con cuatro piernas que andara haciendo cabriolas. Un tranvía bajaba la cuesta en dirección a Alton y su ruedecilla de contacto silbaba y chisporroteaba en el cable. Hacia allí nos dirigiríamos más tarde, pero de momento avanzábamos contra la corriente. Caminamos en silencio. Yo tenía que dar tres pasos por cada dos suyos. Pasamos por el césped a uno de los costados del instituto. A unos metros del pavimento había una cartelera con puertas acristaladas. Los carteles que solían ponerse allí los hacían los alumnos del curso superior de arte de la señorita Schrack; el que había puesto mostraba una B pintada con los colores del instituto, ocre y oro, y anunciaba:


BALONCESTO

MARTES

7 de la tarde


Cruzamos el pequeño e irregular camino de asfalto que separaba los terrenos del instituto del taller de Hummel. Aquí el pavimento estaba manchado de pequeños mapas de aceite derramado, con islas, archipiélagos y continentes que todavía no habían sido descubiertos. Cruzamos delante de los surtidores, y dejamos atrás la pulcra casa blanca detrás de cuyo pequeño porche había un enrejado que sostenía el crucificado esqueleto pardo de un rosal; en el mes de junio este rosal florecía, y de esta forma hacía que todos los chicos que pasaban por aquí sintieran enseguida aromáticos pensamientos en los que desnudaban a Vera Hummel. Dos puertas más allá estaba el pequeño bar de Minor, que compartía un edificio de ladrillo con la oficina de correos de Olinger. Había dos ventanas, una al lado de otra; detrás de una de ellas la señorita Passify, que era jefe de correos, vendía sellos y preparaba giros postales, rodeada de carteles de hombres buscados por la policía y de tarifas postales; detrás de la otra, rodeado de risas y humos adolescentes, Minor Kretz, que también era gordo, preparaba helados y combinados de Pepsi con limón. Ambos establecimientos estaban dispuestos simétricamente. El mostrador de mármol acaramelado de Minor era el reflejo, a través de la pared divisoria, del mostrador de ventanas enrejadas y linóleo de la señorita Passify. Cuando yo era pequeño solía mirar a través del orificio del buzón del correo local para ver la parte de atrás de la oficina con sus anaqueles de cartas clasificadas, sus montones de sacos de color gris, y uno o dos carteros con pantalones azules, sin chaqueta ni gorra, que solían estar discutiendo alguna cuestión divisoria semioficial. Del mismo modo, al otro lado de la pared divisoria, los adolescentes mayores que yo llenaban el bar y se tumbaban en los reservados tras una pantalla de humo a través de cuyos agujeros aquel niño pequeño que yo era entonces vislumbraba una misteriosa intimidad que para mí estaba tan prohibida como si la protegiera una ley federal. La máquina del millón y la máquina que imprimía el matasellos eran también gemelas en el reino del ruido; allí donde en la oficina de correos había un pequeño estante con un sucio secante de bordes arrugados, algunas plumas estropeadas, y dos frascos con el contenido reseco y dorados tapones de bisagra, en el restaurante había una mesita que ofrecía a la venta pitilleras de plástico, marcos cromados en miniatura con fotografías de June Allyson e Yvonne de Cario, barajas con grabados de gatos, perros, casitas de campo y lagos en el dorso, y depravados productos de 29 centavos como dados cargados transparentes, ojos «pop» de celuloide y dientes de macho cabrío, vasos para bromas y cagadas de perro hechas de yeso pintado. Allí podías comprar, dos por cinco centavos, postales con fotografías sepia del ayuntamiento de Olinger, la zona comercial de Alton Pike decorada con iluminaciones y velas de Navidad, la panorámica que se domina desde Shale Hill, la nueva planta de potabilización de agua situada cerca de Cedar Top, y la Lista de Ciudadanos Destacados, tal como era durante la guerra -hecha de madera y siempre con letras muy nuevas-, antes de que pusieran la pequeña lápida en la que sólo aparecían los nombres de los que murieron. Aquí se podían comprar las postales, y al lado, por un centavo más, se podían remitir; la simetría, que alcanzaba incluso a los trozos gastados de los pisos contiguos y a los tubos de calefacción que corrían a lo largo de paredes opuestas, era tan perfecta que, en mi infancia, yo pensaba que la señora Passify y Minor Kretz estaban casados en secreto. Por las noches, y los domingos por la mañana, cuando las ventanas de ambos lados estaban a oscuras, la espejeante membrana que las separaba se disolvía y, llenando la unificada concha de ladrillo con un deteriorado y gordo suspiro, las dos mitades quedaban unidas.

Al llegar aquí mi padre se detuvo. En el fresco aire, sus zapatos arañaron el cemento y sus labios se movieron como los de una marioneta:

– Bien, Peter -dijo-, tú entra en el bar y yo regresaré y te recogeré cuando el doctor Appleton haya terminado.

– ¿Qué crees que va a decirte?

Yo me sentía tentado a acceder. Era probable que Penny estuviera en el bar.

– Me dirá que estoy tan sano como un viejo caballo tonto -dijo mi padre-; es tan listo como una lechuza vieja y malintencionada.

– ¿No quieres que vaya contigo?

– ¿Y qué podrías hacer tú, pobrecillo? No vengas y procura no deprimirte. Anda a ver a tus amigos, donde sea que estén. Yo no tuve nunca amigos, y no puedo ni imaginar dónde se les puede encontrar.

Raras veces se contraponían mi conciencia y mi padre.

Opté por una solución de compromiso:

– Entraré -dije-. Sólo un minuto; luego, te alcanzaré.

– Quédate el tiempo que quieras -dijo él con un repentino movimiento de la mano, como si se hubiera acordado del público invisible para el que siempre actuaba-. Puedes matar todo el tiempo que quieras. A tu edad yo podía matar tanto tiempo que todavía tengo las manos ensangrentadas.

Su conversación se iba desplegando con tal amplitud que me sentí helado.

Cuando se fue caminando solo, me dio la impresión de que andaba más ligero y parecía más delgado. Quizá todos los hombres parecen más delgados vistos desde atrás. Pensé que ojalá, aunque sólo fuera por mí, se comprara un chaquetón más respetable. Mientras le miraba se sacó del bolsillo el gorro de punto y se lo puso en la cabeza; lleno de turbación, subí corriendo los escalones, empujé la puerta y entré en el bar.

Aquello era un laberinto. Había muchísimos cuerpos, a pesar de que sólo una mínima parte de los estudiantes frecuentaba aquel lugar. Los otros iban a otros sitios; los que frecuentaban el bar de Minor eran los más criminales, y me emocioné pensando que, aunque sólo fuera marginalmente, yo pertenecía a los que estaban en el bar de Minor. Notaba que en el brumoso interior del local se escondía un poderoso secreto cuyos orificios nasales exhalaban el humo y cuya piel exudaba el calor que permeaban el bar. Era como si las voces que se empujaban en aquel calor de establo chismorrearan sobre lo mismo, un acontecimiento indefinido que había ocurrido un minuto antes de que yo entrara; a esa edad me obsesionaba la sospecha de que un mundo completamente diferente, deslumbrante y transcendental, representaba sus mitos a mi lado, pero fuera del alcance de mi vista. Me abrí paso a empujones entre los cuerpos como si se tratara de una serie de puertas puestas unas junto a otras. Avancé junto a los reservados, dejé atrás uno, otro y otro y allí, efectivamente, allí estaba ella. Ella.

¿Por qué, amor mío, nos parecen las caras de los que amamos tan nuevas cada vez que volvemos a verlas, como si nuestros corazones acabaran de acuñarlas de nuevo en ese preciso instante? ¿Cómo podría describirla con precisión? Era pequeña y nada extraordinaria. Sus labios demasiado abultados y fastidiosamente presumidos; la nariz un poco pronunciada y nerviosa. Tenía unos párpados ligeramente negroides, pesados, hinchados, azulinos e incongruentemente mundanos en contraste con la asombrada y herbosa inocencia de sus ojos. Creo que eran estas incoherencias -entre labios y nariz, ojos y párpados- estas dulces y silenciosas pugnas comparables a las ondas reticulares que aparecen como meros indicios en la superficie de una corriente de profundidad irregular, lo que la convertían para mí en una belleza; este carácter delicadamente irresoluto de sus rasgos hacía posible que fuera merecedora de alguien como yo. Y hacía que siempre me pareciera algo inesperada.

Ocupaba un extremo del reservado y había espacio junto a ella. Al otro lado de la mesa, enfrente, había dos alumnos de noveno a los que ella conocía muy poco, un chico y una chica, que forcejeaban mutuamente con sus botones, ciegos para todo lo demás. Ella les miraba y no me vio hasta que mi cuerpo, al sentarse, empujó el suyo.

– ¡Peter!

Me desabroché la chaqueta y apareció la llama diabólica de mi camisa.

– Dame un cigarrillo.

– ¿Dónde has estado todo el día?

– Por ahí. Te he visto.

Con un ademán encantador golpeó la cajetilla de Lucky que llevaba metida en una pitillera de plástico, morada y amarilla, con una puertecilla corrediza por la que asomó el pitillo. Me miró con sus iris verdes estriados cuyos perfectos círculos negros parecían dilatados. No comprendía mi propia capacidad para hacerle perder su serenidad, y en lo más profundo de mi corazón pensaba que no era por culpa mía. Pero esa pérdida de serenidad me convenía porque hacía nacer en mí una especie de reposo que jamás había conocido antes. Del mismo modo que un bebé quiere que le metan en la cuna, mi mano quería estar entre sus muslos. Aspiré y tragué el humo.

– Anoche tuve un sueño en que aparecías tú.

Ella apartó la vista, como buscando espacio donde ruborizarse.

– ¿Qué soñaste?

– No es exactamente lo que tú crees -dije-. Soñé que te convertías en un árbol, y yo te gritaba: «Penny, Penny, regresa», pero tú no regresabas y yo me quedé con la cara apoyada en la corteza de un árbol.

Se lo tomó con cierta frialdad y dijo:

– ¡Qué triste!

– Lo era. Últimamente todo lo que me rodea es triste.

– ¿Qué otra cosa es triste?

– Mi padre cree que está enfermo.

– ¿Qué cree que tiene?

– No lo sé. Quizá cáncer.

– ¿En serio?

El cigarrillo me estaba provocando náuseas y mareo; quería apagarlo, pero en lugar de hacerlo volví a chupar, por ella. El tabique que separaba nuestro reservado del contiguo avanzó un palmo. El chico y la chica que estaban delante habían llegado a unir sus cabezas como un par de corderos narcotizados.

– Cariño -me dijo Penny-. Probablemente tu padre no tiene nada malo. No es muy viejo.

– Tiene cincuenta años -dije yo-. Los cumplió el mes pasado. Siempre había dicho que no llegaría a los cincuenta.

Ella frunció el entrecejo, pensando, mi pobre tontuela, y trató de encontrar palabras para consolarme a mí, a un chico infinitamente ingenioso cuando se trataba de sentirse desconsolado. Por fin me dijo:

– Tu padre es demasiado divertido para morirse.

Como estaba en noveno, ella le había tenido solamente de vigilante en la hora de estudio; pero todo el instituto conocía a mi padre.

– Todo el mundo se muere -le dije.

– Pero todavía le falta un poco.

– Sí, pero ahora ese momento puede llegar en cualquier instante.

Y con esto llevamos el misterio hasta el límite extremo; lo único que podíamos hacer era regresar.

– ¿Ha ido a ver algún médico? -me preguntó. Y, tan impersonal como un fenómeno meteorológico, su pierna avanzó por debajo de la mesa hasta ponerse tangente a la mía.

– Ahora va hacia allí.

Pasé mi cigarrillo a la mano derecha y, como quien no quiere, como si quisiera rascarme simplemente algo que me picaba, dejé caer mi mano izquierda sobre mi muslo.

– Tendría que haberle acompañado -le dije a Penny, preguntándome si mi perfil tenía un aspecto tan elegante como me parecía a mí, con los labios salidos en aquel instante bajo una pluma de humo.

– ¿Por qué? ¿Qué podrías hacer por él?

– No sé. Consolarle. Estar allí, simplemente.

De una manera tan natural como el agua en su descenso desde un punto elevado hacia un punto más bajo, mis dedos pasaron de mi muslo al suyo. La falda de Penny tenía una textura faunesca. Ese roce, aunque ella hiciera como que no se daba cuenta, interrumpió sus pensamientos y le hizo decir con voz entrecortada:

– Pero ¿cómo podrías ser tú un consuelo? Si no eres más que su hijo.

– Lo sé -dije hablando rápidamente para no dar lugar a que ella pensara que mi roce era algo más que un accidente, un incidente de elementos inocentes. Una vez conquistado el sitio, me dediqué a ampliar mis posesiones abriendo los dedos y aplastando la palma de la mano contra la solidez que me aceptaba-. Pero soy el único chico que tiene.

Al utilizar la palabra «chico», perteneciente al vocabulario corriente de mi padre, le acerqué demasiado a aquella escena. Me pareció que su bizqueo y su actitud de ansiosa preocupación se cernían sobre mí en el aire inquieto.

– Soy la única persona del mundo con la que puede hablar.

– Es imposible -dijo ella muy suavemente, en una voz más íntima que las palabras-. Tu padre tiene cientos de amigos.

No -le dije yo-, no tiene amigos; ninguno de ellos le ayuda. Me lo ha dicho él mismo.

Y movida por algo parecido al miedo interrogador que llevaba a mi padre a penetrar, en sus conversaciones con desconocidos, hasta profundidades más atrevidas de lo que aconseja la cortesía, mi mano, enorme ahora, cogió el cálido botín de su carne tan completamente que mis dedos llegaron a explorar la grieta que se abría entre sus muslos y mi dedo meñique quizá tocó, a través de la funda de tela de textura faunesca, el vértice donde se unían, la sedosa horcajadura, el lugar sagrado.

– No, Peter -dijo ella, con el mismo tono suave de antes.

Sus frías yemas tomaron mi muñeca y volvieron a poner mi mano sobre mi propia pierna. Yo golpeé mi muslo y suspiré, satisfecho. Me había atrevido a hacer mucho más de lo que había soñado. Por eso me pareció innecesario y tímidamente furciesco que ella añadiera en un murmullo:

– Hay mucha gente.

Como si la castidad necesitase una confirmación externa, como si, de haber estado los dos solos, la tierra hubiera podido aprisionarme los antebrazos.

Apagué con fuerza mi cigarrillo y le rogué:

– Tengo que ir con él -y luego añadí-: ¿Tú rezas?

– ¿Rezar?

– Sí.

– Sí.

– ¿Rezarás por él? Por mi padre.

– De acuerdo.

– Gracias, eres buena.

Al llegar a este punto los dos volvimos la vista atrás para mirar lo que acabábamos de decir y nos quedamos asombrados. Me pregunté si había cometido una blasfemia al utilizar a Dios como instrumento para anotarme un tanto importante en el corazón de la muchacha. Pero decidí que no, que su promesa de rezar había aligerado verdaderamente mi carga. Al levantarme le pregunté:

– ¿Irás mañana por la tarde al partido de baloncesto?

– Podría ir.

– ¿Quieres que te guarde sitio?

– Si quieres.

– O si no guárdamelo tú.

– De acuerdo, Peter.

– ¿Eh?

– No te preocupes tanto. No eres culpable de todo lo que ocurre.

En este momento abandonaba su lucha libre la pareja que estaba frente a nosotros, dos compañeros de curso de Penny cuyos nombres eran Bonnie Leonard y Richie Lorah. En un estallido de burlón triunfo, Richie me chilló:

– ¡Comecocos!

Bonnie se rió como una subnormal y la atmósfera del café, que hasta entonces me había dado tanta seguridad, se hizo peligrosa al brotar aquellas palabras dirigidas contra mi cara. Algunos chicos mayores, que lucían adultas bolsas de sombra bajo los ojos, me gritaron:

– ¡Ey!, comecocos, ¿cómo está tu padre? ¿Qué tal está el gordo?

Ningún estudiante que hubiera sido alumno de mi padre podía jamás olvidarle, y el recuerdo parecía adquirir forma bajo el aspecto de una burla. La emoción de la culpa fermentada mezclada con cariño buscaba expiarse sobre mi persona, despreciable receptáculo para tal mito. Yo detestaba aquella circunstancia que, sin embargo, me confería importancia; ser hijo de Caldwell me hacía destacar de entre la masa de los alumnos más jóvenes y me convertía, gracias únicamente a mi padre, en un ser dotado de existencia a los ojos de aquellos Titanes. Bastaba que yo escuchase y aparentara sonreír a medida que ellos volcaban sus crueles dulces recuerdos:

– El viejo siempre se tiraba en un pasillo y gritaba: «Venga, ya podéis pisarme, lo haréis de todos modos»…

– … y cinco o seis nos llenamos los bolsillos de castañas…

– … siete minutos antes de que dieran la hora nos poníamos todos en pie y nos quedábamos mirándole fijamente como si llevara la bragueta abierta…

– Joder, nunca olvidaré…

– … la chica de las últimas filas de la clase decía que no alcanzaba a ver la coma de los decimales…, él se fue a la ventana, cogió un poco de nieve del alféizar, hizo una bola… y la tiró contra la jodida pizarra…

– ¿Las ves ahora? -le dijo.

– Qué carácter.

– Menudo padre tienes, Peter.

Generalmente estas ordalías concluían con una bendición untuosa parecida a ésta. Y a mí me emocionaba recibirla de aquellos criminales de elevada estatura que fumaban en los lavabos, bebían alcohol en Alton, y visitaban los prostíbulos de negras que había en Filadelfia. La sonrisa con que les correspondí se me disecó en los labios y, repentinamente despectivos, ellos me volvieron la espalda. Volví a recorrer el camino hacia la salida del café. En alguno de los reservados alguien imitaba un gallo. En el tocadiscos Doris Day cantaba Sentimental Journey. Del fondo del local llegaba un coro de vítores que se alzaban rítmicamente cada vez que la máquina del millón, tras dejar oír una campanita, concedía una tras otra las partidas gratis. Volví la cabeza y a través de la aglomeración vi que era Johnny Dedman el que jugaba; era imposible confundir aquellos hombros anchos y ligeramente gordos, el cuello de la camisa de pana amarillo canario vuelto hacia arriba, la barroca cabeza de pelo ondulado que pedía a gritos un buen corte y caía por detrás en forma de húmeda cola de ganso. Johnny Dedman era uno de mis ídolos. Aunque era de los mayores, iba a clase con los pequeños debido a los continuos suspensos, y era capaz de llevar a cabo con perfecta exquisitez esas hazañas sin sentido que son las cabriolas, el baile a ritmo de jazz, el juego del millón o comer cacahuetes salados tirándolos primero al aire y recogiéndolos con la boca. Debido a un fallo en la colocación de los alumnos por orden alfabético se había sentado a mi lado en una de las horas de estudio y enseñado varios números, por ejemplo, cómo hacer un chasquido parecido al de dos maderas chocando entre sí a base de sacar repentinamente el dedo de la boca, aunque lo cierto es que a mí nunca me salió un ruido tan fuerte como a él. Él era inimitable y era, sin duda, una tontería tratar de hacerlo igual que él. Tenía la cara rosada de un bebé y un bigote plumoso de pálido vello sin afeitar, y su falta de ambición era de una pureza total: incluso su mal comportamiento era algo que ocurría sin perentoriedad ni estridencias. Incluso estaba fichado por la policía: en una ocasión que se encontraba en Alton, completamente borracho de cerveza, a los dieciséis años, golpeó a un policía. Pero a mí me pareció que no lo había hecho a propósito sino que se dejó caer fríamente en ello, de la misma manera que en la pista de baile parecía caer en los pasos que respondían a los de su pareja y que con el pelo al vuelo, las mejillas encendidas, zarandeando el culo, seguía el ritmo. Cuando jugaba al millón nunca hacía faltas; decía que era capaz de notar los movimientos del mercurio que disparaba el mecanismo que detenía la partida cuando se movía excesivamente la máquina. Jugaba como si él fuera el inventor de aquellas máquinas. De hecho, la única relación que tenía con el mundo de las cosas reales era su reconocida destreza en el campo de la mecánica. Menos en la asignatura de Artes Industriales, siempre sacaba la misma nota: Suspenso. Las S de suspenso tenían para mí un carácter sublime que me quitaba el aliento.

Aquel año, el año en que yo tenía quince, si no hubiera deseado con tanto ahínco ser Vermeer, hubiera tratado de ser Johnny Dedman. Pero, naturalmente, ya tenía el mínimo sentido común como para comprender que nadie puede llegar a ser Johnny Dedman; eso se es al nacer, justamente desde el primer momento.

Una vez fuera me subí las puntas del ancho cuello de mi chaquetón y caminé por la carretera de Alton un par de manzanas hasta llegar al consultorio del doctor Appleton. El tranvía, relevado de su espera por el que se iba en dirección oeste cuando mi padre y yo salimos del instituto, se balanceaba carretera arriba, lleno de grises obreros y gente que volvía de hacer compras, avanzando en dirección este hacia Ely, el pueblecito que estaba al final de la línea. Posiblemente yo había perdido diez minutos. Me apresuré y, consciente de haberle pedido a Penny que rezara, recé a mi vez: Que viva, que viva, que mi padre no esté enfermo. La plegaria iba dirigida a cuantos quisieran escuchar; mi oración fue ensanchándose en círculos concéntricos que primero abarcaron el pueblo y luego alcanzaron el hemisferio del cielo, y más allá, lo que fuera que hubiera más allá. El cielo de detrás de las casas, en el lado oriental, ya se había vuelto morado; sobre mí conservaba todavía el azul de pleno día; y a mi espalda, encima de las casas, estaba en llamas. El azul del cielo era una ilusión óptica que, pese a haberme sido explicada en clase por mi propio padre, sólo podía ser concebida por mi mente como una acumulación de esferas de cristal ligeramente coloreadas, del mismo modo que dos trozos de celofán casi imperceptiblemente rosa forman el color rosa; y si se añade un tercero aparecerá el rojo; un cuarto, el carmesí; y un quinto, y dará un escarlata como el que debe de brillar en el corazón del más ardiente horno. Si la cúpula de azul que había sobre el pueblo era una ilusión, cuánto más ilusorio debía de ser lo que estaba más allá. Por favor, añadí a mi plegaria como un niño al que han reñido.

La casa del doctor Appleton, que contenía su consultorio y una sala de espera en la parte de la fachada, estaba pintada con estuco de color crema y separada de la carretera por un césped largo e inclinado que sostenía una pared de piedra arenisca sólo un poco más baja que yo. A ambos lados de los escalones que llevaban al césped había dos pilares de piedra coronados por sendas esferas de cemento muy grandes; era motivo decorativo muy corriente en Olinger, pero, según he podido descubrir posteriormente, infrecuente en otros lugares. Repentinamente, mientras yo subía a toda prisa por la cuesta hacia la puerta del doctor, las lámparas de todas las casas del pueblo empezaron a encenderse de la misma manera que en un cuadro una sombra ligeramente acentuada basta para que los colores adyacentes brillen más. En aquel preciso instante se había traspasado la ancha línea que separa el día de la noche.

LLAME Y PASE, POR FAVOR. Como yo no era un paciente, no toqué el timbre. Pensé que si lo hacía, podía echar a perder las cuentas del doctor Appleton, como un talonario de cheques con uno sin cobrar. En el vestíbulo de la casa había una alfombra de color chocolate y un inmenso paragüero de estuco adornado, desordenadamente, con trocitos de cristales de colores. Sobre el paragüero colgaba un pequeño y oscuro grabado de aspecto horripilante que representaba una escena clásica de violencia. El horror que sentían los espectadores había sido dramatizado tan a conciencia, y tal era la intensidad con que el artista había raspado el revoltillo de sus brazos extendidos y bocas abiertas, y tan deprimente y muerto el efecto de conjunto, que nunca logré llegar a comprender qué era lo que realmente se representaba, aunque mi impresión era que se trataba de algo vagamente parecido a una azotaina. En un extremo del grabado, antes de que apartara de golpe mi cabeza como ante el impacto inicial de una imagen pornográfica, vislumbré una línea gruesa -¿un látigo?-que serpenteaba al lado de un diminuto templo grabado con líneas delicadas como patas de araña a fin de sugerir la distancia. Que un artista olvidado hubiera trabajado a lo largo de una irrevocable secuencia de horas, con auténtica destreza y amor, sin duda, para producir finalmente aquella representación fea, polvorienta, parduzca y totalmente ignorada, era algo que parecía dirigirme un mensaje que yo me negué a leer. Entré en la sala de espera del doctor Appleton, que estaba a mi derecha. Allí, viejos muebles de roble tapizados en cuero negro cuarteado se alineaban junto a las paredes alrededor de una mesa central repleta de estropeados ejemplares de Liberty y The Saturday Evening Post. Un colgador de tres patas, semejante a una descarnada bruja, miraba ceñudamente en un rincón, y en el estante situado sobre su hombro se encontraba un cuervo disecado que el polvo había vuelto gris. La sala de espera estaba vacía; la puerta de la consulta abierta de par en par; oí la voz de mi padre que preguntaba:

– ¿Podría ser veneno de alguna hiedra?

– Un momento, George. ¿Quién ha entrado?

Con la ancha cara calva de un mochuelo amarillento, la cara del doctor Appleton asomó por la puerta.

– Peter -dijo, y como un rayo de sol la bondad y la habilidad de aquel anciano atravesaron la mórbida atmósfera de su casa.

Aunque el doctor Appleton asistió a mi madre cuando me dio a luz, mi primer recuerdo de él se remontaba a la época en que yo estaba en tercero y, preocupado por las peleas de mis padres, acobardado por los matones mayores que yo cuando iba de vuelta a casa, y ridiculizado durante los recreos por las manchas de mi piel que debido a la tensión se habían extendido a mi cara, cogí un resfriado que no me pasaba nunca. Éramos pobres y por tanto tardábamos bastante en llamar al médico. Le avisaron cuando llevaba tres días con fiebre. Recuerdo que me pusieron, apoyado sobre dos almohadones, en la ancha cama doble de mis padres. En el empapelado, los pies de la cama y los libros ilustrados que me rodeaban esparcidos sobre las mantas, notaba las marcas del benevolente y pasivo aplastamiento que sobreviene en cuanto la fiebre es un poco alta; por mucho que me secara los ojos y tragara saliva, mi boca permanecía seca y mis ojos húmedos. Unos pasos fuertes pusieron la escalera en orden y un hombre gordo con chaleco marrón y una bolsa marrón entró con mi madre. Me miró, se volvió hacia mi madre y con una voz ácida de campesino le preguntó:

– ¿Qué le han hecho a este niño?

Había dos cosas curiosas en el doctor Appleton: era gemelo, y tenía, como yo, psoriasis. Su gemela era Hester Appleton, profesora de latín y francés en el instituto. Era una solterona tímida, de gruesa cintura, más baja que su hermano y con el pelo cano. Él era calvo. Pero sus cortas narices ganchudas eran idénticas y el parecido era evidente. De pequeño, la idea de que estas dos personas ancianas y señoriales hubieran salido juntas de la misma madre me resultaba tan inagotablemente improbable que los dos me daban la sensación de ser todavía parcialmente niños. Hester vivía con el doctor en esta misma casa. Él se había casado, pero su mujer había muerto o desaparecido hacía años en oscuras circunstancias. Había tenido un hijo, Skippy, algunos años mayor que yo, pero hijo único también. Mi padre le había tenido como alumno y el muchacho continuó sus estudios hasta convertirse en médico y ejercer la medicina en algún lugar del Medio Oeste, en Chicago, St. Louis u Omaha. Además del misterioso destino de la madre de Skippy, se cernía otra sombra: el doctor Appleton no pertenecía a ninguna Iglesia, ni a la reformada ni a la luterana, y la gente decía que no creía en nada. De esta tercera circunstancia extraña me enteré de oídas. La segunda, su psoriasis, me había sido revelada por mi madre; hasta mi nacimiento, las únicas personas del pueblo que habían sufrido esta enfermedad eran él y ella. Mi madre me dijo que a él le había impedido convertirse en cirujano, pues pensaba que, llegado el momento de arremangarse, el paciente vería las costras rosas y, asustado, podría exclamar:

– ¡Médico, cúrate a ti mismo!

Mi madre creía que era una pena, pues en su opinión el mayor tamaño del doctor Appleton radicaba sobre todo en sus manos, y era más diestro en la manipulación que en el diagnóstico. Mi madre explicaba a menudo que el doctor le había curado una faringitis crónica pintándole con un palo largo con un algodón en la punta el punto aquejado. Al parecer, en algún momento de su vida mi madre había pensado mucho en el doctor Appleton.

Ahora se agachó hacia mí en la penumbra de su sala de espera, tensando su cara redonda y pálida para enfocar mi frente.

– Parece que tienes bastante bien la piel -me dijo.

– De momento no está mal -dije-. Lo peor es en marzo y abril.

– En la cara no tienes casi nada.

Yo creía que no tenía absolutamente nada. Me cogió las manos -noté la fiera seguridad del tacto que había mencionado mi madre- y estudió las uñas a la luz que se filtraba desde la otra habitación.

– Sí, hay manchas. ¿Y el pecho?

– Bastante mal -le dije, asustado ante la idea de tener que enseñárselo.

Él parpadeó y dejó caer mis manos. Llevaba chaleco pero se había quitado la chaqueta y llevaba las mangas de la camisa sujetas por encima del codo por unas bandas elásticas de color negro que parecían delgadas fajas de luto. Una cadena de reloj de oro formaba un arco que oscilaba de un lado a otro del chaleco ocre por encima de su barriga. Del cuello le colgaba el estetoscopio. Encendió una luz, y un candelabro de cristal marrón y naranja sostenido por cables negros arrojó desde arriba charcos brillantes sobre el montón de revistas que había en la mesa del centro.

– Puedes quedarte leyendo mientras termino con tu papá.

Desde la consulta se oyó gritar a mi padre:

– Deje entrar al chico, doctor. Quiero que oiga lo que tiene que decirme. Todo lo que me pase a mí, le pasa a él.

A mí me daba vergüenza entrar por miedo a encontrar a mi padre desnudo. Pero estaba completamente vestido y sentado al borde de una pequeña silla labrada con dibujos holandeses. En esta iluminada habitación su cara parecía blanquecina por el sobresalto. Parecía que tuviese la piel fláccida; su breve sonrisa tenía saliva en los extremos.

– Espero que, por muchas cosas malas que te pasen en la vida -me dijo-, nunca tengas que vértelas con el sigmoidoscopio. ¡Brruuff!

Tcha -gruñó el doctor Appleton depositando su peso en la silla de su escritorio, una silla giratoria que parecía hecha a medida. Sus cortos brazos rollizos terminados en aquellas eficaces manos blancas se colgaron familiarmente en la conocida curva de los bazos de madera que culminaba hacia dentro, en una voluta.

– Tu problema, George -dijo él-, es que nunca has llegado a aceptar tu propio cuerpo.

Para no estorbarles me senté en un alto taburete de metal blanco junto a una mesa con instrumentos quirúrgicos.

– Tiene razón -dijo mi padre-. Detesto este maldito y feo armatoste que no sé cómo diablos ha podido soportarme cincuenta años.

El doctor Appleton se quitó el estetoscopio del cuello y lo dejó sobre la mesa, donde se retorció para luego quedarse quieto como una serpiente de goma recién aniquilada. Su mesa de despacho era un viejo escritorio de tapa corrediza lleno de facturas, sobres con píldoras, tacos de papeles para recetas, tiras de dibujos recortadas de revistas, ampollas vacías, un abrecartas de latón, una caja azul con algodón en rama, y una abrazadera de plata en forma de omega. El recinto más oculto de su templo tenía dos partes: ésta, la parte donde estaban su escritorio, sus sillas, su mesa de instrumentos quirúrgicos, sus balanzas, su gráfico para graduar la vista, y sus macetas de plantas, y, al otro lado del escritorio y de un tabique de cristal esmerilado, la otra, la más recóndita, donde tenía almacenadas las medicinas en estantes como si se tratara de botellas de vino y jarritos llenos de joyas. Al terminar la consulta solía retirarse allí para emerger al poco tiempo con una o dos botellitas con etiquetas, y siempre salía de aquella habitación una complicada fragancia medicinal integrada por caramelo, mentol, amoníaco y hierbas secas. Esta nube de olor medicinal podía notarse incluso en el vestíbulo donde estaba la alfombra, el grabado y el paragüero de estuco. El doctor se volvió en su silla y nos dio la cara; su cabeza calva era diferente de la de Minor Kretz, que mostraba en sus brillantes bultos las llanuras y surcos de su calavera. La del doctor Appleton era en cambio una superficie luminosa y uniforme con algunas manchas rosadas que sólo yo, probablemente, notaba y reconocía como psoriasis.

El doctor señaló con su pulgar a mi padre.

– Mira, George -dijo-, tú crees en el alma. Tú crees que tu cuerpo no es más que una especie de caballo al que te subes, te paseas un rato y luego te bajas. Haces galopar demasiado a tu cuerpo. No le tienes ninguna consideración. Esto no es natural. Esto hace que aumente la tensión nerviosa.

Mi taburete era incómodo, y siempre me desconcertaba oír filosofar al doctor Appleton. Deduje que el veredicto ya había sido pronunciado y supuse, por el derecho que se arrogó el doctor de mostrarse aburrido, que había sido favorable. De todos modos yo permanecía aún en la duda, y estudiaba la mesa de titilantes probetas y angulosas tijeras como si se tratara de un alfabeto donde hubiera podido leer la solución. Aquellos objetos decían YO, YO. Entre estas exclamaciones plateadas -agujas, saetas y bruñidas abrazaderas- estaba ese martillo tan extraño con que los médicos golpean a uno en la rodilla para que la pierna dé una sacudida. Era un pesado triángulo de caucho rojizo fijado en un asa de plata, de forma cóncava a fin de facilitar su sujeción. Las primeras visitas a este consultorio que recordaba se centraban en torno a este martillo, y la mesa de instrumentos se centraba en torno a esta punta de flecha de un naranja agrisado que, para mí, era un objeto antiquísimo. Tenía forma de punta de flecha pero también de fulcro, y mientras lo miraba me pareció que se hundía con sus grietas infinitesimales y su redondez producida por el uso y el tiempo, que se hundía a través del tiempo y llegaba a ser al final lo bastante sencillo y pesado como para ser el eje de todo.

– … conócete a ti mismo, George -decía el doctor Appleton. Su firme y rosada palma, redonda como la de un niño, se levantó en señal de amonestación-. ¿Cuántos años hace que te dedicas a la enseñanza?

– Catorce -dijo mi padre-. Me despidieron a finales del año 31 y al nacer el chico estuve sin trabajo todo el año. En el verano del 33, Al Hummel, que como usted sabe es sobrino del abuelo Kramer, vino a casa y sugirió…

– Peter, ¿le gusta enseñar a tu padre?

Me tomó un segundo darme cuenta de que me hablaban a mí.

– No lo sé -dije-, a veces supongo que sí. -Luego pensé y añadí-: No, imagino que no le gusta.

– No pasaría nada -dijo mi padre- si yo creyera que enseñar sirve para algo. Pero me falta el don de la disciplina. Mi padre, el pobre diablo, tampoco lo tenía.

– Tú no eres un profesor -le dijo el doctor Appleton-, sino un estudioso. Esto crea tensión. La tensión produce un exceso de jugos gástricos. Pues bien, George, los síntomas de los que me hablas podrían ser simplemente de una colitis mucilaginosa. Una irritación constante del aparato digestivo, y puede llegar a producir dolor y esa sensación de hartura en el ano de la que hablas. Hasta que no tengamos los rayos X, supongamos que se trata de esto.

– No me importaría dedicarme a cualquier cosa para la que no sirviera -dijo mi padre- si supiera cuál es su maldita utilidad. No hago más que preguntar, pero nadie me da una respuesta.

– ¿Y qué dice Zimmerman?

– No dice nada. En la confusión se encuentra como pez en el agua. Zimmerman tiene el don de la disciplina, y cuando ve que los pobres diablos que estamos debajo de él no lo tenemos, se limita a reírse. Puedo oírle reír cada vez que el reloj hace tic.

– Zimmerman y yo -dijo el doctor Appleton suspirando- nunca hemos llegado a ser muy amigos. Ya sabes que fui al colegio con él.

– No lo sabía.

Mi padre mentía. Hasta yo lo sabía, porque el doctor Appleton lo decía muy a menudo. Para él, Zimmerman era algo molesto que le había irritado toda la vida. Yo me puse furioso con mi padre por haberse mostrado tan obsequioso, por exponernos, al contestar de aquella manera, a una historia larga y demasiado oída.

– Sí -dijo el doctor Appleton parpadeando de sorpresa al ver que mi padre ignoraba un hecho tan conocido-. Fuimos juntos a todas las escuelas de Olinger. -Se arrellanó en la silla en que tan exquisitamente encajaba su cuerpo-. Cuando nosotros nacimos, este pueblo no se llamaba Olinger, sino Tilden, en honor del hombre que hubiera vencido en las elecciones de no haber sido víctima de una estafa. El viejo Olinger todavía cultivaba entonces todas las tierras que había al norte de la carretera y al este de donde está ahora la fábrica de cajas de cartón. Todavía recuerdo al viejo cuando se iba con sus caballos a Alton, un viejecillo pequeño de apenas un metro cincuenta con un sombrero negro y un bigote tan grande que hubieras podido secar los cubiertos con él. Tenía tres hijos: Cot, que una noche se volvió loco y mató dos bueyes con una azada; Brian, que tuvo un hijo de la negra que les hacía de cocinera; y Guy, el más pequeño, que vendió la tierra a unas inmobiliarias y se murió porque intentó comerse todo el dinero que le dieron. Cot, Brian y Guy: todos están bajo tierra ahora. ¿Qué había empezado a decir?

– Lo de usted y el señor Zimmerman -dije.

No se le escapó mi grosera impaciencia; me miró por encima del hombro de mi padre y su labio inferior se deslizó pensativamente primero hacia un lado y luego al otro.

– Ah, sí -dijo dirigiéndose a mi padre-. Bueno, pues, Louis y yo pasamos todos los cursos juntos; entonces había que ir de un colegio a otro por todo el condado para seguir los estudios. El primero y el segundo se hacían en Pebble Creek, donde han puesto el aparcamiento para el nuevo restaurante; tercero y cuarto se cursaban en el establo de la señora Eberhardt, que lo alquilaba al ayuntamiento por un dólar al año; el quinto y el sexto en un edificio de piedra que estaba en lo que entonces se llamaban Tierras Negras, de tan profunda que era la capa de marga, allí donde estaba antes la pista del hipódromo. Siempre que había una carrera en día laborable, que solía ser los martes, nos dejaban salir de la escuela porque necesitaban chicos que sujetaran y peinaran los caballos. Y para los que querían estudiar más allá de sexto, cuando yo tuve la edad de poder hacerlo, ya habían construido el instituto en la esquina de Elm Street. ¡Qué grandioso nos parecía entonces aquel edificio! Es el edificio donde tú hiciste los cursos elementales, Peter.

– ¿Sí?, no lo sabía -dije tratando de expiar mi mala educación de antes.

Me pareció que el doctor Appleton se sentía complacido. Se relajó tanto en su crujiente silla que sus arrugados zapatos vacilaron en el aire un momento.

– Pues Louis M. Zimmerman -continuó- había nacido un mes antes que yo, y les caía muy bien a las chicas y las ancianas. La señora Mettzler, que fue nuestra maestra de primero y segundo, una mujer que no medía menos de dos metros y que tenía unas piernas que parecían palillos, estaba prendada de Louis, como por otro lado lo estaban también la señorita Leet y la señora Mabry, que la sucedieron; de camino al colegio Louis iba siempre muy bien acompañado, mientras que naturalmente nadie se fijaba siquiera en un pato feo como Harry Appleton. Louis siempre tuvo gancho. Era rápido.

– Qué razón tiene -dijo mi padre-. Siempre me lleva la delantera en todo, se lo aseguro.

– Nunca -continuó el doctor Appleton, haciendo unos curiosos y ambiguos movimientos con sus rollizas y limpísimas manos, apretando una palma contra la otra, golpeando ligeramente los nudillos de una mano con el borde de la otra- conoció la adversidad. Siempre triunfó y por eso no alcanzó nunca a tener auténtico carácter. Por eso se extiende -dijo arrastrando sus blancos dedos por el aire- como un cáncer. No es un hombre en el que se pueda confiar, por mucho que cada domingo enseñe la Biblia en la Iglesia Reformada. Tcha. Si fuera un tumor, George, cogería un cuchillo -giró la mano y la puso con el pulgar en alto, un pulgar que en aquel momento pareció rígido y afilado- y lo extirparía.

Y su pulgar, curvado hacia atrás en forma de hoz, descargó un golpe cortante en el aire.

– Le agradezco que tenga conmigo tanta franqueza, doctor -dijo mi padre-, pero tanto yo como los demás pobres diablos del instituto lo tenemos atravesado en nuestro camino para siempre. En este pueblo, tres personas de cada cuatro juran por él: le adoran.

– La gente es estúpida -dijo el doctor Appleton echando el cuerpo hacia delante de forma que sus pies golpearon suavemente la alfombra-. Es una cosa que se aprende en la práctica de la medicina. Por lo general la gente es muy estúpida.

Golpeó la rodilla de mi padre una, dos, tres veces, y luego continuó con una voz que había adquirido un tono de susurro confidencial:

– Cuando fui a la facultad de medicina de Pennsylvania -dijo-, todo el mundo pensaba: ese chico de pueblo debe de ser un tonto. Después de terminar el primer curso ya no les parecía tan tonto. Es posible que yo fuera algo más lento que otros, pero tenía carácter. Me tomé todo el tiempo que necesitaba, y aprendí lo que tenía que aprender. Cuando nos graduamos, ¿quién crees que era el primero de todos? Eh, Peter, tú eres un muchacho brillante, ¿quién crees que era el primero?

– Usted -dije.

No quería decirlo, pero me habían forzado a ello. Así eran estos señores de Olinger.

El doctor Appleton me miró sin asentir con la cabeza, ni sonreír, ni demostrar en modo alguno que me había oído. Luego miró a mi padre, asintió con la cabeza, y dijo:

– No era el primero pero sí estaba entre los primeros. Hice una buena carrera para ser un chico de pueblo del que todos pensaban que era tonto. George, ¿has escuchado lo que he dicho?

Y sin previa advertencia, con esa extraña forma que los monologantes tienen de terminar una conversación como si les hubieran hecho perder el tiempo, se levantó y desapareció en la zona oculta de su santuario, donde se puso a hacer ruidos de cristales chocando entre sí. Regresó con una botellita que contenía un fluido color cereza y que por sus destellos y la manera de balancearse más parecía mercurio que un líquido. Puso la botella en la mano salpicada de verrugas de mi padre y dijo:

– Una cucharada cada tres horas. Hasta que no tengamos los rayos X no sabremos nada. Descansa y no pienses. Sin la muerte, no podría haber vida. La salud -dijo con una pequeña sonrisa- es una característica animal. La mayoría de nuestras enfermedades provienen de dos puntos: el cerebro y la espalda. Los hombres cometimos dos errores; el primero fue andar de pie, y el segundo empezar a pensar. Con lo cual sobrecargamos la espina dorsal y los nervios. Esto crea tensión en el cerebro, del que depende el resto del cuerpo.

Dio unos pasos largos hacia mí, echó sin delicadeza mi pelo hacia atrás y me miró fijamente la frente.

– En la cabeza no lo tienes tan mal como tu madre -dijo soltándome.

Yo volví a echarme el pelo hacia delante, humillado y deslumbrado.

– ¿Sabe algo de Skippy? -preguntó mi padre.

La furia y el brillo abandonaron al doctor, que se convirtió en un pesado anciano con chaleco y las mangas de la camisa sujetas por un elástico.

– Trabaja en un hospital de St. Louis -dijo.

– Es usted demasiado modesto para admitirlo -le dijo mi padre-, pero apuesto a que está usted orgullosísimo de él. Yo lo estoy; junto con mi hijo, él fue el mejor alumno que he tenido y, gracias a Dios, creo que no le contagié apenas mi testarudez.

– Tiene el talento de su madre -dijo el doctor Appleton después de una pausa durante la cual cayó sobre nosotros un paño mortuorio.

Daba la sensación de que la sala de espera hubiese sido abandonada desde hacía mucho tiempo y que los muebles de cuero negro tuvieran sobre sí el peso y las sombras de los que habían ido a dar el pésame. Parecía que nuestras voces y pasos se perdían en el polvo y me sentí mirado desde el futuro. Mi padre preguntó cuánto debía, pero el doctor apartó sus billetes a un lado diciendo:

– Esperaremos hasta el final de la historia.

– Usted es un hombre que juega limpio y se lo agradezco -dijo mi padre.

Una vez fuera, expuestos al mordiente, negro y vivo frío, mi padre dijo:

– ¿Lo ves, Peter? No me ha dicha lo que yo quería saber. Nunca te lo dicen.

– ¿Qué pasó antes de que yo llegara?

– Me examinó y me dio hora para que me vean por rayos X en el Homeopático de Alton, esta tarde a las seis.

– ¿Y esto qué quiere decir?

– Con el doctor Appleton nunca se sabe. Así mantiene su reputación.

– Parece que Zimmerman no le gusta, pero no he conseguido saber exactamente por qué.

– Peter, el caso es que Zimmerman, supongo que ya eres bastante mayor para que te lo pueda contar, hizo al parecer el amor con la esposa del doctor Appleton. Ocurrió, si es que ocurrió, antes de que tú nacieras. Incluso había ciertas dudas sobre quién era el padre de Skippy.

– ¿Y dónde está ahora la señora Appleton?

– Nadie sabe adónde fue. No está viva ni muerta.

– ¿Cómo se llamaba?

– Corinna.

Las frases ni viva ni muerta, hizo el amor, antes de que tú nacieras, cargadas todas ellas de misterio, hicieron que la noche que nos rodeaba me pareciera terriblemente cerrada, y, desde más allá del lejano confín, la muerte de mi padre pareció apretar, como una serpiente enroscada a su alrededor, su fatal abrazo. La oscuridad, que por encima de los techos de las casas se extendía más allá de las estrellas envolviéndolas como pedacitos de mica en un océano, parecía suficientemente grande para albergar incluso este hecho, el más grandioso de imposibles sucesos. Le perseguí tratando de ponerme a su altura, pálido y sombrío su perfil a la luz de las farolas, pero él, como un fantasma, se mantuvo siempre un paso por delante. Se puso el gorro. Yo sentía frío en la cabeza.

– ¿Qué vamos a hacer? -le pregunté desde detrás.

– Iremos en coche a Alton -dijo-, después a que me vean por la pantalla en el Homeopático y luego iré enfrente, a la YMCA [5]. Quiero que te vayas al cine. Métete en uno que tenga calefacción y luego ven a buscarme. Habré terminado a las siete y media u ocho menos cuarto. La competición no puede durar hasta más de las ocho. Ahora son las cinco y cuarto. ¿Tienes dinero para una hamburguesa?

– Supongo que sí. Oye, papá. ¿Tienes dolores muy fuertes?

– Voy mejor, Peter. No te preocupes por mí. Una de las cosas buenas de tener una mente simple es que no puedes pensar en más de un dolor a la vez.

– Tendría que haber algún modo -dije- de que te pongas bien.

– La muerte -dijo mi padre.

Al aire libre, en aquella fría oscuridad, la frase sonó extraña, lanzada desde la altura de su cara, con el cuerpo inclinado hacia delante.

– Eso lo cura todo -dijo-. La muerte.

Caminamos en dirección oeste en busca del coche que estaba en el aparcamiento del instituto, subimos y nos fuimos a Alton. Luces, a ambos lados había luces que nos sostenían sólidamente a lo largo de los cinco kilómetros, excepto en el vacío que se producía a la derecha a la altura de los campos del asilo, y en el intervalo en que cruzamos el Running Horse River por el puente en que el hombre que habíamos recogido por la mañana pareció elevarse en el aire sobre sus zapatos. Atravesamos el vistoso corazón de la ciudad por Riverside Drive, Pechawnee Avenue, Weiser Street y Conrad Weiser Square, subimos por Sixth Street, y bajamos por un callejón que sólo mi padre parecía conocer. El callejón nos condujo donde el terraplén del ferrocarril se ensanchaba en un arcén oscuro salpicado de carbonilla, cerca de la fábrica de pastillas para la tos de Essick que inundaba aquella zona tan siniestra de la ciudad con sus humos de un nauseabundo olor dulce. Los empleados de la fábrica utilizaban estos terrenos desaprovechados del ferrocarril para aparcar sus coches, y lo mismo hizo mi padre. Salimos. Los dos portazos fueron repetidos por el eco. La forma de nuestro coche quedó sentada sobre su propia sombra como una rana ante un espejo. No había ningún otro coche aparcado allí. Una luz azul que brillaba sobre nuestras cabezas vigilaba como un ángel aterido.

Mi padre y yo nos separamos al llegar a la estación del ferrocarril. Él se fue andando hacia la izquierda, en dirección al hospital. Yo continué en línea recta hacia Weiser Street, en la que cinco cines anunciaban sus programas. La muchedumbre que fluía del centro de la ciudad se dirigía a casa. La sesión de la tarde ya había terminado; en los almacenes, cuyos escaparates proclamaban que enero era el mes de la Venta Blanca y estaban repletos de sábanas de algodón, colgaban las cadenas que cerraban sus puertas; en los restaurantes reinaba ese momento de sosiego en que se preparan las mesas antes de que empiece la cena; los viejos de los carromatos de soft-pretzels [6] los cubrían con telas y se los llevaban de las calles comerciales. Ésta era la hora en la que más excitante me parecía la ciudad, justo cuando mi padre me abandonaba y yo, único elemento que se movía contra corriente en la marea del éxodo, paseaba, sin hogar, libre de detenerme a ver los escaparates de las joyerías, asomarme a echar una ojeada en el umbral de las tiendas de tabaco, inhalar el aroma de las pastelerías en las que señoras gordas con gafas sin montura y delantales blancos suspiraban detrás de bandejas brillantes con bollos pegajosos, donuts glaseados, rollos rellenos de pacanas, y suflés. A esta hora en que los obreros y compradores de la ciudad se apresuraban para regresar a pie, en autobús, coche o tranvía, a sus casas para cumplir sus deberes, yo quedaba liberado de los míos durante un tiempo en el que mi padre no sólo me permitía sino que me indicaba que fuera a un cine y pasara dos horas fuera de este mundo. El mundo, mi mundo y todos sus opresivos detalles dolorosos e inconsecuentes quedaba a mi espalda; me dediqué a pasear entre cofrecillos de joyas que algún día serían mías. Al llegar este momento, en este lujoso espacio de tiempo libre que se abría ante mí, era frecuente que me acordara sintiéndome culpable de mi madre, incapaz en su lejanía de controlarme o protegerme, mi madre con su casa de campo, su padre, su insatisfacción, su agotadora alternancia de osadía y prudencia, de ingenio y torpeza, de transparencia y opacidad, mi madre con su ancha cara tensa y su extraño aroma inocente a tierra y cereales, mi madre, cuya sangre yo contaminaba con la animada embriaguez que me producía el centro de Alton. Luego me parecía ahogarme en una pútrida brillantez y me asustaba mucho. Pero nada podía aliviar mi culpa; no podía ir al lado de ella, porque por su propia voluntad ella había colocado quince kilómetros entre nosotros; y este rechazo de su parte me convertía en un ser vengativo, orgulloso e indiferente: interiormente, me convertía en un árabe.

Los cinco cines de Weiser Street eran el Loew, el Embassy, el Warner, el Astor y el Ritz. Fui al Warner y vi El joven de la trompeta, con Kirk Douglas, Doris Day y Lauren Bacall. Tal como había prometido mi padre, dentro se estaba caliente. Y tuve además la suerte, lo mejor de todo el día, de entrar cuando empezaban los dibujos animados. Era día 13 y por lo tanto no esperaba tener suerte. Los dibujos eran, naturalmente, del Conejo de la Suerte. En el Loew's ponían Tom y Jerry, en el Embassy Popeye, en el Astor o bien Disney, el mejor, o bien Paul Terry, el peor. Me compré una caja de palomitas de maíz y otra de almendras Jordan, a pesar de que las dos cosas resultaban perjudiciales para mi piel. Las luces del cine eran de un amarillo muy pálido y el tiempo se fundió rápidamente. Sólo al final de la película, cuando el chico, un trompeta cuya historia estaba basada en la vida de Bix Beiderbecke, había logrado por fin librarse de la mujer rica que con su sonrisa insinuante (Lauren Bacall) había corrompido su arte, y volvía a unirse a la mujer buena y de espíritu artístico (Doris Day), que cantaba mientras detrás de su artística voz sonaba la trompeta de Harry James que Kirk Douglas fingía tocar, y la melodía se elevaba cada vez más como una fuente plateada con las notas de With a Song in My Heart, sólo en este momento, en la última nota, cuando se alcanzaba el éxtasis amoroso más completo, me acordé de mi padre. Me levanté impulsado por una perentoria sensación de llegar tarde.

Las luces aumentaron su intensidad. Salí corriendo. En los espejos que cubrían la pared desde el suelo hasta el techo del desbordante y resplandeciente vestíbulo me vi de cuerpo entero, sonrojado, con los ojos teñidos de rosa, y los hombros de mi llameante camisa roja cubiertos de placas blancas que había producido rascándome la cabeza en la oscuridad. Tenía la costumbre de rascarme cuando nadie me veía. Me limpié ansiosamente los hombros y al salir a la calle quedé desconcertado al ver las caras reales, magras y fantasmales después de las grandes y brillantes visiones planetarias que había visto chocar, fundirse, separarse y volver a combinarse lentamente en la pantalla. Corrí hacia la YMCA. Estaba a dos manzanas de Weiser Street, entre las calles Perkiomen y Beech. Corrí al lado de las vías del ferrocarril. En el estrecho pavimento se alineaban las puertas cerradas de pequeños bares y barberías. El cielo era de un amarillo cambiante por encima de los edificios, e incluso en el cenit su palidez impedía ver las estrellas. El olor a pastillas para la tos que me llegó de lejos se burló de mi pánico. La ciudad perfecta, la ciudad del futuro, parecía remota, carente de toda importancia y concebida por mentes crueles.

El edificio de la YMCA olía a zapatos de goma y el suelo era a rayas grises. En la oficina de recepción había un muchacho negro que leía un tebeo bajo un tablero de anuncios cubierto de carteles antiguos y resultados de competiciones pasadas. Al otro extremo de un pasillo extrañamente verde, verde como si estuviera iluminado por bombillas cuya luz se filtrara por unas hojas de parra, se oían los murmullos de una partida de billar. De la dirección opuesta llegaba el paciente ga-glokka, ga-glokka de una partida de ping-pong. El chico que estaba detrás de la mesa levantó la mirada de su tebeo y me asustó; en Olinger no había negros y yo les tenía un miedo supersticioso. Me daba la sensación de que eran magos poseedores de los oscuros secretos del amor y la música. Pero su cara era totalmente inocente, inocente y del color de la leche con malta.

– Hola -dije y, conteniendo el aliento, avancé rápidamente por el pasillo que llevaba a las escaleras de cemento que después de conducir al sótano, y tras recorrer el espacio del vestuario, conducía a la piscina. Mientras descendía, subían hacia mí los olores del agua y el cloro, y luego un tercero, que recordaba el olor de la piel.

En la gran sala de mosaico donde estaba la piscina había una resonancia que transformaba los sonidos en ladridos, rompiéndolos en fragmentos. Mi padre estaba sentado en las gradas de madera que había junto a la piscina con un chico mojado y desnudo, Deifendorf. Deifendorf sólo llevaba puesto el traje de baño muy corto y negro, que era el oficial en nuestro instituto; entre sus muslos extendidos se notaba claramente el bulto de sus genitales. En el pecho, antebrazos y piernas se derramaba su vello; por el trozo de madera donde tenía apoyados los pies corría un río de agua. Las curvas y llanos de su cuerpo encorvado y blanco eran armoniosos; la única disonancia eran sus manos callosas y rojizas. Él y mi padre me saludaron con sonrisas muy parecidas: de fastidio, ignorantes, conspiratorias. Para molestar a Deifendorf, le pregunté:

– ¿Has ganado en braza y estilo libre?

– He ganado más que tú -contestó él.

– Ha ganado en braza -dijo mi padre-. Estoy orgulloso de ti, Deify. Has cumplido tu promesa dentro de tus posibilidades. Esto hace de ti un hombre.

– Mierda, si hubiera visto al tipo que nadaba en la calle del otro extremo, también hubiera ganado en libre. El bastardo se me coló. Yo me dejaba ir, pensaba que ya había ganado.

– Ese chico hizo una buena carrera -dijo mi padre-. La ganó honradamente. Supo calcular sus fuerzas y encontrar el ritmo adecuado. Foley es un buen entrenador. Si yo fuera un entrenador de verdad, Deify, llegarías a ser el rey del condado; tienes clase. Serías el rey si yo fuera un buen entrenador y tú dejaras de fumar cigarrillos.

– Joder, si así y todo puedo contener el aliento ochenta segundos -dijo Deifendorf.

En su conversación había una adulación mutua que me fastidiaba. Me senté al otro lado de mi padre y me quedé mirando la piscina: ella era aquí el héroe. La piscina llenaba su gran jaula subterránea de un brillo entrecortado y con el apestoso olor a ese cloro que flagela los ojos de los nadadores. El reflejo de las gradas que había al otro lado del agua, donde estaban sentados los del equipo contrario y los jueces de las pruebas, creó en el agua agitada una quimera que por un instante pareció una cara con barba. Alborotada una y otra vez su superficie, el agua trataba, no obstante, de recuperar, con la rapidez de una reacción cristalina, su calma. Los gritos y las zambullidas, cortados por ecos y nuevas zambullidas, producían en sus colisiones palabras, palabras de un lenguaje que yo no conocía, ladridos mutilados que parecían respuestas a una pregunta que, sin saberlo, yo había formulado. ¡CECROPS! ¡INACHUS! ¡DA! No, no era yo quien había hecho la pregunta, sino mi padre, a mi lado.

– ¿Qué se siente al ganar? -había preguntado en voz alta, hablando hacia delante de él, dirigiéndose, por tanto, tanto a Deifendorf como a mí-. Yo nunca lo sabré.

A lo largo de la volátil piel azul verdosa resbalaban puntos y manchas. Las líneas de demarcación en el fondo de la piscina serpenteaban refractadas hacia la superficie; la cara de la barba parecía a punto de formarse de nuevo cuando, una vez más, otro chico se tiraba al agua. Ya no había más pruebas de natación, pero ahora se celebraban las de saltos. Uno de los nuestros, Danny Horst, un chico muy bajo que iba a uno de los cursos superiores, y que tenía una espesísima melena de pelo negro que para saltar se recogía con una cinta ancha, como una joven griega, se adelantó en la palanca, vibrantes los músculos, y dio un salto mortal con carrera, con las rodillas apretadas contra el pecho, tensos los dedos, para luego desplegarse y entrar en el agua con una suavísima salpicadura tan simétrica como las asas de un jarro; lo hizo con tal perfección que uno de los jueces levantó el cartel con el 10.

– Es la primera vez en quince años -dijo mi padre- que veo puntuar con un diez. Es como decir que Dios ha bajado a la Tierra. La perfección no existe.

– Eso es, Danny, bravo -chilló Deifendorf.

Un aplauso salió de los dos equipos para saludar al atleta en el momento de emerger del agua. El muchacho, con un rápido movimiento orgulloso, se quitó la cinta que le sujetaba el cabello y nadó las pocas brazadas que le separaban del borde de la piscina. Pero en su siguiente salto, Danny, consciente de que todos estábamos esperando que se produjera otro milagro, se tensó, perdió el ritmo en la carrera, salió del tirabuzón y medio un poco antes del momento preciso, y golpeó el agua de plano con la espalda. Un juez le dio un 3. Los otros dos un 4.

– Bueno -dijo mi padre-, el chico hizo todo lo que pudo.

Y cuando Danny salió del agua por segunda vez, mi padre, sólo mi padre, aplaudió.

El resultado final del encuentro fue Alton 37,5, Olinger 18. Mi padre se puso en pie al borde de la piscina y dijo a los miembros del equipo:

– Estoy orgulloso de vosotros. La verdad es que sois grandes deportistas por el solo hecho de haber competido; aquí no conseguís gloria ni sueldo. Teniendo en cuenta que sois de un pueblo que ni siquiera tiene una piscina al aire libre, me resulta incomprensible que obtengáis tan buenos resultados. Si nuestro instituto tuviera su piscina propia como el de West Alton (y eso no quiere decir que trate de restarles méritos) seríais todos unos Johnny Weissmuller. Para mí ya lo sois. Danny, ese salto ha sido precioso. No creo que vuelva a ver otro igual en toda mi vida.

Mientras pronunciaba este discurso me fijé en lo extraño que resultaba mi padre con su traje y su corbata entre aquellos torsos desnudos; el agua vibrante de color turquesa y las baldosas crema perladas de gotas enmarcaban su oscura y seria cabeza. La atenta piel de los hombros y torsos de los miembros del equipo era recorrida de vez en cuando por un estremecimiento que la surcaba tan rápidamente como una ráfaga que riza el agua, o como uno de los movimientos nerviosos del flanco de un caballo. Aunque habían perdido, los chicos estaban animados y orgullosos de sus cuerpos, y les dejamos en las duchas armando jarana y enjabonándose como un pequeño rebaño alegremente sorprendido por un chubasco.

– Entrenaos este miércoles como de ordinario -les gritó mi padre cuando nos íbamos-. No bebáis batidos de leche ni comáis más de cuatro hamburguesas antes del entrenamiento.

Todos se rieron, y hasta yo sonreí, aunque mi padre me resultaba una carga. En todos los acontecimientos de la noche que caía él se mostró pesado y retenido por la inercia, de forma que frenó y obstaculizó a cada momento mi sencillo plan que consistía simplemente en llevarle a casa, donde dejaría de estar bajo mi cuidado.

Cuando después de subir las escaleras de cemento caminábamos por el vestíbulo, el entrenador de West Alton, Foley, nos alcanzó, y él y mi padre estuvieron hablando durante lo que a mí me pareció una hora entera. El aire húmedo en torno a la piscina había arrugado sus trajes, y en la penumbra del verde vestíbulo parecían dos pastores empapados de rocío.

– Has hecho un trabajo sobrehumano con estos chicos -le dijo mi padre a Foley-. Si yo fuera la décima parte de buen entrenador que tú, os hubiéramos hecho sudar vuestra victoria. Este año tengo algunos chicos muy fuertes.

– Mira, George, déjate de cuentos -replicó Foley, un hombre grueso, cortés y enérgico-. Sabes tan bien como yo que no depende del entrenador; lo único que puedes hacer es soltar a esos renacuajos y dejarles nadar. Hay un pez en cada uno de nosotros, pero para que salga hay que mojarse.

– Muy bueno, oye -dijo mi padre-. Nunca lo había oído decir. Y ¿qué te ha parecido mi campeón de braza?

– Hubiera tenido que ganar también en estilo libre; espero que le hayas puesto el culo como un tomate por haberse dejado ganar así.

– Es tonto, Bud. T-O-N-T-O. Ese pobre diablo tiene tan poco seso como yo, y me fastidia echarle un rapapolvo.

Mi garganta carraspeó de pura impaciencia.

– Conoces a mi hijo, ¿verdad, Bud? Peter, ven y estréchale la mano a este hombre. Un hombre así es lo que hubieras tenido que tener como padre.

– Claro que conozco a Peter -dijo el señor Foley, que me dio un apretón de manos áspero y cálido que resultó profundamente agradable-. Todo el condado conoce al hijo de Caldwell.

En el crepuscular mundo de la piscina, programas de recreo y banquetes de atletas, este tipo de coba pasaba por ser una conversación; no me importaba tanto oír aquello de labios del señor Foley como de los de mi padre, que siempre me daba la sensación de pasar vergüenza cuando hablaba de aquella manera afectada.

Por mucho que hablara, mi padre era un hombre esencialmente silencioso. A lo largo de todos los acontecimientos de esa noche se condujo de una forma que en mi recuerdo es puro silencio. Cuando estuvimos fuera, su boca se convirtió en una línea firme y sus tacones se unieron sobre el pavimento con una especie de distante codicia. No creo que haya habido jamás ningún hombre que haya disfrutado caminando por las pequeñas ciudades feas del Este tanto como mi padre. Trenton, Bridgeport, Binghamton, Johnstown, Elmira, Altoona eran las ciudades a las que su trabajo de empalmador de cables de la compañía telefónica le había llevado los años antes de casarse con mi madre y los primeros años de su matrimonio, los años antes de que mi nacimiento y la Depresión de Hoover le dejaran parado. Mi padre temía Firetown y se sentía intranquilo en Olinger, pero adoraba Alton; su asfalto, sus farolas y sus tangentes fachadas le hablaban de la gran civilización del Atlántico Medio, que limitaba con New Haven por el norte y con Hagerstown por el sur y con Wheeling por el oeste que era su hogar en el espacio eterno. Bajar por la Sixth Street al lado de mi padre era como oír cantar al asfalto.

Le pregunté qué tal le había ido con lo de los rayos X y en lugar de contestarme me preguntó si tenía hambre. Realmente sí que tenía hambre; las palomitas de maíz y las almendras se habían posado dejándome un sabor amargo en la boca. Nos paramos en el bar en forma de tranvía que estaba al lado del aparcamiento de Acme. En la ciudad, mi padre actuaba con una simplicidad tranquilizadora. Mi madre, en cambio, convertía todo en decisiones de gran importancia, como si tratase de expresarse en un idioma extranjero. Del mismo modo, en el campo mi padre actuaba de forma confusa y su pensamiento era un círculo vicioso. Pero aquí, a las ocho y cuarto de la noche, en Alton, se manejaba con la destreza y la experiencia que, al fin y al cabo, es lo que más esperamos encontrar en los padres: la puerta de un empujón, el brillo y las miradas se apaciguaron, los dos taburetes colocados uno al lado del otro, mi padre cogió la carta con la sencillez de quien sabe que se encuentra colocada entre la cajita de las servilletas y la botella de salsa de tomate, hizo el pedido al hombre del mostrador sin estridencias ni equivocaciones, y consumimos los emparedados -el suyo de huevo y el mío de jamón- en un viril silencio. Mi padre se chupó calmadamente los tres dedos centrales de su mano derecha y luego se pellizcó el labio inferior con una servilleta de papel.

– Es la primera vez en muchas semanas que tengo la sensación de haber comido -me dijo.

Para terminar pedimos pastel de manzana para mí y café para él; la cuenta era un rígido cartón de color verde crípticamente pellizcado por un taladro triangular. Pagó con uno de los dos billetes de dólar que quedaban en la gastada cartera que después de tantos años de encajar en el bolsillo trasero de su pantalón había adquirido una forma arqueada. Cuando nos levantamos, mi padre deslizó como distraídamente, con un experto movimiento rápido de su mano salpicada de verrugas, dos monedas debajo de su taza vacía. Y luego, como si acabara de ocurrírsele la idea, compró por 65 centavos uno de los bocadillos italianos que estaban ya preparados. Era para regalárselo a mi madre. Había un rasgo de vulgaridad en mi madre, que aparentemente disfrutaba de los resbaladizos y olorosos emparedados italianos, al que mi padre tenía más acceso que yo, según había podido comprobar presa de los celos. Pagó el emparedado con su último dólar y me dijo:

– Con esto me quedo sin blanca, chico. Somos un par de huérfanos sin un céntimo.

Y haciendo balancear la bolsita de papel, se dirigió hacia el coche seguido por mí.

El Buick seguía solo, meditando sobre su sombra. Tenía la nariz mirando hacia arriba, hacia las invisibles vías. El aire helado estaba empapado de mentol. La pared de la fábrica era un abrupto peñasco de ladrillo y cristal negro. De vez en cuando los cristales se veían misteriosamente sustituidos por cartón u hojalata. El ladrillo no parecía de su verdadero color a la luz de la farola, sino que mostraba algo así como un negro aclarado, un gris reticente y mortal. Esta misma luz hacía que brillara la extraña gravilla. Mezcla de pedacitos de carbón y cenizas, constituía una ruidosa e inquieta tierra que nunca acababa de posarse y que crujía y se movía bajo los pies como si su destino fuera vivir permanentemente rastrillada. El silencio nos rodeaba. Ninguna de las ventanas que nos miraban estaba iluminada, aunque desde lo más profundo de la fábrica vigilaba un brillo azul. Si nos hubieran asesinado en aquel lugar, hasta el amanecer del día siguiente nadie se hubiera enterado. Nuestros cuerpos hubieran quedado tendidos en los charcos junto a la pared de la fábrica y nuestras manos y cabello se hubieran congelado hasta quedar sólidos como el hielo.

Como estaba frío, el coche tardó en ponerse en marcha. Umf-uj, umf-uj gruñó el motor, primero animadamente y luego de forma cada vez más lenta y desanimada.

– Dios, no me abandones ahora -suspiró mi padre soltando por la boca una danzarina corriente de vapor-. Ponte en marcha una vez más, y mañana haré que te carguen la batería.

Uuuumf-uj, uuumf-aj.

Mi padre quitó el contacto y nos quedamos sentados en la oscuridad. Cerró la mano sin apretarla del todo, y sopló en el hueco que quedaba en medio.

– ¿Lo ves? -le dije-. Si te hubieras puesto los guantes, ahora todavía los tendrías.

– Debe de estar muerto de frío -fue su respuesta-. Probaré una vez más.

Volvió a conectar el motor de arranque y hundió con el pulgar la toma de aire. Durante la pausa la batería había recuperado un poco de fuerza. Comenzó esperanzadoramente.

Ij-uj, ij-uj, uj-uj, uuu-uj, uujh-aj, uuuj. Habíamos apurado hasta el fondo la batería.

Mi padre tiró de la palanca del freno de mano para tensarlo un eslabón más, y me dijo:

– Estamos arreglados. Tendremos que intentar poner en práctica una medida de emergencia. Ponte al volante, Peter, y yo empujaré. Aquí hay un poco de pendiente pero estamos mirando hacia arriba. Pon la marcha atrás. Cuando te grite, suelta el embrague. Pero no lo hagas despacito, sino de golpe.

– Quizá podríamos conseguir que viniera ahora un mecánico. Antes de que cierren -dije. Estaba asustado porque temía fallarle.

– Vamos a probarlo -dijo él-. Ya verás como sabrás hacerlo.

Salió del coche y yo me deslicé por el asiento delantero; accidentalmente me quedé sentado sobre mis libros y el emparedado de mi madre. Mi padre fue a la parte delantera del coche y se agachó para aplicar todo su peso; su cara sonriente se quedó amarilla como la de un gnomo. La luz de los faros era tan fuerte a esa escasa distancia que parecía que su frente estuviera llena de bultos y en su nariz se veían claramente las cicatrices dejadas cuando, treinta años atrás, era jugador de rugby en el colegio. Mi estómago se contraía de frío mientras comprobaba la posición de la palanca del cambio de marchas, el contacto y el aire. Cuando mi padre me hizo una indicación con la cabeza, solté el freno de mano. Lo único que sobresalía por encima del capó cuando se puso a empujar con todas sus fuerzas era la forma ovoide de aquel estúpido gorro azul. El coche se movió hacia atrás. Aumentó el tono del crujido de la gravilla bajo los neumáticos; el coche empezó a deslizarse y llegamos a un pequeño declive que pareció por unos instantes darnos un precioso aumento de velocidad. La inercia del Buick estuvo a punto de ser vencida. Mi padre, en un penetrante sollozo, gritó:

– ¡Ahora!

Entonces solté el embrague tal como me habían dicho que hiciera. El coche dio una sacudida y se paró, pero su movimiento pasó a través de pernos oxidados y agarrotados ejes al motor que, como un niño al que dan un bofetón, tosió. El motor dio una boqueada y sacudió la carrocería al producirse la aislada explosión en sus cilindros; hundí la toma de aire hasta la mitad procurando no ahogar el motor, y apreté el acelerador: éste fue el error. Crispado a destiempo, el motor, tras fallar primero una, luego otra vez, agonizó y murió.

Ahora el coche estaba en una zona horizontal. A lo lejos, más allá de la pared de la fábrica, se abrió la puerta de un bar y una rendija de luz se extendió por la calle.

Mi padre lanzó una mirada furibunda hacia mi ventanilla y yo, enfermizamente avergonzado, me cambié de sitio. Todo el cuerpo me ardía; necesitaba orinar.

– Hijo de puta -dije, a fin de distraer a mi padre de mi fracaso con un arranque de virilidad.

– Lo has hecho bien, chico -dijo él, jadeando por la excitación mientras ocupaba de nuevo su puesto detrás del volante. Este motor está agarrotado; quizás ahora se haya distendido un poco.

Con la delicadeza de alguien que trata de abrir una caja fuerte cuya combinación desconoce, su negra silueta adelantó una mano hacia el salpicadero mientras su pie tanteaba el acelerador. Tenía que ser a la primera, y así fue. Volvió a encontrar la chispa y la alimentó hasta producir la ruidosa vida de siempre. Cerré mis ojos en acción de gracias y me acomodé en espera de que el coche se pusiera en movimiento.

Pero no lo hizo. En lugar de avanzar, el coche dejó oír un ligero ronroneo procedente de la parte trasera del chasis, es decir, de donde yo me había imaginado que ponían los cadáveres cuando el coche era del dueño de la funeraria. La sombra de mi padre probó apresuradamente todas las marchas; la respuesta a cada una de ellas fue el mismo ronroneo ligero y la misma falta de movimiento. La pared de la fábrica nos devolvía en eco el frenético y sostenido crescendo de los cilindros y temí que el ruido llamara la atención de los hombres del lejano bar.

Mi padre levantó los brazos, los puso sobre el volante, y apoyó en ellos la cabeza. Era algo que sólo había visto hacer a mi madre. Cuando se encontraba en el punto álgido de una discusión o una aflicción, era corriente que ella doblara los brazos sobre la mesa y bajara la cabeza hasta apoyarla en ellos; cuando lo hacía yo me asustaba muchísimo más que cuando se ponía furiosa, porque en la furia era posible verle la cara.

– Papá.

Mi padre no respondió. La luz de la farola acariciaba con una hilera de flecos regulares la curva de su gorro de punto: de esta misma forma perfilaba Vermeer las hogazas de pan.

– ¿Qué debe de pasar?

En aquel momento se me ocurrió que mi padre había tenido un «ataque» y que el inexplicable comportamiento del coche era un reflejo ilusorio de un fallo ocurrido en el mecanismo de mi padre. Estuve a punto de tocarle -yo nunca tocaba a mi padre-, cuando levantó la vista. En su cara abollada y estropeada de pilluelo se dibujaba una sonrisa de malestar.

– Son cosas de este tipo las que me ocurren constantemente desde que nací -dijo-. Siento que tú te veas complicado en ellas. No sé por qué no quiere moverse el maldito coche. Debe de ser por la misma razón por la que el equipo de natación no gana, supongo.

Trató de poner en marcha el motor otra vez, mirándose los pies mientras apretaba y soltaba el pedal del embrague.

– ¿Oyes ese golpeteo flojito de atrás? -le pregunté.

Él levantó la mirada y rió:

– Pobre diablo -dijo-. Merecías un triunfador y te ha tocado un derrotado. Vamos, cuanto más tiempo tarde en volver a ver este montón de chatarra, mejor.

Salió y cerró de golpe la puerta de su lado con tanta fuerza que temí que se partiera el cristal. Aquel cuerpo negro se balanceó remilgadamente sobre sus obstinadas ruedas y luego se quedó quieto, volviendo a lanzar su delgadísima sombra como si hubiera demostrado un inescrutable argumento. Nos fuimos andando.

– Por eso no quería irme a vivir a esa casa de campo -dijo mi padre-. En cuanto te alejas de la ciudad dependes de los automóviles. Siempre he deseado ser libre de ir andando a donde quisiera. Mi ideal sería ir caminando a mi propio funeral. En cuanto vendes las piernas, te has vendido la vida entera.

Cruzamos el aparcamiento de la estación de ferrocarril y luego giramos a la izquierda en dirección a la gasolinera Esso de Boone Street. La luz de los surtidores estaba apagada, pero ardía una bombilla en la pequeña oficina; mi padre miró dentro y dio unos golpecitos en el cristal. El interior estaba repleto de neumáticos sin estrenar y piezas de recambio colocadas en cajas numeradas más o menos ordenadas en una estantería metálica. Una enorme máquina de Coca-Cola vibraba audiblemente y temblaba para luego pararse, como si un cuerpo atrapado dentro hubiera hecho su último esfuerzo. El reloj eléctrico con un anuncio de lubricantes Quaker State, que había en la pared, marcaba las 9.06. Mientras esperábamos, la manecilla de los segundos dio una vuelta completa. Mi padre volvió a llamar, y tampoco hubo respuesta. Lo único que se movía allá dentro era la manecilla de los segundos.

– ¿Verdad que la gasolinera de Seventh Street no cierra en toda la noche? -pregunté.

– ¿Cómo vamos, chico? -preguntó él-. Menudo lío, ¿no? Me parece que tendría que telefonear a tu madre.

Subimos por Boone Street, cruzamos las vías, dejamos atrás la hilera de casas de ladrillo y luego empezamos a subir por Seventh Street, cruzamos Weiser Street, que a esta altura no era tan chillona como en la otra parte, y seguimos hasta llegar a la gran estación de servicio que, efectivamente, estaba abierta. Parecía que se estuviera tragando la noche con su gran entrada blanca. Dentro, dos hombres enfundados en sendos monos grises y con unos guantes con los dedos cortados lavaban un automóvil con barreños de esponjosa agua caliente. Trabajaban de prisa porque el agua tendía a congelarse formando una delgada película de hielo sobre el metal. Por un extremo, la estación de servicio se abría a la calle, mientras que por el otro se desvanecían en la oscuridad grandes cantidades de coches aparcados en cavernas. El corazón de aquel lugar parecía ser una pequeña caseta situada al lado de la pared. Era como una cabina de teléfonos algo más alargada que las corrientes, o como uno de esos cobertizos semicerrados en los que antaño la gente esperaba la llegada del tranvía -todavía había uno en Ely-. Frente a su puerta, de pie sobre un pequeño peldaño de cemento en el que estaban escritas con letras de molde las palabras CUIDADO CON EL ESCALÓN, esperaba un hombre que llevaba smoking y una bufanda blanca, y que consultaba periódicamente la esfera negra del reloj de platino que llevaba sujeto en la parte inferior de su muñeca. Se movía con sacudidas tan rítmicas que la primera vez que le vi, de reojo, pensé que era un muñeco mecánico publicitario. Era de suponer que el Lincoln gris perla que estaban lavando era suyo. Mi padre se quedó un momento delante del hombre, y vi en su mirada gris perla que mi padre le resultaba literalmente invisible.

Mi padre se dirigió a la puerta de la caseta y la abrió. Yo tuve que seguirle. Dentro había un hombre fornido que estaba muy ocupado revolviendo una mesa llena de papeles. Estaba en pie; podía haberse sentado en una silla que estaba junto a la mesa, pero el montón de papeles, folletos y catálogos le llegaba hasta los brazos. Aquel hombre sostenía en una misma mano una tablilla de notas y un cigarrillo encendido, y mientras buscaba algo entre los papeles se chupaba los dientes.

– Discúlpeme, amigo -dijo mi padre.

– Un minuto, déjeme respirar, ¿no? -dijo el encargado que, tomando airadamente una hoja de papel azul con su otra mano, salió por la puerta dejándonos atrás.

La espera duró mucho más que un minuto.

Para matar el tiempo y ocultar mi turbación, metí una moneda en la máquina de chicles instalada por los Kiwanis de Alton, de la que obtuve el más raro y preciado regalo: una bola negra. A mí me encantaba el regaliz, como a mi padre. La vez que fuimos a Nueva York, mi tía Alma me dijo que cuando eran pequeños los chicos de Passaic llamaban Palo a mi padre, porque siempre iba chupando una barra de regaliz.

– ¿Lo quieres? -le pregunté.

– Dios mío -dijo él como si hubiera visto en mi palma una pastilla de veneno-. No, gracias. Con eso bastaría para quedarme ahora mismo sin dientes.

Y empezó, de una forma que difícilmente puedo describir, a nadar de un lado para otro en el limitado espacio de la caseta, volviéndose a mirar un estante con mapas de carreteras, un detallado plano con los números correspondientes a las diversas piezas de recambio, un calendario en el que aparecía una chica que sólo llevaba puesto un gorro con una borla blanca y orejas de conejo, guantes, botines de piel negra y una cola redonda y peluda. Tenía su trasero pícaramente vuelto hacia nosotros. Mi padre gruñó y apretó la frente contra el cristal; el hombre del smoking se volvió sorprendido al oír el golpe. Los hombres de los guantes con los dedos cortados habían entrado en el Lincoln y limpiaban los cristales de las ventanillas con atareados movimientos que parecían aleteos de abeja. Los puños llenos de verrugas de mi padre revolvieron ciegamente los papeles de la mesa mientras trataba de ver adónde había ido el encargado.

– Papá, contrólate -dije secamente, temeroso de que disturbase algún orden misterioso.

– Estoy nerviosísimo, chico -me contestó casi a gritos-. Zas. Bum. Tengo ganas de romper algo. El tiempo no espera a nadie. Esto me recuerda la muerte.

– Tranqui-lízate -dije-. Quítate el gorro. Debe de creer que eres un pordiosero.

Él no dio señales de haberme oído; sólo comulgaba consigo mismo. Los ojos se le habían puesto amarillentos; cuando ese brillo ámbar empezaba a aparecer, mi madre se ponía a chillar. Sus labios resecos se movieron:

– Yo aguanto cualquier cosa -me dijo-. Pero ahora estás conmigo.

– Yo estoy bien -repliqué, aunque para decir la verdad el piso de cemento de aquel sitio resultaba extremadamente frío y atravesaba las delgadas suelas de mis mocasines.

Aunque yo apenas podía creerlo, al cabo de un rato regresó el encargado, que escuchó educadamente lo que le contaba mi padre. Era un tipo bajo y fornido y tenía en cada mejilla tres o cuatro arrugas paralelas. Tenía aspecto -lo decía el ángulo que formaba el cuello con los hombros- de haber sido en tiempos un atleta. Ahora el trabajo administrativo le cansaba y le fastidiaba. El pelo, que le escaseaba en la frente, había dejado un mechón frontal encanecido y aislado que le caía hacia la frente y que, mientras hablaba, peinaba brutalmente hacia atrás, como si tratara de aclararse las ideas con aquel movimiento. Su nombre, señor Rhodes, estaba cosido con gruesas letras de hilo naranja en el bolsillo de su mono verde oliva. Hablando con apresurados resoplidos aislados, entre grandes inspiraciones, nos dijo:

– No suena nada bien. Por lo que usted dice, si el motor funciona y el coche no se mueve, debe de tener algo en la transmisión o en el cigüeñal. Si sólo fuera el motor -pronunciaba la palabra de una forma que le daba un significado diferente, como si se refiriese a un ser vivo, vibrátil y adorable- mandaría el jeep, pero no siendo así no sé qué podemos hacer. He mandado la grúa a buscar un coche a la Carretera 9. ¿A qué taller va usted?

– Solemos ir al de Al Hummel, en Olinger -dijo mi padre.

– Si quiere usted que mañana por la mañana me ocupe de su coche -dijo el señor Rhodes-, lo haré. Pero antes no puedo hacer nada; esos dos -dijo indicando a los obreros que teníamos delante, que estaban pasando gamuzas por la serena piel gris del Lincoln mientras el hombre del smoking golpeaba rítmicamente su palma con una billetera de cocodrilo- salen a las diez y sólo quedamos los dos que han ido a recoger el coche a la carretera 9 y yo. Así que lo mejor será probablemente que avisen al taller de Olinger para que ellos miren el coche a primera hora de la mañana.

– Así, según su informada opinión, será mejor que me olvide del coche por esta noche -dijo mi padre.

– Tal como usted lo dice, no suena nada bien -confesó el señor Rhodes.

– Se oye un ligero golpeteo en la parte de atrás -dije yo-, como si patinaran dos ruedas dentadas.

El señor Rhodes me miró parpadeando y peinó hacia atrás el mechón que le caía por la frente.

– Podría ser algo del eje. Tendré que levantarlo y sacar todo el eje trasero. ¿Vive usted lejos?

– Infernalmente lejos, en Firetown -dijo mi padre.

– Vaya -suspiró el señor Rhodes-. Siento no poder ayudarle más.

Un gran Buick rojo, cuya pintura era un vertiginoso cosmos de refracciones, asomó el morro desde la calle y tocó su bocina: el estallido se apoderó totalmente de la baja cueva de cemento y la atención del señor Rhodes se desvió de nosotros.

– No se disculpe, caballero -dijo mi padre apresuradamente-. Usted me ha dicho lo que cree que es la verdad, y éste es el mayor favor que pueda hacer a otro.

Pero, una vez fuera del taller, cuando caminábamos de nuevo en la noche, me dijo:

– Ese pobre diablo no sabía de qué estaba hablando, Peter. Me he pasado la vida echándome faroles, y cuando alguien se echa uno lo reconozco enseguida. Hablaba de oídas. Me gustaría saber cómo llegó a ser encargado de un sitio tan importante; apuesto a que ni siquiera él lo sabe. ¿Te has fijado cómo actuaba? Yo me siento casi siempre así.

– ¿Adónde vamos ahora?

– Regresaremos al coche.

– ¡Pero si no funciona! Lo sabes perfectamente.

– Lo sé y no lo sé. Tengo la sensación de que ahora arrancará. Sólo necesitaba descansar un poco.

– ¡Pero no era que el motor estuviera frío, es que le pasa alguna cosa en la transmisión o lo que sea!

– Eso es lo que ese hombre trataba de decirme, pero no consigo que entre en esta cabezota mía.

– Además, son casi las diez. ¿No tendrías que llamar antes a mamá?

– ¿Y qué podría hacer ella? Tenemos que arreglárnoslas como podamos. Y si no, al diablo.

– Pues yo sé que si el coche no se movía hace una hora, tampoco se moverá cuando lleguemos. Y me estoy helando.

Mientras bajábamos por Seventh Street, yo corriendo todo lo que podía y sin lograr nunca ponerme a la altura de mi padre, que se mantenía como mínimo un paso adelantado, un borracho salió de un oscuro portal y se puso a hacer cabriolas a nuestro lado. Por un instante pensé que era el hombre que por la mañana habíamos traído hasta Alton en coche, pero el borracho era más bajo y había caído más profundamente por la pendiente de la degeneración. Su pelo estaba más revuelto que la melena de un león furioso y se le mantenía tieso como si de su cabeza salieran rayos de sol. Su ropa era escandalosamente andrajosa y se había puesto sobre los hombros a modo de capa un cansado y viejo abrigo, de forma que los brazos se agitaban como péndulos a sus lados cada vez que daba uno de sus saltos.

– ¿Adónde va con este muchacho? -le preguntó el borracho a mi padre.

Mi padre disminuyó educadamente su paso para que el borracho, que al resbalar de lado había dado un traspié, pudiera mantenerse a nuestra altura a medida que seguíamos caminando.

– Perdón, señor -dijo mi padre-. No he oído su pregunta.

El borracho ejercía un complicado y satisfecho control sobre su entonación, como un actor que se maravilla de su propia interpretación.

– Jo, jo, jo -dijo en tono suave, pero claro-. Cochino, eres un cochino.

Agitó el dedo delante de su nariz y nos miró con mucha picardía a través de aquellos movimientos del limpiaparabrisas. Por andrajoso que fuera, aquella noche helada tenía para él cosas muy divertidas; su cara era chata, dura y brillante, y tenía los dientes insertados en su sonrisa como una hilera de pequeñas semillas.

– Vete a casa -me dijo-. Vete a casa con tu madre, chico.

Tuvimos que pararnos porque de lo contrario hubiéramos chocado contra él.

– Es mi hijo -dijo mi padre.

El borracho se volvió de mí hacia él tan deprisa que toda la ropa se le ahuecó, como si se tratara de un plumaje. Parecía no ir vestido, sino arbitrariamente cubierto de harapos: capa sobre capa de jirones de telas de múltiples texturas. También su voz era así, ronca y quebrada e indefinidamente suave:

– ¿Cómo se atreve a mentir? -le preguntó a mi padre-. ¿Cómo se atreve a mentir hablando de una cosa tan seria? Deje al chico que se vaya a casa con su madre.

– Allí es a donde estoy tratando de llevarle -dijo mi padre-. Pero el maldito coche no se pone en marcha.

– Es mi padre -dije yo con la esperanza de que esto bastaría para alejar al borracho.

Pero lo único que conseguí fue que se nos acercara todavía más. Bajo la luz azulada de las farolas, su cara parecía salpicada de puntos morados.

– No mientas para protegerle -me dijo con exquisita delicadeza-. No se lo merece. ¿Cuánto te da? No importa, chico, nunca dan bastante. Cuando encuentre otro chico guapo, te tirará por ahí como una basura.

– Vámonos, papá -dije yo.

Ahora estaba asustado y me aparté. Estaba heladísimo. La noche me entraba por un lado y me salía por el otro sin encontrar ningún obstáculo.

Mi padre empezó a apartarle a un lado para seguir adelante y el borracho levantó la mano y en respuesta mi padre levantó la suya. Entonces el borracho dio un paso atrás y estuvo a punto de caerse.

– Golpéeme -dijo el borracho con una sonrisa tan ancha que le brillaron las mejillas-. Golpéeme. Y yo que trataba de salvar su alma. ¿Está usted preparado para morir?

Estas palabras sobresaltaron de tal modo a mi padre que se quedó completamente quieto, como una película detenida a media proyección. El borracho, al verse triunfante, repitió:

¿Está usted preparado para morir?

Con ágiles pasos, el borracho se acercó a mi lado, me rodeó con el brazo por la cintura y me dio un abrazo. Su aliento olía como el olor del aula 107 cuando salían de clase de química los alumnos de los cursos superiores y nosotros entrábamos para cumplir con nuestra hora de estudio del jueves: un complejo hedor a la vez sulfuroso y dulce.

– Ah -me dijo el borracho-, qué cuerpo tan caliente. Pero no eres más que piel y huesos. ¿No te da de comer este viejo bastardo? Eh -le gritó a mi padre-, ¿qué clase de viejo lujurioso es usted para sacar a un chico a la calle con el estómago vacío?

– Yo creía que estaba preparado para morir -dijo mi padre-, pero ahora me pregunto si hay alguien que lo esté. Me pregunto si estará preparado para morir un viejo chino de noventa y nueve años con tuberculosis, gonorrea, sífilis y dolor de muelas.

Los dedos del borracho empezaron a presionar debajo de mis costillas; y yo di un salto para sacármelo de encima.

– Vámonos, papá.

– No, Peter -dijo mi padre-. Este señor tiene razón. Y usted, ¿está preparado para morir? -le preguntó al borracho-. ¿Cuál cree usted que es la respuesta?

Bizqueando, con los hombros echados hacia atrás y el pecho hinchado, el borracho pisó la larga sombra de mi padre y, levantando la vista, le dijo cautelosamente:

– Estaré preparado para morir cuando usted y todos los que son como usted estén encerrados en la cárcel y luego tiren la llave. No son capaces de dejar descansar a estos chicos ni siquiera en una noche como ésta. -Luego se volvió hacia mí para mirarme con el ceño fruncido y decirme-: ¿Llamamos a la policía, chico? Vamos a matar a este viejo maricón, ¿eh? -Y, volviéndose otra vez hacia mi padre, dijo-: ¿Qué le parece, jefe? ¿Cuánto me da si no llamo a la policía y le dejo seguir con esta florecita?

Hinchó el pecho como si estuviera a punto de gritar, pero la calle se alargaba hacia el norte, perdiéndose en el infinito sin que en toda su extensión pudiera verse ni un ser vivo. Lo único visible eran las fachadas de ladrillo pintado con los pequeños porches con barandilla típicos de Alton, alguna que otra maceta con flores en los escalones de piedra, y, en las aceras, los árboles sin hojas alternándose y, al final, confundiéndose con los postes de teléfono. Toda la calle estaba llena de coches aparcados a ambos lados, pero casi ninguno bajaba por ella porque al final, a dos manzanas de donde nos encontrábamos, se convertía en un callejón sin salida al topar con la pared de la fábrica de Essick. Estábamos al lado del bajo muro de cemento de la parte trasera de unos depósitos de cerveza; sus acanaladas puertas de color verde estaban completamente cerradas y el recuerdo del estruendo metálico parecía endurecer el aire que poblaba aquel rincón. El borracho empezó a dar tirones a mi padre, y después de cada uno se frotaba el pulgar y los demás dedos como si se sacudiera un piojo o algo sucio.

– Diez dólares -le dijo a mi padre-. Diez dólares y mi boca quedará…

Apretó tres dedos azules sobre sus hinchados labios violeta y los mantuvo así, como si tratara de averiguar cuánto tiempo podía estar sin respirar. Cuando, por fin, los apartó, exhaló una enorme pluma de vapor congelado, sonrió y dijo:

– Eso. Por diez dólares soy suyo, cuerpo, alma y sombrero. -Se volvió hacia mí, me guiñó un ojo y añadió-: ¿No te parece barato? ¿Cuánto te paga a ti?

– Es mi padre -insistí frenéticamente.

Mi padre se frotaba las manos debajo de la farola y me dio la sensación de que estaba muy rígido, como si le hubieran dado un golpe y estuviera a punto de caer.

– Cinco dólares -le dijo rápidamente el borracho-, cinco cochinos dólares. -Y, sin esperar respuesta, lo rebajó a uno-. Un maldito dólar para que pueda pagarme un trago y se me pase así el frío. Venga, jefe, écheme una mano. Hasta le diré el nombre de un hotel donde no le preguntarán nada.

– Sé todo cuanto hay que saber de hoteles -le dijo mi padre-. Durante la Depresión trabajé de portero de noche en el viejo Osiris, antes de que lo cerraran. Las chinches eran tan grandes como las prostitutas, tanto que los clientes no eran capaces de distinguir las unas de las otras. Supongo que usted no llegó a conocer el Osiris.

El borracho dejó de sonreír.

– Al principio vivía en Easton y luego vine aquí -dijo.

De repente quedé conmocionado al comprender que aquel hombre era mucho más joven que mi padre; de hecho era prácticamente un muchacho un poco mayor que yo.

Mi padre rebuscó en su bolsillo y sacó algunas monedas sueltas y se las dio al joven.

– Me gustaría darle algo más, amigo, pero es que no tengo más. Son los últimos treinta y cinco centavos que me quedan. Soy profesor de una escuela pública y nuestro salario está muy por debajo del de la industria. Sin embargo, he disfrutado de esta charla, y me gustaría estrecharle la mano. -Y así lo hizo, para añadir luego-: Usted me ha ayudado a pensar con mayor claridad.

Mi padre se volvió y comenzó a caminar en la dirección de donde veníamos, y yo me apresuré a seguirle. Todo lo que habíamos tratado de alcanzar -el coche, nuestra casa de piedra arenisca, y mi lejana y, seguramente, muy preocupada madre- tiraban como pesos de mi piel, que la luz de las estrellas y la locura parecían haber adelgazado hasta hacerla transparente. Caminando en esa dirección tuvimos que enfrentarnos al viento que se había levantado, y una vidriosa máscara de frío se me pegó a la cara. Detrás de nosotros el borracho seguía gritando, como un águila embozada en plena tormenta:

– Muy bien, muy bien.

– ¿Adónde vamos? -pregunté.

– A un hotel -dijo mi padre-. Este hombre me ha devuelto el sentido común. Tenemos que ir a un sitio donde no pases frío. Tú eres mi orgullo y mi alegría, chico; hay que poner a resguardo el metal precioso. Necesitas dormir.

– Tenemos que telefonear a mamá -dije yo.

– Tienes razón -dijo mi padre-. Tienes razón.

La repetición me dejó con la impresión de que no iba a hacerlo.

Torcimos a la izquierda para entrar por Weiser Street. La abundancia de luces de neón en esa calle hacía que pareciera que su aire estaba menos frío. En un bar preparaban perritos calientes en una parrilla situada en el mismo escaparate. Con la cara oculta y los hombros alzados pasaban figuras de aspecto líquido bajo la luz. Pero eran personas y su simple existencia me animó muchísimo porque era como una bendición y una autorización de que yo mismo pudiera existir. Mi padre se metió en un pequeño portal que yo no había visto nunca. Dentro, después de subir seis escalones y abrir una doble puerta, había un espacio abierto sorprendentemente alto con una mesa de despacho, la jaula de un ascensor, unas enormes escaleras y unas pocas sillas deslucidas, todo ello de aspecto arrugado y abandonado. A la izquierda, una especie de pantalla de macetas con plantas amortiguaba unas voces y un sistemático entrechocar de cristales parecido al tañido de una campana. Había un olor que no había sentido desde que, de pequeño, me enviaban el domingo por la tarde a comprar una bolsa de ostras a un sitio que se llamaba Mohnie's, que era medio restaurante, medio tienda. Mohnie era un perezoso holandés muy alto que siempre llevaba un jersey negro bien abotonado, y su tienda era una casa de piedra encalada que ya estaba en la misma calle cuando el pueblo se llamaba Tilden. Cuando abrías la puerta sonaba una campanilla, que volvía a sonar cuando la puerta se cerraba detrás de ti. A lo largo de una pared había unos sombríos mostradores con caramelos y cigarrillos exóticos, y el resto del espacio estaba ocupado por mesas cuadradas con manteles de hule que esperaban la llegada de los clientes. En espera de la hora de la cena había siempre algunos viejos sentados en las sillas, y yo siempre había imaginado que el olor de la tienda provenía de ellos. En parte era olor a tabaco mascado, y a cuero de zapatos muy viejos, madera curada por el polvo, y ostras; cuando me llevaba la resbaladiza bolsa de papel con las ostras, la parte superior diestramente doblada como una servilleta en una comida de domingo, me daba la sensación de estar robando parte del aire de la tienda; yo siempre pensaba que, en el aire azulado del atardecer, dejaba detrás de mí un ligero rastro parduzco, un sabor a ostras que hacía que los árboles y las casas de la carretera parecieran subacuáticos. Ahora volvía a notar aquel olor, fresco.

El portero, un jorobado con una piel que parecía papel, las manos llenas de verrugas, las articulaciones hinchadas por la artritis, dejó su ejemplar de Collier's y, con su arrugada cabeza levantada, se dispuso a prestar atención a mi padre, que abrió su cartera, sacó algunas tarjetas de identificación, y explicó que era George W. Caldwell, profesor del Instituto de Olinger, y que yo era su hijo Peter, y que nuestro coche se había estropeado junto a la fábrica de Essick, y que nuestra casa estaba lejísimos, en Firetown, y que deseábamos una habitación pero no teníamos dinero. En la parte frontal de mi cráneo se levantaba una pared roja muy alta, y yo me disponía a tenderme y echarme a llorar.

El jorobado apartó las tarjetas de mi padre diciendo:

– Ya le conozco. Tengo una sobrina, Gloria Davis, que es alumna suya. Dice que el señor Caldwell es maravilloso.

– Gloria es una chica encantadora -dijo mi padre lánguidamente.

– Su madre dice que es un poco indomable.

– Yo nunca lo he notado.

– Le gustan demasiado los chicos.

– Conmigo se ha portado siempre como una perfecta dama.

El hombre se volvió y eligió una llave de la que colgaba un gran disco de madera:

– Les daré una habitación del tercer piso para que no les moleste el ruido del bar.

– Se lo agradezco muchísimo -dijo mi padre-. ¿Le doy ahora un cheque?

– Dejémoslo para mañana -dijo aquel hombrecillo. Al sonreír, la seca piel de su cara centelleó-. Supongo que todavía estaremos todos aquí.

Y dicho esto nos condujo por una estrecha escalera con un pasamanos irregular, cuya superficie barnizada se ondulaba bajo mi mano como un gato arrobado por una caricia. La escalera bordeaba la jaula del ascensor, y en cada rellano se podían ver panorámicas de pasillos con alfombras manchadas. Fuimos hasta el final de uno de esos pasillos; en los vacíos entre alfombra y alfombra sonaban más fuertes nuestros pasos. El portero aplicó la llave a una puerta que estaba junto a un radiador sobre el que había una ventana que daba a Weiser Square, y la puerta se abrió. Éste era nuestro destino: sin saberlo, nos habíamos pasado toda la noche recorriendo un camino serpenteante que conducía a esta habitación con su ventana, sus dos camas, sus dos mesas y su bombilla única y desnuda colgando del techo. El portero encendió la luz. Mi padre le estrechó la mano y le dijo:

– Es usted un caballero y un erudito. Estábamos sedientos y usted nos ha dado de beber.

El portero señaló con una mano lustrosa y artrítica:

– El baño está detrás de esa puerta -dijo-. Me parece que hay un vaso limpio ahí dentro.

– Quiero decir que usted ha sido un buen samaritano -dijo mi padre-. Este pobre chico se muere de sueño.

– Qué va -dije yo.

Cuando el portero ya se había ido -yo seguía irritado-, le pregunté a mi padre:

– ¿Cómo se llama este lugar tan horrible?

– El New Yorker -dijo mi padre-. Es una auténtica pocilga de las de antes, ¿verdad?

Pero ponerme a discutir con él en aquel momento era una falta de gratitud, así que le dije:

– Este hombre se ha portado muy bien dejándonos entrar sin dinero.

– Nunca se sabe quiénes son los verdaderos amigos de uno -dijo-. Apuesto a que si la puta de Gloria Davis se enterase de que me había hecho un favor se pondría a chillar ahora mismo, aunque estuviera durmiendo.

– ¿Cómo es que no tenemos dinero? -pregunté.

– Llevo preguntándomelo desde hace cincuenta años. Y lo malo es que cuando les pague con un cheque todavía será peor, porque no van a poder cobrarlo. Sólo me quedan veintidós centavos en el banco.

– ¿Cuándo te pagan? ¿No es a mitad de mes?

– Tal como van las cosas -dijo mi padre-, este mes no cobraré ni creo que vuelva a hacerlo. Si la junta del instituto lee el informe de Zimmerman, en lugar de darme dinero me van a pedir que se lo dé yo.

– Bah, nadie lee nunca sus informes -le interrumpí, enfadado porque no sabía si desnudarme o no delante de él.

Me daba vergüenza que me viera las manchas, porque cada vez que las veía se quedaba preocupadísimo. Pero, al fin y al cabo, él era mi padre, y me saqué la chaqueta, la colgué en una silla desvencijada y sujeta con alambre, y empecé a desabrocharme la camisa roja. Él se volvió y cogió el pestillo:

– Tengo que salir -dijo.

– ¿Adónde vas ahora? ¿No puedes quedarte quieto?

– Tengo que llamar a tu madre y cerrar el coche. Tú duerme, Peter. Esta mañana te hemos hecho levantar demasiado temprano. Detesto hacerlo, porque desde que tengo cuatro años he estado tratando de recuperar horas de sueño perdidas. ¿Podrás dormirte? ¿Te traigo los libros del coche por si quieres estudiar?

No.

Me miró y parecía estar a punto de pedir disculpas, hacer una confesión o brindarme una oferta concreta. Había una palabra -una palabra que yo no sabía pero que creía que él sí- que esperaba ser pronunciada. Pero él dijo solamente:

– Supongo que podrás dormirte. Me parece que no eres tan nervioso como yo cuando tenía tu edad.

Tiró de la puerta antes de hora y el pestillo, que sólo se había retirado parcialmente, raspó la madera, y salió.

Las paredes de una habitación vacía son espejos que doblan y redoblan nuestra conciencia de nosotros mismos. Una vez solo, me sentí excitadísimo, como si bruscamente me hubieran llevado al lado de gente brillante, famosa y bella. Me acerqué a la única ventana de la habitación y miré el radiante revoltijo de la plaza. Era una tela de araña, una lanzadera, un lago en el que se concentraban las luces de los coches procedentes de todos los rincones de la ciudad. A lo largo de dos manzanas, Weiser Street era la calle más ancha de todo el Este de Estados Unidos; el propio Conrad Weiser había ideado y hasta colocado los postes topográficos -en pleno siglo xviii-, una ciudad amplia, clara y cómoda. Ahora los faros de los coches nadaban aquí como si se encontraran en las aguas de un lago morado cuya superficie llegara hasta el alféizar de mi ventana. Las ventanas y anuncios de los bares formaban un césped verde y rojo en las orillas. Los escaparates de Foy's, los mayores almacenes de Alton, eran estrellas cuadradas dispuestas en seis hileras, o como galletas hechas con dos clases de cereales, la mitad inferior de trigo amarillo claro, y la superior, la zona cubierta por las persianas ocre, de cebada o centeno. Enfrente, y por encima de todo lo demás, una gran lechuza de neón abría y cerraba un ojo movido por un dispositivo eléctrico, al mismo tiempo que un ala acercaba a su pico, en un movimiento de tres sucesivos destellos, una galleta incandescente. A sus pies unas letras polícromas proclamaban alternativamente:


GALLETAS LA LECHUZA

MEJORES NO HAY

GALLETAS LA LECHUZA

MEJORES NO HAY


Este anuncio y los más pequeños -una flecha, una trompeta, un cacahuete, un tulipán- parecían reflejarse en el aire, brillar trémulamente en el plano que se extendía sobre la plaza a la altura de mi habitación. Los coches, los semáforos y las sombras parpadeantes que eran las personas se fundían para mí en un licor visual cuyos vapores eran el futuro. La ciudad. Esto era la ciudad: la habitación en la que me encontraba solo vibraba movida por los halos de los anuncios. Apartado de la ventana, en un lugar desde donde podía ver sin ser visto, continué desnudándome, y las manchas de la piel parecían, al tocarlas, los pétalos exteriores burdamente moteados de un corazón vegetal delicado, delicioso y plateado que aparecería por fin desnudo cuando terminara de deshojarlo. Me quedé en calzoncillos, listo para nadar; los juncos y el barro tomaban la huella de mis pies descalzos; la propia ciudad parecía estar bañándose ya en el lago de la noche. Las imperfecciones de los cristales de la ventana ondulaban las húmedas luces. Manaba sobre mí como un viento un sentimiento virginal de lo prohibido, y descubrí que yo era un unicornio.

Alton se distendía. Sus brazos de tránsito blanco se extendían hacia el río. Su cabello brillante se abría en abanico sobre la superficie del lago. Mi conciencia de mí mismo se fue ampliando hasta que, amante y amado, observador y observado, integré mi yo, la ciudad y el futuro en varias expansiones acentuadas, y durante estos segundos surqué la esfera hasta su centro y fui más poderoso que el tiempo. Supe que triunfaría. Pero la ciudad seguía moviéndose y parpadeando al otro lado de la ventana sin haber sentido aparentemente conmoción alguna, transparente a mi penetración, y esta actitud provocó en mí una terrible sensación de empequeñecimiento. A toda prisa, como si mi pequeñez fuera una suma de cristales a medio fundir que se desvanecerían completamente si no eran recogidos con rapidez, volví a vestirme parcialmente y me metí en la cama que estaba más cerca de la pared; las frías sábanas se abrieron como hojas de mármol, y me dio la sensación de ser una seca semilla perdida en los dobleces de la tierra. Dios mío, perdóname, perdóname, bendice a mi padre, a mi madre, a mi abuelo y, ahora, permíteme dormir.

Cuando las sábanas se calentaron volví a recuperar el tamaño humano, y luego, mientras reptaba por todo mi cuerpo la disolución de la modorra, una sensación viva y sorda a la vez de enormidad entró en mis células, y me dio la sensación de ser un gigante capaz de incluir en una uña todas las galaxias del universo. Esta sensación se daba no sólo en el espacio, sino también en el tiempo; me parecía, tan literalmente como cuando uno dice «un momento», que había transcurrido toda una eternidad desde que me había levantado de la cama, me había puesto mi deslumbrante camisa roja, tropezado con mi padre, dado unos golpecitos a la perra a través de la red de alambre cubierta de escarcha, y bebido el zumo de naranja. Me parecía que todas estas cosas ocurrían en fotografías proyectadas sobre una neblina tan lejana como las estrellas; se mezclaban con Lauren Bacall y Doris Day, y a través de sus caras volví al reconfortante plano de la realidad. Tomé conciencia de los detalles: un lejano murmullo de voces, una espiral de alambre que mantenía sujetados los dos trozos de la pata de una silla a pocos palmos de mi cara, el molesto parpadeo de las luces en las paredes. Salí de la cama, bajé la persiana y me volví a meter en cama. ¡Qué cálida era la habitación en comparación con la que yo tenía en mi casa! Pensé en mi madre y la eché de menos por primera vez; ansié inhalar su aroma a cereales y olvidarme de mí mismo mirándola ir de un lado para otro en la cocina de casa. Pensé que cuando la viera otra vez tenía que decirle que comprendía por qué quiso que nos fuéramos a vivir a la casa de campo y que no se lo echaba en cara. Y que debía yo mostrar más respeto a mi abuelo y escucharle cuando hablara porque…, porque…, porque un día dejaría de estar con nosotros.

Fue como si mi padre entrara en la habitación justo en aquel momento, o sea que debí de dormirme. Notaba los labios hinchados, y mis piernas parecían carecer de huesos y ser desmesuradamente largas. La gran sombra de mi padre cortó la tira de luz rosa que dejaba entrar la persiana. Le oí poner mis libros sobre la mesa.

– ¿Duermes, Peter?

– No. ¿Dónde has estado?

– He telefoneado a tu madre y también a Al Hummel. Tu madre me ha dicho que te diga que no te preocupes por nada, y Al que mandará su grúa a recoger el coche a primera hora de la mañana. Dice que debe de ser el eje de transmisión y que tratará de conseguirme uno de segunda mano.

– ¿Cómo estás?

– Bien. He hablado con un caballero amabilísimo en el vestíbulo; viaja por toda esta costa visitando grandes almacenes y otras empresas como agente de publicidad. Se saca veinte mil al año con dos meses de vacaciones. Le he dicho que ésta es la clase de trabajo creativo que te interesa y ha dicho que le gustaría charlar contigo. He pensado subir a buscarte, pero luego se me ha ocurrido que seguramente estarías dormido.

– Gracias -dije.

Mientras se quitaba el chaquetón, la corbata y la camisa, su sombra atravesaba la luz una y otra vez.

Luego me dijo con una sonrisita:

– Al diablo con él, ¿eh? Supongo que ésta es la actitud más correcta. Un hombre así es de los que son capaces de pasar sobre tu cadáver para coger una moneda. Me he pasado la vida entera tratando con bastardos como éste. Son demasiado listos para mí.

Cuando se metió en cama, una vez terminado el ruido de sábanas que hizo al acomodarse, hubo una pausa, y luego dijo:

– No te preocupes por tu padre, Peter. En Dios hemos puesto nuestra confianza.

– No estoy preocupado -dije-. Buenas noches.

Hubo otra pausa, y después habló la oscuridad:

– Dulces sueños, como diría el abuelo.

Su evocación del abuelo hizo que, inesperadamente, aquella habitación extraña pareciese lo bastante segura como para dormir en ella, a pesar de la voz de una mujer que reía al fondo del pasillo y de los golpes de puertas que se cerraban encima y debajo de nosotros.

Dormí tranquilamente, sin soñar apenas. Cuando desperté, todo lo que recordaba era que me encontraba en un interminable laboratorio químico que era como el del aula 107 del instituto de Olinger, con sus matraces y probetas y quemadores Bunsen, todo ello multiplicado por mil espejos. En una mesa había un pequeño tarro de conservas, como los que usaba mi abuela para guardar la mermelada de manzana, con el cristal empañado. Lo cogí y apliqué mi oreja a la tapadera y oí una voz diminuta, de un timbre tan alto como la voz que va diciendo los números cuando te examinan el oído, y que decía con claridad microscópica: «Quiero morir. Quiero morir».

Mi padre estaba ya levantado y vestido. Se encontraba junto a la ventana, y miraba la ciudad que se desperezaba en la mañana gris. El cielo no estaba despejado; unas nubes que parecían la parte inferior de larguísimos bollos se extendían más allá del horizonte color ladrillo de la ciudad. Abrió la ventana, para saborear Alton, y el aire tenía un sabor diferente del día anterior: más suave, preparatorio, agitado. Algo se había acercado.

Abajo, nuestro portero había sido sustituido por un hombre más joven que andaba muy tieso y no sonreía.

– ¿Ha terminado el turno del anciano caballero de anoche? -preguntó mi padre.

– Es gracioso -dijo el nuevo portero sin sonreír en absoluto-, Charlie murió esta noche pasada.

– ¿Qué? ¿Cómo es posible?

– No lo sé. Me han dicho que fue alrededor de las dos de la madrugada. Yo no tenía que entrar hasta las ocho. Dicen que se levantó de aquí y fue al lavabo y murió. Lo encontraron tendido en el suelo. Debe de haber sido el corazón. ¿No les ha despertado la ambulancia?

– ¿Esa sirena era por mi amigo? No puedo dar crédito a lo que usted dice. Se portó con nosotros como un verdadero cristiano.

– Yo no le conocía muy bien.

El portero sólo aceptó el cheque de mi padre tras largas explicaciones, y con una mueca llena de dudas.

Mi padre y yo rebuscamos nuestros bolsillos en busca de monedas sueltas y encontramos lo suficiente para desayunar en un bar. Yo llevaba un dólar en mi cartera pero no se lo dije, pues pensaba que sería mejor reservarlo como sorpresa para el momento en que la situación fuera aún más grave. A lo largo del mostrador del bar se sentaban obreros malhumorados y ojerosos porque todavía estaban medio dormidos. Me alivió ver que el hombre que trabajaba en la parrilla no era el que habíamos cogido en coche el día anterior. Pedí panqueques y tocino; fue mi mejor desayuno desde hacía meses. Mi padre pidió cereales, los ablandó con la leche, comió un par de cucharadas y apartó la escudilla a un lado. Miró el reloj. Eran las 7.25. Contuvo un eructo. Se le quedó la cara blanca y la piel de debajo de los ojos pareció hundírsele contra el hueso de la órbita. Vio que yo le estudiaba alarmado y me dijo:

– Ya lo sé. Tengo muy mal aspecto. Me afeitaré en la sala de las calderas cuando lleguemos al instituto. Heller tiene una maquinilla de afeitar.

Tenía las mejillas y el mentón llenos de puntitos blanquecinos, como si tuviera el rostro cubierto de escarcha.

Salimos del bar y nos dirigimos hacia el sur, hacia la elevada y deslucida lechuza de tubos muertos. Una tenue neblina invernal, producida por la subida de la temperatura, lamía el húmedo cemento y el asfalto. Subimos a un tranvía en Fifth Street esquina Weiser. La paja de los asientos alegraba el interior que, además, estaba caliente y vacío. A esa hora había poquísima gente que, como nosotros, se dirigiera en contra de la corriente que entraba en la ciudad. El número de edificios a ambos lados de la vía empezó a disminuir; las hileras de casas se partieron como el hielo al romperse; una colina lejana aparecía dividida entre el verde de la hierba y el color crema de unas casas nuevas; y después del largo tramo en el que nos deslizamos tras pasar frente al gran quiosco coronado por una enorme reproducción en yeso de un helado, empezaron a tomar posiciones a nuestro alrededor las casas de ladrillo de Olinger. Apareció a la izquierda el instituto; primero los terrenos deportivos y luego el edificio de ladrillo salmón; la chimenea de las calderas amonestaba al cielo como la aguja de una iglesia. Bajamos al llegar a la altura del taller de Hummel. Nuestro Buick aún no estaba allí. Por una vez no llegábamos tarde; los coches todavía estaban aparcando. Un autobús color naranja dio un brusco giro y, balanceándose, se detuvo de golpe; estudiantes del tamaño de pájaros y vestidos de colores alegres, todos diferentes, salieron por parejas de las puertas.

Cuando mi padre y yo caminábamos por el pavimento que dividía el césped lateral del instituto de la entrada en el taller de Hummel, un pequeño torbellino se originó delante de nosotros y nos guió. Hojas muertas, tan quebradizas como alas de mariposa, un envoltorio de caramelo verde-azulado, polvo y trocitos de porquería de las cloacas se arremolinaban ruidosamente bajo nuestros ojos; una presencia invisible y claramente circular se perfilaba en el camino. Bailaba saltando de uno a otro margen y gemía desde su mundo insensible; instintivamente, sentí deseos de detenerme, pero mi padre siguió caminando de prisa. Las perneras de su pantalón aleteaban; algo me succionó los tobillos, y cerré los ojos. Cuando miré hacia atrás, el torbellino había desaparecido.

Una vez en el instituto, nos separamos. Como estudiante, yo debía quedarme, de acuerdo con el reglamento, a este lado de las puertas reforzadas con alambre. Él la abrió y avanzó por el largo vestíbulo con la cabeza alta, el cabello revuelto porque se había quitado su gorro de punto azul, y sus tacones golpeando con fuerza las barnizadas tablas. En su perspectiva mi padre iba haciéndose cada vez más pequeño; cuando llegó a la puerta del otro extremo se convirtió en una sombra, una mariposa nocturna atravesada por la luz contra la que avanzaba. La puerta cedió; mi padre desapareció. El terror, con una presión de sudor, se apoderó de mí.

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