Mi padre y mi madre estaban hablando. Ahora me despierto a menudo cuando reina el silencio, a tu lado, presa de miedo, después de haber tenido unos sueños que dejan un amargo sabor de ateísmo en mi estómago (ayer noche soñé que Hitler, un poco canoso con la lengua saliéndole por entre los labios, era encontrado vivo en Argentina). Pero por aquel entonces siempre me despertaba al oír las voces de mis padres, unas voces que incluso cuando estaban de acuerdo discutían vivamente. Había soñado con un árbol, y a través del sonido de sus palabras me dio la sensación de pasar de ser un árbol a ser un chico que estaba echado en la cama. Yo tenía quince años y era 1947. Esa mañana el tema parecía ser nuevo; no lograba captar su forma, sino simplemente sentir en mi interior, como si en mi sueño me hubiera tragado algo vivo que en aquel momento se despertara dentro de mí, el inquieto peso de su pavor.
– No te preocupes, Cassie -dijo mi padre. Su voz tenía un sonido tímido, como si se hubiera puesto de espaldas-. He tenido suerte de haber vivido tanto tiempo.
– George, si lo que quieres es asustarme, no tiene ninguna gracia -contestó mi madre.
La voz de mi madre expresaba tan a menudo lo que yo quería oír que mi propio cerebro a veces pensaba a través de sus palabras; de hecho, ahora que soy mayor, oigo salir su voz por mis labios, sobre todo en las exclamaciones.
Ahora me parecía que ya sabía cuál era el tema: mi padre temía estar enfermo.
– Cassie -dijo mi padre-, no tengas miedo. No quiero que tengas miedo. Yo no tengo miedo -añadió con una voz empalidecida por la repetición.
– Sí que tienes miedo -dijo ella-. Siempre me he preguntado por qué te levantas de la cama a medianoche.
La voz de ella también era neutra.
– Me noto algo -dijo él-. Es como si fuera un coágulo de veneno. No consigo tragarlo.
Este detalle hizo que ella se parase a considerarlo.
– Estas cosas no se pueden notar -dijo ella con una voz bruscamente empequeñecida, con el tono sumiso de una chiquilla.
– Lo noto -dijo él con una voz que había crecido otra vez-. Como una serpiente venenosa que se ha enrollado en torno a mis intestinos. ¡Bruuu!
Desde la cama me imaginé a mi padre haciendo este ruido: solía sacudir la cabeza tan bruscamente que se le agitaban los carrillos y los labios le quedaban vehementemente desdibujados. La imagen era tan viva que sonreí. La conversación, como si supieran que yo me había despertado, llegaba a su conclusión; el tono de sus voces se oscureció. Aquel pequeño mordisco pálido y compasivo, como un copo de nieve en el centro de su matrimonio, que yo había entrevisto, incompleto, al amanecer, se ocultó tras las familiares discusiones. El peso del sueño se retiró de mi cabeza, la volví, y miré por la ventana. Unos pocos helechos cubiertos de escarcha brotaban por las esquinas inferiores de los cristales de la mitad superior. El primer sol bronceaba los rastrojos del amplio campo que se extendía al otro lado del sucio camino. El camino era rosa. Los árboles desnudos estaban blancos del lado de donde daba el sol; un curioso tinte rojizo brillaba en sus ramas. Todo parecía helado; los dos cables del teléfono parecían trabados en el hielo azul del cielo. Era enero y lunes. Comencé a comprender. Después de todos los fines de semana mi padre tenía que reunir todas sus fuerzas para poder volver a enseñar. Durante las vacaciones de Navidad le entraba la pereza y ahora tenía que arremeter furiosamente hasta conseguir vencerla. El segundo trimestre, de Navidad a Pascua, era para él «el largo camino». La semana pasada, primera semana del año nuevo, había ocurrido algo que le había asustado. Lo único que nos había dicho, sin embargo, era que había pegado a un alumno cuando Zimmerman se encontraba presente en el aula.
– No dramatices, George -dijo mi madre-. ¿Qué es lo que sientes?
– Sé dónde lo tengo.
Mi padre tenía una forma de hablar con ella que era como si no le hablase, como si estuviera interpretando un papel para un público invisible que estaba con ella.
– Malditos críos. Su maldito odio ha hecho mella en mí, y me lo noto como si tuviera una araña en el intestino grueso.
– No es odio, George -dijo ella-, es amor.
– Es odio, Cassie. Cada día tengo que enfrentarme a ese odio y sé lo que es.
– Es amor -insistió ella-. Ellos quieren amarse los unos a los otros y tú te interpones. Nadie te odia. Tú eres el hombre ideal.
– Me odian hasta la médula. Les gustaría matarme, y ahora se han puesto manos a la obra. Pim, pam. Estoy acabado. Ahora me tirarán la basura.
– George, si tan mal te sientes -dijo mi madre-, ya puedes correr a ver al doctor Appleton.
Siempre que mi padre se ganaba la simpatía que trataba de obtener, se ponía brusco y hacía payasadas.
– No quiero ver a ese bastardo. Me dirá la verdad.
Mi madre debió de darse la vuelta, porque el que habló fue mi abuelo.
– La verdad es siempre un consuelo -dijo-. Sólo el demonio ama la mentira.
Su voz, interpuesta entre las otras dos, parecía más amplia pero más débil que las suyas, como si el abuelo fuera un gigante que hablara desde lejos.
– El demonio y yo, abuelo -dijo mi padre-. A mí me gustan las mentiras. Digo mentiras todos los días. Me pagan por decirlas.
Sonaron unos pasos en el suelo sin alfombrar de la cocina. Mi madre cruzaba frente a las escaleras, en el rincón de la casa diagonalmente opuesto al que ocupaba mi cama.
– ¡Peter! -gritó-. ¿Estás despierto?
Cerré los ojos y me relajé hasta deslizarme en mi cálida guarida. Las mantas calentadas por mi cuerpo se convirtieron en blandas cadenas que tiraban de mí hacia abajo; sentía en la boca una rancia ambrosía arrulladora. El empapelado amarillo limón, en el que se veían unos pequeños medallones oscuros con unas caras que parecían gatos con el ceño fruncido, permanecía grabado en mis párpados, en negativo sobre fondo rojo. Volví a mi sueño anterior. Penny y yo estábamos detrás de un árbol. Los primeros botones de su blusa, unos botones que parecían perlas, estaban desabrochados como lo habían estado hacía unas semanas, antes de las vacaciones de Navidad, en el oscuro Buick aparcado junto al instituto. A la altura de nuestras rodillas sonaba el ruido de la calefacción. Pero el sueño transcurría en pleno día, en un bosque de árboles delgados atravesados por la luz. Un arrendajo pendía colgado del aire completamente inmóvil; tenía todas sus plumas iluminadas, y parecía un colibrí, pero tenía las alas pegadas a los costados y sus ojos despiertos como cuentas de cristal negro. Al moverse pareció un pájaro disecado movido por hilos; pero estaba vivo.
– ¡Peter, es hora de levantarse!
La muñeca de Penny estaba apoyada en mi regazo y yo palpaba el interior de su antebrazo. Palpaba una y otra vez con una paciencia que iba agotándose. Levanté su manga de seda dejando ver la piel cruzada de venas verdes. Parecía como si el resto de la clase se hubiera congregado a nuestro alrededor en el bosque para mirarnos; pero no tenía sensación de percibir caras. Mi Penny se inclinó hacia delante, Penny, mi tontita y preocupada Penny. Repentinamente, profundamente, la amé. Una miel maravillosa se acumuló en mi ingle. Los iris verdes con manchitas de Penny eran círculos perfectos cargados de preocupación; un trocito interior de su labio inferior, lleno de humedad, brilló nerviosamente: se repetía el aura que vi cuando, hace un mes, estando en ese coche oscuro, encontré mi mano entre sus cálidos muslos apretados; sólo lentamente pareció ella darse cuenta de que mi mano se encontraba allí, pues pasó un minuto antes de que ella rogara: «No», y cuando retiré mi mano me miró de aquel modo. La única diferencia es que aquello ocurrió a oscuras y ahora pasaba lo mismo bajo una radiante luz. Podía ver los poros de su nariz. Ella permanecía raramente quieta; algo iba mal.
El dorso de mi mano izquierda estaba caliente y húmedo como cuando la saqué de entre sus muslos; la savia fluía desde mis extremidades hacia la horcajadura de mi cuerpo. Me daba la sensación de estar delicadamente relajado en medio de varios procesos. Cuando llegó desde abajo un fuerte estruendo anunciando que mi padre iba a mirar la hora en el reloj de la cocina, me entraron ganas de gritar: No, espera….
– Eh, Cassie, dile al chico que son las siete y diecisiete. Tengo un montón de trabajos por corregir, y necesito estar allí a las ocho. Zimmerman pedirá mi cabeza.
Así era él; y en el sueño ni siquiera parecía extraño. Ella se convirtió en un árbol. Yo tenía apoyada la cara contra el tronco del árbol, seguro de que era ella. Lo último que soñé fue la corteza del árbol: las escabrosidades de la corteza cruzadas por negras grietas con pequeñas manchas de liquen. Ella. Dios mío, era ella: ayúdame. Devuélvemela.
– ¡Peter! ¿Es que quieres atormentar a tu padre?
– ¡No! Ya me levanto. Por Dios.
– Pues, entonces, levántate. Levántate. Lo digo en serio, jovencito. Ahora mismo.
Me estiré y mi cuerpo se ensanchó en los fríos márgenes de la cama. La savia comenzó su reflujo. Lo emocionante del sueño fue que ella supo que estaba cambiando, había notado que sus dedos se convertían en hojas, había querido decírmelo (aquellos iris tan redondos) pero no lo había hecho, me había protegido, se había transformado en árbol sin decir una sola palabra. Había en Penny algo que el sueño me había revelado con toda su fuerza, algo que hasta entonces apenas había sentido, un amor que, aun siendo joven como era, a pesar de que hacía poco tiempo que nos tocábamos, a pesar de lo poco que yo le daba, resultaba protector; ella era capaz de sacrificarse por mí. Y mientras me preguntaba por qué, una experiencia exultante atravesó todo mi cuerpo. Era una nueva capa de pintura en mi vida.
– ¡Levántate y brilla, mi pequeño rayo de sol!
Mi madre había cambiado de táctica. Yo sabía que la brillante pintura gris del alféizar de mi ventana estaría fría como el hielo si estiraba mi mano y la tocaba. El sol había subido un poquito más. El camino sucio se había convertido en una franja de brillante salmón. A este lado del camino, nuestro césped era una hoja de papel esmerilado con la que habían rascado pintura verde. Este invierno no había nevado todavía. Quizás este invierno no nevaría. ¿Era posible un invierno en el que no nevara?
– ¡Peter!
La voz de mi madre sonaba verdaderamente furiosa y salté de la cama sin pensármelo. Me dispuse a vestirme procurando que mi piel no tocara nada duro y utilizando sólo las puntas de los dedos para abrir la cómoda con los tiradores de cristal que parecían los afacetados cristales del amonio congelado. La casa era una granja algo remozada. El piso de arriba no tenía calefacción. Me saqué el pijama y permanecí un momento disfrutando del martirio de mi desnudez: me parecía una forma astuta de criticar nuestra mudanza a un lugar tan primitivo. Había sido idea de mi madre. A ella le encantaba la naturaleza. Permanecí, pues, desnudo, como si delatara ante el mundo su locura.
Si el mundo hubiese estado mirando se hubiera quedado asombrado porque mi barriga, como si hubiera sido picoteada por un gran pájaro, estaba salpicada de costras rojas del tamaño de una moneda. Psoriasis. El nombre mismo de la alergia, tan extranjero, tan difícil de pronunciar, tan propenso a fomentar la tartamudez, hacía más intensa la humillación. «Humillación», «alergia»: nunca sabía qué nombre darle. No era una enfermedad, porque la generaba desde mí mismo. Como alérgico, era sensible a casi todo: el chocolate, las patatas fritas, el algodón, el azúcar, la grasa de freír, la excitación nerviosa, la aridez, la oscuridad, la presión, los espacios cerrados, el clima temperado. De hecho, era alergia a la vida misma. Mi madre, de quien la había heredado, decía a veces que era «una desventaja». A mí, esta forma de verlo me parecía un insulto. Al fin y al cabo era culpa suya; sólo puede ser transmitida a los hijos por las mujeres. Si mi padre, cuyo alto cuerpo se combaba en pliegues de blanco puro, hubiera sido mi madre, mi piel hubiera sido inmaculada. «Desventaja» sonaba a substracción, y esto era una adición, algo que se me había añadido. A esta edad disfrutaba de una extraña inocencia respecto al sufrimiento; creía que era algo necesario para los hombres. Me parecía que el sufrimiento estaba en todas partes, rodeándome, y que yo fuera aparentemente una excepción resultaba amenazador. No me había roto nunca un hueso, era un chico brillante, mis padres me amaban abiertamente. En mi presunción yo creía ser malévolamente afortunado. Por eso había llegado por fin a creer que mi psoriasis era una maldición. Dios, para hacer de mí un hombre, me había otorgado la bendición de sufrir una maldición rítmica que venía y se iba de acuerdo con sus estaciones. El sol del verano fundía mis costras; en septiembre mi pecho y mis piernas estaban limpios aparte de un ligero moteado, invisibles semillas pálidas que florecerían de nuevo cuando llegara la larga sombra seca del otoño y el invierno. La maldición alcanzaba el punto culminante de su floración en primavera; pero entonces el sol cada vez más fuerte prometía la curación. En enero no había esperanzas. Los codos y las rodillas, zonas en las que la piel está sometida a presión, quedaban cubiertos de costras; en los tobillos, sobre todo en la zona en la que el abrazo de los calcetines favorecía la formación de costras, crecían en tal cantidad que formaban casi una corteza ininterrumpida de color rosa. Tenía los antebrazos lo bastante salpicados como para no poder arremangarme la camisa como hacían los otros chicos. Pero aparte de esto, cuando iba vestido, mi disfraz de ser humano normal era muy bueno. Dios se había apiadado al llegar a mi cara; aparte de algunas huellas que aparecían a lo largo de la zona donde empezaba el pelo y que yo cubría con un flequillo, mi cara estaba limpia. Como mis manos, con la excepción de un punteado en las uñas que prácticamente no se notaba. En cambio, algunas uñas de mi madre estaban completamente comidas por algo que parecía una podredumbre amarilla.
En toda mi piel ardían llamas de frío; las pequeñas pruebas de mi sexo estaban contraídas en un tenso apiñamiento. Todos los signos de animalidad normal de mi cuerpo me tranquilizaban. Me encantaban los pelos que por fin habían salido en mi pubis. Eran de un negro rojizo, metálicos y ensortijados, demasiado escasos para formar un matorral, tensos como muelles en aquel frío color limón. La idea de carecer de vello me parecía detestable; me sentía indefenso en el vestuario cuando, mientras me cambiaba de ropa a toda prisa para evitar que alguien descubriera mi manto de manchas, veía que mis compañeros de curso estaban provistos ya de una coraza de pelo.
La parte posterior de mis brazos estaba llena de bultos que yo frotaba muy fuerte. Además, como un pobre que cuenta sus monedas, solía pasar mis palmas por mi abdomen. Porque el más recóndito secreto, el giro final de mi vergüenza, era que la textura de mi psoriasis -islas delicadamente elevadas que convertían en plata la suavidad que las rodeaba, constelaciones de asperezas cuya desigual distribución sobre mi cuerpo parecía un ritmo vivo de pausas y movimientos- me resultaba en privado agradable. Sólo quien haya disfrutado del placer de notar que una gran costra cede y se separa del cuerpo bajo la insistencia de una uña sabrá de lo que hablo.
Sólo me miraban los medallones del empapelado. Fui a la cómoda y encontré unos calzoncillos cuya goma todavía era elástica. Me puse una camiseta al revés.
– Tú vivirás más que yo, abuelo -dijo en voz alta mi padre desde abajo-. Llevo la muerte en mis intestinos.
La forma brutal con que dijo esta frase afectó a mis propios intestinos, que se me pusieron resbaladizos y perentorios.
– El chico se ha levantado, George -dijo mi madre-. Cuando quieras puedes terminar la función.
Su voz ya no sonaba al pie de la escalera.
– ¿Eh? ¿Crees que esto puede trastornar al chico?
Mi padre cumplió los cincuenta justo antes de Navidad; siempre había dicho que no llegaría a los cincuenta. Al franquear esa barrera se le había soltado la lengua, como si, estando muerto desde el punto de vista matemático, no importara ya nada de lo que decía. A veces, su fantasmal libertad me asustaba.
Me quedé deliberando delante del armario. Quizá preveía que llevaría durante mucho tiempo la ropa que me pusiera. Quizás el peso de la inminente ordalía me hacía actuar con más lentitud que de costumbre. Reprendiendo mi duda, un estornudo se concentró en mi nariz y noté una fuerte comezón. Sentía un dulce dolor en la vejiga. Saqué de la percha los pantalones de franela gris, aunque tenían bastante mal la raya. Yo tenía tres pares de pantalones; los de color marrón estaban en la tintorería, y los azules estaban echados a perder por culpa de una ligera palidez que aparecía en el extremo inferior de la bragueta. Para mí aquello era un misterio, y me sentía injustamente condenado cuando regresaron de la tintorería con una insultante tira impresa que decía: No nos hacemos responsables de las manchas imposibles de quitar.
En cuanto a la camisa, la más adecuada era la roja. Casi nunca me la ponía porque el color brillante de sus hombros hacía que destacaran mucho las blancas motas que caían de mi cuero cabelludo como una nevada de caspa. No era caspa, y yo se lo quería decir a todo el mundo, como si eso me exonerase. Pero si me acordaba de no rascarme la cabeza no pasaría nada, y además un impulso generoso me permitió rechazar el riesgo. Decidí que aquel día llevaría a mis compañeros de curso un regalo de luz roja, una chispa gigante, un símbolo del calor. El tacto de sus mangas de lana en mis brazos era agradable. Era una camisa de ocho dólares; mi madre no entendía por qué no me la ponía. Casi nunca tenía conciencia de mi «desventaja» y, cuando la tenía, su solicitud llegaba a ser exagerada y me trataba como si yo fuera un pedazo de ella. De hecho, su alergia, aparte de la presencia de las costras en su cuero cabelludo y lo de las uñas, era incomparablemente más suave que la mía. Yo no estaba resentido, sin embargo, porque ella sufría de otras maneras.
– No, Cassie -decía mi padre-, el abuelo debería vivir más que yo. Ha tenido una vida ejemplar. El abuelo Kramer merece vivir eternamente.
Antes de oír la contestación de mi madre, yo sabía muy bien cómo se iba a tomar esta frase: como una pulla lanzada contra su padre por vivir tanto tiempo, por seguir siendo, año tras año, una carga. Ella creía que mi padre intentaba empujar al abuelo a la tumba fastidiándole todo lo posible. ¿Tenía razón mi madre? Aunque había muchas cosas que encajaban en su teoría, yo nunca la creí. Era una teoría demasiado ingeniosa y demasiado sombría.
Por el ruido del fregadero que estaba debajo de mí supe que ella se había dado la vuelta sin contestar. Podía imaginar su cuerpo moteado de ira, las aletas de su nariz blanqueadas y la piel de encima agitada por visibles pulsaciones. Me dio la sensación de cabalgar sobre las olas de emoción que se agitaban debajo de mí. Cuando me senté al borde de la cama para ponerme los calcetines, el viejo piso de madera se levantó bajo mis pies.
– Nunca sabemos -dijo mi abuelo- en qué momento seremos llamados. Aquí abajo nadie sabe nunca a quién necesitarán arriba.
– Diablos, pues yo sé muy bien que a mí no me necesitan -dijo mi padre-. Si de alguna cosa puede prescindir Dios, es de contemplar mi fea cara.
– Pero Él sabe cuánto te necesitamos nosotros, George.
– Tú no me necesitas, Cassie. Estarías mucho mejor sin mí. Mi padre murió a los cuarenta y nueve años y eso fue lo mejor que hizo en su vida por nosotros: morir pronto.
– Tu padre era un hombre desengañado -le dijo mi madre-. Tú no tienes motivos para serlo. Tienes un hijo maravilloso, una bonita granja, y una esposa que te adora…
– En cuanto el viejo estuvo en la tumba -continuó mi padre-, mi madre empezó a vivir de verdad. Aquéllos fueron los años más felices de su vida. Era la supermujer, abuelo.
– Creo que es muy triste -dijo mi madre- que no esté permitido que un hombre se case con su madre.
– No te engañes, Cassie. Mi madre consiguió que la vida de mi padre fuera un infierno en la Tierra. Se lo comió crudo.
Uno de los calcetines tenía un agujero en el talón y me lo puse de modo que quedara bastante dentro del zapato. Era lunes, y en el cajón de los calcetines no me quedaban más que los huérfanos y un par de calcetines de lana inglesa que mi tía Alma me había enviado estas Navidades desde Troy, estado de Nueva York. Trabajaba en esa ciudad de jefe de compras de ropa de niños en unos almacenes. Imaginé que los calcetines que me había enviado debían de ser caros, pero cuando me los puse abultaban tanto que me daba la sensación de tener uñeros en todos los dedos de los pies, y nunca me los ponía. Una de mis vanidades era usar zapatos de una talla un poco más pequeña de la que me correspondía. Detestaba tener los pies grandes; siempre había querido tener los cascos sutiles y rápidos de un bailarín.
Golpeando el suelo con el tacón y la punta del pie, salí de mi habitación y crucé frente a la de mis padres. Las mantas de su cama estaban brutalmente vueltas hacia abajo y dejaban ver un colchón atravesado por dos depresiones. La superficie de su cicatrizada cómoda estaba llena de peines de todos los tamaños y todos los colores del plástico, recogidos por mi padre en el Departamento de Objetos Perdidos del instituto. Siempre traía a casa chismes de esta clase, como si se burlara de su función de proveedor.
La escalera de aquella casa de campo, que descendía entre una pared de yeso y un tabique de madera, era estrecha y muy pendiente. Al final, los escalones se curvaban y quedaban reducidos a estrechas y gastadas uñas; hacía falta una barandilla. Mi padre estaba seguro de que el abuelo, que cuando miraba hacia abajo veía muy poco, se caería cualquier día; siempre decía que iba a poner un pasamanos. Incluso había llegado a comprar el pasamanos, por un dólar, en una tienda de trastos viejos que había en Alton. Pero había quedado olvidado en el establo. Casi todos los proyectos de mi padre en relación con esta casa terminaban así. Brincando al son de graciosas notas, como Fred Astaire, bajé golpeando el yeso desnudo con mi brazo derecho. Esta pared de suave piel ligeramente ondulada parecía el flanco de una gran criatura tranquila a la que daba vida el frío que llegaba a través de las piedras desde el exterior. Las paredes de esta casa eran gruesos muros de piedra arenisca levantados hacía un siglo por fuertes albañiles míticos.
– Cierra la puerta de la escalera -dijo mi madre.
No queríamos que el calor se escapara hacia arriba.
Todavía puedo verlo todo. La planta baja tenía dos largas habitaciones, la cocina y la sala, comunicadas por dos puertas situadas una al lado de la otra. El piso de la cocina estaba hecho de anchas tablas viejas de pino que habían sido lijadas y enceradas recientemente. Un orificio por el que salía aire caliente se abría en estas tablas al pie de la escalera, y lanzó una cálida corriente hacia mis tobillos al pasar. La corriente levantaba la punta de una hoja de un periódico, el Sun de Alton, que había caído al suelo, como suplicando ser leído. Teníamos la casa llena de diarios y revistas que inundaban los alféizares de las ventanas y se derramaban del sofá. Mi padre los traía en fardos; tenía alguna relación con la campaña de recogida de papeles de los Boy Scouts, pero al parecer nunca llegábamos a llevárselos. En lugar de eso iban dando traspiés por el suelo en espera de que alguien los leyera, y cuando mi padre se encontraba por la noche en casa sin tener adónde ir, leía desconsoladamente todo un montón. Leía a una velocidad tremenda, y decía que nunca había llegado a aprender o recordar nada de lo que había leído.
– Me molesta sacarte de la cama, Peter -me dijo-. Si algo necesita un chico de tu edad es dormir.
Yo no le veía porque estaba en la sala. A través de la primera puerta entreví unos troncos de cerezo que ardían en el hogar, aunque también estaba encendido el nuevo horno del sótano. En el estrecho fragmento de pared de la cocina que había entre las dos puertas colgaba un cuadro pintado por mí que representaba el patio de atrás de nuestra casa de Olinger. El hombro de mi madre lo eclipsaba. Desde que estábamos en el campo se había acostumbrado a ponerse gruesos jerseys de hombre, a pesar de que tanto durante su juventud como en la época de Olinger, cuando todavía estaba delgada y cuando yo la reconocí por primera vez como mi madre, había sido siempre una mujer a la que le gustaba vestirse al estilo de lo que en aquel condado se llama «de fantasía». Con un golpecito seco que era como una regañina sin palabras, colocó un vaso de zumo de naranja en el sitio de la mesa que yo solía ocupar. Entre la mesa y la pared había algo parecido a un pasillo, y ella lo llenaba. Frenado por su cuerpo, di una patada en el suelo. Ella salió del hueco. La dejé atrás, y pasé delante de la segunda puerta, a través de la cual entreví a mi abuelo adormilado en el sofá junto a un montón de revistas y la cabeza inclinada como si rezara o durmiese y sus refinadas manos pulcramente cruzadas sobre el vientre de su suave jersey gris. Crucé después ante la alta repisa, donde había dos relojes que marcaban las 7.30 y las 7.23 respectivamente. El reloj más adelantado era rojo y eléctrico y de plástico, y lo había comprado mi padre porque estaba rebajado. El más atrasado era oscuro, de madera, adornado, de los antiguos de cuerda, y había sido heredado del padre de mi abuelo, un hombre que cuando yo nací hacía mucho tiempo que había muerto. El reloj más viejo estaba colocado sobre la repisa; el otro estaba colgado de un clavo. Dejé atrás el rectángulo blanco de la nevera y salí fuera. Había dos puertas, la puerta y la contrapuerta, separadas por un ancho umbral de piedra arenisca. Cuando estaba entre las dos oí la voz de mi padre que decía:
– Por Dios, abuelo, cuando yo era niño nunca conseguía dormir. Por eso me encuentro tan mal ahora.
Había un pequeño porche de cemento en el que estaba la bomba del agua. Aunque la casa tenía luz eléctrica, todavía no había agua corriente. La tierra de fuera del porche, húmeda en verano, se había contraído por las heladas, y la frágil hierba ocultaba crujientes cuevas que se cerraban bajo mis pies. La alta hierba de la pendiente del huerto estaba blanqueada por remolinos de escarcha que parecían fragmentos de paralizada niebla. Fui a orinar detrás de un matorral de forsythias demasiado cercano a la casa. A menudo mi madre se quejaba del hedor; para ella el campo representaba la pureza, pero yo no podía tomármela en serio. Me parecía evidente que la tierra se alimentaba de la podredumbre y los excrementos.
Tuve una grotesca visión en la que mi orina se congelaba en el aire y se me quedaba pegada. De hecho no fue así y cayó al suelo, donde estuvo humeando unos instantes sobre la capa de hierba y paja que constituía el suelo sobre el que se elevaban las entrelazadas enaguas del desnudo matorral. Lady salió escarbando de su caseta, derramando paja, e introdujo sus negros orificios nasales entre la verja de alambre para mirarme.
– Buenos días -dije yo, caballerosamente.
Cuando me acerqué al gallinero ella dio un gran salto en el aire, y cuando introduje mis manos por uno de los escarchados agujeros para darle un golpe, se agitó y amenazó con dar otro salto. Su pelaje se había esponjado para preservarse del frío y estaba salpicado de briznas de paja. La textura de su garganta era plumosa; la parte superior de la cabeza parecía, en cambio, encerada. Se notaban debajo del pelo los huesos y músculos tibios y delgados. Por su forma de mover hambrienta la cabeza, como si quisiera coger mis manos, temí que mis dedos resbalaran hasta sus ojos tan vulnerablemente protuberantes; unas lentes de oscura gelatina.
– ¿Qué tal se encuentra? -le pregunté-. ¿Ha dormido bien? ¿Ha soñado con conejos? ¡Conejos!
Era delicioso ver cómo mi voz hacía que girase en remolino, lanzara acometidas, meneara la cola y se quejara.
Al agacharme, el frío me penetró por detrás y me apretujó la espalda. Cuando me puse otra vez de pie, los rectángulos de alambre que mi mano había tocado eran negros porque mi piel había fundido la pátina de escarcha. Lady saltó como si alguien hubiera soltado un muelle. Metió una pata dentro del bebedero y lo volcó, pero, contra lo que yo esperaba, el agua no se derramó porque estaba totalmente helada. Durante el instante que transcurrió hasta que mi cerebro llegó a comprender lo que mis ojos veían, me pareció un milagro.
Ahora, el aire, que ni la más mínima brisa movía, empezó a endurecerse a mi alrededor y caminé de prisa. Mi cepillo dental, rígido de frío, se había pegado al soporte de aluminio que estaba atornillado en el poste del porche. Lo arranqué de un tirón. Los cuatro primeros golpes que di a la palanca de la bomba fueron inútiles. Al dar el quinto, salió de las profundidades de la condenada tierra un chorro vaporoso de agua que salpicó el pequeño glaciar pardo lleno de surcos que se había formado en el bebedero. El agua herrumbrosa quitó al cepillo su rígida envoltura, pero cuando me lo puse en la boca era como un caramelo de palo completamente insípido. El frío se coló por los empastes y me dolieron las muelas. La pasta dentífrica depositada sobre las cerdas se fundió en un sabor a menta. Lady observaba mi actuación con un salvaje placer que hacía que su cuerpo se hinchara y retorciera, y cuando escupí ladró en señal de aplauso, cada ladrido se convirtió en una bocanada de escarcha. Volví a colocar el cepillo en su sitio y la saludé con una reverencia, y tuve la satisfacción de oír que el aplauso continuaba mientras yo me retiraba tras la doble cortina, la contrapuerta y la puerta principal.
Ahora los relojes marcaban las 7.35 y las 7.28. El baño de aire caliente que me rodeó al entrar en la cocina, del color de la miel, me hizo moverme más perezosamente a pesar de que los relojes me aguijoneaban.
– ¿Por qué ladra la perra? -preguntó mi madre.
– Se muere de frío -dije-. Hace demasiado frío ahí fuera. ¿Por qué no la dejamos entrar?
– No podrías hacerle nada peor -gritó, invisible, mi padre-. En cuanto se acostumbre a estar dentro de casa, morirá de pulmonía como el último que tuvimos. Los animales han de vivir en su ambiente. Eh, Cassie: ¿qué hora es?
– ¿En qué reloj?
– En el mío.
– Poco más de las siete y media. El otro marca algo menos de las siete y media.
– Tenemos que irnos, chico. Hay que ponerse en movimiento.
Mi madre me dijo:
– Come, Peter.
Y a mi padre:
– Esa baratija que compraste se adelanta, George. Según el del abuelo te quedan cinco minutos.
– No es una baratija. Antes de las rebajas costaba trece dólares, Cassie. Es de la General Electric. Si dice que son menos veinte, llegaré tarde. Tómate deprisa el café, chico. El tiempo y la marea no esperan.
– Y menos a alguien que tiene una araña en el intestino -dijo mi madre-, rebosas energía.
Luego, volviéndose a mí, añadió:
– Peter, ¿no oyes a tu padre?
Yo había estado admirando una sombra color espliego que había bajo el nogal de mi cuadro del patio de nuestra antigua casa. Siempre me había gustado mucho aquel árbol; cuando yo era pequeño había un columpio sujeto a la rama que en el cuadro no era más que un poquito de negro. Mientras miraba esas manchas negras, reviví el movimiento de mi espátula, un segundo de mi vida que, maravillosamente, se había perpetuado. Creo que fue esta perpetuación, esta posibilidad de fijar unos pocos segundos fugaces, lo que me llevó, a los cinco años, al arte. Porque ¿no es aproximadamente a esa edad cuando comprendemos que las cosas, si no mueren, ciertamente cambian, se agitan, se deslizan, se alejan y, como los brochazos de sol en los ladrillos bajo una parra en un día ventoso de junio, cambian tanto que acaban por no tener identidad?
– Peter -dijo mi madre en un tono que no admitía réplica.
Me tomé el zumo de naranja en dos tragos y, para dejarla preocupada dije:
– La pobre perra está ahí fuera y ni siquiera tiene nada que beber, lo máximo que puede hacer es lamer el pedazo de hielo que tiene en su bebedero.
En la otra habitación mi abuelo se movió y dijo:
– Éste era uno de los dichos favoritos de Jake Beam, que era jefe de la antigua estación de los Hornos Bertha, antes de que suprimieran el servicio de pasajeros. «El tiempo y la marea», decía solemnemente, «y el tren de Alton no esperan.»
– De acuerdo, pero, abuelo -dijo mi padre-, ¿te has parado alguna vez a pensar si hay algún hombre que espere al tiempo?
Ante tal absurdo, mi abuelo guardó silencio y mi madre, que llevaba un cacharro lleno de agua recién hervida para mi café, entró en la otra habitación para defenderle:
– George -dijo-, ¿por qué no sales y pones el coche en marcha en lugar de atormentar a todo el mundo con tus tonterías?
– ¿Qué? -dijo él-. ¿Es que le he hecho algún daño al abuelo? Si es así, no tenía ninguna intención de hacerlo, abuelo. Lo que he dicho lo decía en serio. Llevo toda mi vida oyendo esa frase sobre el tiempo, y no la entiendo. ¿Qué quiere decir? Si se lo preguntas a la gente, no hay ningún bastardo que quiera decírtelo. Ni tampoco ninguno que sea honrado, porque nadie admite que no lo sabe.
– Pues es fácil, significa -dijo mi madre, y después dudó porque, al igual que me había ocurrido a mí, le daba la sensación de que la ansiosa curiosidad de mi padre le había privado al dicho de su sencillo significado-, significa que no podemos conseguir lo imposible.
– Ah, no, mira -dijo mi padre continuando con ese tono ligeramente elevado de voz que trataba siempre de encontrar un asidero en superficies planas-, yo era hijo de un pastor. Me educaron en la creencia, que todavía mantengo, de que Dios hizo al Hombre a su imagen y semejanza y que era lo mejor de su Creación. Si esto es así, ¿en qué consiste este tiempo que es tan superior a nosotros?
Mi madre volvió a entrar en la cocina, se inclinó sobre mí, y vertió el agua humeante en mi taza. Yo levanté la cabeza y le dirigí una disimulada sonrisa de complicidad; a menudo nos burlábamos de mi padre. Pero ella mantuvo los ojos fijos en mi taza y, sosteniendo el asa del cacharro con un guante de cocina estampado de flores, vertió el agua en ella sin derramarla. El polvo de color marrón, Maxwell Instant, formó un diminuto montículo en la superficie humeante del agua y después se disolvió tiñéndola de negro. Mi madre revolvió el líquido con mi cucharilla y una espiral de espuma marrón dio vueltas en la taza.
– Cómete los cereales, Peter -me dijo.
– No puedo -le dije-. Tengo el estómago revuelto, me duele.
Quería vengarme porque ella había rechazado mi intento de complicidad. Me fastidiaba que mi padre, aquel hombre triste y tonto que yo creía que había quedado excluido desde hacía tiempo de nuestro romance, me hubiera robado aquella mañana el lugar que yo ocupaba en los pensamientos de mi madre.
– Abuelo -decía ahora mi padre-, no tenía intención de hacerte daño; es que estas expresiones antiguas me enloquecen de tal manera que cuando las oigo me pongo furioso. Son tan autosuficientes que no las soporto. Si esos viejos campesinos, o quienquiera que las inventó, tienen algo que decirme, sería mejor que vinieran ahora mismo y lo dijeran.
– George -dijo mi madre-, fuiste tú el primero que la utilizó.
Él cambió de tema:
– Eh, ¿qué hora es?
La leche estaba demasiado fría, el café demasiado caliente. Tomé un sorbo y me quemé el paladar; después de esto la fría masa blanda y pastosa del maíz resultaba nauseabunda. Como para convertir mi mentira en verdad, el estómago empezó a dolerme; el tictac de los minutos me lo iba pellizcando.
– Ya estoy listo -grité-, estoy listo, estoy listo.
Estaba actuando como mi padre con sus interpretaciones para un público invisible, con la diferencia de que su público estaba lejos y era preciso gritar, y el mío estaba justo al otro lado de las candilejas. Un muchacho agarrándose cómicamente la barriga cruza el escenario hacia la izquierda. Entré en la sala para coger el chaquetón y los libros. Mi chaquetón de marinero color guisante, curtido y fiel, estaba colgado tras una puerta. Mi padre se hallaba sentado en un balancín vuelto de espaldas al fuego que silbaba y bailaba en el hogar. Llevaba puesto el abrigo, un chaquetón harapiento a cuadros con botones de los más variados estilos que había rescatado de una venta realizada en alguna iglesia y que le venía pequeño y apenas si le llegaba a las rodillas. En la cabeza llevaba un horrendo gorro de punto azul que había encontrado en un cubo de basuras en el instituto. Como se lo ponía hasta las orejas, le daba el aspecto de un tonto grandullón, de los que salen en los tebeos. Hacía poco que había cogido la manía de ponerse ese gorro y yo me preguntaba por qué. Todavía tenía mucho pelo en la cabeza, y casi ninguna cana. Para mí, mi padre era un ser que no cambiaba. De hecho, aparentaba menos años de los que tenía. Cuando volvió hacia mí su cabeza, su cara era la de un pícaro pilluelo prematuramente endurecido por la experiencia. Su infancia transcurrió en un barrio humilde de Passaic. Su cara, formada por brillantes bultos y pliegues poco profundos, me parecía a la vez tierna y brutal, sabia y ciega; todavía la dignificaba la gran distancia que al principio la había elevado un poco hacia el cielo. Cuando yo era pequeño y mi estatura alcanzaba solamente el nivel de sus rodillas y le miraba junto a la pared de ladrillo que conducía a la parra de nuestra casa de Olinger, me parecía que era tan alto como las copas de los castaños de Indias y creía que mientras todo siguiera así nada iría mal.
– Tienes los libros en el alféizar de la ventana -me dijo-. ¿Te has comido los cereales?
Yo repliqué seriamente:
– No paras de decirme que llegamos tarde.
Recogí mis libros. El de latín, de un azul desteñido, con la cubierta desencuadernada. El elegante libro rojo de álgebra, que era una nueva edición de este año; cada vez que volvía una página, el papel emanaba un aroma picante y virginal. Un grueso libro gris muy pesado, el de ciencias, que era la asignatura de mi padre. En la cubierta había un grabado triangular con el dibujo de un dinosaurio, un átomo ardiendo como una estrella y un microscopio. En el lomo de este libro uno de sus anteriores propietarios había escrito con tinta azul y letras enormes la palabra FIDO. El tamaño de la inscripción parecía patético y abyecto, como un monumento religioso abandonado. Fido Hornbecker había sido un astro del rugby cuando yo estaba en séptimo. En la lista de nombres escritos en la parte interior de la tapa, y en la que el mío era el último, no fui nunca capaz de adivinar cuál era el nombre de la chica que había estado enamorada de él. En cinco años, yo era el primer chico que se había convertido en dueño de aquel libro. Los cuatro nombres escritos encima del mío:
Mary Heffner
Evelyn Mays Bitsy
Rhea Furstweibler
Phyllis L. Gerhardt
se habían fundido para mí en uno solo, el de una ninfa de caligrafía inconstante. Quizá todas ellas habían amado a Fido.
– Robarle tiempo a la comida -dijo el abuelo- es como robarse tiempo a uno mismo.
– El chico es como yo, abuelo -dijo mi padre-. Tampoco yo tuve nunca tiempo suficiente para comer despacio. Acaba pronto; es todo lo que me decían. La pobreza es algo terrible.
Las manos de mi abuelo se enlazaban y desenlazaban cautelosamente, y sus botines se movían agitadamente. Su personalidad estaba en perfecto contraste con la de mi padre porque, en su vejez, imaginaba que si la gente le prestaba atención, era capaz de encontrar respuesta a cualquier clase de pregunta y consolar todas las incertidumbres.
– Yo iría a ver al doctor Appleton -dijo el abuelo aclarándose la garganta con extrema delicadeza, como si sus mucosidades fueran papel japonés-. Conocía muy bien a su padre. Los Appleton llevan en el condado desde el primer momento.
Estaba bañado en la blanca luz que dan las ventanas en invierno y, en comparación con aquella cabeza en forma de bala de mi padre que formaba un enorme bulto negro contra el fuego chisporroteante, parecía una criatura más evolucionada.
Mi padre se puso en pie:
– Cuando yo voy a verle -le dijo a mi abuelo-, lo único que hace es fanfarronear.
Había agitación en la cocina. Las puertas gemían y se cerraban de golpe; unas fuertes garras arañaban el pico de madera. La perra entró corriendo en la sala. Lady parecía planear sobre la alfombra, agachándose como azotada por la alegría. Con un frenético movimiento natatorio arañó con los pies un punto de la vieja alfombra morada que, aunque estaba gastada, todavía podía soltar cuando la frotaban una pelusa color espliego. Mi abuela, cuando esta alfombra estaba en Olinger y ella estaba todavía viva, llamaba «ratones» a estas bolas de pelusa. Lady estaba tan contenta de haber podido entrar que parecía un estallido de buenas noticias, un peludo revoltillo de vertiginoso éxtasis que al virar emitía el olor de la mofeta que había matado hacía una semana. Luego saltó en persecución de un dios. Se lanzó hacia mi padre, cambió de dirección al pasar delante de mis piernas, saltó al sofá y, frenéticamente agradecida, lamió la cara de mi abuelo.
En las andadas de su larga vida, mi abuelo había tenido amargas experiencias con perros y los temía. Gritó en son de protesta, retirando su cara hacia el otro lado y levantando sus elegantes manos resecas contra el blanco pecho de Lady. El tono de su voz al protestar resultaba extraño por su fuerza gutural, como si surgiera de una salvaje oscuridad que ninguno de nosotros hubiera llegado jamás a conocer.
La perra apretó su inquieto hocico contra la oreja del abuelo, y meneó tan alocadamente el lomo que las revistas empezaron a resbalar hacia el suelo. Todos nos movimos dispuestos a actuar; mi padre se levantó para rescatar al abuelo, pero antes de que llegara al sofá ya se había puesto en pie. Luego, los tres corrimos hacia la cocina mientras Lady daba vueltas alrededor de nuestros pies.
Mi madre debió de pensar que teníamos una actitud acusadora, y nos gritó:
– La he dejado entrar porque no soportaba oír sus ladridos.
Mi madre parecía a punto de llorar; yo estaba asombrado. Mi preocupación por Lady había sido fingida. Y no había oído que siguiera ladrando. Una mirada a la moteada garganta de mi madre bastó para que supiera que estaba furiosa. De repente me entraron deseos de irme; ella había inyectado en la confusión un calor rechinante que hacía que todo estuviera pegajoso. Casi nunca conseguía saber qué era lo que la sacaba de sus casillas; sus furias eran tan pasajeras como una tormenta. ¿Se había enfadado por la absurda discusión de mi padre y mi abuelo, que a ella le había sonado como si fuera un asesinato? ¿Era quizá por algo que había hecho yo, por mi arrogante lentitud? Ansioso por librarme de su furia, volví a sentarme a pesar de llevar puesta mi rígida chaqueta y probé otra vez el café. Todavía estaba demasiado caliente. Bastó un sorbo para abrasar mi sentido del gusto y anularlo.
– Por Dios, chico -dijo mi padre-. Faltan sólo diez minutos. Me voy a quedar sin trabajo como no nos vayamos.
– Eso es sólo en tu reloj, George -dijo mi madre. Como me estaba defendiendo, yo no podía ser la causa de su ira-. Por nuestro reloj te quedan todavía diecisiete minutos.
– Vuestro reloj no va bien -le dijo mi padre-. Zimmerman me desollará.
– Voy, voy -dije levantándome.
La primera campana sonaba a las ocho y veinte. Desde nuestra casa a Olinger había veinte minutos en coche. Me sentí comprimido por lo justo del tiempo. Las paredes de mi vacío estómago estaban pegadas la una a la otra.
Mi abuelo avanzó trabajosamente hacia la nevera y cogió de encima el chillón paquete de pan de molde. Se movía con un acentuado y complicado aire de persona que cree no llamar la atención, y aquella actitud hizo que todos le miráramos. Abrió el envoltorio de papel de cera y sacó una rebanada de pan blanco que a continuación dobló por la mitad e introdujo pulcramente en su boca. La elasticidad de su boca era maravillosa; bajo su bigote color ceniza apareció un abismo sin dientes dispuesto a recibir la rebanada de un solo bocado. El tranquilo canibalismo de este número siempre enfurecía a mi madre:
– Abuelo -dijo-, ¿no puedes esperar a que salgan de casa para ponerte a torturar el pan?
Tomé un último sorbo de café hirviente y, cuando salí por la puerta, nos quedamos todos apretujados en la pequeña zona de linóleo comprendida entre la puerta, la pared en que sonaba el tictac y el zumbido de los relojes, la nevera y el fregadero. Había una intensa congestión. Mi madre pugnaba por pasar más allá de donde estaba su padre y llegar a la cocina. Él se echó hacia atrás y dio la sensación de que su oscura vaina quedaba incrustada en la puerta de la nevera. Mi padre, que era con mucho el más alto de todos, permaneció rígido y anunció por encima de nuestras cabezas a su invisible público:
– Al matadero. Estos malditos chicos me han metido su odio en los intestinos.
– Se pasa todo el día royendo ese pan y al final me parece que tengo la cabeza llena de ratones -protestó mi madre y, mientras el borde de psoriasis de su melena se ponía rojo, se encogió para pasar al otro lado del abuelo, tomó una tostada fría y un plátano, y me los dio.
Yo tuve que cambiar los libros de mano para coger lo que me daba.
– Mi pobre chico hambriento -dijo mi madre-. Mi única joya.
– A la fábrica de odio -gritó mi padre para aguijonearme. Desconcertado, y ansioso por satisfacer a mi madre, me había parado un instante a darle un mordisco a la tostada fría.
– Si hay algo en esta vida que detesto -dijo mi madre dirigiéndose en parte a mí y en parte al techo, mientras mi padre se inclinaba y tocaba su mejilla con uno de sus desacostumbrados besos-, es un hombre que deteste el sexo.
Mi abuelo levantó con dificultad sus manos desde el estrecho rincón donde se encontraba y con una voz apagada por el pan dijo:
– Mi bendición.
Siempre lo decía, del mismo modo que no había noche que, al disponerse a ascender por «la colina de madera», no dijera volviéndose hacia nosotros: «Dulces sueños». Había levantado sus elegantes manos para dar su bendición en un ademán que era también expresivo de la rendición y -como si unos diminutos ángeles hubieran estado agarrados a ellas- de la liberación. Lo que mejor conocía de mi abuelo eran sus manos, pues como yo era el miembro de la familia con los ojos más jóvenes, me incumbía el deber de arrancarle con las pinzas de mi madre los microscópicos pinchos pardos que se le incrustaban en la seca, sensible y translúcida piel moteada de sus palmas cuando se iba a dar una vuelta y arrancar malas hierbas por los alrededores de la casa.
– Gracias, abuelo, la vamos a necesitar -dijo mi padre abriendo la puerta de un empujón tal que hizo saltar astillas de la hoja. Nunca abría del todo el pestillo de forma que, al empujar la puerta, siempre encontraba cierta resistencia.
– Ya la he fastidiado -dijo mirando su reloj.
Cuando avancé para seguirle, la mejilla de mi madre rozó la mía.
– Y si hay una cosa que detesto tener en mi casa -gritó mi madre- son relojes rojos baratos.
A salvo en el porche, pues mi padre ya doblaba a zancadas la esquina del edificio, miré atrás, pero fue un error. Al contemplar aquella imagen, la tostada que tenía en mi boca adquirió un sabor salado. Mi madre, arrastrada por el impulso de su última frase, se había acercado a la pared y a través del cristal, que me impidió oír el ruido que producía, vi que arrancaba de su clavo el reloj eléctrico y hacía como que iba a arrojarlo al suelo. Sin embargo, no lo hizo, acercándolo a su pecho, donde lo arrulló como a un bebé mientras aparecían unos brillos húmedos en sus mejillas. Sus ojos se abrieron con desesperación, encontrándose con los míos. De joven había sido una mujer bella y sus ojos no habían envejecido. Era como si se quedara desconcertada cada día al contemplar su destino. Detrás de ella, su padre, con la cabeza inclinada en un movimiento obsequioso y sus elásticas mandíbulas agitadas por la lenta masticación, cruzaba en dirección a su rincón de la sala. Deseaba que mi cara adoptase una expresión consoladora o de contagioso humor, pero estaba helada de miedo. Me daba tanto miedo ella como su situación.
Y, sin embargo, sentía también amor por ella, no se vaya a pensar que la vida que llevábamos juntos, pese a tanta frustración mutua, no era buena. Era buena. Nos movíamos, en cierto sentido, en un escenario firme, resonante de metáforas. Cuando mi abuela yacía agonizante en Olinger y yo era solamente un chiquillo, le oí preguntar con una voz casi inaudible:
– ¿Seré una pequeña diablesa?
Después se tomó un trago de vino y a la mañana siguiente ya estaba muerta. Sí. Vivíamos bajo la mirada de Dios.
Mi padre cruzaba a zancadas aquel césped que parecía papel de esmeril. Le di alcance. Los pequeños montículos levantados por los topos durante la época del buen tiempo restaban uniformidad a la superficie. La pared del establo, un alto pentágono moteado, estaba completamente iluminada por el sol.
– Mamá ha estado a punto de hacer trizas el reloj -le dije a mi padre cuando le alcancé. Se lo dije para que se sintiera ofendido.
– Está de un humor raro -dijo-. Tu madre es una auténtica femme, Peter. Si yo hubiera sido un hombre de verdad, la hubiera puesto a trabajar en los teatros de variedades cuando era joven.
– Ella cree que molestas al abuelo.
– ¿Eh? ¿Sí? El abuelo Kramer me encanta. En mi vida he conocido a ningún hombre tan encantador como él. Le adoro.
Parecía que las palabras estaban recortadas y apagadas por los quietos volúmenes de aire frío que hendían nuestras mejillas. Nuestro Buick negro, un cuatro puertas del 36, esperaba junto al establo con el morro mirando hacia abajo. Antes, el coche tenía una elegantísima y preciosa rejilla delante del radiador; mi padre, inesperadamente -pues las cosas materiales apenas si tenían significado para él-, se había mostrado al principio muy orgulloso de aquellas delgadas líneas paralelas de reluciente cromado. El otoño pasado, el embarrado y achacoso Chevrolet de Ray Deifendorf se negó a arrancar cuando estaba en el aparcamiento del instituto y mi padre, con su característico cristianismo impulsivo, se prestó voluntariamente a empujarle y, justo cuando habían logrado alcanzar la velocidad suficiente, Deifendorf cometió la estupidez de frenar, y la rejilla del radiador de nuestro coche se aplastó contra el parachoques del de Deifendorf. Yo no estaba allí. El propio Deifendorf me contó, riendo, que mi padre salió corriendo a ver la parte delantera del coche y que recogió todos los pedacitos de metal roto mientras murmuraba para sí:
– Es posible que puedan soldarlos. Seguramente Hummel podrá.
¡Soldar una rejilla tan destrozada! Deifendorf me lo contó de una manera que hasta yo tuve que reírme.
Los brillantes fragmentos de la rejilla seguían haciendo ruido en el portamaletas, y la cara de nuestro coche quedó como si le hubieran partido unos cuantos dientes. Era un coche largo y pesado, y necesitaba que le calibraran los cilindros. También le hacía falta una batería nueva. Mi padre y yo entramos y él puso el starter, conectó el arranque y se quedó escuchando, con la cabeza inclinada, mientras el motor se resistía a ponerse en marcha. La escarcha que había sobre el parabrisas dejaba el interior del coche en penumbra. Parecía imposible conseguir que el motor resucitase. Escuchamos tan atentamente que fue como si en la mente de los dos se dibujara la misma imagen cristalizada, la imagen de la parda biela luchando en su parda caverna, patinando más allá del cenit de su revolución, y luego retirándose, rechazada. No había ni asomo de chispa. Cerré los ojos para iniciar una rápida oración y oí decir a mi padre:
– Santo cielo, chico, estamos metidos en un buen lío.
Salió y arañó frenéticamente la escarcha del parabrisas con las uñas hasta dejar limpio un espacio delante del asiento del conductor. Yo salí por mi lado y nos pusimos a empujar los dos cada uno en su puerta. Una vez. Dos veces. Una tercera vez inmensa.
Con un ligero ruido los neumáticos se despegaron de la helada tierra de la rampa del establo. La resistencia del peso del coche empezó a disminuir; descendíamos indolentemente pendiente abajo. Saltamos los dos dentro, cerramos de golpe las puertas, y el coche empezó a coger velocidad por el camino engravillado que giraba y después se hundía dejando atrás el establo. Las piedras crujían bajo nuestros neumáticos como fragmentos de hielo al partirse. Con una aceleración llena de dignidad el coche se tragó la parte más pronunciada de la bajada, mi padre soltó el embrague para meter la marcha, el chasis dio una sacudida, tosió el motor, arrancó, arrancó, y enseguida estuvimos en marcha, volando por la rosada recta que enmarcaban un prado verde pálido y un llano campo en barbecho. Pasaban tan pocos coches por este camino que en el centro crecían multitud de hierbajos. Los labios de mi padre, apretados hasta ahora, se distendieron ligeramente. Metió gasolina en el sediento motor. Si ahora nos quedábamos parados sería fatal, porque ya no tendríamos ninguna pendiente para ponerlo en marcha. Hundió la mitad del starter. El motor resonó en un tono más alto. A través de los claros bordes de la hoja de escarcha que cubría el parabrisas podía ver lo que había delante; nos acercábamos al límite de nuestras tierras. Nuestro prado terminaba donde el terreno empezaba a elevarse. Nuestro gallardo capó negro avanzó hacia la pequeña subida del camino, se la tragó con piedras y todo, y la escupió dejándola atrás. A nuestra derecha, el buzón de Silas Schoelkopf nos saludó con su tiesa banderita roja. Habíamos logrado escapar de nuestras tierras. Miré atrás: nuestra casa era un pequeño grupo de edificios alojados en un costado del valle que cada vez se hacía más borroso. El alero del establo y el gallinero eran de un rojo suave. Del cubo estucado donde habíamos dormido salía, como un último jirón de nuestros sueños, una espiral de humo que, vista contra los bosques morados, parecía azul. El camino volvió a hundirse y nuestra casa desapareció; nadie nos perseguía. Schoelkopf tenía un estanque, y sobre el hielo caminaban unos patos del color de las teclas de un piano viejo. A nuestra izquierda, el alto y encalado establo de Jesse Flagler parecía lanzar un bocado de heno en nuestra dirección. Entreví el redondo ojo marrón de una vaca.
El sucio camino llevaba hasta la carretera 122 y se encontraba con ella en un ángulo traicionero en el que era fácil que se calara el motor. En ese punto había una fila de buzones que parecía una calle de pajareras, una señal de STOP llena de oxidados agujeros de bala, y un manzano con las ramas podadas. Mi padre miró hacia la carretera y dedujo que estaba vacía; sin tocar el freno, nos hizo avanzar a saltos por el último trecho de camino. Ya estábamos sobre el terreno firme y seguro de macadán. Metió la segunda, hizo rugir el motor, metió la tercera, y el Buick avanzó exultante. Olinger estaba a diecisiete kilómetros. A partir de aquel punto el viaje sería una bajada. Me comí media tostada. Las frías migajas se derramaron sobre mis libros y mi regazo. Pelé el plátano y me lo comí entero, más para satisfacer a mi madre que para saciar el hambre, y bajé el cristal de la ventanilla lo suficiente para tirar la piel y el resto de la tostada hacia el campo que nos rozaba.
Anuncios redondos, rectangulares y octogonales nos hablaban desde los márgenes de los campos. En uno de los lados de un viejo establo había un gran cartel que decía: CON PONY AHORRARÁ BUJÍAS. Los campos en los que durante el verano los seguidores de Amish [2] con gorros y sombreros negros recogían tomates, y en los que hombres gordos montados en tractores rojos de nariz estrecha se bamboleaban en mares de cebada, parecían, ahora que estaban desnudos de cultivos, dolorosamente expuestos a la intemperie; como si estuvieran rogando al cielo que les cubriera con una manta de nieve. En una curva, una gasolinera con dos surtidores, cuyas paredes estaban cubiertas de viejos carteles que anunciaban refrescos, se cruzó en nuestro camino y pronto quedó atrás para reaparecer en el espejo retrovisor ridículamente encogida; su manchado cartel con el caballo volador era ya ilegible y cada vez se hacía más pequeño. Una bajada de la carretera hizo que la portezuela de la guantera se pusiera a temblar. Cruzamos Firetown. El pueblo propiamente dicho se reducía a cuatro casas de piedra arenisca; en ellas habían vivido las familias de la aristocracia rural de la zona. Durante cincuenta años una de esas casas había sido la posada Ten Mile Inn, y todavía había junto al porche una barandilla para amarrar los caballos. Las ventanas estaban atrancadas con tablas. Más allá de este núcleo el pueblo se iba adelgazando en la zona de construcciones nuevas: un almacén de bloques de hormigón en el que vendían cerveza por cajas; dos casas nuevas de altos cimientos y sin escalera en la parte delantera, pero ambas habitadas por familias; una choza de cazadores, bastante retirada de la carretera y cuyas luces encendían los fines de semana grupos integrados por numerosos hombres y a veces unas cuantas mujeres; algunas casas con techo de ripias construidas antes de la guerra, tan altas como si fueran de ciudad y llenas, según afirmaba mi abuelo, de niños ilegítimos que morían de hambre. Nos cruzamos con un autobús escolar de color naranja que se balanceaba avanzando en dirección contraria, de camino al instituto de la ciudad. Yo vivía ahora en el distrito perteneciente a ese instituto, pero como mi padre trabajaba en el de Olinger no tuve que cambiar. Los niños de nuestra vecindad me daban miedo. Mi madre me había obligado a hacerme miembro del club 4-H. Mis compañeros tenían los ojos ovalados y achinados y la piel suave y parda. Tanto la lerda inocencia de algunos como la astucia maliciosamente ilimitada de otros me parecían igualmente salvajes y ajenas a mis civilizadísimas aspiraciones. Nos reuníamos en el sótano de la iglesia, y cuando pasábamos una hora viendo diapositivas sobre las enfermedades del ganado y las plagas de los cereales, yo me ponía a sudar de claustrofobia; luego bogaba en el aire frío del exterior y me zambullía, una vez en casa, en mi libro de reproducciones de Vermeer, del mismo modo que un hombre que ha estado a punto de ahogarse se aferra a la playa.
A nuestra derecha apareció el cementerio; las lápidas rectangulares estaban dispuestas en diversos grados de inclinación junto a los montículos. Después, la robusta aguja de piedra arenisca de la iglesia luterana de Firetown se elevó por encima de los árboles y por un instante lamió con su nueva luz el sol. Mi abuelo había ayudado a construir esa aguja, empujando grandes piedras en una carretilla por un camino de tablones combados. Muchas veces nos explicaba, acompañando sus palabras de exquisitas indicaciones de sus dedos, cómo se arqueaban hacia abajo los tablones a su paso.
Empezamos a descender la cuesta de Fire Hill, la más larga y menos pronunciada de las dos colinas de la carretera que iba a Olinger y después seguía hasta Alton. A mitad del descenso, el follaje de los bordes de la carretera empezó a desaparecer y se abrió ante nosotros una magnífica vista. El valle que se abría ante nosotros me recordaba el fondo de un Durero. Dominándolo desde unas cuantas hectáreas de montículos y ondulaciones cortados por vallas grises y salpicados de rocas que parecían ovejas, había una casita que daba la sensación de haber brotado de la tierra. Esta casita ofrecía del lado de la carretera una ancha chimenea en forma de botella construida contra una pared con piedras del campo y recientemente encalada. Y de esta ancha chimenea blanquísima, cuya tosca mole unía la plana pared a la ondulada tierra, salía una delgadísima columna de humo que evidenciaba que alguien vivía allí. Imaginé que cuando mi abuelo ayudó a construir el campanario, toda la zona debía de tener este aspecto.
Mi padre hundió todo el starter. La aguja del indicador de temperatura parecía haberse pegado a su lecho en el lado izquierdo de su cuadrante; la calefacción se negaba a hacerse sentir. Las manos de mi padre se movían con dolorosa rapidez por el metal y la dura goma.
– ¿Dónde tienes los guantes? -le pregunté.
– Detrás, ¿no?
Me volví y miré; en el asiento de atrás estaban, con los dedos cerrados, los guantes de piel que le había comprado yo por Navidad, entre un arrugado mapa de carreteras y un rollo de cuerda de embalar. Me habían costado casi nueve dólares. El dinero procedía de una pequeña cuenta de ahorros que había abierto el verano anterior con dinero ganado con mi proyecto para el club 4-H, una parcelita de fresales. Los guantes salieron tan caros que a mi madre sólo pude comprarle un libro y a mi abuelo un pañuelo; yo quería que mi padre cuidara más su atuendo y su comodidad, como los padres de mis amigos. Y los guantes le gustaron. Se los puso el primer día, pero luego se quedaron en el asiento delantero del coche, hasta que un día, en que se apretujaron tres personas en el asiento delantero, fueron arrojados al de atrás.
– ¿Por qué no te los pones nunca? -le pregunté.
Casi siempre que yo le hablaba lo hacía con tono acusador.
– Son demasiado buenos -dijo-. Son unos guantes preciosos, Peter. Sé reconocer la piel buena. Debieron de costarte muchísimo dinero.
– No tanto, pero ¿no tienes frío en las manos?
– Sí. Chico, hace muchísimo frío. Estamos en pleno invierno.
– ¿No quieres ponerte los guantes?
Una nube de vapor y porquería de la carretera cruzó rozando el perfil de mi padre. Él emergió de sus pensamientos para decirme:
– Si alguien me hubiese regalado unos guantes como éstos cuando yo era un chico, me hubiera puesto a llorar de verdad.
Estas palabras le hicieron daño a mi estómago porque estaban cargadas con el peso de lo que había oído al despertarme. Lo único que había llegado a comprender era que mi padre tenía algo dentro, pero pensé que no sería difícil averiguar qué era eso, que, en mi opinión, debía de ser lo mismo que le hacía resistirse a usar mis guantes; y eso a pesar de que yo sospechaba que mi padre era demasiado viejo y demasiado mayor como para que yo pudiera enmendarlo o hacerle cambiar completamente, e incluso para que mi madre pudiera conseguirlo. Me acerqué a él y estudié los bordes de carne blanca que se formaban en los puntos donde sus manos apretaban el volante. Las arrugas de su piel parecían fisuras; los pelos, pedazos de hierba negra. El dorso de sus manos estaba salpicado de verrugas de color castaño claro.
– El volante debe de estar como el hielo -le dije.
Mi voz sonó igual que la de mi madre cuando un rato antes dijo:
– Esas cosas no se pueden sentir.
– La verdad, Peter, me duele tanto la muela que no siento nada más.
Me sorprendió y me alivió oírselo decir; un dolor de muelas era algo nuevo; quizás eso que tenía dentro no era más que una neuralgia.
– ¿Cuál? -le pregunté.
– Una de la parte de atrás.
Mi padre sorbió saliva y aspiró aire; su mejilla, que se había cortado esta mañana al afeitarse, se arrugó. La sangre del corte parecía muy oscura.
– Es muy fácil, basta que vayas al dentista a que te lo mire.
– No sé exactamente cuál es. Probablemente son todas. Tendría que hacerme arrancar todos los dientes. Y que me pusieran una dentadura postiza. Tendría que ir a uno de esos carniceros de Alton a que me los sacara todos y me lo arreglara en un día. Ahora te incrustan los dientes artificiales en las encías.
– ¿De verdad?
– Sí. Son unos sádicos, Peter. Unos sádicos mongoloides.
– No puedo creerlo -dije.
La calefacción, deshelada por el descenso de la pendiente, se puso a funcionar; un aire marrón calentado por tubos oxidados llegó a mis tobillos. Cada mañana, este acontecimiento era como un rescate. Ahora que este margen de comodidad estaba garantizado, puse la radio. Su pequeño cuadrante en forma de termómetro brillaba con una macilenta luz anaranjada. Cuando las válvulas se calentaron, surgieron crujientes y melladas voces nocturnas que cantaban en la brillante mañana azul. Sentí comezón en el cuero cabelludo; la piel se me puso tensa. Las voces, negroides y rústicas, parecían abrirse paso a través de la melodía por encima de obstáculos que las hacían resbalar, saltar y tartamudear; y este recortado terreno parecía ser mi tierra. Lo que expresaban las canciones era los Estados Unidos de América: montañas cubiertas de pinares, océanos de algodón, tostadas inmensidades del Oeste embrujadas por voces incorpóreas y quebradas por el amor que invadían el aire cerrado del Buick. Un anuncio dicho con untuosa ironía hablaba consoladoramente de las ciudades, a las que yo esperaba que mi vida me condujera, y después sonó una canción como un ferrocarril a vapor, una canción de ritmo muy marcado, irresistible, que arrastraba al cantante como un vagabundo hasta sus momentos culminantes, y me pareció que mi padre y yo éramos irresistibles en nuestro subir y bajar por las irregularidades de nuestra sufrida tierra, gozando del calor en medio de tanto frío. En aquellos tiempos la radio me aproximaba a mi futuro, un futuro en el que yo era poderoso: tenía los armarios llenos de ropa bonita, y mi piel era suave como la leche, y pintaba, rodeado de riqueza y fama, cuadros celestiales y fríos como los de Vermeer. Sabía que el propio Vermeer había vivido oscura y pobremente. Pero sabía que había vivido en tiempos atrasados. Y sabía por las revistas que leía que los tiempos que yo vivía no eran atrasados. Cierto, en todo el condado de Alton sólo mi madre y yo parecíamos habernos enterado de la existencia de Vermeer, pero en las grandes ciudades tenía que haber por fuerza miles de personas que le conocieran, miles de personas que además eran ricas. A mi alrededor había jarrones y muebles barnizados. Sobre un almidonado mantel había una hogaza de pan tierno adornado con puntillistas toques de luz. Al otro lado de mi balcón brillaba el millón de ventanas de una ciudad permanentemente iluminada por el sol que se llamaba Nueva York. Mis paredes blancas aceptaban una suave brisa aromatizada con especias. En el umbral había una mujer cuya imagen reflejaba como una sombra el pulido embaldosado. La mujer me miraba; su labio inferior era ligeramente grueso y negligente, como el labio inferior de la chica del turbante azul de La Haya. Entre las imágenes que las canciones de la radio pincelaban rápidamente para mí, el único espacio en blanco era el de la tela que yo estaba cubriendo de manera bellísima, elegante y preciosa. No era capaz de visualizar mi obra; pero era, pese a carecer de rasgos, tan radiante que se convertía en el centro de todo mientras arrastraba a mi padre en la cola de un cometa a través del espacio expectante de nuestra nación llena de canciones.
Pasado el pueblecito de Galilee, recogido y aproximadamente del mismo tamaño que Firetown, a la altura de la Seven-Mile Tavern y la estructura del almacén de Potteiger, como una plomada la carretera se extendía en recta, y mi padre siempre aceleraba. Después de la granja modelo y de los edificios de la central lechera Clover Leaf, donde unas cintas transportadoras se llevaban el estiércol de las vacas, la carretera cortaba como un cuchillo el espacio entre dos altos terraplenes de erosionada tierra roja. Allí había un hombre haciendo autostop junto a un pequeño montón de piedras. Al acercarnos a él, mientras su silueta quedaba claramente recortada contra la pendiente de arcilla, advertí que llevaba unos zapatos demasiado grandes que sobresalían de forma curiosa detrás de sus talones.
Mi padre apretó los frenos tan bruscamente que parecía que hubiese reconocido a aquel hombre; éste se puso a correr hacia nuestro coche sacudiendo sus zapatos. Llevaba un traje pardo muy gastado con unas rayas verticales muy delgadas que parecían incoherentemente elegantes, y llevaba cogido contra su pecho, como para abrigarse, un paquete de papeles fuertemente apretado con fino cordel.
Mi padre se inclinó hacia mi lado, abrió mi ventanilla, y gritó:
– No llegamos a Alton, nos quedamos en la cumbre de la Coughdrop Hill.
El hombre se agachó junto a nuestra puerta. Parpadeó. Llevaba anudado en torno a su cuello un sucio pañuelo verde que apretaba el cuello y las solapas de su chaqueta contra su pecho y su garganta. Era más viejo de lo que su delgadez vista desde lejos hubiera hecho pensar. Alguna oscura fuerza de la pobreza o las inclemencias del tiempo habían frotado su blanca cara hasta hacer que le asomaran las venas; en sus mejillas habían incubado trocitos de color morado que parecían diminutas serpientes. Los rasgos delicados de sus hinchados labios me hicieron pensar que quizá fuera maricón. Un día, mientras esperaba a mi padre frente a la biblioteca pública de Alton, se me acercó un vagabundo que andaba arrastrando los pies, y las pocas palabras que musitó antes de que yo saliera huyendo me asustaron. Me sentía, debido a que mi amor por las chicas no se había consumado por el momento, me sentía expuesto por ese lado: una habitación de tres paredes en la que cualquier ladrón podía entrar. Me sentí lleno de un odio irracional contra el viajero. La ventanilla que mi padre había abierto para hablar con él dejaba entrar un aire frío y las orejas me dolían.
Como de ordinario, las corteses disculpas de mi padre habían obstaculizado las relaciones que deseaba entablar con naturalidad. El hombre estaba desconcertado. Esperamos a que su cerebro se descongelara lo suficiente como para absorber lo que había dicho mi padre.
– No llegamos a Alton -dijo mi padre otra vez, y, movido por la impaciencia, se inclinó tanto que su enorme cabeza quedó frente a mi cara.
Mi padre bizqueaba y al hacerlo se formó junto a su ojo una red de arrugas pardas. El hombre se inclinó hacia el interior y yo me sentí absurdamente pellizcado entre sus viejas y ajadas caras. Mientras, la locomotora musical continuaba saliendo de la radio y pensé que ojalá pudiera subirme a ese tren.
– ¿Hasta dónde van? -preguntó el hombre.
Habló sin mover apenas los labios. En la parte superior de la cabeza tenía el cabello lacio y muy escaso, y hacía tanto tiempo que no se lo había cortado que le caía arremolinado en mechones por encima de las orejas.
– Seis kilómetros; entre -dijo mi padre en tono repentinamente decidido. Abrió mi puerta y me dijo-: Córrete, Peter. Deja que este señor se ponga junto a la calefacción.
– Iré detrás -dijo el hombre, haciendo así que mi odio disminuyera un poco.
En sus modales había vestigios de buena educación. Pero cuando se dispuso a entrar detrás hizo algo curioso. No levantó los dedos de mi ventanilla hasta que, con el otro brazo, sujetando con dificultad el paquete contra su costado, abrió la puerta de atrás. Como si nosotros, mi altruista padre y yo, un ser inocente, fuéramos un traicionero animal negro que él estuviera cazando. Una vez seguro en la cavidad que había detrás de nosotros, suspiró y dijo con una de esas voces serosas que parece siempre se retractan en mitad de la frase:
– Qué día tan jodido. Se te hielan los huevos.
Mi padre puso la primera e hizo algo sorprendente: volviendo la cabeza para hablar con el desconocido, apagó mi radio. La locomotora musical, y toda su carga de sueños, desapareció cayendo al vacío. La copiosa pureza de mi futuro encogió sus dimensiones para quedar reducida a la exigua confusión de mi presente.
– Mientras no nieve -dijo mi padre-. Eso es lo que me preocupa. Cada mañana rezo: «Dios mío, que no nieve».
Invisible a mi espalda, el hombre hacía ruido con la nariz y se ensanchaba líquidamente como si fuese un monstruo primitivo que tratara de volver a la vida tras haber salido de un glaciar.
– ¿Y tú, chico? -me dijo. Noté a través de los cabellos del cogote que se adelantaba-. A ti no te importa la nieve, ¿verdad?
– Pobre chico -dijo mi padre-, ahora ya no puede ir nunca en trineo. Nos lo llevamos del pueblo donde le gustaba estar y ahora vivimos en el campo.
– Seguro que le gusta la nieve -dijo el hombre-. Apuesto a que disfruta con la nieve.
Era como si para él la nieve tuviera otro significado; indudablemente, era marica. Yo estaba más furioso que asustado: mi padre estaba a mi lado.
También a él le extrañaba la obsesión de nuestro invitado.
– Qué, Peter -me dijo-, ¿todavía te gusta tanto la nieve?
– No -dije yo.
El hombre soltó un húmedo estornudo. Mi padre le dijo sin volver la cabeza:
– ¿De dónde viene usted?
– Del norte.
– Y va a Alton, ¿no?
– Supongo.
– ¿Conoce Alton?
– Estuve una vez.
– ¿De qué trabaja?
– Emmm, soy cocinero.
– ¡Cocinero! Es un trabajo admirable. Y sé que no trata usted de engañarme. ¿Qué planes tiene? ¿Quedarse en Alton?
– Hmmm. Sólo me quedaré un tiempo para trabajar un poco y con lo que gane seguiré hacia el sur.
– ¿Sabe usted, señor? -dijo mi padre-. Lo que usted hace es lo que siempre me habría gustado hacer. Ir de sitio en sitio. Vivir como los pájaros. Agitar las alas en cuanto empieza el frío y volar hacia el sur. -Desconcertado, el hombre sonrió. Mi padre continuó-: Siempre me ha gustado la idea de vivir en Florida y jamás he estado ni siquiera cerca de allí. En toda mi vida no he bajado más al sur que las veces que he ido al gran estado de Maryland.
– Hay poca cosa en Maryland.
– Recuerdo que en la escuela elemental de Passaic -dijo mi padre- siempre nos hablaban de las escalinatas blancas de Baltimore. Decían que allí, todas las mañanas, salían las amas de casa con el cubo y la fregona y limpiaban esas escaleras de mármol hasta dejarlas relucientes. ¿Lo ha visto usted alguna vez?
– He estado en Baltimore, pero eso no lo he visto nunca.
– Eso pensaba yo. Nos engañaban. ¿Por qué diablos tiene que haber nadie dispuesto a pasarse la vida fregando una escalinata de mármol que en cuanto terminas de fregarla pasa un imbécil con los zapatos sucios y la mancha con sus pisadas? Siempre me pareció increíble.
– Yo no lo he visto nunca -dijo el hombre, como si lamentara haber causado una desilusión tan radical.
Mi padre demostraba un nulo interés en mostrarse sensible a sus interlocutores, desconcertando a los desconocidos que, sin comerlo ni beberlo, se veían de esta manera comprometidos en una fútil aunque perentoria búsqueda de la verdad. La perentoriedad con que se había lanzado esta mañana en esa búsqueda parecía especialmente acusada, como si temiera que le quedara poco tiempo por delante. Su siguiente pregunta la formuló prácticamente a gritos:
– ¿Cómo es que se ha quedado atrapado en este lugar? De estar en sus zapatos, señor, me iría tan rápidamente a Florida que ni siquiera podría ver usted el polvo que levantaba detrás de mí.
– Vivía en Albany con un tipo -dijo a su pesar el viajero.
Mi corazón se estremeció al ver confirmados mis temores; pero mi padre parecía no darse cuenta de que habíamos entrado en aquel horrible territorio.
– ¿Un amigo? -preguntó.
– Sí, algo así.
– ¿Qué pasó? ¿Le traicionó?
El hombre se sintió tan a gusto al oír esta última pregunta que se inclinó hacia delante.
– Exacto, amigo -le dijo a mi padre-. Eso fue precisamente lo que hizo el muy cabrón. Lo siento, chico.
– No se preocupe -dijo mi padre-. Este pobre chico oye más palabrotas en un día que yo en toda mi vida. Es por su madre; es una mujer que ve las cosas como son y no puede evitarlo. Gracias a Dios, yo soy medio ciego y casi sordo. El cielo protege al ignorante.
Agradecí confusamente a mi padre que hubiera conjurado al cielo y a mi madre como mis protectores, como un dique capaz de contener la riada de perversas confidencias que derramaba nuestro invitado; pero me quedé muy resentido contra él por haberme mencionado en una conversación con un hombre de éstos, que zambullera la sombra de mi personalidad en aquel cenagoso pantano. Me pareció que la tensión que suponía que un extremo de mi personalidad estuviera rozando a Vermeer y el otro al viajero era insoportable.
Pero faltaba poco para que llegase el alivio. Alcanzamos la cima de Coughdrop Hill, la segunda y más pronunciada de las dos colinas que había antes de llegar a Alton. Al llegar abajo, la carretera de Olinger se desviaba hacia la izquierda y allí tendríamos que abandonar al viajero.
Comenzamos el descenso. Nos cruzamos con un camión con remolque que subía lentamente la cuesta, con tal lentitud que su pintura, pelada en numerosos puntos, parecía haberse estropeado durante aquella corta ascensión. Apartada considerablemente de la carretera, la gran mansión parda de Rudy Essick trepaba perezosamente entre los árboles.
Coughdrop [3] Hill tomaba su nombre del negocio de su propietario, cuyas pastillas para la tos («¿Está usted enfermo? ¡Essick es el remedio!») producía a millones una fábrica situada en Alton, que extendía a manzanas enteras del pueblo el olor a mentol. En sus cajitas color mandarina, estas pastillas se vendían en toda la costa atlántica del país: la única vez en mi vida que estuve en Manhattan me asombró encontrar, nada menos que en la garganta misma del Paraíso, en un mostrador de la Grand Central Station, toda una hilera de esas cajitas de mi pueblo. Incapaz de creerlo, compré una. Y, en efecto, debajo de un imponente retrato en miniatura de la fábrica aparecían en la parte posterior de la caja unas letras claramente impresas que decían: HECHO EN ALTON, PENNSYLVANIA. Y al abrirla, la caja dejó escapar el olor frío y estoplasmático de Brubaker Street. Las dos ciudades de mi vida, la real y la imaginaria, quedaron sobreimpresas; jamás había siquiera soñado que Alton pudiera rozar Nueva York. Puse una de las pastillas en mi boca para completar esta deliciosa confusión, esta penetración concéntrica; se me endulzaron los dientes y, a la altura de mis ojos -un ahuecado kilómetro bajo el techo que, en un desvaído firmamento, desplegaba sus constelaciones de cetrinas estrellas eléctricas-, se retorcieron las nudosas y amarillentas manos de mi padre, nerviosas por mi retraso. Fue entonces cuando terminó mi enfado y me puse tan ansioso como él por tomar el tren que nos devolvería a casa. Hasta aquel momento mi padre me había decepcionado. A todo lo largo de nuestro viaje, que se reducía a una estancia de una sola noche en casa de su hermana, mi padre se había mostrado amedrentado y frustrado. La ciudad era demasiado grande para que él pudiera hacerse a la idea. El dinero que llevaba en el bolsillo fue desapareciendo sin que hubiéramos comprado nada. A pesar de que anduvimos muchísimo, no conseguimos llegar a ninguno de los museos que yo conocía por los libros. Ni al que se llama Frick, donde está el Vermeer con el hombre que lleva puesto ese sombrero tan grande y la mujer que ríe y tiene una palma perezosamente vuelta hacia arriba que acepta inconscientemente la luz, ni al Metropolitan, donde se encuentra la chica con el sombrero almidonado que se inclina reverentemente sobre el jarro de latón, cuyo vertical brillo azul fue el Espíritu Santo de mi adolescencia. Me parecía un profundo misterio el hecho de que estas pinturas, que yo había adorado en forma de reproducciones, tuvieran una simple existencia física: para mí, llegar a tenerlas al alcance de la mano, ver con mis propios ojos la verdad de su color, la tracería de las grietas en las que se había incrustado el tiempo como un misterio dentro de otro misterio, hubiera sido como penetrar en una Presencia Real tan definitiva que no me hubiera sorprendido morir en el encuentro. Pero los errores de mi padre lo evitaron. No llegamos a entrar en los museos; no llegué a ver los cuadros. Lo que sí vi fue el interior de la habitación de hotel donde vivía la hermana de mi padre. Pese a estar suspendida veinte pisos sobre la calle tenía, curiosamente, el olor del forro del abrigo con cuello de piel que usaba mi madre en invierno, un abrigo de gruesa tela a cuadros verdes. Tía Alma sorbía una bebida amarilla y dejaba salir el humo de sus Kool por las esquinas de sus delgadísimos labios rojos. Tenía una piel muy blanca, y su mirada transparentaba inteligencia. Sus ojos se arrugaban con tristeza cada vez que miraba a mi padre; era tres años mayor que él. Estuvieron hasta muy tarde hablando de travesuras y crisis de un personaje desaparecido de Passaic, cuya sola mención me hacía sentir vértigo y náuseas, como si me encontrara suspendido sobre un desfiladero del tiempo. Abajo, en la calle, veinte pisos más abajo, las luces de los taxis aparecían y desaparecían en un espectáculo abstractamente interesante. Durante el día tía Alma, que estaba encargada de comprar fuera de la ciudad ropa de niños, nos dejó solos. Los desconocidos que mi padre paraba en la calle se resistían con todas sus fuerzas a dejarse arrastrar por las preguntas ansiosas y circulares que les dirigía mi padre. Su descortesía me humillaba tanto como la ignorancia de mi padre, y mi irritación fue creciendo hasta alcanzar dimensiones de rabieta, pero las pastillas para la tos la disolvieron. Le perdoné. En un templo de mármol ocre le perdoné y quise darle las gracias por haberme concebido de forma que mi nacimiento ocurriese en un condado capaz de colocar sus dulzonas pastillas en la garganta del Paraíso. Tomamos el metro que llevaba a la estación de Pennsylvania y allí cogimos un tren e hicimos el viaje sentados el uno al lado del otro como un par de gemelos de regreso a su casa, e incluso ahora, dos años después del viaje, al subir o bajar diariamente Coughdrop Hill, notaba en mi interior una corriente subterránea neoyorquina que arrastraba consigo unas constelaciones que parecían hacernos ascender por los aires, libres los dos de la tierra que pisábamos todos los días.
En lugar de frenar, debido a alguna equivocación, mi padre siguió adelante cuando llegamos al cruce de Olinger sin cambiar de carretera. Yo le grité:
– ¡Eh!
– No importa, Peter -me dijo con suavidad-. Hace demasiado frío.
Bajo aquel cretino gorro de lana azul mantenía una expresión impasible. No quería que el viajero se avergonzase al averiguar que, dejando a un lado nuestro camino, íbamos a llevarle hasta Alton.
Yo estaba tan indignado que me atreví a volverme y lanzar una mirada feroz. El rostro del viajero, todavía congelado, era terrible; un charco; como no entendía por qué me había girado, se me acercó con la cara cruzada por la mancha de una sonrisa que emanaba una embarrada emoción. Me acobardé y me encogí rígidamente; los detalles del salpicadero saltaron brillantes delante mismo de mis ojos. Los cerré para evitar otra ola interna de aquella imprevista y molesta ducha interior de icor que yo mismo había provocado. Lo peor de todo había sido que fuera tímido, agradecido y afeminado.
Mi padre echó hacia atrás su gran cabeza y dijo:
– ¿Qué ha aprendido usted?
El dolor, que hacía que su voz le saliera tensa, desconcertó al otro. El asiento de atrás permanecía silencioso. Mi padre esperó.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó el viajero.
Mi padre se explicó un poco más:
– ¿Cuál es su veredicto? Usted es una persona a la que yo admiro. Ha tenido cojones para hacer lo que yo habría querido hacer siempre: andar por ahí, ver ciudades. ¿Cree que me he perdido muchas cosas?
– No se ha perdido nada.
Las palabras se curvaron sobre sí mismas como irritadas antenas.
– ¿No ha hecho nada que le gustaría recordar? Esta última noche no he dormido porque me la he pasado tratando de recordar algo agradable y no lo he conseguido. Penas y horrores; a esto se reducen mis recuerdos.
Esta frase me ofendió; me tenía a mí.
La voz del viajero se hizo difusa; quizás era una risa.
– El mes pasado maté a un maldito perro -dijo-. ¿Por qué? Esos malditos perros salen de los matorrales y tratan de quedarse con un pedazo de tu pierna, así que yo iba armado de un buen palo y caminando cuando el muy cabrón me saltó encima y le di justo entre los ojos. El perro se desplomó, le pegué un par de golpes más y ese perro mamón ya no vuelve a tratar de arrancarle a nadie un pedazo de pierna simplemente porque no tiene un coche para mover el culo de un lado para otro. Entre los dos ojos, a la primera.
La actitud de mi padre mientras le escuchaba era bastante lúgubre.
– No es nada frecuente que los perros traten de hacer daño a nadie -le dijo ahora-. Los perros son exactamente como yo, seres curiosos. Sé perfectamente cómo piensan. En casa tenemos un perro que me parece maravilloso. Mi mujer lo adora.
– Pues yo le digo que a ese hijo puta lo dejé bien arreglado -dijo el viajero sorbiendo saliva-. ¿Te gustan los perros, chico? -me preguntó.
– A Peter le gusta todo el mundo -dijo mi padre-. Daría mis ojos por tener el buen carácter de este chico. Pero entiendo lo que usted quiere decirme, señor; no es lo mismo cuando te salta un perro encima en plena oscuridad.
– Eso, y además ahora ya no te coge nadie -dijo el hombre-. Llevaba allí el día entero y ya se me habían helado los cojones, y su coche fue el primero que se paró a recogerme.
– Yo siempre llevo a la gente -dijo mi padre-. Si no fuera porque el cielo cuida de los tontos, yo estaría en su lugar. Ha dicho usted que era cocinero, ¿verdad?
– Hmmm… he trabajado de eso.
– Ante usted me quito el sombrero. Es usted un artista.
Me dio la sensación de ser una lombriz: aquel hombre debía empezar a preguntarse si mi padre estaba cuerdo. Ardí en deseos de pedir disculpas, de humillarme ante aquel desconocido, de dar explicaciones. Es así; le encantan los desconocidos; está preocupado por algo.
– No tiene más secreto que mantener la sartén bien engrasada -respondió el hombre con cierta cautela.
– Miente usted, caballero -gritó mi padre-. Cocinar para otros es todo un arte. Aunque me enseñaran durante un millón de años no lograría aprender.
– Amigo, es más fácil de lo que usted cree -dijo el hombre adelantando su cuerpo como quien muestra su intención de confesar cosas íntimas-. Los dueños de esos malditos restaurantes sólo se preocupan de que las hamburguesas sean lo más delgadas posible. No quieren carne, sino grasa; en cuanto conoces a uno de esos bastardos es como si les conocieras a todos. A lo único que adoran es al Gran Dios Dólar. Por Cristo que no me bebería esos meados de negro que ellos llaman café.
A medida que el viajero se volvía más expansivo, yo me sentía cada vez más tembloroso y encogido; sentía una furiosa comezón en toda la piel.
– Yo quería ser farmacéutico -le dijo mi padre-. Pero cuando salí del instituto no teníamos dinero. Mi padre nos dejó una Biblia y un cajón lleno de deudas. Pero no le culpo, el pobre diablo trató de hacer lo que consideraba correcto. Algunos de mis chicos (soy profesor) han ido a la facultad de farmacia y por lo que me han contado yo no hubiera tenido la inteligencia necesaria para estudiar esa carrera. Los farmacéuticos han de ser inteligentes.
– ¿Y tú que vas a ser, chico?
A mi padre le avergonzaba mi voluntad de ser pintor.
– Este pobre chico está tan confundido como yo -le dijo al hombre-. Tendría que abandonar esta región e irse hacia el sur, a que le dé el sol. Tiene un problema muy grave con su piel.
Efectivamente, mi padre había abierto mi ropa para mostrar mis costras. Bajo el brillo de mi ira su perfil parecía el de una ciega roca.
– ¿Es cierto, chico? ¿Qué te ha pasado?
– Tengo la piel azul -dije yo con voz congestionada.
– Bromea -dijo mi padre-. Es endiabladamente bromista cuando habla de esto. Lo que mejor le iría sería irse a Florida; seguro que si usted fuera su padre ya estaría allí.
– Espero estar allí dentro de dos o tres semanas -dijo el hombre.
– ¡Lléveselo con usted! -exclamó mi padre-. Si alguna vez un muchacho mereció cambiar, éste es. Yo ya estoy acabado. Ha llegado la hora de que tenga un nuevo padre; sólo soy un montón de basura que camina.
Tomó esa metáfora del enorme vertedero de Alton, que acababa de aparecer al lado de la carretera. En diversos puntos de aquellas hectáreas llenas de desperdicios humeaban algunas hogueras. Las cosas, al oxidarse y pudrirse, adquieren un esperanzador tono pardo y, en sus montones de cenizas, toman formas fantásticas, recortadas y emplumadas como helechos. La constante brisa que bajaba por el río empujaba trocitos de papel de colores que parecían un desfile de pancartas contra los tiesos tallos de la maleza. Más allá, el Running Horse reflejaba en su franja de agua barnizada de negro el silencioso azul cobalto que cerraba como una cúpula el espacio. Los grandes depósitos de gasolina de color elefante, montados sobre estructuras cilíndricas, se alineaban en el horizonte de ladrillos de la ciudad: Alton, la ciudad carmín, la ciudad secreta, tendida como un forro en el regazo de sus colinas verde morado. La verde cima del monte Alton era una pincelada de negro. Mi mano, como si tuviera un pincel, hizo un movimiento nervioso. Los rieles del ferrocarril se deslizaban plateados paralelamente a la carretera; de los aparcamientos de las fábricas, llenos ya a esa hora, salían destellos; y la carretera se convirtió en una calle de las afueras que describía curvas entre tiendas de coches, avejentados restaurantes, y casas con tejados de ripias.
– Ya hemos llegado -le dijo mi padre al viajero-. Ésta es la grande y gloriosa ciudad de Alton. Si cuando era pequeño hubiera venido alguien y me hubiera dicho que moriría en Alton, me hubiera reído en su cara. Jamás había oído hablar de esta ciudad.
– Es muy sucia -dijo el hombre.
A mí me parecía bellísima.
Mi padre detuvo el coche en el cruce de la Carretera 122 y Lancaster Pike; la luz estaba roja. Hacia la derecha la calle se convertía en un puente de hormigón, el Running Horse Bridge; al otro lado empezaba el núcleo principal de Alton. A la izquierda había una carretera. A cinco kilómetros estaba Olinger y tres kilómetros más allá, Emy.
– Ya llegamos -dijo mi padre-. Tenemos que abandonarle otra vez al frío.
El viajero abrió su puerta. Desde que mi padre había hablado de mi piel, las emanaciones de coqueteo que llenaban el ambiente habían disminuido. Sin embargo, noté un contacto, quizás accidental, en la parte posterior de mi cuello. Una vez fuera, el vagabundo apretó el paquete de papeles contra su pecho. Su rostro líquido se endureció.
– He disfrutado conversando con usted -le gritó mi padre.
El hombre sonrió con expresión burlona:
– Sí.
La puerta se cerró de golpe. La luz se puso verde. El ritmo de mis latidos se hizo más lento. Nos dirigimos hacia la derecha y avanzamos contra la corriente de automóviles que entraban en Alton. Miré a nuestro invitado a través de la polvorienta ventanilla trasera y su imagen, como la de un mensajero con su paquete, fue empequeñeciéndose. El hombre se convirtió en una parda brizna junto al puente, que voló hacia arriba y desapareció. Mi padre, con un tono muy realista, me dijo:
– Ese hombre era un caballero.
Sentía en mi interior una rabieta intensa que me producía una gran comezón; durante el resto del camino hasta el instituto traté fríamente de reprender a mi padre.
– Ha sido magnífico -dije-. Verdaderamente magnífico. Tenías tanta prisa que ni siquiera me dejaste desayunar un poco, y luego coges a un maldito vagabundo y recorres innecesariamente cinco kilómetros para llevarle a donde él quiere sin que ni siquiera se moleste en darte las gracias. Ahora sí que llegaremos tarde al instituto. Puedo ver a Zimmerman mirándose el reloj y recorriendo los pasillos mientras se pregunta dónde puedes haberte metido. La verdad, papá, yo creía que de vez en cuando demostrarías tener un poco más de sentido común. No entiendo qué encuentras en estos vagabundos. ¿Acaso tuve yo la culpa porque al nacer te impedí convertirte en uno de ellos? Florida. Y no sé por qué tuviste que hablarle de mi piel. Ha sido algo muy agradable, te lo agradezco. ¿Por qué no me has pedido que me quitara la camisa, una vez puestos? Seguramente tendría que haberle enseñado las costras de mis piernas. ¿Por qué insistes en contárselo todo a todo el mundo? A nadie le importa nada de esto, lo único que le importaba a ese imbécil era matar perros y respirar justo en mi cogote. Las escalinatas blancas de Baltimore, por Dios. Dime la verdad, papá, ¿en qué piensas cuando te pones a hablar y hablar de esta manera?
Pero es imposible seguir regañando a una persona que no dice nada. Durante el segundo kilómetro permanecimos los dos en silencio. Él forzaba el coche, asustado ahora ante la idea de llegar tarde, y adelantaba un coche tras otro avanzando por el mismo centro de la carretera. El volante le resbaló al quedarle los neumáticos atrapados en las vías del tranvía. Pero tuvo suerte, hicimos el recorrido en poco tiempo. Cuando quedamos frente al cartel en el que los Lions, y los Rotary y los Kiwanis y los Elks nos daban la bienvenida a Olinger, mi padre dijo:
– No debe preocuparte que él sepa lo de tu piel, Peter. Lo olvidará. Esto es lo que se aprende cuando te dedicas a enseñar; la gente olvida todo cuanto se le dice. Cada día, cuando miro esas caras insensibles e inexpresivas, pienso en la muerte. Atraviesas sus cabezas sin dejar huella. Recuerdo que cuando mi padre supo que agonizaba, abrió los ojos y miró a mamá y también a Alma y a mí, y dijo: «¿Creéis que alcanzaré el perdón eterno?». A menudo pienso en ello. El perdón eterno. Era una frase horrible en labios de un pastor. Desde entonces he vivido amedrentado.
Cuando entramos en el aparcamiento del instituto, todavía se agolpaban en las puertas los últimos chicos. Debía de hacer muy poco que había sonado la campana. Al darme la vuelta para salir del coche y recoger mis libros, miré el asiento de atrás.
– ¡Papá! -grité-. ¡Tus guantes han desaparecido!
Mi padre se había alejado ya algunos pasos del coche. Volvió y barrió su cabeza con su mano salpicada de verrugas para quitarse el gorro azul. El pelo se le erizó por la electricidad.
– ¿Qué? ¿Se los ha llevado ese bastardo?
– Seguramente. No están aquí. Sólo quedan la cuerda y el mapa.
Le bastó un instante para encajar esta revelación.
– Bueno -dijo-, él los necesita más que yo. Ese pobre diablo no tenía dónde caerse muerto.
Y se puso de nuevo en marcha, tragando el camino de cemento con generosas zancadas. Luchando por sujetar mis libros, no conseguí ponerme a su altura y mientras le seguía a una distancia cada vez mayor, la pérdida de los guantes, la manera como permitía que mi caro regalo, que tanto esfuerzo me había exigido, se le fuera de las manos, hizo nacer un torpe peso en el punto en que apretaba mis libros contra el abdomen. Mi padre era nuestro proveedor; él recogía las cosas para luego desparramarlas por todo el mundo; mi ropa, mi comida, mis lujosas esperanzas eran cosas que había recibido de él, y por primera vez me pareció que su muerte, incluso siendo tan imposible que parecía encontrarse tan lejana como las estrellas, era una amenaza grave y temible.