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Caldwell se dio la vuelta y al volverse recibió en el tobillo el impacto de una flecha. La clase estalló en una carcajada. El dolor desconchó el delgado núcleo de su mentón, se arremolinó en las complejidades de su rodilla, y, más hinchado y ancho, más atronador, trepó por sus intestinos y le forzó a levantar la vista hacia la pizarra, donde acababa de escribir con tiza la cifra 5.000.000.000, el número probable de años de vida del universo. La risa de la clase, desde el primer estridente ladrido de sorpresa hasta los abucheos lanzados contra su objetivo con total premeditación, parecía atropellarle, aplastar la intimidad que tanto deseaba, una intimidad en la que hubiera podido recogerse con su dolor, calibrar su intensidad, estimar su posible duración e inspeccionar su anatomía. El dolor extendió un tentáculo por su cabeza y desplegó sus húmedas alas a lo largo de las paredes de su tórax, de modo que Caldwell, víctima de una repentina ceguera roja, tuvo la sensación de ser un gran pájaro en el momento de despertar. El encerado, una pizarra lechosa que conservaba aún huellas de las manchas dejadas al ser limpiada el día anterior, se adhirió a su conciencia como una membrana. Los peludos artejos del dolor parecían desplazar su corazón y sus pulmones; cuando empezó a hincharse el apretón de dolor en su garganta, a Caldwell le pareció que, como si se tratara de un resto de comida puesto sobre una bandeja, levantaba todo lo que podía su cerebro para impedir que aquella hambre lo alcanzara. Varios chicos, vestidos con camisas de todos los colores del arco iris, se habían subido a sus pupitres para lanzar impúdicas miradas y aullidos al profesor, apoyando sus enlodados zapatos en los asientos plegables. La confusión llegó a ser insoportable. Caldwell se fue cojeando hacia la puerta y la cerró a su espalda dejando atrás los furiosos y festivos ruidos.

Una vez en el pasillo, el extremo emplumado de la flecha arañaba el suelo a cada paso. El chirrido metálico se mezclaba de forma desagradable con el seco susurro. Se le empezó a revolver el estómago y sintió náuseas. Las oscuras y largas paredes ocres del pasillo se agitaron como olas; las puertas de las aulas, sobre las cuales aparecía el número correspondiente a cada una, semejaban paneles de un experimento sumergidos en un líquido activado y cargado de voces de los chicos y chicas que recitaban en francés, cantaban himnos y discutían problemas de sociología. Avez-vous une maison jolie? Oui, j'ai une maison très jolie, sus ambarinas olas de cereales, los majestuosos montes que se elevan sobre las huertas a lo largo de nuestra historia niños y niñas (ésta era la voz de Folos), el gobierno federal ha ido aumentando su prestigio y su autoridad, pero no debemos olvidar, niños y niñas, que por nuestro origen somos una unión de repúblicas soberanas, los Estados Dios derramó en ti su gracia, y coronará tu bondad con la fraternidad…. la bella canción persistía ciegamente en el cerebro de Caldwell. El mar brillante. Las tonterías de siempre. La primera vez que la oyó fue en Passaic. ¡Qué extraño había sido su desarrollo desde entonces! Le parecía que su mitad superior flotaba en un firmamento estrellado de ideales y canciones cantadas por jóvenes voces; el resto de su ser se hundía pesadamente en una ciénaga en la que, con el tiempo, acabaría por hundirse. Cada vez que las plumas cepillaban el suelo, el astil abría su herida. Trató de evitar que esa pierna tocara el suelo, pero el desigual golpeteo de los tres cascos restantes hacía tanto ruido que temió que una de las puertas se abriera de golpe y saliera algún otro de los profesores para cerrarle el paso. En este crítico estado le parecía que sus colegas fueran los cabecillas de la chusma y amenazaran devolverle al aula con los estudiantes. Se produjo una débil convulsión en sus intestinos; luego, sin detenerse, depositó en los brillantes tableros barnizados que había justo enfrente de la vitrina desde donde le miraban los trofeos con sus cien ojos de plata, un oscuro y humeante cucurucho de helado desparramándose. Sus grandes flancos salpicados de gris se estremecieron de asco, pero, como el mascarón de proa de un barco que se hunde, su cabeza y su torso siguieron avanzando.

El contorno acuoso y borroso que había encima de las puertas laterales le empujaba hacia delante. Allí, al final del pasillo, la luz del exterior entraba en la escuela a través de unas ventanas protegidas por fuera contra los actos de gamberrismo, y esa luz, al no poder extenderse en aquella atmósfera viscosa y barnizada, quedaba capturada, como el agua en el aceite, sobre la entrada. La mariposa nocturna que tenía en su interior dirigió hacia esa burbuja azulada de luz el alto, bello y complejo cuerpo de Caldwell. Se le retorcieron las vísceras; una polvorienta antena cepilló el techo de su boca. Pero también notaba en el paladar una anticipación del aire fresco. El aire se hizo más brillante. Corcoveó ante la doble puerta de sucio cristal reforzado, y la abrió. En un tumulto de dolor, mientras la flecha iba golpeando las barandillas de acero, bajó las cortas escaleras que conducían al rellano de cemento. Mientras subía estos escalones, un niño había escrito apresuradamente con lápiz la palabra JODER en la pared oscura y lustrosa. Caldwell se aferró a la barra de latón, cerró los labios con determinación, apretó sus ojos asustados, y salió al aire libre.

Los orificios nasales se le convirtieron en dos plumas de escarcha. Era enero. El claro azul del alto cielo parecía imponente pero al mismo tiempo enigmático. El inmenso prado horizontal de la escuela, con las esquinas marcadas con grupos de pinos, estaba verde a pesar de ser pleno invierno; pero era un verde helado, paralizado, artificial, un vestigio de verde. Al otro lado de los terrenos de la escuela un tranvía, chirriando suavemente, flotaba cuesta arriba en dirección a Ely. Prácticamente vacío -eran las once de la mañana, y la gente que iba de compras se movía en aquel momento en dirección opuesta, hacia Alton-, se balanceaba ligeramente sobre sus vías, y a través de las ventanas los asientos de paja lanzaban chispas doradas. Una vez al aire libre, frente a aquella grandeza espacial, le pareció que el dolor se reducía. Empequeñecido, se había retirado hacia su tobillo, se había hecho duro, hosco y despreciable. La extraña silueta de Caldwell asumió una actitud de dignidad; sus hombros -algo estrechos para una criatura tan grande- se enderezaron, y avanzó, si no al trote, al menos con tal apremiante gracia estoica que su cojera quedó disimulada. Tomó el camino enlosado que se abría entre el helado césped y el sobresaturado aparcamiento. Debajo de su barriga las burlonas rejillas reflejaban destellos del blanco sol invernal; los arañazos de los cromados eran iridiscentes como diamantes. El frío comenzó a acortar su aliento. Detrás de él sonó un zumbido en la mole ladrillo-salmón del instituto, dando por terminada la clase que él había abandonado. Con un perezoso rumor digestivo, los alumnos cambiaban de aula.

El taller de Hummel estaba separado del Instituto de Olinger solamente por un pequeño río irregular de asfalto. Sus relaciones con el instituto no eran simplemente territoriales. Aunque ahora ya no, durante muchos años Hummel había pertenecido a la junta del instituto, y Vera, su joven esposa pelirroja, era la profesora de educación física de las chicas. Buena parte del movimiento comercial del taller procedía del instituto. Los chicos le llevaban sus cacharros averiados para que se los arreglara, y los más pequeños iban a hinchar sus pelotas de baloncesto con el aire que él les suministraba gratis. En la parte delantera del edificio, en la gran habitación donde Hummel tenía sus libros de cuentas y su destrozada y sucia biblioteca de catálogos de piezas de repuesto y donde dos mesas de despacho de madera puestas una al lado de otra sostenían una mordisqueada acumulación de papeles, cojinetes y ejes amontonados junto a inestables pilas de recibos color rosa, y una caja de cristal deslustrado cuya rota tapadera había sido arreglada con una tira de cinta aislante en forma de rayo, tenía también caramelos envueltos en crujientes papeles que esperaban los céntimos de los niños. Aquí, en una breve hilera de grasientas sillas plegables que dominaban un pozo de cemento de un metro y medio de profundidad cuyo fondo estaba al mismo nivel que el callejón de fuera, los profesores del instituto solían -aunque no tanto ahora como antes- sentarse al mediodía para fumar y comer Fifth Avenues y cacahuetes y pastillas para la tos y apoyar sus bien anudados y lustrosos pies sobre la barandilla y dejar que se destensaran sus martirizados nervios mientras, en el pozo de tres paredes que había debajo, los morenos hombres de Hummel reparaban y lavaban un automóvil que era como un inmenso recién nacido.

El acceso a la parte principal y más grande del taller se hacía por una rampa de asfalto tan rugosa, rayada, socavada, salpicada y llena de burbujas como una superficie de lava volcánica. En la ancha puerta verde que se abría para que entraran los vehículos motorizados había una pequeña puerta del tamaño de un hombre con las palabras DEJAD LA PUERTA CERRADA escritas con goteante pintura azul debajo del pestillo. Caldwell levantó el pestillo y entró. Su pierna malherida maldijo la necesidad de volverse para cerrar la puerta una vez dentro.

Unas chispas iluminaban la profunda y cálida oscuridad. El piso de la gruta estaba encerado y ennegrecido por manchas y gotas de aceite. Al final del largo banco de trabajo dos hombres amorfos con gafas protectoras acariciaban un gran abanico de llamas que caían convirtiéndose en gotas secas. Otro hombre, que miraba hacia arriba desde unas cuencas blancas incrustadas en una cara negra, rodó sobre su espalda y desapareció bajo la carrocería de un coche. Cuando sus ojos fueron adaptándose a la penumbra, Caldwell vio amontonados a su alrededor fragmentos de automóviles vueltos boca arriba, frágiles y fantasmales: guardabarros que parecían caparazones de tortuga, erizados motores cual corazones arrancados de sus cuerpos. El abigarrado aire estaba poblado de silbidos y furiosos golpes. Cerca de donde se encontraba Caldwell, una vieja estufa de carbón con una tripa en forma de olla dejaba ver por sus costuras cintas de color rosa brillante. Se lo pensó dos veces antes de abandonar su radio de calor, pero lo que tenía en el tobillo se estaba deshelando y su estómago temblaba agitadamente.

Hummel en persona apareció en la puerta del taller. Cuando avanzaban el uno hacia el otro, Caldwell experimentó la ridícula sensación de caminar hacia un espejo, porque Hummel también cojeaba. Tenía una pierna más corta que la otra, debido a una caída sufrida en su infancia. Tenía un aspecto encogido, pálido, ajado; los últimos años habían consumido al mecánico. Las cadenas de gasolineras de la Esso y la Mobil habían construido estaciones de servicio a pocas manzanas de allí, y ahora que la guerra había terminado y que todo el mundo podía comprarse un coche nuevo con el dinero ganado trabajando durante esos años, la demanda de reparaciones había descendido en picado.

– ¡George! ¿Ya es hora de comer?

La voz de Hummel, aunque no era potente, poseía sin embargo la cualidad de saber dar con un tono capaz de atravesar los ruidos del taller.

Cuando Caldwell contestó, brotó en el aire una serie especialmente fuerte y rápida de choques metálicos que aplastaron sus palabras; su voz, débil y tensa, llegó débilmente incluso a sus propios oídos:

– Qué va. Tengo una clase ahora mismo.

– ¿Qué pasa entonces?

El delicado rostro gris de Hummel, blanqueado por manchas de cerdas plateadas, se puso tímidamente alerta, como si cualquier cosa inesperada pudiera hacerle daño. Eso era debido a su mujer, Caldwell lo sabía muy bien.

– Mira -dijo Caldwell- lo que acaba de hacerme uno de esos malditos críos.

Caldwell puso su pie herido sobre un guardabarros partido, y levantó la pernera del pantalón.

El mecánico se inclinó hacia la flecha y tanteó las plumas. La mugre había penetrado profundamente en la piel de sus nudillos y sus dedos cubiertos de lubricante tenían un tacto sedoso.

– Astil de acero -dijo-. Has tenido suerte que la punta saliera limpiamente.

Hizo una señal y un pequeño trípode con ruedas se acercó traqueteando por el irregular piso negro. Hummel tomó unas tijeras de cortar cables, de las que tienen una bisagra acodada para que se pueda hacer más palanca. Del mismo modo que ocurre cuando el hilo de un globo hinchado con helio se escapa de los dedos de un niño distraído, el miedo hizo flotar libremente los pensamientos de Caldwell. Mareado y abstraído, trató de analizar las tijeras como si se tratara de un diagrama: la potencia mecánica es igual al peso más la fuerza menos la fricción, longitud de la palanca PF (fulcro = tornillo) por la distancia FB, donde B es el punto de mordedura de la brillante mandíbula en forma de medialuna, multiplicado por la potencia mecánica secundaria del complejo accesorio fulcro-palanca, multiplicado a su vez por la potencia mecánica de la tranquila y mugrienta mano de obrero de Hummel, la fuerza de contracción de los cinco flexores y las rígidas falanges, PM x PM x 5 PM = titánico. Hummel dobló su espalda para que Caldwell pudiera sostenerse en sus hombros. Como no estaba seguro de que se le hubieran ofrecido los hombros para este fin, y como no quería cometer un desliz, Caldwell se mantuvo erecto y miró hacia arriba. Los perlados tablones del techo del garaje estaban como pintados de terciopelo por las telarañas y el humo que subía desde abajo. A través de su rodilla Caldwell notó que la espalda de Hummel se movía con estremecimientos para encajarse mejor; notó el tacto del metal contra su piel a través del calcetín. El parachoques temblaba a causa de la inestabilidad. Los hombros de Hummel se tensaron por el esfuerzo y Caldwell clavó sus dientes en un sofocado grito de protesta porque parecía que las tijeras mordían un nervio de su anatomía en lugar de la varilla de acero. Las medialunas de las tijeras rechinaron; con un rápido empuje telescópico el dolor de Caldwell subió disparado hacia arriba; fulgurante; y luego los hombros de Hummel se relajaron.

– No sirve de nada -dijo el mecánico-. Creía que quizás estaría hueco, pero no lo está. George, tendrás que acercarte al banco.

Temblando a todo lo largo de sus piernas, que le parecían tan delgadas y raquíticas como los radios de una rueda de bicicleta, Caldwell siguió a Hummel y puso obedientemente su pie sobre una caja de Coca-Colas que el viejo encontró revolviendo entre la hollinienta cacharrería que había debajo del largo banco de trabajo. Tratando de hacer caso omiso a la flecha que, como un defecto óptico de la parte inferior de su campo de visión, le seguía a todas partes, Caldwell se concentró en un cesto lleno de bombas de gasolina estropeadas. Hummel tiró de la cadenita que servía para encender una bombilla eléctrica sin pantalla. Las ventanas estaban cubiertas de una capa de pintura que las hacía opacas; en las paredes se alineaban llaves inglesas colocadas por orden de tamaño, martillos de punta redonda con el mango cubierto de cinta aislante, taladros eléctricos, destornilladores de un metro de largo, complicadas herramientas llenas de ajustes y ruedas cuyos nombres y funciones Caldwell no llegaría nunca a saber, pulcros rollos de cables, calibradores, tenazas y, enganchados y pegados aquí y allá en las grietas y zonas libres, anuncios tostados, rotos y viejos. En uno de ellos había un gato que levantaba una de sus patas, y en otro un gigante que trataba en vano de romper una correa de ventilador patentada. Una tarjeta decía: LA SEGURIDAD ES LO PRIMERO, mientras que otra, pegada en un cristal de una ventana, rezaba:



Como si el banco hubiera sido inundado por el desbordamiento de un himno material dedicado a la creación material, su superficie estaba sembrada de lazos de goma, tubos de cobre, cilindros de grafito, codos de hierro, latas de aceite, pedazos de madera, trapos, gotas, y polvorientos fragmentos de todos los elementos. Unos intensos destellos de luz producidos por los dos obreros que estaban debajo iluminaban este revoltillo de objetos y herramientas. Estaban modelando algo que parecía una faja de bronce llena de adornos para una mujer de cintura diminuta y caderas acampanadas. Hummel se puso un guante de asbesto en la mano izquierda y cogió del montón un ancho pedazo de lata. Con las tijeras abrió el metal desde uno de sus lados hacia el centro y, con brusca destreza, dobló hábilmente la lata, dándole forma de embudo, y la colocó a modo de escudo en torno a la flecha clavada en la parte posterior del tobillo de Caldwell.

– Así no notarás tanto el calor -le explicó, sacudiendo la mano del guante-. Archy, ¿podrías dejarme un momento el soplete?

El ayudante, evitando meter los pies en el barullo de cables, acercó el soplete de acetileno, que era como un jarrito negro que escupía una llama blanca de bordes verdes. Entre la boquilla y la llama quedaba un espacio transparente. Caldwell, presa de pánico, apretó las mandíbulas. Había comprobado que la flecha era como un nervio al descubierto y se dispuso a soportar el necesario dolor.

No sintió nada. Mágicamente, se encontró en el centro de un inmenso nimbo de insensibilidad. La luz dio vida a una serie de sombras triangulares que aparecieron por todas partes, en el banco de trabajo, en las paredes. Sosteniendo en su mano enguantada el escudo de metal, y sin protegerse con las gafas, Hummel bizqueó mientras miraba el ardiente y ronroneante corazón del tobillo de Caldwell. Los puntos de sus dos ojos tenían un brillo fanático enmarcado por un rostro de palidez mortal que aparecía en un drástico escorzo. Caldwell bajó la mirada, y un mechón suelto del encanecido cabello de Hummel cruzó ante sus ojos, tembló, y desapareció en medio de una espiral de humo. Los obreros miraban en silencio. Parecía que costaba demasiado tiempo. Ahora Caldwell empezaba a notar el calor; el tacto metálico que sentía su piel era cada vez más ardiente. Pero si cerraba los ojos podía contemplar en la parte superior de su cerebro la flecha que se iba doblando, fundiéndose; sus moléculas cedían. Algo metálico y pequeño golpeó el suelo. La tensión alrededor de su pie desapareció. Abrió los ojos, y la llama se apagó. La luz amarilla de la bombilla eléctrica parecía ocre.

– Ronnie, tráeme un trapo bien empapado.

Hummel le explicó a Caldwell:

– No quiero extraerla mientras esté caliente.

– Eres un magnífico artesano, maldita sea -dijo Caldwell.

La voz le salió más débil de lo que esperaba, su alabanza resultó insípida. Miró a Ronnie, un chico con un solo ojo y hombros abultados, que tomaba un trapo grasiento y lo metía en un pequeño cubo de agua negruzca que estaba bajo una lejana bombilla eléctrica. La luz reflejada fluctuó y saltó en el agua contaminada como para liberarse de ella. Ronnie le entregó el trapo a Hummel y éste se agachó y se lo aplicó. Una fría humedad entró goteando en el zapato de Caldwell y un siseo ligeramente aromático subió hasta sus orificios nasales.

– Ahora esperaremos un minuto -dijo Hummel, que se quedó agachado sosteniendo cuidadosamente el pantalón de Caldwell para que no cayera sobre la herida.

Caldwell se topó con las miradas de los tres obreros -el tercero había salido de debajo del coche- y dejó escapar una sonrisa de autodesaprobación. Ahora que el alivio estaba al alcance de la mano quedaba un margen para la turbación. Su sonrisa hizo que los mecánicos fruncieran el ceño. Para ellos fue como si un automóvil hubiera tratado de hablar. Caldwell dejó que se le desenfocara la mirada y pensó en cosas lejanas, campos verdes, la ligereza de Cariclo, la niñez de Peter, la época en la que empujaba el cochecito que él mismo había construido con una larga horqueta por las aceras bajo los castaños de indias. Entonces eran demasiado pobres para poder comprar un coche de niño; el chiquillo había aprendido a conducir, quizá demasiado pronto. Cuando tenía tiempo, Caldwell se preocupaba por el chico.

– Vamos a ver, George: aguanta -dijo Hummel.

La flecha se deslizó hacia atrás con un diestro y fuerte tirón. Hummel se puso en pie, con la cara enrojecida de calor o satisfacción. Los mecánicos se agruparon en torno a los dos pugnando entre sí por ver el plateado astil, pintado de sangre por el extremo sin plumas. Caldwell notó que su tobillo, libre por fin, parecía blando, sin fuerza.

Le pareció que el zapato se le llenaba de un líquido tibio y pesado. El dolor había adquirido una nueva coloración, había penetrado en el espectro de la curación. El cuerpo lo notaba. El dolor le llegaba ahora rítmicamente hasta el corazón: la respiración de la naturaleza.

Hummel se inclinó y cogió algo del suelo. Lo sostuvo delante de su nariz y lo olió. Después lo puso en la palma de Caldwell: todavía estaba caliente. Era una punta de flecha, de tres caras, tan afiladas que sus bordes eran cóncavos, pero le pareció que aquel objeto era demasiado delicado para haberle causado tan tremenda dislocación. Caldwell notó que sus palmas estaban salpicadas de puntos rojos producidos por la conmoción y el agotamiento; una película de sudor brotó en sus sienes.

– ¿Por qué la has olido? -le preguntó a Hummel.

– Quería saber si estaba envenenada.

– Es imposible, ¿no?

– No sé. Los chicos de hoy día… -Luego añadió-: No he olido nada.

– No creo que sean capaces de una cosa así -insistió Caldwell pensando en Aquiles y Hércules, en Jasón y Esculapio, en sus caras atentas y respetuosas.

– Lo que me gustaría saber es de dónde sacan el dinero esos chicos -dijo Hummel como si hiciera un amable intento de alejar los pensamientos de Caldwell de la desesperante materia.

Luego sostuvo en su mano el astil decapitado y se limpió la sangre del guante.

– Buen acero -dijo-. Es una flecha cara.

– Sus padres dan a estos bastardos todo lo que les piden -dijo Caldwell, que se sentía más fuerte y despejado.

La clase, tenía que regresar.

– Circula demasiado dinero por ahí -dijo el viejo mecánico con triste desprecio-. Compran cualquier cacharro que produzca Detroit.

Su cara había recuperado el gris de siempre, el bronceado del acetileno; arrugada y delicada como una hoja de papel de estaño doblada demasiadas veces, su cara adquirió un aspecto casi femenino que delataba una tranquila aflicción, y Caldwell se puso nervioso.

– ¿Cuánto te debo, Al? Tengo que regresar. Zimmerman pedirá mi cabeza.

– Nada, George, no es nada. Me alegro de haber podido quitártela. -Se rió-. No todos los días saco flechas de los tobillos de la gente.

– No puedo aceptarlo. Le he pedido a un artesano que utilizara en mí su destreza… -dijo, llevándose la mano, con un ademán poco sincero, hacia el bolsillo de la cartera.

– Déjalo, George. Ha sido sólo un minuto. Sé lo bastante fuerte como para aceptar un favor. Me ha dicho Vera que eres de los pocos que no tratan de hacerle la vida imposible ahí al lado.

A Caldwell le pareció que se le petrificaba el rostro. Se preguntó hasta qué punto sabía Hummel las razones por las cuales la gente le hacía la vida imposible a Vera. Tenía que regresar.

– Al, te estoy muy agradecido, de verdad.

Nunca, no sabía por qué, nunca era capaz de comunicar su agradecimiento. Te pasas la vida en un pueblo y te cruzas con gente que te gusta y nunca se lo dices, porque te da vergüenza.

– Toma -dijo Hummel-. ¿No quieres esto?

Sostenía en la mano el brillante astil de la flecha. Caldwell había dejado caer distraídamente la punta en el bolsillo de su chaqueta.

– No. Quédatelo tú.

– No. ¿De qué me serviría? Ya tengo el taller bastante lleno de trastos. Enséñaselo a Zimmerman. Los profesores de las escuelas estatales no tienen por qué soportar tanta mierda.

– De acuerdo, Al, tú ganas. Gracias. Muchas gracias.

La plateada varilla era demasiado larga y salía del bolsillo de su chaqueta como una antena de coche.

– Dile a Zimmerman que los profesores tendrían que estar protegidos de chicos como ésos.

– Díselo tú. Quizás a ti te haga caso.

– Es posible. Lo digo en serio. Quizá me haga caso.

– También yo lo decía en serio.

– No sé si sabes que yo formaba parte de la junta cuando Zimmerman fue contratado.

– Lo sé.

– Muchas veces me he arrepentido.

– No tienes por qué.

– ¿No?

– Es un hombre inteligente.

– Sí…, sí, pero le falta algo.

– Zimmerman es un hombre que entiende el poder, pero no sabe mantener la disciplina.

Un nuevo dolor inundó la espinilla y la rodilla de Caldwell. Le dio la sensación de que nunca había entendido a Zimmerman tan bien como en aquel momento y que jamás lo había expresado tan correctamente, pero Hummel, fastidiosamente obtuso, se limitó a repetir su observación:

– Le falta algo.

Caldwell sabía que la clase estaba a punto de empezar; lo notaba en sus intestinos, cada vez más retorcidos.

– Tengo que regresar -dijo.

– Buena suerte. Dile a Cassie que el pueblo la echa de menos.

– Es feliz como una alondra. Siempre había deseado vivir en el campo.

– Y el abuelo Kramer, ¿cómo está?

– Magnífico. Llegará a los cien años.

– ¿Te molesta tener que ir y venir en coche?

– No, la verdad es que disfruto con ello. Así tengo una oportunidad de hablar con el chico. Cuando vivíamos en el pueblo apenas nos veíamos.

– Ese muchacho es brillante. Me lo ha dicho Vera.

– Tiene el cerebro de su madre. Sólo le pido a Dios que no herede mi feo cuerpo.

– George, ¿puedo decirte algo?

– Claro.

– Es por tu bien.

– Di lo que quieras, Al. Eres mi amigo.

– ¿Sabes cuál es tu problema?

– Soy testarudo e ignorante.

– En serio.

«Lo que a mí me pasa -pensó Caldwell-, es que esta pierna me está matando.»

– ¿Qué?

– Eres demasiado modesto.

– Al, has dado en el clavo -dijo Caldwell, y se dio la vuelta.

Pero Hummel le sujetó.

– ¿Va bien el coche?

Hasta que fueron a vivir a quince kilómetros del pueblo, los Caldwell se las habían arreglado sin coche. En Olinger podían ir a todas partes andando, y para ir a Alton cogían el tranvía. Pero al comprar la casa del viejo Kramer, el coche se hizo imprescindible. Hummel les había conseguido un Buick del 36 por sólo 375 dólares.

– Maravilloso. Es un coche maravilloso. Me daría de bofetadas por haber roto la rejilla del radiador.

– Eso es fácil de soldar, George. Pero ¿el coche va bien?

– De ensueño. Te estoy muy agradecido, Al, no creas que no lo tengo en cuenta.

– El motor tiene que estar bien; el hombre ése nunca iba a más de sesenta por hora. Tenía una funeraria.

Hummel le había dicho aquello mismo mil veces. Aquel hecho parecía fascinarle.

– No tengo miedo -dijo Caldwell, suponiendo que para Hummel el coche estaba lleno de fantasmas.

De hecho, no era más que un sedán corriente, un cuatro puertas en el que no había espacio para transportar cadáveres. Aunque también era cierto que era el coche más negro que Caldwell había visto en su vida. A esos viejos Buick los pintaban con laca de verdad.

Su conversación con Hummel le estaba poniendo nervioso. En su cabeza un reloj hacía tictac; la escuela le llamaba con perentoriedad. Una música descoyuntada parecía dar tirones al agotado rostro de Hummel. Imágenes de junturas sueltas, hilos gastados, depósitos de carbón y metal golpeado dificultaban con sus telarañas la visión que Caldwell tenía de Hummel: ¿nos estamos separando? Una marcha se negaba a entrar en su mente, patinaba el engranaje: laca de verdad, laca, laca, laca.

– Al -protestó-, tengo que irme. ¿De verdad que no aceptarás nada?

– Ni una palabra más, George.

Así eran esos aristócratas de Olinger. No aceptaban dinero, pero su tono era siempre autoritario. Te forzaban a aceptar sus favores y aquello les convertía en dioses.

Se fue hacia la puerta, pero Hummel le siguió cojeando. Los tres Cíclopes parloteaban en voz tan alta que los dos se dieron la vuelta. Archy, que hacía brotar de su garganta un ruido que recordaba una carnicería de pájaros, señalaba el suelo. En el cemento manchado un zapato había dejado unas huellas húmedas. Caldwell examinó su pie herido; el zapato estaba empapado de sangre. Negro a la parda luz, rezumaba por encima del tacón.

– George, será mejor que te lo hagas curar -dijo Hummel.

– Iré a la hora de comer. Deja que continúe sangrando. -La idea del veneno le obsesionaba-. Que se limpie solo.

Abrió la puerta y quedaron encerrados dentro de una caja de aire frío. Al dar un paso hacia fuera, Caldwell cargó demasiado peso sobre el pie que sangraba y dio un salto, sorprendido.

– Díselo a Zimmerman -insistió Hummel.

– Lo haré.

– De verdad, George, díselo.

– No tiene remedio, Al. Los chicos de ahora no son como los de antes; Zimmerman quiere que se nos coman.

Hummel soltó un suspiro. Su mono de color pistola parecía deshinchado; una lluvia de limaduras de hierro cayó de su pelo.

– Son malos tiempos, George.

El largo rostro estirado de Caldwell hizo un raro gesto, como un pellizco; iba a hacer un chiste. No solía bromear:

– No es la Edad de Oro, indudablemente.

La actitud de Hummel era patética, decidió Caldwell al alejarse. Aquel diablo solitario no sabía callar, siempre tenía que seguir hablando. Ya no hacían falta mecánicos como él; todo se producía en serie. Desperdicios. Si se te gasta uno, cómprate otro. Zas. Bum. Rómpelos. Los únicos aprendices que ha podido encontrar para el taller son imbéciles con un solo ojo, y, mientras, su mujer se acuesta con medio pueblo, y se meten los de la Mobil y hasta se rumorea que también vendrá la Texaco, y Hummel está muerto; es deprimente. Mira que ocurrírsele oler la flecha para ver si había veneno, brr.

Pero mientras proseguía su cojeante caminar hacia el instituto, y el frío aplastaba su gastado traje marrón contra su piel, el corazón de Caldwell cambió de tono. En el garaje no hacía frío. Aquel viejo se había portado bien con él. Siempre se había portado así; Hummel era sobrino político del abuelo Kramer. Había sido el personaje más influyente de la junta del instituto cuando Caldwell consiguió su puesto, en los momentos en que más grave era la Depresión, cuando murieron todos los olivos y Ceres erraba por el país llorando la desaparición de su hija raptada. Donde caía una de sus lágrimas, no volvía a crecer la hierba. La guirnalda que llevaba se volvió venenosa, y ahora las plantas venenosas [1] florecían en todos los establos. Hasta entonces todos los elementos de la naturaleza habían tratado amablemente al hombre. Todas las bayas tenían un suave efecto afrodisíaco, y, cuando volvía de Pelión a medio galope, Caldwell había podido espiar muchas veces a la joven Cariclo, que estaba recogiendo berros.

Se acercó a la inmensa pared naranja. Bajaban planeando hasta él como copos de nieve los ruidos de las aulas. Metal golpeando un quebradizo cristal. Folos apareció en una ventana, con una pértiga en la mano, y puso cara de asombro al ver a su colega. Sus gafas rectangulares y pasadas de moda lanzaron un destello de sorpresa bajo el pulcro gorro de pelo peinado con raya en medio. En su juventud, Folos había sido un semiprofesional del béisbol y la persistente marca de la gorra seguía haciendo caer el cabello por encima de sus orejas, aunque su ancha frente era ahora un río de arrugas propias de la madurez. Caldwell saludó lacónicamente a su amigo con la mano, y exageró su cojera, como para explicar por qué había salido del instituto. Aunque se movía con la brusquedad de un juguete de diez centavos, en realidad apenas exageraba; el dolor que sentía en el tobillo seguía siendo bastante molesto después de las radiantes atenciones de Hummel. Cada dos pasos, el calor de la tierra trepaba más y más por la pierna en dirección a la rodilla. Caldwell alcanzó la puerta lateral y se agarró a la barra de latón. Antes de entrar aspiró profundamente el aire fresco y lanzó una mirada penetrante hacia arriba, como para responder a un grito. Más allá del borde de la pared anaranjada el adamantino cenit azul pronunciaba su incesante monosílabo: yo.

Una vez dentro del instituto, algo jadeante, hizo una pausa en el felpudo de goma del rellano. En la lustrosa pared amarilla seguía escrito JODER. Para evitar que Zimmerman pudiera oír desde su oficina del primer piso la trápala de sus cascos, Caldwell tomó el camino subterráneo. Bajó los escalones y dejó atrás el vestuario de los chicos, que tenía la puerta abierta. La ropa estaba esparcida desordenadamente y sobre ella holgazaneaban algunas nubes de vapor. Caldwell empujó la puerta de cristal reforzado y entró en el gran estudio del sótano. A todo lo ancho y largo de la sala los niños permanecían anormalmente quietos. Medusa, que era capaz de imponer una disciplina perfecta, estaba sentada en el pupitre principal; levantó la vista, y Caldwell, evitando mirarla a la cara, percibió los lápices amarillos que salían de su pelo revuelto. Con la cabeza alta, la mirada al frente y los labios apretados con gazmoñería, recorrió la sala junto a la pared que estaba a su derecha. Del otro lado de esta pared, que era donde se enseñaban las artes industriales, le llegaban los esforzados llantos, ¡txz! aeiii, de la madera torturada; a su izquierda oyó el susurro de los niños que sonaba como el ruido de las piedras de una playa ante la amenazadora llegada de la marea. No volvió la cabeza hasta haber llegado a la puerta del otro extremo de la sala. Una vez allí se volvió para ver si había dejado huellas. Como temía, una pista de semicircunferencias rojas dejadas por su casco, marcaba su paso. Azorado, se pellizcó los labios; tendría que dar explicaciones a los bedeles y excusarse.

En la cafetería se movían las mujeres del delantal verde disponiendo las cajas de cartón que contenían leche con chocolate que se vendían a ocho centavos, preparando las bandejas de bocadillos envueltos en papel de plata, y revolviendo las grandes ollas de caldo. Hoy era de tomate. Aquel nauseabundo olor plañidero llenaba el volumen de mosaico. Mom Schreuer, un alma gorda cuyo hijo era dentista y que tenía el delantal ennegrecido a la altura de su regazo por haberse apoyado en la cocina, agitó hacia él una paleta de madera. Caldwell, sonriendo como un niño que ha recibido un saludo, también agitó su mano. Siempre se sentía más seguro cuando estaba entre el personal encargado de los servicios de la escuela, los que alimentaban sus hornos, los bedeles, las cocineras. Todos ellos le recordaban a la gente de verdad, a la gente que había conocido durante su infancia en Passaic, estado de Nueva Jersey, donde su padre había sido un pobre pastor de una pobre parroquia. Todos los habitantes de la calle de su casa tenían una ocupación fácil de nombrar -lechero, soldador, impresor, albañil- y cada una de las casas de aquella hilera tenía a sus ojos, gracias a sus particulares grietas, cortinas y macetas, un rostro propio. Hombre modesto, Caldwell se sentía más cómodo en los sótanos del instituto. Allí hacía menos frío; cantaban los tubos de vapor, se entendían las conversaciones.

Aquel gran edificio era simétrico. Abandonó la cafetería subiendo una escalera y llegó al vestuario de las chicas. Territorio prohibido; pero por lo revuelto que estaba el vestuario de los chicos sabía que en aquel momento estaban haciendo gimnasia los varones y no había peligro de cometer el error de penetrar en el lugar sagrado. Efectivamente, el vestuario estaba vacío. La gruesa puerta verde estaba abierta de par en par y dejaba ver una franja de suelo de cemento, un pedacito de un banco marrón y un alto segmento de armarios cerrados de las altas ventanas de cristal esmerilado. ¡Alto!

Fue allí precisamente donde Caldwell cometió, cansado, aquella imprudencia, se detuvo, irritados los ojos de haber estado corrigiendo ejercicios en la sala de las calderas mientras el edificio, abandonado ya por los alumnos, se oscurecía gradualmente y sonaba el tictac de los relojes en las aulas vacías, y sorprendió a Vera Hummel que, al otro lado de aquella misma puerta abierta también de par en par, envuelta en una nube de vapor, sostenía graciosamente una toalla azul que cubría parcialmente su cuerpo y dejaba ver sus ambarinas regiones sexuales salpicadas de blancas gotas de rocío.

– ¿Por qué se queda mi hermano Quirón boquiabierto como un sátiro? Sabes muy bien cómo son los dioses.

– Venus, señora mía -dijo inclinando su espléndida cabeza-, por un momento vuestra belleza me embelesó hasta el punto de hacerme olvidar que somos hermanos.

Ella se rió y, llevando hacia delante su pelo ambarino para dejarlo caer sobre un hombro, le dio unos golpecitos indolentes.

– Una fraternidad que quizá vuestro orgullo desdeña confesar. Porque, transformado en caballo, el padre Cronos os engendró en Fílira en la plenitud de sus fuerzas; mientras que cuando yo fui engendrada, lanzó los cortados genitales de Urano a la espuma como si de basura se tratase.

Volviendo su cabeza, Venus torció otra vez la descuidada cinta de su cabello. El agua bruscamente escurrida resbaló a lo largo del hueso de su clavícula. Su garganta se recortaba en silueta contra una húmeda nube roja; los cabellos del lado más cercano a Quirón se movían como caballos al galope. Ella mostró su perfil con la mirada gacha. La pose abrumó a Quirón y las tripas se le tensaron como cuerdas de arpa. Pese a lo patente de su insinceridad, la queja de Venus por lo bárbaro que había sido su nacimiento hizo tartamudear a Quirón en su intento de consolarla:

– Pero también mi madre era hija de Océano -dijo, y en el mismo instante supo que, al dar una respuesta a la ligera masturbación de Venus (aunque fuera una respuesta tan delicadamente seria como aquélla), había ido más lejos de la cuenta.

Los ojos pardos de Venus ardieron con una fuerza que arrebató a Quirón toda conciencia del cuerpo de la diosa; su forma brillante se convirtió en simple soporte de su iracunda divinidad.

– Sí -dijo ella-. Y Fílira detestaba tanto al monstruo que había parido que pensó que era preferible verse convertida en un tilo antes que tener que amamantarte.

Quirón se puso rígido; con su estrecha mentalidad de mujer ella había saltado al terreno de la verdad que más podía dolerle. Pero al despertar sus recuerdos de aquella mujer inolvidable, Venus le fortaleció contra ella. Al reflexionar sobre esta leyenda según la cual en una isla, tan diminuta que parecía al verla que estuviera cubierta por múltiples capas refractantes de agua, yacía abandonado un molusco mitad piel mitad membrana, que era su yo infantil, al reflexionar sobre este relato, uno entre otros muchos, con la única diferencia de que en éste una imagen desconocida llevaba su propio nombre, Quirón había llegado de adulto a mirar compasivamente, basándose en sus experiencias de los seres y su conocimiento de la historia, a Fílira, hija de Océano y de Tetis, más bella que inteligente y poseída por un brutal Cronos, que, sorprendido por la vigilante Rea, se transformó en un caballo semental y salió galopando para dejar que su semilla engendrara su adúltero fruto en el vientre de la inocente hija del mar. ¡Pobre Fílira! Su madre. El sabio Quirón era casi capaz de reconstruir su rostro cuando, lleno de lágrimas, le imploró a un cielo, cuyas normas habían sido transgredidas, la eximiesen del cumplimiento del deber -más antiguo incluso que el de las Cien Manos y que se remontaba a una época en que la conciencia no era más que polvo de polen errante en la oscuridad-, que ordenó que la mujer fuese el campo fecundo de la copulación, cuando rogaba a este cielo cruel que le perdonase el horrible fruto de una violación oscuramente comprendida y vergonzosamente deseada: así era, al borde mismo de la metamorfosis de su madre, como más claramente la veía Quirón; y cuando, en los momentos de tristeza y asombro de la juventud, iba a examinar los tilos, cuando siendo ya un vigoroso erudito de nuevas crines, de piel lustrosa aunque ligeramente rígida debido a la prudente dignidad con que había querido proteger su herida y por la piadosa resolución que iba a hacer de él guardián de tantos huérfanos de madre, abrazado Quirón por la ancha y suave sombra del árbol había creído descubrir en las actitudes tentativas de las ramas más bajas y en los estremecimientos de las hojas acorazonadas, una protesta, una esperanza de recuperar la forma humana, y hasta cierta satisfacción al ver al hijo crecido, lo cual, unido a sus serias y exactas investigaciones en torno a los procesos químicos de la suave miel del tilo, le permitió ampliar su visión con el sabor, el aroma y el tacto de una personalidad patética y demasiado dócil que, por la traición de unos pocos momentos de histeria, se vio convertida en esa arbórea benevolencia que, si hubiera seguido siendo humana, hubiera sido una benevolencia maternal ramificada en palabras sin sentido, tranquilas atenciones, y ademanes de amor. Después, acercando su cara al árbol, Quirón pronunciaba su nombre. Sin embargo, a pesar de tan dolorosos empeños de reconciliación, al reflexionar sobre la fábula de su nacimiento le dominaba a menudo un resentimiento infantil que socavaba amargamente su madura reconstrucción; la sed inmerecida de sus primeros días envenenaba sus labios; y la pequeña isla, de menos de cien metros de largo, en la que él, primero de una raza criada por su propia naturaleza en las cuevas, quedó expuesto a la intemperie, le parecía la imagen misma de la mujer: superficial, estrecha, y egoísta. Egoísta. Seducida con demasiada facilidad, rechazada con demasiada facilidad, la voluntad de la mujer llora compadecida de sí misma y es capaz de dejar que su fruto se pudra en una playa por culpa de unos pocos pelos de caballo. De esta forma, vista a través de una de las caras del prisma que él había construido analizando el relato, la burlona diosa de pequeño rostro que tenía delante era merecedora de compasión; mientras que vista a través de la otra, era detestable. En cualquiera de los dos casos, Venus quedaba reducida a una dimensión más pequeña.

Con voz grave, serena, Quirón le dijo:

– El tilo tiene muchas propiedades curativas.

Era una réplica deferente, si ella se dignaba aceptarla; y si no, una inofensiva verdad médica. Quirón debía, sin duda, su larga supervivencia en parte a un tacto propio de cortesano.

Mientras se pasaba la toalla por el cuerpo, ella le estudió; en todos sus rincones, la piel de Venus estaba cubierta de perlas transparentes. Tenía algunas pecas en los hombros.

– No te gustan las mujeres -le dijo ella.

Parecía que este descubrimiento no le agradara.

Él no contestó.

Venus rió; el brillo de sus ojos, a través del cual se derramaba un espléndido Otro mundo, se convirtió en una opaca suavidad animal y, sosteniendo airosamente la toalla en torno a su cuerpo con un brazo doblado hacia la espalda, salió del agua y le tocó el pecho con un dedo de la mano que tenía libre. Detrás de ella, el agua del estanque se liberó en anchos anillos del movimiento con que Venus la había agitado. El agua chapalateó contra las llanas orillas cubiertas de juncos, narcisos y fálicos lirios sin florecer; la tierra que había bajo sus estrechos pies cruzados de venas era un tapiz de musgo y hierba fina salpicada de violetas y pálidas anémonas de los bosques surgidas de la sangre de Adonis.

– De haber sido yo -le dijo ella con una voz que se ensortijaba en torno a las espirales del pensamiento de Quirón del mismo modo que, con cuidadosos movimientos circulares, las puntas de sus dedos se entremezclaban con la lana bronceada de su pecho-, me hubiera gustado mucho amamantar una criatura que combinaba el refinamiento y la dignidad del hombre con -sus párpados se bajaron; sus ambarinas pestañas soltaron un destello sobre sus mejillas; el plano de su rostro cambió de posición con disimulada coquetería, y Quirón notó que su mirada alcanzaba sus cuartos traseros- la tremenda potencia de un caballo.

La parte inferior de Quirón, una sierva poco dócil de su voluntad, se pavoneó por su cuenta; sus cascos traseros recortaron dos nuevos semicírculos en el esponjoso césped de la orilla del estanque.

– A menudo, señora, las combinaciones neutralizan lo mejor de sus componentes.

Por la amplitud de su sonrisa, Venus parecía la típica joven coqueta.

– Eso sería cierto, hermano, si tu cabeza y tus hombros fueran de caballo, y el resto humano.

Quirón, uno de los pocos centauros que conversaba habitualmente con personas cultivadas, había oído esta misma broma repetida muchas veces; pero la proximidad de Venus hizo que captase el chiste como si fuese nuevo. La risa de Quirón surgió con un timbre de estridente relincho, en degradante contraste con el comedido tono que había asumido en su conversación con aquella muchacha, de acuerdo con la posición que le daba su mayor edad, y su parentesco:

– Los dioses impedirían que naciera semejante monstruo -declaró Quirón.

La diosa adoptó una actitud pensativa.

– Tu confianza en nosotros resulta conmovedora. ¿Qué hemos hecho para merecer que nos adoren?

– No adoramos a los dioses por lo que los dioses hacen -recitó Quirón-, sino por lo que son.

Y, para su propia sorpresa, hinchó discretamente el pecho de forma que la mano de ella quedó apoyada con mayor firmeza sobre su piel. Ella se sintió bruscamente ofendida y le pellizcó.

– Oh, Quirón -dijo-. Si les conocieras como yo. Háblame de los dioses. Siempre me olvido de ellos. Nómbramelos. Sus nombres suenan grandiosos en tus labios.

Obediente a su belleza, esclavizado por la esperanza de que soltara la toalla, Quirón entonó:

– Zeus, Señor del Cielo; el rey del tiempo que manda sobre las nubes.

– Un lascivo rey de los embrollos.

– Hera, su esposa, la que vela por el sagrado matrimonio.

– La última vez que la vi estaba azotando a sus siervos porque Zeus llevaba un año entero sin pasar una noche en su cama. ¿Sabes cómo le hizo el amor Zeus la primera vez? Bajo la forma de un cuco.

– De una abubilla -corrigió Quirón.

– Era un cuco la mar de tonto, como los de los relojes. Nómbrame algunos dioses más. Me dan mucha risa.

– Poseidón, dios del encrespado mar.

– Un marinero de cubierta que padece debilidad senil. La barba le apesta a pescado muerto. Se tiñe el pelo de azul oscuro. Tiene un baúl lleno de pornografía africana. Su madre era una negra; se le nota en el blanco de sus ojos. Otro.

Quirón sabía que era mejor callar; pero secretamente disfrutaba murmurando, y en el fondo de su corazón era, en cierto modo, un payaso.

– El deslumbrante Apolo -anunció-, que guía el Sol y todo lo ve, aquél cuyas profecías délficas rigen nuestra vida política y a través de cuyo amplísimo espíritu alcanzamos los reinos del arte y la ley.

– Ese presumido. Ese presumido untuoso que se pasa la vida hablando de sí mismo; su engreimiento me revuelve el estómago. Es un analfabeto.

– Anda, anda; creo que exageras.

– Lo es. Quizá le encuentres un día mirando un rollo de papiro, pero verás que no mueve los ojos.

– ¿Y su gemela Artemisa, la bella cazadora a la que adoran hasta sus mismas presas?

– ¡Ja! Porque no las alcanza nunca, por eso la adoran. Anda siempre corriendo por el bosque acompañada de un montón de chiquillas cuya supuesta virginidad no hay un solo doctor de Arcadia…

– ¡Calla, mujer!

El centauro acercó su mano a los labios de Venus, presa de tal alarma que estuvo a punto de tocarlos. Había oído un suave trueno a su espalda.

Ella, asombrada ante su presunción, se echó hacia atrás. Después miró al cielo por encima del hombro de Quirón y se rió al reconocer el motivo de su preocupación; fue una risa sin alegría, una sílaba cálida que se prolongó de manera desafiante y tensó su rostro y afiló sus rasgos cruelmente hasta dejarlos desprovistos de toda femineidad. Con las mejillas, el entrecejo y la garganta enrojecidos, gritó hacia el Cielo:

– Sí, Hermano, ¡blasfemia! Presta oídos a tus dioses: una charlatana marisabidilla, una vieja sucia que apesta a maíz, un ladrón vagabundo, una loca borracha, un calderero despreciable, triste, mugriento, canoso, tullido y cornudo…

– ¡Tu esposo! -protestó Quirón, pugnando por no perder el favor del firmamento. Su posición era difícil; sabía que el indulgente Zeus jamás le haría daño a su joven tía. Pero podía, enfadado, arrojar su rayo contra el inocente ser que la escuchaba, un ser cuya posición en el Olimpo era precaria y ambigua. Quirón sabía que sus relaciones íntimas con los humanos eran objeto de la envidia del dios, que nunca visitaba la raza creada como no fuera cubierto de plumas y pelos, con el fin de cometer alguna violación. De hecho se rumoreaba que Zeus opinaba que los centauros constituían una peligrosa zona intermedia a través de la cual cabía la posibilidad de que los dioses acabaran convertidos en algo sin importancia. Pero el cielo, aunque se había oscurecido, permaneció en silencio.

Agradecido, Quirón retomó su táctica y le dijo a Venus:

– No sabes apreciar a tu marido. Hefaistos es diestro y amable; a pesar de que todos los yunques y los tornos de los alfareros son sus altares, es humilde. La desgracia que supuso su caída en Lemnos purificó su corazón de la escoria de la arrogancia; aunque su cuerpo no se mantenga erecto, no hay bajeza en él.

– Lo sé -suspiró ella-. ¿Cómo puedo amar a un ser tan indeciso? ¡Dame ese ser exiguo! ¿Tú crees -añadió, con el rostro expectante y sutilmente condescendiente del alumno que no suele mostrar curiosidad- que me atraen los hombres crueles porque tengo complejo de culpa por la mutilación de mi padre? ¿Acaso me culpo a mí misma y quiero que me castiguen?

Quirón sonrió; él no era de la nueva escuela. Arriba, el cielo había empalidecido. Sintiéndose seguro, se atrevió a dar un toque impúdico a su conversación, y señaló:

– Hay una deidad a la que no has incluido en tu catálogo.

Se refería a Ares, el más vicioso de todos.

La joven agitó su cabello; por un momento su pelo anaranjado lanzó un destello como una crin.

– Sé lo que estás pensando. Que no soy mejor que los demás. ¿Cómo me calificarías a mí, noble Quirón? ¿«Ninfómana compulsiva», o, de manera menos circunspecta, «puta de nacimiento»?

– No, no me has entendido. No me refería a vos misma.

Pero ella no le prestó atención y gritó:

– ¡Eso es injusto! -Apretó la toalla contra su cuerpo en un ademán significativo, y añadió-: ¿Por qué razón tendríamos que negarnos el único placer que los Hados olvidaron arrebatarnos? Los mortales pueden gozar de la alegría de la lucha, la satisfacción de la compasión, y el triunfo del valor; en cambio, los dioses son perfectos.

Quirón asintió con la cabeza; el viejo cortesano estaba acostumbrado a que estos aristócratas alabaran alegremente la clase que acababan de calumniar con la frase anterior. ¿Se imaginaba acaso la muchacha que la serie de pequeñas pullas que acababa de lanzar rozaba siquiera de lejos el núcleo de los argumentos que verdaderamente podían dirigirse contra los dioses? Quirón notó el peso del cansancio; él siempre sería menos que ellos.

– Perfectos -se corrigió ella- sólo en nuestra estabilidad. Yo he tenido que sufrir la crueldad de no tener padre. Zeus me trata como a un gato. El amor de su sangre lo reserva para Artemisa y Atenea, sus hijas. Sólo ellas tienen su bendición; sólo yo me veo obligada una y otra vez a apretar contra mis caderas ese salto gigantesco que por un momento la remeda. ¿Qué es Príapo sino Su Fuerza sin el amor del padre? Príapo: el más feo de mis hijos; digno de haber sido concebido por él. Dionisos me utilizó como a cualquier otro mancebo. -Venus volvió a tocar el pecho del centauro, como si quisiera asegurarse de que no se había convertido en piedra-. Tú conociste a tu padre. Te envidio. Si hubiera podido ver el rostro de Urano, y oír su voz, si no fuera un producto tardío de su profanado cadáver, sería tan casta como Hestia, mi tía, la única diosa que me ama de verdad. Y ahora la han degradado y para el Olimpo no es más que una baratija. -Al llegar aquí, el pensamiento de la joven dio un atrevido giro y dijo-: Tú conoces a los hombres. ¿Por qué me llenan de injurias? ¿Por qué hacen chistes con mi nombre, por qué lo escriben en las paredes de los lavabos? ¿Acaso hay alguien que les sirva tan bien como yo? ¿Acaso hay otro dios que les dé con la misma mano tanto poder y tanta paz? ¿Por qué me culpan?

– Estas acusaciones, señora, no os las hace nadie más que vos misma.

La riada de las confesiones de Venus se secó, y entonces se puso a burlarse de él:

– Prudente, sabio y buen Quirón. Nuestro erudito, nuestro propagandista. Siempre tan dócil. ¿Te has preguntado alguna vez, sobrino, si tu corazón es de hombre o de caballo?

Quirón se enderezó y dijo:

– Me han dicho que de cintura para arriba soy completamente humano.

– Perdóname. Tú te muestras amable y yo te pago con moneda divina. -Venus se agachó y cogió del suelo una anémona-. Pobre Adonis -dijo ella tocando descuidadamente la estrella de los sépalos-. Tenía una sangre muy pálida, como nuestro icor.

Una ráfaga de recuerdos despeinó su cabello, en cuya corona se había evaporado ya la humedad. Se volvió de espaldas a Quirón y medio secretamente acercó la flor a sus labios, y su melena todavía húmeda cayó goteante por su carne tan blanca como los pétalos y con un moldeado tan suave como el de ese fabuloso polvo, la nieve, que es la tierra del Olimpo. Tenía las nalgas rosadas y ligeramente ásperas; la parte posterior de sus muslos estaba cubierta del dorado color del polen. Venus besó la flor, la dejó caer, y cuando se dio la vuelta en su rostro había una nueva expresión: trémula, sonrojada, difusa, tímida.

– Quirón -ordenó-. Hazme el amor.

El gran corazón de Quirón chocó contra sus costillas; cuando Venus se le acercó, él la rechazó con mano temblorosa.

– Pero, señora, de cintura para abajo soy completamente animal.

Alegre, ella dio un paso más sobre las violetas. Cayó la toalla. Las puntas de sus pechos se habían endurecido a causa del deseo.

– ¿Crees que vas a reventarme? ¿Tan despreciables te parecemos las mujeres? Nuestros brazos pueden ser débiles, pero tenemos fuertes los muslos. Nuestros muslos tienen que ser fuertes; el mundo entero tiene sus raíces metidas entre ellos.

– Pero una diosa y un centauro…

– Los hombres son pobres junquillos; ya no me satisfacen. Anda, Quirón, no insultes a tu dama. Desnúdate de tu sabiduría; serás más sabio cuando nos levantemos.

Venus colocó sus manos en forma de cuenco bajo sus pechos y se puso de puntillas al lado de Quirón, de forma que sus pezones se aplastaron contra los anacrónicos ornamentos masculinos. Pero la amplitud de ambos pechos era desigual; ella se rió, jugando a contraponer pezón y tetilla, y Quirón, aún distraído, comprendió que el problema podía ser expresado de modo geométrico.

– ¿Tienes miedo? -susurró ella-. ¿Cómo te las arreglas con Cariclo? ¿Montas sobre ella?

De la garganta de Quirón salió una voz reseca y débil.

– Sería un incesto.

– Siempre lo es; todos venimos de Caos.

– Es de día.

– Bien; ahora los dioses duermen. ¿Tan horrible es el amor que hay que ocultarse en la oscuridad para hacerlo? ¿Me desdeñas porque soy una puta? Como erudito deberías saber que cuando me baño recupero mi virginidad. Anda, Quirón, rasga mi himen; cuando camino me molesta.

En un movimiento que no era tanto expresión de fuerza como de debilidad, del mismo modo que, en su desesperación, un adulto abraza a un niño que tiene fiebre, Quirón rodeó con sus brazos el convulsionado cuerpo resbaladizo y fláccido de la joven. La concavidad de su espalda era suave. Como una cresta, una erección rozó la barriga de Quirón; un relincho salió hirviendo por sus orificios nasales. Los brazos de ella estaban cerrados en torno a la cruz de Quirón, y sus muslos, que se habían levantado ingrávidos, murmuraban entre sus patas delanteras.

– Caballo -dijo ella-, móntame. Soy una yegua. Árame.

Del cuerpo de Venus salía un acerbo aroma de flores, flores de todos los colores, aplastadas y machacadas por la tierra del olor equino de Quirón. Éste cerró los ojos y nadó en un amorfo y cálido paisaje tachonado de árboles rojos.

Pero sus articulaciones permanecían rígidas. Se acordaba del trueno. Era posible que Zimmerman estuviera todavía en el edificio; nunca se iba a casa. El centauro escuchó un rumor procedente del piso de arriba, y durante ese instante de escucha todo se alteró. La muchacha se descolgó de su cuello. Y, sin volver una sola mirada hacia atrás, Venus desapareció entre la maleza. Mil pétalos verdes se cerraron a su paso. El amor tiene su propia ética, y la voluntad deliberada le resulta ofensiva. Entonces como ahora, Caldwell se quedó en ese trozo de cemento, solo y desconcertado, y ahora, igual que entonces, subió las escaleras con una sensación dolorosa y confusa de haber disgustado, de manera que él no llegaba a comprender, al Dios que no dejaba nunca de vigilarle.

Subió las escaleras que conducían hasta su aula, situada en el segundo piso. Los escalones parecían hechos para piernas más flexibles; le fastidiaba su torpeza. Cada nueva ola de dolor hacía que fijara su mirada sobre un fragmento de aquella pared sobre la que un bolígrafo había descrito un lazo, un barnizado poste de la barandilla, cuyo remate biselado había sido arrancado dejando al descubierto un muñón con restos de cola seca, un rincón de la escalera en el que se había endurecido un montoncito negro de polvo y porquería, un cristal de una ventana cubierto de una película grasienta y enmarcado por oxidados parteluces, un pedazo muerto de pared amarilla. La puerta de su aula estaba cerrada. Quirón esperaba que se filtrara a través de ella la turbulencia que suponía habría en el interior; pero en lugar de eso reinaba una ominosa tranquilidad. Quirón temió que, al detectar el ruido, Zimmerman hubiera entrado y se hubiese hecho cargo de la clase.

El temor resultó justificado. Quirón abrió la puerta, y allí mismo, apenas a dos metros de distancia, estaba el rostro torcido de Zimmerman como un gigantesco emblema de autoridad que abarcaba todo el campo de la horrorizada visión de Caldwell. Dotada de una malévola pulsación, aquella cara parecía ensancharse cada vez más. Un rayo implacable, que surgía del centro de la frente por encima de las gruesas lentes de las gafas del director, saltó por el espacio y traspasó a la paralizada víctima. El silencio que se produjo mientras los dos se miraban fue más estruendoso que un trueno.

Zimmerman se volvió hacia los alumnos; la clase había sido domada hasta ser convertida en unas hileras alfabéticas de niños peinados y asustados.

– El señor Caldwell ha tenido la cortesía de regresar. -Obedientemente, toda la clase soltó una sonrisita-. Creo que una entrega al deber como ésta debería ser premiada con unos aplausos.

El propio Zimmerman fue el primero en batir palmas, y lo hizo con un movimiento melindroso. En realidad, con su enorme cabeza y su ancho torso, sus extremidades parecían curiosamente pequeñas. Llevaba una chaqueta deportiva cuyas hombreras y dibujo de anchos cuadros subrayaban la desproporción. Por encima del irónico aplauso brillaron en dirección a Caldwell las sonrisas afectadas de algunos de los chicos. El humillado profesor se lamió los labios. Tenían un sabor chamuscado.

– Gracias, chicos y chicas -dijo Zimmerman-. Ya basta.

El suave aplauso cesó bruscamente. El director se volvió otra vez hacia Caldwell; la desarmonía de su cara parecía la de una orgullosa nube encinta arrastrada por una fuerte corriente de viento. Caldwell pronunció una sílaba sin sentido que había pretendido ser un grito de alabanza y adoración.

– Luego discutiremos esto, George. Los chicos arden en deseos de empezar la clase.

Pero Caldwell, que ansiaba explicarse y recibir la absolución, se inclinó y levantó la pernera del pantalón, cometiendo así una inesperada indecencia que hizo estallar en hilaridad a la clase. Y lo cierto es que Caldwell había pedido desde el fondo de su corazón una reacción como aquélla.

Zimmerman lo comprendió. Lo comprendió todo. Aunque Caldwell dejó caer inmediatamente la pernera del pantalón y observó la compostura, Zimmerman continuó mirando su tobillo, como si se encontrara infinitamente alejado de él pero sus ojos tuvieran una infinita capacidad perceptiva:

– No lleva los calcetines demasiado bien emparejados -le dijo-. ¿Es ésta su excusa?

La clase volvió a estallar. Zimmerman calculó a la perfección el momento y esperó a intervenir hasta que su voz volvió a hacerse audible por encima de las últimas risas.

– Pero George, George, no debería usted permitir que su loable preocupación por el acicalamiento impidiera el cumplimiento de otra necesidad pedagógica como es la puntualidad.

Tanta fama tenía Caldwell de ir mal vestido, y tan desnudamente andrajosos solían ser sus trajes, que incluso en este comentario había una notable dosis de humor; aunque sin duda muchos de los que reían se habían perdido a medio camino en los elegantes y sarcásticos rodeos del pensamiento de Zimmerman.

El director hizo un delicado ademán indicativo:

– ¿Lleva usted pararrayos? Su prudencia es excepcional, teniendo en cuenta que es un día de invierno totalmente despejado.

Caldwell tanteó y notó el frío y el delgado astil de la flecha que asomaba del bolsillo superior de su chaqueta. Lo sacó y se lo ofreció a Zimmerman mientras luchaba por encontrar las primeras palabras de su relato, un relato que, una vez sabido, haría que Zimmerman le abrazara por su heroico sufrimiento; aquella cara dilatada e imperiosa se cubriría de lágrimas después de oírle.

– Esto es lo que ha pasado -dijo Caldwell-. No sé cuál de los chicos ha sido…

Zimmerman desdeñó tocar el astil; levantando las palmas en señal de protesta, como si la brillante varilla estuviera cargada de peligro, dio unos pasos hacia atrás: sus pies eran todavía ligeros y conservaban la fuerza de sus tiempos de atleta. La primera vez que Zimmerman se hizo famoso fue cuando era todavía estudiante y se convirtió en la estrella de las pistas de atletismo. Con sus fuertes hombros y ágiles miembros había conseguido destacar en todas las pruebas de velocidad y fuerza: el disco, las carreras cortas y las de resistencia.

– He dicho luego, George -dijo-. Por favor, dé su clase. Como mi programa para esta mañana ha sido ya interrumpido, me sentaré en la última fila de la clase y así ésta será mi visita mensual. Vosotros, chicos y chicas, comportaos como si yo no me encontrara aquí.

Caldwell se pasaba la vida temiendo las visitas mensuales de supervisión que realizaba el director. Los breves informes mecanografiados que, con una mezcla de ácidos detalles y jerga pedagógica, venían después, servían, cuando eran buenos, para que Caldwell se sintiera exaltado durante varios días, y, cuando eran malos (como casi cada vez parecía ocurrir; siempre había al menos un adjetivo ambiguo que envenenaba el cáliz), para que se quedara deprimido durante varias semanas. Ahora había llegado una de esas visitas, precisamente en un momento en que se encontraba vacío, acababan de pillarle en un fallo, tenía un tobillo dolorido, y no estaba precisamente con ánimos como para dar clase.

Con furtivos pasos gatunos, Zimmerman se deslizó por delante de la pizarra. Su ancha espalda a cuadros se doblaba en un movimiento que fingía jocosamente bastar para hacerle invisible. Se sentó en la última fila, detrás de las orejas cóncavas y el ardiente acné de Mark Youngerman. Apenas se había instalado Zimmerman en el último pupitre cuando se dio cuenta de la presencia, a su misma altura pero un par de pupitres más allá, en la última fila de la tercera hilera, de Iris Osgood, una chica inmersa en una gris belleza bovina. Zimmerman se deslizó de su asiento hasta colocarse en el que estaba al lado de ella, y con una pequeña pantomima de susurros le pidió una hoja del bloc. La rolliza muchacha se revolvió, arrancó una hoja, y cuando se inclinaba hacia ella para cogerla, el director, con un osado movimiento ocular, miró hacia el fondo de la holgada blusa de seda de la chica.

Caldwell lo vio todo con una mirada atemorizada. Notó que debajo de él se agitaban los colores de la clase; la presencia de Zimmerman les electrizaba. Empieza. Se olvidó de quién era, qué enseñaba y por qué se encontraba allí. Se dirigió a su mesa, dejó sobre ella el astil de la flecha, y cogió un recorte de una revista que le hizo recordar todo. UN CIENTÍFICO DE CLEVELAND PRESENTA EL MAPA CRONOLÓGICO DE LA CREACIÓN. Al fondo del aula aparecía, enorme, la cara de Zimmerman.

– En la pizarra -empezó Caldwell- está escrito el número cinco seguido de nueve ceros. Es el número cinco…, ¿qué?

La voz tímida de una chica rompió el silencio diciendo:

– Cinco billones.

Era Judith Lengel, por fuerza. Lo había probado, pero sin acertar. Su padre era uno de esos tipos fuertes que se dedican a la venta de propiedades inmobiliarias y que supone que sus hijas tienen que ser las reinas de mayo, las que pronuncian el discurso de despedida de fin de curso en nombre de los alumnos que terminan sus estudios, y las Chicas Más Populares del instituto simplemente porque él, el viejo Cincoporciento Lengel, había ganado mucho dinero. Pobre Judy, no tenía un solo gramo de seso.

– Cinco mil millones -dijo Caldwell-. Éste es, según el estado actual de nuestros conocimientos, el número de años de vida del universo. Es posible que sean más; pero ésta es su edad mínima. Bien, a ver quién puede decirme qué es un billón.

– Mil veces un millón -dijo Judy con voz trémula.

Pobre desgraciada, ¿por qué no trataba nadie de sacarla del lío? ¿Por qué no hablaba alguno de los más brillantes, como el joven Kegerise? Kegerise estaba sentado con las piernas estiradas hacia el pasillo y sonreía para sí mientras garabateaba en su libreta. Caldwell buscó a Peter con la mirada hasta que recordó que su chico no pertenecía a este curso. Iba a séptimo. Zimmerman anotó algo en su hoja de papel y le hizo un guiño a la muchacha que se la había prestado, que no entendía qué estaba ocurriendo. Era tonta. Tan tonta como una piedra.

– No mil veces, un millón -declaró Caldwell-. Un millón de millones. Eso es un billón. En el mundo viven actualmente dos mil millones de personas -continuó- y su historia empezó hace alrededor de un millón de años, cuando un mono bajó de un árbol, echó una mirada a su alrededor y se preguntó qué estaba haciendo aquí.

Toda la clase se rió, y Deifendorf, uno de los chicos que vivían en el campo e iban a la escuela en autobús, empezó a rascarse la cabeza y el sobaco y se puso a hacer ruidos como de mono. Caldwell trató de fingir que no se daba cuenta de nada porque aquel chico era el mejor nadador del instituto.

– También olmos hablar de miles de millones cuando se dan las cifras de la deuda nacional -dijo-. Nos debemos a nosotros mismos alrededor de doscientos sesenta mil millones de dólares en estos momentos. Y matar a Hitler nos costó alrededor de trescientos cincuenta mil millones. También salen estas cifras hablando de estrellas. Hay alrededor de cien mil millones de estrellas en nuestra galaxia, ¿qué galaxia es?, ¿quién lo sabe?

– El sistema solar -dijo Judy.

– La Vía Láctea -dijo Caldwell-. En el sistema solar hay solamente una estrella. ¿Cómo se llama?

Caldwell dirigió su mirada hacia el fondo del aula, pero en la esquina de su campo de visión volvió a aparecer Judy que, pese a los esfuerzos del profesor, se levantó para decir:

– ¿Venus?

Los chicos se rieron al oírlo. Venus, venéreo. Enfermedades venéreas. Alguien dio una palmada.

– Venus es el planeta más brillante -explicó Caldwell a Judy-. Decimos que es una estrella porque tiene el mismo aspecto que las estrellas. Pero, naturalmente, la única estrella de la que estamos cerca es…

– El Sol -dijo uno de los alumnos.

Caldwell nunca llegó a saber quién fue, porque en aquel momento estaba mirando el rostro tenso de Judith Lengel y tratando de decirle sin palabras que no debía permitir que su padre la humillara. Tranquilízate, chica; el día más imprevisto encontrarás tu pareja; te casarás, tendrás hijos; serás tenida en consideración. (No está mal: de vez en cuando Caldwell tenía inspiraciones como éstas.)

– Muy bien -dijo a la clase-, el Sol. Aquí tenemos otro número.

En la pizarra escribió 6.000.000.000.000.000.000.000.

– ¿Qué número es éste? -y él mismo contestó-. Seis -y, saltando de trío en trío- mil, millones, miles de millones, billones, miles de billones, trillones, miles de trillones. Seis mil trillones. ¿Qué es lo que representa este número?

Unas caras mudas le miraban maravilladas y burlonas. Y volvió a responder él mismo.

– Es el peso de la Tierra expresado en toneladas. Pues bien -dijo-, el Sol pesa mucho más.

Escribió en la pizarra 333.000 diciendo, medio a la clase, medio a la pizarra:

– Tres-tres-tres cero-cero-cero. Si lo multiplicamos, obtendremos -Skrkk, scrak, la tiza se partió- uno nueve nueve ocho, seguido de veinticuatro huevos de ganso.

Caldwell dio un paso atrás y miró; su trabajo le daba náuseas.

1.998.000.000.000.000.000.000.000.000

Los ceros le miraban: cada uno de ellos era una herida por la que se escapaba la palabra «veneno».

– Esto es lo que pesa el Sol -dijo Caldwell-. ¿A quién le importa?

Las risas burbujearon a su alrededor. ¿Dónde estaba?

– Hay algunas estrellas que son más grandes -dijo ganando tiempo-, mientras que otras son más pequeñas. Después del Sol, la estrella que está más cerca de la Tierra es Alfa Centauro, que está a cuatro años luz de distancia. La velocidad de la luz es de trescientos mil kilómetros por segundo.

Caldwell escribió esta cifra en la pizarra. Cada vez le quedaba menos espacio.

– Esto equivale a nueve mil billones de kilómetros al año. La estrella Alfa Centauro está a treinta y ocho billones de kilómetros de distancia. -El tenso estómago de Caldwell liberó una burbuja, y se tragó un eructo-. La Vía Láctea, que en tiempos se creía que era el camino por el cual iban las almas de los muertos hacia el cielo, es una ilusión óptica; jamás se podría alcanzar. Es como la niebla, que aunque avances hasta donde es más espesa, nunca llegas a ese supuesto núcleo. La Vía Láctea es como una neblina de estrellas que parece así porque la vemos desde muy lejos a través de toda la galaxia; la galaxia es un disco en rotación que tiene una anchura de cien mil años luz; no sé quién lo lanzó. El centro de la galaxia está más o menos en la dirección de la constelación Sagitario; esta palabra significa «arquero»; en la clase anterior hemos tenido un arquero. Y más allá de nuestra galaxia hay otras galaxias, y en el universo debe haber en total al menos cien mil millones de galaxias, en cada una de las cuales hay cien mil millones de estrellas. ¿Os dicen algo estas cifras?

– No -dijo Deifendorf.

Caldwell desarmó el descaro de la respuesta mostrándose de acuerdo con él. Llevaba dedicado a la enseñanza suficientes años como para saber adelantarse a veces a los bastardos:

– A mí tampoco. Me hacen pensar en la muerte. La mente humana sólo es capaz de comprender cantidades más pequeñas. A la m… -pero se acordó que Zimmerman estaba allí; la cara del director se levantó atenta-… mayoría todo esto no les dice nada. Vamos a tratar de reducir a nuestra medida los cinco mil millones de años. Digamos que hace tres días que existe el universo. Hoy es jueves, y son -miró el reloj- las doce menos veinte -sólo le quedaban veinte minutos; tendría que explicarlo de prisa-. De acuerdo. El lunes pasado, al mediodía, se produjo la mayor explosión que ha habido jamás. Todavía estamos en ella. Cuando miramos las otras galaxias no lo apreciamos, pero en realidad se están alejando de nosotros. Cuanto más lejos están, más rápido van. De acuerdo con los cálculos, todas ellas estaban en un mismo sitio hace alrededor de cinco mil millones de años; todos los millones y billones y trillones al cuadrado y otra vez al cuadrado de toneladas de materia que hay en el universo estaban comprimidos en una esfera de la mayor densidad posible, la densidad del interior del núcleo del átomo; un centímetro cúbico de este huevo primitivo pesaba doscientas cincuenta toneladas.

A Caldwell le dio la sensación de que ese centímetro cúbico acababa de ser depositado en sus intestinos. La astronomía le paralizaba; a veces, por la noche, cuando se tendía agotado en cama, le parecía que su maltrecho cuerpo era fantásticamente enorme y contenía en su oscuridad mil millones de estrellas.

Zimmerman estaba inclinado diciéndole algo en voz baja a Iris Osgood; sus ojos vigilantes acariciaban las ocultas y suaves curvas de las tetas de la chica. La lujuria de Zimmerman dejaba sentir su olor por todo el aula; la chispa llegaba a los alumnos; por la forma en que Becky Davis encorvaba los hombros, Deifendorf, que estaba sentado detrás de ella, debía de estar haciéndole cosquillas en el cuello con la goma de borrar de su lápiz. Becky era una indecente putilla que vivía fuera del pueblo. Su cara era un pequeño triángulo blanco rodeado de un cuadrado almohadón de ensortijado pelo color carne. Era lerda; lerda y sucia.

Caldwell continuó luchando:

– La compresión era tan acentuada que la sustancia era inestable. Estalló en un segundo, no un segundo de nuestro tiempo imaginario, sino un segundo real de tiempo real. Pues bien, ¿me entendéis?, en nuestra escala de tres días, durante toda la tarde del lunes el aire del universo estaba caliente y brillante, lleno de una energía radiante; al atardecer la dispersión había alcanzado un grado suficiente para que reinara la oscuridad. El universo quedó completamente a oscuras. Y la oscura materia (polvo, planetas, meteoros, desperdicios, basuras, piedras viejas) era mucho más abundante que la materia luminosa. Durante la primera noche el flujo en expansión de sustancia universal estalló en inmensas nubes de gas, las protogalaxias, y dentro de estas nubes, la atracción gravitatoria condensó unas bolas de gas que, bajo la presión de su propia masa en proceso de acumulación, empezaron a arder. De esta forma, en algún momento antes del amanecer del jueves, empezaron a brillar las estrellas. ¿Me seguís? Y estas estrellas estaban rodeadas de nubes de materia en rotación que se condensaron a su vez. Una de esas nubes era nuestra Tierra. Estaba fría, muchachos, lo bastante fría como para congelar no solamente el vapor de agua, sino incluso el nitrógeno, los óxidos de carbono, el amoniaco y el metano; estos gases congelados en torno a las motas de polvo de materia sólida se cristalizaron como copos de nieve que al principio se fueron concentrando lentamente, pero luego continuaron este proceso cada vez con mayor rapidez; pronto cayeron sobre la Tierra, que todavía estaba en formación, con suficiente velocidad como para generar bastante calor. La nieve cósmica se fundió y volvió hacia el espacio dejando aquí en la Tierra una masa derretida de elementos minerales que son, en la totalidad del universo, una minoría que no alcanza ni al uno por ciento. Muy bien. Ha pasado un día y nos quedan otros dos. Cuando llegó el mediodía del segundo día se había formado una corteza. Posiblemente fuera de basalto, y estaba totalmente cubierta por el océano primitivo; luego se abrieron fisuras que vomitaron granito líquido y se convirtieron en los primeros continentes. Mientras, el hierro licuado, más pesado que la lava, se hundió hacia el centro, donde constituyó el núcleo fundido. ¿Alguno de vosotros ha abierto alguna vez una pelota de golf?

Caldwell había notado que sus alumnos se habían ido hundiendo, abandonándole como el hierro inerte había abandonado la corteza cada vez más fría. La pelota de golf les despertó un poco, pero no lo suficiente. Una muñeca rodeada por un brazalete hizo una pausa a mitad de un pasillo, mientras pasaba una nota; Deifendorf dejó de hacerle cosquillas a Becky Davis; Kegerise dejó de garabatear; hasta Zimmerman levantó la mirada. Quizá sólo eran imaginaciones de Caldwell, pero le había parecido que el viejo toro había estado dando golpecitos en el lechoso brazo de Iris Osgood. No había nada en esa clase que le fastidiara tanto como la sonrisa satisfecha que aparecía en la obscena cara de Becky Davis; una cara sensual, maliciosa; la miró con tanta intensidad que sus labios pintados de carmín dijeron en defensa propia:

– Por dentro es azul.

– Sí -dijo lentamente Caldwell-, dentro de las pelotas de golf, debajo de las bandas de goma, hay una bolsita de fluido azul.

Ahora ya no se acordaba de por qué había mencionado la pelota de golf. Miró el reloj. Quedaban doce minutos. Sintió una patada en el estómago. Trató de quitar peso de la pierna herida. A medida que se iba secando la sangre, aumentaba el escozor que le producía el pinchazo del tobillo.

– Durante un día entero -dijo-, del mediodía del martes hasta el mediodía del miércoles, la Tierra permanece estéril. Sin vida. No hay en ella nada más que feas rocas, agua sucia, volcanes que vomitan, y todo se desliza y resbala y quizá se congela de vez en cuando, porque el Sol parpadea como una bombilla sucia y vieja. Ayer al mediodía empezó a asomar la vida. No era en sí nada espectacular, simplemente un poco de limo. Ayer por la tarde, y durante casi toda la noche, toda vida se limitaba a lo microscópico.

Entonces se volvió y escribió en la pizarra:


Coricium enigmaticum

Leptotrix

Volvox.


Golpeó la primera palabra y la tiza se convirtió en una gran larva cálida y húmeda. Caldwell la dejó caer de puro asco haciendo reír por lo bajo a toda la clase.

Coricium enigmathum -dijo Caldwell-. Los restos carbónicos de este organismo marino primitivo que han sido encontrados en unas rocas de Finlandia se remontan al parecer a mil quinientos millones de años. Tal como sugiere su nombre, esta forma de vida primitiva sigue siendo enigmática, pero se cree que es un alga verde-azulada de un tipo parecido al que, todavía en la actualidad, tiñe grandes zonas del océano.

Un avión de papel cruzó el aire, se detuvo y descendió bruscamente; cayó en el suelo del pasillo central y se convirtió en una flor blanca abierta cuyo alarido de recién nacido siguió escuchando Caldwell hasta que terminó la clase. De su hoja herida caía un fluido pálido y Caldwell se excusó interiormente ante los encargados de la limpieza.

– El heptotrix es un punto microscópico de vida cuyo nombre griego significa «pequeño cabello». Esta bacteria era capaz de extraer de las sales férricas un gránulo de hierro puro y, aunque pueda parecer fantástico, había tal cantidad de estas bacterias, que ellas son las responsables de todos los depósitos de hierro que han sido explotados por los hombres. Las crestas de Mesabi en el estado de Minnesota fueron creadas en su origen por unos ciudadanos norteamericanos tan pequeños que mil de ellos cabrían en la cabeza de un alfiler. Luego, para ganar la Segunda Guerra Mundial, extrajimos el hierro para construir todos esos buques de guerra y esos tanques y jeeps y máquinas de Coca-Cola y la sierra quedó convertida en un cadáver que los chacales han dejado reducido a un esqueleto. Es horrible. Cuando yo era un niño y vivía en Passaic, la gente decía que la sierra de Mesabi era una bella dama pelirroja tendida entre los lagos.

No contento con hacer cosquillas con el lápiz, Deifendorf había rodeado la garganta de la chica con sus manos y acariciaba con sus pulgares la parte inferior de su mandíbula. El éxtasis hacía que la cara de la chica se fuera haciendo cada vez más pequeña.

– En tercer lugar -gritó Caldwell porque la corriente subterránea de ruidos producidos en la clase subía a sus labios-, el Volvox, que, de todos estos primeros ciudadanos del reino de la vida, resulta especialmente interesante porque fue el que inventó la muerte. En la sustancia plásmica no hay razones intrínsecas por las cuales tenga que acabarse la vida. Las amebas no mueren nunca; y algunas células de esperma masculino, las que logran el éxito, se convierten en la piedra fundamental de una nueva vida que se prolonga más allá del padre. Pero el volvox, una esfera rodante de algas flageladas que estaba organizada en dos clases de células, somáticas y reproductivas, y que no es ni planta ni animal (vista al microscopio tiene el mismo aspecto que una de esas bolas que se ponen en los árboles de Navidad), al lanzar esta nueva idea de la cooperación, hizo rozar la vida hacia el reino de la muerte segura. Hasta entonces, sólo existía la posibilidad de la muerte accidental. Pues (aguantad un poco, chicos, sólo quedan siete minutos más de tortura), aunque cada célula es inmortal en potencia, al aceptar voluntariamente una función especializada en el seno de una sociedad organizada de células, entra en un medio ambiente comprometido. A la larga, la tensión gasta y acaba por matar la célula. Su muerte es un sacrificio, porque muere en beneficio del conjunto. Estas primeras células se cansaron de permanecer indolentes en esa espuma verde-azulada y dijeron: «Unámonos y hagamos un volvox»; ellas fueron las primeras altruistas. Los primeros seres que quisieron hacer el bien. Si llevara un sombrero puesto, me lo quitaría para saludarlas.

Fingió que se quitaba el sombrero y la clase se puso a chillar. Mark Youngerman pegó un salto y su acné alcanzó la pared; la pintura empezó a arder en unas erupciones que se extendían lentamente sobre la pizarra lateral. Puños, garras y codos doblados se desdibujaron presas de pánico sobre los cicatrizados y barnizados pupitres; de toda aquella enloquecida masa en movimiento los únicos cuerpos que permanecían quietos eran los de Zimmerman e Iris Osgood. En algún momento, Zimmerman había cruzado el pasillo y se había sentado en el asiento de Iris. Había rodeado los hombros de la chica con su brazo y miraba radiante y lleno de orgullo. Iris permanecía tranquila e inerte bajo su brazo, mirando al suelo con sus grises mejillas ligeramente sonrosadas.

Caldwell miró el reloj. Le quedaban cinco minutos y todavía tenía que contar lo más importante.

– Alrededor de las tres y media de esta mañana -dijo-, mientras todavía dormíais vosotros en vuestras camas, las phylas de mayor tamaño, excepto los cordados, aparecieron ya en forma desarrollada. Esto es al menos lo que nos dicen los fósiles. Hasta el amanecer, el animal más importante del mundo era una cosa muy fea que se llamaba trilobites y estaba muy extendido en el fondo marino.

Un chico de los que estaban junto a las ventanas había colado al entrar en clase una bolsa de papel de una tienda de comestibles y ahora, tras recibir un codazo de un compañero, derramó su contenido, un montón de trilobites vivos, en el suelo. La mayoría medía apenas un par de centímetros; algunos, más de un palmo. Parecían carcomas vistas con lupa, pero eran de color rojizo. Los más grandes tenían en sus rojizos escudos cefálicos condones parcialmente desenrollados, como si se hubieran puesto un sombrero de goma para ir a una fiesta. Enseguida se pusieron a correr entre las patas metálicas de los pupitres, y sus cabezas sin cerebro y sus silbantes frentes cepillaban los tobillos de las chicas, que se pusieron a chillar y levantaron tan alto sus pies que se vieron los destellos de sus blancos muslos y de sus grises bragas. Aterrorizados, algunos de los trilobites se enroscaron hasta convertirse en bolas articuladas. Para divertirse, los chicos empezaron a dejar caer sus pesados libros de texto sobre estos primitivos artrópodos; una de las chicas, un enorme loro morado cubierto de plumas de barro, se agachó rápidamente y cogió uno de los pequeños. Las minúsculas patas dobles de aquel pequeño ser protestaban agitándose al notar que les faltaba el suelo. La chica lo aplastó en su pintado hocico y lo masticó metódicamente.

Caldwell calculó que, a la hora que era, lo mejor que podía hacer era tratar de controlar como pudiera el revuelo hasta que sonara la campana.

– A las siete en punto de esta mañana -explicó, comprobando que algunas de las caras parecían estar escuchando- aparecieron los primeros peces vertebrados. La corteza de la Tierra se combó. Y se redujeron los océanos de la era Ordoviciense.

Fats Frymoyer se inclinó hacia un lado y echó al pequeño Billy Schupp del asiento; el chico, un frágil diabético, cayó al suelo. Cuando trató de levantarse, una mano anónima le tocó la cabeza y le empujó de nuevo hacia abajo.

– A las siete y media empezaron a crecer sobre la tierra las primeras plantas. En las ciénagas, los peces dotados de pulmones aprendieron a respirar y a arrastrarse por el barro. A las ocho en punto aparecieron los anfibios. La Tierra estaba caliente. En la zona antártica había marismas. Crecieron frondosos bosques de helechos gigantes que luego cayeron para formar los depósitos de carbón que hay, por ejemplo, en nuestro propio estado, y que dan el nombre a esta era. Por eso, la palabra «Pennsylvania» puede referirse tanto a un holandés tonto como a una fase del Paleozoico.

Betty Jean Shilling había estado masticando chicle; ahora salía de sus labios un globo auténticamente prodigioso, un globo del tamaño de una pelota de ping-pong. Los ojos de la chica bizquearon a causa de la tensión y estuvieron a punto de salírsele de las órbitas por el esfuerzo. Pero el maravilloso globo estalló, cubriendo su mentón de tiras de color rosa.

– Aparecieron a continuación los insectos, que fueron diversificándose; había libélulas con las alas de más de setenta centímetros de largo. El mundo se enfrió otra vez. Algunos anfibios volvieron al mar; otros empezaron a poner sus huevos en la tierra. Se trataba de reptiles que, durante dos horas, desde las nueve hasta las once, mientras la Tierra volvía a calentarse, constituyeron la forma de vida dominante. Cruzaban el mar plesiosaurios de quince metros de longitud, mientras que, como paraguas rotos, agitaban sus alas en el cielo los pterosaurios. En tierra, seres gigantescos e imbéciles hacían retumbar el suelo.

De acuerdo con una señal preestablecida, todos los chicos se pusieron a producir un sonoro zumbido. No se movían los labios de nadie; los ojos se iban de acá para allá inocentemente; pero el ambiente estaba cargado de una melosa insolencia en suspensión. Lo único que podía hacer Caldwell era seguir nadando:

– Los brontosaurios tenían un cuerpo que pesaba treinta toneladas y un cerebro de sólo cincuenta gramos. Los anatosaurios tenían dos mil dientes. Los tricerátopos tenían un casco de huesos arrugados que medía más de dos metros de largo. El tiranosaurio rex tenía unos brazos diminutos y unos dientes que parecían navajas de doce centímetros, y fue elegido presidente. Comía de todo: carne de animales muertos y de animales vivos, esqueletos…

Sonó la primera campanada. Los monitores salieron de clase a toda velocidad; uno de ellos pisó la anémona del pasillo y la flor soltó un estridente quejido. Dos chicos chocaron en la puerta y se apuñalaron con sus lápices. Crujían sus dientes; les salían mucosidades por los orificios nasales. Zimmerman había conseguido de algún modo sacarle la blusa y el sujetador a Iris Osgood y los pechos de la chica aparecían sobre la superficie de su pupitre como dos tranquilas lunas comestibles.

– Quedan dos minutos -gritó Caldwell. El tono de su voz había subido, como si alguien hubiese girado una clavija en su cabeza-. Que todo el mundo se quede en su sitio. En la próxima clase hablaremos de los mamíferos extinguidos y de las glaciaciones. Abreviando una historia que ha sido larguísima, podríamos decir que hace una hora, y tras la aparición de las plantas con flor y de las diversas hierbas, surgieron nuestros fieles amigos los mamíferos, que se hicieron dueños de la Tierra; y hace un minuto, hace un minuto….

Deifendorf había sacado a Becky Davis al pasillo y la chica se retorcía y se reía entre los lampiños brazos del muchacho.

– … hace un minuto -dijo Caldwell por tercera vez, pero alguien le arrojó a la cara un puñado de perdigones. Caldwell hizo una mueca de dolor y levantó el brazo derecho para protegerse y dio gracias a Dios de no haber sido alcanzado de lleno en un ojo. Son para toda la vida.

El estómago se le encogió en solidaridad con su pierna-… una pequeña fiera que vivía en un arbusto adquirió una visión capaz de captar el volumen por medio de sus dos ojos, y unas manos de pulgar opuesto a los otros cuatro dedos y capaces de asir, y una corteza cerebral especialmente desarrollada en respuesta a las condiciones especiales de la vida en los árboles, una pequeña fiera que vivía en los árboles y que actualmente todavía puede encontrarse en Java, evolucionó…

La falda de la chica estaba enrollada en torno a su cintura. Ella estaba inclinada boca abajo sobre el pupitre y los pies de Deifendorf se agitaban en el estrecho pasillo. Mientras la cubría, en el rostro de Deifendorf apareció una mueca adormilada y ansiosa. El aula entera olía a establo. Caldwell estaba a punto de salirse de sus casillas. Tomó el brillante astil de su mesa, avanzó a través de la enloquecedora confusión de libros cerrados de golpe, y azotó, una vez, dos veces, azotó la desnuda espalda de aquella bestia. Me rompió la rejilla del radiador. Dos tiras blancas brillaron en la carne de los hombros de Deifendorf. Caldwell vio horrorizado que estas dos tiras se iban poniendo lentamente rojas. Le quedarían verdugones. La pareja cayó y se separó como un capullo roto. Deifendorf levantó sus pequeños ojos pardos arrasados de lágrimas; la chica, en un ademán lleno de compostura, se arregló el pelo. La mano de Zimmerman garabateaba furiosamente en un rincón del campo de visión de Caldwell.

El profesor, asombrado, volvió a su sitio frente a la clase. No había tenido intención de pegarle tan fuerte. Depositó el astil de la flecha en la tablilla de la tiza. Después se volvió, y cerró los ojos, y el dolor abrió sus húmedas alas en la roja oscuridad. Caldwell despegó los labios; hasta la médula de sus propios huesos aborrecía la historia que había estado explicando:

– … y apareció un animal trágico, capaz de desbastar piedras, capaz de hacer fuego, conocedor de la muerte… -sonó, desapacible, el timbre; a lo largo y ancho de todo el edificio empezó a oírse un estruendo por los pasillos; Caldwell estuvo a punto de desfallecer, pero consiguió mantener el equilibrio porque había decidido terminar-,…un animal al que llamamos Hombre.

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