8

Escucha, amor mío. ¿O estás dormida? No importa. En West Alton estaba el museo, situado en medio de jardines magníficamente floridos en los que cada árbol tenía su etiqueta. Sobre la superficie del opaco lago creado mediante un dique que contenía las superficiales aguas del riachuelo que aquí se llamaba Lenape, se deslizaban por parejas unos cisnes negros. En Olinger, el riachuelo tomaba el nombre de Tilden Creek, pero era el mismo. Los domingos, mi madre y yo acostumbrábamos a ir siempre al museo, único tesoro cultural que estaba a nuestro alcance, caminando por el perezoso y sombrío sendero que acompañaba el curso del agua y unía los dos pueblos. En aquella época, ese kilómetro y medio aproximadamente de camino era una zona rural despoblada, restos de la antigua vida de la región. Para llegar al museo cruzábamos el antiguo hipódromo, ahora abandonado y completamente cubierto de hierba, y varias granjas de piedra arenisca acompañadas todas ellas, como una madre con su hijo, por una encalada caseta construida sobre una fuente para conservar frescos los alimentos. Tras cruzar rápidamente la áspera anchura de una carretera de tres calles, entrábamos por un estrecho camino en los terrenos del museo, donde nos rodeaba un mundo más antiguo incluso, una auténtica Arcadia. Los patos y las ranas mezclaban sus guturales y desafinados gritos lanzados desde la zona pantanosa semioculta por hileras de cerezos, tilos, acacias y manzanos silvestres. Mi madre sabía cómo se llamaban todas las plantas y los pájaros y me decía sus nombres -que yo olvidaba- mientras paseábamos por el camino de gravilla, que de vez en cuando se ensanchaba formando pequeños círculos con un pequeño estanque donde se bañaban los pájaros y algunos bancos en los que, casi siempre, una enlazada pareja se separaba al llegar nosotros y estudiaba nuestro paso con ojos redondeados y oscurecidos. Una vez le pregunté a mi madre qué estaban haciendo, y ella, con curiosa complacencia, me contestó:

– Están haciendo el nido.

Al llegar a esta altura nos alcanzaba el frío aire procedente del agua contenida por el dique y los vulgares y salobres gritos de los cisnes, y arriba, a través de un hueco en el follaje negro de una mítica haya, se veía el ocre pálido de una cornisa del museo, y un fragmento del cristal y el plomo de la claraboya iluminada por el sol. Cuando atravesábamos el aparcamiento, yo sentía envidia y vergüenza, porque en aquella época no teníamos coche; cruzábamos el camino de gravilla entre niños que llevaban bolsas con migas de pan para dar de comer a los cisnes, subíamos la ancha escalinata donde algunas personas vestidas con limpia ropa de verano sacaban fotografías y extraían bocadillos de su envoltorio de papel de cera, y penetrábamos en el religioso vestíbulo del museo. La entrada era gratuita. Durante los meses del verano daban en el sótano clases, también gratuitas, sobre «cómo apreciar la naturaleza». Siguiendo una sugerencia de mi madre, yo me apunté una vez. La primera lección consistía en ver una serpiente, que estaba metida en una jaula de cristal, tragarse entero un ratón de campo que no dejaba de chillar. Después de esto, ya no volví a ir. El primer piso albergaba la parte científica del museo, pensada para los colegiales, y había en él tiesos animales disecados, y una innumerable serie de artefactos esquimales, chinos y polinesios, clasificados y encerrados en vitrinas de cristal. Había una momia sin nariz en torno a la cual siempre se congregaba una multitud. Cuando yo era niño esta sección del museo me daba mucho miedo. Todo era muerte. ¿Quién hubiera soñado que pudiera existir tal cantidad de muerte? El segundo piso estaba dedicado al arte y exhibía pinturas de artistas locales que por torpes, rebuscadas e incorrectas que fueran, irradiaban como mínimo inocencia y esperanza, esa esperanza de apresar algo y retenerlo que aparece siempre que un pincel toca la tela. Había también estatuillas de bronce que representaban a los indios y sus deidades, y en el centro de la gran sala ovalada que se encontraba al final de las escaleras había una dama desnuda de color verde y tamaño natural situada en el centro de un estanque circular de borde negro. La estatua era una fuente. La dama se llevaba a sus labios una concha de bronce, y su fino rostro se contraía para beber, pero la mecánica de la fuente dictaba que el agua cayera por el borde de la concha escapando eternamente a su esfuerzo. Siempre expectante -con leves pechos, una gloriosa corona de cabello verdoso y ligeramente revuelto, y un pie suavemente apoyado sobre los dedos- sostenía la concha a un centímetro de su cara, que, con los párpados bajos y los labios entreabiertos, parecía dormir. De niño me preocupaba su imaginaria sed, y me colocaba de forma que pudiera ver la corta distancia que mediaba entre sus labios y el agua. El agua caía como una variable y delgada cinta gris perla que iniciaba una espiral al abandonar el ondulado borde y se abría al final, poco antes de golpear la superficie del estanque con un incesante y dulce impacto que a veces, debido a sutiles variaciones accidentales, llegaba a salpicar el borde y daba unas pequeñas punzadas heladas, como el tacto de un copo de nieve, a la mano que yo apoyaba en el negro mármol. En aquella época la paciencia con que la dama esperaba, y la apacibilidad con que el agua se negaba a tocar sus labios, me parecían insoportables, y yo me decía que al oscurecer, cuando la momia y las máscaras polinesias y las águilas de ojos de cristal que estaban debajo quedaban encerradas por las sombras, la delgada mano de bronce de aquella dama haría el pequeñísimo movimiento necesario, y bebería. En esta gran sala ovalada, que yo imaginaba iluminada por los rayos de la luna que debían penetrar por la claraboya, debía cesar por un momento la caída del agua. En ese sentido -en el sentido de que la llegada de la noche envolvía la iluminada cinta de agua y detenía su fluir-, mi relato se acerca a su conclusión.

El irritante tránsito callejero hace vibrar suavemente las ventanas de nuestra buhardilla. Sus cristales necesitan desde hace tanto tiempo que alguien les saque el polvo que su delicado gris grafito parece pertenecer al propio cristal, como si fueran vitrales de una catedral. El anuncio de neón de la cafetería situada dos pisos más abajo los tiñe rítmicamente de rosa. Mis enormes telas -tan singularmente caras como materia prima, y tan singularmente carentes de valor en cuanto yo las convierto en arte- parecen, a contraluz, siluetas de hombros rectos. Tu respiración sigue el mismo ritmo que el lento aparecer y desaparecer del rosa. Tu boca solemne se ha relajado ahora que duermes, y el labio superior muestra ese pequeño botón racial de grasa que parece una ampolla después de recibir un golpe. Tu sueño está preñado de inocencia del mismo modo que la noche está preñada de rocío. Escúchame: te amo, amo tu remilgada boca y su pequeño abultamiento, esta boca cuyas comisuras se comprimen en un gesto moral cuando estás despierta y me riñes, amo tu piel quemada que siempre es capaz de perdonarme la mía, amo los siglos de humillación que he pasado cuando me sostienes en la pátina lila de tus palmas. Amo la tiesura de tulipán de tu cuello. Cuando te pones delante de la estufa haces, sin darte cuenta, unos movimientos ondulantes con la parte superior de tu cuerpo como los de una gallina cuando bebe. Cuando caminas desnuda hacia la cama, tus pies andan de puntillas como si tuvieras los tobillos atados a los de alguien que estuviera detrás de ti. Al hacer el amor gimes a veces mi nombre, y entonces me siento radicalmente confirmado. Me alegro de haberte conocido, me alegro, me enorgullezco, me alegro; sólo echo de menos -pero sólo un poquito- esa repentina risa blanca de última hora de la tarde, esa risa que arde como un relámpago en el aire cuando las almas tratan de ponerse al servicio de lo imposible. A pesar de todas sus lamentaciones, ésa era la atmósfera que mi padre lograba crear. Te hubiera desconcertado. A mí me desconcertaba. Su mitad superior me resultaba desconocida; lo que mejor conocía eran sus piernas.

Oye. Escúchame. Escúchame, señora. Te amo. Quiero ser un negro para ti, quiero tener esa expresión despierta, esa cara de betún con la piel tensa como un tambor en los pómulos y llevar unas grandes gafas de sol opacas, de esas que dan a los rostros un carácter anónimo, y encontrarme en un sombrío sótano violeta a las tres de la madrugada y olvidarme de todo menos de la canción que suena dentro de mis costillas. Pero no puedo, no del todo. No consigo imaginarme la escena completamente. Una última membrana me retiene. Soy hijo de mi padre. A última hora de la tarde, mientras el día pende como una luz que se distiende en espera de ser horadada por la oscuridad que en forma de flechas de sombra se eleva por entre los altos edificios del enrejado de calles, me acuerdo de mi padre y soy capaz incluso de imaginar a su padre -los ojos lechosos de dudas, el bigote impreciso y pálido- delante de él, a pesar de que nunca llegué a conocerle. Sacerdote, maestro, artista: la clásica generación.

Perdóname, porque te amo de verdad; tú y yo encajamos. Como un lama del Tibet, me elevo por encima de la cama donde estamos tumbados y veo que, como el yin y el yang, creamos una sola unidad entre los dos. Pero cuando llega esa hora de la tarde en que mi padre y yo acostumbrábamos a dirigirnos a casa en el coche, echo una mirada al nido que hemos construido, las tablas del piso que nuestros pies desnudos han lustrado, los continentes que forman las manchas en el techo formando un mapa antiguo y completamente erróneo de un viejo descubridor, las telas seriamente manchadas que cubro concienzudamente con grandes rayas que pugnan por decir lo que incluso yo empiezo a sospechar que es algo que no se puede decir, y me asusto. Pienso en la vida que hemos vivido juntos, con sus días consumidos sin relación con los días marcados por el sol, y sus barrocos arabescos de emoción cada vez más atenuada, y en nuestros muebles, que parecen un montón de Braques gastados y esparcidos al azar, en nuestro francamente melancólico misticismo sexual semifreudiano, semioriental, y me pregunto: ¿Fue para esto que mi padre entregó su vida?

Echado a tu lado en la oscuridad rosada, despierto pensando en una mañana de hace mucho tiempo, en la habitación de invitados de Vera Hummel. La tormenta había terminado y todo estaba resplandeciente. Mis sueños habían sido una continuación distorsionada, como la de un palo medio metido en el agua, de los acontecimientos de la última noche: el último kilómetro que recorrimos a tropezones a través de la tormenta que se negaba a amainar; los golpes con que llamó mi padre al llegar a la oscura casa, sus golpes, sus quejidos, su frotarse una mano con la otra, su actitud desesperada que, pese a lo inoportuno de nuestra apelación, ya no me parecían actos absurdos o de loco sino -tal era mi ciega insensibilidad en aquel momento- necesarios, absolutamente necesarios. Después apareció Vera Hummel bostezando, y la recuerdo también parpadeando en el encalado brillo de su cocina, con el pelo suelto abierto en abanico sobre los hombros de su albornoz azul y con las manos escondidas en las mangas y abrazándose a sí misma sin dejar de bostezar, y por fin el bulto cojeante de su marido que había bajado las escaleras para escuchar la explosión de explicaciones y gratitud de mi padre. Nos acomodaron en la habitación de los invitados, en una cama con columnas y sinuoso cabezal heredada de la madre de la señora Hummel, es decir, de Hannah, la hermana de mi abuelo. La cama olía a plumas y almidón, y se parecía tanto a una hamaca que mi padre y yo, en ropa interior, teníamos que agarrarnos a los bordes para no caernos hacia el medio. Durante unos minutos me quedé muy tenso. Me parecía estar lleno de los danzantes átomos de la tormenta. Luego oí por primera vez el desapacible ruido de los ligeros ronquidos nasales de mi padre. Después gimió con fuerza el viento en el exterior, y como esta violencia de sonido y movimiento parecía explicarlo todo, acabé por relajarme.

La habitación estaba radiante. Al otro lado de los blancos parteluces y de los visillos, recogidos hacia los lados con unas flores metálicas pintadas de blanco, el cielo era de un denso azul. Pensé: Nunca había vivido una mañana como ésta, y experimenté la jubilosa sensación de estar en la proa de un barco que surcara el celestial océano del tiempo. Miré a mi alrededor, pero mi padre se había ido. Yo estaba hundido en el centro de la cama. Busqué un reloj, pero no había ninguno. Miré a mi izquierda para ver como lamía el sol el camino, el campo y el buzón, pero mi mirada se encontró con una ventana que daba a la pared de ladrillo del bar. Junto a la ventana, cuya vieja madera parecía hacerme una mueca, había un escritorio anticuado con tiradores de cristal estriado, un cajón superior de perfil ondulado, y unos impresionantes pies en forma de voluta que parecían los pies sin dedos de un oso de dibujos animados. La luminosidad del exterior era reflejada por los brillos plateados de los tallos y las hojas del empapelado. Cerré los ojos tratando de oír voces, y me llegó de lejos el zumbido de una aspiradora, y seguramente volví a dormirme.

Cuando volví a despertar, me vi rodeado de un mundo extraño -la casa desconocida, el día tan bello y cuerdo después de la locura de la noche anterior, el silencio interior y exterior (¿por qué no me habían despertado?, ¿qué había pasado en el instituto?, ¿no era acaso miércoles?)- y no pude volver a dormir; me levanté y me vestí con lo que pude. Mis zapatos y mis calcetines, que alguien había colocado encima de un radiador, estaban todavía húmedos. Aquellas paredes y aquellos pasillos, tan desconocidos que me obligaban a pensar y a enfrentarme al miedo en cada esquina, parecían arrebatarme la fuerza de los miembros. Localicé el baño y me lavé la cara con agua fría y después me froté los dientes con un dedo húmedo. Bajé descalzo la escalera, cubierta con una alfombra recién alisada de color beige sujeta en la base de cada escalón por un tubo de latón. Era la típica casa de Olinger, un hogar sólido, correcto y ortodoxo como yo hubiera querido que fuese la casa de mi familia. Con mi fastidiosa camisa roja y la ropa interior que hacía tres días no me había cambiado, me sentí sucio e indigno de aquel lugar.

La señora Hummel salió de la habitación que daba a la fachada con la cabeza envuelta en un pañuelo de seda y un delantal con un estampado de anémonas en forma de estrella. Llevaba en la mano una elegante papelera de mimbre y, sonriendo de manera que hizo brillar sus encías, me saludó diciendo:

– ¡Buenos días, Peter Caldwell!

Al oírle pronunciar mi nombre completo me dio la sensación de ser aceptado totalmente. Me condujo a la cocina y, mientras caminaba detrás de ella, me sorprendió ver que yo era de su misma estatura, y hasta un centímetro más alto. En comparación con las mujeres de la región, la señora Hummel era alta, y cuando pienso en ella todavía recuerdo la estatura de diosa que tenía cuando la vi por primera vez al ingresar en el instituto, cuando yo no era más que un enano de séptimo curso y mi cintura apenas si alcanzaba el reborde inferior de la pizarra. Pero ahora me pareció que yo acaparaba su visión. Me senté a la pequeña mesa de porcelana y ella me sirvió como una esposa. Puso ante mí un grueso vaso de zumo de naranja que proyectaba sobre la porcelana una sombra naranja como un delgado gajo que anticipaba el sabor. Me encantaba estar sentado, sorber el líquido y verla moverse. Ella se deslizaba en zapatillas azules de la alacena al refrigerador y al fregadero como si esa distancia hubiera sido dispuesta a medida para sus pasos; su cocina espaciosa y generosamente equipada contrastaba con el abigarrado e improvisado rincón donde mi madre preparaba nuestra comida. Me pregunté por qué había gente capaz de resolver al menos los problemas mecánicos de la vida mientras que otros, como mi familia, parecían destinados a una vida de coches que se estropeaban y casas sin baño y con calefacción insuficiente. En Olinger nunca llegamos a tener refrigerador eléctrico. Lo único que había era una humillante y vieja nevera, de nogal, donde metíamos el hielo. Mi abuela nunca se sentaba a la mesa para comer, sino que lo hacía de pie junto a la estufa, con los dedos, y haciendo muecas debido al vapor. La premura y la falta de planificación habían caracterizado siempre nuestro hogar. Entonces comprendí que todo se debía a que el miembro neurálgico de nuestra familia, mi padre, nunca había abandonado la idea de que pronto tendría que mudarse. Y este miedo, o esta esperanza, dominaba nuestro hogar.

– ¿Dónde está mi padre? -pregunté.

– No lo sé, Peter -dijo ella-. ¿Qué prefieres: cereales, arroz, o un huevo?

– Arroz.

Un reloj ovalado de color marfil que estaba debajo de los armarios lacados señalaba las 11.10.

– ¿Y el instituto? -pregunté.

– ¿Has mirado fuera?

– Más o menos. Ha parado de nevar.

– La radio ha dicho que hay más de treinta centímetros. Hoy no abrirá ningún colegio en todo el condado. Han cerrado incluso las escuelas parroquiales de Alton.

– Pues no sé si podrán entrenarse los nadadores esta noche.

– Seguro que no. Debes de morirte de ganas de ir a casa.

– Supongo que sí. Parece que haga una eternidad que no estoy allí.

– Esta mañana tu padre nos ha hecho reír muchísimo contándonos vuestras aventuras. ¿Agrego un plátano al arroz?

– Estupendo, sí, ponga uno si tiene.

Sin duda, ésa era la diferencia entre las casas de Olinger y la mía; ellos siempre tenían plátanos a mano. En Firetown, las raras veces que mi padre compraba acababan pudriéndose porque nadie sabía dónde estaban. El plátano que la señora Hummel puso junto a mi escudilla de arroz era perfecto. Su piel dorada estaba regularmente moteada de puntitos, como los que salen en los anuncios de las revistas impresas a cuatro colores. Lo corté en pedacitos con mi cuchara, y cada uno de ellos mostraba esa estrellita ideal de semillas en el centro.

– ¿Tomas café?

– Trato de hacerlo cada mañana, pero siempre se me hace tarde. Siento estar causándole tantas molestias.

– Calla. Hablas igual que tu padre.

Estas palabras, que provenían de una intimidad que yo no había creado, me evocaron una curiosa sensación de pasado referida a un momento de hacía muy pocas horas, el momento en que, mientras yo dormía a pierna suelta en la cama de mi tía abuela Hannah, ellos oían la radio y mi padre contaba sus aventuras. Me pregunté si también se hallaba presente el señor Hummel; me pregunté qué acontecimiento había derramado por la casa aquella estela de luminosidad pacífica y reconciliada. Luego, me envalentoné lo suficiente para preguntar:

– ¿Dónde está el señor Hummel?

– Ha salido con el camión. El pobre Al lleva levantado desde las cinco de la mañana. Tiene un contrato con el ayuntamiento para ayudar a limpiar las calles después de las tormentas.

– ¡Ah! Me gustaría saber cómo ha quedado nuestro pobre coche. Ayer noche lo abandonamos al pie de Coughdrop Hill.

– Ya me lo ha dicho tu padre. Cuando Al regrese os llevará hasta allí en el camión.

– Qué bueno está este arroz.

Ella se volvió sorprendida desde el fregadero y le sonrió.

– Pero si no es más que el corriente, el que viene en la caja.

En su cocina la señora Hummel parecía hablar con una entonación más holandesa que de ordinario. Yo la había relacionado siempre con lo moderno, con Nueva York y todo eso: siempre que estaba entre los demás profesores destacaba muchísimo. A veces hasta llevaba rimmel. Pero en su casa, era una mujer de este condado.

– ¿Le gustó el partido de anoche? -le pregunté.

Me sentía incómodamente forzado a darle conversación. La ausencia de mi padre constituía un desafío en el que yo tenía que poner en práctica mis nociones de lo que era un comportamiento de persona civilizada. En su presencia jamás tenía oportunidad de demostrar que lo era. Estuve todo el rato tirando hacia abajo de las mangas de mi camisa para evitar que asomaran las manchas de la piel. La señora Hummel puso a mi lado un par de relucientes tostadas y un montoncito de ambarina jalea de manzana silvestre en una bandejita negra.

– No le presté mucha atención -dijo ella riendo al recordar la situación-. Cómo me hizo reír el reverendo March. Es un chiquillo y un viejo al mismo tiempo, y nunca sabes con certeza con cuál de los dos estás hablando.

– Ganó algunas medallas, ¿no?

– Imagino que sí. Hizo toda la campaña de Italia.

– Me parece muy interesante que después de todo aquello pudiera regresar al ministerio.

Las cejas de la señora Hummel se arquearon. ¿Se las depilaba? Viéndolas de cerca me pareció que no. Sus finos perfiles eran naturales.

– Creo que fue acertado de su parte, ¿verdad?

– Oh, desde luego. Después de haber visto tantos horrores…

– Claro que dicen que incluso en la Biblia hay guerras.

Aunque no sabía qué era lo que la señora Hummel quería, yo me reí, y mi risa pareció gustarle.

– Y -me preguntó entonces-, ¿prestaste mucha atención al partido? Me parece que te vi sentado junto a la chica de los Fogleman.

Al oír esto me encogí:

– Tenía que sentarme al lado de alguien.

– Pues vigila, Peter, esa chica está al acecho.

– No soy una presa muy interesante.

La señora Hummel levantó un dedo juguetonamente, al estilo campesino:

– Prometes, muchacho, prometes.

Su actitud y su forma de hablar se parecían tanto a lo que yo había visto frecuentemente en mi abuelo que me sonrojé como si me hubiera dado la bendición. Extendí la brillante jalea sobre mi tostada y ella continuó arreglando la casa.

Las dos horas que siguieron fueron completamente diferentes a todas las que había vivido hasta entonces. Compartí una casa con una mujer, una mujer con experiencia, con tanta experiencia que me resultaba imposible calcular su edad, que debía de ser al menos el doble de la mía. Una mujer famosísima; en los bajos mundos estudiantiles circulaban como monedas sucias las leyendas sobre su vida amorosa. Una mujer madura y llena de autoridad, cuya presencia se colaba por todos los rincones de la casa. La presencia de su tacto en el termostato avivó el fuego de mi horno. Toda mi atención se concentraba en el piso de arriba; estaba pasando la aspiradora, cuyo zumbido llegaba ronco y penetrante. De vez en cuando se reía sola o hacía gemir un mueble al arrastrarlo a un lado; los ruidos que hacía revoloteaban por la escalera como los cantos de un pájaro que permanece invisible en las ramas más altas de un árbol. Desde todos los rincones de la casa, desde cada una de sus sombras y curvas de brillante madera me llegaban insinuaciones de Vera Hummel. Ella era un brillo de un espejo, un poquito de brisa que movía las cortinas, una mota de polen en el brazo del sillón en el que yo había echado raíces.

Me quedé apoltronado en la oscura salita leyendo uno tras otro los ejemplares del Reader's Digest que había en una estantería barnizada. Leí hasta que tanta lectura ininterrumpida acabó por darme náuseas. Descubrí con gran interés dos artículos que aparecían el uno después del otro en el índice de un número: «¿Curación milagrosa para el cáncer?» y «Diez pruebas de la existencia de Dios», y los leí ávidamente aunque sólo para quedar decepcionado, o más que decepcionado, abrumado, porque aquel toque de esperanza despertó unos temores que durante algún tiempo habían estado dormidos. Los demonios del pánico inyectaron su hierro en mi sangre. Tras escuchar la ruidosa cháchara y las pretensiones enciclopédicas de aquellas pulcras columnas, era evidente que no había pruebas, que no existía ningún método de curación. Aterrado por las palabras, experimenté una ansiosa necesidad de cosas y, del centro del tapete de encaje que había en la mesita que estaba junto a mi codo, cogí y apreté en mi mano una figurita de porcelana que representaba un sonriente duendecillo con unas gordezuelas alas pintadas con lunares. En la alfombrada escalera sonaron los pasos rápidos de las zapatillas azules y la señora Hummel preparó la comida para los dos. La cocina era tan luminosa que yo temía que me viera las manchas. Pensé que quizás era de buena educación decir que ya me iba, pero no tenía fuerzas para abandonar esa casa, me sentía hasta incapaz de mirar por la ventana. Además, ¿adónde iba a ir si salía? ¿A quién iría a buscar, y por qué? La misteriosa ausencia de mi padre me parecía permanente. Yo estaba perdido. La mujer me hablaba con palabras triviales que, sin embargo, me hicieron soportable mi horror. Y por fin logré surgir sobre la superficie brillante de la mesa que mediaba entre los dos, y la hice reír. Se había quitado el pañuelo y ahora llevaba el pelo peinado con una cola de caballo. Mientras la ayudaba a limpiar la mesa y dejar los platos en el fregadero, nuestros cuerpos se rozaron un par de veces. Y así, medio hundido en el temor pero también vivo y aligerado por el amor, pasé aquellas dos horas.

Mi padre regresó poco después de la una. La señora Hummel y yo todavía estábamos en la cocina. Habíamos estado hablando de una ampliación de la casa que ella quería construir en la parte de atrás, una galería en forma de L donde ella pensaba sentarse en verano a contemplar su jardín sin necesidad de tener que soportar el paso y el ruido de los coches. Sería un precioso cenador y yo pensé que lo compartiría con ella.

Con su gorro en forma de bala y su chaquetón empapado de nieve, mi padre parecía haber sido disparado desde un cañón.

– Chico, el invierno ha recuperado el tiempo perdido -nos dijo.

– ¿Dónde has estado? -le pregunté. Mi voz, amenazada por las lágrimas, vaciló.

Él me miró como si se hubiera olvidado de mi existencia y dijo:

– Por ahí, he ido al instituto. Te hubiera llamado, pero supuse que necesitabas dormir. Empezabas a tener muy mal aspecto. ¿Te han dejado dormir mis ronquidos?

.

La nieve pegada a su chaquetón, a sus pantalones y sus zapatos, testimonio de su aventura, me hizo sentirme celoso. Toda la atención de la señora Hummel se había concentrado en él y ahora ella reía todo el rato, aunque mi padre no dijera nada. Él tenía la cara enrojecida. Se sacó el gorro de un tirón, como un muchacho, y se frotó los pies contra el felpudo de hojas de cocotero que había pasado el umbral. Yo tenía ganas de atormentarle y empecé a chillar.

– ¿Y qué has hecho en el instituto? ¿Cómo es que has tardado tantísimo?

– Me encanta ese edificio cuando no están los chicos -dijo dirigiéndose a la señora Hummel en lugar de hacerlo a mí-. ¿Sabes lo que tendrían que hacer con ese establo de ladrillo, Vera? Echar a los chicos a la calle y dejarnos vivir solo allí a los profesores. Es el único lugar del mundo donde me siento tranquilo.

– Tendrían que poner camas -dijo ella riendo.

– A mí me basta con un viejo catre de los del ejército -le dijo-. Sesenta de ancho y metro ochenta de largo; siempre que me meto con alguien en una cama me quedo sin mantas. No me refiero a ti, Peter. Ayer noche estaba tan cansado que seguramente fui yo quien te las quitó a ti. Y para responder a tu pregunta sobre qué he estado haciendo, he puesto al día todo mi trabajo y mis cosas del instituto. Por primera vez desde los últimos exámenes, todo va sobre ruedas. Me siento como si me hubieran quitado del estómago un bloque de cemento. Si mañana yo no apareciera, el nuevo profesor, pobre diablo, podría entrar y ponerse a dar clase sin más problemas. Zas, bum; muévete, amigo; la próxima parada, el vertedero.

No tuve más remedio que reír.

La señora Hummel se fue hacia el refrigerador y preguntó:

– ¿Has comido, George? ¿Quieres un bocadillo de roastbeef?

– Muy amable, Vera. La verdad es que sería incapaz de comerme un bocadillo; anoche me arrancaron una muela. Ahora me siento infinitamente mejor, pero es como si hubiera desaparecido de ahí la Atlántida. He tomado una escudilla de sopa de ostras en el bar de Mohnie. Pero, para serte sincero, si tú y el chico vais a tomar café, yo me tomaré una taza. Ya no me acuerdo si el chico toma café o no.

– ¿Cómo puedes haberlo olvidado? -pregunté-. Cada mañana procuro tomarme un tazón en casa, pero nunca hay tiempo.

– Dios mío, ahora me acuerdo. He tratado de hablar con tu madre pero se ha cortado la línea. No tiene siquiera una miga de pan en casa, y seguramente el abuelo Kramer querrá comerse el perro. Si es que no se ha caído por la escalera. Eso sería ya el acabóse. Ningún médico podría llegar a la casa.

– ¿Cuándo vamos nosotros a ir?

– Pronto, chico, pronto. El tiempo y la marea no esperan. -Y, dirigiéndose a la señora Hummel, añadió-: No hay que alejar a los chicos de la presencia de su madre.

Entonces se mordió los labios. Yo sabía que era porque pensaba que a lo mejor esta frase había sido una falta de tacto ya que ella, debido a causas que yo ignoraba, no había tenido hijos. La señora Hummel, con el intencionado silencio de una criada, dejó el café humeante al lado de mi padre. Un rizo se le soltó y cayó sobre su mejilla, a modo de comentario. Mi padre trató de sofocar la excitación de su voz y le dijo:

– He visto a Al en Spruce Street; estaba a punto de regresar. Él y su camión han estado haciendo milagros. Este ayuntamiento es capaz de hacer un magnífico trabajo cuando las cosas se ponen mal. Ya han abierto al tráfico todas las calles. Sólo quedan los callejones y la zona de Shale Hill. Chico, si yo fuera el responsable, te juro que nos pasaríamos un mes entero rodeados de nieve por todas partes.

Mi padre abrió y cerró las manos contemplando muy divertido esta visión caótica. Luego, añadió:

– He oído decir que por la noche descarriló un tranvía en West Alton.

La señora Hummel se echó el pelo hacia atrás y preguntó:

– ¿Hubo heridos?

– No. Se salió de las vías pero no llegó a volcar. Los tranvías de aquí no han podido llegar a Ely hasta este mediodía. La mitad de las tiendas de Alton están cerradas.

Yo me maravillé al oír toda esta información y me lo imaginé recogiéndola, vadeando bancos de nieve, deteniendo las máquinas quitanieves para hablar con sus conductores, saltando los montones de nieve sucia con su chaquetón corto como un pillete demasiado alto para su edad. Mientras yo dormía debió de dar la vuelta al pueblo entero.

Me terminé el café y me invadió el letargo que hasta aquel momento había sido contenido por mi nerviosismo. Mi padre siguió contándole más aventuras a la señora Hummel, pero yo dejé de escuchar. Gris de fatiga, apareció el señor Hummel en la puerta y se sacudió la nieve del pelo. Su esposa le preparó la comida. Cuando terminó, me miró y me hizo un guiño:

– ¿Tienes ganas de volver a casa, Peter?

Me levanté, me puse el chaquetón, los calcetines y los arrugados y húmedos zapatos y volví a la cocina. Mi padre llevó su taza vacía al fregadero y se puso el gorro de nuevo.

– Es muy amable por tu parte, Al; el chico y yo te lo agradecemos muy de veras. -Y añadió, dirigiéndose a la señora Hummel-: Muchas gracias, Vera, nos has tratado como reyes.

Y entonces, amor mío, ocurrió lo más extraño de todo lo que te he contado: mi padre se inclinó y besó a Vera Hummel en la mejilla. Yo aparté la mirada escandalizado y vi, en el piso de linóleo, los pequeños pies de la señora Hummel que se ponían de puntillas para aceptar el beso.

Después sus talones volvieron al suelo, y cuando miré otra vez tenía a mi padre cogido de la mano:

– Me alegro de que nos eligierais -le dijo, como si estuvieran ellos dos solos-. Por unas horas la casa ha estado menos vacía.

Cuando llegó mi turno de dar las gracias, no me atreví a darle un beso y mantuve mi cara apartada para indicar que no iba a dárselo. Sonrió al coger la mano que yo le ofrecía, y luego puso su otra mano encima.

– ¿Tienes siempre las manos tan calientes, Peter?

Fuera, las ramas de un grupo de lilas se habían convertido en cornamenta. El camión de Hummel esperaba aparcado entre los surtidores de gasolina y la bomba del aire; era un herrumbrado Chevrolet mediano que llevaba un mecanismo quitanieves de un deslumbrante naranja acoplado al guardabarros delantero. Cuando se puso en marcha, nos vimos rodeados de chirridos y traqueteos de mil colores. Yo me senté entre mi padre y Al Hummel. Como la cabina no tenía calefacción, me alegró estar entre los dos. Bajamos por Buchanan Road y vi nuestra antigua casa que parecía la morada del Viejo Padre Invierno. Estaba cubierta de nieve y recibía agradecida el sol que daba en el ancho lado blanco donde yo solía jugar con una pelota de tenis cuando era pequeño. Los niños al pasar habían quitado la nieve de los setos de las casas, y de vez en cuando se nos caía encima de la cabina un montón de nieve desprendida de las ramas de los castaños de indias. Cuando llegamos a las afueras del pueblo, noté que la nieve reinaba por doquier en los ondulados campos que se extendían al otro lado de la montaña de nieve manchada, alta como una persona, que los quitanieves habían sacado de la carretera. Las boscosas montañas que aparecían a lo lejos conservaban el azul y el ocre de siempre, pero los colores tenían un matiz más pálido que de costumbre, como ocurre con los grabados que se imprimen para limpiar la plancha.

Ahora, mientras lo cuento, siento el mismo cansancio que aquel día. Yo me quedé sentado en la cabina mientras mi padre y Al Hummel, unas figuras desdibujadas como las de los actores cómicos de las películas de cine mudo, limpiaban la nieve que los quitanieves habían tirado sobre nuestro Buick, del que sólo asomaba la mitad superior. Me molestaba una comezón que se había extendido de la nariz hasta alcanzar la garganta y que yo relacionaba con mis húmedos y fríos zapatos. El hombro de la colina proyectaba su sombra hacia donde nos encontrábamos y empezó a soplar el viento. La luz del sol, dorada y alargada, abandonó nuestra zona y sólo tocaba las puntas de los árboles. Hummel consiguió diestramente poner en marcha el motor, avanzó en marcha atrás hasta poner los neumáticos traseros sobre las cadenas, y las cerró con un instrumento parecido a unas tenazas. Mi padre y el señor Hummel, que ahora, en el azulado crepúsculo, eran unos bultos confusos, interpretaron una pantomima con una cartera. No llegué a entender el final. Luego, hicieron amplios ademanes con los brazos, se dieron un abrazo y se despidieron. Hummel abrió la puerta de la cabina, por la que se coló una ráfaga de aire frío, y yo trasladé mi frágil cuerpo a nuestro coche fúnebre.

Cuando regresábamos a casa, se cerraron como una limpia cicatriz los días transcurridos desde que había visto esta carretera por última vez. Ahí estaba la cumbre de Coughdrop Hill, ahí estaba la curva y el terraplén donde habíamos recogido al hombre que hacía autostop, ahí estaba la central lechera Clover Leaf, donde las cintas transportadoras se llevaban el estiércol de las vacas y las plateadas chimeneas del techo del establo humeaban contra el rubor color salmón del cielo; ahí estaba la recta en la que un día matamos una desconcertada oropéndola, ahí estaba Galilee y, detrás de los restos de la vieja Seven-Mile Inn, la tienda de Potteiger, donde nos paramos a comprar comida. Mi padre recorrió los estantes tomando de uno en uno, como si fuera un farmacéutico preparando una receta complicada, los diversos alimentos: pan, melocotón en almíbar, galletas saladas, cereales para el desayuno, que luego amontonaba en el mostrador delante de donde se encontraba Charlie Potteiger, que habla sido agricultor, pero que regresó del Pacífico, vendió sus tierras y montó esta tienda. Siempre anotaba lo que le debíamos en un cuadernito barato de color pardo y, aunque nuestra cuenta llegaba a alcanzar cifras de hasta sesenta dólares a fin de mes, nunca nos perdonaba ni un céntimo.

– Y un trozo de esta salchicha que le gusta tanto a mi suegro, y media libra de esos caramelos para el chico -le dijo mi padre.

Aquel día mi padre hizo la compra de forma extravagante si se tiene en cuenta que, generalmente, era muy tacaño y nunca compraba más de lo necesario para un solo día, como si pensara que al día siguiente habría menos bocas que alimentar. Hasta compró un racimo de plátanos. Mientras Potteiger sumaba con esfuerzo la cuenta con su trocito de lápiz, mi padre me miró y me preguntó:

– ¿Te has tomado algún refresco?

Generalmente me tomaba uno, como un último sorbo de civilización antes de descender a las tinieblas rurales que por algún error habían llegado a ser nuestro hogar.

– No -le dije-. No me apetecía. Vayámonos.

– Este pobre hijo mío -anunció en voz alta mi padre, dirigiéndose al pequeño grupo de haraganes con las cabezas cubiertas por rojos gorros de caza que incluso aquel día de nevada habían ido a la tienda a pasar el rato- lleva dos noches sin dormir en casa y tiene ganas de ver a su mamá.

Furioso, empujé la puerta y salí al aire libre. El lago que había al otro lado de la carretera estaba bordeado de nieve y parecía tan negro como el revés de un espejo. Reinaba un crepúsculo de esos en los que algunos coches han encendido sus faros, otros llevan sólo las luces de posición, y otros no llevan ninguna. Mi padre condujo el coche con la misma velocidad que si la carretera estuviera limpia. En algunas zonas ya no quedaba nieve sobre el asfalto, y entonces el ruido de las cadenas sonaba diferente. Cuando estábamos a mitad de camino del ascenso de Fire Hill (sobre nosotros, la iglesia y su pequeña cruz se dibujaban contra un cielo añil), se partió un eslabón que durante el kilómetro y medio de recorrido que nos quedaba por delante chirrió contra el guardabarros trasero del lado derecho. El paisaje crepuscular se animó cuando pasamos delante de las pocas casas de Firetown, cuyas ventanas brillaban débilmente, como brasas. La posada Ten Mile Inn estaba oscura y cerrada.

Nuestra carretera no había sido despejada. De hecho, nuestro camino eran dos carreteras: una que atravesaba los campos de los Amish, y otra que se alejaba de allí y cruzaba nuestras tierras para reunirse con la carretera principal al lado de la pequeña laguna y el granero de Silas Schoelkopf. Cuando salimos de casa la última vez, lo hicimos por esta carretera, la de más abajo; ahora regresamos por la de arriba. Mi padre embistió la nieve con el Buick, pero el coche se paró enseguida. A unos tres metros de la carretera. El motor se caló. Mi padre cerró el contacto y las luces. Y yo le pregunté:

– ¿Y cómo vamos a salir mañana?

– Cada cosa a su tiempo -me dijo-. Ahora quiero llevarte a casa. ¿Podrás andar el camino que queda?

– ¿Y qué otra cosa puedo hacer?

La carretera parecía una larga recta de un gris brillante enmarcado en la perspectiva de dos líneas de árboles jóvenes. Desde donde estábamos no se veía la luz de ninguna casa. Sobre nosotros, en un cielo cuyo azul era todavía demasiado brillante para que pudieran verse las estrellas, algunas nubes pálidas, que parecían gigantescos copos de mármol, erraban en dirección oeste tan lentamente que su movimiento parecía ser simplemente el resultado de las revoluciones de la Tierra. La nieve sepultaba mis tobillos e inundaba mis zapatos. Traté de caminar poniendo los pies en las huellas dejadas por mi padre, pero sus zancadas eran demasiado largas para mí. Poco a poco el ruido de los coches que pasaban por la carretera fue desvaneciéndose y se reforzó a nuestro alrededor un poderoso silencio. Teníamos ante nosotros una estrella, una sola, situada en un punto bastante bajo, y tan brillante que su luz blanca parecía cálida.

– ¿Qué estrella es ésa? -le pregunté a mi padre.

– Venus.

– ¿Siempre sale la primera?

– No. Pero a veces es la última en desaparecer. Algunos días, al levantarme, el Sol empieza a salir entre los bosques y Venus todavía está sobre la colina de los Amish.

– ¿Se podría utilizar esta estrella para orientarse?

– No lo sé. Nunca lo he probado. Es una pregunta interesante.

– Nunca encuentro la estrella polar -le dije-. Siempre creo que será más grande de lo que es.

– Tienes razón. No entiendo por qué diablos tuvieron que hacerla tan pequeña.

La bolsa de comida que llevaba deshumanizaba su figura y, como mis piernas habían dejado de transmitirme la sensación de estar caminando, me pareció que lo que tenía delante era el cuello y la cabeza de un caballo sobre el que yo cabalgaba. Miré hacia arriba, y la cúpula azul cobalto estaba ahora limpia de copos de mármol y salpicada de algunas estrellas de débil luminosidad. Luego, desaparecieron las ramas de los árboles jóvenes entre los que caminábamos y apareció la larga y baja ondulación de nuestras tierras más altas.

– Peter.

La voz de mi padre me sobresaltó; me sentía muy solo.

– ¿Qué?

– Nada. Sólo quería asegurarme de que todavía estás detrás de mí.

– ¿Y dónde querías que estuviese?

– De acuerdo. Tienes toda la razón.

– ¿Te llevo la bolsa un rato?

– No. Abulta mucho pero no pesa.

– ¿Por qué has comprado los plátanos si sabías que íbamos a tener que llevarlo todo encima durante casi un kilómetro?

– Chaladura -contestó-. Chaladura hereditaria.

Era una de sus ideas favoritas.

Al oír nuestras voces, Lady empezó a ladrar desde el otro lado del campo. Los rápidos sonidos amortiguados por la distancia nos llegaron como mariposas que volaran a ras de tierra, prefiriendo pasar rozando la nieve antes que correr el riesgo de sumergirse en la profunda y uniforme cúpula que cubría más de doscientos kilómetros cuadrados de tierras pensilvanas. Desde el lugar donde la carretera de abajo abandonaba la de arriba dominábamos, en los días claros, un paisaje que alcanzaba hasta las primeras estribaciones azules de los montes Alleghenies. Por fin descendimos hasta quedar cobijados por la ladera de nuestra colina. Lo primero que vimos fueron los árboles de nuestro huerto, luego el establo, y en seguida, a través de las horcajaduras y el entretejido ramaje seco, la casa. La luz del piso de abajo estaba encendida, pero mientras cruzábamos el silencioso patio llegué a convencerme de que la luz era una ilusión y la gente que habitaba la casa había muerto y se había dejado la luz encendida.

A mi lado, mi padre gimió:

– Dios mío, sé que el abuelo se ha caído por esas condenadas escaleras.

Pero delante de nosotros había pasos que habían abierto un camino en la nieve, y en el porche había numerosos signos que indicaban que alguien había utilizado la bomba de agua. Lady, libre, salió corriendo de la oscuridad gruñendo, pero luego, al reconocernos, saltó como un pez de entre la nieve y nos frotó la cara con el hocico mientras en su garganta sonaba una dolorida nota de amor. Entró dando brincos con nosotros por la doble puerta de la cocina, y una vez dentro soltó una clarísima vaharada de olor a mofeta.

Ahí estaba la cocina, con la luz encendida y su característico color de miel; ahí estaban los dos relojes, el rojo marcando quién sabe qué hora porque había estado parado debido al corte de suministro eléctrico, pero en marcha; ahí estaba mi madre, que se acercaba con los brazos adelantados y una feliz expresión de muchachita aprestándose a coger la bolsa que sostenía mi padre, y darnos la bienvenida.

– Mis héroes -dijo.

– He intentado telefonearte esta mañana, Cassie -dijo mi padre-, pero las líneas estaban cortadas. ¿Lo habéis pasado muy mal? En la bolsa encontrarás un emparedado italiano.

– Lo hemos pasado maravillosamente -dijo mi madre-. Papá ha serrado leña, y esta noche he preparado un poco de ese caldo con buey en adobo y manzanas que solía hacer la abuela cuando nos quedábamos sin comida.

Del horno venía un olor a manzana caliente que era auténtica ambrosía, y en el hogar chisporroteaba el fuego.

Mi padre parecía deslumbrado ante la idea de que el mundo hubiera seguido dando vueltas sin él:

– ¿Sí? ¿Está bien el abuelo? ¿Dónde diablos está?

Mientras seguía hablando entró en la otra habitación, y allí, sentado en el sitio del sofá que siempre ocupaba, con sus hermosas manos entrelazadas sobre el pecho, estaba el abuelo con su pequeña y gastada Biblia cerrada en equilibrio sobre una de sus rodillas.

– ¿Has cortado leña, abuelo? -preguntó mi padre en voz alta-. Eres un milagro viviente. Seguro que en algún momento de tu vida hiciste algo muy bien hecho.

– George, no querría ser exigente, pero ¿alguno de los dos se ha acordado de traerme el Sun?

Naturalmente, el cartero no había ido a casa y mi abuelo se había quedado privado de algo muy querido, pues era uno de esos hombres que no creen que ha nevado de verdad hasta que lo han leído en el periódico.

– Diablos, no, abuelo -chilló mi padre-. Se me olvidó. No sé por qué; ha sido todo una locura.

Mi madre y Lady entraron en la sala para unirse a nosotros. La perra, incapaz de guardar más tiempo para sí sola la buena noticia de nuestro regreso, saltó al sofá y arremetió con su nariz contra la oreja del abuelo.

– Quieta, quieta -dijo él levantándose y cogiendo al mismo tiempo la Biblia.

– El doctor Appleton ha telefoneado -le dijo mi madre a mi padre.

– ¿Cómo? Creí que las líneas estaban cortadas.

– Esta tarde ha vuelto a funcionar el teléfono, poco después de que dieran la luz otra vez. He telefoneado a casa de los Hummel y Vera me ha dicho que ya habíais salido. Nunca me había parecido tan amable hablando por teléfono.

– ¿Y qué ha dicho Appleton? -preguntó mi padre cruzando la habitación y mirando mi globo terráqueo.

– Ha dicho que en los rayos X no se veía nada.

– Así que ha dicho eso, ¿eh? Cassie, ¿tú crees que miente?

– Sabes que no miente nunca. Según los rayos X estás bien. El doctor ha dicho que todo es por culpa de tus nervios; cree que tienes un caso poco agudo de…, ya no me acuerdo del nombre. Lo he apuntado.

Mi madre se fue al teléfono y leyó una tira de papel que había dejado encima del listín:

Colitis mucinosa. Hemos tenido una agradable conversación; pero parece envejecido.

De repente me sentí agotado, vacío; aunque todavía llevaba el chaquetón puesto, me senté en el sofá y me arrellané entre sus almohadas: era algo que resultaba imperativo. Lady apoyó su cabeza sobre mi regazo y metió su helado hocico bajo mi mano. Parecía que tuviera el pelo lleno del frío aire del exterior. Mis padres, que seguían en pie, parecían enormes y dramáticos.

Mi padre se dio la vuelta con su gris cara tensa, como si se negara a abandonar por completo toda esperanza:

– ¿Así que eso fue lo que dijo?

– Pero también me dijo que le parecía que necesitas descansar. Cree que la enseñanza te provoca una tensión exagerada y me ha preguntado si no podrías dedicarte a cualquier otra cosa.

– ¿Eh? Pero si no sirvo para nada más, Cassie. Es mi único talento. No puedo dejarlo.

– Eso es exactamente lo que tanto él como yo pensábamos que dirías.

– ¿Crees que sabe de radiografías? ¿Crees que ese viejo fanfarrón sabe de lo que está hablando?

A modo de agradecimiento yo había cerrado los ojos. Entonces una gran mano fría se posó sobre mi frente. La voz de mi madre dijo:

– George, ¿qué le has hecho a este chico? Tiene una fiebre altísima.

Algo amortiguada por el tabique de madera de la escalera llegó la voz de mi abuelo que nos decía:

– Dulces sueños.

Mi padre cruzó el vibrante piso de la cocina y gritó desde el pie de la escalera:

– No te enfades por lo del Sun, abuelo. Mañana te lo conseguiré. Hasta entonces no ocurrirá nada. Los rusos siguen en Moscú y Truman continúa siendo rey.

– ¿Cuánto tiempo hace que tienes fiebre? -me preguntó mi madre.

– No lo sé -le dije-. Toda la tarde me he sentido débil y raro.

– ¿Quieres un poco de caldo?

– Un poquito solamente. Qué suerte lo de papá, ¿no? Qué suerte que no tenga cáncer.

– Sí -dijo ella-. Ahora tendrá que inventarse otra forma de inspirar compasión.

En el consolador óvalo de su cara apareció una expresión ceñuda que se desvaneció al instante. Traté de volver a entrar en el laberíntico mundo que mi madre y yo habíamos construido y en el que mi padre era un elemento extraño, objeto de cariñosas bromas, mostrándome de acuerdo con lo que acababa de decir:

– Vale mucho para esto. Quizás ése sea su auténtico talento.

Mi padre volvió a la sala en la que nos encontrábamos ella y yo y nos anunció:

– ¡Menudos humos gasta este hombre! Está verdaderamente enfadado porque no me acordé de traer su periódico. Qué energía: es una central eléctrica, Cassie. Yo me moriré veinte años antes de alcanzar su edad.

Aunque estaba demasiado mareado y amodorrado para hacer cálculos, me pareció que la frase suponía que mi padre se concedía ahora más años de vida que antes.

Mis padres me dieron de comer, me acostaron, y quitaron una manta de su propia cama para que yo no pasara frío. Me habían empezado a castañetear los dientes y no intenté frenar esta vibración de mi esqueleto, que liberó enjambres de fríos espíritus en mi interior y provocó en mi madre inútiles esfuerzos y preocupaciones. Mi padre se quedó a mi lado frotándose los nudillos.

– El pobre chico es demasiado ambicioso -gimió mi padre en voz alta.

– Mi pequeño rayo de sol -pareció decir mi madre.

Me dormí oyendo sus voces que se alejaban. En mis sueños no aparecieron ni ellos ni Penny ni la señora Hummel, ni el señor Zimmerman ni Deifendorf ni Minor Kretz ni el señor Phillips, sino que transcurrieron más bien en un mundo habitado por un perezoso torbellino que les precedía a todos ellos y en el que solamente el rostro de mi abuela, que brillaba en la periferia de ese mundo con la expresión sorprendida y asustada con que me regañaba cuando me veía subido a un árbol, me hacía compañía. Lo demás era un fluido cambiante y sin raíces de cosas inidentificables. Me pareció que durante todo el sueño mi propia voz se elevaba en señal de protesta y cuando desperté, con una imperiosa necesidad de orinar, me dio la sensación de que las voces de mis padres, que hablaban desde el piso de abajo, eran una prolongación de la mía. La luz de la mañana, una luz de color limón, llenaba mi ventana. Recordé que a mitad de la noche estuve a punto de emerger de mi pesadilla cuando unas manos tocaron mi cara y la voz de mi padre dijo desde un rincón de la habitación.

– Pobre chico, ojalá pudiera regalarle mi terco cuerpo.

Ahora, con el timbre agudo y tenso que solía utilizar como si fuera un látigo para hablar con mi madre, estaba diciendo:

– Te lo aseguro, Cassie, he ganado. Matar o morir, éste es mi lema. Esos bastardos no me dan cuartel, pero tampoco yo se lo doy a ellos.

– Francamente, no me parece que sea la actitud más correcta para alguien que se dedica a la enseñanza. No me extraña que tengas las entrañas revueltas.

– Es la única actitud posible, Cassie. Porque cualquier otra equivale al suicidio. Si pudiera aguantar en ese instituto diez años más, me darían mi pensión por veinticinco años y ya estaría. Eso si Zimmerman y esa puta de la Herzog no me echan antes.

– ¿Porque la viste salir por una puerta? George, ¿por qué eres tan exagerado? ¿Quieres volvernos locos a todos? ¿De qué te servirá que estemos todos locos?

– No exagero, Cassie. Ella sabe que yo lo sé, y Zimmerman sabe que yo sé que ella lo sabe.

– Debe de ser terrible saber tanto.

Una pausa.

– Lo es -dijo mi padre-. Es un infierno.

Otra pausa.

– Creo que el doctor tiene razón -dijo mi madre-. Tendrías que dejarlo.

– No trates de convencerme, Cassie. No son más que las típicas tonterías del doctor Appleton. Algo tiene que decir. ¿A qué otra cosa podría dedicarme? Nadie me emplearía para otro trabajo.

– Pues podrías dejar el instituto, buscar un poco, y, si no encuentras nada, dedicarte a cultivar conmigo estas tierras.

La voz de mi madre había adquirido un tono tímido de muchacha. Mi garganta se contrajo de dolor por ella.

– Esta granja es buena -dijo ella-. Podríamos hacer como mis padres. Ellos fueron muy felices antes de dejar esta casa. ¿Verdad que sí, abuelo?

Mi abuelo no contestó. Para llenar el hueco, mi madre se puso a hacer bromas, muy nerviosa.

– Trabaja con tus propias manos, George. Acércate a la naturaleza. Te convertirás en todo un hombre.

La voz de mi padre surgió, en cambio, muy grave:

– Cassie, quiero ser sincero contigo; eres mi esposa. Detesto la naturaleza. La naturaleza me hace pensar en la muerte. A mí la naturaleza no me parece más que basura y confusión y hedor de mofetas. ¡Brrrr!

– La naturaleza -pronunció mi abuelo con su majestuosa manera, tras aclarar vehementemente su garganta- es como una madre; con-suela y cas-tiga con la misma mano.

Una invisible tensión membranosa se extendió por toda la casa y en seguida comprendí que mi madre se había puesto a llorar. En parte sus lágrimas eran mías también, pero me alegré de su derrota, porque me asustaba pensar que mi padre pudiera convertirse en un campesino. Si hubiera aceptado, hasta yo me hubiera hundido en la tierra.

Habían dejado un orinal junto a mi cama y, arrodillándome humildemente, lo usé. Sólo me miraban los medallones del empapelado. Mi camisa roja, como un trozo de piel arrancada de un tirón y cubierta de sangre seca, yacía arrugada en el suelo. Levantarme de la cama me sentó bien. Me notaba las piernas flojas, un poco de dolor de cabeza, y la garganta forrada de cristal reseco. Pero mi nariz volvía a respirar fluidamente y conseguí incluso toser un poco. Volví a meterme en la cama sintiéndome anticipadamente instalado en el familiar ciclo de un resfriado: la tos que va apareciendo poco a poco, la nariz atascada, la fiebre que empieza alta para ir descendiendo lentamente, los tres días de cama garantizados. Era durante estas convalecencias cuando más cercano sentía mi futuro, cuando la idea de pintar me excitaba más profundamente, y cuando se me ocurrían ideas más esperanzadas. Tendido en la cama, convocaba enormes fantasmas de pigmento y parecía que el mundo fuera simplemente el marco de mis sueños.

Mi padre me oyó salir de la cama y subió a verme. Llevaba encima el chaquetón que le quedaba corto y se había puesto su estúpido gorro de punto. Estaba preparado para salir, pero hoy mi sueño no le haría llegar tarde. Tenía una expresión alegre.

– ¿Qué tal, chico? Vaya días que te he hecho pasar.

– No ha sido por culpa tuya. Me alegro de que saliera bien.

– ¿Eh? ¿Te refieres a lo de la radiografía? Sí, siempre he sido afortunado. Si le dejas, Dios cuida de ti.

– ¿Seguro que habrá clases hoy?

– Sí, la radio ha dicho que todo está preparado para volver a empezar. Los monstruos ya están dispuestos a aprender.

– Oye, papá.

– ¿Eh?

– Si quieres dejarlo, o tomar un año sabático o algo así, no dejes de hacerlo por mí.

– No te preocupes por eso. No te preocupes por tu padre, ya tienes bastantes preocupaciones propias. En toda mi vida, jamás he tomado una sola decisión que no fuera cien por cien egoísta.

Aparté de él mis ojos y me puse a mirar por la ventana. Al poco apareció mi padre en esa ventana: un cuerpo tieso que se dibujaba como una forma oscura contra la nieve. Caminaba como si no notase la resistencia que ofrecía la nieve a su paso. Atravesó el patio, cruzó frente al buzón, y subió colina arriba. Pronto desapareció de mi vista tapado por los árboles de nuestro huerto. Por el lado que les daba el sol los árboles se tornaban blancos. Los dos cables de teléfono cortaban diagonalmente el vacío azul del cielo. La desnuda pared de piedra era una mezcla de sombras; los pasos de mi padre, manchas de blanco aplicadas sobre el fondo blanco con el pulgar. Sabía qué escena era ésta -un rincón de Pennsylvania en 1947-, pero al mismo tiempo no lo sabía: en mi estado febril me sentía inconscientemente sumergido en un rectángulo de luz coloreada. Ardía en deseos de pintar ese cuadro, ese rompecabezas de esplendor, tal como era. Se me ocurrió que debía acercarme a la naturaleza desnudándome previamente de la perspectiva y tenderme como una gran tela transparente sobre ella con la esperanza de que, dado que mi entrega era perfecta, quedara grabada en mí la impronta de una verdad bella y útil.

Luego, como si, al permitir que esta excitación que se estaba gestando me atravesara, hubiese realizado una honesta obra de arte, me sentí cansado y cerré los ojos. Estuve a punto de dormirme otra vez y, cuando llegó mi madre para traerme mi vaso de naranjada y mis cereales, comí sin apetito.

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