Pensar en la literatura de John Updike es remitirla automáticamente a la clase media norteamericana. A estas alturas de su carrera no constituye ya osadía alguna presentarlo como el narrador que con más fidelidad ha dedicado su atención a ella, en la evolución histórica llevada a cabo desde los años cincuenta hasta ahora mismo. Updike no tuvo que esforzarse demasiado para elegir el territorio de sus intereses literarios. Se podría afirmar sin caer en la frivolidad, que estaba ya en él desde el principio, es decir, que en buena medida su dilatada obra, iniciada en 1959 con la novela La feria de la casa de caridad, tiene un marcado contenido autobiográfico que Updike ha sabido transformar en material de primera magnitud dotándolo de una forma escrupulosamente cuidada.
En 1967, el viejo dragón de las carencias ajenas que siempre ha sido Norman Mailer, formulaba diversos reproches a John Updike, en virtud del éxito que acompañaba la edición de sus libros. Algunas de las lanzas eran perfectamente refutables porque Mailer no se caracteriza precisamente por la prudencia cuando se lanza a opinar. Pero al menos uno de los criterios expresados sí venía avalado por cierta dosis de razón: «Lástima que John cultive ese vicio privado que comparte con tantos otros escritores jóvenes: el estilo por amor al estilo».
¿A qué se refería exactamente Norman Mailer? A que en los primeros textos de Updike la desmedida preocupación formalista era tan visible que parecía erigirse en el tema central de su escritura. Rara vez ocurría que el estilo se borrara tras la entidad de los personajes, como sí se daba por ejemplo en Corre conejo (1960), en que la narración avanzaba armoniosamente a partir del instante que la forma se fundía en la intensidad del contenido. El problema de Updike estribaba en su conciencia de cruzar con pasos lentos y mesurados un terreno marcado por el orden y definido por su naturaleza anodina. El mundo que conocía y que se proponía hacer literariamente suyo, era aparentemente impoluto, equilibrado, calmo, poderoso, íntimamente feliz y, por tanto, decidido a resistirse a toda idea de cambio. Por lo menos así era como aparecía por fuera, y ésa era la imagen que Norteamérica exportaba como anagrama del paraíso capitalista, al tiempo que constituía el eje medular del imperio social con el que soñaban los ciudadanos menos favorecidos por la fortuna.
Updike venía a ser el producto emblemático de ese esquema social por tantos conceptos envidiado. Había nacido en 1932 en Shellington, una tranquila ciudad de Pennsylvania. Su abuelo había vivido noventa años y siempre había votado por los demócratas, parece ser que inducido por el proyecto de Lincoln de trasladar los rebaños a zona segura en el supuesto de que el general Lee ganara la batalla de Gettysburg. El propio Updike habla de su infancia en estos términos: «Pasada en un mundo tranquilo a pesar de dos catástrofes: la gran crisis y la Segunda Guerra Mundial. Entre el año de mi nacimiento y 1945, fecha en que tuvimos que dejar Shellington, esta ciudad no había cambiado prácticamente ante mis ojos. El terreno libre alrededor de la casa, en la avenida de Filadelfia, seguía estando igual de libre. Las casas a lo largo de las calles no habían sido revocadas ni substituidas por otras. El campo de deportes seguía, temporada tras temporada, semejando una planicie tranquila, visible desde los ventanales de la parte trasera de nuestra casa…».
Esa imagen de entorno apacible, no subordinada su imperturbabilidad a trastornos externos, marca las aptitudes del primer Updike. Tras estudiar en el Harvard College, pasa un año becado en la Ruskin School of Drawing and Fine Arts, en Oxford, Inglaterra, de donde sale obsesionado por el formalismo, y el mismo año, 1953, se casa y traslada su residencia a Ipswich, en la costa Este, donde ocupa una de esas casas blancas tan clásicas de Nueva Inglaterra, austera y a la vez acogedora, en medio de un vecindario de familias jóvenes, amables, comunicativas, en las que los maridos cuidan del jardín y preparan cuidadosamente las bebidas, mientras sus esposas cocinan con talento y llegado el momento saben mantener una vigorosa relación social.
He aquí el mundo a primera vista insubstanciado que se propone describir con minuciosidad artesanal John Updike, y para ello necesita hacerse con un instrumento formal que con eficacia y brillantez a partes iguales contrarreste la abrumadora grisura de los asuntos que trata. El mundo de Updike viene claramente delimitado por la pareja joven de recién casados, por supuesto inteligentes, solemnes, obstinadamente capaces de hallar en las relaciones sexuales y en las pequeñas contingencias de la vida doméstica cotidiana, elevadas a categoría de rituales, la revelación o el sentido indispensable para sentirse fuertes en un momento histórico condicionado por la fragilidad y la incertidumbre. Se ha hecho referencia a un cierto sentimiento de epifanía que Updike comparte con sus personajes. Algo hay de eso, en efecto, pero no basta para que tanto él como sus criaturas conserven intactas las ilusiones a través del tiempo. Ya en la época del presidente Kennedy y pese a los esfuerzos de su administración por transmitir un mensaje de esperanzado realismo liberal, el ciudadano medio norteamericano asistía desde la impotencia al serio resquebrajamiento de las costumbres morales, el orden establecido, la familia, el orgullo nacional sometido poco después a la dura prueba de salir derrotado de las selvas vietnamitas.
Como era de esperar, la obra de Updike no se mostró insensible -todo lo contrario- a los profundos cambios estructurales operados por la sociedad norteamericana, y la sensación apocalíptica la reflejan a la perfección sus personajes. Tal vez mejor que ningún otro Harold Amstrong, conocido por Conejo, su criatura de ficción paradigmática de la evolución narrativa y personal del propio Updike. Siguiendo las peripecias de Conejo Amstrong a lo largo de la serie de cuatro novelas, Corre Conejo (1960), El regreso de Conejo (1971), Conejo es rico (1981) y Conejo en paz (1990), cada uno de los títulos deliberadamente adscrito a los avatares de una década, el lector asiste a la gradual disolución del llamado sueño norteamericano de la segunda posguerra. Desde los sesenta la narrativa de Updike, como la de otros escritores del país, cambia radicalmente de posicionamiento. Updike ha visto cómo se desmoronaba estrepitosamente la clase de mundo que en principio creyó inamovible. Ha ido descubriendo que en los interiores de las blancas casas con jardines de césped bien recortado se puede respirar una atmósfera agobiante, infernal, que ya en la primera novela obliga a Conejo Amstrong a escapar de las ataduras familiares aunque sea para regresar una y otra vez al hogar. Asimismo ha advertido que la sexualidad de la pareja deriva hacia un erotismo atribulado que desemboca en adulterio a su vez grosero e insatisfactorio. Paralelamente, la religiosidad se extingue, las viejas convicciones se tambalean sin llegar siquiera a ser seriamente cuestionadas. La domesticidad sufre toda suerte de fracturas, entre ellas el enfrentamiento generacional con los hijos y la mutua incomprensión. La penetración de la droga atenta contra los fundamentos de la familia, el dinero fácil lo puede todo, por doquier aparecen elementos desestabilizadores, las últimas esperanzas se van apagando y aumentan los temores ancestrales inspirados por la incertidumbre, la inevitable decadencia física, la cercanía de la muerte por cáncer o infarto.
Así es la trayectoria en trazado parabólico del universo de Updike, presionado por los imperativos de la historia hacia la ansiedad social y la intranquilidad cotidiana. Sus protagonistas viven intensamente el drama del individuo moderno confinado en sí mismo, consecuencia de saberse a merced de factores que no controlan, despojados de todo atributo de fe, incluso de toda coartada ante un destino impuesto que los maneja a su antojo. Si los cuatro libros dedicados a las aventuras y miserias de Conejo Amstrong deben ser tomados como suma de las preocupaciones dorsales de la narrativa de Updike, sus obras restantes tratan, desde ángulos diversos, los temas subyacentes que forman el entramado de la serie. Entre ellas destaca precisamente Centauro, novela fechada en 1963 y que se sitúa inmediatamente después de Corre Conejo y es anterior a Parejas, ésta aparecida en 1968.
Centauro es una obra que siempre me ha parecido insólita en la bibliografía de John Updike, no por el asunto que focaliza sino por la manera de hacerlo. En ella el autor recurre nada menos que a la mitología griega para entrar en una relación de conflicto entre padre e hijo, al parecer inspirada en la propia historia de Updike. Debemos recordar que en el Olimpo heleno Quirón era el más célebre, juicioso y sabio de los centauros -de ahí el título de la novela-, hijo del dios Crono y de Fílira, hija a su vez del océano. Con el propósito de engendrar a Quirón, Crono se había unido a Fílira adoptando la figura de caballo, lo cual explica su doble naturaleza y la pertenencia a la misma generación divina que Zeus. Además de estar dotado de inteligencia, bondad y prudencia, Quirón nació inmortal. Cuando al cabo del tiempo, fatigado y profundamente herido por la vida, Quirón se retiró a una cueva deseoso de morir cuanto antes sin conseguirlo, encontró finalmente al joven Prometeo, a quien cedió gustosamente los dones de la sabiduría y la inmortalidad a cambio de su derecho a la muerte y al descanso.
En la novela de Updike, Quirón es representado por un profesor de ciencias, radicado en una pequeña localidad de Pennsylvania, que trata por todos los medios de comprender los problemas que le enfrentan a su hijo de quince años, un moderno Prometeo caracterizado por la apatía y la mediocridad. Tras vivir una serie de incidentes que se desatan a lo largo de tres días de 1947, el relato se desdobla de manera que siguiendo las pautas de su referente mitológico sitúa al lector ante la agonía del viejo maestro, un hombre mortalmente cansado, en realidad derrotado por los estragos de la vida en la civilización industrial, que busca la forma humanista de iniciar al hijo en el duro oficio de existir a cambio de obtener la paz de los muertos.
En la soledad de su conciencia malherida, el profesor Caldwell/Quirón, uno de los dos ejes en torno al cual gira la narración -el otro es, por supuesto, el hijo cuyo punto de vista de la historia expresa en primera persona del singular- experimenta el dolor de una suerte de vértigo en aumento que poco a poco, en forma de revelación sacramental, le va incapacitando para seguir viviendo en un mundo cada vez más vulgar y soez, dominado por oscuras motivaciones, que rechaza en igual medida en que se siente rechazado por él.
Centauro es un texto diáfano para el lector, sin zonas que para ser transitadas requieran de su complicidad, servido una vez más por la voluntad de estilo puntilloso que personaliza la prosa de Updike. Si los personajes casi nunca logran hacernos olvidar la firmeza y la elegancia formales que los especifican, es decir, la riqueza del verbo aplicado a sus vidas ficticias, se debe en gran medida a que expresamente son deudores de la leyenda mitológica que Updike quiso insertar en la historia contemporánea, con lo cual en su composición tiene más peso lo arquetípico que lo propiamente substantivo de las criaturas humanas susceptibles de desenvolverse libres de vínculos o afinidades prefijadas.
Por lo tanto, no alimento la menor duda acerca del valor de Centauro como una obra que al mismo tiempo que ejemplifica con fidelidad las maneras narrativas de John Updike -las virtudes y las servidumbres del Updike de la primera etapa-, se aparta un buen trecho del camino real que a lo largo de una cuarentena de títulos le llevarían a erigirse en el novelista por excelencia de la domesticidad norteamericana, el que con mayor profundidad ha analizado los conflictos y evolución de la pareja liberal, esto es, de la familia, y la transformación de sus esquemas sociales y morales al ritmo de los acontecimientos históricos que a su vez han modificado la sociedad desde el ya lejano mandato de Kennedy al de Bush.
Updike no ha vuelto a servirse de la mitología griega como soporte, quizá porque ha sido precisamente él, junto con Saul Bellow, quien de manera convincente ha creado una simbología no codificada del individuo moderno en una sociedad lastrada por la violencia, la dureza y el vacío espiritual, que lo perturba. En tanto que cronista veraz de esa confrontación trascendental, molesta e inquietante, John Updike es soberbio y, aunque sólo fuera por eso, habría que leer sus obras de ficción con interés y respeto.
Robert Saladrigas
Febrero 1993