«Ha llegado la hora de despertar de nuestro sueño».
Reglas de San Benito
Imperio Otomano
Distrito de Mesopotamia, 1916
Babilonia.
Qué sonido tan embriagador. Miles de años de existencia humana resuenan en estas cuatro sílabas. Grandeza, poder, conquista y destrucción; poderosas murallas y reyes guerreros; las leyes de Hammurabi y la construcción de la Torre de Babel.
Nada de eso era visible ya. Tan solo montañas de escombro.
La grandeza de antaño se había derrumbado por completo, piedra a piedra, hasta convertirse en polvo.
Karl Steiner y Albert Krüger estaban en cuclillas sobre la colina cuadrada de escombros denominada Babil, que delimita la parte norte de la antigua Babilonia.
Incluso el simple nombre de esta colina recordaba el poder y la belleza que otrora ostentaba Babilonia. Babil se asomaba de forma abrupta a través de sus taludes escarpados a una altura considerable desde la llanura, estirándose hasta alcanzar un cuarto de kilómetro. Su superficie arcillosa estaba completamente resquebrajada, sembrada de pozos y galerías, al igual que el resto de Babilonia.
Desde tiempos de los romanos, los ladrones habían excavado zanjas en toda la zona para robar los ladrillos cocidos de arcilla. Había transcurrido bastante tiempo desde que se les hubo adjudicado un nuevo uso en casas, almacenes de trigo y diques de los pantanos; por el contrario, los ladrillos que no se cocieron, hacía mucho tiempo que se habían convertido en pasto del calor, el sol y el agua. Se destruyeron. Eran escombro.
Steiner percibía su propio sudor. Faltaba poco para el ocaso del sol. Sin embargo, el aire continuaba centelleando por el calor, y el Éufrates -actualmente, tan solo un riachuelo-, no aportaba ningún relente.
A pesar de su fina ropa, apta para el desierto y compuesta por un pantalón y una vestimenta superior alargada, condujeron desde Bagdad bajo un sol abrasador a través del desierto. Habían requisado uno de los pocos camiones de los que disponía, todavía en buen estado, el Sexto Ejército Otomano estacionado en Bagdad. El Opel, de tres toneladas de peso, se encontraba detrás de la colina, lo suficientemente alejado de las excavaciones para permanecer oculto.
«Sentir por última vez, a través del viento del desierto, el aliento de la grandeza de antaño -pensaba Karl Steiner- dejar que aparezcan de nuevo ante la ilusoria mirada, los palacios y las murallas…».
Era incapaz de resistirse ante esta fantasía.
Su postura en cuclillas hacía que se fundieran en mitad de las zanjas y los precipicios de la colina. Era imposible localizarles desde la distancia. Sin embargo, ellos sí que podían divisar los restos de la antigua ciudad de reyes, anticipándose a cualquier movimiento ajeno.
Tan solo el desierto pardo y gris se alargaba hasta la lejanía, viéndose interrumpido solamente por un cinturón verde de palmeras datileras a ambas orillas del Éufrates. El cauce del río se encontraba apenas a un kilómetro al oeste de la colina; desde el noroeste se acercaba en dirección a la ciudad para describir después un ligero acodamiento hacia el oeste, y fluir finalmente a través de las ruinas en dirección sur. Las palmeras datileras crecían a ambas orillas del río, adentrándose aproximadamente medio kilómetro en el paisaje circundante. Después de eso, el propio desierto se encargaba de forma abrupta de dar por finalizada esta verde maravilla.
Las palmeras tapaban la vista hacia el pequeño pueblo de Kweiresch, lugar en el que el jefe de excavaciones alemán, Robert Koldewey, había instalado la base de la expedición en la parte norte del pueblo.
A unos dos kilómetros al sur de su posición, junto al palacio, se encontraba la segunda colina más célebre de la antigua Babilonia. El Kasr no se alzaba a tanta altura como el Babil, pero era unas cuatro veces más grande y albergaba precisamente el lugar en el que se habían excavado las ruinas pertenecientes a los palacios reales. Allí se ubicaba el centro derruido del imperio, tan poderoso en el pasado. Allí se encontraba Irsit Babilón, la plaza de Babilonia; o Bab Ilani, el portal de los dioses, que da entrada al santuario más grande y famoso de Babilonia: el templo del dios Marduk.
Apenas a un kilómetro al sur del Kasr, se erguía a unos veinticinco metros de altura el monte Amran, que recibe su nombre del santo sepulcro islámico, Amran Ibn Ali, que significa del hijo de Ali, al cual alberga en él. Esta colina era la más alta de toda la antigua ciudad de Babilonia, ubicándose en la llanura Sachn, donde también se encontraban los restos del Etemenanki: la Torre de Babel.
«Los tiempos van cambiando -le había explicado Robert Koldewey a Steiner, el estrafalario jefe de excavaciones alemán, durante otro recorrido anterior-. Sachn no significa otra cosa que «sartén» y describe el carácter del terreno como llanura. ¡No nos olvidemos que en tiempos de máximo esplendor de Babilonia, conformaba el recinto sagrado del templo! Detrás de sus murallas, se encontraban la Torre de Babel y el Templo de Marduk. ¿Y al día de hoy? Los restos del templo de Marduk están enterrados debajo de una profunda capa de escombros en el monte Amran; de la Torre se conservan todavía algunas zanjas de sus cimientos repletas de agua subterránea; y una carretera que sirve de nexo entre dos pueblos atraviesa el otrora considerado lugar santo».
«Así es -pensaba Steiner-, nada es eterno. La más famosa de entre las ciudades de Oriente; completamente destruida, tanto, como apenas ningún otro lugar. Olvidados su dios y sus reyes: sus palacios se han convertido sencillamente en escombro».
A cada paso que daba, la arena del desierto remoloneaba debajo de sus zapatos. Levantó la cabeza y miró hacia Albert Krüger, quien divisaba el desierto pardo y gris en dirección este, donde apenas a cincuenta kilómetros de distancia, se encontraba la antigua ciudad de los reyes, Kish, a partir de la cual nació el reino y que también reclamaban los regentes de Babilonia.
Steiner creía ver por un momento, a través de los centelleos del calor del desierto, ejércitos de guerreros salvajes, fastuosos palacios abigarrados de oro y piedras preciosas, y la gran masa de caras grises que conformaban las personas anónimas que habían muerto bajo el yugo milenario del reino. Era un espejismo. Cerró por un instante los ojos, apartó la cabeza, y las imágenes se borraron con la misma rapidez con la que habían aparecido.
En el Oeste, donde merodeaban pequeños grupos de beduinos, y desde donde solían aparecer atravesando el desierto una y otra vez para atacar los enclaves de la excavación, el sol ardiente se iba derritiendo en la arena del desierto, y las primeras sombras violetas le proporcionaban una plasticidad cada vez mayor al paisaje de ruinas.
Se acercaba el momento. Karl Steiner avisó de ello a Krüger con un manotazo en el hombro. Se incorporaron y descendieron erguidos de la colina. Una vez en la explanada, se apresuraron en alcanzar el cinturón de palmeras datileras para marchar bajo su protección en dirección al Kasr.
– ¿Crees que vendrán? -murmuraba Albert Krüger. Era una cabeza menor que Karl Steiner; enjuto y nervudo, tenía los ojos claros y la mirada despierta, y era tan desconfiado como un chacal.
– Ya veremos.
El silencio se vio interrumpido de repente por un ruido procedente de la arboleda de dátiles.
– Psst -refunfuñaba Steiner. Una planta de bombeo de agua, tan antigua como la mismísima Babilonia, mantenida en funcionamiento por un toro, bombeaba el agua procedente del Éufrates a través de una manguera de cuero hacia los canales de irrigación que desembocaban en los campos situados a mayor altura. Sin riego, allí no crecería ni un solo fruto. La soga que se encontraba al final de la manguera de agua recorría dos troncos de palmera sobresalientes, en cuya punta había fijado un rodillo, causante de tal crepitante sonido.
– Hemos de tener cuidado. No la caguemos -espetó Krüger, moviéndose aún con mayor sigilo a través de la maleza.
Krüger se movía desde hacía años entre la zona fronteriza con Persia, recorriendo incluso los montes Zagros y el antiguo Imperio Elamita [1]. Como agente secreto de Su Majestad, el káiser Guillermo II, intentaba contrarrestar la influencia de los británicos, quienes cerraban acuerdos proteccionistas con cada uno de los jeques tribales de la región, aun cuando sus zonas de influencia formaban parte del propio Imperio Otomano.
Los británicos acababan de sufrir una severa derrota. Después de que en 1915 el Imperio Otomano hubiera entrado en la Primera Guerra Mundial y formando parte del bando de las Potencias del Eje, los británicos habían penetrado con un ejército expedicionario hasta Basra, intentando conquistar Bagdad desde allí. Pero Kut-al-Amara había capitulado el 29 de abril de 1916 tras largos meses de asedio. Y el general Townsend había caído prisionero junto con otros trece mil soldados, en su mayoría hindúes.
Karl Steiner estaba acuartelado en Bagdad y era oficial de comunicaciones para la embajada alemana en Estambul y las fuerzas militares otomanas, que hasta hacía unos pocos días todavía eran comandadas por el mariscal de campo prusiano Colmar Freiherr von der Goltz. Desde abril de 1915, el barón, que en 1909 casi se convierte en canciller del Reich, estaba al servicio del Imperio Otomano, comandando las fuerzas militares otomanas de Mesopotamia y Persia; y eso, después de haber influido de manera decisiva en la gran reforma militar otomana un cuarto de siglo atrás, convirtiéndose así en el extranjero más distinguido de todo el Imperio Otomano.
Pero Goltz-Pasha [2], como solían llamarlo, había muerto. Diez días antes de la gran victoria había perecido a consecuencia del tifus que contrajo durante la visita a los heridos en un hospital militar.
Steiner había llegado a Bagdad cinco años antes que Goltz-Pasha y desde entonces llevaba observando de cerca cualquier actividad sospechosa de los británicos. Los agentes de la Compañía de las Indias Occidentales se hallaban repartidos por todo el país, y eran muchos los arqueólogos que viajaban por Arabia y Persia, de los que más de uno se dedicaba, a su vez, al espionaje.
«No le quite el ojo a nuestras excavaciones en Babilonia -fue la consigna por parte de la embajada alemana-. ¡Al menos estos hallazgos sí serán enviados a Berlín!».
Desde hacía más de siete décadas, los cazatesoros se dedicaban a revolver la tierra y a enviar los hallazgos a los grandes museos del mundo. La arqueología, por cierto, no era ninguna ciencia, más bien un desenterramiento y pillaje sin control por parto do unos aventureros, que no ansiaban otra cosa quo no fueran riquezas y reconocimiento en su propia patria a través de sus tesoros.
Los hallazgos arqueológicos que se agolpaban en el Museo Británico o en el Louvre eran cada vez más numerosos. El Reich alemán no quería que sus museos fueran menos, y apoyaba sobre todo las excavaciones en Assur y Babilonia. Sin embargo, la guerra comenzaba a dificultar el envío de los tesoros excavados. Robert Koldewey y su expedición llevaban excavando en Babilonia desde hacía diecisiete años, sin descanso, tanto en verano como en invierno, y los hallazgos comenzaban a amontonarse en el almacén.
Había llegado el momento de desmontar el campamento. «A pesar de la derrota de los británicos en Kut-al-Amara», pensaba Steiner. Mesopotamia era una de las provincias más desatendidas de todo el Imperio Otomano, y tan solo era cuestión de tiempo que cambiara su sino. Egipto constituía prácticamente una provincia británica, y T. E. Lawrence [3] estaba realizando una gran labor en su propósito de amotinar a los jeques árabes. La política otomana escondía demasiadas sorpresas, y Bagdad se encontraba demasiado lejos de Estambul para defenderla de manera efectiva a largo plazo.
Albert Krüger y él habían desarrollado un plan que debía asegurarles su supervivencia. Querían desaparecer del mapa antes de que la bala que estuviera destinada para ellos abandonara el cañón de su fusil.
Ascendieron el Kasr por el noroeste y posaron sus pies sobre los restos de la amplia calzada que les llevaba a la Puerta de Istar [4].
Sin embargo, de la magnificencia del pasado ya no quedaba nada. Ni una sola columna en relieve como en Grecia; ni un solo resto de algún templo como en Egipto o Persia. Tan solo ladrillos de arcilla; cocidos, sin cocer, mezclados con caña, y en ocasiones, cubiertos por el asfalto.
En algunas zonas se podía observar todavía el revestimiento de ladrillos recubierto por el asfalto, el cual había servido como base para el monumental empedramiento por medio de la piedra labrada. Cada una de esas piedras llevaba en uno de sus laterales una inscripción que hacía referencia a su constructor, Nabucodonosor II, bajo cuya regencia, Babilonia se había convertido de nuevo, tras una fase de declive, en uno de los imperios más poderosos de su tiempo.
«Marduk, Señor, dona vida eterna», rezaba al final de cada piedra labrada.
Continuaron con la marcha; a su derecha se situaban los restos del palacio exterior y el fuerte norte. Después de ascender por una escombrera más reducida, se encontraban en las inmediaciones del lugar en el que se había excavado la Puerta de Istar.
El lugar se asemejaba a un paisaje repleto de cráteres. Las excavaciones llegaron a alcanzar más de veinte metros de profundidad. Sin embargo, de la Puerta no había ni rastro porque todos los ladrillos habían sido numerados y transportados al almacén. A su derecha permanecían expuestos los restos del palacio real, delimitado mediante el muro interior de la ciudad situado en la parte norte.
Babilonia, en sus tiempos de máximo esplendor, era una ciudadela con dos recintos amurallados. El grosor de la muralla exterior era de casi ocho metros, y a una distancia de doce metros, otro muro interior, con una anchura de casi seis metros, ofrecía protección adicional. Cada cuarenta y cuatro metros había a ambos lados una torre, fortaleciendo de este modo aún más la muralla de la ciudad. Sus fortificaciones, con más de diez metros de altura, eran consideradas en la Antigüedad prácticamente inexpugnables. Dos carros de guerra, uno al lado del otro, hubieran podido rodar sobre su cresta.
A pesar de ello, Babilonia fue destruida; traicionada por los sacerdotes del templo del dios Marduk, quienes le abrieron las puertas al ejército persa.
– Ya vienen.
Albert Krüger los vio primero.
Eran como sombras en el crepúsculo.
Steiner viró la vista en la dirección que le estaba indicando Krüger. Al principio no era capaz de distinguir nada concreto entre las colinas de escombros, las cuales el mismo Koldewey, de profesión arquitecto, había amontonado personalmente junto con sus doscientos cincuenta trabajadores, día tras día, durante el transcurso de aquel verano tan abrasador e inhumano. Caña y arcilla. Desde el albor de los tiempos no se disponía de otra cosa para construir. No había piedras ni metales, apenas algo de madera.
Las estrechas vías del tren se retorcían como negras serpientes detrás de la montaña de desescombro o desaparecían en las hondonadas de las excavaciones. De repente, una silueta se escabullía desde una vagoneta hacia la siguiente escombrera.
Steiner le propinó un empujón a la espalda de Krüger y descendió desde su posición más elevada hacia las explanadas de excavación. Se puso de pie en medio de la planicie, mientras Krüger esperaba en la base de la colina.
El crepúsculo estaba a punto de oscurecer completamente el recinto de excavación. En pocos minutos sería de noche.
De pronto, dos figuras se separaron de las sombras de las escombreras y se aproximaron a Steiner. Vestían ropa de trabajo sencilla y oscura. Uno de ellos llevaba un pantalón con una vestimenta superior alargada; el otro, lucía un caftán. Ambos cubrían su cabello con un sencillo gorro redondo.
– Masa' an-chair -murmuró Steiner, cuando el árabe se hubo colocado de pie delante de él-. Me alegro de verte, Abdulá.
– Masa' an-nûr -respondió el compañero apostrofado de Abdulá, y su mirada se posó en Krüger, quien se acercaba lentamente.
Los dos árabes portaban un fusil. Se trataba de fusiles M87 del ejército turco, con un calibre de 9,5 mm. de la empresa alemana Mauser y con depósito tubular [5].
A Steiner le llamó la atención este detalle, pues no era común ver a los árabes con un arma tan moderna. Solían manejar normalmente fusiles de avancarga [6]. En cualquier caso, a estas alturas este detalle carecía para él de cualquier importancia.
– ¿Cazando beduinos? -preguntó Steiner a Abdulá, saltándose de esta forma la pertinente ceremonia de salutación, la cual consistía en preguntarle al interlocutor por su salud.
– Uno nunca puede confiar en estar a salvo.
– ¿No será que me temes a mí?
– Abdulá no le teme a nadie; pero eso ya lo sabes.
– ¿Qué hay de los demás?
– O están en el pueblo, o siguen trabajando más al sur, en el recinto del templo, al que vosotros llamáis «Torre de Babel». Pero el agua subterránea no les está dando más que problemas.
Steiner asentía con la cabeza. Koldewey había soltado juramentos en más de una ocasión al comprobar que solo podía acceder a las ruinas neobabilónicas pertenecientes a la época de Nabucodonosor II, y no a las capas más vetustas de la ciudad de tiempos de Hammurabi, debido a que el agua subterránea se encontraba a un nivel demasiado elevado en esta región.
– ¿Y qué pasa con los rezos? -preguntaba Steiner.
– Alá es misericordioso. Ya nos pondremos al día.
– Me hablaste de un tesoro.
– Y tú de una libra inglesa en oro.
Steiner conocía a Abdulá desde hacía años. El árabe era el capataz de un grupo de excavación. Su cometido consistía en ablandar la tierra, en tener los ojos bien abiertos para buscar y encontrar, mientras que otras tres personas de su equipo rellenaban los cestos de carga con los escombros, los cuales eran transportados a continuación por otros dieciséis portadores.
A Abdulá no le bastaba la paga diaria de cinco piastras como capataz. Por dinero suministraba, al margen de cualquier información acerca de las excavaciones, todo aquello de lo que se enteraba de sus parientes, en el pueblo, y en los alrededores con respecto a las actividades de los ingleses.
Steiner dependía de personas como Abdulá. Él, con su envergadura y su piel extremadamente clara, era fácilmente identificado como extranjero. Por otro lado, no se le daba bien el árabe. Él nunca hubiera podido mezclarse entre los nativos, como hacía Krüger.
– Enséñamela -los ojos de Abdulá se iluminaban por la excitación.
Steiner sacó un pañuelo blanco de la pequeña talega negra de cuero que colgaba de su cinto y dejó que la moneda de oro se deslizara sobre la palma abierta de la mano de Abdulá.
– En cualquier caso es mejor que el dinero otomano.
– ¿Cuánto me vas a dar? -preguntó Abdulá mientras apretaba la moneda en su mano.
– Eso va a depender de…
Abdulá meneaba la cabeza con signos de confabulación.
– ¡Tengo algo especial!
Encendieron antorchas.
Abdulá y su discreto compañero Kamal les guiaron por delante de enormes murallas de ladrillo. Acto seguido cruzaron los restos de los poderosos muros del interior de la ciudad y descendieron hacia el barullo que constituía la excavación de la fortaleza principal.
Las llamas de las antorchas proyectaban siluetas fantasmagóricas en las paredes de ladrillo al mismo tiempo que atraían a los insectos por enjambres. Steiner blasfemaba mientras dominaba su continuo impulso por apartar los demonios con sus manos.
– ¿Adónde nos estás llevando? -preguntó con recelo cuando perdió la orientación en el laberinto de muros y estrechos pasadizos.
– Nabucodonosor escondió su botín, pero en ocasiones también lo exhibía -aleccionaba Abdulá entre risas-. En miles de años, no han cambiado tantas cosas. Los amos del mundo eran, y son, todos iguales. A los babilonios solo se les permitía admirar durante las campañas militares los tesoros saqueados que estaban destinados a sus ojos. Pero lo que te voy a enseñar ahora, todavía no lo ha visto nadie. Ya falta poco para que lleguemos.
Abdulá se reía a carcajadas, mientras Kamal permanecía complaciente.
Steiner se percató de pronto de adonde les estaba guiando Abdulá. Iban de camino hacia los mausoleos. Los únicos que había encontrado Koldewey durante las excavaciones.
– Pero si los mausoleos estaban vacíos -interfería mientras agarraba el brazo de Abdulá-. ¿Para qué vamos a ir?
Abdulá separó su brazo de una sacudida y se desvió de repente detrás de una esquina del muro para detenerse delante de una elevada pared de ladrillo. A continuación, apuntaba su antorcha hacia abajo para examinar el suelo. Después, comenzó a cavar en la arena con su pie derecho y a darle varias patadas.
Sonaba a hueco.
«Madera», pensó Steiner.
– Lo hemos enterrado aquí -susurraba Abdulá de manera cómplice a la vez que le hacía una señal a Kamal. Este le entregó a Abdulá su antorcha y comenzó a cavar con las manos en la arena hasta descubrir unos tablones de madera. Kamal apartó los tablones y abrió un agujero de un metro cuadrado.
– Hemos encontrado una tumba que no estaba vacía -Abdulá sonreía de oreja a oreja.
– Yo no lo creo -gruñía Steiner-. ¿Dónde? ¿Aquí?
– No. Cerca del templo, en el lugar al que los excavadores han designado en sus planos con «EP». Sin embargo, es aquí donde hemos escondido los hallazgos.
Con una sola pulsación, a Steiner se le disparaba la adrenalina por todas sus venas. «¿Realmente había algo que podía llevarse, algo que sirviera como colofón a su carrera como ladrón de tumbas?».
Babilonia llevaba siendo saqueada desde hacía miles de años. Todo el mundo sabía dónde se situaban las ruinas. Y a Koldewey le dio tiempo, durante largos años, a excavar aproximadamente solo la mitad de la zona. «Aún restaban miles de lugares donde se podía encontrar algo -pensó Steiner-. Sobre todo allí, donde el alto nivel de las aguas subterráneas había dificultado hasta la fecha los trabajos de excavación».
Mientras Kamal desaparecía en la fosa, Abdulá le acercaba las antorchas y las armas; y a continuación todos le seguían la huella a Kamal a rastras.
Se introdujeron en una cripta de reducidas dimensiones, construida con ladrillos cocidos de arcilla. El aire era seco y limpio. «No había ningún olor a moho -constató Steiner con satisfacción-. Las mejores condiciones de conservación posibles».
Abdulá les llevó hacia la esquina posterior derecha para que aguardaran allí de pie. A su señal, Kamal se agachó y tiró de un trozo de tela.
La arena del desierto caía lentamente y Kamal aparto la tela hacia un lado.
– ¡Dios mío! -gritó Steiner, dejándose caer sobre las rodillas para manosear los objetos.
Había figuras de animales de oro, realizadas en miniatura y filigrana, algunos medían apenas algunos centímetros. Había también joyas con incrustaciones de lapislázuli, figuras tanto masculinas como femeninas, cilindros de impresión finamente grabados, bandejas para las ofrendas fabricadas en oro repujado. Steiner pudo observar diferentes joyas elaboradas con corales, zafiros y marfil, colgantes con perlas, estatuillas de dioses y ofrendas en diferentes tamaños; y un clavo [7] de bronce en forma de figura y con el texto de fundación grabado en él, el cual acompañaba siempre al primer material que se utilizaba para la construcción de un templo.
«Increíble, inconcebible».
Sus manos se deslizaban como poseídas sobre los objetos, magreando cualquier hilo de oro y remache, acariciando cualquier soldadura a su paso. Al lado de las joyas había trece tablas con escritura cuneiforme y tres huesos pardos, que Steiner apartó hacia un lado.
Su sistema nervioso parecía fundirse por completo en la yema de sus dedos. El oro repujado estimulaba sus terminaciones nerviosas y enviaba sensaciones de gozo a cada fibra de su cuerpo. Al mismo tiempo que acariciaba el tesoro, gemía con deleite, como si acabara de acceder al reino de los cielos.
Transcurrida una pequeña eternidad, se soltó su mano derecha, que comenzó a cavar en la arena al lado de las riquezas. «¿Habría aún más?».
– Eso es todo -adelantó Abdulá con toda tranquilidad, pero con un gruñido final en su voz.
Steiner volvió bruscamente la cabeza, como si acabara de escuchar el silbido de una víbora del desierto y su mirada se topó con los ojos de Krüger, quien dejó caer su antorcha.
Kamal continuaba portando sendas antorchas en ambas manos: un error que le costaría la vida. Un objeto, del mismo grosor y oscuro color de un tubo de caña volaba directo a su pecho.
La daga curva ennegrecida en el puño de Krüger, que no era otra cosa que un clavo grande de carpintero con una corcheta en uno de sus extremos, se clavó en el cuerpo de Kamal, justo al lado del esternón, traspasando su corazón.
Kamal gimoteaba y Abdulá, a quien se le erizaba el vello de la nuca, levantó con rapidez el fusil.
Había realizado el movimiento hasta la mitad, cuando detrás de él se irguió una sombra hacia las alturas. El brazo izquierdo de Steiner rodeó su cuello, tirándole hacia atrás.
El dedo índice de Abdulá se resbaló del gatillo.
La cara de Krüger se había contraído delante de él, convirtiéndose en una mezcla de codicia, odio, sed de sangre y locura. La caricatura se abalanzó hacia él, y Abdulá se vio sacudido por un dolor penetrante.
La daga curva hacía presa de su siguiente víctima.