«Las trazas del corazón humano son malas desde su niñez».
Génesis
El Vaticano, finales de mayo de 2005,
noche del martes al miércoles
«Lo primero que vio fue el cayado -de inmediato, el pensamiento le llevó a que se trataría de un báculo pastoral-. Pero este era diferente. Era sencillo, carecía de su recubrimiento en oro, tampoco contaba con tallados en marfil ni con la característica concha de caracol que se suele ver en la parte superior del báculo obispal».
«Era recto, pero no tanto como un báculo fabricado con herramientas» -pudo observar pequeños nudos en varios lugares, en los que diferentes brotes querían haberse convertido en ramas, pero que, por el contrario, habían sido seccionados.
«La vara era lisa, enigmáticamente lisa. Sobre todo en la parte superior, justo antes de su curvatura. En el mismo lugar donde lo sujetaba siempre la mano, después de millones de veces, la superficie era tan lisa como si de un diamante pulido se tratara. Un diamante negro. Pues la suciedad de la mano había ennegrecido el bastón en ese preciso lugar».
«No podía ser el báculo de un obispo -pensó-. Las manos de un obispo no estarían sucias».
«Por lo demás, el bastón era de un color gris oscuro, sin corteza, más seco que el corcho, y tintado por la lluvia y el sol».
«Posado de pie en la tierra, le podía llegarle quizás a un portador de mediana estatura hasta la frente, pero sin superarlo. Más abajo, en su extremo recto, donde un obispo nunca cogería su bastón, finalizaba en una punta metálica. La curvatura superior del bastón, en lugar de la concha de caracol, estaba provista de un gancho, ideal para rodear las patas traseras de los animales».
Entonces vio al hombre que portaba el báculo en su mano. «Efectivamente, se trataba de un hombre de mediana estatura». Lo sabía. Ya lo había visto más de dos docenas de veces. ¿O habían sido incluso más?
¿Qué importancia tenía?
No sabía responderse a sí mismo.
«El hombre llevaba ropajes sencillos y decolorados, tejidos con la lana de los animales. Su calzado era fuerte, y sobre la cabeza llevaba un sombrero abollado de paja de ala ancha».
«La cara del hombre era magra, al igual que toda su figura. Muchos sacrificios y esfuerzos físicos habían menguado al hombre, quien se encontraba erguido de pie bajo los rayos del sol y sobre una roca cárstica, donde en pocos lugares crecía la seca hierba. Su tez estaba bronceada y acartonada por el sol -le resultaba imposible calcular la edad del hombre-. De la piel situada en los fuertes antebrazos y manos brotaba un oscuro vello, casi tan espeso como la lana de los animales.
La imagen se ampliaba, y el papa vio el rebaño de ovejas. Como de costumbre.
«Los animales no se encontraban cerca los unos de los otros, pastaban ampliamente diseminados por toda la zona rocosa en busca de un rico pasto».
«El hombre se apoyaba en su báculo, dirigiendo con sus manos el peso de la parte superior de su cuerpo hacia la parte recta del bastón y presionando su extremo redondeado de forma oblicua hacia delante en el suelo».
«Se encontraba de pie sobre una pequeña prominencia rocosa por encima del rebaño, desde la que disponía de una buena panorámica sobre el terreno. A pesar de ello, el hombre no tenía a todos sus animales ante sus ojos. Algunas rocas de gran tamaño le bloqueaban la vista, y cuando uno de sus animales desaparecía detrás de una, ya no le era posible verlo».
– ¿Dónde está tu perro? ¡Vigila tu rebaño! -gritó.
Pero el pastor no podía oírle.
Escuchaba el aleteo. «Fuerte, poderoso, en lugar de acelerado; tranquilo y decidido», como siempre.
«Sin embargo, el pastor no se movía. Permanecía en su postura como si no le interesara su rebaño».
«¡Era imposible que el pastor no lo viera! ¡Pero si él también lo estaba viendo!».
«Primero un punto en el cielo, de repente gigantesco. Las garras sobresaliendo de sus fuertes patas -podía ver de forma sobredimensionada el pico amarillento y los ojos voraces del cazador anunciador de la muerte-».
«Fue entonces cuando las garras situadas en las patas estiradas se clavaron en el cráneo del cordero. El águila dio una voltereta, tirando consigo el cordero al suelo, pero no lo soltaba. El ave luchaba con aleteos lentos y fuertes contra el peso situado entre sus garras; despegó, pero se hundió de nuevo hacia el suelo, cuando el cuerpo de su víctima daba respingos mientras luchaba por su vida, dificultándole al ave rapaz la ascensión».
«Ambos cayeron al suelo. El pico curvo del águila picaba los huesos situados entre sus garras».
«El hombre no se movía de la roca».
«Y el ave se elevó con aleteos pesados del suelo. La presa aprisionada entre sus garras ya no se movía. En cuestión de segundos, el águila ganó altura y desapareció».
– ¡La culpa le pertenece al pastor!
El papa Benedicto, bañado en sudor, se irguió en su lecho. Su corazón latía a una velocidad endiablada, y sus pensamientos ya se habían posado de nuevo en el error que posiblemente había cometido. El sueño le recordaba una y otra vez su misión.
Con su mano, palpaba en busca del interruptor y tuvo que afanarse no sin esfuerzo para salir de la cama. Se echó agua desde una garrafa en un vaso pulido de cristal, y bebió con avidez.
El frescor le sentó bien. El agua recorrió su garganta como si del cauce seco de un río se tratara. Aguardó hasta que comprobó que su latido se había tranquilizado.
Aún le faltaba acostumbrarse a las nuevas estancias privadas ubicadas en el tercer piso del Palacio Apostólico, construido por Domenico Fontana en el siglo XVI, bajo los papados de Pío V y Sixto V.
El papa se introdujo en la pequeña capilla privada, que formaba parte de los aposentos privados y aún estaba dispuesto del mismo modo en el que lo había abandonado su antecesor.
En el centro de la estancia, sobre el suelo de mármol abigarrado de dibujos, descansaba una alfombra sobre la que a su vez se encontraba una silla con el respaldo en hierro. El techo estaba decorado con pinturas vítreas, vivas de expresión, las cuales tenían su prolongación en la zona del altar a través de una estrecha tira, llegando hasta el suelo. En las paredes laterales, había seis taburetes de madera oscura, cuyos asientos estaban tapizados con tela clara.
La habitación finalizaba en una media luna con un pequeño altar sobre el que se encontraban erguidas seis velas. La imagen del calvario de Jesús en la Cruz se iluminaba sobre un fondo rojo claro.
El papa se arrodilló delante del altar y se santiguó. A continuación, se elevó de nuevo para sentarse en uno de los taburetes, situado más próximo al altar en la pared izquierda. Agotado, apoyó la cabeza contra la pared.
Su antecesor había implorado siempre el consejo directo del Señor, así como su ayuda, una y otra vez. Pensaba que el Todopoderoso podía intervenir en nuestro mundo tangible.
Al día de hoy comprendía a su antecesor bastante mejor que hacía algunos años. No se sentía capaz de realizar la enorme tarea él solo. Tampoco sentía mayor deseo que no fuera el de recibir el consejo del Señor sobre esa cuestión.
Sin realizar otro ademán, se incorporó y se arrojó con los brazos estirados hacia los lados delante de la imagen del Señor y sobre el frío suelo de mármol.
Necesitaba su consejo.
– ¡Ayuda! -suplicaba.
«Y fuerza».
«Pronto».
Los sueños se repetían cada vez más, cada vez con mayor ahínco.
Y ahora, él era el pastor.
Múnich, noche del miércoles
«Aún quedan exactamente quince minutos».
Sonaba su móvil.
– ¿No te puedes esperar? Si ya estoy aquí, Ina -comunicó Chris a través del micrófono de los auriculares. Su voz, ligeramente áspera, sonaba entre burlona y sosegada.
Un grito de júbilo acababa de explotar en su oído derecho. Ella se había quedado en la empresa, había esperado a que el encargo llegara a buen puerto.
Chris arrugó la cara. Su alegría desorbitada le exasperaba en ocasiones, como ahora, cuando consideraba que estaba exagerando. «Pero todos tenemos nuestras manías», pensó sonriendo.
– Ina, si solo es el final de otro encargo más.
Ella era el alma de su pequeña empresa; en todo momento estaba disponible, con su voz al teléfono se metía en el bolsillo a cualquiera que llamara. Ella sola manejaba todo el papeleo.
– Yo también tengo buenas noticias -dijo con voz meliflua-. ¿Quieres escucharlas?
Ella era así. El demandaba dedicación plena; y ella se lo devolvía con creces. Ina tenía casi los cincuenta, vivía sola y se dedicaba en cuerpo y alma a su trabajo. Después de largos años al lado de un marido alcohólico, tras la muerte de este, buscó refugio en el trabajo. Chris sabía que era una joya.
– Ahora mismo, en cuanto estos valientes me hayan dejado entrar. ¿Serás capaz de aguantarte un poco más?
– Si tú supieras… bueno… Pero no te dejes vencer por la curiosidad -y colgó el teléfono.
Su destino estaba cerca de Múnich, bien resguardado y apartado de las principales vías de comunicación, rodeado de altas vallas metálicas. Detrás, unos poderosos árboles se erguían hacia el cielo nocturno. La verja de la entrada permanecía cerrada mientras dos coches todoterreno de una empresa de seguridad hacían guardia delante de ella.
Cuatro hombres de uniforme oscuro clavaron la vista en él cuando paró.
Bajó la ventanilla.
– Soy el hombre, a quien está esperando el Jefe -le avisó Chris a la montaña de músculos que se había alzado al lado de la ventanilla de su coche-. Traigo aquello que hará que esta noche sea un auténtico éxito.
Siguieron dos minutos de llamadas por radio, y a continuación se abrió la verja.
Accedió con su coche por un camino empinado y cubierto por un techo de hojas de vetustos castaños, tilos y robles, al final del cual, después de unos cien metros, se encontraba el edificio principal.
El edificio, de aproximadamente veinte metros de largo, centelleantemente iluminado, se mostraba desafiante con su fachada clasicista. En su aparcamiento, había estacionados en torno a unos treinta coches de lujo. Chris aparcó debajo de un poderoso castaño, y a continuación llamó a Ina.
– Date prisa; tengo que entrar a finalizar el encargo. ¿Tienes un nuevo trabajo?
– Ha llamado el Conde. Ha confirmado el encargo a partir de mañana.
– ¿De qué se trata esta vez? ¿Llevarle la ropa sucia a su casa? ¿O transportar la imitación barata de una obra de arte?
– Te ha reservado para casi una semana -en la voz de Ina, se denotaban las hormonas de la felicidad.
– Eso ya lo había dicho. ¿Y dónde se ha metido? -el Conde era un apodo que le había puesto Chris a uno de sus mejores clientes. El hombre era marchante de antigüedades, vivía entre Suiza y Toscana. Era rico, inmensamente rico, y se había encaprichado por Chris.
Su primer encargo, como empresario autónomo, consistió en un porte para el Conde. Desde entonces, Chris no paraba de recibir de forma regular trabajos bien remunerados por su parte. El último, hacía medio año: había viajado detrás del Conde para llevarle un pequeño paquete a Dubai, donde el ágil sesentón se alojaba en uno de los hoteles más exclusivos.
El hotel resultó ser un punto de reunión de la economía y las altas finanzas. El Conde había estado negociando con varios amigos árabes durante dos días enteros; la joven directora general del hotel, procedente de Múnich, había supervisado personalmente el perfecto servicio. Junto con Antonio Ponti, su guardaespaldas, Chris había acompañado al Conde sin soltar el paquete de la mano hasta que se llegó a un acuerdo al caer la noche del segundo día.
– Enhorabuena -le había felicitado Chris-. Está satisfecho, según parece, ha hecho un buen negocio.
– Al contrario. No he ganado ni un céntimo. Les he devuelto algo, que en cualquier caso ya era suyo. Hemos negociado sobre dónde y cómo lo van a exponer.
– Yo no lo entiendo.
– No importa. Cuando llegue el momento, tal vez se lo explique -le contestó el Conde.
La voz de Ina le separó de golpe de sus pensamientos.
– ¿Me estás escuchando? Ha alquilado un coche para ti. No tienes más que recogerlo.
– Una vez más no podré disfrutar de ningún día libre. Tenía la esperanza de que lo anulara o retrasara.
– Eso no nos lo podemos permitir. Aún me debes medio sueldo del mes pasado. Además, ya ha pagado. Hoy mismo hemos recibido el dinero. Un tío increíble -Ina se echó a reír tímidamente, porque sabía que su comentario sobre el sueldo le molestaría. Ella era consciente de lo mucho que se sacrificaba para pagarle puntualmente su sueldo completo-. Pero eso no es suficiente para ser honesto…
Él guardó silencio durante un segundo.
– Ahora voy por nuestra bonificación. Vete ya a casa.
Chris finalizó la conversación, cogiendo los dos pequeños paquetes del asiento de atrás, por cuyo contenido había viajado por medio mundo. A continuación, se bajó del coche.
«No está nada mal -pensó Susan Achternbusch cuando entró Chris-. Delgado, fuerte, pero aun así grácil de algún modo, algo más de un metro ochenta, cabello denso y oscuro con un peinado corto y moderno a los lados. Movimientos ágiles y concisos, y más o menos de su edad. Tan solo el bigote y su sonrisa descarada, le molestaban».
Susan Achternbusch, que tenía treinta y cinco años, y desde hacía tres dirigía el servicio de eventos del consejo de dirección, estaba esperando en el hall de recepción de cuatro metros de altura del que disponía la residencia, propiedad de la empresa, la cual la había adquirido hacía año y medio expresamente para el presidente del consejo y su mujer como lugar de descanso.
Dos guardias de seguridad acababan de escanear a Chis con un detector portátil en busca de objetos metálicos. El, entre tanto, permanecía con los dos paquetes sujetos y los brazos en alto a la vez que echaba una ojeada examinante a su alrededor.
– Zarrenthin -salió de su voz ligeramente áspera para presentarse a sí mismo, una vez se hubo colocado de pie delante de ella. «Impresionante», sus ojos gris azulados se posaron por un segundo en su esbelta figura cuyo oscuro vestido la resaltaba todavía más, para deslizarse con rapidez por toda la habitación, absorbiéndolo todo. Y todo ello sin ningún tipo de rubor, sino de forma descaradamente curiosa.
A los lados del hall discurrían los despachos, mientras que las habitaciones privadas se ubicaban en la parte superior. Sobre el laboriosamente restaurado suelo de mármol, adornado con motivos romanos, descansaban valiosas alfombras persas, y los muebles imperiales provenían seguramente de los comerciantes de arte más afamados.
– Me ha hecho sudar de lo lindo, presentándose aquí en el último minuto -ella no le prestaba atención a su descarada curiosidad mientras analizaba su oscura tez-. ¿Parece que no ha desaprovechado la ocasión para tomar el sol, perdiendo de esta forma el avión?
– Es moreno natural -él, divertido, soltó una carcajada. Los pliegues que aparecieron alrededor de sus ojos, al reírse, le hacían aún más simpático, y el bigote recortado sobre sus labios carnosos parecía ya no molestarle a ella-. Alégrese. He llegado a tiempo y tengo aquello por lo que su corazón suspira.
De nuevo salió a escena esa sonrisa optimista y triunfal en su cara ligeramente angulada, disipando la sobria tenacidad que transmitían su fuerte barbilla y su nariz aquilina.
Susan estaba confusa; le resultaba imposible catalogarlo. Ya al teléfono había sido capaz de negociar con habilidad la bonificación, cuando el vuelo reservado por la empresa había sido anulado por motivos técnicos. Se vio obligado a buscar una alternativa para poder estar allí en esos mismos instantes.
De repente se formó mucho ruido detrás de ella.
La mirada de él se trasladó de inmediato en dirección al nuevo estímulo. Susan Achternbusch se percató de la existencia de pequeñas motas amarillas en su iris, cuando en sus oídos retumbó la voz del Jefe.
– ¡Es medianoche! ¿Dónde está el broche de oro a nuestra velada? ¡Susan!
– ¡Aquí! -gritó, girando.
El Jefe se dirigió a ella. Enorme, colosal, una montaña de hombre en un esmoquin perfectamente entallado.
– ¿Usted es el emisario? -espetó sin quitar el ojo de los dos pequeños paquetes.
– Sí, soy el porteador.
El Jefe soltó una carcajada, y sus garras cayeron sobre los hombros de Chris y Susan Achternbusch.
– Un largo vuelo, ¿no? -preguntó, mientras pasaba revista al traje arrugado de Chris. A Herbert Scharff le llamaban en la empresa sencillamente Jefe, después de que un año y medio antes, se hiciera cargo de la cadena moribunda de grandes almacenes como presidente del consejo de dirección, catapultándola de nuevo hacia la franja de beneficios, después de imponer ante sus detractores la adopción de una brutal reestructuración de saneamiento.
Miles de puestos de trabajo habían sido sacrificados. Los accionistas le aplaudían, mientras le odiaban los empleados despedidos.
Hoy era la noche en que se festejaba su éxito y la subida vertiginosa de la cotización en bolsa durante las últimas semanas. Por todo ello, el Jefe reclamaba un premio muy personal.
– He venido a verle directamente del aeropuerto; no quería estropearle la sorpresa.
– Está bien, joven -gruñía Scharff impacientemente. Se abrió paso entre Chris y Susan Achternbusch, llevándoselos al salón con sus manos rollizas sobre sus hombros.
– Que no se te caigan -le murmuró a Chris, cuando entraron en la estancia-. Y compórtate, de lo contrario…
La sala estaba abarrotada de gente en ropa de gala. Chris calculó una cantidad de cien personas, que se giraban hacia ellos paulatinamente unos tras otros.
A la izquierda, al lado de la entrada se había colocado el bufé y el bar y, al otro lado de la sala, tocaba una banda sobre una pequeña tarima. La zona de baile, situada adelante, estaba repleta. Las mesas, festivamente adornadas, recorrían paralelamente toda la pared interior de la sala situada en el lado derecho de la entrada.
Scharff le dirigió en dirección a la tarima. Las puertas situadas en la parte izquierda en dirección al jardín estaban abiertas, y en la terraza resplandecientemente iluminada, los invitados disfrutaban enfrascados en sus conversaciones al relente de la noche.
– ¡Entrad! -gritó Scharff en dirección a la terraza mientras continuaba marchando hacia la tarima.
Chris observó caras que le parecían familiares. Políticos, artistas, gente cuyos retratos decoraban las coloridas páginas de los medios. Dividió a las personas presentes en dos grupos. Por un lado, estaban aquellos que a través de sus ademanes, gestos y mimos reflejaban lo que a su vez Scharff: dinero y poder.
Y por otro lado, estaban los otros: los que vivían a la sombra de los poderosos. Acompañantes de toda índole; a modo de adorno y complemento.
Chris se acordó de los coches de lujo en el aparcamiento. Aquí se hallaba una especie de El Dorado para su pequeña empresa logística. Si era lo suficientemente hábil, podría poner la semilla para uno que otro encargo.
Scharff le colocó junto con él delante del micrófono.
– ¡Escuchad! -gritó Scharff al micrófono, interrumpiéndose de golpe la música-. Acaba de llegar mi personalísima sorpresa -se giró hacia Zarrenthin-. Usted lleva ahí dos cajitas: nuestro tesoro de hoy. ¿De dónde acaba de regresar?
– Buenas noches -saludó Chris Zarrenthin tranquilamente al micrófono-. Soy Chris Zarrenthin, de Logística Zarrenthin, y su agente para los transportes especiales, valiosos y más discretos. Tanto a nivel privado como empresarial…
– Creo que ya basta de publicidad -gruñía Scharff a su lado.
– … Y acabo de volver del Caribe.
Hizo una pausa con una sonrisa triunfal en los labios.
Chris encontraba la situación un poco ridícula, pero si su cliente así lo deseaba, pues entonces se prestaría al juego. Era dinero fácil.
Chris entregó los dos pequeños paquetes, y de inmediato aparecieron dos camareros que se los cogieron a Scharff.
Sobre una pequeña mesa, que apareció como por arte de magia, rompieron los camareros el papel alrededor de los pequeños paquetes y abrieron sus sellos.
Scharff escudriñaba cada unos de los movimientos de las manos de los camareros, exigiéndoles embargado por la impaciencia, que le devolvieran una de las cajas.
Con una sonrisa de oreja a oreja giró hacia el micrófono.
– Como ya saben, soy un amante y fumador empedernido de puros. Y con motivo de la fiesta de hoy, he hecho que trajeran un auténtico puro de la victoria.
Scharff abrió la caja y sacó un puro. Se trataba de un "Corona Grande" [8], grueso y largo.
La tripa estaba compuesta por cinco hojas de tabaco; la sexta, la que cubría todo el puro, era especialmente lisa y suave. Para la capa, a modo de segunda piel, se enrolaba una hoja prieta, es decir, solo las hojas de tabaco más caras y finas.
– ¿Habano? -gritó fuerte una voz en dirección al murmullo festivo, mientras Scharff olía el puro, inhalando con regocijo su fragancia de un modo visible.
– Díselo -le gruñó Scharff a Chris a la par que disfrutaba de la fragancia del puro.
– Santiago de los Caballeros -anunció Chris.
– ¡Pero si eso se sitúa en la República Dominicana!
– Correcto.
– De segunda clase entonces -la voz del hombre sonaba arrogante y cargada de desdén.
Chris calculó la edad del hombre del grito en unos cuarenta y cinco años. Dos bellezas femeninas lo enmarcaban, y sus manos rodeaban las cinturas de las mujeres que se reían divertidas entre dientes.
– No hay nada superior a un habano. Acaba de hacer una entrega de segunda clase. Y eso en todo caso… esperemos que no se trate de hojas plataneras -el hombre no cabía en sí de regocijo-. O quizás se trate de un Davidof escrito con una sola «f», que compró en la playa. ¡Por Dios, Scharff!
Risas a carcajada limpia rebotaban en Chris. Las dos mujeres que ceñían al hombre, se estaban tronchando de la risa.
– ¡Mierda! -espetó Scharff, mientras sonreía de oreja a oreja y le ordenaba con un gesto a uno de los camareros que cesara en recortar el puro-. Se trata de uno de mis socios de negocio más importantes. Hubert Schuster. Infinitamente rico e influyente. No tiene ni idea de nada, pero eso no se le debe demostrar.
«¡Menudo fantoche! -le pasó a Chris por la cabeza-. Estoy agotado, llevo desde hace no sé cuánto tiempo de viaje para venir aquí: ¿para dejarme ridiculizar?».
– Seguramente se trata sólo de dinero heredado. Nada que haya conseguido por su propio trabajo, ¿verdad? -murmuró de forma mordaz.
De repente sintió un cosquilleo en la nuca, directamente debajo del nacimiento del cabello. Conocía este cosquilleo. Se trataba de una señal de alerta que no le había abandonado nunca. Su problema era que, en ocasiones, lo ignoraba.
En esos momentos, solía odiar su trabajo. Se sentía como un limpiabotas; desdeñado, el hazmerreír para aquellos que se lo podían permitir. «Sonreír y tragar para que pudieran entrar los encargos. El tipo tenía pasta, pero eso no le daba derecho, ni mucho menos, de reírse a su costa».
¡No cometa ninguna estupidez! -murmuró Scharff, quien se percató de la cara petrificada de Chris-. No quiero ninguna escena.
«¡Déjalo estar! ¡A tragar! ¡Una vez más! Está bien».
Chris fingió como si él también estuviera divirtiéndose; sonreía, asentía con la cabeza y alzaba con un gesto de derrota los brazos. A continuación, giró para abandonar la tarima.
¡Un momento! -la voz retumbaba de forma autoritaria.
Chris se volvió.
Schuster sonreía con sorna.
Todo el mundo se concentraba en la inminente prueba de fuerza. La tensión se podía leer en las caras, pues ansiaban que llegara el momento culminante; el chismorreo posterior.
¡Déjalo estar, joven! Así nunca te convertirás en el empresario del año. Más bien en una sociedad del Yo.
La risa alocada a carcajadas explotó como una granada de mano. Las esquirlas del menosprecio despedazaron la paciencia de Chris.
«Ponle la cara como un mapa, no te dejes intimidar por un tipo como ese», le susurraba una voz interior llamada orgullo.
– ¿De dónde saca esa conclusión? -preguntó Chris-. Soy portador…
– … ¿Así se denomina hoy en día a los recaderos?
De nuevo las risotadas, pero esta vez venían acompañadas de cierto nerviosismo.
– … Y yo no soy experto en puros. Pero usted sí, por lo que veo.
– ¡No quiero tonterías! -le reprendía a su lado una vez más el Jefe-. Ese hombre es muy rencoroso. ¡Y yo también!
Hubert Schuster titubeó durante un momento, miró hacia sus dos acompañantes, que le animaban a continuar: «Venga, demuéstraselo, dale donde más le duela».
– Solo hay que tener en cuenta el terreno especial de Cuba, en el que crece la planta y del que saca los minerales. Ocurre lo mismo que con el vino. El suelo es muy determinante -la voz de Schuster denotaba cierta satisfacción y complacencia. Mientras sostenía en la mano uno de los puros y lo olía, arrugó la cara, como si hubiera detectado de inmediato su inferior calidad.
– En la República Dominicana se fabrican tres veces más puros que en Cuba -aleccionaba Chris.
– Es lo que digo: cantidad en lugar de calidad.
Schuster se pronunció con desdén, y los invitados situados de pie alrededor volvieron a reírse. Chris pudo percibir cierto nerviosismo por parte de algunos de ellos. Estaban ansiosos por ver cómo iba a acabar el duelo, siempre y cuando ganara la parte elegida.
– El terreno es el mismo que en Cuba -espetó Chris en voz alta en dirección a las risas excitadas-. Ese no es el motivo.
Las voces se callaron, y en las caras se hacía patente la tensión expectante.
– ¿Ah, sí?
Hubert Schuster clavó iracundo su mirada en la tarima. No estaba acostumbrado a que le contradijeran.
– Ambas islas pertenecen a las Antillas Mayores. Ambas poseen un clima tropical, ambas están situadas entre el paralelo 18 y el Trópico de Cáncer…
– …¿Ahora nos toca clase de geografía? -Hubert Schuster apartó un poco a sus dos bellezas bacía un lado.
Chris estaba de pie, con ambas piernas estiradas y ancladas en el suelo, los brazos medio estirados y las manos a la altura del pecho. Irradiaba auténtico convencimiento a través de su calma y su amable serenidad.
– … Y ambas islas se componen de los mismos granitos, de la misma vieja roca eruptiva con los mismos sedimentos procedentes del Cretáceo… -La voz áspera de Chris sonaba indulgente, casi condescendiente.
– … Bueno -respondió débil Hubert Schuster de repente.
– … Nada, absolutamente nada es mejor en la calidad del suelo en el oeste de Cuba, en Vuelta Abajo, con respecto al Valle Cibao de la República Dominicana. -Chris sonreía falsamente. Al final se alegró de haber mantenido una extensa conversación con el fabricante de puros.
Las cabezas giraron hacia Schuster, quien permanecía de pie con la cara encendida por la cólera y enfrascado en sus reflexiones durante un momento, antes de que mordiera el anzuelo.
– En Cuba tienen unas plantas de tabaco completamente diferentes. Son las plantas en sí las que marcan, en realidad, la gran diferencia -su voz emanaba absoluta indolencia. Su mirada paseó complaciente entre los presentes, y algunos asentían de manera vehemente con la cabeza.
– Siento tener que corregirle de nuevo -Chris empleaba una voz baja, amable y clara.
La mirada de la rubia, de pie al lado de Schuster, se clavó en los ojos de Chris. Sus iris se ampliaron mientras abría la boca para apretar fuerte los dientes y menear la cabeza casi de forma imperceptible. Chis registró su advertencia, pero ahora debía rematar lo que había comenzado.
Así eran las peleas. Era algo que le había tocado descubrir una y otra vez en su vida: a partir de cierto momento debía seguir adelante, sin importar lo que pasara después.
Chris aguardó a que Schuster se encolerizara de nuevo para cambiar su tono. Frío y lleno de sarcasmo, alardeaba delante de él.
– Es más que obvio que no conoce la historia de la colonización de Cuba. ¿Qué cree que se llevaron los colonos dominicanos en los siglos XVII y XIX, cuando a causa de las continuas revueltas huyeron de su isla para instaurar en Cuba la plantación de tabaco? -Chris se percataba del tonillo ligeramente triunfante de su propia voz, y una vez más inició una pausa bien calculada. Este tipo le había sacado de sus casillas con su arrogancia. Para sus últimas palabras, eligió una actitud más burlona-. Yo se lo diré. Llevaron consigo sus semillas de tabaco. ¿Hay más preguntas?
Schuster permanecía en silencio y apretó los labios mientras su furiosa mirada se posó en Scharff. Los invitados clavaron las suyas ruborizados en el suelo.
– Idiota -murmuraba Scharff a la vez que le daba una señal a la orquesta para que interrumpieran el bochornoso silencio, entonando una animada melodía, y los invitados tuvieran la oportunidad de escabullirse a la pista de baile.
Scharff se bajó de la tarima sin dedicarle a Chris ni una sola mirada, cuando rodeó el hombro de Schuster con su brazo derecho y lo alejó de allí.
Chris permanecía solo, de pie en la tarima. A su lado, uno de los camareros recogía los utensilios de los puros sin osar a levantar la mirada.
Más abajo, Scharff y Schuster se estaban abriendo camino. De súbito, Schuster giró; estiró la mano derecha, hizo como si su dedo índice fuera el cañón de un arma y apuntó a Chris, imitando un disparo y tapándose a continuación por un instante los ojos con su mano izquierda.
Toscana, jueves
Chris se sentía tranquilo y relajado. Era como un viaje de vacaciones. Con las cumbres de los Apeninos como telón de fondo, su mirada se posaba a lo lejos en los terrenos arados e infinitos viñedos. Las laderas de las montañas desaparecían bajo la luz del sol como olas en suave movimiento, perfilados delicadamente con un ancho pincel. Muros interminables de piedra ceñían los caminos.
Pernoctó en una pensión de Múnich para recoger a primera hora de la mañana siguiente el coche, que había sido reservado por el Conde. Atravesando Innsbruck y Bolzano, condujo el Mercedes E 220 plateado hacia Verona, y más adelante, en dirección a Bolonia y Florencia. En uno de los aparcamientos, recogió de forma instintiva una joven parejita de autoestopistas que iba de viaje a Roma.
Anja y Philipp querían descubrir la Ciudad Eterna y ver al papa. Se pasaron hablando todo el tiempo sobre Dios y el mundo, y Chris estaba disfrutando del alboroto y las risas de los adolescentes de apenas veinte años, cuando sonó su móvil.
– Por favor, ¿podréis estar tranquilos un momento? -espetó cuando vio el número en la pantalla y se colocó el auricular en el oído.
Era Ina. Quería irse de forma excepcional un poco antes a su casa y repasar brevemente con él los encargos de la semana venidera para los demás portadores. Cuando a continuación le preguntaba por el tiempo, él la interrumpió.
– Ina, cuéntame lo que me quieres decir.
Ella titubeaba.
– Ha llamado el contable -dijo por fin-. Se preocupa por nosotros. Para ser claros: en estos momentos vamos fatal. Los primeros meses fueron un desastre. Eso junto con el cargo que nos envió el banco. Estamos en números rojos.
– Ya sé que las cosas no van de color de rosa -el banco le había amenazado durante la última visita con cortarle la línea de crédito, ya de por sí bastante reducida, si no cambiaba pronto la situación.
Chris le echó una mirada breve a Philipp en el asiento de al lado. El joven autoestopista escuchaba con interés. Sus miradas se enzarzaron. Philipp captó el mensaje y cesó con su escucha.
– Esto suele ocurrir en fases de crecimiento. Primero hay que invertir, antes…
– Déjalo -susurraba implorante a través del teléfono-. Te lo advertí. Los dos chicos nuevos son mucho de golpe. Y con los precios a la baja conseguimos más encargos, pero sin ningún beneficio.
En otoño, había empleado a dos nuevos transportistas cuando ya no daba abasto con los dos estudiantes. Ahora eran cinco, más Ina en la oficina. Se había equivocado en los cálculos respecto a los impuestos y la publicidad para los encargos de cinco transportistas. Por otro lado, había clientes que insistían en que fuera solo él quien realizara sus encargos. Consideraban una declarada muestra de confianza, que él tuviera el privilegio de transportar su ropa de ocio a sus lugares de vacaciones. Cualquier variación al respecto les resultaba de lo más irritante, y Chris, sencillamente, infravaloró la sensibilidad de algunos de sus clientes.
Hiciera lo que hiciera, resultaba imposible labrarse un porvenir. O bien viajaba él mismo y no estaba disponible para ir a la caza de nuevos encargos, o bien ocurría lo contrario.
– Pero si ayer por la noche aún dijiste que el Conde ya había pagado.
Ina calló, y por unos instantes, él pensó que la comunicación se había cortado.
– Claro -dijo por fin-. Pero también hay otros gastos. Sin ir más lejos, esta misma mañana, me acaban de cancelar cuatro encargos por teléfono. Estos ya no nos contratarán más. Lo peor es que eran encargos fijos y regulares.
Chris no lo podía creer. A través del retrovisor, pudo observar cómo la joven autoestopista miraba por la ventanilla y se esforzaba por no escuchar sus palabras.
– ¿Qué quieres decir con eso?
Ina soltó una carcajada nerviosa.
– Saludos desde Múnich. Creo que ayer protagonizaste una actuación estelar.
– ¿Se trata de Scharff? ¿Los grandes almacenes?
– Una, sí. Sin embargo, otras dos cancelaciones provienen de Sprenger en Augsburgo y de la delegación de aquí de Colonia. La cuarta es de Könemann en Essen. ¿No le habrás machacado a nadie los pies con un martillo?
– Menuda tontería.
– En cualquier caso, parece que un jefe habrá hablado con otro; y nos han dejado afuera.
Zarrenthin blasfemaba.
– ¿Cómo te has enterado?
– Fue una tal señora Achternbusch la que me comunicó la cancelación. Comentó que llamaba por expreso deseo ele su jefe… y que tampoco habría bonificación alguna, que el Jefe estaría cabreado. -Ina tomó aire por un instante-.¿Qué has hecho? -preguntó finalmente-, ¿Te has dejado provocar de nuevo?
– ¿Por qué me presto a esta mierda? -Chris golpeaba con furia el volante-. Debí haber seguido como madero.
– ¿Problemas?
– ¡Y tanto! -Chris acababa de percatarse de la presencia de los dos autoestopistas y sonrió de soslayo-. Perdonad. Mi pequeña empresa pasa por algunos problemillas.
– No pasa nada -Philipp asentía serio con la cabeza-. Mis padres tuvieron durante un tiempo una tienda de instrumentos musicales. También se fue al garete.
– ¿Quebró? -preguntó Chris.
– Qué va, la vendieron. Han sacado una buena tajada. Ahora viven en Mallorca, y yo tengo suficiente para mi carrera.
– ¿Y en tu caso? -Chris miró por el retrovisor. La amiga de Philipp, Anja, se estaba pasando ambas manos por su corto y oscuro cabello, el cual le transmitía una expresión severa a su cara. Su voz, por el contrario, era suave y aterciopelada.
– Mi padre es médico, tiene su propia consulta: es urólogo. La fue montando a lo largo de los años. Ahora las cosas van peor que antes, pero por lo general le va bien.
«Unas buenas condiciones para dar el salto», pensó Chris. Sus padres, un albañil y una dependienta respetivamente, habían convertido en realidad su sueño de una casa propia, partiendo sin nada más que de sus propias manos; casi matándose a trabajar, cuando la madre no pudo contribuir con un sueldo al tener que cuidar de los abuelos. Durante mucho tiempo no había lugar para otras cosas.
– ¿Usted fue policía? -preguntó Philipp tras una pequeña pausa.
– Eres un poco curioso.
– Es por lo que dijo. Pero si es demasiado personal… ¡Perdone!
Habían conversado durante todo el rato, y a estas alturas Chris ya sabía unas cuantas cosas sobre los dos. «¿Por qué no corresponderles con la misma franqueza?».
– Después de la enseñanza media, acabé en los sótanos de un juzgado de primera instancia, donde guardaban los archivos. Se suponía que iba a formarme como administrativo de justicia. Mi gran mentor era un funcionario que despachaba desde tiempos inmemoriales extractos del registro de la propiedad, y se había convertido en un borracho. A su mujer, la engañaba regularmente con la secretaria sobre las mesas, entre las montañas de archivos.
– Unas perspectivas radiantes…
– Pues eso. Una pesadilla. Lo único que anhelaba era salir de allí. Creo que no aguanté ni tres meses. Eché mi candidatura para la policía: formación básica, servicio de prevención, policía judicial. En algún momento llegó la brigada de homicidios; lo más bajo del género humano. Y la mayor cantidad de trabajo administrativo que nadie hubiera imaginado nunca. A principios de los años noventa, ingresé en una brigada de intervención móvil. Disfrutaba de la sensación irresistible de aventura; las intervenciones como topo requerían decisiones rápidas y autónomas. En ocasiones, la central estaba muy lejos.
– ¿Y qué es lo que se hace? -las suaves facciones debajo del cabello casi albino de Philipp se tensaban por la inminente curiosidad.
– Seguimientos. El maletero repleto de matrículas falsas para ser intercambiadas y no llamar la atención -Chris le sonreía de forma socarrona-. Investigar como topo. Sumergirse en el mundo de la droga con documentos falsos, reunir información sobre el terreno. Perseguir a traficantes desde la frontera polaca por la autopista hasta Colonia para actuar de golpe. O seguirle los pasos durante meses a un ingeniero, que desea vender los planos de construcción del Eurofighter [9] al mejor postor.
– Siempre he pensado que eran los comandos de intervención especial los que se encargaban de lo peligroso.
– Eso mismo le conté a mi mujer. Pero eso no es del todo cierto. Los comandos de intervención especial aparecen siempre cuando se avecina un enfrentamiento, en intervenciones peligrosas, cuando se toman rehenes. Operan como grupo, están fuertemente armados, con claras competencias, en situaciones de peligro real. Sin embargo, las actuaciones de las brigadas de intervención móvil transcurren a menudo de otra manera: durante las fases de investigación y, en ocasiones, sin armas. En función del encargo, uno depende de uno mismo y no recibe ningún apoyo; como un agente secreto en un país enemigo.
– ¿Y su mujer no se quejaba? -Anja se quedó perpleja ante la idea de que también hubiera lugar para una mujer en una vida así.
– Pues sí.
– ¡No me extraña! -se le escapó a ella.
Chris recordó los sentimientos espontáneos y meses impetuosos en los que había conocido a Petra. Se habían casado poco después, y durante un tiempo, el amor había triunfado sobre su afán de vivir más cosas que no fueran el tedioso papeleo administrativo de su oficina.
– Ella se oponía a mi traslado a la brigada de intervención móvil. A menudo no sabía durante días adónde podría estar. En ocasiones, una simple llamada por teléfono resultaba imposible. Deseaba que su marido volviera por la noche a casa para hacerse cargo de los hijos que íbamos a tener.
– ¿Es eso lo peor que le puede pasar a uno? -le interrogaba Anja.
– Seguramente no -Chris relataba aquel sábado que fueron de compras, cuando de repente fue abordado por un hombre, llamándole por un nombre completamente diferente. El tipo le había amenazado en la calle y había escudriñado a Petra de forma siniestra. Esa misma tarde, Chris la había enviado tres semanas con su madre, hasta que finalizara la operación.
– Después de eso, me explicó que no habría niños mientras me prestara a esos trabajos tan peligrosos.
– Yo hubiera hecho lo mismo -dijo Anja-. Yo, ni siquiera hubiera aguantado aquello. -Por unos momentos, permanecieron en silencio-. ¿Pero, cómo se convierte uno en… transportista?
Chris resolló como si hubiera querido esquivar un golpe en la cara.
– Mi mujer encontró la confirmación de las pruebas de ingreso para la GSG 9 [10], la Guardia Fronteriza Grupo 9, en el bolsillo de mi chaqueta.
– Si es aquella unidad especial con jurisdicción en todo el territorio federal -comentó Philipp-, ahí se ha superado a sí mismo.
– Puede decirse que soy bastante cabezón -de pronto, Chris rememoró la fea escena de su matrimonio. Sus gritos habían despertado al resto del edificio, y se había roto tal cantidad de vajilla, que los vecinos habían llamado alarmados a la policía.
Lo que más les hirió fueron sus mutuas palabras: como con un escalpelo directo al corazón. Ella le abandonó; no quería continuar viviendo con sus decisiones arbitrarias.
– ¿Y después?
– No superé las pruebas de ingreso.
– Ay. -Philipp se mordió su labio inferior.
Chris miró por la ventanilla. Aún recordaba claramente la situación: estaban sentados en un barracón de hormigón. La habitación era totalmente lisa y se componía solo de paredes blancas y lámparas de neón; y el juez tenía la sensibilidad de un pez muerto. El psicólogo de la GSG 9 le certificó la tendencia a realizar acciones espontáneas, propias, sin consenso. Su gran debilidad residía por lo tanto en una capacidad limitada para operar en grupo, debido a que sus decisiones impulsivas y, en ocasiones, muy sorprendentes podían poner en peligro a todo un equipo. Eso constituye un claro criterio para no ingresar en la GSG 9.
Ese mismo criterio le había puesto poco después en una situación comprometida ante su último superior. Durante una operación contra unos traficantes de droga, se adelantó a tomar una decisión porque la situación le parecía propicia, en lugar de esperar a los demás compañeros. Su compañero se llevó un disparo en el pecho, y sobrevivió a duras penas. Su jefe le hizo responsable a él de todo aquello, sacando a relucir la valoración del psicólogo…
– Todo al mismo tiempo -murmuró Philipp.
– Lo dejé -dijo Chris, que todavía continuaba sin aceptar la valoración-. Conocí al jefe de una empresa de seguridad privada, que protegía a famosos y asesoraba a empresas en temas relacionados con la seguridad. Se ganaba un buen dinero.
– Suena también emocionante.
– Pero también en esta ocasión ocurrió como sucede con todo en la vida. El final llegó después de dos años, cuando me adjudicaron proteger como guardaespaldas a una cantante de poca monta durante un concierto para evitar que uno de sus admiradores demasiado entusiasta se pasara de la raya con ella. El joven no entraba en vereda. En algún momento le solté un golpe, cuando quiso meterme los dedos en los ojos, rompiéndole una costilla. No lo había hecho con intención, pero ocurrió. Desgraciadamente, se trataba del hijo de la cantante, quien quiso darle una sorpresa a su madre. Amenazaron con una denuncia por lesiones, indemnizaciones, y la cantante había exigido mi despido, si la empresa deseaba continuar recibiendo encargos de su parte. Eso me causó problemas con el jefe, ¡claro!
– Y fue entonces cuando fundó su propia empresa.
– Sí; con una idea de negocio robada -Chris se echó a reír-. Aquella empresa estaba desarrollando otro departamento, el cual transportaría para famosos y empresas todo aquello que no quisieran confiarle a los de Correos. Eso incluía el transporte de joyas al destino vacacional de la esposa de un millonario, así como el transporte de los cianotipos procedentes de un astillero sobre una nueva generación de submarinos para el Ministerio de Defensa. Y yo me dije: eso lo sé hacer yo también.
– Suena fácil -opinó el autoestopista.
– Bueno. Tenía el número de teléfono de un marchante de antigüedades, a quien había acompañado ya en ocasiones anteriores a varias subastas como empleado de la empresa de seguridad. Una vez pude impedir que un carterista le sustrajera una valiosa estatuilla asiría. Así que le llamé. Dos semanas más tarde, se convirtió en mi primer cliente. Después de aquello, me redactó varias cartas de recomendación, procurándome incluso el contacto de otros clientes.
– ¡Y ahora va a ver al marchante de antigüedades! -sentenció Philipp.
– A él lo voy a ver.
– Aunque ahora mismo la cosa no vaya muy bien, ese hombre parece tenerle aprecio, ¿no? De no ser así, en aquellos días apenas hubiera sido capaz de salir del bache -Anja lo dijo con toda serenidad, sin la más mínima valoración.
Chris miró en el retrovisor.
– Ah, sí; el Conde me tiene aprecio.
Tras apear de nuevo a los autoestopistas, Chris disfrutó el relajante silencio del solitario viaje.
Su destino se encontraba en una ladera de la región de Senese, no lejos de Siena.
Una avenida de cipreses ascendía a través de campos y viñedos cercados por inacabables vallas pétreas en dirección a la propiedad del Conde, la cual estaba protegida por un muro de una altura de más de dos metros construida en piedra natural. El enorme portal de hierro fundido se encontraba de par en par.
Cuatro guardas le ordenaron detenerse. Todos vestían camisa blanca de manga corta y pantalón azul marino. Todos ceñían pesados cintos con cartuchera; dos de ellos portaban en sus manos pistolas automáticas.
– Apunta en otra dirección -gruñó Chris, pues uno de los guardias señalaba el cañón de su arma directamente a su estómago. Asintieron de forma estoica, mientras recibían instrucciones a través de la radio y registraban el coche, le cacheaban y abrían su bolso de viaje para revolver sin pudor la ropa usada.
Por fin, le dejaron pasar con el coche para ascender por el ancho camino en dirección a la casa. Diferentes arriates enmarcaban ambos márgenes del camino de entrada. Ánforas repletas de plantas y pequeños naranjos en macetas de terracota ceñían los caminos situados en estricta simetría. Pérgolas adornadas con parras y plantas trepadoras proporcionaban sombra, y los caminos estaban cubiertos por cantos rodados de diferentes colores.
El edificio, con su fachada revocada en tonos claros correspondía al estilo clásico antiguo. Tan solo dos pequeñas torres en la parte delantera constituían los últimos vestigios de su forma original, cuando las villas toscanas, con sus torres vigías y sus pasadizos, se asemejaban a los castillos medievales y servían como lugares de refugio ante la peste y el calor estival. Una fuente, enmarcada entre figuras talladas de madera de boj y laurel, chapaleaba al final del camino de acceso.
Chris se bajó del coche y estiró con algunos ejercicios sus miembros entumecidos hasta sentirse más flexible, cuando se abrió la puerta de la entrada.
Antonio Ponti se encontraba de pie en la puerta: delgado, con una elegancia en su porte que irradiaban solo los verdaderos sureños.
Chris alzó la mano en forma de saludo y se dirigió hacia el italiano. El antiguo carabinero era, desde hacía años, el jefe de seguridad y el guardaespaldas de Forster. Antonio Ponti había sido, al igual que él, antiguo agente de policía y había servido con anterioridad en la unidad especial GIS (Gruppo di Intervento Speciale), el cual pertenece a las mejores unidades policiales de Europa.
Chris conoció a Ponti durante su primer encargo, cuando había escoltado a Forster en calidad de chófer desde Colonia a Ginebra. Los dos habían acompañado también juntos al marchante en ocasiones posteriores, tanteándose el uno al otro e intercambiando experiencias.
En lugar de la alegría pausada que había caracterizado la estrecha cara de Ponti en ocasiones anteriores, hoy, hondas arrugas surcaban su frente. Saludó con frialdad, apartándose a continuación hacia un lado.
Forster pasó a la puerta, con el brazo derecho ampliamente estirado para el saludo, mientras se apoyaba con el izquierdo en un bastón.
Chris observaba el bastón artísticamente tallado, a cuyo botón se aferraba una mano blanca de azuladas venas. Sorprendido, clavó su mirada en el Conde. El Karl Forster que él conocía irradiaba vitalidad, aun cuando durante su último viaje a Dubai se había mostrado algo fatigado.
Este Karl Forster, por el contrario, era solo la sombra de sí mismo.
La villa de Forster había sido construida al estilo clásico. Junto al gran salón, se ubicaba el cortile, el patio interior, decorado de forma sencilla y obedeciendo los cánones de la región.
Las paredes de color ocre armonizaban con las sencillas baldosas de piedra del suelo, y los frescos parecían el complemento ideal. Macetas de terracota con plantas en flor delimitaban pequeñas zonas del patio, el cual había sido amueblado de forma sobria, en diferentes focos visuales. Dos bancos, una mesa, dos sillas; todo había sido tallado en madera simple y barnizado en oscuro.
Ponti se retiró, y un camarero sirvió algunas bebidas, mientras Forster escogía jadeante un banco para dejarse caer en él con pesadez.
Chris agradeció el agua y bebió el vaso entero de una sola sentada. Forster hizo señas, y el camarero escanció dos copas de Brunello di Montalcino [11]. Pocos momentos más tarde, Forster chasqueaba aprobatoriamente con la lengua después de degustar el vino.
En un principio, la conversación versó sobre temas generales. Forster se interesó por el viaje, preguntó por cómo irían los negocios, y encogió la cara cuando Chris le informó de sus contratiempos. Asentía entendiendo la situación, cuando Chris terminó de explicarle los entresijos.
Mientras Forster insinuaba posibles represalias, Chris escudriñaba a su cliente con escepticismo. Forster superaba los sesenta años, pero se asemejaba a un anciano.
Ya no quedaba nada de su antigua vitalidad. Era endeble, se movía torpe en su asiento de un lado para otro mientras se apoyaba en el bastón de fino tallado. Cuando hablaba, su respiración silbaba, y en ocasiones parecía estar ausente, en busca del hilo conductor de la conversación.
Chris estaba consternado. La cara del Conde había menguado hasta lo enclenque: se mostraba gris, sin vitalidad; los cabellos engurruñidos. El visible derrumbamiento del hombre le dolía, pues entre los dos, sin que nunca hubieran hablado sobre ello, se había desarrollado algo parecido a la confianza.
– No me mire así -murmuró Forster-. Ya sé lo endeble que debo parecer. Sin embargo, lo que no se imagina es que me siento mucho más miserable de lo que parezco.
Chris miró dubitativamente a Forster, quien sonreía de forma maligna.
– Usted no sabe mucho sobre mí, pero yo sí mucho más acerca de usted, ¿no es así?
Chris asentía mientras apuraba un trago de vino tinto. Nunca fue capaz de cruzar con ninguna de sus indagaciones o comentarios la frontera invisible que Forster había construido alrededor de su vida, y que parecía tener siempre bajo control, cuando sencillamente no daba ninguna respuesta a las preguntas de Chris.
Forster era completamente diferente al respecto. Siempre había planteado cualquier pregunta sin ningún complejo, le había porfiado de forma penetrante para sonsacarle a Chris cualquier detalle, que ningún otro cliente hubiera sido capaz de descubrir nunca. Chris veía en su propia franqueza otro motivo más por el que el Conde le confiaba siempre uno de sus trabajos.
– Este será el último encargo que realice para mí. Me ayudará a realizar penitencia. Y después, le daré la espalda a este valle de lágrimas.
– No le entiendo.
A Chris le invadió una tensión desagradable que nunca antes había experimentado en presencia del Conde. Su nuca se endureció de golpe y los músculos circundantes se le tensaron como cables de acero.
– Por supuesto que no -Forster se reía entre jadeos mientras estudiaba a Chris con sus ojos azulones y pálidos-. Morbus Parkinson. Me han detectado la enfermedad de Parkinson. Ya lo está viendo usted mismo: mi cuerpo se está desmoronando sin cesar.
Chris bajó la mirada.
– Yo no sé mucho sobre el tema…
– Fuerza motriz limitada, reacciones corporales incontrolables; envejecimiento prematuro de la peor forma. Al final, desamparo total e inmovilidad completa. Se mueren zonas enteras del cerebro. ¡Vaya mierda de vida! -graznaba Forster acalorado-. Mentalmente aún estoy del todo presente, pero las depresiones, las psicosis y la demencia ya me han enviado a sus emisarios. A pesar de que intente esconderme de ellos, pronto me habrán encontrado.
Chris aguardaba y callaba. La agitación repentina de Forster cesaba apenas lentamente. Chris presagiaba una semana desagradable al mismo tiempo que se preguntaba a sí mismo si estaría dispuesto a digerir, además de sus propios problemas, los de su cliente.
– Por eso he decidido hacer penitencia, y morir después.
Cuando Chris estuvo a punto de abrir la boca sorprendido, Forster levantó fatigado la mano derecha.
– Ni una palabra acerca de mi decisión. Yo no le cuento esto para escuchar sus comentarios. Solo quiero explicar…
– … Pero…
– Afortunadamente, en Suiza existen organizaciones de ayuda a la eutanasia, que ayudan a uno a cumplir con el deseo a una muerte digna. Ya se han realizado las gestiones pertinentes.
– Uno no se puede ir así, sin más, de este mundo -murmuró Chris después de un rato.
– Yo sí -corrigió Forster y soltó una carcajada malévola-. Está decidido y yo no voy a discutir más con usted al respecto. Se lo he contado simplemente para que entienda mejor qué es lo que quiero de usted. Voy de mal en peor a una velocidad vertiginosa. Cada día es peor. Las pastillas, que me hacen salir del paso son verdaderas bombas de hidrógeno. Sin embargo, tan solo me ayudan durante un espacio determinado de tiempo, y ya no son capaces de corregir todas las deficiencias.
Chris clavó su mirada en Forster. En ese preciso momento no se le ocurría nada sensato que hubiera podido decirle. Aquel hombre había vivido toda una vida y parecía saber siempre lo que hacía.
– No quiero verme en la circunstancia de estar postrado indefenso en una cama, mientras las psicosis despedazan en mi cabeza los últimos claros pensamientos. ¿Lo entiende?
Sus miradas se cruzaron.
El vacío en los ojos inertes de Forster era infinito. A pesar de clavarse la mirada mutuamente, no se veían. Tras unos momentos, las pestañas de Forster dieron un respingo y deshicieron el hechizo.
Chris asintió finalmente, solo por mostrar una reacción. No se sentía capaz de tomar parte en la conversación. Su madre había cuidado de sus abuelos sin lamentarse ni una sola vez. Y debido a que sus padres habían muerto hacía diez años en un accidente de coche, nunca había conocido de cerca los sinsabores y las preocupaciones de una edad avanzada azotada por la enfermedad.
– Cuando llegue el momento, el linaje de los «Forster» habrá muerto para siempre. Y el de los «Steiner» también.
– ¿No queda ningún pariente? -preguntó Chris, sin saber, a quién se refería Forster con el segundo apellido.
– Lejanos. Muy lejanos. Nadie de importancia, al menos en lo que a mí respecta. No, mi linaje muere conmigo.
– ¿No tiene hijos?
Forster tenía la mirada perdida; a continuación soltó una risotada despectiva.
– Si fuera así, quizás actuaría de otra forma. Pero no, no tengo hijos -el Conde alzó el bastón y lo golpeó en el tablero de la mesa. Hubo un estallido y golpeo el bastón en el mismo sitio una segunda vez-. He hecho todo lo posible para cambiar esta situación. Me he liado con mujeres jóvenes, las quise utilizar como medio de fecundación, les ofrecí mucho dinero por traerme un hijo al mundo. Pero el dinero, por desgracia, no es de gran ayuda en este caso.
Chris pensó haber visto cierta humedad en los ojos del anciano; Forster giró brevemente la cabeza. Cuando miró a Chris de nuevo, la humedad había desaparecido.
– Mi esperma está muerto. Muerto del todo. Sin fuerza para la procreación. Mi fracaso me fue certificado por tres de las mejores facultades del mundo. Ni siquiera una fecundación artificial tendría éxito.
Chris estaba desagradablemente conmovido, no sabía cómo reaccionar. Enfrente de él se encontraba sentado un hombre, en el fondo, totalmente extraño, para quien desde hacía dos años realizaba con regularidad algunos encargos bien pagados, y que le estaba exponiendo lo más profundo de su alma, vertiéndole una corriente de amargura.
Forster, de repente, se puso muy serio.
– Sea como fuere, he decidido saldar algunas de las culpas de las que somos responsables mi familia y yo -sentenció a la vez que llamó varias veces con voz quebrada a su sirviente, quien poco después apareció con una gran bandeja y sirvió la cena.
-Crostini [12], jabalí, carciofini [13], faisán, queso pecorino. ¡Extraordinario! -los ojos de Forster se iluminaron por un momento, y meneando la cabeza animó a Chris-. Esto será lo que eche de menos en el infierno.
Montecassino, jueves
Monseñor Tizzani mantenía su mirada fija a través de la ventanilla del coche. La angosta llanura al pie de la montaña se iba difuminando cada vez más. En la lejanía se vislumbraba la autovía Roma-Nápoles hacia la que viraba una fila infinita de coches.
La estrecha carretera ascendía tortuosamente delante de ellos por la montaña durante nueve kilómetros. Umberto conducía con cuidado, manteniendo el Fiat cerca de la roca. Tuvieron que superar más de seis recodos hasta llegar a la cima de la montaña, al origen de todos los monasterios de Poniente.
Alrededor de un millón y medio de peregrinos al año visitaban Montecassino. El monasterio benedictino había sido destruido por los longobardos y sarracenos, y los bombarderos de los Aliados durante la Segunda Guerra Mundial habían expulsado de él a los alemanes. Todo había sucumbido bajo los escombros y las cenizas, pero el monasterio renació como por milagro.
Su viaje finalizó ante la majestuosa construcción, a quinientos veinte metros de altura. Cuando se apearon, ya no se percibía el ruido de la llanura. Tizzani era delgado, grácil, más bien pequeño, y el oscuro traje con la estola le hacía parecer aún más delicado. Umberto, por el contrario, era grande, fuerte, entrenado, y trabajaba como empleado en una gasolinera de Ostia. Siempre que Tizzani necesitaba de un chófer de confianza, él se ponía a su disposición.
Mientras Umberto constituía un alma sencilla, lineal en sus pensamientos y bendecido por una creencia inquebrantable, Tizzani era conocedor de la otra cara de la moneda. Su creencia tenía que enfrentarse a diario a las sofisticadas argucias con las que la Iglesia defendía su posición en el mundo. Su pensamiento se encontraba diametralmente opuesto a las simples verdades de Umberto.
Tizzani entró en el monasterio, mandado construir en el año 529 por Benito de Nursia, en un lugar donde anteriormente se alzaba un templo pagano.
Casi no reparó en el pequeño grupo de figuras de bronce que acababa de dejar atrás, el cual representaba a San Benito durante su muerte de pie en medio de un grupo de monjes. El patio interior, con sus casi mil doscientos metros cuadrados, transmitía una cierta lejanía y alegre relajación. Sin embargo, Tizzani se detuvo con sus sombríos pensamientos ante la alberca octogonal en mitad de la plaza. Amaba las columnas corintias y el maravilloso friso, pero su encargo le robó cualquier intento de ociosidad. Así que continuó en dirección a la casa principal donde le estaban esperando en la segunda planta, y que se alzaba de forma protectora de cara al valle.
Un joven sacerdote recibió con frialdad y distanciamiento a Tizzani. Un monseñor de la curia de Roma no era alguien a quien un joven cura saludara normalmente con demasiado entusiasmo. El sacerdote lamentaba que el abad no recibiera en persona al monseñor, pues él también se encontraba de viaje. Tizzani se alegró de no tener que encontrarse con él. Cualquier estúpida observación por su parte hubiera podido encontrar rápidamente el camino hacia los oídos de aquellos a quienes no les incumbía su misión. El monasterio era considerado en el mundo entero como la esencia de la misma vida monástica; y el abad, como obispo, disponía de una red que abarcaba como mínimo toda la vida en sociedad de Italia.
El sacerdote llevó a Tizzani a una habitación cuyas paredes estaban tapizadas en tela roja. Pinturas al óleo con escenas bíblicas decoraban la estancia cuyos muebles se componían de dos sillas, un escritorio y un sencillo armario.
Tizzani aguardaba y miraba por la ventana en dirección al hondo y lejano valle del Liri con sus pequeños lugares. En el horizonte se difuminaban las montañas Ausoni.
– Una vista preciosa, ¿verdad?
La ronca voz era inconfundible.
Henry Marvin estaba cerca de cumplir los sesenta y era aún un poco más pequeño que Tizzani. Sin embargo, estaba dotado con la estatura hercúlea de un luchador. Marvin llevaba un manto coral negro. La cara carnosa del editor norteamericano se veía relajada y su rosácea piel brillaba, mientras sus oscuros ojos centelleaban sedientos de actividad.
– Adelante, adelante, observe -tronó Henry Marvin divertido-. Yo apenas lo puedo creer. Una semana en la celda, aislado del mundanal ruido, y ya tiene a una nueva persona ante usted. San Benito sabía lo cerca que uno puede estar de Dios aquí.
Tizzani saludó con frialdad. No le gustaba que los monasterios abrieran sus puertas al resto de los mortales para retirarse por unas semanas tras sus muros a cambio de dinero. Al menos, Montecassino no ofrecía seminarios para la búsqueda espiritual del Yo, como hacían algunos otros monasterios. Aquí existía solo la pura vida monacal.
Ellos se sentaron a la mesa.
– Uno llega a acostumbrarse, incluso, a estas duras sillas -consideró Marvin entre risas, propinándole a Tizzani un fuerte manotazo con su zarpa derecha en el hombro.
Tizzani odiaba las maneras joviales y ruidosas del americano. En ese mismo instante se preguntaba cuál sería la reacción de los monjes del monasterio, que eran casi cuarenta, cuando su ruidosa voz invadiera el reinado de su silencio.
– Monseñor, es usted demasiado serio. Dios no prohibió la alegría.
– Ser un emisario del representante en la Tierra, en ocasiones, puede convertirse en una carga.
– Pero no aquí precisamente: en el origen de la vida monástica. ¿Qué lugar mejor para una buena noticia? ¿Será hoy o mañana? ¿Se ha reconocido ya a la congregación de los Pretorianos de las Sagradas Escrituras como orden, o incluso como prelatura personal [14]? ¿Cuándo se dará a conocer? ¿Trae la noticia? Pero hábleme…
– Desgraciadamente, aún no han concluido los consejos -respondía Tizzani con rostro preocupado-. Un nuevo papa, todo está cambiando, los numerosos emisarios ofreciendo sus respetos… los suplicantes, cada uno con el deseo de exponer sus peticiones; los problemas del credo, alguna que otra oveja pecaminosa en la misma curia… -El monseñor levantaba indefenso las manos.
– No le entiendo -Henry Marvin clavó una fría mirada en el monseñor.
Marvin era un hombre de negocios, y las reglas eran siempre las mismas. Y la Iglesia no hacía ninguna excepción, en ningún caso la Iglesia. Fue ella la que inventó el tráfico de indulgencias, el negocio de este genial servicio, cuyo contravalor quedaba por mostrarse aún en un futuro lejano.
– Querido Henry Marvin -salió con dificultad de los labios de Tizzani.
– Monseñor, no me ofenda.
– Al Santo Padre le resulta imposible, por el momento, reunirse con usted. Incluso el deseo de la congregación es imposible concederlo en estos momentos. Quizás… dentro de algunos meses… pero ahora…
Henry Marvin elevó su cuerpo ligeramente de la silla, estirándose sobre el escritorio, y atrapó a Tizzani entre sus fuertes manos, mientras este mantenía fija su mirada en los puños sobre su pecho. La chaqueta del americano se encogió hasta tensar la tela de la espalda.
– Puedo entender que en estos momentos no desee ninguna audiencia privada por las escuchas e indiscreciones y los murmullos de este nido de serpientes. Por eso precisamente me he acuartelado aquí, para que nos encontráramos de forma fortuita. ¿Por qué de pronto este cambio de actitud?
Tizzani buscó en la pared un punto en el que orientar su mirada.
– Hay más de dos mil congregaciones -siseó Marvin envenenado-. ¿Por qué no se nos concede este privilegio? Ninguna orden es como la nuestra. A tenor de las últimas cifras, somos más de ciento cincuenta mil miembros. Somos más grandes que el Opus Dei. La congregación de los Pretorianos de las Sagradas Escrituras está conquistando el mundo. Nuestro crecimiento ni siquiera se ha estancado. Cada día, se unen a nosotros fieles almas, que creen inquebrantablemente en la verdad literal de las palabras, según se recogen en las Sagradas Escrituras. Darían su alma por defender las Sagradas Escrituras ante quien fuera.
Tizzani observó los ojos helados y soltó un suspiro en su fuero interno.
– Crecemos más rápido que el Opus Dei en sus mejores tiempos. Defendemos la veracidad de las Sagradas Escrituras. Le brindamos un hogar al hombre, una protección ante la disolución e inconsistencia generalizada. Nosotros no interpretamos las Escrituras, tomamos sus palabras tal como son.
Tizzani asentía con la cabeza. La congregación de los Pretorianos de las Sagradas Escrituras luchaba de forma radical contra el derrumbamiento de los valores eclesiásticos. Con éxito.
Incluso entre los protestantes de los listados Unidos, que tomaban las palabras de la Biblia de forma literal y cuyo número superaba ya los varios millones, la congregación reclutaba nuevos adeptos para devolverlos de nuevo a los brazos de la única y verdadera Iglesia.
– Somos aquellos que no ceden a los protestantes la lucha contra las mentiras de la Ciencia; somos el nuevo escudo y espada de la Iglesia católica. Nos encargamos de aquello que la Madre Iglesia tendría que haber hecho hace tiempo.
Henry Marvin soltó las manos del pecho de Tizzani y se recostó.
El monseñor respiró profundamente. La noche anterior había leído el amplio dossier que había confeccionado el consejo laico de la curia sobre la congregación.
Marvin era, desde hacía tiempo, el motor y gobernante fáctico de la congregación, fundada de forma espontánea por un padre católico de San Diego a comienzos de los años setenta, porque su hijo le había contado de nuevo, confundido y entre lágrimas, acerca de sus dudas. En la escuela, los maestros habían demolido las bonitas historias bíblicas sobre la Creación del hombre, basándose en las mutaciones casuales de la Teoría de la Evolución.
Henry Marvin era uno de los primeros cien creyentes que habían ingresado en la congregación. Marvin estaba totalmente convencido, en aquel entonces y en este momento, haber sobrevivido a la guerra de Vietnam con el único fin de acercarle al mundo la palabra de Dios.
Había levantado una pequeña editorial cuyo único libro era, en un principio, la Biblia, mientras también le acercaba la palabra de Dios, como predicador laico, a las personas envenenadas por las ciencias.
Entre tanto, la editorial de Marvin se había convertido en una de las más grandes de escrituras católicas de los Estados Unidos. Vendía sus escritos incluso en Centroamérica y América del Sur; él gozaba de la necesidad de opinión y el éxito de lectura entre los cristianos.
El fundador de la orden había muerto el año pasado, y Marvin estaba a un paso de acoger, como prefecto, el poder formal y la sucesión del fundador.
De hecho, Henry Marvin lo poseía desde hacía bastante tiempo. Controlaba las finanzas y acrecentaba la riqueza de la congregación, que ya se consideraba a sí misma como orden. Marvin incorporó estructuras y jerarquías, las cuales desembocaban en un gremio de mandatarios espirituales y laicos, que a su vez estaba supeditado a su control.
Tizzani suspiró en su interior. Este hombre constituía un peligroso reo de su propia convicción, que se veía apoyado cada vez por más obispos y cardenales, quienes deseaban impedir la erosión de la Iglesia.
– El Santo Padre es muy sabedor de sus esfuerzos en la lucha por situar al credo en el puesto que se merece.
– Cierto. Es una lucha -Marvin clavó severo su mirada en el mensajero de la curia-. Por muy avanzados que estén nuestros preceptos: es increíble que en las escuelas norteamericanas se les inyecte a los alumnos a grandes dosis el veneno de la Teoría de la Evolución, pero no se permita enseñar la palabra de Dios. Tampoco entiendo cómo el Santo Padre permite ceder a los protestantes el puesto en la lucha contra este veneno. Ya va siendo hora de finalizar las dudas sobre las Sagradas Escrituras. ¡En el mundo entero!
Tizzani evitaba las miradas del editor y fijó de nuevo la vista en el punto de la pared.
– Nuestra Santa Iglesia es hoy otra muy distinta a la de hace cien años, o de hace incluso diez. Ahí radica el problema. Usted ya lo sabe; la Santa Madre Iglesia se ha posicionado. Juan Pablo II reconoció la Teoría de la Evolución.
– En 1996. Ante la Academia Pontificia de las Ciencias. Quién no sabe eso -Marvin suspiraba-. La Teoría de la Evolución y ya no se consideraría una hipótesis, dijo Juan Pablo II. Un año desdichado.
– Y su sucesor, cuando aún era el prefecto de la Congregación de la Curia, había dirigido una comisión internacional de teólogos, que constató la posible compatibilidad entre la creación divina y los resultados del proceso evolutivo. ¡De eso hace tan solo un año!
– A mí no me la dan con queso; para que cada cual pueda interpretar lo que desee. Un rotundo «no» hubiera sido mucho mejor -Marvin dio un puñetazo en la mesa-. Pero también hay otras opiniones. Sé de un cardenal que va a publicar un artículo en el New York Times, donde ataca precisamente esta posición de la Iglesia. Desbaratará el discurso de Juan Pablo II ante la Academia Pontificia de las Ciencias sobre la evolución como algo vago e insignificante.
Las miradas de Marvin se cebaban en los iris de Tizzani.
– Hay cardenales influyentes que comparten plenamente su opinión -respondió Tizzani-. Opinan que cualquier duda con respecto a las Sagradas Escrituras debe ser combatida. Y de eso forma parte la eliminación de cualquier texto que dude de la veracidad de la Biblia. Por el contrario, el Santo Padre opina que la aparición de otro posible texto carece de importancia, cuando en ciento cincuenta años de constantes ataques no se fue capaz de hacerle daño alguno a las Sagradas Escrituras.
Marvin giró repugnado. Meneaba la cabeza, atónito ante la traición. A continuación, espetó de nuevo:
– Las pruebas convencerán al papa.
Sofía Antípolis, cerca de Carines, jueves
El padre Jerónimo [15] avanzó angustiado, arrastrándose con pesadez por el pasillo de la clínica. Toneladas de piedras oprimían los hombros de su rollizo cuerpo.
«Tener la muerte caprichosa a diario delante de los ojos», recitaba, recordando uno de los versos de las reglas monacales de San Benito, mientras se preguntaba por qué Dios le había escogido precisamente a él para enfrentarse a esta prueba.
Pasó la mano sobre la calva cabeza, limpiándose el sudor que se había acumulado en su piel y comenzaba a picar. No había superado la prueba, no había sido capaz de brindarle el consuelo que necesitaba el moribundo en su camino hacia el Juicio Final. Nunca olvidaría la cara invadida por el miedo del joven.
Los largos años en la curia romana estuvieron repletos de actos diplomáticos, rodeos e interpretaciones sutiles de textos que habían atrofiado sus dotes sacerdotales. Nunca hubiera pensado entrar de nuevo en contacto con el mundo de esta forma, después de haberse retirado desde hacía algunos meses en el monasterio.
– ¡Usted no puede entrar ahí ahora! -dijo la sorprendida secretaria llena de miedo, cuando el padre Jerónimo viró en dirección a la puerta detrás de la cual se ubicaba la oficina de Andrew Folsom.
«Jacques Dufour se había mostrado siempre extrañamente titubeante, cuando hablaba de Folsom», recordaba Jerónimo. El Centro de Investigación Biotecnológico con la adyacente clínica, ambos situados en el parque tecnológico de Sofía Antípolis cerca de Cannes, habían sido adquiridos por el grupo farmacéutico norteamericano Tysabi con la finalidad de darle un nuevo impulso a las investigaciones y negocios en Europa. A través de los nuevos propietarios, se habían fijado a su vez nuevas líneas de investigación, le había informado Dufour. Nadie parecía esperar algo bueno del director ejecutivo [16] del grupo matriz norteamericano Tysabi.
Folsom hablaba por teléfono de pie detrás de su enorme y ordenado escritorio, mientras estudiaba sorprendido la imagen fornida del sacerdote, quien le superaba en estatura por una cabeza.
El cabello entrecano realzaba el moreno, producto de las sesiones de rayos UVA, en el rostro de Folsom. El traje azul marino confeccionado a medida, la camisa celeste y la corbata, similar al tono de color del traje, constituían un contraste radicalmente opuesto con respecto al hábito gris del sacerdote.
– Sí, el coche tiene que estar disponible en veinte minutos -ordenaba Folsom y colgó el auricular del teléfono. En sus ojos llameaba por un segundo cierta inseguridad, pero después de un momento, se había dominado de nuevo.
Las miradas del padre se posaban asqueadas una y otra vez en Jacques Dufour, quien estaba de pie, perdido en medio de la estancia. Su Jacques, a quien había enseñado el profundo respeto ante la creación divina. «Cuán grande fue su fracaso», pensó el padre Jerónimo.
Dufour se había convertido entre tanto en investigador. Su camino le había llevado desde su pequeño pueblo Collobrières, situado en los Pirineos orientales, en el que el padre Jerónimo había sermoneado la palabra de Dios, pasando por la Universidad de Toulon, para acabar finalmente en este centro de investigación. Desde entonces, la investigación genética absorbía toda su vida.
El delgado cuerpo de Dufour parecía perder peso por horas. Su cara bronceada y de finos rasgos se contraía nerviosamente. Una y otra vez pasaba la mano, indeciso, por su cabello oscuro y rizado.
Folsom, sin embargo, estaba impregnado por una agresividad subliminal. «¡Piensa que los demás somos todos idiotas!», el cura recordaba las palabras de Jacques, cuando este le había recogido esa misma mañana.
– Parece tener mala cara -le constató Folsom al padre Jerónimo mientras escudriñaba la cara redonda con sus carnosos pómulos-. Tiene ojeras, está pálido. ¿Se encuentra bien? ¿Quiere un vaso de agua?
El padre Jerónimo clavó su mirada en los ojos lobunos de Folsom.
– Acabo de acompañar a Mike Gelfort durante sus últimos minutos.
– Entonces se acabó.
«Si ya lo sabes», pensó amargo el padre Jerónimo.
– Trágico. Deberíamos hablar de ello. Sin embargo, ahora no dispongo de mucho tiempo -dijo Folsom con sosiego, mientras miraba preocupado su reloj de oro-. En realidad, ni siquiera debería estar aquí. Los negocios. Pero me pareció importante, asegurarme por mí mismo… de ayudar quizás. El doctor Dufour es el director responsable del proyecto. Si quisiera con él… -El rostro inmóvil con sus comisuras caídas, y los delgados y apretados labios parecían tener un aire cínico.
– ¿Acaso no le conmueve la muerte de este hombre? -el sacerdote apretó los puños.
– ¿De dónde saca eso? -preguntó Folsom fríamente, a quien de repente se le inflaron las aletas nasales y la voz vibraba por la excitación-. Solo porque no me lamente, no significa en ningún caso que no esté afectado. Soy científico, sí. Pero se olvida de que dirijo, al margen de las investigaciones y en calidad de director ejecutivo, un gran grupo farmacéutico y biotecnológico coronado por el éxito; eso significa que también hay otros problemas. Pero eso no significa ni por asomo que no lamente el destino de este joven.
Ambos se enzarzaron con sus miradas. El padre Jerónimo luchaba contra el tic de sus muslos. Sentía las llamaradas del fuego infernal mientras iba acrecentándose en él el simple deseo de golpearle.
A los ojos de Dios, eran pecadores; a los suyos, al menos cobardes, si no criminales. Quizás no en un sentido legal, algo que en ningún caso hubiera querido valorar, pero sí en el moral. Por lo menos, en lo que se refería a su código de valores.
También Jacques, la persona que le había llamado. Jacques, a quien conocía desde tiempos inmemoriales, para quien había sido confesor y consejero durante su juventud. Jacques, quien había roto con el pequeño universo de su pueblo para lograr grandes cosas para la humanidad a través de la ciencia… y ahora era cómplice de la muerte de ese hombre.
– Yo no le conozco, y me da igual a lo que se dedique en este mundo o quién pueda ser. Hace un rato, fue la primera vez que le vi, porque obligué prometer a Jacques que me mostrara al hombre impío, por quien… ¡este joven ha muerto!
Los ojos lobunos de Folsom arrojaban destellos iracundos en dirección a Jacques Dufour, quien se encontraba de pie, quebrado, en medio de la habitación. Dufour bajó de inmediato la mirada. No tenía la suficiente fortaleza como para resistir a la agresividad de Folsom.
– Se trata de un golpe trágico -Folsom titubeó un instante-. Era algo imprevisible. Ninguno de los exámenes previos nos hizo sospechar lo ocurrido. Creemos que el virus utilizado como medio de transporte se haya transmutado, permaneciendo en el cuerpo y liberando reacciones que no se previeron de esta forma. Nuestro método había sido testado con éxito en miles de ocasiones -Folsom arrugó la cara-. Un golpe trágico. Además sabía del riesgo latente. Aceptó de forma voluntaria.
– Es así de sencillo -inquirió el padre-. La culpa es de los virus, porque no hicieron lo que se esperaba de ellos. ¿Cómo se pueden utilizar agentes patógenos, que normalmente se usan como banco de enfermedades, para pretender una curación? Considerando que esa sea la razón. Quizás se trate de la sustancia examinada y no del método. ¿Le han dicho que se trataría de algo peligroso?
– En ningún caso fui yo. El responsable es el doctor Jacques Dufour. Él es el que dirige esta línea de investigación y el que acordó todo con el paciente.
Sendas miradas se cebaban en las del contrario. De repente, Folsom cambió de tono.
– Por lo que sabíamos, parecía inofensivo -su tono se suavizaba -. Por cierto, ¿de qué se trataba? Testar una variante de la compleja telomerasa. Responder a cuestiones relacionadas con los efectos que causan las proteínas responsables de la actividad. Inyectado a través de portadores de virus. Por lo tanto no se trata de nada excitante, supongo; el hecho de poder brindarle la oportunidad a miles de personas de curar sus sufrimientos.
El padre Jerónimo estaba horrorizado. Estaba en el sitio equivocado, en un mundo sin Dios. Cuán infinitamente lejos y respetuosos con Dios vivían él y sus hermanos en su monasterio.
Se sentía como si le hubieran elegido para colaborar con el mismísimo diablo.
«Folsom era científico, investigador, un hombre procedente del mismo mundo que había luchado contra la Iglesia sin éxito desde hacía varios siglos. Ahora tocaba inmiscuirse en la Creación; estaban a punto de modificarla, manipularla. ¡Qué significaban los conocimientos de Galileo o Kepler en comparación con este sacrilegio tan blasfemo!». En ese mismo momento, el padre lamentaba que la Iglesia no hubiera llevado a cabo mejor su obra a lo largo de los últimos siglos. «Pero aún hay lugar para la esperanza», pensó el padre Jerónimo. Desde hace más de veinte años, estos nuevos ídolos llevan hablando de las bendiciones de la terapia genética. Despertaron esperanzas que hasta la fecha no supieron materializar. ¿Dónde se encuentran las personas que fueron curadas a través de la terapia genética? ¿Sería un designio de Dios hacerles fracasar de esta manera? ¿Fue la muerte de ese joven un sacrificio hacia el camino a Dios? El cura, en su interior, necesitaba aferrarse a este consuelo.
– ¿Qué le contó el doctor Dufour? -preguntó Folsom.
El padre titubeaba, adivinaba una trampa.
– Como ya sabrá, aquí se trata de un asunto de extremo secreto. La Ciencia funciona como cualquier otra cosa en este mundo. En nuestro caso, los éxitos suponen dinero en un ochenta por ciento. Entenderá quizás lo bien que le vendría a nuestra competencia este tipo de errores. El doctor Dufour me acababa de asegurar de nuevo hace un rato que es digno de confianza.
– El avión me está esperando, tengo que irme a Boston. Deberíamos hablar de nuevo próximamente. Como muestra de agradecimiento, he pensado en el correspondiente donativo para su monasterio.
Folsom empujó el cheque sobre el pulido tablero del escritorio.
El sacerdote dio un respingo cuando leyó la cantidad. Se correspondía bastante a la suma que necesitaba para la restauración de la pequeña capilla.
Folsom se aproximó rodeando el escritorio.
– Lleguemos a un acuerdo para que la muerte de este joven no sea más que un desgraciado accidente en el camino hacia la gloriosa terapia genética.
El padre Jerónimo cogió el cheque y lo arrugó hasta formar un gurruño. Acto seguido, cuando se hubo acercado a Folsom, su brazo izquierdo apresó al hombre por la nuca. Este se agitaba mientras le sujetaba el sacerdote, quien con ayuda de su brazo derecho le metió el cheque en la boca.
Toscana, noche del jueves al viernes
– Sin mis medicamentos ya no podré aguantar mucho. Necesito aún de mis fuerzas para el viaje. Ponti se hará cargo de todo.
Forster jadeaba fuerte, cuando se irguió. El sirviente se apresuró para atenderle, quería ayudar, pero Forster refunfuñaba malhumorado, siseando una maldición. Entonces parecía recordar de pronto sus propias palabras y permitió que le apoyaran, mientras se iba dando traspiés de la habitación.
Chris se levantó y aprovechó para estirarse. Poco después entró Ponti, quien como siempre vestía su traje oscuro, en el patio. Chris se percató de la ligera ondulación en la chaqueta.
– ¿Con arma? -preguntó Chris.
– Si ya lo sabes. ¡Nunca sin ella! -los ojos oscuros centelleaban, y en su cara enjuta se deslizaba una sonrisa casi tímida. El italiano se pasó la mano por su corto cabello-. Me llevé una buena sorpresa cuando me dieron la noticia por radio desde la verja de quién venía.
– ¿A qué te refieres? -preguntó Chris.
El italiano sonrió de soslayo, se escanció una copa de vino empleando tranquilos movimientos con la mano y brindó en dirección a Chris.
– Eres nuevo en este juego. Yo no sabía nada. Eres una jugada personal del gran maestro. El solo la planeó.
Chris meneaba la cabeza. Antonio Ponti era el guardaespaldas del marchante, el hombre a quien Forster confiaba su vida.
– ¿Quieres decirme con esto que Forster ya no confía en ti?
El italiano meneaba enérgicamente la cabeza.
– No, no me refiero a eso de ninguna manera. Pero en estos últimos meses tiende a tomar medidas por su cuenta sin consultármelas.
– ¿Ha de hacerlo?
– Debería -Ponti apuró un trago de vino mientras contraía la cara de forma aprobatoria-. Hay que reconocer que el paladar de Forster aún no se ha resentido. Tú mismo sabes cómo funciona esto. Cuanto más se sepa, mejor se puede preparar uno. La seguridad no es cosa de una sola persona.
– ¿Acaso está en peligro?
– No más que durante todos estos años -Ponti reflexionaba-. Más bien menos. Apenas sale de viaje: su enfermedad. Vive retirado; se han acabado los grandes negocios. Lo ha dejado. Se está preparando realmente para su final. ¿Quién va a querer todavía arrancarle el pellejo?
– ¿Me podrías explicar al menos de qué se trata?
– Eso mismo quería preguntártelo a ti. No me había dicho que venías. Tampoco sabría ahora mismo para qué te querría utilizar.
– Hasta ahora no sé absolutamente nada. No siendo: ¡que quiere hacer penitencia!
Ponti soltó una carcajada.
– Menudo zorro. No se fía de nadie.
La mirada de Chris se paseó desde el rostro reflexivo del italiano hasta llegar a sus manos. Eran delgadas, pero a pesar de ello, fuertes y cuidadas. Chris observó la cantidad de movimientos que realizaban las manos de Ponti, el modo en el que frotaban el pie de la copa.
– ¿Por qué estás aquí, Zarrenthin?
– Un transporte, Ponti.
– Eso ya estaba organizado. No te necesitamos para eso.
Chris meneó los hombros y giró para irse.
– Ese es el encargo.
A pesar del poco descanso durante los últimos días, Chris se despertó de golpe. Aguardaba con los ojos abiertos, esperaba un ruido, un movimiento, cualquier cosa que le explicara por qué se había despertado.
Después rodó hacia el otro lado de la cama y fijó su mirada en el pequeño despertador de viaje. Eran poco más de las tres.
Su mirada se paseó por la habitación hasta detenerse en la ventana cuyas hojas estaban de par en par. Su habitación se encontraba en el ala designada a los invitados, en la primera planta, al final de la villa, inmediatamente detrás de la fachada frontal del edificio.
De repente escuchó un ruido. Parecía como si una pisada rápida y sin control hiciera rodar guijarros que chocaban entre sí.
Algo o alguien se movía ahí afuera.
«¿Y qué? Había guardias, y la pequeña centralita de seguridad, a la que se enviaban las imágenes desde las cámaras situadas en los puntos de vigilancia, estaba ocupada día y noche».
«Los guardias se mueven de forma diferente -pensó Chris-. De forma regular, con pasos a modo de oíd-ya-estoy-aquí, y no de forma sigilosa, furtiva, fugaz».
Irrumpió un resuello, una silenciosa maldición, y a continuación un cencerreo.
Chris se deslizó de la cama y se acercó de puntillas hacia la ventana para inclinarse con cuidado hacia fuera. Percibió los senderos de guijarros como si fueran mantos pálidos que destacaban a la tenue luz de las estrellas en comparación con la oscuridad de los matorrales y los arriates de flores. Ni un solo movimiento. Guardó la postura sin moverse y esperó. Nada.
De pronto un nuevo ruido. Provenía de la fachada frontal de la villa que se encontraba fuera de su campo de visión. Sonaba como una ligera tosidura. Una sola vez.
Conocía esa tos.
Se puso el pantalón y la camiseta, y se deslizó en los zapatos. A continuación buscó en su bolso su pequeña linterna, que llevaba acompañándole en todos sus viajes desde hacía tres años.
Chris se fue de puntillas hacia la puerta y se deslizó al pasillo sumergido en un gris difuso por la luz de emergencia. Se apresuró hasta el descansillo de las escaleras y permaneció a la escucha.
Reinaba tal silencio en la villa, que solo era posible por ser de noche.
Ni un solo ruido.
Se inclinó para poder abarcar mejor la pequeña sala de recepción en su campo de visión. Nada. A continuación, escuchó un leve chirrido. Provenía de la puerta de entrada, que se ubicaba directamente debajo de él, y que estaba fuera de su vista. Calzado con plantas de goma rechinaba sobre las losas de piedra: pasos rápidos, veloces y diligentes.
Pegó un bote hacia atrás de forma instintiva, pues un estrecho resplandor de luz se clavó, como una lanza de forma oblicua durante un segundo en el descansillo, para desaparecer de nuevo como una solitaria señal de Morse.
Chris se apresuró en bajar las escaleras. Debajo de la puerta de la centralita de seguridad centelleaba una tira de luz. Corrió hacia ella y la abrió de golpe.
La estancia tenía el tamaño de una pequeña sala de estar, y sus lisas paredes se habían lucido en blanco. En el centro se alzaba una mesa con una consola de control. En otra mesa diferente, se encontraban varios monitores en los que parpadeaban fotogramas de vigilancia.
Había un hombre sentado delante del mando de control sin dejar de mirar los monitores.
Chris entró en la habitación a la vez que giraba el hombre.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó Antonio Ponti.
– ¿Y tú? -respondió Chris, una vez hubo controlado su sorpresa.
– ¿Yo? Yo hago mi trabajo -Ponti susurraba casi. Su voz sonaba especialmente profesional y sin mostrar emoción alguna-. Acabo de hacer una ronda. ¿Y qué me encuentro? ¡Una centralita de seguridad abandonada, todos los sistemas de alarma apagados y un ladrón!
Chris clavó su mirada en las imágenes de la cámara.
– Yo no veo a ningún ladrón.
– ¡Maldita sea! -Ponti se giró de nuevo hacia los monitores-. Hace un momento estaba aún en posición siete…
– ¿En qué pantalla?
Ponti señaló una de las pantallas y Chris vio en su cristalina imagen una puerta en el interior de la casa.
– ¿Dónde está eso?
– Una puerta de conexión en el sótano. Proporciona una seguridad adicional entre la zona prohibida de Forster y la pequeña puerta exterior situada en la fachada frontal de la villa.
Chris recordó el ruido que había escuchado.
– ¿Y esa puerta no se vigila?
– Por supuesto. Pantalla seis.
Chris vio una puerta baja, la cual era grabada por la cámara solo desde la mitad hacia arriba. La puerta parecía estar cerrada.
Chris miró hacia las demás pantallas. En la verja de entrada se encontraba, de pie, una oscura sombra que, de vez en cuando, se movía. En ocasiones se avivaba la llama del cigarrillo situada en la concavidad de la palma de la mano, que al fumar destellaba un claro punto de luz.
– La verja está ocupada -murmuró Chris.
– Las demás posiciones también -la mirada de Ponti se posaba en cada una de las imágenes.
– Hay algo que no cuadra de ninguna de las maneras -Chris meneaba la cabeza-. El tipo debía de saber que esta villa está vigilada las veinticuatro horas del día. Nadie puede ser tan estúpido.
– Este no es tonto. Esto sigue un plan. Todos los sistemas de alarma están apagados -Ponti señalaba los interruptores del sistema, los cuales se iluminaban en rojo.
Chris inflaba los pómulos, resollaba con desdén por los orificios de la nariz.
– ¿Hay cómplices en la casa?
– ¡Calla la bocaza, Zarrenthin! -siseó Ponti malhumorado-. Yo hago mi trabajo, y tú el tuyo, sea cual sea. Acabo de decirte que esta habitación estaba vacía. No sé dónde pueda estar metido mi hombre. ¿Dónde estará ese cabrón?
– ¡Da la alarma! -insistió Chris.
– ¡No! -Ponti meneaba la cabeza-. Marcello Grosso debería estar sentado aquí. Si diera la alarma, seguramente ponga a esta rata sobre aviso. Esto lo arreglamos de otra forma -de su cartuchera sacó su pistola modelo Beretta Cougar-G de quince balas-. A estos dos los trinco yo personalmente.
– ¿No tendrás otra así para mí…?
Ponti echo varias miradas a su alrededor, después abrió varios cajones.
– Ahí tienes: una Beretta 92. Un arma de policía. Al menos antes. En mis tiempos.
Le arrojó un arma a Chris, quien la atrapó con destreza y la cargó.
– No tienes que hacerlo…
– Lo sé.
– Está en el sótano. Sabe muy bien lo que quiere y a dónde ha de ir -Ponti salió de una arrancada-. Espera simplemente aquí hasta que lo veas. Entonces le habremos taponado cualquier salida. Yo le desviaré desde el sótano al descansillo. Solo tienes que recibirle. Pero quédate en un principio vigilando las pantallas. Le verás en la pantalla trece, cuando esté abajo en el descansillo de las escaleras y quiera subir.
Ponti salió corriendo de la habitación.
Chris se sentó a la consola de control, posó su arma y su pequeña linterna. Cada segundo de espera sonaba como un gong en su conciencia. El exceso de hormonas de estrés sepultó su percepción normal del tiempo como una ciudad después de un terremoto.
El silencio se alargó de forma exasperante. Chris aguardaba algunos disparos, gritos o maldiciones en italiano, cuando Ponti se topara con el ladrón.
Pero nada de eso ocurrió. Solo reinaba el silencio.
En los monitores tampoco se apreciaba nada. Ponti quería sorprender al tipo por la retaguardia para conducirle hacia él. «¿Pero por qué no pasaba nada? ¿Dónde estaba el ladrón, y dónde, maldita sea, estaba el hombre de Ponti? ¡No se podían haber volatilizado!».
«¿Dónde demonios estaba Ponti?».
Estiró la cabeza hacia delante, porque en uno de los monitores se reflejaba algo así como la sombra de un movimiento. Su frente, al estirarse, impactó con el oscuro cableque enese preciso instante descendía desde arriba delante de su cara.
El cable era frío y estriado. Desapareció con suma rapidez de nuevo hacia arriba, desollando la piel en dos zonas de su frente.
Entonces apareció de nuevo el cable. En esta ocasión, el arco del segundo lance fue más amplio.
Chris se echó hacia atrás y separó la mano izquierda hacia arriba para cerrar el puño y colocarlo a modo de protección delante de su cuello. Cuando el cable de acero del garrote se estrechaba, se hundió sin piedad en la piel de su puño, y Chris se irguió para resistir a la presión. El cable se cerró a ambos lados del cuello. En un principio, el metal reposaba frío sobre la piel. Sin embargo, inmediatamente después, un dolor abrasador sacudió a Chris por completo, cuando el atacante meneaba detrás de él el cable del garrote de un lado para otro como una sierra.
Chris jadeaba y estiró su mano derecha hacia la mesa en la que se encontraba la linterna. Miró hacia arriba. Un rostro tapado colgaba como un globo sobre su cabeza, solo se podían ver la boca, los orificios de la nariz y los ojos. Los hombros y los brazos del hombre estaban en tensión.
Chris apretó el pequeño botón de la linterna y lanzó el brazo derecho hacia atrás hasta que el respaldo interfirió en su movimiento.
La hoja del puñal camuflado en su linterna penetró lateralmente por encima de la rodilla en el muslo del estrangulados La fina hoja estaba bien afilada por ambos lados y seccionó la carne como un escalpelo.
El atacante se encogió mientras la presión alrededor de su cuello iba cesando. El brazo de Chris se lanzó de nuevo hacia atrás, atacando de nuevo. Esta vez, el hombre esquivó el ataque con habilidad, dando un paso hacia un lado. Eso provocó que el garrote en el cuello de Chris se aflojara aún más, y este aprovechó para tirarse hacia adelante. Con rapidez dio una coz, propinándole un golpe a la silla.
La presión del cable desapareció, pues el atacante había soltado el mango derecho de metal del garrote. Chris salió despedido hacia adelante sobre la consola, dejando caer la linterna y alzándose hacia la Beretta.
Le remolineaban. El golpe llegó desde arriba, y la empuñadura de la pistola martilleó su sien izquierda. Se desmoronó sin hacer un solo ruido.
Chris sintió humedad y relente, y comprendió sólo después de unos segundos que alguien le estaba presionando un paño húmedo en la cara.
Ponti le sonreía de soslayo.
– ¿Ha vuelto el héroe a los vivos?
– Sin remilgos. ¡Que tampoco le ha pasado nada!
Chris miró embotado hacia arriba a Forster, quien se encontraba de pie apoyado en sus muletas y observaba a Chris desde lo alto sin mostrar ninguna emoción. El marchante había deslizado con premura su brazo derecho por la manga de la bata, la cual llevaba arrastrando detrás de él como si de la cola de un vestido se tratara. Chris se quejaba; los dolores de la frente casi le cortaban la respiración. Abrió los ojos todo lo que pudo para que la sensación de mareo no hiciera presa de él. Por un momento pensó tener incluso dolor de muelas, pues los dolores palpitantes se proyectaban todavía más abajo, llegando a la mandíbula.
– ¿Cuánto tiempo estuve fuera de juego? -murmuró Chris mientras se ponía de pie tambaleando y se agarró al canto de la consola de los monitores.
– No sé cuándo te alcanzaron -dijo Ponti-. Pero yo me fui hace casi una hora.
– ¿Y cuándo me habéis encontrado?
– Hace unos pocos minutos.
– ¿Y entre tanto?
Ponti encogió los hombros y apuntó un punto en su cabeza, donde nacía un pequeño bulto directamente sobre su ojo izquierdo.
– A mí también me han dejado fuera de combate. Poco después de salir por la puerta.
Chris meneaba la cabeza.
– ¿Somos tan fáciles de dejar fuera de combate?
– Se trataba de la típica trampa. Primero han ido por mí ahí afuera, y luego te dejaron a ti fuera de juego.
– ¿Les has visto?
– A uno. Una sombra. Y luego, bam, caí redondo -Ponti trazó una mueca a modo de disculpa-. Tendría que haberte hecho caso. Hubiera sido mejor haber dado la alarma. Quizás los hubiéramos atrapado.
– ¿Qué pasa con tu hombre?
– ¿Marcello Grosso? -Antonio Ponti balanceaba la cabeza de un lado para otro-. Desapareció; al igual que el ladrón. Grosso estaba seguramente compinchado con el asaltante. Hemos encontrado una escala de cuerdas en el muro. Eso nunca hubiera funcionado si no hubieran apagado la alarma.
– ¿Y entonces, qué se llevaron?
Forster se fijó en Chris con la mirada perdida. «Cómo puede ser tan indolente», pensó Chris, pero entonces el marchante soltó una carcajada.
– Nada. Absolutamente nada. Tenían como objetivo mis riquezas de la cámara acorazada. ¡Seguramente sabían el código! De lo contrario, nunca lo hubieran intentado: ¡hubieran tenido que prender una bomba!
– No lo entiendo -Chris aprisionaba con fuerza la mano derecha contra su frente para calmar los dolores.
– ¡No han entrado! se reía Forster con sorna entre dientes mientras golpeaba su muleta en el suelo como si le machacara la cabeza a una serpiente-. Yo mismo he cambiado el código hace dos días. No importa quién fuera: ¡fue una mala planificación! -Forster se rio complacido y, mediante una señal, le ordenó a Chris que se levantara.
Chris apoyaba a Forster al salir y observaba a Ponti, quien se frotaba el muslo con la mano. En sus ojos flotaba un extraño velo.
«Odio», pensó Chris.
Toscana, noche del viernes
Fue como durante la noche anterior. Forster y Chris permanecían sentados en el patio interior después de que el día hubiera languidecido, como si nada hubiera ocurrido. Chris percibía el comportamiento de Forster algo raro, pues el marchante de antigüedades había decidido no avisar a la policía.
– No se robó nada, y ahora mismo no nos podemos permitir todo ese contratiempo. ¡Pronto lo entenderá! -espetó el marchante de antigüedades, evitando cualquier intento de hablar nuevamente sobre lo ocurrido la noche anterior.
Ponti se había encargado durante todo el día en seguir posibles pistas y comprobar las medidas de seguridad. Tres veces se había topado Chris con el italiano, pero Ponti solo hablaba en monosílabos y malhumorado. Chris achacó este hecho a que el hombre de Ponti, Marcello Grosso, se había conchabado con el ladrón, habiéndose fugado a la postre con él.
– Usted sabe que soy marchante de antigüedades.
Karl Forster mascaba juicioso un trozo de asado frío de jabalí mientras ojeaba expectante a Chris, como si estuviera aguardando el momento en el que partiera con los dientes la cápsula de arsénico camuflada en la comida.
– Sí.
– ¿Y?
– Tampoco sé mucho más -Chris podía sentir la mirada examinante de su cliente, quien se habría inflado seguramente con una buena cantidad de medicamentos. De no ser así, no era capaz de explicarse su buen estado de forma. La noche anterior se había mostrado bastante más frágil-. Usted es, por lo que yo sé, un marchante de antigüedades muy exitoso. Es rico, vive cerca del lago de Ginebra y también en Toscana y… bueno, eso en principio es más o menos todo.
Chris se detuvo. Mascaba pensativo, preguntándose a qué estaba jugando Forster.
– Todo lo que dice es cierto -Forster se reía y chasqueaba deleitado la lengua al comer-. Pero también soy un criminal, el último de la estirpe de criminales desde hace tres generaciones; y nieto de un asesino.
Chris se olvidó de la mascadura e investigó la cara divertida de su cliente.
– Además, mi familia vive desde generaciones bajo un nombre falso.
Chris apartó juicioso su trozo de embutido mientras observaba al anciano, quien lamía sonoramente los restos de aceite de oliva virgen de la yema de sus dedos.
– Mi riqueza se basa en el asesinato.
– ¿Usted…?
– ¿Yo? No. Eso ya no me hizo falta. Aunque sí he sobornado y confeccionado pedidos para que otros se hicieran con las antigüedades, posiblemente también robando y matando; pero yo mismo no he tenido que mancharme las manos.
Chris se limpiaba los dedos en el pantalón.
– Creo que es mejor que me vaya ahora -dijo y se levantó del banco. Todo su cuerpo estaba de pronto completamente entumecido, los músculos de la nuca le dolían. «Las cosas no podían irlo tan mal para que so prestara a una cosa así»-. Me temo que me lio equivocado con usted.
– ¿Escrúpulos? -los ojos del marchante resplandecían divertidos-. ¿Ahora le viene la vena de antiguo policía? Eso ya lo debería haber superado hace tiempo.
– No tiene nada que ver con eso en absoluto. Y usted lo sabe -Chris se enfadó consigo mismo por haberle contado al marchante tantos detalles de su pasado. Se disponía a irse-. Tampoco me gustan el incidente de la otra noche ni su comportamiento. ¡Apesta!
– ¡Siéntese! -Forster graznó como un cuervo durante una oscura profecía-. Es usted demasiado sensible. Tiene que sobrevivir… e incluso usted tiene que pasar por encima de algunas cosas y aguantarlas para recibir un encargo. Está a punto de perderlo todo.
– Hay límites. Yo no me dedico a infringir la ley -Chris apretó los labios y miró desde arriba con aire sombrío hacia Forster.
– Ah, los principios. La moral -el marchante asentía con aprobación-. Admirable. ¿Sabe que le envidio por eso? ¡Por sus principios! -Forster sonreía de oreja a oreja-. Se adelanta usted: ¡no le voy a pedir que haga nada ilegal!
Chris titubeó. «¿Estaría Forster sólo jugando?». En varias ocasiones se había divertido a costa de él, provocándole. Chris lo odiaba, pero por otro lado, si las cosas se torcían de nuevo, perdería otro encargo bien remunerado. En estos momentos eso equivaldría a una hecatombe, y hasta ahora Forster nunca… Chris se volvió a sentar. Siempre podría irse en cualquier momento.
– Desde mi juventud, solo he conocido una sola moral: el dinero. Como antes de mí, mi padre y mi abuelo. Créame: es difícil aceptar otros valores cuando alguien ha pasado toda su vida aferrado a las mismas ideas… y si se proviene de donde yo lo hago.
– ¿Y de dónde proviene?
– De lo más bajo, de la escoria. ¿Se lo puede imaginar?
– No.
– Sin embargo, es así. Desde un punto de vista moral. Al menos, así es como yo lo veo a estas alturas.
«¿Espera el rico anciano ahora su absolución? -eso parecía inverosímil. Chris estaba aquí para realizar un transporte. Sin embargo, ambas cosas parecían ir de la mano-. ¿No había dicho Forster que quería hacer penitencia?».
– Está bien. Si quiere contármelo, hágalo. Pero que sepa que no me gusta que juegue conmigo con sus provocaciones. Para eso, mejor me voy -Chris se recostó y percibió el dolor provocado por la dura madera del respaldo en su espalda.
– ¿De dónde cree que proviene todo mi dinero? ¿Cómo comenzó todo?
Chris encogió impasible los hombros. No le gustaba el cariz que estaba adquiriendo la conversación. Tampoco le apetecía tener que especular acerca de la vida de Forster.
– Aunque comercie con objetos antiguos de todo tipo, me dedico a un campo muy específico. Venga conmigo. Comprenderá entonces por qué no quiero que venga aquí la policía.
Salieron a través del patio hacia el descansillo de la villa para descender después por las escaleras de mármol. Chris seguía detrás de Forster, quien le precedía arrastrándose y caminando a pasitos cortos, mientras se agarraba con la mano izquierda en el pasamano, y con la derecha aferraba su muleta.
Una vez en el sótano, se encendieron diferentes lámparas dirigidas a través de sensores de movimiento. Chris reconoció de súbito dónde se encontraban. Conocía el angosto pasillo por las pantallas de la noche anterior. Se hallaban en la parte del sótano que Ponti había denominado como la «zona prohibida» de Forster. Más adelante, se situaba la puerta que el ladrón quería haber abierto. Las paredes y el techo estaban recubiertos de madera oscura, y a Chris le recordó de inmediato, a pesar de la luz, a un gigantesco sarcófago.
Chris se sacudió ese pensamiento de la cabeza y clavó su mirada en las paredes de las que colgaban lienzos de gran tamaño. Todos versaban sobre el mismo tema: escenas mitológicas acerca de la creación del mundo.
Chris se detuvo delante de uno de los lienzos que estaba cubierto por avalanchas y más avalanchas de olas.
– El Diluvio -jadeaba Forster respirando fuerte-. Después de él, todo comenzó de nuevo. En casi todas las culturas se habla de ello y, sin embargo, apenas nadie cree que hubiera existido jamás.
– Impresionante -dijo Chris algo desconcertado, pues no era experto en mitología ni en lienzos. Conocía el Diluvio a través del Antiguo Testamento, según el cual había sido enviado como castigo a los hombres. Cualquier otro detalle, al margen de que Noé hubiera salvado una pareja de cada raza animal, no se le ocurría nada en concreto en ese momento.
– ¿Es usted creyente? -preguntó al marchante.
– ¿Yo? No. ¿Lo pregunta por los cuadros? -Forster ni siquiera reparaba en ellos-. Hace generaciones que mi familia ya no cree en Dios ni en lo que promulgan las iglesias. Dios le dio la espalda a mi abuelo durante la Primera Guerra Mundial. Yo me conformo con la idea de poseer estos cuadros, aun cuando estén aquí escondidos.
«Una forma extraña de sentirse realizado…». Chris continuó con la ronda.
– Si usted supiera…
Su camino concluyó delante de una pared forrada en madera. Solo un pomo áureo indicaba que se encontraban de pie delante de una puerta.
A la derecha, al lado de la puerta, colgaba un lienzo en el que un hombre montaba a lomos de un águila que caía desde el ciclo a la Tierra, portando una pequeña rama verde en su mano derecha, mientras abajo en la Tierra una serpiente se escondía en la arena.
Chris clavó su mirada en la imagen, pero la voz jadeante de Forster le distrajo de nuevo con rapidez.
– La tiene que abrir usted. Yo ya no soy capaz.
Chris agarró el pomo dorado y abrió la puerta de golpe. Detrás de ella, una puerta blindada de acero plateado y brillante les cerraba el paso. Chris se apartó hacia un lado, y Forster dio dos pasos para adelante hasta situarse muy cerca del teclado engarzado en la puerta de acero a la altura del pecho. La respiración de Forster se tranquilizó y tonos en forma de pitidos traspasaron el silencio cuando hubo introducido la combinación de seis dígitos. Se reía entre dientes.
– Como si lo hubiera adivinado. Hace tan solo dos días cambié la combinación.
– ¿Quién la conocía?
– En verdad, yo era el único. Pero, a estas alturas…
Sin realizar ruido alguno, la hoja de la puerta acorazada se arqueó hacia el interior de una estancia oscura en la que se encendió la luz.
Forster se apoyaba a duras penas sobre su muleta y se adentró primero. Penetraron en una habitación de tamaño mediano que, por su absoluto silencio, a Chris le recordaba el interior de un santuario amenazante. Sus paredes estaban recubiertas en un tono de paño tan rojo como la sangre, y la iluminación procedía de los diferentes proyectores en el techo cuyos haces de luz iban dirigidos con precisión sobre varias vitrinas. El movimiento de los sensores de luz hacía que las vitrinas parecieran estar iluminadas por la rotación de la luz del sol, mientras el resto de la estancia permanecía en penumbra.
– Eche tranquilamente un vistazo -Forster cojeaba hacia una de las vitrinas y clavó absorto su mirada a través del cristal. Todas son una riqueza. Mi legado y los objetos de mi penitencia.
Chris no se decidía a entrar en la habitación. Por un momento le embriagó el pensamiento de que con ello cruzaría un río sin retorno. Meneó confuso la cabeza y se aproximó a las bien iluminadas vitrinas. En dos de ellas reposaban diferentes tablillas de arcilla, y al lado varios cilindros de impresión de piedra. Otra vitrina contenía tres minúsculas piezas labradas en relieve. Una representaba un sacrificio, las otras dos escenas de combate de un rey victorioso en sus campañas. La siguiente vitrina mostraba varias estatuillas y algo así como una especie de gruesa estaca en arcilla. En la última vitrina, el suelo estaba repleto de arena y Chris se sorprendió cuando vio tres huesos descansar sobre ella.
– ¡Venga aquí! -Forster sonaba impaciente a la vez que se encontraba de pie apoyado sobre su muleta en una de las otras vitrinas.
Chris se colocó al lado del marchante, quien abrió la vitrina y tomó con sumo cuidado una de las tablillas de arcilla en la mano; Forster sonreía mientras tanto orgulloso.
«Tablillas con escrituras cuneiformes -pensó Chris-. Pequeñas placas de arcilla en las que se habían grabado símbolos. Estos símbolos eran tan antiguos que podían parecer de nuevo modernos». Chris los comparó con los pictogramas que se solían utilizar hoy en día para transmitir un contenido a través de representaciones pictóricas. Por supuesto que se trataba de un pensamiento extremadamente simplificado, pues sabía que, detrás de estos símbolos, se escondía una escritura compleja y totalmente desarrollada.
– Detrás -refunfuñaba el marchante.
Chris echó una mirada alrededor hasta que descubrió el sillón y la pequeña mesa en la esquina trasera de la habitación. Chris acercó ambos objetos y los colocó en el lugar que le estaba indicando Forster.
Con otro movimiento de su cabeza, Forster le indicó una pequeña estantería en la que reposaba una lupa.
Cuando Chris le hubo traído la lupa, Forster le mostró el techo con el dedo índice, guiándole hasta encontrar y activar la llave al lado de la puerta para que uno de los proyectores enviara una clara luz con precisión sobre la mesa.
Finalmente, Forster le indicó una bandeja de madera forrada en paño. Chris lo sacó de la vitrina y la colocó sobre la mesa.
Forster posó la pequeña tablilla de arcilla sobre la bandeja y sacó otra tablilla más de la vitrina, que asimismo colocó sobre la misma bandeja. A continuación, se dejó aliviado en el sillón.
Tomó la primera de las tablillas de arcilla y la giró en sus manos, la devolvió a su lugar, cogió la otra, y la observó reflexivo durante un buen rato.
La segunda tablilla le parecía a Chris como más porosa en su superficie, parecía más degradada que la otra.
Forster tomó la lupa y analizó primero los bordes del artefacto, y a continuación los símbolos.
– Tablillas de escritura mesopotámica. Para mí, estas tablillas son algo muy especial. La prueba de la revolución social más importante de toda la historia de la humanidad. La invención de la escritura -chasqueaba con la lengua.
– Puede que sea así como usted dice -dijo Chris-. Pero yo me podría imaginar otros acontecimientos que pueden ser igual de importantes. Por ejemplo, el descubrimiento del fuego.
– Bueno… -El marchante de antigüedades no mostró ninguna otra reacción.
Chris observó las muecas cambiantes del hombre. En ocasiones alzaba las cejas, luego entreabría la boca, afilaba los labios y susurraba una melodía.
Finalmente colocó la lupa sobre la mesa y se recostó entre quejidos en el almohadón.
– ¿Por eso estoy aquí?
– Sí -dijo Forster tranquilo-. Por sus gestos deduzco cierta parsimonia.
– Bueno… -Chris titubeaba y recordó haber leído en alguna parte que estas tablillas existían a miles, sin tener en cuenta las de imitación, para sacarle el dinero de los bolsillos a los turistas.
– Hable sin miedo -dijo divertido Forster-. Las tablillas de escritura mesopotámica no son nada especial; teniendo en cuenta la cantidad encontrada. Se han encontrado decenas de miles en las más diversas excavaciones. Y cientos de miles estarán seguramente aún sepultadas en la arena del desierto. Una vez inventada la escritura, se procedió a retener y documentar en ocasiones cosas interesantes, pero en otras muchas, triviales. Soy marchante de antigüedades. No creerá que me conformaría con objetos carentes de valor, ¿no?
– No.
– Pues eso -Forster posó con cuidado la tablilla de arcilla sobre la bandeja y cogió la otra-. ¿Ve aquí abajo el símbolo? -Forster sujetó la tablilla un poco más alto mientras apuntaba en un lugar con una determinada sucesión de signos, que Chris no era capaz de reconocer muy bien-. Es el signo para Nabucodonosor II. La tablilla proviene del tiempo comprendido en torno al 604 y 562 antes de Cristo.
– Por lo tanto es muy antigua. Muy bien -dijo Chris con parsimonia. Aún se sentía incapaz en concederles algún valor a las tablillas de arcilla con sus signos tallados.
Forster miró de modo amenazante a Chris.
– Guardarle el respeto a la historia es algo que incluso usted debería aceptar -gruñía Forster-. Este rey destruyó reinos enteros, también el reino judío. Arrastró a los judíos hasta Babilonia. Eso influyó sobremanera en su credo, pues veían en ello un castigo de Dios. ¿Conoce al profeta Jeremías?
– Su nombre, sí. Pero desde mi juventud no he vuelto a dedicarme a este tema. Aunque crea en algo… superior, pero la Iglesia y todo lo que le rodea me causa cierto recelo.
Forster asentía con la cabeza.
– Sea como fuere. En cualquier caso, aparece escrito en Jeremías: "Dice el Señor: los babilonios son mi mazo, mi arma de guerra; con ellos destrozo naciones y reinos. Con ellos destrozo jinetes y caballos, aurigas y carros de guerra, hombres y mujeres, ancianos, jóvenes y doncellas. Con ellos destrozo pastores y rebaños, labradores y yuntas, jefes y gobernantes". [17] Antiguo Testamento. Y eso fue lo que hizo Nabucodonosor II. Creó el Imperio Neobabilónico, unió todas las fuerzas disgregadas, marchó contra Kish y otros principados; creó un nuevo reino, llevándola a lo más alto e irguiéndose en el fundador de la nueva Babilonia. Para que sepa apreciar el significado de estas tablillas… -Forster miró hacia la vitrina en la que reposaba una estaca de arcilla-. Si observa aquel clavo de ahí atrás… se trata del clavo de fundación del templo de Ninurta [18] que fue mandado construir en Babilonia por Nabucodonosor II, una vez conquistado Kish. ¿Lo entiende?
– Me puedo figurar su valor, pero yo no soy ningún experto como usted, por eso…
– Está bien -cambió Forster de tema-. Más interesante resulta todavía la otra tablilla -aleccionaba Forster mientras devolvía la tablilla de Nabucodonosor sobre la bandeja y tomó de nuevo la anterior en sus manos, girándola con celo-. ¿Sabe usted cómo nació la escritura?
– Más o menos -murmuró Chris con precaución-. Primero los símbolos, después las imágenes, a continuación los trazos; signos con sentido.
– Correcto -Forster miró hacia Chris con desaire-. Usted me sorprende cada vez más, Zarrenthin. Hace un momento aún parecía carecer de cualquier cultura y, sin embargo, a continuación, estos paréntesis de conocimiento -él se reía maliciosamente entre dientes-. Esta tablilla proviene de los albores de la escritura. Para ser más exactos, de la edad temprana de la pictografía. En torno al tercer milenio antes de Cristo.
– ¿Cómo puede saber eso?
– Observe esta imagen. Aquí -el marchante de antigüedades señalaba un triángulo que se sostenía en uno de sus vértices en cuyo centro transcurría una línea vertical desde ese mismo vértice hacia arriba sin llegar a tocar la base superior-. ¿No le llama la atención?
Chris dudó por un momento si pronunciar lo que le había venido a la cabeza de forma espontánea.
– Parece el regazo de una mujer, dibujado con pocos trazos.
– Muy bien -Forster soltó una carcajada-. El signo para «lu».
– ¿Qué significa?
– Es el signo para «ser humano» en la temprana pictografía -Forster sonreía satisfecho mientras se reclinaba en el sillón-. Y ahora querrá saber cómo puedo estar tan seguro, ¿no es así?
– Usted sabe mucho más sobre este tema…
– Nunca más se ha vuelto a escribir, o si así lo prefiere, representado «lu» de esta misma forma durante el transcurso de las siguientes fases de desarrollo hasta completar la formación de la escritura cuneiforme.
– Por cierto, ¿cuántas fases hubo?
– Ocho hasta completar la forma definitiva de la escritura cuneiforme, tal como había sido utilizada por los asirios en el primer milenio antes de Cristo. Sin embargo, durante la segunda fase, la imagen en sí continuaba siendo la misma, pero se había girado noventa grados a la izquierda de tal modo que el vértice del triángulo apuntaba hacia la derecha. Con el tiempo, el signo original fue variando cada vez más.
– ¿Por qué?
Forster apuntó de nuevo en dirección a la estantería, y Chris acercó el cuaderno y el lapicero que reposaban allí. El marchante tomó ambos objetos y dibujó varios signos en el cuaderno. Blasfemaba, porque su mano temblorosa no le obedecía. Al tercer intento apartó el lapicero y le enseñó a Chris la hoja. Los diferentes componentes del signo se asemejaban cada vez más a flechas con triángulos bien marcados en uno de sus extremos.
– En principio, los primeros signos eran rectos. Seguramente se fueron girando noventa grados hacia la izquierda para poder acuñarlos mejor y más rápido en la arcilla.
»Sin embargo, se mantuvieron algunas curvaturas que a su vez se fueron perdiendo con el paso del tiempo, debido a que resultaba muy difícil imprimirlos en la arcilla. Los signos fueron cambiando por motivos puramente prácticos.
– Y de esta forma puede verse claramente que…
– Así es. Pero la tablilla por sí sola también es capaz de darnos cierta información: es arcilla, fue secada, contiene una gran proporción en arena. Por eso su superficie es tan porosa.
Zarrenthin clavó pensativo la mirada en el artefacto.
– ¿Qué significa lo último?
– La arcilla es un producto natural que procede de las capas de la tierra y aparece en proporciones totalmente diferentes con respecto a su cantidad en arcilla, arena, cantos rodados y minerales granulados procedentes de material rocoso o del subsuelo. La arcilla es el único componente que funciona como aglomerante, capaz de unirlo todo. Grandes cantidades en cal y yeso influyen en las mismas propiedades de conservación de la arcilla, haciéndola más resistente contra el agua. La arcilla utilizada antaño en este país situado entre dos ríos contiene, como mineral, grandes proporciones en paligorsquita, convirtiéndola por lo tanto en un aglomerante débil. Sin embargo, es una arcilla mucho más resistente a las inclemencias.
Chris quedó ensimismado en la vitrina con las tablillas de arcilla.
– De acuerdo. Si he contado bien, aquí hay seis tablillas de este tipo.
– Sí. Seis de la época de Nabucodonosor II, y seis del tercer milenio antes de Cristo. Auténticas reliquias. Únicas. No hay museo que disponga de algo que se le parezca.
Forster se reanimó visiblemente. Sus ojos centelleaban, y sus ancianas manos acariciaban con dulzura las tablillas, palpando cada una de las ranuras de los símbolos ortográficos del mismo modo en que el amante explora por primera vez los encantos de su amada. Mientras mantenía las tablillas cerca de sus ojos, escudriñaba con la lupa cada uno de los signos y suspiraba embriagado por el gozo.
Chris se sentía olvidado.
– ¿Usted sabe leerlos? -preguntó por fin.
– No realmente. Son demasiados signos. Pero el texto ya se tradujo hace mucho tiempo. Descifrar esta escritura constituye ya por sí solo una ciencia. No hay que olvidarse de que la cantidad de las imágenes, signos y símbolos utilizados asciende en torno a los dos mil…
– ¿Quién puede retener todo eso? -se le escapó a Zarrenthin.
– … Y por ello, se redujeron más tarde a aproximadamente seiscientos. El escriba medio dominaba en aquellos tiempos normalmente en torno a doscientos signos cuneiformes diferentes.
– Sigue siendo una buena cantidad bramó Zarrenthin, pensando en el alfabeto de veintinueve [19] letras con el que uno se las ingeniaba hoy en día.
– Cierto. Por otro lado, no se debe olvidar que un mismo signo puede albergar diferentes significados, en función del contexto en el que hubiera sido utilizado. El «sol» significa asimismo «día», «claridad», «amable». Y el «agua» y una «boca» juntas significan la palabra «beber».
– ¿De dónde provienen? ¿Son tan valiosas porque proceden de una tumba? ¿De la de un rey?
– Estas proceden de un féretro muy especial -manifestó el marchante de antigüedades después de titubear un instante-. Mesopotamia no es Egipto. A diferencia de las tumbas de los faraones de Egipto, en Mesopotamia apenas se han encontrado sepulturas reales. Sin embargo, aquellas que se encontraron también estaban equipadas de forma soberbia. En las tumbas reales de Ur se encontraron colonias completas compuestas por carros de guerra, sirvientes reales que morían junto a sus señores, joyas, oro, y por supuesto, también tablillas. En este sentido, no han cambiado muchas cosas hasta hoy.
– ¿Qué quiere decir?
– Ya que es mortal la capa externa, al menos debían ser inmortales los logros de los regentes. Aunque la escritura se había desarrollado en un principio para el registro de datos económicos, los sacerdotes y los reyes vieron en ello pronto un medio para preservar los contenidos religiosos y sus propias hazañas. Sus gestas fueron eternizadas en las tablillas. Nuestros reyes de hoy, independientemente de su forma, hacen lo propio.
– ¿Las tablillas son entonces de Ur?
– No. Las más antiguas proceden de Kish, pero fueron encontradas y robadas en Babilonia.
Chris aguardaba, pues presentía que Forster estaba a punto de confesarle lo que atenazaba su alma.
– Soy nieto de un ladrón y un asesino -Forster examinaba a Chris, esperando una reacción de hastío-. ¿Le escandaliza?
– No -Chris le miró directamente a los ojos, meneando enérgico la cabeza-. Ya he pasado por bastantes cosas en la policía. Además no fue usted quien cometió el asesinato.
– Hace un momento quería irse.
– Aún no he tomado una decisión. Si hubiera cometido un asesinato, seguramente ya no estaría aquí. En estos momentos solo quiero saber qué es lo que le queda por contar. Tengo que admitir que comienza a interesarme.
El viejo asentía con la cabeza.
– Mi abuelo robó estas tablillas y las demás reliquias en Babilonia y asesinó por ello a tres personas. Y por eso, yo quiero realizar penitencia.
– ¿Por los asesinatos?
– ¡No! Por los robos.
Chris meneaba la cabeza.
– ¿Y cuándo fue eso?
– Hace una eternidad. En 1916. Le robó las tablillas de arcilla a dos ladrones de tumbas, poniéndolos a buen recaudo junto con las demás reliquias robadas. Huyó con todo a España. Allí mató a su cómplice y se procuró a continuación una nueva identidad bajo el apellido de Forster. Después de eso acabó fugándose a Suiza. Desde allí comenzó a venderle los tesoros a marchantes de antigüedades de todo el mundo, amasando una fortuna y ampliando el comercio de arte. Sin embargo, estos tesoros no los vendió porque esconden un significado muy especial.
– ¿En qué medida?
Forster hizo como si no hubiera escuchado la pregunta.
– Se casó, nació mi padre, y él continuó con el comercio de arte hasta que yo me hice cargo de todo ello. Nuestro campo de especialización permaneció siendo los hallazgos arqueológicos procedentes de Oriente Próximo y Egipto.
– ¿Nuestro último viaje a Dubai ya formaba parte de su penitencia? -Chris rememoraba el comentario de Forster a la conclusión de aquel viaje acerca de que no había negociado un precio de venta, sino la forma de exposición de un objeto de arte.
– Visto de esa forma, sí.
Chris fijó su mirada en los ojos celestes del marchante, y se enojó por la condescendencia con la que le observaba alguien que irradiaba semejante superioridad y seguridad, tan solo posible cuando uno había luchado en todas las batallas habidas y por haber.
Frustrado, Chris pensó en todo aquello que le tocó aprender en la brigada de homicidios: no se podían adivinar los pensamientos a través de la mirada de una persona, y tampoco nadie llevaba la señal de asesino o del ladrón acuñada en la cara.
– No sé si aún quiero su encargo -delante quedaba todavía un túnel demasiado profundo y oscuro. Forster, a través de su confesión, proyectó sólo una poca luz en la entrada.
– No se ha enterado de nada, ¿eh? -siseó Forster iracundo-. No se olvide: quiero hacer penitencia. Seis tablillas proceden de tiempos de Nabucodonosor, las otras seis son del tercer milenio antes de Cristo -entre jadeos se irguió del sillón, apoyándose de nuevo en su muleta.
»Lo que pretendo decir es que estas seis tablillas de escritura cuneiforme son las más viejas que se han encontrado hasta la fecha. En ningún lugar del mundo existe algo parecido. ¿Entiende ahora por qué no quiero que venga la policía? Devolver todo donde debe estar; a eso es a lo que quiero que me ayude, no a perpetrar un crimen Karl Forster se aproximó con pasos decididos y entre jadeos a la otra vitrina-. ¿Usted no se negará a ayudarme a cumplir mi penitencia y devolver estos tesoros?
– ¿A Babilonia? ¿En Irak? -Chris meneaba la cabeza-. Eso es un suicidio.
– No -Karl Forster meneaba la cabeza-. Allí desaparecerían al cabo de unos pocos días. Usted ya sabe lo que pasó después de la Guerra del Golfo. El caos. El saqueo de los museos. No. Recuerda nuestra excursión a Dubai… En aquel entonces se trataba de una estatuilla procedente de las excavaciones de Assur. Valiosa, sí, pero en comparación con estos hallazgos carece relativamente de valor. Aunque ya hubo un acuerdo en firme bajo qué condiciones iba a realizar la devolución. Sin embargo, no cumplieron con su parte del trato.
Forster golpeó con cólera su muleta en el suelo.
– Los objetos no pueden volver donde fueron encontrados. Se perderían. Solo existe un lugar donde pueden estar seguros. Deben ir donde se guarda una parte de la herencia hallada de Babilonia.
Forster continuó, esta vez con pasos indecisos, y se paró delante de la siguiente vitrina. Ahí descansaban tres huesos en una cama de arena.
– ¿Y? ¿Su decisión?
Chris observó los huesos. Sus tamaños no eran demasiado grandes. Dos de ellos quizás medirían unos diez centímetros, el otro algo más. Se trataba más bien de restos de hueso, diferentes trozos con sus extremos astillados.
Chris se acordó de inmediato de sus tiempos en la policía. La búsqueda de huellas equivalía casi siempre a un rompecabezas. Los huesos constituían siempre un apartado especial. Los forenses maldecían siempre cuando debían redactar algún informe basándose en los huesos. Sobre todo en aquellos casos en los que ya no era posible encontrar partes blandas que permitieran realizar algún análisis paralelo.
A primera vista, casi nunca era posible comprobar si se trataba de huesos de origen animal o humano. Otra misión casi imposible era la de constatar el tiempo que llevaban permaneciendo los huesos en el lugar de su hallazgo. ¿Un mes, un año, tres siglos? ¿Los ha soterrado alguien, o quizás los habrá desenterrado de nuevo un animal, trasladándolos después a otro lugar?
– ¡Su decisión!
Los huesos de la vitrina parecían estar decolorados, su color oscilaba entre pardo y gris, en lugar del blanco calcáreo. Chris despertó irritado de entre sus pensamientos. «Era increíble -pensó- las asociaciones de ideas que le invadían a uno en ocasiones».
– De acuerdo. Participo -dijo Chris finalmente, pensando en su cuenta corriente. No podía ser de otra forma. Necesitaba el dinero del encargo.
– Además, yo ya he pagado -Forster resoplaba aliviado.
– Sabía que no me había confundido con usted.
– ¿Los huesos también? -preguntó Chris de repente, sin saber qué fue lo que le motivó pronunciar esta pregunta.
– Esos también. -La voz del marchante parecía de pronto sonar áspera y en tensión.
– ¿Y qué historia esconden?
Karl Forster, al principio, permaneció en silencio. Cuando contestó, su voz sonaba temblorosa y empañada.
– Los huesos son de una especie homínida que ya no existe en la actualidad.
El Vaticano, noche del viernes
El papa Benedicto estaba sentado al escritorio de su despacho privado ubicado en la tercera planta del Palacio Apostólico. Deslizó de su mano la hoja de papel con el texto que le había exigido tanto esfuerzo, cuando llamaron a la puerta.
No hacía falta que mirara el reloj para saber la hora. Él mismo había ordenado la cita.
Georg Reiche, su secretario personal, entró con ambos invitados en la habitación, cogió un montón de carpetas, y cerró la puerta al salir. El papa Benedicto suspiró. Muchos asuntos quedaron sin atender durante los últimos meses de mandato de su antecesor. Pero en lugar de arrimar el hombro, los medios y la curia se empecinaron en discutir sobre la buena apariencia de su secretario, quien además, al margen de los problemas teológicos, podía ser un agradable conversador.
Los chismorreos y habladurías constituían al parecer capacidades humanas imposibles de ser evitadas y que no se detenían ante nada. Cambiaban con tan poca frecuencia como lo hacían las reglas y ritos del propio Vaticano.
Ambos invitados se acercaron y sentaron delante del escritorio en sendas sillas acolchadas.
El cardenal Albino Sacchi vestía una sotana negra confeccionada a medida con ribetes rojo-púrpuras y una faja del mismo color. Su fuerte figura parecía incluso más delgada. En la cabeza portaba un solideo púrpura. Monseñor Tizzani iba ataviado con un sencillo traje de viaje negro y una estola blanca.
– ¿Y bien? -la mirada del papa Benedicto se posó en el cardenal. Ambos se conocían bien. Antes de su elección como papa, él mismo había dirigido la curia durante una pequeña eternidad en calidad de prefecto, y el cardenal Sacchi había sido su representante.
Habían convertido el Santo Oficio, como organización posterior a la inquisición, en el órgano principal y decisivo de la curia. Vigilaban la enseñanza católica y la defendían contra todos sus enemigos. No se decidía ni una sola cuestión de fe sin consultar al Santo Oficio.
Asimismo consiguieron exportar al mundo exterior su significado. El Vaticano, como forma de Estado, era representado formalmente después del Papa por su Secretariado de Estado, en cuya cabeza se situaba el Cardenal Secretario del mismo. Su importancia como segundo hombre del Vaticano se justificaba hacia afuera con el hecho de que presidía como decano electo el gremio más exclusivo de la curia romana: el Colegio Cardenalicio.
Sin embargo, durante la última elección para decano del Colegio Cardenalicio, la pequeña multitud de obispos cardenales había designado como tal al Prefecto del Santo Oficio y actualmente papa, pero no al Cardenal Secretario de Estado. De esta forma, se había trastocado de forma fáctica la jerarquía del Vaticano.
– Ser su sucesor en la curia, aunque sea solo de forma temporal, es una tarea muy exigente -respondía el cardenal Sacchi.
El papa sonreía divertido. De nuevo las convenciones de cara a la galería hasta que se hubieran aclarado los puestos de poder; hacía tiempo que Benedicto había tomado la decisión de nombrar a su antiguo representante en la curia como nuevo Cardenal Secretario de Estado. No difería mucho a la elección de un nuevo emperador: el círculo más cercano solo podía estar compuesto por personas de confianza. De esta forma, la jerarquía se modificaría de nuevo.
– ¿Ya se tomó una decisión con respecto a la sucesión definitiva? Suenan tantos nombres.
– Pronto, pronto, querido Sacchi. El Santo Oficio constituye un puesto demasiado importante como para tomarse a la ligera la sucesión. Tenga paciencia. Soy consciente de la pesada carga de esta tarea -dijo Benedicto con una leve sonrisa-. Para mí, mis nuevas tareas también constituyen un gran reto. En estos momentos estoy trabajando en mi primera Encíclica. Seguramente la titule Deus caritas est. ¿Qué opina?
– ¡«Dios es amor»! Un vasto y fructífero campo -manifestó el cardenal Sacchi.
– Sí. Y también difícil. Pero dejémoslo. Hemos de hablar de otros asuntos -el pontífice miró hacia monseñor Tizzani, quien seguía callado y paciente la conversación-. ¿Cómo se lo ha tomado?
Tizzani ladeó la cabeza. Desde su conversación con Henry Marvin había reflexionado una y otra vez sobre su reacción.
– Furioso, pero comedido. También consternado y herido -Tizzani bajó la mirada en dirección a sus manos-. Tampoco podía esperar otra cosa, ¿no?
– ¿Qué hará?
– Eso no lo dijo. Habló de pruebas.
– Es un dogmático.
Tizzani elevó la vista. Le sorprendió escuchar estas palabras de boca del pontífice cuya figura en calidad de Prefecto de la curia, y conocida como «el Dogmático», había sido admirada y odiada al mismo tiempo.
– … Y peligroso -añadió el cardenal Sacchi-. No debemos perderle de vista a él ni a su congregación.
– ¿Qué opina del documento que nos entregó? ¿Ve en él una amenaza para la Santa Iglesia?
El papa escudriñó curioso al cardenal. Hasta su elección como Sumo pontífice, Benedicto no le había mostrado a nadie el documento, después de que Henry Marvin hubiera acudido a él hacía casi medio año. Que el cardenal Sacchi conociera ahora su contenido era mera consecuencia de las circunstancias.
«Sin embargo, Sacchi, ni por asomo lo sabe todo», pensó el papa. Sólo él y un antiguo confidente, que le había abandonado, sabían toda la verdad. Y así seguiría siendo. Dios le había designado solo a él para esta tarea.
– Se trata de mucho más que de un fragmento de mosaico entre los muchos otros que han salido a la luz durante los últimos cien años. El tema levantará sin duda alguna bastante controversia: afecta a un tema central. Opino que no debe salir nunca a la luz pública.
El pontífice mecía la cabeza.
– Pero el precio…
– Sé a lo que se refiere. Marvin es un descarado… fundamentalista. Y también controla la congregación. La semana próxima ocupará oficialmente la sucesión. Eso es seguro. Pero, ¿qué nos tendremos que perdonar si reconocemos a la congregación de los Pretorianos como orden o como prelatura personal? Ambos son instituciones legales de la Iglesia que nos pueden ayudar a controlar mejor sus actividades para la aprobación de nuevas reglas -Sacchi juntaba caviloso la yema de los dedos-. Son nada más que conjeturas. Su Santidad habrá tomado otra decisión.
«Sí -pensó el papa Benedicto-, porque se más que todos vosotros y voy a erradicar el verdadero peligro».
Por un momento le invadió la responsabilidad como una marea que lo inunda todo. Sin embargo, el pensamiento de sentirse preparado y no necesitar a este Marvin le daba fuerzas. Su ataque de ansiedad desapareció con la misma rapidez con la que le había embargado.
– Simplemente mantengo todas las posibilidades abiertas. Diplomacia, querido Sacchi; además, se trata solo de un fragmento, una parte de una copia. No se sabe cuánto le falta -Benedicto meneaba la cabeza-. En el caso de que nuestros críticos reciban en sus manos otro hipotético fragmento, donde partes de las Sagradas Escrituras se basen en escrituras más antiguas, ni nuestro credo ni las Sagradas Escrituras ni los estamentos de nuestra Santa Madre Iglesia se verán afectados.
– Hasta ahora no hubo ninguna prueba unívoca…
Tizzani podía sentir la tensión que se iba acumulando entre los dos hombres. Sacchi hizo caso omiso de la advertencia que le hacía a cada invitado del papa, la cual consistía en no comenzar una disputa con el Representante en la Tierra: solo cabía la derrota.
– Simplemente se constata lo que la exégesis científica ya ha descubierto de todas formas. ¿A quién le puede interesar realmente? ¿A nuestros creyentes? ¿A nuestro credo? Dios no se deja impresionar por científicos o sus análisis.
Tizzani respiró hondo cuando percibió el tono enérgico en la voz del pontífice.
– Creo que Marvin intenta apostar fuerte con el fin de conseguir su verdadero propósito -continuó el papa-, pues el estatus como orden o incluso prelatura personal realzaría a la congregación de manera extraordinaria. Sería, junto con el Opus Dei, la segunda organización laica que obtuviera este mismo privilegio. Con su presunto hallazgo quiere procurarse un privilegio. ¡Qué pretencioso!
– Esa es otra posibilidad -la voz débil del cardenal Sacchi delataba su transigencia.
– ¿Ya han estado con usted los consejeros? -preguntó el papa de nuevo con amabilidad al cardenal.
– Sí, Su Santidad. Tanto los partidarios como sus detractores. Los detractores fueron más bien cautelosos e inseguros, en cambio los partidarios acudieron agresivos y sin rodeos.
El papa Benedicto asentía con la cabeza.
– Me satisface la independencia del credo que transmite la congregación. Si todos los hermanos y hermanas se aferraran tanto a su credo, este mundo estaría mucho mejor. Sin embargo, nadie debería ser más fundamentalista que la propia Iglesia -el papa reflexionó durante unos instantes, y después miró hacia monseñor Tizzani de forma provocativa-. ¿Le ha dicho que la orden, con su rechazo apodíctico de los descubrimientos científicos relacionados con la Evolución, seguía con demasiado ahínco los argumentos creacionísticos?
Tizzani pasó ambos dedos índice desde la raíz de la nariz hacia abajo por la cara en el intento de ordenar sus ideas antes de contestar.
– Él es consciente de ello. Reconoce abiertamente que estos principios son defendidos principalmente por grupos protestantes. Sin embargo, va incluso un poco más lejos. Defiende la opinión de que la Iglesia católica incurría en el error de ceder esta parcela a los protestantes. Marvin opina que sería tarea de la Iglesia católica defender estas posiciones.
– Los conocimientos de las ciencias naturales modernas no se pueden negar. Forman parte de la creación de Dios. De ahí, que haya que respetarlas, así como hace la Iglesia católica -el papa titubeaba por un instante, parecía buscar las palabras adecuadas-. Juan Pablo II reconoció en nombre de la Iglesia la Teoría de la Evolución. ¿No hemos discutido ya bastante sobre esto? Como católico, ¿cómo puede oponerse Marvin a esto? ¡Si enseñamos la Teoría de la Evolución hasta en las escuelas católicas!
El reconocimiento de la congregación como instituto secular sería seguramente el primer error…
El papa Benedicto mecía la cabeza.
– Las congregaciones constituyen una parte muy importante dentro de nuestra Iglesia. Y en aquel entonces, la Iglesia defendía también la misma idea. Sin embargo, nuestra investigación de la Biblia nos ha revelado nuevos descubrimientos. No existe un Dios dictatorial. Nuestro Dios deja al mundo a su libre albedrío, independientemente de en lo que se pueda convertir a lo largo de su constante evolución. No siempre interviene, sino que deja al azar, participa, ama. Con cada nuevo descubrimiento científico sobre el Universo participamos en la fuerza creadora de Dios. ¿No comprende este hombre que con su concepto heredado se pone en contra de los fundamentos promulgados de la Santa Iglesia? ¿Cómo puede pensar que su congregación pueda recibir apoyo alguno bajo estas circunstancias? Su consigna consiste en apoyar forzosamente sus opiniones. ¡Y eso conllevaría a su vez que el papa Juan Pablo II se hubiera equivocado!
«Y tú también», le pasó a monseñor Tizzani por la cabeza. Interiormente, consideró este capítulo por cerrado. Henry Marvin parecía tener malas cartas. La postura defendida por su congregación negaba la infalibilidad del pontífice.
Tras permanecer en silencio durante un breve momento, el papa tomó de nuevo la palabra.
– Ha dicho que ha encontrado una pista en los archivos. Si no recuerdo mal, una inscripción que data de finales de los años veinte realizada por el nuncio [20] Pacelli, posteriormente Su Santidad Pío XII.
Los ojos del papa examinaban las caras de sus dos invitados. Tizzani se deslizaba nervioso sobre la almohada de la silla de un lado para otro.
– Correcto -dijo cardenal Sacchi-. Un breve indicio sobre un hallazgo de un contenido idéntico o parecido al que Marvin insinúa tenor en su poder. La entrada ocupa solo unas pocas líneas y aparece en uno de los últimos informes del Nuncio antes de regresar a su puesto de Secretario de Estado del Vaticano.
El papa suspiró. Como nuncio de Múnich y Berlín, Pacelli había desempeñado entre 1922 y finales de 1929 su cargo como representante diplomático del Vaticano en Alemania, convirtiéndose finalmente en 1939 en el papa Pío XII. Aunque sabía del Holocausto, no se pronunció nunca sobre él. Y al finalizar la guerra, los criminales nazis habían escapado por la secreta «ruta de las ratas» [21] con ayuda de los representantes de la Iglesia.
El examen de una posible pero aún no consumada beatificación de Pío, había sido desde siempre, con este trasfondo, tema constante de debate en el seno de la curia y en los diferentes medios. Constituía una figura de culto de tal calibre para la vida pública, que en 2003 el Vaticano se vio obligado a abrir partes de los archivos secretos del Vaticano que contuvieran escritos y documentos relacionados con Pío XII.
– Un trozo de papel escrito y…
– ¿Cómo lo ha conseguido? -el papa interrumpió férreo al cardenal, porque sabía lo que este quería decir.
– Un indicio de Henry Marvin enviado a mi persona -dijo por fin el cardenal Sacchi, quien era consciente de que le habían interrumpido antes de iniciar la segunda parte de su frase.
– ¿Qué quiere decir?
– Hace unas semanas nos envió este mensaje, después de que no se le hubiera prestado demasiada atención a sus pretensiones. Una especie de intensificación en sus esfuerzos -el cardenal sonreía cansado-. Dijo que un texto completo que albergaba todavía más pruebas estaría en manos de la Iglesia desde finales de los años veinte, como…
– Como acabamos de comprobar juntos hace un rato, el hallazgo de este documento no significaría ningún vendaval para la Santa Madre Iglesia. La Iglesia ha superado ya muchas otras cosas; considerando que fuera cierto. Hasta ahora falta cualquier posible prueba. Nada más que vagos indicios -de repente, el papa Benedicto sonreía suavemente-. ¿Y qué sucederá a partir de ahora?
– No hemos estado de brazos cruzados durante las últimas semanas; y ese mérito pertenece a monseñor Tizzani.
El papa Benedicto clavó una mirada penetrante en el monseñor. Henry Marvin se había dirigido al Oficio con el texto por primera vez hacía apenas medio año. El papa Benedicto, entonces aún prefecto del Santo Oficio, había atisbado de inmediato en aquel entonces que se aproximaba el tiempo de tomar una decisión.
Arrugó desabrido la cara. Tizzani se había convertido ahora en el apagafuegos, porque su propio confidente había elegido huir ante esta carga.
– Monseñor Tizzani, ¿qué ha averiguado? -preguntó con voz baja.
Tizzani podía percibir la rebosante impaciencia que vibraba desde la voz del pontífice. Sabía muy bien que aún no conocía ni por asomo todas las facetas de este juego.
– En el fondo, nada importante, Su Santidad. Las pocas líneas en el informe del Nuncio hacen referencia a un informe separado que había enviado junto con otros objetos al depósito arqueológico. Pero allí se pierde la pista. La anotación del Nuncio no aparece por ningún lado.
– ¿En qué consiste entonces el exitoso trabajo del monseñor? -inquirió el papa dirigiéndose nuevamente hacia Sacchi.
El cardenal bajó sopesando la cabeza.
– En el depósito arqueológico consta la entrada de este documento, pero por desgracia luego se pierde su pista. Sin embargo, conseguimos en el depósito arqueológico el nombre de un monje a quien se le había encomendado hacía una década practicar pesquisas en torno a la figura de Pío XII. Según parece, estas tenían relación con los exámenes para su posible canonización.
El papa Benedicto asentía contrariado.
– Quizás este monje pueda añadir algo. Preguntémosle.
– Si es de ayuda… -El papa apartó la cabeza hacia un lado, como si se aburriera.
El cardenal Sacchi titubeó durante un momento, y a continuación dijo:
– Los dos le conocemos.
– ¿Sí? -El pontífice elevó lentamente la mirada-. Conozco a muchas personas, sacerdotes, y también monjes.
– Se trata de un antiguo colaborador de Su Santidad que trabajaba antes en el Instituto Arqueológico, antes de estar con nosotros en el Santo Oficio. Se trata del antecesor de monseñor Tizzani en el credo.
El papa se mordía los labios.
«Ya habían llegado tan lejos».
«Estaban poniendo en peligro su misión».
Ginebra, domingo
Chris paseaba lánguidamente por la avenida Quai du Mont Blanc a la vez que miraba hacia la clara fachada del hotel de lujo situado al otro lado de la calle, donde Forster le había acomodado. Una vez más, el Conde logró sorprenderle.
– Disfrútelo -le había dicho lacónicamente Forster durante su despedida el sábado por la tarde cuando llegaron a Ginebra-. Corre todo de mi cuenta; por esta vez.
Forster le había reservado en el hotel la suite Junior Suite Lake View, que era tan grande como un pequeño apartamento y desde la cual podía ver el lago.
Forster y Ponti prosiguieron su camino en taxi hacia la villa del marchante de arte. Se encontraba en el barrio periférico de Ginebra, Collonge-Bellerive, en la ribera suroriental del lago, a unos diez kilómetros a las afueras del centro de la ciudad, formando parte a su vez de la sucesión de edificaciones majestuosas de los súper-ricos.
Chris consultó su reloj de pulsera. Se aproximaba el momento de salir de viaje. Forster y Ponti llegarían en pocos minutos. Volvió caminando al hotel y permaneció de pie reflexivo en el atrio, el cual brindaba una imponente vista a través de sus claros suelos de mármol, sus frescos y su pequeña fuente. Chris se reía entre dientes, cuando recordó la anécdota de la chica de recepción en la que el comediante de películas mudas norteamericano Harold Lloyd no había utilizado las escaleras o el ascensor para acceder a su habitación, sino las columnas del atrio.
En el grupo se encontraba sentado un hombre con tez aceitunada y pelo de punta. El hombre ojeaba un periódico y respondía de forma inexpresiva a las miradas examinantes de Chris. Chris pasó por delante de él y subió a su suite en el ascensor. Una vez allí, se ciñó al hombro el bolso de viaje que tan solo contenía ropa sucia. La noche anterior había comprado ropa nueva a través del hotel, incluyéndola en la cuenta. Forster seguramente podría resistir incluso eso. Melancólico, echó un último vistazo a la suite, inhaló el olor del lujo hasta llegar a su interior y tomó a continuación el ascensor para bajar al garaje. Allí abrió el maletero del Mercedes de la clase S, que había sido estacionado la noche anterior por los hombres de Forster con el argumento de que el coche de la clase E le resultaba demasiado incómodo al marchante.
Introdujo su bolso y esperó. Por fin se aproximaba el profundo ronroneo de un potente motor. Un Jaguar se le acercaba por el pasillo central y se detuvo pocos metros delante de él para, finalmente, dar marcha atrás hacia una de las plazas de aparcamiento. El motor se paró y se abrió la puerta del conductor.
Antonio Ponti se bajó del coche y caminó sin saludar y con rostro petrificado hacia la puerta del acompañante para luego abrirla. Forster se arrastró tortuosa y lentamente para salir del coche.
El marchante se apoyaba con fatiga en su bastón para aproximarse hacia Chris con paso inseguro detrás de Ponti. La mano derecha de Forster se ocultaba como un puño en el bolsillo de la chaqueta, y Chris pudo observar que a lo que se aferraba era un arma. Algo no marchaba bien.
– ¿Listo?
Chris solo asintió con la cabeza.
– Entonces vamos -Forster giraba la cabeza como si estuviera buscando a alguien.
Chris escuchó de pronto unos pasos y se volvió. Procedente del hotel se les acercaba el hombre de la piel aceitunada y el pelo de punta.
– Rizzi, ¡date prisa! -ordenó Forster.
– Ahora lo entiendo -dijo Chris-. Es uno de los vuestros. Le había visto en el atrio.
Ponti hizo una señal a Rizzi, quien se encaminaba hacia el Jaguar para volver más tarde con dos bolsos repletos de provisiones y algunos termos.
– Uno de mi equipo -gruñó Ponti.
– Rizzi, ¡apresúrese! -refunfuñaba Forster que observaba receloso cómo Rizzi se aproximaba de nuevo al Jaguar y acercó el bolso con las antigüedades.
Chris recordó la ligereza del bolso cuando la había colocado en el coche en Toscana. El cofrecillo mismo, según pudo comprobar durante la carga del coche, estaba hecho de la madera más exquisita, extremadamente ligera, y contenía cuatro bandejas forradas en tela.
Para cada una de las riquezas, se había previsto un cuenco individual colocado de tal modo en las bandejas que las doce tablillas, los huesos, los cilindros de impresión, los relieves y el clavo fundacional ocuparan el menor espacio posible. Acto seguido, Rizzi se dirigió otra vez más al Jaguar y retornó con una fina carpeta de piel que colocó en el asiento trasero del Mercedes.
– ¡Que lo pases bien, cabrón! -gruñó Ponti entre dientes.
– ¡Eh! ¿Qué pasa? -protestó Chris enfadado.
– Yo no voy -dijo Ponti con semblante sombrío-. Ahora se por qué estás aquí. Un pequeño cambio de planes ideado por el propio jefe. Yo voy en el otro transporte. Rizzi os acompaña.
– ¿Dos transportes? -preguntó Chris sorprendido.
– Pregúntaselo a Forster -espetó Ponti con voz iracunda-. No se fía de nadie. Se pasó prácticamente toda la noche vigilando él solo sus tesoros. Y con un arma en la mano.
– Como también ahora -murmuró Chris, quien creyó detectar un matiz resignado en la voz de Ponti.
Forster blasfemaba sin cesar mientras agonizaba para introducirse en el asiento de atrás. Ponti no se movía, solo clavó furioso su mirada en la dirección de su jefe.
Chris pensó si comentarle a Ponti acerca de su vaga sospecha, pero cambió de parecer. Sin embargo, eran de vital importancia el «aquí» y el «ahora», y había llegado la hora de partir.
Chris se subió al coche. Ponti permaneció erguido y esperó hasta que Chris abandonara el aparcamiento para, finalmente, dirigirse a la puerta de entrada al hotel.
– Ya está -desde el asiento de atrás, Forster perseguía en todo momento a Ponti con su mirada mientras gruñía satisfecho.
Alemania del Este,
noche del domingo al lunes
– ¿Dónde estamos?
Karl Forster tosía y resollaba mientras trasladaba su cuerpo a otra posición, apoyándose con sus manos en el reposacabezas del asiento delantero.
– Ya estamos en Turingia -dijo Chris con la boca seca. Fueron las primeras palabras que se pronunciaban desde hacía mucho rato. Forster había echado una cabezada; su ronquido ruidoso y jadeante había provocado que Chris maldijera repetidas veces a media voz. Rizzi, en el asiento de al lado, mantenía todavía los ojos cerrados.
La noche estaba despejada y las oscuras coronas de los árboles, a izquierda y derecha de la autovía, se erguían tétricas entre el cielo nocturno comparativamente más claro. En el carril derecho tronaban varios camiones, manteniéndose cada uno cerca detrás del otro a través de la noche, una vez concluida la prohibición de tránsito del domingo.
– Pronto llegaremos a Berlín -comentó Forster visiblemente satisfecho-. Deberíamos desayunar copiosamente antes de emprender el último tramo del viaje. ¿Conoce una buena cafetería para desayunar en Berlín?
– Estoy seguro de que encontraremos algo en condiciones -ratificaba Chris.
Durante un rato imperó el silencio. El sigilo del interior del vehículo se veía únicamente interrumpido por el burbujeo y gorgoteo que producía el cierre del termo, cuando Forster se echaba café.
Unos pocos minutos más tarde sonó el teléfono móvil de Forster. Comenzó a gruñir y a contestar al teléfono de mala gana sin dar su nombre. Carlo Rizzi, que se encontraba al lado de Chris, abrió de golpe los ojos.
Forster se incorporó alarmado. Chris corrigió el retrovisor con su mano derecha y pudo observar los ojos desorbitados del marchante, quien de pronto se dispuso a realizar con cierto gangueo preguntas escuetas y rápidas en francés sin apenas esperar a la correspondiente respuesta antes de preguntar de nuevo.
Instantes después, Forster concluyó la conversación, transmitiéndole tres frases a Rizzi, quien apenas asintió con la cabeza. Chris hablaba un inglés fluido e incluso podía comunicarse bien en francés, pero sus conocimientos de italiano eran escuetos, y con la velocidad empleada ni siquiera pudo entender el sentido de las frases. Sin embargo, sí era capaz de percibir el nerviosismo de Forster del mismo modo que ocurre con el estruendo pocos instantes antes de la caída del rayo.
– ¿Malas noticias? -preguntó y pensó de inmediato en la salida caprichosa desde Ginebra.
Forster permaneció en silencio durante largo rato, con su mirada clavada a través de la ventanilla, y golpeó de repente con el puño la palma de la mano izquierda.
– Han asaltado el transporte al Louvre.
Chris miró irritado por el retrovisor. Su mirada se cruzó con la del marchante de arte, quien se había impulsado hacia adelante y se estaba aferrando con ambas manos a los reposacabezas.
– ¿Me lo quiere explicar alguien?
– Ya le he dicho que estoy llevando a cabo mi penitencia, y aquello que no puedo llevarme al infierno lo entrego allí donde creo que debe estar. Un gran transporte repleto de obras de arte iba de camino al Louvre -Forster tosía nervioso-. El Louvre es el museo al que le doné todo el resto de mis colecciones. Aquello que mi padre y yo hemos coleccionado durante decenios y nos hemos quedado. Se trata principalmente de relieves asirios y estelas de Assur, algunas obras de arte procedentes de las excavaciones en Ur, y algunos hallazgos egipcios que combinarían muy bien con las colecciones del Louvre. Se me ha asegurado que se les proporcionaría un lugar destacado en cada una de las respectivas colecciones.
– Y todo es de un valor incalculable.
– Deje sus observaciones sarcásticas para otro momento -respondió Forster con enfado-. Ya le he dicho que no estaría dispuesto a debatir con nadie mis decisiones o tener que justificarme. Voy a dejar este mundo, y los bienes culturales que poseo los dejaré en aquellos lugares donde, según mi opinión, serán mejor conservados.
– Sin embargo, parece ser que hay alguien que no está del todo conforme.
Forster resoplaba con desdén.
– Zarrenthin, ¿no será realmente tan ingenuo?
– Desconozco por completo su sector. Yo me dedico al transporte de mercancías para personas y empresas… e intento permanecer limpio. Nada más.
– Aves de rapiña, Zarrenthin. Aves de rapiña dominan mi sector. Personas que poseen infinidad de dinero desean ser dueños de obras de arte únicas… aun a sabiendas de que estas obras, por su excepcionalidad, tengan que desaparecer para siempre dentro de una caja fuerte. Tan solo la sensación de su posesión resulta increíblemente embriagadora. Estas personas serían capaces de pagar cualquier precio por ello. Y las personas que se hacen con estos objetos de arte, al igual que yo, tampoco están dotados precisamente de demasiados escrúpulos.
– ¿Está diciendo que alguno de sus rivales se ha echado sobre sus objetos de arte?
– Es posible -Forster mordía las uñas de manicura de su mano derecha-. En cualquier caso, han desaparecido.
Chris giró brevemente la cabeza hacia atrás y observó la cara fruncida del marchante. A pesar de la distancia podía oler su respiración ácida: mezcla entre el hedor a café y el ácido gástrico.
– ¿Nosotros también hemos de contar con algo así? -dijo Chris para plantear la pregunta que lo resumía todo-. No había dedicado ni una sola palabra para advertir que este viaje podría ser peligroso.
– Nadie sabe que vamos de camino a Berlín -sentenció Forster y soltó un golpe con la mano en el reposacabezas de Rizzi.
– Si consideramos su propia presencia aquí como patrón, aquello que transportamos es mucho más valioso que lo que iba de camino al Louvre -Chris hizo una pequeña pausa, y al no recibir ninguna respuesta prosiguió con sus reflexiones-. Si eso fuera así, debería sospechar que nosotros también estamos en su lista negra. Y si eso asimismo fuera cierto, me pregunto por qué no realizamos nuestro transporte con mayor protección.
Forster calló durante largo rato antes de responder.
– Nadie sabe nada de este viaje. Se supone que yo acompaño el transporte hacia París.
– Ese transporte acaba de ser asaltado… -insistió Chris.
– ¿Y qué? -respondió Forster en tono grosero-. Ponti y mi doble han acompañado el transporte…
– ¿… un doble? -espetó Chris interrumpiéndolo-. Ha contratado incluso a un doble… ¡entonces barajaba la posibilidad de algo así!
– … Con mi coche. Nadie nos vio ayer partir desde el hotel de Ginebra. El doble esperó en el hotel y se fue al restaurante, también del hotel, justo después de que accediéramos a su garaje. Todo el mundo sabe que nunca viajo sin Ponti. Por eso Ponti debía acompañar aquel transporte. Ponti recogió al hombre del restaurante durante nuestra partida, llevándolo de vuelta a la villa. Lo ocurrido es la prueba evidente de que han caído en la trampa.
– Y yo que pensaba que Ponti podría ver algo con el asalto en Toscana. Vaya, me hubiera puesto en evidencia si… -Chris meneaba la cabeza-. ¡Pero ahora entiendo también su actitud! Usted sabía que sus rivales estarían detrás del asalto. Por eso no quería a la policía…
De repente apareció de nuevo ese cosquilleo en la nuca en el que Chris siempre podía confiar. Forster le estaba utilizando. El marchante de arte había desarrollado premeditadamente una maniobra de distracción; utilizó incluso un doble. Quien hacía algo así, contaba con cualquier cosa.
– Tenía que habérmelo dicho -insistió Chris. De repente le vino la sospecha de que Forster había mantenido el contacto con él todos estos años solo para tenerle disponible precisamente para este viaje.
– ¿Ah, sí? -Forster arrancó una amarga carcajada-. ¿Qué piensa entonces que le tenía que haber dicho? ¿Que tenemos que contar con ser asaltados? No sea ridículo. Nadie sabe nada sobre nuestro viaje. Hasta ayer ni siquiera Ponti.
– ¿Cómo ocurrió?
– ¿A qué se refiere?
– Cómo ocurrió el asalto. ¿Dónde? ¿Cómo lo han hecho?
Forster juraba entre dientes. Después relató lo que le acababan de informar por teléfono.
– Entre Saint Laurent y Morez. En torno a una hora después de la salida. Y eso que les había dicho que tuvieran cuidado.
– ¿Cuánto hace de eso?
– Horas.
– ¿Cómo es posible?
– Han arrojado a todos maniatados al bosque. Se han llevado a Ponti. Uno de los empleados de la empresa de seguridad pudo liberarse finalmente y llamar a su jefe. Y este me acaba de llamar a mí hace un momento.
Chris miró de forma instintiva por el retrovisor. A su lado y detrás de él tronaban camiones en el carril derecho como si de elefantes galopantes se tratara; por lo demás la autovía estaba totalmente despejada.
Forster mantenía su teléfono móvil al oído a la espera para que hubiera una comunicación. Finalmente lo apagó.
– No hay señales de Ponti -sin más, Forster comenzó a reírse entre dientes.
Quienquiera que fuera el que hubo comenzado el asalto, fue engañado por Forster. Ellos prosiguieron su viaje sin ningún contratiempo a través de la noche.
La autovía se convirtió repentinamente de nuevo en una carretera de dos carriles. A la derecha, se deslizaban con rapidez superficies abiertas de campo, y a continuación de nuevo trozos de bosque. Los desniveles de la carretera, así como los límites de velocidad indicaban que estaban recorriendo un tramo que aún estaba en construcción.
Chris bajó el pie del acelerador y frenó, cuando de súbito un camión Scania se incorporó justo delante de él al carril de aceleración. El camión avanzaba lánguidamente para superar un Renault Kerax que circulaba por el carril derecho.
– ¿No puede hacer algo para que avancemos más aprisa? Estos camiones sacan a uno de sus casillas. ¿No los podemos adelantar? -siseó Forster.
– ¿Cómo se supone que he de hacerlo? -respondió Chris. En Toscana, Forster había merodeado por los lugares como si se derrumbara en cualquier momento. Desde Ginebra parecía más fuerte y ágil. Chris se preguntaba qué drogas tomaría el marchante para poder estar en forma y resistir este viaje.
Chris tamboreaba impaciente el volante, pues el camión Scania, que estaba adelantando, apenas avanzaba. Forster gruñía sin cesar como un perro momentos antes de su mordedura.
Chris observó a su derecha cómo el Renault Kerax se iba quedando poco a poco detrás. En pocos segundos, el hueco entre el Renault y un Volvo que le precedía sería lo suficientemente grande como para que el Scania pudiera meterse en él.
– Utilice el avisador luminoso, los intermitentes, péguese a él, adelántelo por el arcén. ¡Ahora mismo tengo mucha prisa por llegar a Berlín! -vociferaba Forster al no incorporarse el camión Scania de nuevo al carril derecho, disponiéndose a adelantar también al Volvo.
– Eso no le va a impresionar mucho.
La matrícula del remolque del Scania estaba sucia y resultaba imposible leer en la oscuridad. Chris clavó la mirada en la lona donde se indicaba, en inglés, el teléfono y el fax de una empresa lituana.
El morro del Mercedes se estaba acercando de repente al remolque de forma peligrosa.
– Está aminorando -anunció Rizzi.
– Cierto -respondió Chris sorprendido mientras pisaba con cuidado el freno.
En ese preciso momento se iluminaron delante de ellos ambos intermitentes del Scania en señal de advertencia.
– Tiene problemas -dijo Chris y continuó con la frenada. Entre tanto, miró en el retrovisor. Desde detrás se estaban acercando rápidamente tres focos. «Un turismo y una moto», le vino disparado a Chris por la cabeza.
De pronto se iluminó detrás de ellos el avisador luminoso del vehículo que se les estaba aproximando a gran velocidad. Una y otra vez, sin control, de forma agresiva.
– Cabrón -gruñó Chris cuando el coche prendió a la vez el intermitente para poder acceder al carril izquierdo.
Lleno de rabia, Chris pisó el freno. Por una milésima de segundo el coche parecía detenerse al hundir el morro brevemente en el asfalto.
– ¡Deje esta mierda! -gritó Forster a través de la ventanilla-. No necesito un accidente. ¡El contenido debe llegar sano y salvo a Berlín!
Rizzi fijó su mirada a través de la ventanilla y señaló de repente sorprendido y gritando hacia su lado derecho.
Allí apareció el impaciente BMW que hacía tan solo un instante les estaba atosigando desde más atrás. Entre tanto sonaba el claxon rabioso del Renault Kerax que se estaba quedando atrás por el carril derecho y cuya trayectoria había sido cortada por el BMW.
– ¿Qué es lo que pretende?
– Está claro -dijo Forster, quien asimismo miraba por la ventanilla-. Ahora está ocupando el hueco del carril derecho entre los dos camiones. El camión delante de nosotros tiene encendidos ambos intermitentes, lo que indica que tiene problemas; cada vez va más lento. Allí se abrirá el hueco y el BMW podrá cambiar de nuevo de carril. Y entonces pasará de largo. ¡Deberíamos hacer lo mismo!
Chris observó el modo en el que el BMW se iba acercando por el carril derecho cada vez más al Volvo que iba delante de ellos, y la forma en la que estaba rodeado por camiones tanto delante, a la izquierda y detrás.
– A qué espera, ¡sígale! -bufó Forster.
Chris condujo el Mercedes hacia el carril derecho, provocando un concierto de bocinas por parte del conductor del Renault. Soltó una risotada maligna porque podía devolvérsela ahora al BMW mientras activaba sin cesar el avisador luminoso.
– Para que sepas qué mal se pasa.
El Scania situado en el carril de aceleración iba cada vez más lento. El morro del Mercedes se encontraba entre tanto a media altura de la caja del camión, cuya lona se abollaba al paso del viento.
El camión Renault apareció de pronto justo detrás de ellos. Chris miró el cuentakilómetros. Apenas iban a ochenta kilómetros la hora y continuaban perdiendo velocidad. Las luces de freno del BMW se iluminaron y Chris pisó a su vez el suyo.
– ¡Joder! -juró Forster cuando cayó sorprendido con un impulso hacia delante.
– Perdón.
Chris escudriñaba con esfuerzo el exterior. Se estaba abriendo el hueco para el BMW. A pesar de que el Scania permanecía a su misma altura en el carril izquierdo, y el Renault estaba a punto de rozar su parachoques, el Volvo desapareció delante de ellos despejándoles el camino.
Otro haz de luz más se estaba aproximando y Chris giró la cabeza. Inmediatamente detrás de ellos se alzaba la cabina del conductor del Renault. La nueva luz procedía de la derecha. De súbito, Chris observó salir una moto de entre las sombras del Renault. Incluso antes de que pudiera entender lo que estaba ocurriendo, cayó sobre ellos una tormenta de luces.
– ¡Maldito hijo de puta! -gritó Chris.
El Renault, que se encontraba directamente detrás de ellos, iluminó todos los focos de los que disponía. Rayos incandescentes recorrían el habitáculo del Mercedes. La luz resplandeciente quemaba los ojos de Chris y le obligó a volver la cabeza hacia adelante.
Por un momento, todo se había tornado negro.
La moto se impulsó hacia adelante y apareció justo al lado de su Mercedes.
Chris mantenía su mirada todavía hacia abajo. La nebulosa en sus ojos iba desapareciendo poco a poco mientras el cuentakilómetros recobraba de nuevo su forma.
Continuaban perdiendo todavía mayor velocidad. En ese preciso instante, Rizzi soltó un grito y metió su mano derecha debajo de la chaqueta.
El cristal de la ventanilla se hizo añicos. La cabeza de Rizzi fue lanzada hacia la izquierda. Chris pudo observar el agujero con los bordes ribeteados compuestos por piel quemada en la frente de su acompañante.
Alemania del Este,
noche del domingo al lunes
Keith Broad agitaba como poseído su pistola Walther. El conductor del camión Scania obedecía sus órdenes solo a regañadientes, clavándole la mirada como si de un manjar viviente para un gigantesco cocodrilo se tratara.
Habían secuestrado ambos camiones en un área de descanso, preparado la emboscada y aguardado hasta que el equipo de motoristas les hubo informado sobre el Mercedes que se estaba aproximando.
Su amigo, Leo Arrow, lo tenía bastante mejor. A diferencia de él, este sabía de camiones y conducía personalmente el Renault Kerax, que formaba la parte posterior de la emboscada. Mientras el conductor del Kerax se encontraba maniatado en el suelo de la cabina, él tenía que arreglárselas de otra forma.
– ¡Más lento! -gritó Keith Broad-. ¡Mucho más lento!
Aún carecía de la experiencia suficiente y se sentía extremadamente nervioso. Se trataba de su segunda intervención y su jefe de equipo, Noel Bainbridge, le tenía entre ceja y ceja porque durante la primera intervención en Los Ángeles no fue todo lo contundente que tenía que haber sido.
Le dieron una lección a un profesor que había intrigado en contra de los Pretorianos. En algún momento había gritado que parasen. A Noel no le hizo mucha gracia. Su desliz fue notificado incluso a Barry, el jefe del equipo de seguridad de los Pretorianos. Hoy no podía permitirse ningún error.
Puesto que el conductor del Scania no reaccionaba con presteza, Keith le asestó un golpe con la empuñadura del arma en la frente.
El conductor ni siquiera soltó un quejido.
– ¡Más lento! -gritó Broad mientras observaba el Volvo delante de él por el carril derecho. Aquel camión no había sido secuestrado, pero aun así formaba parte del juego, pues constituía la parte frontal de la encerrona.
Debían aminorar aún más para asegurar, en el carril de aceleración, el flanco izquierdo de la emboscada.
– ¡Luces de emergencia!
Por fin, el tártaro empezaba a obedecer.
Keith clavó la mirada de nuevo en el espejo exterior. Tenían atrapado al Mercedes en el carril derecho.
– ¡Mierda! -Broad pudo observar cómo el Mercedes salió de repente de la fila y chocaba contra la moto.
En este preciso instante, la mano izquierda del conductor se le aproximó a una velocidad vertiginosa, la otra mano entre tanto continuaba aferrándose cruzada al volante. La pequeña hoja estaba ennegrecida y en algunos lugares mellada y agrietada.
Broad se vio sorprendido por el dolor en su pecho. El puño realizaba un movimiento giratorio delante de su tórax, y el dolor se asemejaba al mismísimo fuego infernal.
A Broad se le nubló la vista. De pronto le era completamente indiferente que el conductor del Scania girara hacia el hueco a la derecha que había creado el camión Volvo que desaparecía delante de ellos. ¡Estaba todo tan en silencio! El Scania avanzaba en ralentí. En punto muerto.
El conductor se inclinó delante de Keith Broad y abrió la puerta del acompañante.
Broad recibió un empujón. Acto seguido, sintió una patada en la espalda, que le hizo aterrizar de bruces en el asfalto. Estaba haciendo frío.
Comenzó a inhalar gases de escape.
Las luces menguantes del camión Scania parecían los faros de emergencia de un barco que se iba alejando cada vez más en la distancia. «¿Dónde estaba Arrow con el camión Kerax?». Broad cerró sus ojos para siempre.
Keith Broad no iba a saber jamás que a Iván Daschko no le interesaba lo más mínimo el golpe que estaban dando. Le había apuñalado simplemente por una sola razón. Iván Daschko había recibido suficientes palizas durante su vida, y decidió en algún momento que cualquier golpe sucesivo iba a suponer una afrenta mortal a la que solo cabía una respuesta posible.
Rizzi se desplomaba hacia la izquierda debajo de su cinturón de seguridad. Su mano derecha con la pistola se balanceó describiendo un arco hacia Chris hasta chocar con el volante. La pistola cayó al suelo y Chris apartó la mano con un golpe.
En la ventanilla izquierda del BMW apareció un brazo. Fogonazos comenzaron a centellear. El parabrisas se rompió crujiendo en mil pedazos y la bala pasó silbando justo delante de la cabeza de Chris. Otro disparo posterior procedente de la moto fracturó la ventanilla lateral posterior. Los gritos de Forster se entremezclaban con la crepitación del viento exterior y el estruendo originado por los motores de los camiones, que parecía no querer parar nunca.
Chris tiró del volante hacia la derecha. El Mercedes embistió la moto, y sobre la chapa chirriante se sucedían los golpes secos. La moto volcó golpeando con un estallido el asfalto y se deslizó hasta caer por el terraplén.
– ¡Agárrese! -gritó Chris. Pisó el acelerador y el Mercedes salió disparado de su encerrona en dirección al terraplén.
El vehículo flotó durante apenas dos segundos en el aire para acabar aterrizando con gran estruendo en un campo de cultivo. Chris percibió el golpe de los amortiguadores, el dolor punzante de la pelvis le paralizó por completo. A continuación se percibió un seco estallido, y su cara desapareció entre una almohada de aire, el cual desapareció silbando hasta que el airbag colgaba fláccido meneándose de un lado para otro como un globo vacío.
En la parte posterior, la cabeza de Forster voló hacia atrás como si la soga del verdugo le estuviera partiendo la nuca. El marchante se irguió brevemente, pero gritó de dolor.
El Mercedes avanzaba a tirones. Chris pisó el acelerador a fondo y el coche dio un brinco hacia delante antes de que las ruedas se pasaran de vueltas. Mantuvo el pie sobre el acelerador mientras el motor se revolucionaba entre silbidos, y finalmente el Mercedes salió disparado por el campo con el morro balanceándose.
La cabeza de Rizzi bamboleaba hacia todas las direcciones y la ausencia de fuerza en los músculos provocó que se rompieran las vértebras de su cuello. El repentino chasquido se parecía a la rotura de una rama seca.
El Mercedes, de pronto, quedó atrapado en algo mientras giraba silbando y aullando alrededor de su eje mayor. Chris vio de repente el terraplén de la autovía delante de él. A una distancia de unos trescientos metros se encontraba un camión en el borde de la autovía. La silueta resaltaba oscura en el cielo nocturno de alboreo. Las luces rojas de emergencia se encendían y apagaban intermitentemente a intervalos de un segundo.
La moto permanecía tirada con el motor a ralentí en el terraplén al mismo tiempo que una solitaria lanza de luz se proyectaba a través de la oscuridad en el campo.
El BMW se aproximaba a toda mecha desde la derecha en oblicuo y con los focos encendidos hacia el Mercedes.
Chris giraba el volante de un lado para otro en el intento de controlar su Mercedes y salió disparado sobre el campo, alejándose de la autovía. Una y otra vez se enterraba el Mercedes en los surcos del labrantío y levantaba la tierra con las ruedas revolucionadas para liberarse a tirones de los agujeros.
Chris se dirigía con el acelerador pisado a fondo al borde del bosque que se erigía como una sombra negra al final del campo de cultivo. Llegar al borde del bosque y sumergirse en la oscuridad: ese era su plan.
A Forster le tendría que dejar atrás. El marchante de arte estaba tan endeble que no aguantaría ni diez kilómetros. Estos tipos tenían como objetivo a Forster y las obras de arte. Que se quedaran con ambas cosas. Eso le brindaría a él la oportunidad de escapar.
«Penetrar siempre con todo ímpetu justo en el centro del enemigo -le vino de repente a la cabeza la frase de su instructor en las brigadas de intervención móvil-, la superación del miedo forja nuestro propio carácter».
– ¡Sin embargo, no se referían a comandos suicidas! -gritó Chris y se alejó de pronto del borde del bosque y describió un gran arco hasta que el morro del Mercedes apuntaba de nuevo en dirección a la autovía-. ¡Pero tampoco voy a huir sin más!
Sin previo aviso y de forma repentina pensó en sus pruebas de ingreso a la Guardia Fronteriza Grupo 9 y en el psicólogo que le hizo fracasar. «A través de sus decisiones unilaterales e impulsivas pone en riesgo a todo el equipo».
– ¡El equipo soy yo! -bramó Chris. Su adrenalina se había disparado, deseaba luchar y no huir.
Así que decidió maniobrar directamente hacia el BMW que se les estaba aproximando entre brincos.
– ¿Qué está haciendo? -graznó Forster desde el asiento de atrás.
– ¡Rodeo! -gritó Chris.
– ¡Está loco!
– Todo lo contrario. Un buen ataque es la mejor defensa. Ese BMW no es más estable que nuestro Mercedes.
Ambos coches se acercaban a una velocidad vertiginosa. Los haces de los faros del BMW saltaban como locos sobre los surcos.
A la vez que el viento exterior golpeaba a Chris en toda la cara a través del parabrisas roto, tirando de su piel, se inclinó hacia abajo y palpó el suelo con la mano derecha hasta toparse con la pistola de Rizzi.
Quedó maravillado cuando sostuvo la pistola de la marca Korth en la mano. Por lo visto, Rizzi había sido un auténtico entendido. Un arma completamente de acero, martilleado en frío, lo que le reportaba una consistencia extremadamente fuerte a su acero. Las tapas de la empuñadura eran de madera de nogal y la pistola poseía varios sistemas de seguridad internos para que el usuario no perdiera la cabeza en momentos de estrés. Chris, en sus tiempos en las brigadas de intervención móvil, había soñado siempre con un arma así.
– ¡No! -gritó Forster.
Los coches distaban entre sí menos de cien metros.
– ¿Miedo? -contestó Chris gritando.
– ¡No! ¡Quiero salvar mis obras de arte!
– ¿Y eso? El viaje parece tener aquí su fin.
– ¡Le propongo un trato!
– ¡Estupendo! -espetó Chris-. ¿Otro parecido a este?
– Usted puede conseguirlo. ¡Pero para eso tiene que huir y no morir!
Chris soltó unas carcajadas alocadas y apretó el gatillo. Tres veces.
– ¡Agárrese! -gritó.
Los coches estaban separados entre sí tan solo por unos pocos metros, cuando el BMW se apartó de la trayectoria de colisión, desviándose ligeramente hacia la derecha.
– ¡Cobarde! -gritaba Chris.
Fue entonces cuando el morro del Mercedes impactó en la aleta anterior izquierda del BMW. El sonido estridente de la chapa vocinglera penetraba en cada rincón de su cerebro, mientras él se liberaba de su tensión a grito pelado.
La violencia del impacto hizo que se elevara hacia arriba, pero el cinturón de seguridad le mantenía pegado al asiento; mientras tanto su cabeza salía despedida primero hacia delante y luego hacia atrás, golpeándose en el reposacabezas.
El BMW viraba hacia un lado a la vez que su conductor giraba el volante para esquivar el hostigamiento del Mercedes. Sin embargo, de repente, ambos coches coincidieron a toda velocidad uno junto al otro en dirección a la autovía. Chris levantó la mano derecha y disparó en dirección al BMW a través de la ventanilla del acompañante y por delante de Rizzi, que seguía balanceándose en su asiento. Acto seguido, condujo el Mercedes nuevamente hacia la derecha contra el costado del BMW. Ambos vehículos colisionaron entre sí con gran estruendo. El conductor del BMW de pronto frenó y se encontró de súbito un trecho detrás del Mercedes. Poco después impactó atrás en el Mercedes. Una vez. Dos veces.
Una bala desgarró con estrépito la chapa del coche mientras iban a todo gas en dirección al terraplén de la autovía. «Si el ángulo fuera el correcto, podría lograrlo», pensó Chris. El terraplén podía medir quizás dos metros de alto, pero el repecho no tenía demasiada pendiente.
Aprisionó la pistola debajo de su muslo superior derecho y agarró con ambas manos el volante.
Con el pedal del acelerador hundido completamente, embaló el coche de forma oblicua sobre el terraplén. El morro comenzó a bailar, desviándose hacia la derecha, deslizándose de nuevo por la pendiente. Sin embargo, momentos después, la rueda anterior izquierda se asomó como una flecha por encima del borde del terraplén, permaneciendo en el aire hasta que la rueda derecha fue capaz de salvar el borde.
– ¡Vamos! -arengaba Chris hasta que el Mercedes pegó un brinco por encima del montículo y cayó con gran estruendo sobre el asfalto.
El camino estaba protegido por un fortín. Se trataba del camión Renault. Las luces de emergencia continuaban proyectando estoicamente su luz a través de la noche. Chris tiró del volante hacia la derecha y el Mercedes acabó colisionando con su parte anterior izquierda contra el remolque y salió despedido, como suele hacer una pelota al rebotar contra una pared. Milésimas de segundo más tarde iba lanzado de nuevo en dirección al terraplén.
De súbito hubo un golpe seco, e inmediatamente después, un cuerpo masculino se deslizó por encima del capó. La cabeza penetró a través del destrozado parabrisas y los fragmentos de cristal cortaron la cara y la arteria carótida del hombre, provocando que la sangre rociara el rostro de Chris cuando la parte superior del cuerpo era catapultada al habitáculo, chocando de frente con Rizzi.
«Debe ser el conductor del camión», le pasó a Chris por la cabeza.
El Mercedes continuó deslizándose por el montículo abajo. Fue ahora cuando Chris pudo observar de nuevo el BMW, que avanzaba paralelamente en la parte inferior del terraplén de la autovía.
Chris pisó el freno y giró hacia la izquierda, pero la potencia del motor ya no era la suficiente. Las ruedas de la parte izquierda giraban en el aire mientras el coche continuaba elevándose hasta superar el punto crítico y caer sobre su eje mayor.
Con gran estrépito, el Mercedes se detuvo sobre su techo en el borde de la pendiente. Las ruedas giraban silbando en el aire y el motor comenzó a funcionar a tirones como si ya no le suministraran suficiente combustible.
Chris permanecía en su asiento bocabajo, atrapado por el cinturón de seguridad, al igual que Rizzi a su lado. El cadáver del camionero fue lanzado de nuevo al exterior durante las vueltas de campana.
Forster entre tanto no soltó ni un solo ruido desde el asiento de atrás.
Chris clavó su mirada en las luces de frenado del BMW, que se estaban iluminando, y en el humeante tubo de escape.
El motor del Mercedes balbuceó por última vez, y fue entonces cuando también se murió el motor del BMW. De repente nació un extraño silencio.
Las puertas del BMW se abrieron como a cámara lenta, y a ambos lados se apearon unas piernas. Chris no pudo ver más.
– ¡Vaya final de mierda! -graznaba Chris, indefenso y bocabajo por culpa de unas tablillas con unos garabatos.
– Piense en el trato.
Forster susurraba tan bajo que Chris casi no le escuchaba. En sus oídos zumbaba la sangre, y las palabras de Forster se asemejaban más bien al susurro de un fantasma.
– Gilipollas.
Los pies con las pantorrillas vacilaban, aproximándose con lentitud hacia el Mercedes. El destello de una linterna apuntaba hacia el suelo, iluminando por un momento los zapatos. «Botas de asalto, fuertemente atadas y con una gruesa suela».
De nuevo titubeaban los pies.
Las manos de Chris tentaban desesperadamente en cualquier dirección. No pudo sentir la empuñadura del arma por ningún sitio. Los pies comenzaron a moverse de nuevo. Chris continuaba tentando. Entonces, de pronto, la yema de sus dedos rozó la madera de nogal de las tapas de la empuñadura. El arma continuaba atrapada debajo de su muslo, solo que se había desplazado un poco más arriba.
Él cerró la mano.
– ¡Déjala!
La voz era fría como el hielo y provenía desde la derecha.
Chris blasfemaba.
Se había dejado distraer a su izquierda por el hombre de la linterna. El hombre de la derecha permanecía en cuclillas al lado de la puerta del acompañante al mismo tiempo que apuntaba a Chris con una pistola. Su cara era angulosa, estaba tensa y empapada en sudor.
– Muévete, y te pego un tiro ahora mismo. ¿Has entendido?
Chris percibía un ruido exagerado desde la autovía en el momento que diferentes camiones sobrepasaban en estampida con largos conciertos de bocinas el camión aparcado en el arcén.
El hombre de la izquierda se acercó un último paso más y se colocó a su vez también en cuclillas.
– ¿Qué pasa, cabrón, fin del rally?
«Pues sí; tiene cara de delincuente», pensó Chris de inmediato.
«La nariz rota, el rostro torcido, una cara mal proporcionada, una expresión idiota. Antiguamente, a estos tipos se les creía capaces de cualquier cosa. Esta vez era cierto».
– Con la mano derecha muy lentamente. ¡Acerca la pipa!
Detrás de Chris sonó de repente un disparo que le hizo estremecer. El tipo de la cara de delincuente alzó sorprendido la cabeza a la vez que el caño de la pistola se desvió unos centímetros hacia un lado. Chris desplazó con rapidez la mano derecha delante del pecho y disparó. Su bala impactó en el cuello del bandido en cuclillas cuya potencia lanzó al hombre hacia atrás.
La cabeza de Chris se giró con rapidez hacia el otro lado. El delincuente a la derecha del Mercedes continuaba aún en cuclillas delante de la ventanilla lateral, pero su boca se había convertido en una masa sangrienta. De repente cayó hacia un lado en la hierba.
A Forster se le deslizó de la mano el arma, que golpeó con un bote seco el techo interior.
Resollaba.
– Aún tenemos pendiente un trato.
Se encontraban sentados en el fangoso campo de cultivo, recostados con la espalda contra el techo del Mercedes. Chris sujetaba en la mano una botella de agua procedente de los víveres de Forster.
– ¿Cerramos el trato?
Forster respiraba con dificultad. Uno de los primeros disparos le había perforado el estómago. Rechazaba cualquier atención a su herida.
– No.
– ¿Por qué no?
– Pues por esto.
– Se trata de un acuerdo honesto.
Chris soltó una carcajada amarga. «Este hombre continúa mintiendo incluso durante los últimos minutos de su vida».
– Un acuerdo honesto. Como el que acabamos de tener. Más bien se trata de un comando suicida.
– Usted se encarga de trasladar mis tesoros al museo de Berlín, se los entrega a la persona que le voy a nombrar, y cobra una cantidad de dinero que hará que no tenga que trabajar de nuevo en toda su vida o que disponga de la oportunidad de ampliar su negocio en condiciones.
– Si voy a Berlín me detienen, eso si llego.
– No piensa de forma racional.
– Pero usted…
Forster tosió de nuevo, escupía sangre.
– Yo ya no lo consigo hasta Berlín. Todo lo contrario, me ahorro tener que tomarme la copa de cicuta que debía llevarme al otro barrio. Si le soy sincero, le tenía miedo a ese momento. Sin embargo, parece que aquí se va a acabar todo.
Chris giró la cabeza y se estremeció de dolor. El nivel de adrenalina estaba en descenso y sus terminaciones nerviosas le avisaban de ello con señales de tortura.
– Sus deseos de morir son impresionantes.
– Es mi última voluntad. Usted traslada mis obras de arte a Berlín. Para eso cobrará lo que se le entregue. No sea demasiado codicioso, pues se le recompensará sin objeción alguna. En cualquier caso, será más rentable para ellos con respecto a lo que había negociado.
Chris se dedicó simplemente a esperar; después de un rato, el marchante de arte suspiró furioso.
– Se negociaron diez millones de euros como donación para la Unesco y el Unicef como ayuda al desarrollo en el Irak. Eso no se haría ahora. En cualquier caso, estas organizaciones de ayuda recibirán el resto de toda mi fortuna. Todo está en regla. ¿Qué le vemos hacer? Lo importante es que los objetos sean expuestos. ¡Ese es mi deseo!
– Está loco.
– En Berlín sí que están locos por ellos. Créame -Forster se reía entre dientes-. Otros lo estarían también. Estas antigüedades no existen de esta misma forma en ningún otro lugar. Cuídese de no ser demasiado codicioso, no pida demasiado.
– ¿Y si no aceptan el trato?
– Entonces tendrá el derecho de vendérselo todo al museo que más le ofrezca. Al Louvre, o por mí incluso al Museo Británico. O a alguno en España o Italia.
Chris escudriñó a Forster con expectación.
– Solo le pongo una condición: bajo ningún concepto se los venda a marchantes de arte, cazadores de souvenirs o coleccionistas privados. Pero sí puede utilizarlo como amenaza -Forster retorcía los ojos y jadeaba por el esfuerzo empleado-. Quiero que los artefactos acaben en un museo accesible a todo el mundo. Deben ser expuestos para que se admire su belleza.
– Aún no lo entiendo…
– Tampoco hace falta. Es en Berlín donde se preservan los hallazgos procedentes de las excavaciones en Babilonia. Por eso deben ir allí: a la Puerta de Istar.
– No hay nada que le asegure que vaya a hacer lo que me está pidiendo.
– Se equivoca. Le conozco. Rizzi quizás hubiera actuado del modo que acaba de insinuar. ¡Usted no! ¿Por qué cree que le he contratado y examinado una y otra vez? He estado planificando esto desde hace mucho tiempo. Para este momento. Incluso cuando deseaba que nunca llegara -Forster tosía por el esfuerzo-. Además, usted es mi única oportunidad.
– Cierto -Chris se levantó y clavó desde arriba su mirada en el marchante-. Pare ya con sus adulaciones. Esto no hay quien lo borre.
– ¡Solo debe desaparecer! -Forster elevó su mirada fija hacia Chris-. ¡No hay ninguna prueba que le implique! ¡Y Ponti guardará silencio! Él es mi guardaespaldas. Usted me ha traído hasta Ginebra. Destruiremos sus huellas. Usted no ha estado nunca aquí. Dos transportes como señuelo, mientras usted lleva las antigüedades solo y de incógnito hasta Berlín. Solo tiene que salir pitando antes de que aparezca alguien.
Chris meneaba la cabeza.
– Estos tipos que han hecho esto, también me vendrán a…
– ¿Por qué? ¿Quién sabe de usted? Incluso aunque me hubieran espiado… en Ginebra, usted estaba en el hotel, y no conmigo en la villa. Hice intercambiar el coche. Nadie le ha visto. ¿Quién ha de conocerlo?
– ¿Quiénes son? Con una infraestructura así… dos asaltos…
Forster torció la boca.
– La competencia. ¡Cerdos! He estado negociando durante meses con el Louvre y el museo de Berlín. Algo habría salido seguramente a la luz, si no, no hubieran estado hoy aquí.
– Usted ha estado planeando esto desde el principio… cada uno de los pasos, incluso había contado con esto.
– ¡No lo había descartado! ¿Y?
Chris calló, pensativo.
– Nunca podré vender las antigüedades.
– Tonterías. Usted debería saberlo mejor por su vida anterior. Si los museos le compran a cazatesoros y a ladrones, ¿por qué no han de comprárselas a usted? -Forster estiró cínico las comisuras de la boca hacia abajo-. Aquí tiene el número de teléfono.
»Profesor Söllner… usted mismo comprobará que la codicia se convertirá en su mejor aliado. Además, hoy por hoy, esto todo me pertenece a mí. Robado, sí, pero es todo mío. Incluso según las leyes internacionales. Nadie le puede… usted está cumpliendo la última y más profunda voluntad de un moribundo.
Forster tosía de nuevo. Tuvo que transcurrir una pequeña eternidad hasta que le rogara a Chris que sacara del coche la carpeta de cuero. Chris tuvo que abrir el cierre para que Forster pudiera liberar con manos temblorosas varias hojas de la carpeta.
– Lea.
Chris se quedó mirando fijamente las hojas, se puso a continuación en cuclillas para poder leerlas a la luz del habitáculo. Se trataba de un contrato de compraventa.
Forster removía extenuado en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó muy lentamente un bolígrafo. Cogió el contrato y en la casilla superior sin rellenar anotó el nombre de Chris. A continuación rellenó en otra casilla libre el precio de compra. Forster rellenó la primera página, después la segunda y firmó el contrato.
– ¡Aquí! -el marchante de arte sostenía el contrato delante de Chris-. Si firma, todo será suyo. En un principio iba a ir ahí el nombre del museo, pero ahora va el suyo. La copia del contrato es para usted para que rellene su nombre como vendedor y el del comprador; quienquiera que sea. La casilla del precio de compra la dejo libre. ¡De ella se encargará usted!
– Esto no funcionará nunca.
– ¿Por qué no? La sucesión contractual es inequívoca. Mi firma puede confirmarse en cualquier momento. Mis abogados, Ponti, mis empleados, mi banco. Cualquier persona. En un cerrar y abrir de ojos, todas sus preocupaciones habrán desaparecido.
Chris pensó en los problemas de la empresa, la falta de encargos, sus sueños incumplidos.
– Tengo que pensar. Si esto lo…
– Recuerde: tiene que darse prisa. Nunca ha estado aquí.
Chris soltaba juramentos y comenzó a andar.
Los cadáveres de los motoristas se encontraban a unos pocos pasos de la Yamaha. El tirador aún sostenía convulso su arma. Chris le despojó de ella y registró al hombre en busca de munición. Poco después les quitó su casco a ambos cadáveres.
A continuación levantó la máquina, la arrancó tras varios intentos fallidos y rodó hasta el Mercedes.
– ¿Se lo ha pensado? -Forster jadeaba-. Se me está agotando el tiempo. Necesito conocer su decisión. Únicamente a través de su promesa podré soportar el infierno.
Chris continuaba vacilando. Si conseguía lo que le pedía Forster, se libraría de todos sus males. Y si no, estaría igual que ahora.
– Está bien. Lo hago.
Forster sonreía liberado.
– Bien. Entonces entrégueme ahora un euro.
Chris miró irritado al marchante de arte.
– Lo digo en serio.
Chris pescó un euro de su bolsillo y lo dejó caer en la mano de Forster.
– Meta la mano en mi bolsillo interior izquierdo.
Chris se agachó hacia Forster y sacó un sobre de su chaqueta.
– En él aparecen el nombre y el número de teléfono de la persona a la que se tiene que dirigir en Berlín. Traiga el cofre.
Chris caminó hacia el maletero. La puerta estaba encallada y solo se podía abrir una rendija. Debido a que el coche reposaba sobre su techo, el cofre, a través de la posición oblicua de la puerta del maletero, se deslizaba hacia delante. Pero la rendija era demasiado estrecha.
Chris se arrodilló, metió la mano en el maletero y comenzó a tentar con sus dedos hasta sacar los objetos uno a uno. Acercó la bolsa de provisiones de Forster, la vació y metió en ella las antigüedades.
– Me duele ver la poca sensibilidad que emplea con estos tesoros.
– ¿Acaso tiene una idea mejor? -gruñó Chris enfadado acercándose a Forster, quien elevó lánguidamente la mano derecha.
– ¿Me concede un último vistazo? -la voz de Forster casi se desvanecía-. Un último contacto. ¡Por favor!
Chris agitaba los hombros, se puso en cuclillas y sacó de nuevo varias tablillas de las bolsas. Los ojos de Forster comenzaron a centellear de regocijo, cuando pasó la yema de sus dedos sobre la arcilla y las ranuras y el tacto granulado electrizaban sus terminaciones nerviosas por última vez.
Su mano dio de pronto un respingo hacia atrás.
– Llévese el pasaporte de Rizzi.
– ¿Cómo? -Chris clavó su mirada en Forster, sin entenderlo muy bien, y empaquetó de nuevo las tablillas.
– Venga, hombre. El es más o menos de su edad. Aunque la foto no cuadre… nunca se sabe…
Chris registró la chaqueta de Rizzi hasta encontrar el pasaporte.
– No está mal -gruñó Chris de forma aprobatoria cuando vio el pasaporte diplomático de la República de Malta.
– ¿Verdad? -Forster sonreía y tiró con esfuerzo de su pasaporte desde el interior de su chaqueta-. Una copia de emergencia. Tire el mío en el Mercedes. Y no se olvide de llevarse el teléfono móvil y las armas.
– No tengo intención de ir a la guerra.
– Se trata de estar preparado -Forster se mostraba de pronto completamente relajado-. Ayúdeme. Ya no me puedo incorporar. Lléveme al BMW.
Chris cogió a Forster debajo de las axilas y le trasladó a rastras hasta el BMW. El marchante de arte apretaba los dientes y resoplaba en silencio.
– Rizzi continúa en el asiento equivocado. Debe estar sentado en el asiento del conductor. Compruebe si en el BMW hay una garrafa con gasolina de repuesto. Si no, busque en el camión. ¿Usted ya sabe qué…?
Chris asintió con la cabeza y encontró efectivamente una garrafa de repuesto. Roció el Mercedes con la gasolina y finalmente trazó un rastro hasta llegar a Forster.
Chris estaba listo. Empujó la Yamaha hasta sacarla de la zona de peligro, encendió la máquina y la colocó erguida a ralentí. Solo le quedaba montarse en ella.
Sin embargo, volvió hacia Forster.
– Lárguese -el marchante alzó la mano a modo de despedida-. Sin lágrimas. Tampoco es que hayamos tenido un trato tan cercano.
Chris observó la Beretta tirada al lado de Forster con la que hubo salvado a ambos la vida hacía unos escasos momentos.
– Para el caso de que mi fin no llegue tan rápido. Como puede comprobar, sigo vivo, a pesar del disparo en el vientre. ¿O se quiere encargar usted?
Sus miradas chocaron entre sí.
– No.
Contra todo pronóstico, Chris se inclinó hacia el oído del marchante de arte y planteó una última pregunta. Forster soltó una amplia risotada y contestó con una sola palabra. Chris asintió con la cabeza, se incorporó de nuevo y echó una última mirada al mechero que sujetaba Forster en la mano para finalmente irse. Se subió a la Yamaha y salió sin volver la vista atrás.
Detrás de él, Forster se encontraba sentado en el barro, con la espalda reclinada contra el BMW, y el euro procedente de su último negocio bien apretado en su puño izquierdo.
Forster sonreía satisfecho. A continuación encendió el mechero y la llama devoró ávida la huella de gasolina. El tanque del Mercedes explosionó y la columna de llamas escaló el cielo. El estruendo de la explosión se tragó el tiro de la Beretta.
Chris apenas se encogió cuando la explosión detonó detrás de él. Aún le retumbaba la última palabra del marchante en sus oídos.
– ¿Usted me está ocultando algo? -le había preguntado Chris.
– Mucho.
El Vaticano, lunes
«Lo primero que vio fue el cayado -de inmediato, el pensamiento le llevó a que se trataría de un báculo pastoral-. Pero este era diferente. Era sencillo, carecía de su recubrimiento en oro, tampoco contaba con tallados en marfil ni con la característica concha de caracol que se suele ver en la parte superior del báculo obispal».
«Era recto, pero no tanto como un báculo fabricado con herramientas -pudo observar pequeños nudos en varios lugares, en los que diferentes brotes querían haberse convertido en ramas, pero que por el contrario, habían sido seccionados.»«La vara era lisa, enigmáticamente lisa. Sobre todo en su parte superior, justo antes de su curvatura. En el mismo lugar donde lo sujetaba siempre la mano, después de millones de veces, la superficie era tan lisa como si de un diamante pulido se tratara. Un diamante negro. Pues la suciedad de la mano había ennegrecido el bastón en ese preciso lugar».
«No podía ser el báculo de un obispo. Las manos de un obispo no estarían sucias».
«Por lo demás, el bastón era de un color gris oscuro, sin corteza, más seco que el corcho, y tintado por la lluvia y el sol».
«La curvatura superior del bastón se abría en una pala en forma de remo con la que el pastor, a falta de agua, cavaba la tierra hasta el nivel freático para darle de beber a su rebaño».
Entonces vio al hombre que portaba el báculo en su mano. «Efectivamente, se trataba de un hombre de mediana estatura -lo sabía. Lo había visto en más de dos docenas de veces. ¿O habían sido incluso más?».
«El hombre llevaba ropajes sencillos y decolorados, tejidos con la lana de los animales. Áureos adornos brillaban al sol. Su calzado fue trenzado con arte a partir de caña seca, y el hombre portaba en su cabeza un sencillo paño para protegerse del sol».
«La cara del hombre era angulosa, su cuerpo musculado se había acostumbrado a los esfuerzos físicos, y sus poderosos músculos del brazo se contraían con cada movimiento bajo la fuerte luz del sol. Su tez estaba bronceada y acartonada por el sol -le resultaba imposible calcular la edad del hombre».
Su panorama se ampliaba, y finalmente pudo ver el rebaño de ovejas. Como de costumbre.
«Los animales se encontraban apretujados unos contra otros mientras deambulaban en busca de un rico pasto. El pastor había elegido un buen lugar. El suelo arenoso estaba cubierto de espeso verde».
«El hombre se apoyaba en su báculo, dirigiendo con sus manos el peso de la parte superior de su cuerpo hacia la parte recta del bastón y presionando su extremo redondeado de forma oblicua hacia adelante en el suelo».
«Se encontraba de pie en medio del rebaño. Zanjas de regadío peinaban el prado. Tenía a cada uno de los animales en su campo de visión, y alzó la vista expectante cuando otro rebaño más apareció a doscientos pasos de distancia, donde las palmeras datileras, el cual continuaba aproximándose».
«El pastor silbó y en la imagen aparecieron dos perros. Se trataba de perros con cara de lobo. Uno comenzó a trotaren círculos alrededor de su propio rebaño, el otro comenzó a correr con el pastor hacia el recién descubierto. Entre los dos condujeron las ovejas hacia las suyas propias hasta que ambos rebaños estuvieron juntos y se mezclaron».
Benedicto escuchaba el aleteo. «Fuerte, poderoso, en lugar de acelerado; tranquilo y decidido», como siempre.
«El pastor miró hacia las alturas. Primero un punto en el cielo, de repente gigantesco. Las garras sobresaliendo de sus fuertes patas -pudo ver de forma ampliada el pico amarillento y los ojos voraces del cazador anunciador de la muerte».
«Los perros ladraban y el pastor comenzó a correr de un lado para otro entre su rebaño».
«Con ayuda de la pala de su báculo lanzó, en el preciso momento en el que el águila descendía, una piedra, y a continuación otra, y otra más».
«El águila interrumpió su descenso con un silbante griterío, trazando una elegante curva en el cielo, para desparecer después».
«El pastor se apoyó de nuevo en su bastón y escudriñaba cariñosamente su rebaño que había crecido claramente».
«Durante largo rato no ocurrió nada. Entonces fue cuando el pastor comenzó a moverse de nuevo. Otro rebaño más se estaba aproximando por las laderas arenosas. Los animales proseguían solos o en pequeños grupos, no lejos de la linde del bosque».
«El pastor los observaba. Sin perros, sin pastor. Una presa fácil para el águila. El pastor dio un silbido a sus perros, y estos salieron disparados y comenzaron a conducir también a estos animales hacia su rebaño».
El papa Benedicto se despertó de un sobresalto. Por un momento permanecía desorientado. Luego comprendió.
Había comenzado un nuevo día, y él había querido rezar en la pequeña capilla que pertenecía a sus aposentos privados.
Estaba sentado en la silla con el respaldo de hierro que se encontraba en el centro de la habitación. De repente le invadió una profunda inquietud. Había sido la primera vez en que sus sueños se habían sucedido en un intervalo tan corto.
Se puso de pie y caminó hacia el altar, donde, debajo de la cruz de madera, reposaba aún intacto el pequeño cofrecillo decorado en oro laminado. Lo abrió y tomó la cruz en la mano. Se trataba de una cruz pequeña realizada en madera sencilla, pero muy antigua; tallada presuntamente en Montecassino, en tiempos en los que aún vivía San Benito.
Colocó la cruz sobre el altar. Después levantó el fondo del cofrecillo y sacó de debajo de él la bandeja forrada en terciopelo.
En ella descansaba una pequeña tablilla de arcilla con signos incrustados y varias hojas de papel amarillentos.
Tomó la última hoja y la leyó.
No cabía ninguna duda.
La hora estaba cerca.
Pero cuándo…
Monseñor Tizzani esperaba en el pasillo situado delante de los despachos del papa y mantenía su mirada fija a través de la ventana. La luz resplandeciente del sol había alcanzado prácticamente el cénit y comenzaba a hacerle daño en los ojos. Se tornó y volvió a reflexionar sobre cómo disimular el fracaso con ayuda de las palabras más elegantes, a la par de asegurarle su fidelidad absoluta al Santo Padre.
El encuentro con Marvin, el editor norteamericano, le había proporcionado la aprobación del papa, pero en pocos minutos perdería seguramente su posición privilegiada con la misma rapidez y contundencia como si de una caída libre desde una pared vertical en las altas montañas se tratara.
Tizzani ya veía las caras maliciosas de sus colegas clérigos que le envidiaban por su éxito, porque el Santo Padre y el cardenal Sacchi le confiaban ciertos encargos especiales. Una y otra vez le preguntaban por detalles para poder hacerse los interesantes durante los chismorreos diarios del Vaticano. Sin embargo, él callaba tenazmente. Si llegaran a deshacerse de él ahora, le ahogarían bajo los torrentes de sorna; le convertirían en el hazmerreír del Vaticano.
Todo había comenzado el viernes por la noche, después de la conversación con el papa, cuando el cardenal Sacchi le había rogado que fuera a su despacho y le sacó a la luz de nuevo la entrevista con el pontífice.
«El Santo Padre continúa llorando la muerte de su antecesor. Apreciaba sus capacidades por encima de todas las cosas y aún no ha superado que se retirara al convento hace seis meses. Yo confío en usted, pero usted tiene que disipar las últimas dudas del Santo Padre. Y lo que le voy a pedir ahora resulta por lo tanto lo más acertado -había dicho el cardenal mientras hacía una pequeña pausa-. ¿Está usted dispuesto?».
Tizzani había asentido con la cabeza. No estaba dispuesto a que los demás se burlaran de él.
«El Santo Padre espera informaciones importantes que necesitan ser entregadas esta misma mañana en el museo arqueológico de Grosseto. Informaciones importantes relacionadas con la cuestión de la fe. Usted comprenderá… esto no ha ocurrido, y al Santo Padre le invade la desesperanza. ¿Se puede creer que ha gritado cuando el jefe del Corpo di Vigilanza le transmitió la noticia? -el cardenal Sacchi había meneado incrédulo la cabeza-. Casualmente estuve allí y me tengo que ocupar ahora también de… se lo ruego: tiene que encargarse usted de esto, mantenga los ojos abiertos, que esto no se tuerza de nuevo… trate de entenderlo; yo como cardenal con dos simples guardas de seguridad en una entrega… ¡Sin embargo, he de cumplir con el deseo del Santo Padre!».
«¿Se puede ocupar usted de esto?».
Finalmente, Tizzani había acompañado el domingo por la mañana a Augusto Pecorelli de la Comitato per la Sicurezza, que representaba una especie de departamento de contraespionaje del Estado del Vaticano, y a Elgidio Calvi del Corpo di Vigilanza, la policía del Vaticano, unidad compuesta por ciento veinte hombres. Calvi pertenecía, dentro de la Vigilanza, a una unidad especial que abarcaba apenas a una docena de personas, que acompañaban como francotiradores al papa en sus viajes al extranjero, quitándole de esta forma parte de su protagonismo a la Guardia Suiza.
Habían aguardado, según lo acordado, en Grosseto. Calvi no había apartado la vista del maletín del dinero y, gracias a las respuestas a sus furtivas preguntas, se hubo enterado Tizzani de que había sido Pecorelli quien había establecido el contacto. Hacía solo tres años que Pecorelli estaba al servicio del Vaticano, después de haber prestado sus servicios en el GIS, el Gruppo di Intervento Speciale de Livorno, una unidad especial de la policía.
Pecorelli había recibido a continuación una llamada procedente de uno de sus informadores, quien hubo retrasado una vez más la fecha de entrega. Pecorelli estaba nervioso y aseguraba una y otra vez que su proveedor era de absoluta confianza. Tizzani comenzó entonces a entender el rol que le había asignado el cardenal.
Debía encargarse de amortiguar el fracaso de Sacchi. Tizzani se hubo convencido del todo cuando volvieron a esperar en vano esa misma mañana. El proveedor de Pecorelli no había realizado ni siquiera una llamada.
Tizzani tragaba con dificultad cuando pensaba en todo ello. Debía tratarse de algo especial, cuando el appartemento enviaba a Elgidio Calvi, uno de los guardaespaldas del papa. «¿De qué se trataba? ¿Qué conexión tenía este Pecorelli para que…?».
«¿Había cometido el Santo Padre un error?».
«¿Acaso le estaba castigando Dios?».
Alemania del Este, lunes
Los espasmos iban abandonando lentamente sus músculos, y los dolores que martilleaban su cabeza se desvanecían con cada trago de café.
Chris estaba sentado en el último rincón del bar de carretera, bien oculto a las miradas de los otros pocos clientes. Los restos del desayuno se encontraban delante de él en la bandeja cuando tomó a pequeños sorbos su café con una chispa de coñac.
Su cuerpo estaba sintetizando las cascadas de adrenalina de las últimas horas; sin embargo, parecía demandarle todavía mayor estimulación. Tiempos atrás, solía salir siempre a correr después de una misión peligrosa para sacudirse la tensión del cuerpo.
Nadie se fijaba en él. Los pocos clientes que había, permanecían sentados en la parte anterior del salón y miraban absortos la televisión. El telediario daba, desde hacía un tiempo, la noticia acerca de un terrible suceso en el que se habían producido varias muertes. En algún momento se informó de que en el lugar del crimen había estacionado un camión, en cuyo interior se encontró a un hombre maniatado, quien manifestaba ser el conductor y haber sido asaltado en un área de descanso.
De repente se hablaba de una batalla entre camioneros. En más de una ocasión se había prendido a refugiados abandonados en la autovía A9, los cuales eran transportados procedentes del este de Europa con destino al rico oeste.
Chris barajaba la idea de olvidarse del presente capítulo, entregándose a la policía junto con las antigüedades y una firme declaración sobre lo ocurrido. Teniendo en cuenta el intento de robo en Toscana, era ya la segunda vez que Forster había puesto en peligro su vida con sus maquinaciones.
Juraba entre dientes. Forster le embaucó, lo había reservado desde el principio, lo había incluido en sus planes como una figura de ajedrez, como el último peón que debía entregar el paquetito. Era un don nadie, una diana, una víctima potencial, engatusado con un cebo suficientemente grande.
«Un negocio del todo normal, todo parecía limpio, todo tenía su explicación. Era todo muy sencillo. Era todo una mierda», se había dejado engañar en el labrantío una segunda vez. Había entrado en escena alguien desconocido, con los medios suficientes para organizar este tipo de acción, y en dos escenarios a la vez. Incluso era capaz de hacerse con la información necesaria y, además, disponía de un amplio remanente en armas y de tipos sin escrúpulos. Y quedó patente que no se achicaba ante nada, que no temía ni a la policía ni las posibles consecuencias.
¿Realmente disponía de alguna oportunidad?
Si seguía adelante, debería actuar muy rápido. Una vez que los tesoros estuvieran en el lugar convenido, carecerían de interés para el desconocido.
«Usted me está ocultando algo».
«Mucho».
A Chris no se le iba de la cabeza esta última palabra de Forster.
A las seis cogió el teléfono móvil.
Con su llamada, sacó a Ina de la cama.
– Soy yo.
– Quién si no.
Su voz, en otras ocasiones tan servicial, parecía estar aún dormida. Se percató del tonillo desafiante, pero no se disculpó por su temprana llamada. Simplemente dejó que se tomara el tiempo necesario para su ruidoso bostezo.
– ¿Por qué me llamas tan temprano? Aún estoy durmiendo.
– Necesito tu ayuda.
– ¿Y qué es lo que puedo hacer por ti? -De repente sonaba muy seria.
– Investigar.
– No antes de las diez.
– Procura estar en la oficina lo antes posible. Tienes que ponerte a investigar.
Ina comenzó a regañar.
– ¡Escúchame bien! -siseó a través del teléfono-. ¡El Conde está muerto! Nos asaltaron. -Chris comenzó a relatarle a grandes rasgos lo que había ocurrido-. Y ahora soy dueño de algunas joyas y tablillas de escritura cuneiforme.
– Las joyas me las das a mí. Por cierto, ¿dónde estás?
– En algún bar de carretera de la A9. Avísame cuando estés en la oficina -él pudo escucharla jurar y dio por terminada la conversación con ella.
Cerciorándose de su entorno, echó un vistazo alrededor. Una vez hubo comprobado que continuaba sentado solo y protegido en la esquina del restaurante, sacó una de las tablillas de escritura cuneiforme de la bolsa de algodón y la giró con sumo cuidado en las manos. Clavó la mirada en el sello de Nabucodonosor II. A Forster no se le había escapado ni una sola frase acerca del contenido del texto. Presumiblemente, las tablillas preservaban las heroicidades del rey, se trataría por lo tanto de un libro que relataba la historia de la Antigüedad.
Empaquetó de nuevo cuidadosamente las tablillas de arcilla mientras echaba de nuevo un vistazo alrededor. Los empleados se estaban preparando para el turno de la mañana y reponían sus puestos en el otro extremo del bar.
Tomó uno de los cilindros de impresión, pero luego se lo pensó mejor y sacó uno de los huesos. Apenas alcanzaba los diez centímetros, se trataba más bien de un fragmento con sus extremos mutilados.
«¿Hombre o animal? ¿Por qué había guardado Forster los huesos al lado de las tablillas? ¿Por qué las estaba incluso conservando? ¿Qué antigüedad podían tener? ¿Tan antiguos como las propias tablillas?».
«Y si esto fuera cierto: ¿guardaban por lo tanto algún valor?».
Los arqueólogos, en su caza por el primer hombre, desbrozaban la tierra en todo el mundo y cribaban restos óseos del suelo que podían tener cientos de miles de años de antigüedad. Y este seguramente no sería tan antiguo.
«Por otro lado, ¿esconderían algún significado especial? Quizás se trataba de los huesos del mismísimo Nabucodonosor…».
Sin saber la respuesta, empaquetó de nuevo la reliquia.
Por otro lado estaba a su vez la hoja que se encontraba en el cofrecillo -se la había llevado también-. La hoja era un esquema. Un mapa en blanco y negro, roto en sus extremos, procedente seguramente de un libro. El papel era pardo y liso, y en su parte central contaba con un pronunciado pliegue, mientras que en su lado opuesto, una tira estrecha de papel blanco reforzaba precisamente ese particular pliegue.
Arriba, en su extremo derecho y en la parte inferior faltaban algunos trozos. Sus cantos afilados mostraban que alguien los había cortado con unas tijeras.
«El mapa parecía indicar el relieve de un determinado terreno, detallando una pobre vegetación e indicando lugares o sitios con una única letra o repetida en mayúsculas. Una tira blanca y concisa recorría la parte izquierda de la hoja a través de la imagen. Parecía una carretera repleta de curvas y con diferentes anchuras, a la cual le habían asignado la letra "E". Pero faltaba la leyenda que diera sentido a los signos.
En un lugar del mapa habían dibujado una cruz.
Algo en su memoria parecía de pronto no funcionar del todo bien.
Forster había realizado un comentario que le vino en ese preciso instante a la memoria.
– Apenas habló de ellos -murmuró Chris de pronto entre dientes-. Eso podría ser.
En la villa descansaban separados en su propia vitrina, sobre una pequeña cama de fina arena.
De repente recordó.
«Son de una especie homínida que ya no existe en la actualidad».
De golpe, Chris estaba convencido de que debía echarle una ojeada más a fondo a esos huesos. Se trataba sencillamente de una corazonada, nada más. En ese momento sonaba el teléfono móvil.
– Estoy en la oficina.
La voz de Ina sonaba más formal esta vez.
– ¿Lista para comenzar a trabajar? -preguntó él mientras daba sorbos a su café.
– Una vez que esté listo mi café. ¿Qué quieres que haga?
En un principio quería encargarle investigar un poco más sobre la persona a quien debía entregarle los objetos en Berlín. Pero ahora su interés se centraba en algo diferente.
– Intenta averiguar la posibilidad y el lugar para que alguien como ciudadano de a pie pueda realizar una prueba de carbono 14.
Ella soltó una estrepitosa carcajada.
– ¿Qué quieres que haga?
– Simplemente, hazlo -refunfuño Chris.
– ¿Y para qué?
– Para huesos.
– ¿No tendría más sentido aprovechar el tiempo para aceptar un nuevo encargo? -La voz de Ina era fría como un iceberg-. Por cierto, ¿qué tipo de huesos? ¿Los tuyos? -Dijo ella mientras soltaba una burlona carcajada-. Si al menos pudiéramos ganar algún dinero con ello…
– Podemos -dijo Chris con un tonillo en su voz que le había indicado siempre a Ina que lo decía en serio.
– ¿Una prueba de carbono 14, decías?
– Sí, a través de ella se puede averiguar la edad de cualquier objeto. La escuela de policía no fue del todo en balde.
– Espera… una cosa detrás de la otra.
Él guardó silencio para permitir que ella buscara por Internet.
– En Kiel -dijo Ina después de un rato tras navegar entre juramentos a través de la red-. Universidad Christian-Albrecht de Leibniz, laboratorio para el estudio de la edad y la investigación de isótopos. Allí podrías conseguir una prueba para los huesos.
– ¿Es así de sencillo?
– Así dice. Se puede investigar cualquier objeto. Cuesta en torno a los ochocientos euros con todo el papeleo.
Por cierto, ¿de qué huesos se trata? Hace un rato no fuiste precisamente muy locuaz. ¿Qué es lo que está pasando?
– Más tarde. ¿Y la universidad quiere dinero?
– Sí. Hoy en día ya no hay nada gratis -volvió a reírse-. Incluso ofrecen un análisis acelerado… e incluso puedes elegir con qué exactitud deseas que se realice la prueba. Una desviación de entre ochenta o cuarenta años. A mayor precisión, más caro sale.
– ¿Qué más? ¿Con qué rapidez trabajan?
– No podrías esperar. Dentro de cuatro o cinco semanas.
– ¿Y eso es rápido?
Durante un momento se instaló el silencio entre los dos.
– Por otro lado, aquí pone que no validan los resultados una vez transcurridos los tres meses.
Chris comenzó a cavilar.
– Sin embargo, existe una alternativa -dijo finalmente.
Dresde, lunes
El viaje a Dresde duró casi dos horas y media. Chris tomó la salida de la autovía en Wilder Mann y se detuvo de camino al centro de la ciudad en una pequeña tienda de ropa y artículos baratos. Allí se compró ropa interior nueva, varias camisetas y dos vaqueros. Desde allí, viajó a la gasolinera más próxima, haciéndose con un callejero de la ciudad, un trapo y un spray quitagrasas. En el retrete, más o menos limpio, se cambió de ropa.
La ropa vieja la desechó en un contenedor para ropa usada, y a continuación abandonó la moto a unas calles más lejos entre varios vehículos aparcados. Espolvoreó el spray sobre las manillas y las piezas metálicas, y limpió todo lo mejor que pudo con el trapo.
Tenía la esperanza de que la policía no encontrara la moto con mucha rapidez, en el caso de que la estuvieran buscando. Con suerte, la robarían. Por eso dejó la llave puesta.
A continuación fue caminando hasta la próxima parada de taxis para que lo llevaran a la oficina de alquiler de coches que operaba en toda Europa y a la que siempre acudía cuando necesitaba un vehículo.
Chris no conocía Dresde y se perdió con el coche dos veces antes de encontrar su destino situado cerca del Elba, el cual formaba la línea divisoria entre cuarteles en alquiler pendientes de una reforma, tranvías y antiguas casas solariegas.
El edificio constituía un espacio puramente funcional, con su fachada cubierta en piedra lisa natural y sus enormes escalinatas de entrada. Justo enfrente de la carretera lindaba con el muro de un cementerio.
Chris subió apresuradamente por las escalinatas y se presentó en recepción. A través de los carteles pudo comprobar que las que mantenían allí sus oficinas eran únicamente empresas especializadas en tecnología genética. Le llamó la atención que las personas que entraban y salían parecían ser todas, por su edad, estudiantes de universidad.
Él mismo, e incluso Wayne Snider, quien acababa de salir sonriente del ascensor, parecían pertenecer en ese lugar y, a esas alturas, a la vieja guardia.
– Wayne "Diamond" Snider. ¡Cuánto tiempo! Madre mía, hace una eternidad. ¡Vamos! -Chris radiaba de alegría.
Se abrazaron.
El apodo "Diamond" se lo habían adjudicado a Wayne en tiempos del colegio, porque hubo una época en que sin su lupa no iba a ninguna parte. El padre de Wayne había poseído una colección de minerales y piedras preciosas, y Waynele imitaba hasta convertirse realmente en un experto sobre la materia.
Chris y él se encontraron por última vez hacía algo más de un año en el aeropuerto de Frankfurt. Chris acababa de volver del Japón, donde había entregado los heliogramas de una empresa automovilística alemana en la fábrica de un socio empresarial de la zona. Snider, por su parte, había vuelto de la participación en un congreso organizado por su departamento de investigación en los Estados Unidos. De pronto, se encontraron de pie el uno junto al otro en la misma cafetería. A pesar de ello, puesto que ambos tenían prisa, se habían intercambiado sus respectivos números de teléfono con la promesa de reanudar el contacto. Desde entonces, no habían, ni siquiera, hablado por teléfono.
– Fue una gran sorpresa cuando llamó tu secretaria para preguntar si podías pasarte.
– Asistenta -se reía Chris-. Ella insiste en ello.
– Por mí.
Una vez en el ascensor, Chris escudriñaba a su mejor amigo de juventud. Wayne Snider parecía bastante deteriorado. Su cabeza lucía una extensa calva, y el cabello restante se había tornado gris. Su piel estaba pálida, como si apenas viera el sol, y sus ojos azules se escondían profundos en sus cuencas. A pesar de que centellearan de alegría, Chris los percibió melancólicos, resignados.
El científico vestía camisa y vaqueros. Ambas cosas estaban desgastadas por los numerosos lavados. Las mangas de la camisa estaban plegadas hasta el codo, y su vello tupido y oscuro -causa por la cual Wayne Snider se había convertido en objeto de burla y fue tildado como mono en su juventud- quedaba claramente a la vista.
Fueron juntos a la misma escuela durante mucho tiempo. El padre de Wayne Snider había trabajado como funcionario de protocolo en la embajada norteamericana de Bad Godesberg; entre tanto, animaba a su hijo con pleno conocimiento de causa a que hiciera también amigos alemanes. En aquel entonces no vivían demasiado lejos el uno del otro, por lo que se hicieron inseparables.
– Nunca hubiera pensado que nos íbamos a volver a ver en Dresde -se reía Chris a carcajadas mientras golpeaba a su amigo de juventud en el hombro-. ¿Cómo es que has acabado aquí? En el aeropuerto de Frankfurt no me contaste precisamente mucho acerca de tu trabajo.
Ambos abandonaron el ascensor y pasaron por un pasillo con varias puertas metálicas que se abrían a su paso con una silenciosa vibración. Por último, recorrieron un largo y amplio pasillo por el que desembocaban varias puertas a derecha e izquierda.
– Tras finalizar mis estudios y algunos trabajos más bien aburridos, comencé en una empresa afincada en Heidelberg y especializada en tecnología genética. Llegó el momento en que se vendió la empresa, porque ya no disponía de suficiente capital de riesgo, pero sí de interesantes líneas de investigación. Posteriormente, el quiosco se trasladó aquí, cuando el estado de Sajonia se sacó de la chistera y promovió la idea de una ciudad biotecnológica.
Algunas puertas estaban abiertas; a Chris, las estancias le parecían simples cocinas. Solo las probetas y los matraces de cristal, las centrifugadoras, los microscopios y las bombas indicaban que se trataba efectivamente de laboratorios.
– Nuestros fogones mediáticos -dijo Wayne Snider entre sonrisas, quien se percató de las miradas de Chris-. El lugar en el que se crían nuestros cultivos bacterianos. Ven.
Entraron en una pequeña oficina. Delante del organizado escritorio, había colocada una segunda silla. Wayne Snider se la indicó y desapareció instantes después.
Chris echó un vistazo alrededor. A pesar de ser director de un equipo de investigación, su amigo de juventud disponía de un alojamiento humilde. El cuarto apenas medía quince metros cuadrados y el escritorio era viejo y obsoleto. Contrariamente, sus herramientas de trabajo parecían ser de las más modernas. La pantalla plana era enorme y contaba con una excelente resolución a juzgar por la imagen que estaba viendo.
Snider retornó con dos vasos de cartón con café humeante.
– Una celda compartida -dijo Snider cuando descubrió la curiosidad examinante de Chris.
– ¿Merece la pena? -preguntó Chris.
– ¿Qué? ¿El traslado? -Wayne Snider sonreía-. A unos pocos cientos de metros de aquí hay un instituto Max Planck en un gigantesco edificio de nueva construcción, donde se alojan investigadores de renombre y gente joven procedente de todo el mundo que tienen en mente el premio nobel. En Leipzig ocurre algo similar, y la Universidad Técnica de aquí se dedica asimismo a la tecnología genética. Los fondos corren a raudales y muchas pequeñas empresas se han trasladado para medrar a la sombra de las grandes instituciones estatales. Si una de estas empresas consiguiera dar la gran campanada, sería absorbida por uno de los grandes, alcanzando de esta forma su éxito.
– Así de sencillo -Chris asentaba con la cabeza-. ¿Pero no podías en otro lugar que no fuera este, haber…?
– Si todo fuera así de fácil -Snider le interrumpió divertido-. Querían tenerme aquí.
– ¿Y tu familia te ha acompañado sin pestañear?
Snider entornaba los ojos.
– Eso merece un capítulo aparte. Primero me vine yo solo. Dos años. Un matrimonio de fin de semana. Estaba a punto de irse todo al garete. A estas alturas, ya se han acostumbrado todos… mejor mis hijos que mi mujer. Los jefazos al otro lado del charco están contentos de tener a un paisano suyo sobre el terreno.
– Por cierto, ¿cuántos hijos tienes?
Snider soltó una risotada.
– Cuatro. ¿Y tú?
Chris también se echó a reír.
– Ninguno. Ya ni siquiera estoy casado. En mi caso, el trabajo sí que consiguió estropearlo todo. Yo estaba en la policía. Al último estaba siempre de viaje. Ya sabes cómo funciona esto -Chris le resumió en pocas palabras cómo había creado su pequeña empresa.
Por un momento reinó el silencio.
Wayne Snider no apartaba en ningún momento la vista de la pantalla, y Chris le observaba atento.
– Se trata de un complejo programa en el que estamos trabajando -Snider se alegró visiblemente por el interés de Chris-. Tengo que enlazar el siguiente paso. La calculadora controla un programa que analiza soluciones proteínicas.
– Suena bastante interesante.
– Y lo es. Las proteínas son la sal de la sopa genética. Le dan un uso a aquello que está grabado de forma innata a modo de información en nuestros genes.
– Yo no entiendo nada de eso.
– Es muy sencillo. Las proteínas se componen de aminoácidos, de los cuales existen veinte tipos diferentes. Estos aminoácidos cumplen, en función de su composición, tareas muy específicas. Cuando ocurre algo en las células de tu cuerpo, la responsable, a través de su estructura especial en aminoácidos, es una proteína.
Chris asentía con una sonrisa.
– Por eso lo dejé después de acabar los estudios en el instituto.
– Y ahora me quieres ganar como cliente.
– Si fuera posible -Chris sonreía con picardía-. No en vano tenéis siempre que transportar algo. Yo ya había trabajado antes para empresas genéticas. Incluso transporté algunos virus. No me resultó muy cómodo, pero gané un buen dinero.
Wayne Snider asintió con la cabeza.
– Sí. De vez en cuando surge algún transporte especial.
– Genial -Chris soltó satisfecho una carcajada-. Sin embargo, aún tengo otro asunto completamente diferente.
Dresde, lunes
El hueso descansaba sobre la mesa.
– ¿Animal o humano?
– La unidad más grande a la que me dedico es la célula -contestó Wayne Snider después de un rato-. ¿Cómo lo has conseguido?
Chris había ideado una explicación, una mezcla bien condimentada entre la verdad y ficción. De esta forma quería evitar que su amigo se enredara aún más en toda esta historia.
– Mis padres han muerto hace diez años. Entre su legado encontré este hueso. No te puedes imaginar la sorpresa que me llevé. Mi viejo y este hueso… -se levantó y comenzó a andar nervioso de un lado para otro meneando la cabeza como si él mismo no lo hubiera podido creer-. Sé lo que estás pensando. A mí me pasó lo mismo al principio. Mi padre: el albañil. ¿Qué demonios tenía que ver con el hueso? Me quedé boquiabierto delante de la caja. -Chris introdujo premeditadamente una pequeña pausa para preparar su siguiente mentira.
»En la caja encontré una nota. La nota decía: «En depósito», además de una fecha del año 1978 y un nombre. Para mí, la explicación se basaba en que alguien aún le debía algún dinero a mi padre. Ya sabes que mi padre, como albañil, hacía muchos trabajos aparte.
– ¿Y la casa de tus padres? -el científico clavó pensativo la mirada en su amigo de juventud.
– La vendí. Al principio, aparté el dinero. Para realizar mi sueño; ya sabes al que me refiero -Chris estaba a la espera de algún comentario bobo de los que antaño solía realizar Snider. Pero su amigo permaneció en silencio-. Entonces apareció esa nueva oportunidad en el mercado bursátil, y pensé que se podía ganar algún dinero. Pero lo perdí todo, y puesto que ya no tengo nada en reserva y necesito hasta el último céntimo, me preguntaba si el hueso podía tener algún valor.
– Chris, el mercader de reliquias.
– Ni siquiera sé si procede de un humano. Eso me ayudaría a dar un paso adelante. Y vosotros disponéis aquí de microscopios.
– Por supuesto. ¿Y para qué los quieres?
– Para echarle un vistazo a los osteones.
– ¿Y tú qué sabes de eso?
– No mucho. Pero durante la reconstrucción de huellas he aprendido que con ellos se pueden clasificar los huesos en humanos o animales. En el caso de los huesos humanos, los osteones se encuentran repartidos al azar, mientras que en los de los animales lo hacen de forma ordenada.
– En ocasiones. No siempre -dijo Wayne Snider-. Hay expertos capaces de investigarlo. Yo no soy especialista en esta materia -sentenció mientras cruzaba los brazos delante del pecho al mismo tiempo que escudriñaba a Chris de forma inquisidora-. Apenas nos llama tu asistenta, y ya estás aquí. En el caso de que yo no hubiera estado aquí…
Chris soltó una carcajada.
– Me has pillado. Tengo que admitir que tu laboratorio estaba en segundo lugar, pero me decidí a buscarte de manera espontánea. He estado esta mañana temprano en Leipzig; en el departamento de antropología evolutiva del instituto Max Planck.
– Vaya.
– Sí. Tenía el encargo de un transporte para Bitterfeld. Y debido a que en Leipzig se encuentra este instituto, he juntado ambas cosas. Allí trabaja un sueco, un tal Pääbo.
– Qué elitista nos salió nuestro transportista -Snider se incorporó curioso de su silla-. Svante Pääbo, el padre de los análisis de ADN en la arqueología. Este hombre fue el primero en extraer e investigar ADN de huesos con miles de años de antigüedad. Te has impuesto una meta bastante alta al pretender que analice un hueso legado por tu padre. ¿Le has comentado que poseías un hueso de una momia alemana de miles de años de antigüedad? -Snider meneaba la cabeza-. Chris, si no tienes que añadir nada más, no te creeré ni una sola palabra… lo que quiero decir es que se puede tratar de cualquier hueso… ¿Por qué debería Pääbo querer analizarlo? ¿Por qué debería escucharte incluso?
– Pues de eso se trata. No fui capaz de llegar hasta él. He estado allí y preguntado si podían ayudarme. Pensé que estos tipos de análisis se podían realizar con cierta rapidez. Hay universidades que ofrecen análisis para establecer la edad a través de la prueba del carbono 14 por varios cientos de euros.
– Así que querías un análisis rápido en Leipzig…
– Exacto. Pero en primer lugar querían saber dónde había encontrado el hueso, si era mío y demás.
Snider meneaba de nuevo la cabeza.
– ¡Chris! Cuéntamelo todo desde el principio… ¡sino me cuentas algo nuevo, no te creeré ni una palabra! ¡No pretenderás que me crea que has encontrado un hueso entre las pertenencias de tu padre y que te desplazas sin más para que te realicen una prueba de ADN arqueológica!
Chris detuvo su mirada en su amigo de juventud, vaciló, hizo diferentes muecas con la cara y contestó finalmente en voz baja:
– Está bien. La nota de mi padre contenía cierta información más de la que te conté en un principio…
– Vaya, vaya -Snider sonreía satisfecho.
– El hueso proviene por lo visto de Spy, en Bélgica. Allí se habían encontrado en la década de los ochenta del siglo XIX herramientas, huesos animales y esqueletos de Neandertal. En cualquier caso, así fue como lo dejó anotado mi padre. Siendo así, tendrían cierto valor. Mi padre estaba preocupado de que le pudieran preguntar cómo había conseguido los huesos. Por eso los guardó y no los malvendió.
Chris elevó las manos con un gesto que debía confirmar que finalmente había dicho todo lo que había que decir.
– Neandertales. ¿Por eso también Leipzig?
– ¿Tiene sentido, no? Me gustaría saber de qué hueso se trata. ¿Animal? ¿Homínido? ¿Neandertal?
Snider se reía y se mostraba visiblemente contento por haber descubierto las intenciones de su antiguo amigo de juventud.
– ¿Y por qué no has permitido que realizaran las pruebas en Leipzig?
– De repente me invadió el miedo por no recuperar el hueso. Las leyes alemanas con respecto a los hallazgos arqueológicos tienen sus triquiñuelas. Lo sé por un caso que he investigado yo mismo. Los controles y permisos son terribles. No dispongo de ningún documento, ningún certificado de propiedad, simplemente tengo el hueso. Y si lo hubieran incautado… los problemas siguientes. Y entonces me acordé de ti.
»Así que, ¿se puede o no?
La habitación a la que Snider condujo a Chris se mostraba repleta de aparatos técnicos. En una mesa colocada en una de las esquinas, se encontraba sentada una mujer delante de dos pantallas; a su izquierda se alzaba de pie un aparato metálicamente brillante que apenas medía un metro y cuya composición resultaba extremadamente compleja.
Chris reconoció un portaobjetos, la punta de un sensor, y al mismo tiempo pudo ver diferentes cables conectados a las pantallas.
– Permíteme que os presente: Jasmin Persson, nuestro ángel sueco.
Chris pudo ver al principio solo la parte posterior de su cabeza y su cabello rubio, pero a continuación, cuando se giró, también la sonrisa abierta de su cara armónica y bien proporcionada, y sus claros ojos azules.
– Hola -dijo Jasmin Persson, dándole la mano para saludar a Chris. Todo en su ser era grácil, suave, esbelto. Vestía una bata blanca sobre unos vaqueros y una camiseta-. Así que usted es el amigo del hueso de Neandertal y que sabe leer osteones. -Su mirada burlona quedó atascada por un momento en su cara-. ¿Quién le abrazó durante la última noche? ¿Ha dormido en la jaula de los felinos del zoológico de Leipzig?
Chris pasó los dedos sobre los dos arañazos de la mejilla. Por fortuna fueron los únicos resquicios visibles de la noche anterior.
– Me afeito con cuchilla. Mi mano estaba esta mañana especialmente temblorosa. Sabía que iba a tener que contestar aquí a preguntas inquisidoras.
– Está bien -replicó ella poco convencida. Sus ojos centelleaban mientras le sonreía.
Jasmin se colocó los guantes de un solo uso y le quitó el hueso de la mano. A continuación se giró con la silla hacia un lado y colocó el hueso sobre el portaobjetos.
– Parece un enorme taladro -espetó Chris-, ¿Qué es?
– Un microscopio electrónico de rastreo -respondía ella sin interrumpir su trabajo. Él pudo observar en su tonillo que se estaba divirtiendo-. Tiene la ventaja de que así no necesitamos tener que cortarle ninguna lámina fina al hueso, como ocurriría en el caso del microscopio óptico.
Entre tanto le explicaba cómo el microscopio recorría la superficie paso a paso con un fuerte rayo electrónico.
– Los puntos rastreados se juntan en un recolector y son proyectados en una pantalla. Cada punto rastreado se convierte en un pixel de la pantalla. Todo esto funciona igual que en la composición de la imagen en la pantalla de un televisor.
Su voz escondía un ligero acento, lo cual enfatizaba aún más su agradable sonido. Chris se descubrió a sí mismo fijándose en su nuca y empapándose de las delicadas líneas de su cuello.
– Sin embargo, solo rastrearemos una pequeña parte -comentó Wayne Snider mientras ella manipulaba concentrada la gran cantidad de interruptores, reguladores y botones, que recordaban a Chris la imagen de una mesa de mezcla.
– Irá muy rápido -exclamó, girándose hacia Chris mientras sus ojos brillaban burlones. De repente, sintió un fuego que no tenía nada que ver con las pruebas.
Finalmente apareció la primera imagen en las pantallas. Jasmin Persson convirtió la imagen de una de ellas en una detallada captura fuertemente ampliada, mientras que la otra mostraba una estructura global de la zona ósea elegida.
– Ahí. Los pequeños círculos, esos son los osteones -explicó sereno Wayne Snider-. Se asemejan a cilindros huecos ligeramente deformados en cuyo canal central se encuentran los vasos sanguíneos.
Chris pudo observar en la imagen ampliada el fragmento de superficie ósea elegido como una masa densa y compacta.
– Los osteones son los responsables principales de la densidad del interior y de la periferia del hueso, es decir, en la corteza ósea -zanjó Wayne Snider formalmente cuando hubo silencio-. En su interior hay ciertos canales y los osteones no son otra cosa que un sistema tubular en miniatura.
Chris miró esta vez hacia la pantalla de la imagen microscópica. Pudo observar la representación ósea fuertemente ampliada como una estructura que oscilaba entre lo claro y oscuro. Asimismo pudo reconocer pequeños anillos enormemente ampliados.
– Y entre los canales longitudinales se encuentran otros transversales. Un sistema muy sofisticado. ¡Una obra milagrosa!
Parecía que el hueso estuviera compuesto por muchas partes incompletas ensambladas entre sí. A Chris, la estructura le recordaba las vigas y travesaños de una cabaña a la que le faltaba cierta precisión. Tanto era así que no era capaz de percibir una estructura definida. Los tubos parecían estar dispuestos en el hueso de forma irregular.
– Discurren a través del eje longitudinal del hueso. Siempre en dirección a la presión exterior.
Chris miró hacia un lado. Su amigo de juventud se encontraba ahora en su elemento. Entregado por completo a la investigación, ligeramente inclinado hacia delante, las manos apoyadas sobre la mesa, parecía olvidarse de todo lo que le rodeaba.
– Constan de una longitud de entre diez y veinte milímetros, con un diámetro de entre 150 y 200 miera -Wayne Snider miró fascinado hacia la pantalla-. Los osteones, a su vez, se componen de hasta veinte capas compuestas por espirales paralelos de fibrillas de colágeno de tipo I, y estas fibrillas recorren las capas vecinas de forma opuesta a…
– Wayne, para ya con tu palabrería científica -interrumpió Jasmin Persson, riéndose, cuando se dio cuenta de las miradas incrédulas de Chris.
– Eso es -Chris contempló a la sueca lleno de gratitud. «No hay de qué» parecía decir la mirada de ella-. ¿Qué importancia tienen?
– Al menos deberías conocer su función -Snider meneaba la cabeza-. Parece ser que no te han enseñado mucho durante tus estudios técnicos de criminología.
– Son los responsables principales de la densidad en los huesos -la voz de Jasmin Persson sonaba suave y aterciopelada, y a Chris le recorrió de repente una sensación de miedo por el cuerpo-. Se encuentran en constante reconstrucción. Al cambiar las condiciones de presión en el hueso, como por ejemplo en el caso de una herida ocasionada por una rotura, los osteones se adecúan a través de su reconstrucción.
– Así que uno tiene que romperse un hueso para que se inicien cambios en su estructura -sentenciaba Chris.
– Los huesos están expuestos a constantes cambios de presión -respondía Wayne paciente-. A partir de la edad de los treinta años, los huesos comienzan a retraerse lentamente. Eso, por sí solo, ya provoca cambios en la presión. El tejido óseo es reconstruido constantemente. Con el paso de los años, se va formando por lo tanto una estructura única y característica.
Chris miró de nuevo las pantallas. La estructura era claramente visible. Sin embargo, entre cada uno de los osteones había una masa que no era capaz de catalogar.
– Se trata de capas residuales -dijo Jasmin Persson, quien le observaba de forma divertida-. Se forman durante la reconstrucción de los osteones, constituyen prácticamente los restos. Imagínese una especie de residuos que rellena la cavidad entre los osteones.
– No he entendido ni una sola palabra -recriminaba Chris, elevando las manos en señal de capitulación-. No soy capaz de determinar si se encuentran ordenados o repartidos al azar, o si son de origen animal o humano.
Snider continuaba con la mirada clavada en las imágenes, mientras palpaba repetidas veces con la punta de los dedos la pantalla de la imagen fuertemente ampliada.
– Parecen estar más bien al azar… sin embargo,… pueden parecer estar asimismo ordenados, pero…
– Un hueso humano.
– No somos expertos en huesos -resumió Wayne Snider-. ¿Qué opinas tú, Jasmin?
– Neandertal, ¿no es así? -los ojos de Jasmin centellearon-. Realmente no lo sé.
Estaban sentados de nuevo en la oficina de Snider.
– Me había esperado una respuesta inequívoca.
– Lo supongo. Pero te avisé antes. No somos expertos en esta materia. Además, tú mismo deberías saber lo difícil que resultan estas pruebas.
Chris asentía con la cabeza. A pesar de que el arte de la investigación anatómica se apoyaba desde hacía tiempo sobre unas bases más que sólidas, los forenses del servicio técnico criminológico nunca se aventuraban a realizar dictámenes precipitados. Especialmente, a falta de pruebas de tejido.
– Naturalmente, uno podría asegurarse a través de un análisis de ADN. De esta forma se podría averiguar la estructura completa de este ser vivo que vagó con sus huesos sobre la faz de la tierra. No en vano, tu intento de acudir a Leipzig era totalmente correcto.
– Vosotros podríais analizar también aquí el ADN. ¿Lo harías?
– Si pudiéramos averiguar a través de una comparativa que se trata de un hueso de Neandertal y que su ADN no reviste diferencias con respecto al ser humano de hoy, entonces destaparíamos una gran noticia -Snider soltó una gran carcajada. Sus ojos brillaban y su amplia sonrisa hizo que apareciera como por arte de magia un soplo de indolencia juvenil en las facciones de su cara. Chris vio centellear por un instante al Wayne Snider de antaño-. No te dejes embaucar por mí -dijo Snider al reírse una vez más-. Svante Pääbo, a través de sus pruebas de ADN, constató justo lo contrario. El ADN de los Neandertales y el del hombre moderno son tan equidistantes, que los Neandertales jamás pudieron haber sido nuestros ancestros; cosa que hasta entonces habían promulgado ciertos científicos.
– En cualquier caso, con una prueba de ADN sabría más que ahora. ¿La harás?
– Piensas que es algo que se pueda hacer sin más, ¿verdad? Sin embargo, no es así. Aislar el ADN del material a analizar significa tener que provocar una división de las células, desenmarañar la cromatina… Disponemos de los aparatos para ello.
– Pues eso.
– ¿Debo hacer un inciso a nivel de los cromosomas, cuando averigüe que existen setenta y ocho, y que por lo tanto el hueso proviene de un perro? ¿O debo analizar asimismo el núcleo de la célula o el ADN mitocondriaco, en el caso de que sean cuarenta y seis?
Ambos callaron.
Snider asentía finalmente con la cabeza.
– Una cosa te la adelanto desde ya: no te prometo que funcione. Cuando veo cómo transportas el hueso en tu bolsa de algodón, envuelto en papel que suele encontrarse en cualquier retrete de carretera de este mundo… cualquier científico se llevaría las manos a la cabeza.
– Lo sé, mi primera clase en estudios técnicos de criminología… lo sé. -Impurezas. Restos de ADN de todo aquel que haya tocado el hueso. Una sola célula de cualquier piel, y la prueba no sirve.
– ¿Te queda alguna mala noticia más que darme? -Chris se reía. Sabía que cuando su amigo de juventud comenzaba con este tipo de argumentos, estaba a punto de embalarse.
– Normalmente, el ADN se va descomponiendo con los años una vez muerto el organismo. El ADN constituye una larga molécula compuesta por aminoácidos, y por lo tanto, es vulnerable al agua y al oxígeno. Tan solo si las circunstancias de conservación han sido las más adecuadas, este proceso de descomposición puede haberse detenido lo suficiente como para extraer un ADN intacto, o al menos algunas partes de él. ¿Se han conservado los huesos en un lugar seco?
– Conmigo, al menos, sí -contestó Chris-. Mi padre los había conservado en un cofrecillo, y yo no los he mojado nunca.
Snider asentía con la cabeza a modo de aprobación.
– Está bien…
– ¿Podría esperar por el resultado del análisis? -preguntó Chris ilusionado.
– Si tienes tiempo -Snider agitaba los hombros-. Llevará varios días. Primero tenemos que preparar algún material procedente de uno de los huesos. Solo unos pocos gramos para luego molerlos muy bien. Esta harina ósea se humedecerá con una solución salina mezclada con fosfato, y a continuación se pipeta para proceder a realizar la lisis celular. Después se deja crecer todo hasta disponer del suficiente material para poder estudiarlo. Lo alimentaremos con un suero compuesto por sacárida y aminoácidos. Más adelante, interrumpiremos la división celular con derivados de colquicina. Siempre y cuando crezca… pues solo durante la división celular los cromosomas se agruparán de tal forma que podremos descubrir los secretos que esconden. Los lanzaremos varias veces por la centrifugadora, los empaparemos y colorearemos con una mezcla de metanol y acetato para que los podamos distinguir. Así es como hay que hacerlo, y no al tuntún. No se trata simplemente de colocar una rodaja de manzana debajo del microscopio. ¿De acuerdo?
Mientras Snider asentía con la cabeza, Chris le seguía a uno de sus laboratorios. Al igual que hizo el propio Snider, él también se colocó una bata blanca de protección, además de guantes, una mascarilla, y una máscara que cubría completamente la cabeza y cuyo visor se componía de plexiglás.
Snider se aproximó a una larga mesa protegida por un muro de cristal que ascendía hasta el techo. Una vez allí, abrió una ventanilla que se ubicaba en la propia pared, de tal manera que pudo meter las manos en un nicho de cristal, y posó el hueso sobre un soporte. De un gancho colgaba un tubo móvil provisto de un cabezal de taladro en su extremo final. Snider lo cogió.
Fijó una pequeña hoja de serrar en el cabezal y encendió la máquina. El cruel y estruendoso silbido recordaba a Chris su última visita al dentista.
De repente apareció Jasmin Persson de pie en la habitación. En sus manos portaba varias fotografías impresas de la estructura ósea.
Snider apagó de nuevo la sierra mientras la miraba de forma expectante.
– Quizás os interese otra cosa antes de que comencéis. Hay algo que me llamó la atención…
– ¿Qué? ¿Qué te llamó la atención? -Chris escudriñó atento a la sueca.
– Vosotros, los hombres, nunca os fijáis en lo obvio -ella se reía.
– Bueno, bueno -bramó Wayne Snider.
– Hace tres meses tuve otro hueso debajo de mi microscopio. Aquella vez pude ver también los pequeños círculos en el hueso… pero estos círculos parecen estar rotos. Eso salta a la vista -ella les mostraba a Snider y Chris dos impresiones al mismo tiempo que señalaba con su dedo índice diferentes lugares en las fotografías.
Snider clavó su mirada en los lugares que ella acababa de señalar.
– Tienes razón -dijo Snider una vez hubo transcurrido un rato-. Roto, interrumpido, destruido de alguna forma. En efecto.
– Prácticamente todos -subrayó Jasmin Persson-. En el caso del otro hueso no fue así.
Chris percibió el deje reflexivo en su voz. Sonaba como si dudara de algo.
– El hueso de hace tres meses era para ayudar al Instituto de Medicina Forense. Su propia maquinaria estaba fuera de combate, y las piezas de repuesto no acababan de llegar. En aquel entonces mantuve una conversación con el médico forense, cuando este estuvo echándoles un vistazo a las imágenes aquí en nuestra pantalla.
– ¿Qué quieres decir? -Snider comenzaba a ningunear con impaciencia-. ¿Qué importancia podrá tener eso en este momento, si acaso la tuviera?
– El médico forense sostuvo en aquel entonces que los osteones podrían constituir asimismo un indicio para determinar la edad de una persona. En el caso de las personas jóvenes, los osteones están intactos.
– Sí… continúa.
– Cuanto más viejo sea un ser vivo, mayor número está destruido. Los de aquí están prácticamente todos destruidos. Si fuera cierto lo que me dijo el médico forense, este hueso es viejo -ella ladeó la cabeza mientras escuchaba su voz. Entonces elevó los ojos-. Muy viejo.