«El Dios de la Biblia es a su vez
el Dios del genoma humano».
Francis Collins, director del proyecto
«Genoma Humano»
Vilcabamba, Ecuador, lunes
– ¿Por qué, maldita sea, habrá venido? -Zoe Purcell tentaba asqueada el sencillo y duro camastro mientras echaba frustrada una ojeada a su alrededor. Un pequeño armario, una mesa y dos sillas terriblemente duras, todo fabricado en madera bruta.
Zoe tenía unos cuarenta y cinco años, y como directora ejecutiva financiera, decidía las finanzas de Tysabi, una de las pujantes empresas farmacológicas del mundo. Su cabello azabachado, cortado en forma de media melena, enmarcaba un rostro triangular discretamente maquillado, con suaves facciones y ojos profundamente verdes. Solo las comisuras caídas de su boca dejaban entrever las frías consecuencias que le había proporcionado su trabajo. Era de complexión grácil, vestía casi siempre trajes oscuros con blusas claras, y no se encontraba precisamente cómoda en su vestimenta actual, compuesta por pantalones vaqueros y camiseta.
Como directora ejecutiva financiera, su cometido principal consistía en hacer escalar permanentemente el valor de las acciones de Tysabi. Sin embargo, en estos momentos constituía un hecho algo lejos de la realidad. En pocos minutos tendría que justificarse ante el presidente, Hank Thornten.
– Este es el auténtico mundo de Hank -dijo Ned Baker, quien estaba de pie en la puerta entreabierta mientras la observaba divertido-. Hank es científico y no tolera ningún tipo de confort en su campamento de investigación.
Ned Baker era de suaves facciones y tenía unos ojos inteligentes, era de mediana estatura, corría diez kilómetros diarios, y trabajaba como genético. Ella lo había contratado como asesor científico para que no tuviera que depender solamente de su instinto en este tipo de cuestiones.
Zoe Purcell era experta en inversiones, conocía el mundo de los malabaristas financieros y del capital de riesgo. Sin embargo, las ciencias naturales, el campo específico de Tysabi, suponían su auténtico talón de Aquiles. En ese terreno se mostraba irremediablemente inferior al director ejecutivo Andrew Folsom quien, al igual que el presidente, era genético.
Ella sabía que sería mejor director ejecutivo que Folsom. Solo Hank debía darle la oportunidad. Sin embargo, el presidente apostaba por el científico para ocupar el cargo directivo más importante en la empresa en lugar de la experta en finanzas. De momento. Pero Zoe se guardaba un as en la manga.
– Su auténtico mundo. ¡No me hagas reír! -resollaba ella -. Analizar agua, anotar el crecimiento de los árboles, desgajar musgos y líquenes, buscar semillas sin digerir entre excrementos de murciélago. ¡Él es el presidente de un consorcio!
– ¡Eso es ciencia, Zoe! -respondió Ned Baker tranquilo.
Fueron caminando hasta el barracón principal.
– Así es. Vilcabamba constituye un lugar único en el que crece una cantidad incalculable de plantas. En ningún otro lugar del mundo, las personas llegan a ser tan ancianas como aquí. Muchas de ellas sobrepasan ampliamente los cien años. Y por eso se intenta investigar el porqué.
– ¡Está bien! -gruñó Zoe mientras subía los tres pequeños peldaños hacia la puerta de entrada al barracón-. ¡Deséeme suerte en la batalla, Ned!
Ella prosiguió su camino por la parte anterior del barracón, abriéndose camino entre científicos roídos por la suciedad, quienes se habían sentado juntos después de arrastrarse por la jungla, para introducir sus observaciones en los ordenadores portátiles y convertir sus pequeñas aventuras de la jungla en heroicas epopeyas.
Uno de ellos levantó un murciélago diseccionado y soltó una sonora carcajada, cuando Purcell meneó asqueada la cabeza.
Ella abrió la puerta y entró en la estancia posterior.
Hank Thornten ni siquiera levantó la mirada.
– Hola, Zoe. Por las risas sabía que eras tú. Andrew ya está aquí.
Los rizos oscuros de Hank Thornten estaban grasientos y sucios, había rastros de semillas de polen repartidos y pegados en su cabello, y la yema de sus dedos estaba negra.
Zoe Purcell asentía primero con un gesto de la cabeza hacia el presidente y luego le dedicó uno más breve también a Folsom. El director ejecutivo de Tysabi estaba sentado al lado de Thornten a una mesa de estregada y lisa madera. Contrariamente a su costumbre de vestir sólo trajes caros y a medida, Andrew Folsom llevaba, al igual que Thornten, pantalones vaqueros y una camisa a cuadros. Sus ojos lobunos la estaban evaluando maliciosamente.
Sobre la imponente tabla descansaban diferentes tiestos; hojas y flores se encontraban repartidas por toda la mesa. Hank Thornten observaba la estructura de la hoja en sus dedos a través de una lente de aumento.
– Coloca tu ordenador portátil en algún lugar, donde no puedas dañar ninguno de estos milagros botánicos.
Hank Thornten tenía solo treinta y cinco años, y desde hacía tres era presidente de Tysabi. Como accionista mayoritario de la antigua empresa familiar y tras el retiro de su padre, el cargo acabo evidentemente en sus manos. Las fusiones que lo acercaban cada vez, más al círculo de los grandes consorcios farmacéuticos eran tramadas por él y sus consejeros con tal destreza que el poder nunca abandonaba sus manos.
– ¿Qué dice Wall Street?
– Hemos superado la crisis por los pelos -respondió Zoe Purcell-. La caída del valor de las acciones se pudo detener en los dieciocho dólares. Avinex casi nos arrastra al abismo. Por lo que parece, no podremos sacarlo ya al mercado. Al menos esa es la opinión actual de la Administración de Alimentos y Fármacos [22].
– Lo sé. Mis consultas online funcionan incluso aquí. El portal de la presidencia no fue una mala idea por tu parte. Bien hecho, Zoe. ¿Pero cómo se llegó a esta crisis?
– El detonante fue un dictamen realizado por terceros sobre Avinex, el cual echó por tierra nuestros propios informes y pruebas clínicas. Avinex debía haberse convertido en nuestro nuevo producto estrella. Sin embargo, este dictamen ajeno a nosotros certifica una amplia ineficacia, así como peligrosos efectos secundarios. ¡Andrew me tenía que haber avisado con antelación! Él tendría que haber retirado Avinex mucho antes del mercado.
– ¿Y haber renunciado con ello a un beneficio de doscientos millones de dólares?
– El valor de las acciones no hubiera bajado tanto. ¿Eres consciente de la fortuna que has perdido?
– Eso ya lo he calculado. Con tu propuesta, las acciones hubieran caído mucho antes. Y no hubiéramos hecho ningún beneficio. De esta forma, al menos hemos ganado algo cada día con el analgésico -Thornten tomó con deleite un trago de su botella de cerveza-. Las acciones subirán de nuevo, ¿no es así? ¿Para eso te tenemos a ti, no?
Él le lanzó una de sus miradas de soslayo que, al principio, ella no era capaz de clasificar. Sin embargo, a esas alturassí sabíaquo constituía una especie de introducción a lo que vendría después. No había vuelta atrás.
– Andrew no calcula bien las consecuencias y habla demasiado poco con la Administración de Alimentos y Fármacos. Y nosotros compramos las patentes equivocadas.
El presidente giró y miró a través de la ventana.
– Nosotros gastamos cada año cien millones de dólares en patentes genéticas de los que no sacamos ningún provecho.
– … De los que no sacamos ningún provecho aún -murmuró Folsom con desdén mientras le arrojaba una mirada llena de desprecio a Zoe.
– Cualquier científico descubre una secuencia genética, la registra como patente, y nosotros compramos los correspondientes derechos, porque quizás los podamos utilizar en alguna ocasión.
Zoe sabía que no era justa con Folsom. Por supuesto existían en el caso de algunas patentes conexiones concretas con las propias investigaciones. Pero muchas de estas compras constituían vagas especulaciones, pues se había convertido en una mala costumbre por parte de las oficinas de patentes concederle con demasiada rapidez la patente a las secuencias genéticas, vedando de esta forma su libre uso.
– Zoe, ven aquí -Hank Thornten se aproximó a la ventana, la abrió y esperó hasta que ella estuviera de pie a su lado-. ¿Ves la montaña y el valle?
– Sí -ella se sorprendía sobre la extraña suavidad del aire. Aire primaveral. Y eso que se encontraban al sur del Ecuador, a mil seiscientos metros de altura, e incluso en las capas más altas de la montaña estaba todo verde. Ella acababa de darse cuenta de que los barracones no disponían de calefacción.
– El valle se llama también «Valle Sagrado». Y la montaña, también es una montaña sagrada. «Mandango». -Hank casi susurraba.
– Lo sé. El último refugio de los incas.
– Sabemos tan poco sobre esta montaña como sabemos tan poco sobre la montaña de patentes que estamos amontonando. Investigamos con la esperanza de realizar un día el gran descubrimiento. ¿Me entiendes?
Zoe quiso haber contestado, pero el presidente elevó imperioso la mano.
– La auténtica catástrofe fue que en el dictamen que comentas se citara nuestro propio estudio. Este apareció como encabezamiento a su introducción, donde aparecía plasmado lo que ese dictamen constató.
– Cierto. Andrew y su equipo se durmieron. Eso nunca tendría que haber sido documentado.
– Eso es verdad… por una parte -el presidente se había sentado de nuevo y observaba la estructura de la hoja en su mano-. Andrew ya recibió por ello su propio sermón. Sin embargo, la responsable del departamento de seguridad eres tú. ¡Aun así, no sabemos quién fue el cerdo que se cagó en su propio cubil! Mal hecho, Zoe.
Zoe Purcell tragaba. Andrew Folsom le había cedido a ella hacía un año el puesto de responsabilidad del departamento de seguridad. «Este barco no siempre está ausente de fugas, nunca está sellado del todo -le había dicho Folsom en una ocasión que estaban solos-, y cuando las cosas se pongan feas, el departamento de seguridad se convertirá en una buena soga para ti».
Tenía que aguantar el chaparrón. Ya le llegaría a ella también su momento.
Pero Folsom, entre tanto, se dispuso a iniciar el siguiente ataque.
– Parece que aún existe otra fuga más en nuestro sistema de seguridad -decía al acecho-. ¡Alguien quiere venderle los resultados de nuestras investigaciones a la competencia! Zoe, ¿qué estás haciendo para proteger nuestro nuevo bálsamo para las quemaduras?
Totalmente perpleja, Zoe Purcell luchaba por tomar bocanadas de aire.
Folsom sonreía de oreja a oreja. Estaba disfrutando de su ataque sorpresa.
– Un pequeño contratiempo…
– Yo no opino lo mismo -Hank Thornten levantó la mirada. Su mano con la lente de aumento colgaba como un insecto en el aire-. Zoe, se trata de miles de millones en beneficios que nos quieren robar.
Los científicos de Tysabi trabajaban desde hacía años en antibióticos basados en la piel humana y estaban a punto de lanzar al mercado un nuevo bálsamo para las quemaduras.
La piel es el mayor órgano del ser humano, protege y separa al hombre de su medio. Debido a que el sistema inmunológico del ser humano constituye una de las estructuras de defensa más antiguas y con mayor éxito que existen, no es de extrañar que se estudie en profundidad este sistema. A finales de los años noventa se descubrió que la piel humana produce antibióticos basados en las proteínas, las cuales erradican de forma inmediata los virus, las bacterias y los hongos -de forma infinitamente más rápida que cualquier antibiótico tradicional-. A los patógenos no les resta el tiempo necesario para producir resistencias. Entre tanto, se han descubierto más de mil materias diferentes procedentes de la piel, el líquido lacrimoso, el intestino, el pulmón o los glóbulos blancos de la sangre…
– Estamos vendidos -interrumpió Zoe, quien se enteró por parte de Peter Sullivan, el jefe de seguridad de Tysabi, solo hacía unos pocos días de la mencionada fuga. Sullivan había recibido un soplo de uno de sus contactos. Ella no contaba con que Folsom ya estuviera enterado de ello-. Aún no ha pasado nada. Sullivan se está encargando de hacerse con el nombre y el lugar de entrega. Lo impediremos.
Hank Thornten asentía con la cabeza.
– Ocúpate personalmente de ello. ¡Acaba con el cerdo!
Islas Caimán, lunes
Peter Sullivan echó una última mirada en la cabina de casi quince metros de longitud y algo más de dos de anchura del Gulfstream G550, el cual ofrecía asiento a diecinueve pasajeros. Sus seis chicos se repantigaban en los cómodos asientos cubiertos de cuero en color azafrán mientras disfrutaban del confort del avión de lujo. Puesto que no sabía lo que les esperaba, le había solicitado a la empresa su gran jet privado, el cual, con un alcance de doce mil kilómetros, era capaz de cubrir también vuelos de larga distancia.
El jefe de seguridad de Tysabi entró en la pasarela para subir a bordo. El calor bochornoso le resultaba como una mordaza en la boca. De repente pudo sentir el sudor en cada uno de los poros de su grueso cuerpo, y su cabeza rasurada se había empapado en cuestión de segundos.
– ¿Quieres que vaya yo? -Pete Sparrow, uno de los jefes de equipo, escudriñaba a Sullivan con preocupación. Con sus caídas mejillas pálidas y el sudor, Sullivan parecía estar al borde de un infarto de miocardio.
– ¡No! -estos jóvenes trepas no sospechaban lo resistente que podía llegar a ser.
El coche, que ya le estaba esperando, le llevó sin rodeos a un moderno edificio de oficinas de la ciudad en la que se alojaban una docena de bufetes de abogados de entre los cientos que tenían su sede en las islas Caimán. Las empresas a las que representaban desde la distancia como fiduciarios, cuyos verdaderos dueños nunca aparecían en escena, superaban con creces los diez mil. Estas almas altruistas envueltas en negocios, en ocasiones limpios y otras veces no tanto, constituían la auténtica riqueza de las islas, las cuales están subordinadas a la Corona Británica y desde los años ochenta se encuentran entre los diez mayores paraísos fiscales del mundo.
Poseer mucho dinero era el patrón de todas las cosas en aquel lugar. Su procedencia no le interesaba a nadie. Tanto era así, que al margen de negocios respetables, se lavaban aquí también beneficios millonarios procedentes del negocio de las drogas para ponerlos posteriormente en circulación a nivel mundial.
Sullivan se presentó en la recepción del bufete de abogados y fue llevado por un amable empleado hacia una sala de conferencias. Mientras estaba solo y esperaba, echó una ojeada a su alrededor. Los muebles de la sala de conferencias eran oscuros y en las paredes se sucedían las estanterías repletas de literatura legal. El lienzo que retrataba al fundador colgaba en una de las paredes frontales. Sullivan temblaba de frío y sudaba al mismo tiempo. Después del calor húmedo y bochornoso del exterior, el aire fresco procedente del aire acondicionado constituía un nuevo reto para su organismo. Cuando se abrió la puerta, se le quebró la respiración. Ahí estaba de nuevo: el «sueño caribeño».
La mujer era alta, tenía los brazos y las piernas fuertes y largos, y se le aproximó con un caminar incomparablemente orgulloso. Llevaba una falda negra y elegantemente confeccionada, la cual resaltaba sus nalgas, y una blusa de color áureo.
– Buenos días, Noanah Webb -dijo la mujer.
Caminó alrededor de la mesa de conferencias, y sus gráciles movimientos recordaban a Sullivan la imagen de una negra pantera fémina.
El se sentó enfrente de ella; sus ojos negros y chispeantes le miraban de forma burlona.
– Soy abogada y represento al señor con quien se había citado por asuntos de negocio. ¿Ha tenido un vuelo agradable?
– Muy bueno, gracias -él clavó la mirada en su cabello de reflejos azulados, y se acordó de pronto de la historia que había escuchado hacía años en las Antillas. Según esa historia, Dios había ideado un castigo muy especial para Adán, que siempre estaba protestando y se estaba aburriendo. Un buen día le sustrajo a Adán diferentes líquidos. Dios se tomó prestado del diablo la sal de la magia, mezcló bien ambas cosas y creó a la mujer de las Antillas. Desde entonces, Adán tenía suficientes quehaceres y ya no volvió a fastidiar.
– ¿Hoy mismo sale su vuelo de retorno?
– Desgraciadamente en el mismo momento en que hayamos cerrado el negocio -contestó Sullivan con voz apenada. Él clavó su mirada en las curvas de sus fuertes pechos debajo de la blusa.
– Muy bien; muy eficiente. Quisiera verlo -dijo Noanah Webb sin ningún rubor.
Sullivan se liberó de su mirada y posó el maletín en la mesa. Hizo que saltaran ambos cierres y abrió la tapa. A continuación, giró el maletín sobre la mesa en dirección a la mujer.
Ella echó solo una breve mirada al contenido del maletín y sonrió.
– ¿No tendrá ningún inconveniente en que lo cuenten?
– De ninguna manera -él pudo ver sus dientes brillantemente níveos y lanzó un suspiro en su fuero interno.
Un hombre enjuto en un desgastado traje de negocios entró en la estancia y se retiró con el maletín a una pequeña mesa en la parte posterior de la sala.
En la mesa, delante de la abogada, avistó de repente el sobre. Lo sostuvo todo el rato en la mano. Sin embargo, Sullivan no se había cerciorado.
– ¿Es su primera estancia en las islas Caimán?
– No -sus ojos quedaron atrapados en la piel centelleante por debajo del cuello, paseándose hasta el nacimiento de sus senos.
– Entonces viene en ocasiones de negocios. Como también muchos otros.
– Antes, sí -Sullivan elevó su mirada y sonrió de la forma más cautivadora que pudo-. Conozco el Seven Mile Beach, con su playa maravillosamente blanca. Un sueño.
– Espero que le hayan servido a su entera satisfacción. De no ser así, nuestro bufete acepta en cualquier momento nuevos fideicomisos.
– Tenía la esperanza de encontrarme aquí con la persona con la que estoy haciendo negocios…
La abogada le sonreía de arriba abajo.
– Para eso estamos nosotros. La discreción es nuestro gran aval.
La abogada apartó la mirada de Sullivan. Finalmente, la persona encargada de contar el dinero daba una señal aprobatoria con la cabeza y abandonó la sala con el maletín.
– Espero que no pague demasiado cara la información -dijo Sullivan.
– Eso no es de mi incumbencia.
«Su boca está perfectamente formada», pensó Sullivan mientras absorbía a continuación las finas líneas de sus cejas bien arqueadas.
– Diez millones son mucho dinero -gruñó finalmente y pensó que durante su blanqueo habría que entregarle prácticamente la mitad a los que lo blanqueaban.
– ¿Eso cree?
La abogada empujó el sobre hacia adelante sobre la mesa.
Por un momento le sobrepasaba el deseo de arrastrarla sobre la mesa para abrazarla. Sus manos se contraían convulsamente y, a continuación, cogió el sobre.
Lo abrió. Una hoja de papel. En ella aparecieron escritos a máquina un nombre, una empresa y un lugar, también una fecha, una hora y dos lugares de cita.
Cuando elevó la mirada, los oscuros ojos de ella descansaban sobre él de forma inquisidora. Él asentía con la cabeza, y ella se despidió con una fría sonrisa.
Una hora más tarde se encontraba de nuevo sentado en el avión y pensaba una y otra vez en la bella e inalcanzable mujer.
Vilcabamba, Ecuador, lunes
Ella hervía por dentro. Se reprochaba a sí misma el no haber estado preparada a la jugada de Folsom. Había llegado la hora de sacar su as de la manga.
– Tenemos un problema aún mucho más gordo, Hank -espetó, apuntando directamente a la diana-. Andrew tiene que responder ante un muerto. Ocurrió durante un estudio preclínico. Como salga a la luz, las acciones caerán en picado como un ascensor sin cable. Debemos prepararnos para desarrollar una estrategia, para venderlo activamente.
– ¿Vender un muerto activamente? -siseó irritado Andrew Folsom mientras meneaba la cabeza y después gritó-: ¡No puede salir a la luz pública!
– ¡Zoé! En realidad, nunca se pueden descartar víctimas durante las pruebas de los medicamentos -contestó tranquilo el presidente mientras observaba a Folsom de forma condenatoria-. El arte reside en la mayor minimización posible de los riesgos, pues las consecuencias para las empresas afectadas son casi siempre una catástrofe. La caída del valor de las acciones, las investigaciones, la fiscalía, la incautación de los resultados de investigación… ¡Si ya lo sabes! -Thornten se agarraba la cabeza-. Pleitos por indemnización de daños y perjuicios de cifras astronómicas, y la empresa paralizada durante meses. Zoe, ¿de verdad te crees lo que estás diciendo?
Ella tragaba. La reprimenda del presidente fortalecía la posición de Folsom. Aún más…
– Eso no se podrá mantener en secreto. Los días de Andrew están contados. Ocurrió en su propio proyecto. Estuvo allí cuando murió el hombre. Debemos evitar que retroceda ante las presiones exteriores. No tomarse en serio los mercados, resulta mortal.
– Los mercados. ¿Y qué son?
Hank Thornten se incorporó y posó la lente de aumento sobre la mesa. Las suaves facciones de su cara se oscurecieron.
– Zoe, los mercados son un producto artificial del dinero -Folsom se reía entre dientes, creyéndose superior-. Los mercados no son nada sin su origen. Y el origen está aquí.
Hank Thornten señalaba en dirección a las plantas.
– Medicamentos que tienen que ser descubiertos, investigados, inventados, comprobados, clasificados, fabricados y proporcionados al ser humano para ayudarle. Solo entonces, realmente entonces vienen tus mercados, los del dinero y de las acciones -Thornten incorporó una pausa bien premeditada-. Con acciones no se puede curar ningún cáncer, ni siquiera un simple resfriado. Y la seguridad es competencia tuya.
Zoe miraba furibunda a sus interlocutores.
– ¿Estás enterado de…?
– Por supuesto que estoy enterado. ¿Crees que Andrew me hubiera ocultado algo así?
– Hank, ¿de verdad quieres ocultarlo?
– ¿Yo? No. Lo harás tú.
Ella meneaba la cabeza mientras bajaba la tapa del ordenador portátil. Sentía náuseas. «¿Cómo había podido calibrar tan mal la situación?».
Hank la animó durante todos aquellos meses y criticó las debilidades de Andrew para dejarla a ella ahora en evidencia. «Le gustan las escenitas -pensó amargamente-, sus palabras. Nunca hubiera pensado que también lo perdería a él».
– Hank, creo que me he equivocado por completo -sentenció ella y soltó una amarga carcajada.
Él se levantó y la cogió fuerte por los hombros y la estrechó contra sí hasta que su boca se encontraba cerca de su oído derecho.
– De esta forma nunca lo lograremos. Elimina tus propios cadáveres. Ocúpate personalmente de esta fuga en nuestro sistema de seguridad, ¿entendido? Y que no se te olvide: te estás moviendo en un mundo dominado cada vez más por científicos. La próxima vez tendrás que venir con algo diferente.
Su voz vibraba y se veía reforzada con un tono seductor y murmurador cargado por la tensión visionaria mientras sus marinos ojos verdes la estaban diseccionando. Cuando recurría a esta mirada, su carisma cobraba la supremacía equivalente a la magia de un chamán.
– ¿Qué es lo que estamos buscando hoy en día todos en definitiva a través de nuestras investigaciones? -él se quedó mirándola de forma provocativa-. Y no pienses a pequeña escala, Zoe. Hazlo a lo grande.
Andrew Folsom se deslizaba nervioso en su silla de un lado para otro.
– ¿De verdad crees, Zoe, que no sabía lo que Andrew, en realidad, está investigando como un poseso? ¿Crees que podría hacerlo sin mi consentimiento? ¿Y quieres que te diga lo que ocurrió en todos los laboratorios del mundo, cuando este profesor de la universidad alemana de Friburgo vino con la noticia, hace ahora aproximadamente tres años, de que había descubierto el gen responsable del envejecimiento en el cromosoma 4?
Folsom tosía ligeramente, pero el presidente no le prestó ninguna atención a su director ejecutivo.
– Andrew y yo buscamos lo mismo. Yo a través de las plantas; él a través de las personas. Y para ello, todo está permitido.
Dresde, lunes a martes
Jasmin Persson se encargó de buscar la pizzeria.
– ¡Estupendo! -se le escapó a Wayne Snider cuando entraron en el pequeño patio situado detrás del bar-. Un buen lugar. De esta pizzería me tengo que acordar. ¿Por qué no hemos venido antes?
Las mesas cubiertas concienzudamente con manteles blancos y servilletas de papel grueso estaban colocadas debajo de varios tilos a los que se les estaban cayendo las hojas. Tiestos de terracota repletos de plantas en flor a Chris le recordaban Toscana.
Varias farolas no muy altas creaban un ambiente realmente romántico a través de su tenue y amarillenta luz. Las voces amortiguadas, las bajas risas y el chapaleo de una fuente de estilo chabacano se entremezclaban en el suave y agradablemente cálido aire de la noche.
Tomaron asiento en la última mesa que quedaba libre y pidieron pizza y vino tinto. Jasmin Persson estuvo sentada al lado de los dos hombres y permaneció durante largo rato en silencio, sonriendo cuando ambos se reían y sacaban del baúl de su juventud graciosos recuerdos. La distancia de los años dio lentamente paso a una nueva sensación de confianza.
– Te envidio. Tienes tu propia empresa, eres tu propio jefe, dispones de una cierta independencia; un sueño… bueno, quizás -dijo Snider pensativo mientras hizo un brindis en dirección a Chris.
Chris pasó a repetir de forma resumida lo que ya le había comentado a Snider al mediodía.
– Y de pronto uno lo hace. Pero no es fácil -Chris sacó a la luz algunas de sus preocupaciones: sus clientes, la caza por conseguir nuevos encargos, lo de seguir hacia adelante a trancas y barrancas. Finalmente relató la pérdida de encargos después de su aparición en Múnich-. Los errores y la excesiva confianza en uno mismo se pagan muy caros. Mi velero continúa en estos momentos aún muy lejos.
– ¿Qué velero? -Jasmin Persson agudizó interesada los oídos.
Él miró en sus ojos azules y deseó estar con ella a solas. De nuevo apareció esa sensación que había sentido solo cuando conoció a su mujer, esa explosión de sentimientos que creyó que nunca volvería a toparse con él.
– ¿Aún continúas con tu sueño? -Snider se reía mientras empujaba un trozo de pizza en la boca.
– ¡Pues claro! Como siempre; aún continúo tras las huellas del capitán James Cook. Sí. El hombre que viajó a lugares que ningún otro pisó antes que él. Hizo grandes descubrimientos: Tahití, la Isla de Pascua.
– ¡Menuda sorpresa! -Jasmin Persson se reía a carcajadas mientras se echaba el pelo para atrás y observaba a Chris de forma desafiante-. Por fin alguien que tenga otra cosa en la cabeza que no sea el premio nobel.
– ¿Es ese tu sueño? -preguntó Chris dirigiendo la pregunta a Wayne.
– Seguramente lo tenga todo científico -de pronto, Snider se tornó completamente serio.
– Has de saber que los científicos son capaces de desafiarse entre si hasta la muerte -explicaba Jasmin Persson en tono confidencial-. Los unos envidian el éxito de los otros.
– Estás exagerando ahora -refutaba Snider.
– Solo un poquito.
El teléfono móvil de Snider comenzó a sonar. Echó una mirada fugaz a su pantalla y rechazó la llamada pulsando un botón.
– Casi no me lo puedo creer. Pero si trabajáis en un sector donde quedan por descubrir aún muchas cosas -argumentaba Chris.
– No te olvides de que trabajamos en una empresa para ganar dinero. En nuestro caso, todo se oculta bajo una gran campana de la que nada se puede escapar hacia el exterior. Apenas ningún servicio secreto está mejor protegido.
– Pero todos esos informes de investigación…
– …A menudo han de ser publicados por científicos que trabajan en universidades e instituciones, los cuales investigan con dinero público, ya que están obligados a ello.
De nuevo sonaba el teléfono móvil de Snider. Esta vez contestó a la llamada.
– Voy enseguida -exclamó con premura.
Jasmin Persson le miró brevemente y se dirigió a Chris.
– ¿Qué ocurre entonces con el capitán Cook?
– Con mi Endeavour [23] voy a navegar por la misma ruta que hizo él durante el primero de sus tres grandes viajes. La Tierra de Fuego, Tahití, Nueva Zelanda, la terra australis incognita, que había sido descrita ya por los romanos a través del cartógrafo Pomponio Mela. La legendaria Tierra del Sur -la euforia y la melancolía se hicieron al mismo tiempo eco en la voz de Chris.
– Ya te dije hace tiempo que hubo un final terrible para Cook -Wayne Snider sonreía de oreja a oreja.
– ¿Y eso por qué? -preguntó Jasmin Persson.
– Matado y descuartizado por los hawaianos. Durante su último viaje. Habían devuelto un trozo de muslo putrefacto, pesaba cuatro kilos; más tarde incluso la cabellera y las orejas. Los huesos se los guardaron para cocinarlos, pues creían en la fuerza divina de los huesos de los grandes jefes.
Jasmin Persson encogía repugnada la cara.
– No me vas a meter miedo. Al menos no tanto como en el pasado -murmuró Chris. El ritual siguió los mismos parámetros que en sus años de juventud. Ya en aquel entonces, Snider le había advertido a Chris del trágico final del célebre descubridor, cuando su amigo se perdía dibujando castillos en el aire.
– Lo sé -Wayne Snider se reía.
– Pero para ello se necesita dinero. Y ese es realmente el problema principal -Chris bostezaba de cansancio. Llevaba más de treinta horas de pie desde que se había despertado el domingo por la mañana en la cama de un hotel de Ginebra. Hasta ese momento, la tensión le había mantenido despierto, pero ahora el vino tinto amenazaba con poder más que él.
– Hace tiempo ya te conté que el Endeavour era un barco carbonero con una línea achatada, similar a la de un ataúd. Treinta metros de eslora, nauseabundo, lleno de hollín, y como todos los barcos de su época, atestado de piojos.
– Mi Endeavour, por el contrario, será moderno, rápido y elegante, un velero con todo lujo de detalles.
– ¿Te has sacado ya el título de patrón de barco? -Snider se tomó un último trago de vino tinto y se levantó-. Chris, tengo que irme. En casa saltan chispas. Lo he pasado muy bien. La próxima vez nos tomaremos más tiempo. Ya te llamaré por lo de los resultados -Wayne Snider se giró con una sonrisa hacia su colaboradora-. Jasmin, ten cuidado. Su sueño nació en plena pubertad cuando leyó un artículo sobre Cook. En él se describía el ritual sexual de Tahití que había observado Cook. Esa es, en realidad, su verdadera intención -Snider se reía a carcajada limpia, levantó la mano en forma de despedida y desapareció con rapidez.
– ¿Qué es lo que pasa? -Chris mantenía la mirada en su amigo de juventud.
– Su mujer -dijo Jasmin Persson entre dos tragos de vino tinto-. Las dos llamadas eran para que acudiera a su rescate.
– Ella también podría haberse venido.
– Con cuatro retoños. ¿Sabes lo que significa eso?
– Ni por asomo.
– Pues ya está -Jasmin vaciló por un momento, pero a continuación miró a Chris-. Las cosas ya no van bien en su matrimonio. Él se lo había imaginado de otra manera. Él no nació para cambiar pañales, los baños, los biberones, las piezas Lego y las cartillas de ejercicios de enseñanza primaria. Hace unos días han descubierto que su hijo de quince años traficaba con drogas. Su mujer es la que brega con todo.
– Yo no soy el más indicado para opinar.
– Él está de los nervios, está inquieto, agresivo. Cada vez va a peor. Sobre todo en los últimos meses. Como científico, por supuesto sueña con realizar el gran descubrimiento, el invento de su vida. Lo que más le apasiona es trabajar día y noche en el laboratorio.
– Parece estar consumido.
– Lógico. Tiene una mala conciencia, pues lo único que quiere es investigar. Discuten sobre ello continuamente. Me preocupo por él.
Ella giró la llave y tiró de la puerta hacia sí de un golpe.
– ¿De verdad que no es ninguna molestia para ti?
– ¡No! -ella le observó por encima del hombro. Su mirada parecía divertida y segura de sí misma.
Chris entró en el apartamento detrás de ella. Cuando él le hubo preguntado si conocía en los alrededores un hotel o una pensión, ella le dijo que podía dormir en su apartamento. «¡En el sofá!», había añadido riéndose.
El apartamento se componía de tres habitaciones. Había sido reformado recientemente y no se ubicaba lejos del instituto. Todo estaba decorado con colores claros y de forma desahogada. En el salón colgaban modernas litografías de las paredes.
– Te toca dormir en el trastero -ella le mostró su dormitorio de la última habitación, en la que se encontraba un viejo sofá entre cajas apiladas y un sinfín de baldas de estantería-. Espero que no te moleste el desorden. Y si así fuera, tampoco podría hacer mucho. Hace poco que me mudé, y aún no he acabado de recoger todo.
Ella lo dejó solo y él posó sus cosas. Al lado de la puerta se encontraban dos bolsas de viaje. De una de ellas sobresalía un dragón verde de peluche. Chris se agachó y deshizo la bolsa. Le llamaron la atención dos pequeños envases de plástico; sacó uno de ellos. En el envase aparecía ilustrado un monstruo guerrero con cabeza cuadrada, máscara metálica, ojos amarillos y brazos en forma de tijeras. En él podía leerse «Bionicle».
«Bastante agresivo para ser un juguete infantil», pensó Chris mientras sacó dos CD del bolso. «Las leyendas de Metra Nui, a partir de 6 años -leía Chris-, en DVD o solo en versión auditiva».
Colocó de nuevo todo en el bolso y permaneció de pie durante un rato sin saber muy bien qué hacer, cuando Jasmin abrió la puerta.
– Vaya, pareces estar muy cansado. ¿Aun así, te apetece una pequeña copa de vino antes de un largo sueño? -ella ya se había desvestido y llevaba un pijama de seda amarilla, el cual estaba dividido en dos partes como cualquier traje doméstico, ocultando ampliamente su figura.
– Me gustaría.
– En la cocina -dijo ella al mismo tiempo que echó a andar delante de él.
El la seguía, y ella rescató de la cocina una botella ya abierta de vino tinto para colocar más tarde dos copas en la mesa del salón y sentarse en el sofá, donde se tapó con una manta hasta la barbilla.
– En ocasiones tengo mucho frío.
Él escanció el vino y se sentó en el sofá.
Ambos callaron.
Durante toda la tarde había jugado con el pensamiento de cómo reaccionaría si él la sedujera. Cuando le había invitado a pasar la noche en su apartamento, pensó en un principio que se trataba de una proposición. Sin embargo, a continuación se había mostrado de repente extrañamente fría y distante, e incluso ahora emitía de pronto un rechazo que le resultaba inexplicable.
La confianza implícita que había reinado durante toda la noche entre ellos dos, sus sosegadas y suaves burlas… todo aquello había desaparecido. Barajaba la posibilidad de irse finalmente a un hotel.
Ella, mientras tanto, mantenía pensativa la mirada en su copa, daba un sorbo de vez en cuando al vino tinto al mismo tiempo que se encontraba muy lejos de allí en compañía de sus pensamientos. Sus ojos estaban vidriosos y húmedos.
Las miradas de Chris orbitaban por la habitación hasta que quedaron ancladas en un lugar en el que varias fotografías familiares engalanaban la pared. Había fotos de una pareja mayor, otra con Jasmin en medio de un grupo de jóvenes en un laboratorio, a continuación una fotografía de ella en pleno campo…
– ¿Tu hermana? -preguntó sin más, cuando vio a Jasmin en una foto junto con otra mujer y un niño. Las dos mujeres eran sin duda hermanas, aun cuando la mujer al lado de Jasmin pareciera visiblemente mayor que ella, y su cara estuviera surcada por pliegues a causa de las preocupaciones. El niño parecía tener tan solo cinco o seis años. Miraba serio, con los ojos sabedores de alguien mucho mayor, hacia la cámara. Chris se acordó del juguete en el bolso de viaje.
Al no responder ella, giró la cabeza en su dirección. En ese preciso momento, ella se estaba pasando las manos sobre los ojos.
– Sí. Mi hermana y su hijo, que ahora tiene siete años. Viven en el sur de Suecia. -Su voz sonaba como si estuviera a la defensiva, como si le desagradara hablar de ello.
– No hay un hombre…
– Sí. Durante la procreación. Después la dejó tirada, poco después del parto -ella frunció la cara-. Estoy cansada. Me voy a dormir -dijo de forma abrupta.
– He visto la bolsa de viaje con el dragón de peluche.
Ella mientras asentía con la cabeza, posó de golpe la copa, echó la manta de un manotazo hacia un lado y se levantó.
– Voy a hacerles una visita. Mañana.
Chris necesitó un momento para orientarse. Las nueve y media.
Se levantó y abrió la puerta que daba al descansillo. Desde allí se escuchaba berrear a un niño, y a continuación reñir a la madre. Desde la cocina procedía un ruido de vajilla, mientras una fragancia a café inundaba todo el piso.
– Buenos días -dijo cansado.
– Hola -ella estaba de pie junto a la tostadora, mientras miraba por encima de su hombro para sonreírle. De nuevo se encontró con esa sonrisa burlona que había conocido tanto en el instituto como en la pizzeria. Parecía un poco forzada, pero del ánimo preocupado de la noche anterior ya no quedaba ni rastro-, ¿Has podido descansar?
– Todo perfecto -él sonreía mientras se retiraba al baño, donde se afeitó y duchó durante largo rato. A continuación, se puso una de las camisetas que había comprado el día anterior en aquella tienda de ropa y artículos baratos.
– Te favorece -dijo Jasmin divertida, cuando él entró en la cocina y ella le vio la camiseta de vivos colores con esa imagen playera-. Sobre todo me gustan las palmeras.
Ella vestía vaqueros y un top claro, iba discretamente maquillada, y repasaba algunos documentos de viaje.
– Una compra improvisada. Había traído poca ropa para el viaje -él se sentó a la pequeña mesa mientras observaba cómo ella le echaba la última ojeada al billete de avión-. ¿Sales hoy de viaje?
– Sí.
El se echó café y esperó, pero ella no amplió su breve respuesta.
– No he entendido muy bien lo de ayer por la noche. Estaba demasiado cansado. Vas a visitar a tu hermana y tu sobrino.
– Más bien a mi sobrino, sí.
Él pudo percibir de repente el cambio de tono en su voz. De nuevo apareció esa distante melancolía que la había atrapado la noche anterior. Ella, de espaldas a él, continuaba preparando el equipaje de mano, y lo posó a continuación de forma algo vehemente sobre el poyete de la cocina.
«Mierda», pensó él. Parecía que se había equivocado al sacar el tema.
– Aún no contaste mucho de ti. ¿A qué te dedicas exactamente?-preguntó Chris con la esperanza de que ella fuera a transigir a su maniobra de cambiar de asunto.
– ¿Yo? -ella se reía nerviosa-. Biomecánica. Primero como estudiante en el instituto Max Planck, donde conocí también a Wayne. Después, me consiguió el trabajo en la empresa. Desde entonces le ayudo. Moléculas, proteínas, antiguamente se les denominaba albúminas, investigación de las enzimas. Los pequeños portadores que hacen posible que todo funcione en el cuerpo.
Ella se giró y se sentó a la mesa. Sus ojos azules estaban claros y cristalinos, y su sonrisa burlona había vuelto de nuevo. Le daba sorbos al café.
– ¿Cómo acaba uno en Dresde? ¿Por qué precisamente Dresde?
– Una coincidencia -ella sonreía-. Me carteaba con una amiga de Dresde, y después la visité en una ocasión. La amistad se consolidó, busqué una plaza de estudio en el extranjero… y aquí había un proyecto interesante. Así suelen suceder las cosas.
– ¿No vas a comer nada? -Chris señalaba en dirección a las tostadas, pero ella meneó la cabeza en señal de negación.
– Acabo de terminar.
Chris se echó dos tostadas y las untó con mantequilla y mermelada.
– Y las proteínas. Estaba pensando en los genes…
– Es muy difícil de entender para un profano.
– Inténtalo.
– Las proteínas constituyen en algo más de un cincuenta por ciento el peso en seco de las células, formando de esta manera el grupo de elementos más importante en todos los organismos. Hay más de diez mil proteínas diferentes actuando en el organismo del ser humano. Proteínas estructurales, proteínas responsables del transporte y del almacenamiento. Proteínas, que forman tu sistema inmunológico, como los anticuerpos, y eliminan cualquier agente externo.
Chris sonreía.
– Lo he entendido a la primera. Te ocupas de las cosas más pequeñas capaz de ofrecer la biología.
– Ríete si quieres. La siguiente unidad más pequeña son los aminoácidos, los cuales componen las proteínas.
– También he oído hablar de ellos -dijo él con sorna-. Hay unos veinte, ¿verdad?
– ¿De verdad te interesa? Normalmente no suele ser así.
– Quise acrecentar mis ahorros y por eso invertí todo en acciones biotecnológicas durante los años del boom de este nuevo mercado fulgurante. Conseguiría mi Endeavour a la vuelta de dos años, según mi gurú financiero.
– De nuevo el famoso Endeavour. ¿Se esfumó todo?
– Algunos listillos se compraron con mi dinero tubos de ensayo y pipetas, vivieron de lo lindo; pero de pronto ya no quedaba nada.
– La Ciencia dio grandes pasos, pero en ningún caso llegó tan lejos como en ocasiones se vende en la vida pública. Te lo has de imaginar como en el caso del universo. Se han descubierto algunas galaxias, se puede mirar hasta cierta distancia y explicar ciertas cosas. Sin embargo, no somos capaces ni siquiera de sospechar el verdadero alcance de aquello que investigamos. ¿Cómo hacerlo?
Ella se levantó y colocó su taza en el fregadero y la mantequilla junto con la mermelada en la nevera.
– Tengo que irme pronto…
Él asentía con la cabeza y le ayudó a recoger.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó después de un rato.
– Hasta no hace mucho tiempo, la Ciencia pensó que los genes lo decidían todo. Hoy en día sabemos que las proteínas y las variantes de los aminoácidos desempeñan un papel mucho mayor de lo que se había supuesto. Pensemos por ejemplo en el caso de las serpientes…
– ¿Serpientes?
– Sí, su veneno. Tan solo hace poco se ha descubierto que su veneno se compone de una combinación muy determinada de aminoácidos que llevan dentro de sí. O pensemos en las bacterias. Hasta la fecha se había fijado como norma que las bacterias no envejecían. Sin embargo, ahora sabemos que ellas también envejecen. Como toda vida.
– Entiendo lo que quieres decir.
Estaban de pie uno junto al otro al lado del fregadero. El lavaba las tazas y los platos del desayuno, y ella los secaba. Se rozaron varias veces con la parte superior de sus brazos. De repente, él vio cómo se erguía como electrizado el vello en los brazos de Jasmin. Su propia excitación apenas le permitía pensar con claridad.
– Estamos en los comienzos. Hemos abierto la puerta solo por una pequeña rendija. Cómo hemos de entender o decir con certeza que tal o cual cosa son de esta o aquella forma.
– ¿Volveremos a vernos?
– Aún estamos enfrascados en el porqué. Incluso en el caso de muchos medicamentos, en ocasiones sabemos solo que tienen tal o cual efecto; pero el porqué lo desconocemos.
El tomó su mano y la estrechó hacia sí. Su cuerpo se deslizó como por sí solo hacia él.
– ¿Volveremos a vernos?
– ¿Lo deseas?
Él sintió su cálido y flexible cuerpo. Un indomable deseo le estaba inundando por completo. Ella de pronto apretó fuerte su cuerpo contra el de él y sonrió. Él pudo oler su fresco aroma, y la mano izquierda de ella apretaba su cabeza por la nuca para acercarla aún más a su cara.
Los labios de Jasmin estaban entreabiertos, y sus inmaculados dientes atraparon de repente su labio inferior, pellizcándolo suavemente.
– ¡Sí! -gimió Chris mientras observaba el pequeño hoyuelo en la comisura derecha de la boca de Jasmin-. Sí, de cualquier manera. ¿Y tú?
– Desde el segundo minuto.
Nuevamente sus dientes pellizcaban su labio inferior. El soltó un nuevo gemido cuando ella flexionó su abdomen hacia atrás.
– ¿Por qué desde el segundo minuto?
– Chist. Ahora no.
– Creo que tienes que irte ya…
– Dentro de dos horas -dijo ella mientras centelleaban sus iris.
Pero de pronto y sin esperarlo, ella se soltó de su abrazo, y una sombra sobrevoló la cara de Jasmin en busca de respuestas en los ojos de Chris a preguntas que él desconocía. Entre tanto, él percibió un misterioso velo que no se podía explicar.
– Por favor; ahora no. Resulta tan difícil, y quisiera… habría sido bonito que nos hubiéramos conocido antes y tú pudieses estar presente… ayudarme… pero… -su voz sonaba desesperada-. Nos veremos de nuevo… el sábado, ¿vale? ¿Te viene bien? Quizás entonces… hablamos por teléfono…
– ¿Qué es lo que pasa?
– ¡Por favor! No preguntes… lo siento… ahora no.
Colonia, jueves
Chris se encontraba de pie ante el frente de ventanas de su oficina, situada en el Media-Park de Colonia, mientras observaba ensimismado el charco sobre el parking subterráneo de la plaza. No había ni un alma, y las ráfagas de viento fustigaban el agua.
Ella prometió dar señales de vida. Sin embargo, hasta ahora aún no lo había hecho. No sabía dónde se encontraba. Estaba visitando a su sobrino… ¿Dónde estaría metida? Le había dejado un mensaje en su contestador automático, pero no le devolvió la llamada. ¿Estaba persiguiendo a una quimera?
Mantenía su mirada clavada en las pequeñas olas grises del charco, y más tarde en las nubes del cielo encapotado. Un tiempo turbio, pensamientos turbios, o al revés. Giró desconcertado.
Su oficina, ubicada en la séptima planta, medía casi veinte metros cuadrados. En las paredes se erguían varios armarios con carpetas, y diferentes pósteres de gran formato de Andy Warhol decoraban las blancas paredes.
Malhumorado miró hacia el legado de Forster.
Sobre el tablón de cristal del escritorio descansaban varias hojas de papel con los encargos de las próximas semanas; detrás, las tablillas de arcilla y los huesos.
El arenoso ocre de las tablillas brillaba a la luz de la lámpara del escritorio ligeramente rojizo, y diferentes trozos en los huesos resplandecían en tono marfil.
Wayne le había llamado por la mañana para informarle que no había absolutamente nada. El ADN procedente de los huesos no reaccionaba al suero de crecimiento. Estaba muerto.
– Suelta ya la verdad -le había insistido Snider-. ¿De dónde procede el hueso realmente? Podría ser un buen punto de referencia para mí.
Chris había vacilado en un principio, pero a continuación le relató todo acerca de las doce tablillas y su encargo de transporte frustrado a Berlín. Su amigo de juventud se limitó a reírse con sorna.
– ¡Tus historias son cada vez más audaces! Chris, déjalo, ahórrame tus historias quijotescas. Si no me lo quieres contar… allá tú.
Snider colgó sin más, y Chris vio probado el viejo proverbio que decía que la verdad se le manifestaba no en pocas ocasiones al más incrédulo.
No servía de nada continuar perdiendo el tiempo. Con Ina ya había programado las entregas de la semana siguiente, podía concentrarse completamente en lo que tenía intención de hacer.
Se sentó al ordenador y comenzó a repasar por Internet las últimas noticias de los periódicos ginebrinos. Forster había sido identificado. A través del Mercedes y la empresa de alquiler de coches, localizaron al arrendatario.
La última noticia afirmaba que la policía ginebrina habría ofrecido una rueda de prensa en la que también habría comparecido el ahogado, quien administraría el legado de Forster. La presencia de Forster en Alemania sería un hecho completamente inexplicable, citando al abogado, ya que su transporte con las antiguas colecciones de obras de arte asirias estaría de camino hacia el Louvre, que para colmo de males también había sido asaltado.
Forster, según su testamento, había legado sus obras de arte a diferentes museos. El dinero resultante de la venta, así como toda su demás fortuna, se los transfirió a la Unesco y al Unicef para asistir a Irak en sus tareas de reconstrucción. Sobre todo se debía favorecer a la zona circundante a Babilonia.
«Ni una palabra de él ni de su cargamento», pensó Chris satisfecho, pero eso no tenía que significar nada en concreto. La policía, en el caso de que lo estuviera buscando, ocultaría por razones tácticas cualquier tipo de información, pues estaría a la espera de obtener algún resultado positivo en sus pesquisas.
Una vez más, le echó una ojeada a los encargos de la semana próxima. No parecía tener una pinta demasiado halagüeña. A continuación, cogió el teléfono móvil de Rizzi y marcó el número que le había dado Forster.
– Sí -la voz al otro lado sonaba humosa.
Chris vaciló sorprendido. No esperaba que se tratara de una mujer.
Sofía Antípolis, cerca de Cannes, jueves
A Jasmin Persson, de pie en el pasillo de la clínica, le temblaban las rodillas mientras mantenía clavada su mirada a través de la puerta entreabierta de la habitación en dirección al comparativamente pequeño cuerpo, que permanecía escondido debajo de la manta en la cama para adultos.
Mattias Kjellsson miraba con su pálida carita y calcárea y enfermiza tez a su madre, que se encontraba sentada en el borde de la cama mientras le sonreía con expresión valiente. Ella ignoraba por completo la alegre y colorida ropa de cama con su estampado de buscadores de oro.
El niño de siete años sujetaba en lo alto la figura biónica con sus cansados brazos. Con su debilitada voz chillaba casi como un ratón, cuando imitaba jugando una escena de Las leyendas de Metru Nui. Miró la película hacía varias horas que le había traído Jasmin, la cual le hizo dormirse a continuación completamente agotado.
A Jasmin se le saltaron las lágrimas, y las miradas de las dos hermanas se toparon. Los ojos de Anna Kjellsson, por el contrario, no mostraban ni una sola lágrima; pero sí, una infinita tristeza.
Jacques Dufour avanzaba con paso tranquilo por el pasillo y entró en la habitación sin dedicarle una sola mirada a Jasmin. Anna habló a Mattias en voz baja, pero determinante, para levantarse después y seguir los pasos del doctor. Recorrieron el pasillo en dirección a una sala de visitas.
Sin mediar ni una sola palabra, ambas mujeres tomaron asiento y fijaron su atención en Dufour, quien mezclado con una extraña sensación de tormento, cogió pensativo la carpeta de la pequeña mesa.
– Desgraciadamente tengo que corroborarle -argumentaba Dufour mientras se dirigía a Anna- que su hijo padece efectivamente la enfermedad hereditaria de carencia de antitripsinas de tipo alfa 1 que afecta al metabolismo. A raíz del excesivo contenido del fenotipo ZZ, la formación de suero se sitúa a un nivel máximo del veinte por ciento con respecto a su concentración normal; esto conlleva el alto riesgo de que se pueda manifestar el cuadro clínico.
El médico simplemente ratificaba lo que ya sabían. En el largo brazo del cromosoma 14 surgió una mutación puntual. El aminoácido de la glutamina se había intercambiado con el aminoácido de la lisina.
La enzima antitripsina pertenece a las proteínas de fase aguda, la cual, cuando suceden infecciones en el cuerpo, es producida en mayor cantidad en el hígado para combatir las proteínas destructoras de albúmina. A través del intercambio del aminoácido, varía la producción de los péptidos, y la enzima se va acumulando en el lugar de la célula del hígado donde fue creada, en lugar de estar a disposición del cuerpo como suero. Debido a la acumulación de esta enzima errónea, pueden destruirse las células del mismo hígado.
– Mattias forma parte de esos niños que se ven afectados por la variante más aguda, desarrollando de este modo una enfermedad hepática irreversible.
Jasmin no pudo despegar la mirada de su hermana. Profundas líneas se habían abierto camino en la cara de Anna, atravesaban su piel como hondos valles. Los labios se habían atrofiado hasta formar dos estrechas y obstinadas rayas comprimidas, y las arrugas de alegría mutaron en arrugas de preocupación.
Jasmin conocía de sobra la frecuencia con que Anna se sepultaba bajo sus propios reproches por no haber reaccionado antes. Pero todo eso era absurdo. La enfermedad no era de las más raras, y un grave trastorno en el hígado no siempre constituía una inmediata consecuencia.
– Cuando se manifestó ya no se pudo contener -a Anna apenas le salían las palabras de sus labios-. Los médicos decían que el trasplante sería el único modo de salvación. Es una pesadilla.
– ¿Por qué no se había realizado hasta ahora? -preguntó Dufour mientras se contraía en su interior. «Una y otra vez el porqué. ¿Por qué fracasó el experimento con Mike Gelfort? ¿Por qué murió este joven norteamericano? ¿Por qué le convenció para apoyar el experimento? ¿Por qué no sabían aún…? ¿Por qué ahora este pequeño niño?».
– Primero tiene que aparecer un hígado infantil que sirva. El donante y el receptor no pueden variar entre sí en su peso en más de un veinticinco por ciento. La muerte de otro niño debía haber salvado la vida de Mattias. Pero el hígado no servía. Entre los órganos donados, esto no suele ocurrir ni siquiera en un veinte por ciento.
Jasmin se estremeció al recordar todo lo que había sufrido Anna después.
Cada vez con mayor frecuencia comenzó a discutir su hermana con ella sobre la posibilidad de una donación de órgano procedente de una persona viva. Debido a que el hígado se compone de dos lóbulos, de los cuales el izquierdo es claramente más pequeño que el derecho, existía la posibilidad de que algún familiar directo sano donara su lóbulo izquierdo al niño. Ese era el motivo principal por el que la lista de espera de pacientes infantiles era comparativamente corta.
Jasmin recordaba con espanto aquella noche en la que Anna le había preguntado si ella también estaría dispuesta a tal sacrificio.
«Yo no te puedo dar una respuesta a esa pregunta. Y en ningún caso de forma hipotética. Yo no puedo decir sin más: "sí, lo hago". Podré contestar a esa pregunta cuando sea real. Todo lo demás, no sería honesto por mi parte. ¿Por qué lo preguntas?».
Anna había comenzado a sollozar. Desenfrenadamente.
«Me he decidido a donar el lóbulo izquierdo de mi hígado. ¡Para mi hijo! -había gritado entre lágrimas-. ¡Pero no vale! Tengo otro grupo sanguíneo. Sin embargo, es imprescindible que sea del mismo grupo».
Dos días después, Jasmin corrió como anestesiada por los bosques de su país natal, y a continuación se presentó a las decisivas pruebas. Sin embargo, su grupo sanguíneo tampoco coincidía, protegiéndola de este modo ante la decisión más difícil de su vida.
Había brotado una última esperanza, cuando finalmente parecía plausible un trasplante parcial. El lóbulo izquierdo del hígado de una persona adulta ajena debía salvar a Mattias. Sin embargo, la prueba inmunológica previa a la operación dio un resultado negativo. El cruce de pruebas entre el suero de la persona receptora y los glóbulos blancos del donante diagnosticaron una incompatibilidad total. El trasplante habría tenido consecuencias mortales.
La última esperanza de Anna era que una terapia genética pudiera ayudar a su hijo. «Jasmin, ¿para qué trabajas en una empresa como esa? Tú ya sabes lo mucho que habéis avanzado. ¡Seguro que puedes averiguar dónde existen programas con nuevos medicamentos capaces de salvar a mi hijo! ¡Por favor! ¡De lo contrario, morirá! Y aunque solo se tratara de agua bendita: apúntanos. No importa en qué lugar del mundo ocurra».
Anna había gritado, amenazado, vociferado, llorado, le había suplicado, abrazado, apretujado, casi aplastado, apartado nuevamente de un empujón para finalmente derrumbarse de un ataque de sollozos.
Jasmin hizo ciertas indagaciones en el consorcio de Tysabi, haciéndose con los datos de contacto. Ahuyentó todos esos recuerdos y escuchó de nuevo la voz pausada con la que Jacques Dufour hacía sus preguntas.
– ¿Qué ocurre con el padre? ¿Por qué no se ha presentado?
– Desapareció poco después del nacimiento. Su hijo le necesita y él no está.
El rechinar de los dientes de Anna estaba sacando a Jasmin de sus casillas.
Jasmin miró con poca convicción hacia el médico. Dufour le parecía extrañamente pensativo, vacilante y nunca apartaba su mirada de la mesa.
Allí reposaba todavía sin tocar la declaración de conformidad. La línea reservada para su firma estaba marcada con puntos, mientras que el conflictivo pasaje repleto de cláusulas jurídicas a favor de los médicos estaba enmarcado e impreso en negrita.
– Antes de que lo firme procederemos a realizar algunas pruebas más -dijo de repente Jacques Dufour-. El comienzo de la terapia se retrasará otros dos días. Sin embargo, quiero estar completamente seguro.
Colonia, jueves
– ¿Quién es? -preguntó una voz femenina.
– ¿Profesor Söllner?
– ¿Quién habla?
Chris necesitó un segundo para superar su propia sorpresa.
– ¿Le dice algo Babilonia? Por desgracia, se suspendió la reunión organizada para la mañana del pasado lunes.
– ¿Quién es? Si no me dice quién es, cuelgo.
Su tono de voz era sosegado, decidido, consecuente. La autoconfianza de esta mujer traspasaba cada sílaba.
– Se trata de la entrega de las antigüedades al Museo de Oriente Próximo -Chris esperó expectante la reacción. Podía escuchar su respiración, era como si estuviera subiendo por una escalera mientras hablaba. Sonó un chasquido. La línea se había cortado.
Chris presionó el botón de rellamada. Ocupado.
Blasfemaba. A continuación comenzó a reír amargo. ¿Cómo se atrevía a pensar que todo iba a ir sin contratiempos? Transcurrida media hora, la voz humosa se puso por fin de nuevo al otro lado, del teléfono.
– ¿Por qué me cuelga? Como cuelgue de nuevo, se alegrará de ello el Louvre. Tengo las antigüedades.
Se hizo silencio.
– Usted no es con quien se ha negociado hasta ahora.
– Cierto. Su antiguo contacto se salió del trato. No tiene… digamos que ya no le interesa. Ha transferido todos los poderes en mi persona.
De nuevo hubo silencio al teléfono. Chris sonreía satisfecho. Ya se había superado el primer escollo.
– Está bien. Por esta vez podemos intentarlo -dijo la profesora por fin tranquila-. ¿Era mi antiguo contacto el hombre sobre el que se lleva informando tan detalladamente desde hace días en la prensa suiza?
Ahora era Chris quien enmudeció por unos instantes.
– ¿De dónde saca esa idea?
– ¿Cree que el asalto al transporte de obras de arte, que incluía tesoros asirios para el Louvre, quedaría inadvertido? La noticia recorrió nuestro gremio en pocas horas. Y la conferencia de prensa de esta misma mañana también la he visto. El asalto en la A9… ¿Fue usted?
– No. Quienquiera que se haya cargado a este hombre lo hizo en el lugar equivocado. Las tablillas de escritura cuneiforme están en mi poder. Yo simplemente me limité a esperar instrucciones. Sin embargo, ahora ya nunca vendrán… A pesar de ello, yo cumpliré mi parte del contrato.
– ¿Intenta decir que el viaje de Forster a Berlín fue otra maniobra de distracción, mientras usted sí que transportaba las tablillas?
«Sí, señora profesora, créete eso», pensó Zarrenthin.
– ¿Le conocía?
– ¿A Forster? No. No personalmente -ella tosió-. Sin embargo, está claro que le conozco como marchante de arte. Un hombre de una reputación más que dudosa.
– Y a pesar de ello, quería comprar de él.
– Un negocio legal -dijo ella con frialdad.
– ¿Qué pasa entonces? -preguntó Chris después de un rato-. Ahora soy yo.
– Acuda a la policía.
– Eso no lo haré. Nuestro discreto sector involucra en contadas ocasiones a la policía.
– ¿Cómo cree usted que sería si ahora también…?
– Yo soy el dueño. Así está estipulado en el contrato.
Durante un momento reinó el silencio.
– ¿Quiere dinero?
– Sí. Por supuesto.
– La Sociedad Oriental y sus promotores no son ninguna casa comercial.
– Y yo no soy ningún samaritano.
– Forster quería traspasarnos las antigüedades sin dinero a cambio.
– Forster me dijo que se había acordado un precio.
Había una tensión en el ambiente, como si el teléfono móvil transmitiera un enorme campo magnético.
– Nuestra última oferta estaba en cien mil.
– Es usted una pésima mentirosa -Chris arrancó divertido una carcajada-. Resumiendo: acordaron diez millones. A transferir al Unicef y a la Unesco. El lunes por la mañana debía usted echarle una ojeada a las antigüedades; el martes, realizar las transferencias, y el miércoles, llevarse a cabo la entrega. Ese era el trato.
– ¿Qué es lo que tiene que entregar? -la científica en ningún momento se mostró sorprendida o escandalizada.
– Tablillas de arcilla sumerias.
– Vaya a la policía, aclárelo todo. Siempre podemos hacer este negocio a continuación.
– Lo requisarían todo.
– Exacto. ¿Cree que debemos pagar y que después nos requisen a nosotros la colección? Usted no me convence. Los hallazgos son nuestros en cualquier caso. Nos han sido robados.
Chris sonreía satisfecho. Forster lo había previsto.
– Las leyes suizas son, en lo que respecta a antigüedades, bastante permisivas en cuanto a su circulación. Uno puede comprar las antigüedades de buena fe, las deposita durante cinco años en el almacén libre de aduanas, y de esta forma se obtiene el derecho a su reclamación. Sin embargo, usted sabe perfectamente que Forster se había convertido hacía mucho tiempo en dueño de estas antigüedades. No siga por ahí.
– Existen convenciones internacionales.
– ¿La convención de la Unesco? -Chris soltó una risotada burlona-. ¿La ley de transferencia de objetos culturales? El plazo de prescripción es de treinta años. Ya se agotó hace tiempo. En muchos países está estipulado de la misma forma en su propia legislación. Incluso Alemania no ha modificado nada al respecto. Por un buen motivo: Alemania es uno de los mayores mercados de antigüedades. Hipocresía allá donde mire.
– ¿Qué tiene pensado?
– Un único precio de compra de un millón de euros en dos mil billetes de quinientos en metálico para mí. Mi oferta la hago solo una vez. Si no están interesados, se alegrarán de ello el Louvre o el Museo Británico. Desde siempre tienen clavada la espina que fuera Koldewey, un alemán, quien desenterrara Babilonia.
De nuevo hubo silencio durante un rato.
– ¿Usted tiene un nombre?
– Rizzi. ¿Qué le parece ese?
– ¿Italiano? Signor Rizzi, habla usted muy bien la lengua alemana. Llámeme de nuevo mañana por la tarde.
– No; mañana por la mañana. El trato se cierra mañana, o no se cierra.
París, tarde del jueves
Henry Marvin se encontraba de pie en su lujosa suite del hotel mientras mantenía clavada la mirada en los Campos Elíseos. Había separado las cortinas y estaba agarrando las manos en la tela. No sin cierto esfuerzo pudo contener la ira que le hervía en su interior desde que había visto las pruebas de impresión del pequeño cuaderno con el que los Pretorianos debían difundir sus ideas por Europa.
El próximo miércoles comenzaría el congreso de París, por iniciativa de la orden, con el que se daría el pistoletazo a la campaña en Europa. Por eso era de vital importancia presentar también el pequeño cuaderno con sus argumentos.
El editor volvía hacia su sillón mientras registraba las gráciles facciones en el rostro de Eric-Michel Lavalle, las cuales se veían todavía más realzadas gracias a sus gafas de diseño. En su traje no se podía observar ni una sola hilacha, y Marvin intuyó que este no sería otra cosa para este hombre más que un uniforme que le proporcionaba seguridad y cierta aura.
Lavalle era un intelectual joven y refinado, un hombre de letras con estudios en filosofía y experto en lenguas muertas, a cuya persona hacía tiempo se le había presagiado un gran futuro. Junto con su valedor, un profesor, descubrió y tradujo para los depósitos del Louvre textos acadios sobre Saigon, un usurpador al trono. Este rey había salido victorioso en treinta y cuatro batallas contra el rey de Uruk [24], convirtiéndose posteriormente en el fundador del gran reino de Acadia, que había dominado Mesopotamia durante ciento sesenta años.
Sin embargo, después de eso, el desdén científico y social barrió a Lavalle como un tornado. El joven había falsificado para ciertos comerciantes picaros algunos certificados para que las antigüedades obtuvieran una máxima cotización por parte de inocentes coleccionistas.
La prematura crisis existencial de Lavalle le había empujado a los brazos de los Pretorianos, y ese fue el motivo por el que Marvin se hubo fijado en este joven.
Aún necesitaba al joven francés. Pero para ello, Justin Barry debía conseguir aquello que Marvin quería ofrecerle al papa como objeto de negociación. Como contrapartida, negociaría el reconocimiento de los Pretorianos como orden, o mejor aún, como prelatura personal. Eso le brindaría la oportunidad de colocarle el deseado broche de oro a su elección a prefecto de los Pretorianos.
El martes debía ser el gran día. ¡A la misma altura que el Opus Dei! ¡Su propia obra! ¡Y él, a la cabeza de la orden! Su rebaño de más de ciento cincuenta mil conversos creyentes en todo el mundo, más inquebrantable en su fe y dirigido con mayor firmeza que el mismísimo Opus Dei, le seguiría a cualquier parte. Nadie cuestionaría sus planes.
Con todo ello, la campaña recibiría mayor fuerza y sacaría de su cobijo a los seguidores más prominentes. Los lentos europeos entenderían por fin el motivo de la lucha encarnizada entre la Ciencia y el Credo en los Estados Unidos, que en su ardor debía reducir los templos ateos a escombros y cenizas. ¡Los científicos aún no podían sospechar que estaría dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias!
Y ahora Lavalle había fracasado. Su tarea consistía en idear un folleto que despertara las emociones de sus lectores para arrastrarles a la causa. Pero Lavalle no era garante del éxito, no intuía el pasto que necesitaban las ovejas inseguras para su alma.
– Sin tener en cuenta todos los retrasos en la preparación para la impresión, lo más grave, querido Lavalle, es que el cuaderno es un completo fracaso en su planteamiento y redacción de los textos. Se desvía demasiado hacia la física y la cosmología, habla muy poco de los fósiles, la microbiología… y ¡el sano juicio del ser humano! ¿Por qué no se ha ceñido a nuestra acreditada bibliografía?
– Quería crear algo nuevo -dijo lánguido el francés-. Pienso que con la forma de mis argumentaciones aumenté aún más su fuerza de convicción.
– ¡Honorable! ¡Honorable! Pero créame, ya hemos cambiado el texto anterior suficientes veces, conocemos sobradamente su calado -Marvin tomó una de las pruebas de impresión en la mano y leyó algunas líneas mientras meneaba la cabeza-. «En primer lugar debemos hacer referencia a la lucha con la Ciencia, resaltar que se trata de dos modelos alternativos sobre el nacimiento de la vida: es el azar o fue planificado. Evolución o Creación».
Marvin miró al francés con la suavidad de un amigo paternal, aunque de buena gana le hubiera entregado a la Inquisición.
– Y a continuación, querido Lavalle, debe ir uno de nuestros argumentos fundamentales. No podemos dejar a gente con la duda durante demasiado tiempo. Debemos decirles desde el principio que la Teoría de la Evolución es tan solo un modelo, es decir, la fe de la Ciencia. Mientras nuestra creencia de la creación divina es despachada como religión, la suya es postulada como ciencia. Sin embargo, su propio nombre indica que su modelo de la teoría de la evolución os una teoría, y nada más.
Lavalle miró al editor norteamericano con irritación.
– Usted sabe que la Ciencia utiliza el término «teoría» de una forma completamente diferente, pues describe la expresión máxima del conocimiento.
– Lavalle; ahí lo tiene. Ahí es donde tenemos que atacarles.
– Yo soy humanista. Y para mí también prevalece este término científico de la teoría.
– Pero no en el lenguaje coloquial, Lavalle. Y ahí es donde debemos iniciar. Y es ahí donde radica precisamente su error. Tenemos que dar un paso al frente y realizar nuestras argumentaciones a un mismo nivel idiomático que el de nuestros lectores. Para ellos, una teoría es una hipótesis, que no se ha demostrado con nada.
El juego dubitativo de muecas de Lavalle demostraba su rechazo absoluto con respecto a la tergiversación del término científico «teoría».
– No necesitamos escondernos detrás de… -vacilaba en busca de un término apropiado.
Henry Marvin ladeó la cabeza y arqueó las cejas. Estaba a la expectativa sobre la forma en que saldría Lavalle del embrollo. Marvin había presenciado en más de una ocasión cómo les invadían las dudas a los conversos que poseían una preparación científica.
– … Interpretaciones semánticas. Eso no lo necesitamos.
– Querido Lavalle, tiene usted razón. Sin embargo, el mundo no es tan justo como a usted le gustaría. Nuestros adversarios inventaron la mutación, porque hasta la fecha no han encontrado el eslabón perdido en el camino entre la célula y el ser humano, no hay programas DNS [25] que demuestren la mutación de la especie. Las bacterias poseen genes propios de la especie de las bacterias, nada más. Y no genes humanos desconectados o genes de tiburón.
Marvin hablaba cada vez con mayor ímpetu y pasión con cada palabra. Su cara se había mostrado hacía un momento relajada, pero se enrojecía cada vez más, y el dedo índice de sus manos penetraba como lanzas en Lavalle.
– Por eso aportan argumentos sin fundamento con parecidos morfológicos y órganos atrofiados. Convierten las branquias en canales de la tráquea humana. Aportan mutaciones al azar para explicar un ser vivo de la complejidad del ser humano. Cuán cantidad de increíbles coincidencias, estadísticamente imposibles. Siendo así, podremos permitirnos ignorar esta pequeña inexactitud, ¿no? Y tampoco me gusta nada que no se nombre ni una sola vez a Dios, nuestro Creador.
– Monsieur Marvin, yo simplemente me he ceñido a las tendencias de su país natal. Durante los últimos debates, aquellos que luchan contra la Ciencia y la Teoría de la Evolución, de forma consciente, evitan nombrar a Dios.
– Lo sé -Marvin tomó un trago de vino tinto y posó la copa de forma abrupta-. El último truco de estos instigadores protestantes para medirse con los científicos y querer convencer a las personas. Eliminan el único punto de debate con la esperanza de seguir así adelante. El Presidente se refirió incluso a un debate entre dos escuelas de pensamiento.
Lavalle mantuvo la mirada fija, incomprensivo, en el hombre más poderoso de los Pretorianos.
– ¿Y qué tiene de malo? Le sirve al objetivo de desenmascarar la Teoría de la Evolución y la Ciencia.
– ¡La creación es obra de Dios! Así está escrito en la Biblia, en los capítulos uno y dos del Primer Libro de Moisés. Se describe en diez pasos y sin error en su sucesión, de igual modo que hace la Ciencia al describir el nacimiento de la vida en sus pasos más importantes…
Marvin se sosegó y hundió su mirada como un hipnotizador en los ojos de Lavalle.
– Primero fue la creación del cielo y de todo el mundo, es decir del universo. A continuación, traspasa una primera luz, que Dios denomina día, el manto de gas y polvo de la inhóspita Tierra como requisito previo para toda forma de vida. Dios separa el cielo y la Tierra, creando de este modo el ciclo hidrológico, es decir, la temperatura y la presión. Finalmente, crea en su cuarto paso el suelo y el mar…
Marvin se excitaba cada vez más, y Lavalle pretendía apaciguarlo con un gesto de la mano, pero ya no hubo forma de frenar al pretoriano.
– … En el versículo once aparece por fin la creación de la vegetación, compuesta por agua, luz y grandes cantidades de dióxido de carbono. Como sexto paso, las plantas producen oxígeno, por lo que se modifica la atmósfera, haciéndose «transparente», se hacen visibles las luces celestes como el sol y la luna, proporcionándole luz a la Tierra y marcando el día, la noche y las estaciones. Dios ordena en el séptimo paso que la vida surcara el cielo y el agua, después las reses y las bestias en la Tierra -tomó aire-. ¡Y después Dios creó al hombre, completando su creación al séptimo día, y no creó nada nuevo desde entonces! -la voz de Marvin, hacía unos instantes aún potente, se fue convirtiendo en un susurro apenas perceptible-. Lavalle, piénselo por un momento. Tan solo las probabilidades de que Moisés hubiera relatado y escrito esta sucesión correctamente supera en el cálculo de las probabilidades la barrera de los millones. Sin tener en cuenta la sucesión, ¿cómo se le ocurrió a Moisés elegir precisamente estos pasos de la creación, los cuales también la Ciencia reconoce como fundamentales para el nacimiento de la Tierra y la vida? Lo contrario a otros mitos de la creación con todos sus errores.
– Monsieur Marvin, yo coincido totalmente con usted…
– ¡Es la obra de Dios! -Marvin elevó de nuevo su tono de voz-. ¡Eso lo ha de saber todo el mundo! Somos los Pretorianos de las Sagradas Escrituras. Esa es la gran diferencia entre los protestantes y nosotros. Nosotros estamos de lado de nuestro Dios. Los que argumentan sin Dios, traicionan a Dios, reniegan de Él. Ellos no son mejores que aquellos que abogan por la Evolución.
– Monsieur Marvin, ¿por qué la Iglesia católica ha reconocido entonces la Teoría de la Evolución?
– Confusiones, Lavalle. Confusiones al más alto nivel. Sin embargo, nuestro santo cometido será apoyado…
En medio de su última palabra sonó el teléfono móvil de Marvin. Bebió un trago de vino tinto y después contestó con un breve «sí».
Cuando Marvin escuchó el nombre de la persona que le llamaba, se levantó y se fue a la habitación contigua. Lavalle se había convertido en algo así como el asistente de Marvin en Europa. Estaba cerca de conocer lo más sagrado, pero el joven francés debía superar aún la última prueba. Hasta entonces no era preciso que se enterara de todo.
– Cuénteme -los ojos de Marvin se cerraron en forma de rendijas-. ¿Quién es el cerdo?
– Se llama Rizzi -contestó la voz masculina al otro lado del teléfono.
Berlín, momentos más tarde
La llamada telefónica había elevado la presión sanguínea de Justin Barry al borde del infarto de miocardio y enrojecido profundamente la tez acartonada de su rostro. Aun cuando Marvin no hubo hecho referencia hasta el momento con ni una sola palabra sobre su fracaso, él sabía que esta iba a ser su última oportunidad.
Se pasó las manos por el oscuro y corto cabello, recortado según los cánones militares, y bebió un buen trago de coñac mientras miraba fríamente a su sustituto, Colin Glaser.
Colin Glaser podía pasar como el hermano gemelo del joven Alain Delon. Marvin le había convertido hacía un año en jefe de seguridad para Europa, sin consultárselo a él previamente, dejando claro una vez más que era él quien lo decidía todo.
Barry era el jefe de seguridad de los Pretorianos y formaba parte de ellos desde hacía cinco años. Dios había sido para él un simple vestigio hasta que en la primera Guerra del Golfo una granada iraquí detonara cerca de él, sobreviviendo a ella como de milagro.
En aquellos días, durante las silenciosas y estrelladas noches del desierto, recordaba los rezos olvidados de su juventud. Tendido en su camastro, en una tienda de campaña chasqueante al viento desértico y entre los ronquidos de los camaradas, sellaron su nueva alianza con Dios, jurándole su eterna lealtad y sumisión.
Finalizada la guerra, su camino le llevó al servicio de contraespionaje de la base naval de San Diego, donde años más tarde se toparía con los Pretorianos, uniéndose a ellos. Marvin y Barry se entendieron desde el primer momento. Ambos encontraron en la guerra su camino hacia Dios. Marvin, en Vietnam, y Barry, en la Guerra del Golfo. Ambos vieron en la guerra la prueba necesaria para reconocer su verdadero camino. Marvin, por otro lado, quedó prendado de la experiencia de Barry en lo referente al contraespionaje, que se ajustaban muy bien a sus planes, convirtiéndolo en jefe de seguridad.
Barry creó un equipo de seguridad completamente leal a Marvin y sus objetivos. La caza de las antigüedades fue hasta la fecha su encargo más importante, pues de ella dependía el reconocimiento de la congregación como orden eclesiástica.
– Esta vez no puede haber ningún error -murmuraba Barry mientras se dejaba caer en el sillón. Se hospedaban en un hotel de lujo bastante exclusivo de Berlín-. De lo contrario, estoy jodido.
– Verás como no -Glaser mantenía fija la mirada en el televisor y elevó de nuevo el volumen, que había apagado durante la conversación telefónica de Barry con Marvin.
«Si eso es lo que estás esperando», pensó Barry, mientras se escanció otro coñac más y repasaba los últimos días.
Primero no fueron capaces de identificar a Forster durante meses como el misterioso mecenas de museos, quien le había presentado su oferta al museo de Berlín en diferentes momentos a través de varios emisarios y canales. Tan solo hacía una semana y media lo habían logrado por fin, cuando fueron capaces de perseguir a su último emisario desde Berlín hasta Ginebra, de camino a una empresa de seguridad.
Su elección recayó en Frédéric Berg. El hombre estaba a punto de percibir su jubilación, era bajo y rechoncho, poseía una cara hinchada y ojos de comadreja que miraban culpables sin cesar a su alrededor. Trabajaba como jefe de personal en una empresa de seguridad que había proporcionado al último emisario, y estaba dispuesto a vender todo lo que querían saber por una buena cantidad de dólares.
Barry recibió la información decisiva de parte de Berg la tarde del sábado en la catedral de Saint Pierre, situada en la parte antigua de la ciudad de Ginebra.
– Nuestros hombres están cargando desde primeras horas de esta misma mañana el camión. Ya está listo. Mañana por la noche. A París. El Louvre. Llegada el lunes por la mañana. Descarga. Pernoctamos. El martes seguimos hacia Berlín. Y el regreso, el miércoles por la tarde.
Desde hacía días vigilaban la villa de Forster en el barrio situado a las afueras de Ginebra, en Collonge-Bellerive, observando su llegada el sábado por la tarde. El anciano les había obsequiado un domingo bastante movido. Se había trasladado al parque de Malagnou para admirar en el Museo de Historia Natural la copia del esqueleto de Lucy, antes de cenar copiosamente por la noche en el restaurante gourmet de un hotel de lujo.
Su guardaespaldas Antonio Ponti estuvo con él en todo momento. Este había conducido al marchante de arte de vuelta a la villa, y más adelante, a altas horas de la noche, salieron con el transporte en dirección a Francia.
Ellos habían seguido al transporte, y el asalto tendría que haber comenzado en ese momento, pero fue entonces cuando Berg contactó por teléfono para dar la horrorosa noticia.
– El no está acompañando el transporte hacia el Louvre.
– Yo mismo le he visto en un Jaguar -replicó Barry- junto con su guardaespaldas.
– Ahí lo tenéis. Ponti es una maniobra de distracción. Protege a un doble, muy parecido, bien preparado. Pero no es Forster.
– ¿Cómo puede estar tan seguro?
– Acabo de hablar con mi jefe hace un momento. El ha supervisado la salida del transporte en la villa y acaba de llegar hace unos minutos a la oficina. Reconoció al doble y le sacó el tema a Ponti. Forster va desde hace varias horas con las cosas más importantes de camino a Berlín.
La llamada del traidor había paralizado a Barry durante varios minutos hasta que decidió creer a Frédéric Berg. Dio la vuelta y se dirigió a toda velocidad en dirección a Berlín, mientras Colin Glaser asaltaba el transporte con su equipo poco después de la frontera francesa.
Frédéric Berg no había mentido, y Barry se alegró por haberle dado al hombre algunos dólares extra.
De boca de Antonio Ponti, el fiel y sumiso guardaespaldas del marchante de arte, se enteraron de la matrícula, del modelo y la apariencia del coche, cuando Glaser le apuntaba con el cañón de la pistola en la frente.
Barry trasladó la información al equipo reservista de Berlín, que había organizado entre tanto. El equipo motorista procedente de Berlín extremó la velocidad para llegar por la autovía al cruce de Hermsdorf, a unos doscientos cincuenta kilómetros de distancia, donde se encuentran la autovía A 4 procedente del oeste, y la A 9 desde el sur. No importaba la ruta que siguiera Forster, a partir de ese punto se viajaba a Berlín solo a través de la A 9.
El equipo descubrió el vehículo en una zona de obras justo después del cruce, lugar en el que simulaba una avería y controlaba con prismáticos nocturnos los vehículos a su paso, los cuales tenían que conducir extremadamente lentos para cruzar esta zona de obras de poca visibilidad.
La noticia transportó a Barry durante varios minutos a un estado de euforia. Noel Bainbridge lo había preparado todo muy bien y había capturado dos camiones. Sin embargo, más adelante, tuvo que presenciar a grandes rasgos y a través del teléfono móvil encendido el fiasco sin poder intervenir. Estaba a cientos de kilómetros de distancia cuando eliminaron a su equipo.
Dresde, noche del jueves
Wayne Snider maldecía las condenadas medidas de seguridad de la empresa, las cuales se encargaban de que ningún colaborador contara con un medio o posibilidad de descargar o introducir información desde o hacia su ordenador. Si alguien deseaba bajarse algunos datos, esto era solo posible bajo la autorización de los «admin», forma con la que se denominaba brevemente a los administradores. Estos detectaban con gran exactitud lo que se estaba grabando en cada momento. En caso de duda indagaban incluso en el cuartel general sobre cómo debían actuar. Tampoco les temblaba el pulso a la hora de controlar los correos electrónicos o cualquier flujo de datos.
Cada una de las sedes empresariales tenía bajo nómina al menos a uno de estos friquis de la informática, que estaban subordinados a la sede central, lugar en el que cualquier anomalía era transmitida de inmediato a su vez al servicio de seguridad. Sin embargo, había un flanco que no acababan de tener bajo control: el papel. No iban a ser capaces también a controlar todo lo que se imprimía día tras día.
Snider comenzó el trabajo de impresión y copió toda la información en papel. La impresora escupía fórmulas y cálculos. Snider tuvo que añadir hasta tres veces papel nuevo. Finalmente colocó el montón de hojas en su cartera.
Estaba a punto de apagar la luz de su oficina, cuando se acordó de Chris y su análisis óseo. Hasta ese momento no había ocurrido nada con la prueba. Las células estaban muertas y con ellas su ADN. El suero de crecimiento no funcionaba. Snider ya no esperaba que cambiara nada al respecto. Había utilizado un kit de despegue con una fuerte solución nutritiva: sin éxito. Esta solución contenía varias vitaminas, azúcares, sales, aminoácidos esenciales, glutamina, cisteína y suero. La temperatura en la incubadora alcanzaba los treinta y siete grados centígrados. Con todo ello, las señoritas disponían de todo lo necesario para que, a partir de la masa ósea, surgiera un cultivo celular apto para su estudio.
La solución nutritiva era quizás, a pesar de su potencia, demasiado débil. Cuando los restos celulares eran viejos y desgastados, la estimulación para su división celular no podría ser nunca lo suficientemente fuerte, siempre y cuando aún hubiera vida en las células.
Apenas se había acordado de su amigo de juventud durante los últimos tres días. Sus propios problemas le tenían demasiado ocupado. Tuvo que redactar un memorando con las últimas informaciones, añadiendo asimismo detalladamente todas las fórmulas, resultados de investigación y pasos de producción. Había invertido mucho tiempo en introducir tres errores decisivos que iban a ser su seguro de vida.
Chris y sus huesos se habían convertido en una pequeña distracción. Él aceptó el experimento por su vieja amistad, aun cuando no creía en la historia de su amigo de juventud. La conversación por teléfono de aquella mañana con todas esas confusas explicaciones era una auténtica tomadura de pelo. Un marchante de arte, quien quería hacer penitencia, una última voluntad… un transporte y un asalto… ¿Cómo de tonto pensaba Chris que era?
No importaba. Que su amigo ocultara sus secretos; él tenía los suyos.
Snider resollaba escéptico, «miraré de nuevo y entonces acabaremos con los sentimentalismos». Cada minuto en el laboratorio le alejaba de los problemas de su casa. En cualquier caso, las discusiones domésticas se habían convertido en insoportables. Incluso la noche anterior habían discutido de lo lindo, cuando le dijo a su mujer que tenía que salir de viaje. «¿Otra vez…?».
Posó su cartera y se fue al laboratorio. Le dejaría una nota a Jasmin para que destruyera los cultivos cuando viniera durante el fin de semana a darle de comer a los animales.
La explosión fue grandiosa. Abrió de golpe la compuerta de la incubadora. Donde por la mañana la solución nutritiva aún cubría el fondo de las cápsulas de Petri, se agolpaban ahora cultivos celulares en crecimiento. El fondo de algunas cápsulas estaba completamente cubierto de cultivos celulares.
– Increíble -murmuró Wayne Snider-. ¿Pero esto qué es? Chris, quizás obtengas todavía tu análisis.
Se puso los guantes de un solo uso y una mascarilla, y rellenó nuevas cápsulas de Petri con soluciones nutritivas, cubriendo con una pipeta partes del nuevo tejido celular como nueva cepa en las soluciones nutritivas.
En ningún momento reflexionó acerca de si necesitaría en algún momento los subcultivos. Era pura rutina incluir subcultivos para que, en caso de análisis erróneos, se contara con material adicional de análisis.
Snider miró el reloj. Si trabajaba con celeridad, podía conseguir el análisis. Solo debía estar atento a no alterar los planes previstos dentro del tiempo del que disponía. La amistad tampoco daba para tanto.
Le sobrevino una expectación y una furtiva alegría, como si se tratara de la primera vez en su vida que creaba un cariotipo [26]. A través del análisis del número de cromosomas, le podría decir a Chris si el hueso provenía de un ser humano o de algún animal.
«Chris, cuando son sesenta cromosomas, se trata de un hueso de una res. Y si son cuarenta y ocho, se trata de una rata… como yo».
Berlín, viernes
Los alrededores del Museo de Pérgamo constituían una obra única y descomunal. En cualquier lugar se abrían zanjas en las calles, se colocaban nuevas tuberías y se renovaba el asfalto. Después de buscar largo rato, Chris aparcó el coche en un hueco cerca de la Universidad Humboldt, y giró las señales que prohibían el estacionamiento con la indicación «Solo vehículos autorizados» en dirección al paso peatonal. Se trataba de una posibilidad muy remota que algún vehículo de la obra necesitara ese hueco un viernes por la tarde.
Un peatón denostó su insolencia y le amenazó con acudir a la policía a la par que continuaba caminando y mostrando su descontento, cuando Chris comenzó a correr en dirección al Schlossbrücke [27]. En la plaza Lustgarten, personas ávidas de sol retozaban en las enormes instalaciones al aire libre mientras disfrutaban del calor de la tarde. Chris sacó su esterilla de tela y se recostó en el césped. A continuación, empujó la mochila debajo de la cabeza y se quedó contemplando el juego de aguas de la fuente. Sentía cómo el sol le calentaba el rostro, y cerró los ojos mientras escuchaba las risas y el entresijo de voces a su alrededor.
Había salido de Colonia esa misma mañana con un coche de alquiler y se apeó en el pequeño hostal, que siempre reservaba en sus visitas a Berlín, situado en el céntrico barrio de Wilmersdorf.
Cuando sonó el teléfono móvil pensó primero que sería Ina, que seguramente querría saber alguna cosa de algún contrato. Sin embargo, era Jasmin.
– Me alegro mucho de escuchar tu voz -dijo suave-. ¿Dónde te has metido? -se obligaba a sí mismo a permanecer tranquilo, aunque hubiera podido bailar de alegría.
– De viaje -sonaba bronca y distante.
Chris estaba perplejo. Le dejó varios mensajes en su contestador automático, se preocupó; pero ella se mostraba tan fría como el hielo antártico.
– ¿Formo ya parte del pasado? -preguntó él-. ¿Cuando aún no ha empezado todavía?
– ¿Perdona?
– Me alegro de tu llamada…
– Perdóname, estoy totalmente desconcentrada. -Su voz se tornó de repente más suave.
– ¿Qué es lo que está pasando? Primero no das señales de vida, no sé dónde te encuentras, y ahora… Habíamos quedado en vernos el fin de semana. ¿Qué es lo que pasa?
Ella callaba. A continuación, sollozaba. ¿Estaría llorando? Chris se incorporó.
– Jasmin, ¿qué es lo que te pasa?
– Ahora no, ¿vale? -ella callaba de nuevo. A continuación, su voz de pronto sonó de nuevo con decisión-. Estoy realizando mi viaje de regreso. Me gustaría que nos viéramos este fin de semana. Mañana, ¿vale?
– Me alegro un montón.
– ¿Cuándo?
– Por la tarde, a primera hora; como muy tarde. Al fin y al cabo, Dresde no está tan lejos de Berlín.
– ¿Berlín? ¿Qué haces allí?
Él se reía.
– Tengo que cerrar aquí un trato, pero después tendré la mente despejada -hizo una pequeña pausa-. ¿Y tú? ¿Tendrás la mente despejada mañana tú también… para nosotros?
– A lo mejor -dijo ella vacilante.
– ¿Puedo ayudarte?
– Te lo contaré todo mañana. Me entenderás entonces, ¿sí? Por favor, ten paciencia. Ahora no quiero hablar más de ello. ¡Por favor! No tiene nada que ver contigo.
Chris se levantó, se sacudió las piernas anquilosadas y recorrió los pocos metros que distaban al Museo de Pérgamo, en cuyo edificio se ubicaba asimismo el Museo de Oriente Próximo.
La pequeña calle delante del museo también estaba de obras. Una alta valla techada con un camino recubierto con tableros para los peatones cubría la vista al edificio.
Cambió a la acera del otro lado de la calle y fijó la mirada por encima de la valla en dirección al majestuoso edificio de tres alas, cuya obra se había prolongado durante casi medio siglo desde la realización de los primeros planos hasta su culminación en el año 1930. Apenas vio unas pocas personas en las anchas escalinatas de entrada que dirigía a los visitantes procedentes de la calle, salvando el agua del canal Kupfergraben, hasta el patio de entrada situado más arriba.
Aceleró el paso hasta llegar al siguiente cruce y a continuación giró a la izquierda. A mano derecha se situaba ahora el dique del tranvía construido con enormes piedras de sillería, en cuya parte inferior se había instalado un restaurante. En la acera se erguían dos filas de mesas y sillas. Casi todas las mesas estaban ocupadas, motivo por el cual se tuvo que contentar con un sitio justo al lado de una columna de información de una parada de autobús. Mientras su mirada se posaba en una parejita en ropa que permanecía a la espera, él se sentó de espaldas a la columna. De esta forma pudo observar la calle que conducía en dirección al museo. Poco después pidió un capuchino y un agua.
Fue Ramona Söllner quien había propuesto el lugar del encuentro, después de que Chris hubiera rechazado uno en el museo. De buena gana habría visitado la Puerta de Istar, pero el riesgo de ser detenido en el museo como ladrón con las tablillas de arcilla en el equipaje era demasiado grande.
La profesora llegó cinco minutos antes de la hora acordada; saltaba a la vista que se había descrito a sí misma con gran acierto. Chris reconoció de inmediato la figura delgada y grácil con la melena alisada de color avellana, que le colgaba hasta la cintura. Su rostro era joven y refrescante, y sus ojos se paseaban sin cesar de un lado para otro. Llevaba un top de color crema con una falda azul marino y una americana. Chris le calculó unos treinta y tantos años. El hombre a su lado le superaba en una cabeza y vestía un traje oscuro. Los dos entraron en el restaurante, pero salieron de nuevo poco después y se sentaron en una mesa que acababa de quedarse libre. La profesora escudriñaba a los clientes como si de una horda de nuevos estudiantes se tratara.
«Señora profesora Ramona Söllner, seguramente podrías llegar a ser una buena fiera», pensó Chris mientras esperaba diez minutos y observaba cómo pedían sus bebidas.
Su acompañante se deslizaba en todo momento nervioso de un lado para otro de la silla. Lo que desde la distancia parecía en un principio un traje oscuro de trabajo, en realidad era un hábito oscuro con estola. El uniforme de calle de la Iglesia. El hombre era sacerdote. Su cara parecía estar tensa, y las gafas con sus cristales redondeados le proporcionaban el aspecto de una lechuza.
«Nada sospechoso», pensó Chris, cuya mirada se deslizó por última vez por encima de la carretera hacia los clientes, antes de levantarse y aproximarse sorteando las filas de mesas.
– ¿Señora profesora Söllner?
– ¿Sí? -sus ojos eran de color avellana, al igual que su pelo, y muy despiertos. Su voz humosa le resultaba familiar por su conversación por teléfono. Sin embargo, aquí sonaba más seductora.
– Si no les importa… me sentiría mucho mejor allí detrás -Chris apuntaba a su mesa y volvió hacia allí.
– ¿Desde aquí tiene una mejor panorámica, eh? -consultó divertida, cuando se sentó enfrente de Chris. Alrededor de las comisuras de su boca se podían observar unos pliegues llenos de ironía queriendo demostrar cierta superioridad.
– Más o menos -murmuró Chris.
– ¿Cómo he de llamarle?
– Dejémoslo en Rizzi.
Ella había querido retrasar mediante otra llamada telefónica el encuentro para la misma mañana de la semana próxima. Chris fue capaz de prevalecer con su propuesta con la amenaza de que había previsto, de manera alternativa, un encuentro para el próximo lunes con el representante del Museo Británico.
– Está bien… Rizzi. Aquí tiene su reunión. ¿Y ahora qué? -de repente su voz humosa se intensificó a través de un tono burlesco.
Chris analizaba a su acompañante.
– Ah, disculpe -ella sonreía triunfante-, Thomas Brandau. Otro amigo del arte de Oriente Próximo.
– Y también sacerdote. ¿Por qué está tan nervioso? -preguntó Chris-. ¿Acaso hay algo que le preocupe?
Las manos de Brandau se aferraron a la copa de vino.
– No me gustan estas formas conspirativas.
– Aquí no hay nada de conspirativo -dijo Chris seco-. Simplemente quiero deshacerme de lo que un hombre llamado Forster me entregó para su club. Nada más.
– ¿Y de qué se trata? -interpeló ella y dobló las piernas para colocar las manos entrelazadas sobre su muslo derecho, exactamente en el mismo lugar donde el dobladillo de la falda daba paso a su pierna desnuda y bronceada.
Chris se esforzó en no mirar demasiado tiempo y rescató la mochila de abajo de la mesa. Sacó de ella un sobre y de su interior extrajo varias fotografías.
– ¿Solo fotos? -la profesora tomó las fotografías y les echó un breve vistazo. Aburrida le devolvió las imágenes a Chris-. Si no dispone de mayor… Usted propuso el encuentro…
– Aún nos encontramos en una fase previa… No creerá realmente que llevo los tesoros conmigo a cualquier parte así como así.
– Con Forster había llegado ya más lejos -espetó ella de forma mordaz-. Él, al menos, me hizo llegar una copia del texto.
– Mucho mejor -Chris soltó divertido una carcajada-. Entonces ya sabrá lo valiosos que son estos chismes.
Ella sonreía creyéndose superior y presionó ligeramente el tablero de la mesa.
– Rizzi; o como quiera que se llame. ¿Tiene usted la más remota idea de lo que está transportando?
– Cuéntemelo usted -murmuró Chris.
– Las tablillas no tienen precio, si se quiere medir el valor de la historia cultural del mundo.
– Y pertenecen a la Sociedad Oriental Alemana -añadió Brandau, mezclándose en la conversación. Su voz desplegaba un tonillo vibrante cargado de un impaciente desprecio-. Pues fue ella la que financió las excavaciones en Babilonia donde fueron descubiertas las piezas. La Sociedad había suscrito en su día un contrato legal para los descubrimientos. Puede estar contento si no involucramos a la policía.
– Existen otros compradores…
– Por supuesto que los hay -Los ojos de color avellana de Ramona Söllner centelleaban amenazantes-. Otros museos, o coleccionistas privados. Pero eso precisamente era lo que no deseaba Forster. Eso fue al menos lo que me transmitió.
– ¿Usted le conocía?
– No. Solo enviaba emisarios. Forster nunca salió a escena. Sin embargo, hemos hablado varias veces por teléfono.
– ¿Entonces aún no ha visto las tablillas de escritura cuneiforme en su forma original? -preguntó Chris, quien, una vez más, tenía la sensación de que Forster le había mentido de lo lindo.
– No. Hasta el momento solo vimos fotografías. Aunque eso sí, mucho mejores que las que tiene en ese sobre. Y además tenemos fragmentos de una copia del texto y su traducción. ¿Usted no nos puede ofrecer nada más?
Chris vaciló, pero sin una prueba no daría ningún paso al frente. De su mochila, sacó el plano deshilachado sobre el papel amarillento que había encontrado al lado de las tablillas.
Sin apresurarse, Ramona Söllner cogió la hoja y clavó su mirada en él. Con el dedo índice de su mano derecha imitaba los trazos sobre la hoja hasta volver de nuevo a la cruz de la parte inferior del dibujo.
– ¿Usted sabe lo que es esto?
– No -dijo Chris-. No tengo ni la más remota idea. Parece impreso, como sacado de un libro.
– Y lo es -contestaba ella a la vez que ignoró la mano estirada de Brandau, permaneciendo aferrada a la hoja-. Se trata de un plano de situación del libro Babilonia resucitada [28] de 1913, escrito por Robert Koldewey, el hombre que excavó Babilonia en nombre de la Sociedad Oriental Alemana. Koldewey describió en él los resultados de las excavaciones. -La profesora giraba el dibujo en sus manos.
»Falta la leyenda… Aquí, a la izquierda está el Éufrates, y aquí están todas las instalaciones; captadas y dibujadas de forma excepcional -dijo finalmente.
– ¿Qué tiene de especial?
– ¿Realmente no tiene ni la más remota idea, eh? -siseaba Brandau mientras centraba con menosprecio su mirada en Chris.
– No, no la tengo -a Chris le hubiera encantado en ese preciso instante darle una bofetada al sacerdote. Con cada minuto, el hombre se hacía más inaguantable.
– Koldewey es el padre de la arqueología moderna -explicaba Ramona Söllner-. Fue el primero en realizar las excavaciones de forma sistemática y en tomar mediciones del terreno. Su metodología continúa siendo incluso hoy un referente en las excavaciones más modernas. El sentó las bases de la arqueología moderna.
– ¿Ha estado en el museo? -preguntó Brandau de repente en mitad de los dos.
– No -contestó Chris.
– Es una pena -su voz era como un auténtico pozo de desaire-. Precisamente este año se organiza una pequeña exposición extraordinaria en torno a la figura de Koldewey y sus logros. Le viene muy bien a uno para su cultura.
– Está bien -intercedió la profesora mientras meneaba el dibujo-. La cruz indica el lugar en el que se han encontrado las tablillas de las que se quiere desprender.
– ¿Cómo lo sabe?
– Por Forster… cómo si no.
Chris estiró la mano derecha y mantenía su mirada fija en el plano que le estaba devolviendo la profesora.
– La cruz se encuentra en un lugar que ha sido caracterizado con las letras «EP». Y al lado hay una «Z». ¿Qué significan?
– ¡Dios mío! -endilgó Brandau mientras entornaba los ojos con desaire.
– Koldewey descubrió un templo que había sido erigido en honor de una divinidad desconocida todavía en tiempos del arqueólogo -dijo la profesora mientras le echaba una mirada en señal de advertencia al sacerdote-; por eso la «Z». Hoy en día se ha dado un paso hacia delante. Se trata del templo de Ishara, la diosa de la justicia. Quizás le diga algo el código de leyes del rey Hammurabi. Babilonia disponía de un sistema legal bastante desarrollado, ideado precisamente para proteger a los más débiles. Y para todo tenían a un dios diferente. Las siglas «EP» hacen referencia al templo de la divinidad Ninurta.
– Cuénteme lo que hay escrito en las tablillas.
Chris observaba al sacerdote, quien oscilaba entre el estado del nerviosismo y la impaciencia. En función del estado de ánimo que ostentara en ese momento la supremacía, se deslizaba sin sosiego en su silla, pellizcaba su traje con los dedos o lanzaba suspiros mientras arrugaba la cara malhumorado.
– ¿Cómo se imagina que lo hagamos? Le recuerdo que es usted el que las tiene -ella sonreía triunfante mientras pellizcaba de forma visible con sus cuidadas manos el dobladillo de su falda.
– Usted misma comentó que recibió una copia del texto -contraatacó Chris y soltó una risotada mientras mantenía su mirada fija en los ojos de ella-. Y el texto la embriagó. De lo contrario, no habría aceptado el precio de Forster.
Transcurrieron unos segundos hasta que desaparecieron las chispas en los ojos de Ramona Söllner.
– Solo era para comprobar que lo que decía Forster era cierto…
– Además le haré una buena rebaja.
– Para ello, tengo que ver primero las tablillas.
– Si me da el dinero… -Chris sonreía de oreja a oreja-. No veo ninguna cartera. Esa cantidad no cabe simplemente en el bolsillo del pantalón.
– No tenemos aquí el dinero.
– Lo siento. No pensé que quisiera salirse del trato.
– Tampoco quiero. Necesito comprobar primero las antigüedades, entonces traeremos el dinero.
Por supuesto que necesitaban hacerlo. Antes de echar mano a la mochila, echó una mirada hacia las demás mesas.
Era el comienzo normal de un fin de semana cualquiera. La gente disfrutaba del sol, conversaba acerca de los problemas cotidianos y sus pesados jefes. Un autobús atravesó lentamente la calle y se paró a sus espaldas; las puertas se abrieron dando un silbido.
Giró la cabeza. La parejita vestida con ropa motera negra continuaba esperando de pie en la parada. La cabeza del hombre estaba totalmente afeitada y los ojos de la joven mujer estaban oscuramente maquillados.
Brandau y Söllner persiguieron escrupulosamente sus ojeadas alrededor. Mientras ella sonreía divertida, el sacerdote se limitaba a menear la cabeza.
Chris metió la mano en la mochila, sacó de ella una caja de plástico duro y lo abrió. Brandau respiró hondo cuando Chris separó los dos trapos de algodón en el que estaba envuelta la tablilla de arcilla.
– Inculto -siseó el sacerdote.
– Pero práctico -respondió Chris.
– ¿Me permite? -preguntó la profesora.
Las disputas de los momentos anteriores parecían haberse desvanecido. La mujer, hacía un momento aún ligeramente altiva y examinante por la situación, se convirtió de pronto en una experta completamente concentrada, presa de la singular pieza arqueológica.
Sus manos flotaban sobre las tablillas de arcilla. Las contracciones de los dedos le indicaba a Chris el ansia por tomar la reliquia en las manos.
Fuertes risas provenían de las demás mesas, las copas y la vajilla tintineaban, pero la profesora pareció haberse aislado en su propio mundo.
Sus manos cogieron con precaución la pequeña tablilla de arcilla, que apenas alcanzaba los diez centímetros. Estaba repleta de signos que se apretujaban entre sí, los renglones se desviaban apenas perceptiblemente de forma oblicua hacia abajo, como si su autor no hubiera sido capaz de sostener de forma continuada la separación de los renglones.
La científica giraba la tablilla una y otra vez cerca de sus ojos. La tensa expresión de su cara de repente dio paso a la decepción.
– Qué pena -dijo finalmente y devolvió la tablilla con decisión, posándola en la mesa.
– ¿Por qué? -Brandau primero la miró a ella, después a Chris-. ¿Acaso no es lo que…?
– Sí y no -la profesora examinaba a Chris con una seria mirada-. Rizzi sabe más de lo que dice.
Brandau continuaba meneando la cabeza sin entender una sola palabra, echó mano de los trapos de algodón sobre los que descansaba la tablilla, y tiró de ellos hacia él. Su rostro estaba colorado y la vena del cuello palpitaba como una bomba de presión. Excitado, tomó la tablilla. Durante la acción, los trapos de algodón se cayeron al suelo y Brandau posó la tablilla entre juramentos. A continuación se agachó para tentar torpemente con los dedos en busca de los trapos, antes de posarlos en la mesa para disponerse a coger de nuevo la tablilla.
Sin embargo, Chris agarró al sacerdote por la muñeca justo antes de que su mano rozara la tablilla.
– Déjelo. Ella es la experta. Puede que a usted se le caiga.
– ¡Suélteme! -siseó el sacerdote-. ¡Yo no me reúno con un buscavidas y ladrón para que encima me insulte!
Chris apretó aún con mayor fuerza hasta que el sacerdote retiró la mano. Cuando Chris soltó su muñeca, la mirada de Brandau se enturbió por completo. Chris sonreía. El sacerdote le deseaba todas las torturas del infierno.
– Se trata de una de las tablillas de Nabucodonosor. Se puede ver su sello -la profesora miró hacia Brandau-. Sin embargo, no es una de las tablillas que representan realmente el verdadero valor de estas reliquias.
– Lo siento -Chris sonreía-. Tuve que hacerle un pequeño test. ¿Cómo iba a saber si no que es usted la que dice ser?
– La desconfianza domina su vida, ¿eh? -el tono de Brandau retumbaba cargado de desprecio.
– Forster está muerto, ¿no basta con eso? -Chris meneaba la cabeza. Brandau era una persona desagradable pero inofensiva, que vivía detrás de sus murallas en una especie de isla de bienaventuranza. Dos meses en la brigada de homicidios, y el hombre pensaría de forma muy distinta-. ¿Qué es lo que dice?
– ¿De verdad que no lo sabe? -Ramona Söllner miraba al principio con expresión incrédula a Chris, pero instantes después comenzó a reírse-. ¿Cómo iba a saberlo usted? Nabucodonosor II cuenta en sus tablillas sobre su victoriosa marcha contra Kish, la cual conquistó e incorporó a su reino. Al menos eso es lo que cuenta la traducción que nos suministró Forster. Esta tablilla describe la entrada triunfal en Kish, si lo he entendido bien ahora sobre la marcha. Tras su victoria, Nabucodonosor II se llevó las reliquias sagradas del templo de Kish dedicado a la divinidad Ninurta, las cuales fueron veneradas a partir de ese momento en el templo de la diosa Ninurta de Babilonia.
– ¿Kish? -Chris recordó haber escuchado pronunciar a Forster ese mismo nombre en Toscana.
– Una antigua ciudad-reino de Mesopotamia en tiempos de los sumerios, al igual que Uruk.
– No lejos de Babilonia -añadió Brandau condescendiente-. Casi se podía observar a simple vista. Distaba apenas cien kilómetros. En aquellos tiempos todas eran ciudades-estado, cada ciudad un reino. Era la época de la formación de los primeros estados, de manera sangrienta y violenta.
Chris arrugó la frente.
– ¿Qué tiene que ver un hombre de Dios con tablillas de arcilla sumerias y los dioses paganos de Babilonia?
Berlín, viernes
Chris aguardaba expectante la respuesta del sacerdote, pero Brandau se limitó a mirar a la profesora sin pronunciar ni una sola sílaba, concediéndole a ella la palabra.
– Cuando este desconocido nos hizo la oferta a través de sus hombres de contacto y nosotros nos enteramos de dónde provenían las piezas y la historia que podría ir unida a ellas, hemos comenzado a investigar, como es natural, en nuestros archivos. ¿Lógico, no? -los ojos de Ramona Söllner centelleaban como si estuviera sermoneando a uno de sus estudiantes.
»Koldewey informó en una carta a la Sociedad Oriental precisamente de la muerte de dos ayudantes de excavación. Él clasificó el suceso como un acto privado de venganza entre diferentes tribus -ella reflexionó un momento-. Además, en aquel entonces, los beduinos llevaron a cabo cada vez nuevos asaltos.
– Quiere decir entonces que la historia de Forster, de cómo han sido robadas las obras de arte, es auténtica.
Ramona Söllner parecía estar pensando en ello; Chris aprovechó la ocasión para posar su mirada en los demás clientes, de los cuales nadie parecía estar interesado en ellos.
– ¿Le ha contado también algo sobre lo ocurrido a finales de los años veinte? -preguntó ella por fin.
Chris meneaba la cabeza en señal de negación.
– Las antigüedades ya nos habían sido ofrecidas en otra ocasión.
Chris apenas se sorprendió. El ladrón y asesino querría haber hecho caja.
– ¿Usted sabía que la Sociedad Oriental y todo el Museo de Oriente Próximo, así como otras muchas piezas de los demás museos de Berlín, se lo debemos todo a un solo hombre? ¿Ha escuchado alguna vez algo sobre James Simon?
– No.
– Como tampoco casi todo Berlín. Pregunte hoy si alguien conoce a este hombre -Söllner meneaba repugnada la cabeza-. Ni siquiera le han puesto su nombre ni a una sola calle.
– ¿Y de quién se trataba?
– James Simon procedía de una familia de empresarios con raíces en Mecklenburgo, que había hecho fortuna con las telas. Su pasión oculta era el arte; en todas sus versiones. Creaba colecciones y promovía excavaciones arqueológicas.
– Tendrá que contarme algo más. No tengo ni la más remota idea -murmuró Chris.
– Los ingleses y franceses surcaban desde hacía siglos las arenas desérticas de Egipto y Mesopotamia. Alemania no quiso ser menos, pero no había nadie que organizara el proyecto en condiciones y financiara los medios necesarios. Fue Simon quien tomó la iniciativa de fundar la Sociedad Oriental Alemana haciendo posible, gracias a sus contactos y su dinero, que Alemania pudiera excavar también en Oriente Próximo. Fue él quien le proporcionaba el dinero a los diversos centros de excavación, así como para conseguir los permisos de excavación. Fue él también quien le cedía las piezas a los museos, al igual que otras muchas obras de arte. Si no hubiera existido este hombre, los museos de Berlín no serían hoy en día ni la sombra de lo que son.
– Así es la vida -murmuró Chris-. ¿Y cuándo aparece Forster en todo este asunto?
– Un desconocido se dirigió a Simon a finales de los años veinte, ofreciéndole la venta de las mismas tablillas que ahora posee usted. Por dinero. Mucho dinero. De la misma forma: a través de emisarios y de forma anónima.
– ¿Y por qué no cuajó en aquel entonces?
– No lo sabemos con exactitud. Parece ser que hubo un contacto con un representante de la Sociedad, pero no directamente con Simon. Al menos así se deduce a partir de los fragmentos correspondientes a los informes que hemos encontrado. Puede que Simon no hubiera podido hacerse con el dinero. La Primera Guerra Mundial y los tiempos posteriores lo empobrecieron a él como también a muchos otros. Ya no era el rico mecenas de antes de la guerra. Eso había acabado. Además, ya estaba muy enfermo. En cualquier caso, este dato no tiene ninguna importancia para nuestra transacción. Sea como fuere, hubo un contacto en Berlín, y este contacto después… involucró a la Iglesia.
Chris rebuscaba entre sus recuerdos. Forster no había mencionado ni una sola palabra de todo eso. Ni aquella noche en Toscana ni tampoco en el labrantío.
– Por supuesto quisimos seguirle la pista a este pequeño indicio. Sabíamos que hubo ciertos documentos que fueron enviados en aquellos tiempos a la nunciatura. Pero poco después, el antiguo nuncio regresó a Roma. Intentamos descubrir un poco más sobre este asunto desde que Forster se contactó con nosotros hace aproximadamente medio año. Ahora también puede comprender la tarea de Brandau en este trato, como usted lo llama. Él trabaja de forma activa en la Sociedad Oriental, colabora con el Obispado e impulsó las investigaciones en Roma, una vez comprobado aquí lo que había ocurrido en aquel entonces.
– ¿Y? -preguntó Chris con una seca tensión.
– La Iglesia mantiene una relación discrepante con las excavaciones de Mesopotamia -explicaba Ramona Söllner, tranquila-. Desde la Revolución Francesa, el poder de la Iglesia sufrió un claro retroceso y sus fortunas fueron requisadas en muchos países. Se cerraron monasterios y se prohibieron muchas órdenes religiosas. La Iglesia fue considerada el pilar del poder feudal y, posteriormente, fue objeto de otro duro golpe. Un golpe dirigido contra su fe, contra sus fundamentos.
– Cuénteme más -demandaba Chris-. Parece muy interesante.
Chris sabía muy poco de la historia de la Iglesia, así como de los abismos relativos a la interpretación de la fe. Su formación religiosa era protestante y su punto final había coincidido con las clases de catequesis para la confirmación. Se casó por la Iglesia, sí, pero por lo demás entró en cualquier iglesia por motivos puramente turísticos.
– Gracias a las excavaciones realizadas en Mesopotamia y Persia, que comenzaron en realidad con fuerza durante el primer cuarto del siglo XIX y que fueron llevadas a cabo exclusivamente por ingleses y franceses, salieron a la luz los tesoros y las construcciones de miles de años de antigüedad procedentes de antiguas civilizaciones; y tablillas de arcilla -explicaba la profesora mientras hacía un gesto en dirección a la pequeña tablilla que descansaba sobre la mesa.
»Se estableció una nueva ciencia: la asiriología, cuyo nombre es tomado de los asirios, quienes fueron los primeros en fundar un imperio en esta región. Se trata precisamente de la ciencia a la que me dedico. Una vez que se consiguió descifrar su escritura y se tradujeron los textos, la polémica estaba servida -hizo una pausa y dio un sorbo a su agua.
– ¿A qué polémica se refiere? -preguntó Chris.
El sacerdote quiso iniciar una respuesta mientras contraía amargo su rostro. Sin embargo, la científica le analizó a través de una breve mirada de soslayo y se le adelantó.
– Se identificaron pueblos y lugares del Antiguo Testamento y se comenzó a cuantificar el nivel de veracidad de la Biblia. Se encontraron diferentes divergencias, en ocasiones muy profundas. Afloraron las primeras dudas con respecto a la Biblia. Un descubrimiento importante fue el hecho de que algunos pasajes del Antiguo Testamento aparecieran recogidos en una forma literaria mucho más antigua; precisamente en este tipo de tablillas.
– ¿La Biblia fue copiada? -los ojos de Chris centelleaban divertidos.
– Eso era precisamente lo que me temía -irrumpió Brandau interrumpiendo su silencio-. La Biblia no es una copia. Dios mismo es el creador de la Biblia. Ella nos muestra sin margen de error alguno las verdades necesarias para nuestra salvación.
– Sin embargo, sí…
– Nosotros los cristianos veneramos el Antiguo Testamento como la palabra verdadera del Señor. ¿Va a dudar usted del canon de las Sagradas Escrituras?
– Bueno -dijo Söllner rectificándose ligeramente-, en cualquier caso, se sucedieron profundas disputas. La clase media comenzó a interesarse por las excavaciones, porque de repente se encontraba en entredicho la veracidad de la Biblia. En Alemania sería el científico Friedrich Delitzsch, director del Departamento de Oriente Próximo de los Museos Reales, quien desató en realidad la tormenta cuando dijo que la Biblia se había desarrollado, no solo de forma literaria, sino también de manera religiosa y ética a partir de sus precursores babilónicos. Incluso llegó a negarle al Antiguo Testamento la revelación de Dios.
– Las confusiones de una sola persona -siseó Brandau excitado-. Un estúpido ataque contra lo más sagrado de nuestro credo.
– En cualquier caso, Delitzsch viajó con su disertación a través de Europa y Norteamérica, proporcionándole un fuerte impulso a la cuestión de la veracidad de la Biblia. Desató una auténtica tormenta.
– Las críticas no tardaron en caer desde todos los ámbitos. Con razón. Incluso el mismísimo káiser Guillermo II tuvo que llamarle al orden. ¡Delitzsch! -Brandau hizo un gesto desdeñoso con la mano.
Chris pudo sentir la tensión que se iba acumulando entre la científica y el sacerdote. Söllner aportaba hechos, y Brandau los echaba por tierra de inmediato con meras interpretaciones.
– Este tipo de revelaciones van arrinconando cada vez más a la Iglesia. ¿Es así, no? -preguntó Chris.
Brandau soltó una carcajada de desprecio.
– Haría falta algo más. Hasta la fecha nuestra fe ha sido capaz de superar todos estos incalificables ataques.
– ¿Entonces aún hay más?
– Ya lo creo -dijo Söllner tomando de nuevo el hilo de la conversación-. También están los detractores a la Iglesia, los cuales se ocupan de forma rigurosamente científica de este tema con el propósito de arrancarle la máscara a la fe.
– Personas perdidas que, bajo el postulado de la ilustración, desean manchar lo divino. ¡Pero no lo conseguirán!
– No debería atribuirle a todos los científicos solo motivos negativos -se dirigía de repente la profesora hacia su acompañante-. No nos servirá de nada si nos enfrascamos ahora en una disputa entre Ciencia y Religión.
La tensión entre ambos confundía a Chris. «¿Dónde se encontraban los intereses comunes con respecto a las tablillas de arcilla, si tenían una opinión tan distante en cuanto a su significado? ¿Cuál sería el fondo de la cuestión?».
Chris metió una vez más la mano en la mochila y sacó otra tablilla envuelta, al igual que la primera, en dos trapos de algodón.
– Esta es una de las tablillas más antiguas -dijo mientras desplegó de golpe la tela-. Forster me explicó que se podía reconocer en los signos y en la propia arcilla. Seguro que usted también podrá hacerlo.
La profesora asentía con la cabeza.
– Dígame por qué son tan valiosos estos chismes, y entonces podremos cerrar el trato. Yo desaparezco y ustedes pueden dedicarse por completo a sus disputas. Yo tengo otros problemas.
Al igual que con la tablilla anterior, ella estudió la pequeña tablilla con gran detenimiento. Después de un rato, sacó una funda de su bolso de mano, la abrió y sacó de ella una lupa.
Inclinada hacia delante, observó durante varios minutos los signos impresos en la arcilla.
– En efecto, se trata de una de las tablillas más antiguas. Según puedo comprobar sobre la marcha, este texto coincide con uno de los pasajes traducidos que nos envió Forster.
– ¿Cuáles? -gruñó Brandau.
– El Diluvio Universal.
– ¿El Diluvio Universal? -Chris soltó divertido una risotada-. En casi todas las culturas existen historias al respecto. Y en el Mar Negro se encontraron incluso pruebas de haber realmente ocurrido. Algunos pueblos inundados a mucha profundidad del nivel del mar. ¿Qué importancia puede tener?
– También se han encontrado pruebas durante las excavaciones en la ciudad real de Ur en Sumeria. Capas de barro de varios metros de grosor situadas entre las capas de asentamiento que se ajustan cronológicamente a la fecha estimada de los hechos. Pero esto significa algo más. Se trata de la descripción más antigua del Diluvio Universal -ella pasó las manos a través de su largo cabello para luego lanzarlo de un solo manotazo hacia atrás-. Es más antigua que la descripción del diluvio en la Epopeya de Gilgamesh [29], y más vieja incluso que los relatos de Ziusudra [30], la crónica más antigua encontrada hasta la fecha.
Chris comenzó a reflexionar. Tras su regreso de Dresde aprovechó los dos días en Colonia para descubrir un poco más acerca de los orígenes de la escritura, Mesopotamia y sobre los objetos que transportaba.
Entre tanto, también él se había topado con la misma epopeya en la que se relataban las aventuras del rey Gilgamesh. El rey procedía de Uruk, la primera ciudad del reino de los sumerios, y se había propuesto ir en busca de la vida eterna sin poder encontrarla. En esa misma epopeya se recoge asimismo la primera descripción del Diluvio Universal.
– ¿Qué o quién es Ziusudra? -preguntó Chris.
– Según relata la Biblia, Dios le otorga al hombre, en concreto a Noé y por lo tanto a toda la humanidad, la oportunidad de sobrevivir. Es decir, gracias a la misericordia de Dios.
El sacerdote interrumpió a la profesora.
– … Entonces el Señor destruyó toda vida en la Tierra. ¿Lo reconoce, Rizzi? -dijo mientras miraba serio hacia Chris-. ¿O acaso es pagano?
»Dios bendijo a Noé y a sus hijos, y les dijo: «Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra… He pensado establecer mi alianza con vosotros y con vuestra futura descendencia… Yo os prometo: no destruiré la vida una segunda vez… Esta es la señal de la alianza que para las generaciones perpetuas que pongo entre vosotros y yo y todo ser vivo que os acompaña». La Biblia, Rizzi, la verdadera historia está escrita en la Biblia.
La científica permaneció mirando al sacerdote, y esperó hasta que este callara.
– El texto sumerio sobre Ziusudra es más antiguo que la epopeya de Gilgamesh, que desde hacía mucho tiempo era considerada la crónica más antigua sobre el Diluvio Universal. Y además cuenta algo muy diferente: en ella, los dioses juraron destruir a los hombres, pues perturbaban la paz con su ruido. Los hombres comenzaron a resultarles molestos a quienes habían creado con barro para hacerles trabajar como esclavos. ¿Y por qué sobreviven los hombres? No porque el dios o los dioses cierren un pacto, como describe la Biblia, no, sino por traición. Un dios llamado Enki previno a un hombre llamado Ziusudra: «Oh Ziusudra, habitante de Surippak, / destruye tu casa, / construye un barco, / desdeña la riqueza, / abandona a los dioses, / conserva la vida». Forster defiende ahora que sus tablillas y su crónica sobre el Diluvio Universal son más antiguas que las de Ziusudra…
Chris comenzaba a entender poco a poco el interés de la científica. Para los estudiosos de la Antigüedad, la aparición de revelaciones más antiguas constituía una auténtica primicia. «Sin embargo, ¿qué podía tener de sensacional el descubrimiento de un texto más antiguo con un contenido similar o idéntico?».
– Tiene que haber algo más detrás de todo esto…
Ramona Söllner permaneció con su mirada anclada en Chris durante largo rato, antes de contestar.
– Aunque Forster solo nos haya enviado fragmentos de la traducción…
– ¿Y qué?
– … Pero si es cierto lo que dice la traducción, entonces… -ella vaciló, pero comenzó de nuevo a continuación-. Estas tablillas son de un rey que vivió después del Diluvio Universal y que en un principio relata la historia de Ziusudra…
– Diga de una vez lo que tenga que decir -exigía Chris-. ¿Si todo esto era sobradamente conocido, y la versión de Ziusudra ya se había descubierto, qué había de nuevo en un relato o una nueva variante?
– El relato del rey comienza confirmando la crónica de Ziusudra. Sin embargo, luego viene lo realmente nuevo, sí, lo realmente inaudito.
– Por qué se empeña por tenerme en ascuas?
– El texto contiene, además del mito de Ziusudra, un mensaje completamente diferente.
Chris pudo observar cómo Brandau colocaba su mano sobre el antebrazo de la profesora con el afán de hacerse visiblemente perceptible. Sin embargo, ella elevó su voz humosa. El tono, modulación y articulación de su voz contenían de repente un componente extrañamente reverente.
– Las tablillas contienen fragmentos del decálogo. De forma primitiva. Una forma muy primitiva.
– Decálogo -Chris soltó un ruidoso suspiro, vaciló, antes de revelar su ignorancia-. ¿Qué es eso?
Brandau resollaba con desdén.
– ¿De verdad que no lo sabe? -la profesora le miró con gesto serio.
– No. ¿Debo…?
– Los Mandamientos…
– ¿Los Diez Mandamientos de la Biblia? ¿Del Antiguo Testamento?
Cannes, viernes
La pequeña embarcación viraba en dirección a la isla de Saint Honorat. Dufour estaba sentado en la popa y observaba absorto el grandioso panorama de los Alpes Marítimos [31] al noreste de Cannes. El vivía en Valbonne, cerca del centro de investigación de Tysabi. Hoy, en cambio, no se dirigía a la clínica, sino que acababa de recorrer con su coche los pocos kilómetros hacia Cannes. Una vez allí aparcó el coche en el enorme estacionamiento situado en el extremo suroccidental del puerto, comprándose a continuación en el muelle del transbordador insular un billete para esperar junto con los turistas el momento de la salida.
Cuando llegaron a Saint Honorat, él se dirigió inmediatamente detrás del muelle hacia la izquierda, mientras que los turistas iban paseando directamente en dirección al monasterio. Debajo de un techo de pinos caminó hacia el extremo oriental de la isla, que apenas medía un kilómetro y medio de largo y quinientos metros de ancho; a mano izquierda centelleaba el mar en tonos azul-celestes.
Después de un rato alcanzó un claro en el que se alzaba una pequeña capilla. Se había construido con piedras naturales procedentes de los alrededores y el tejado estaba compuesto por ladrillos huecos fuertemente tapiados. A su vez, unas imponentes piedras de sillería formaban el mareo y el dintel de la modesta puerta, que parecía perdida entre tales dimensiones. La madera de su tablaje era oscura, casi negra, y diferentes ranuras recorrían la puerta en los lugares donde se topaban los tablones entre sí. La puerta estaba cerrada y la cerradura oxidada.
– ¿Acaso el alma pecaminosa ha encontrado su camino? -la figura rolliza del clérigo estaba aproximándose desde el lado de la capilla orientado al mar en dirección al claro. Su sotana de color gris claro destacaba visiblemente entre la oscuridad de los árboles.
Dufour se encaminó hacia el hermano Jerónimo, quien contemplaba cariñosamente la fachada.
– He prometido al abad que restauraría la capilla de la Trinité con la complacencia para con el Señor. Se trata de la última tarea a la que me he comprometido.
Rodearon la capilla, que en su parte oriental desembocaba en tres círculos de media luna provistos cada uno de una pequeña abertura para los ventanales, imitando de ese modo la forma de una hoja de trébol.
– Tampoco se encuentra en tan mal estado -Dufour observó ladrillos huecos incluso en los ventanales, que protegían el sucio cristal detrás de ellos.
– Es verdad. De las siete capillas en la isla, esta se encuentra relativamente bien conservada. Saint Caprais, al otro extremo de la isla, fue restaurada en 1993. Y a Saint Sauveur le haría seguramente más falta todavía. Pero también es más grande, y mis fuerzas ya no dan para tanto.
En su lado orientado al sur había otra puerta más, tan vieja y quebrada como la situada en la fachada. Jerónimo sostuvo de repente una gran llave en la mano y abrió la puerta.
– ¿Por qué aquí? -Dufour detrás de Jerónimo en la penumbra de la capilla-. Se trata de la capilla de un cementerio.
– ¿Acaso no es el lugar más apropiado? ¡Llevas contigo el hedor de la muerte! ¡Habéis matado! ¡Tú has matado!
Dufour, visiblemente afectado, permaneció en silencio.
Su mirada se paseó por encima del desnivelado suelo empedrado sobre el que descansaban varios bancos de madera. A la derecha, en el extremo final arqueado de la capilla se alzaba a media altura un claro bloque de piedra. La estrecha cruz labrada, que destacaba en el centro del bloque, constituía el único adorno que hacía referencia a la vocación cristiana de aquella capilla.
– Jacques, te he llamado aquí para hablar contigo. ¿Ya sabes de qué?
– ¡Fue un accidente! -la voz de Dufour sonaba extenuada.
– ¡No mientas! -Jerónimo casi susurraba. En la penumbra de la capilla, Dufour no pudo ver más allá de la silueta entrecortada del cráneo sacerdotal mientras el rostro permanecía a oscuras-. ¿Acaso no te enseñé en tu juventud los mandamientos de Dios? ¿Y acaso no has prometido respetarlos? ¿Cómo pudo penetrar el demonio en ti?
El padre Jerónimo le había enseñado en su juventud los caminos del Señor, al igual que su primera confesión. Incluso en tiempos en los que permaneció en la sede obispal, había mantenido siempre un ojo en el joven Dufour. Sin embargo, más adelante, Jerónimo fue enviado a Roma y el contacto se había aletargado bastante.
– ¡En mí no penetró el demonio!
– ¡No me contradigas! -comenzó a gritar imprevisiblemente de repente el padre Jerónimo-. Yo lo sé mejor que tú. Yo he acompañado a este joven hombre en su camino hacia Dios, mientras tú observabas pruebas con tu jefe debajo del microscopio. Si hubiera sabido lo infames que sois… Me habéis utilizado. ¡Tú me has utilizado!
Dufour bajó la cabeza y calló. Cuando se percató de lo inevitable, pidió ayuda al padre: los sacramentos para un moribundo.
Hacía aproximadamente medio año que el padre Jerónimo había regresado, encontrando refugio en el monasterio cisterciense con sus treinta hermanos monjes, el cual se ubicaba en la parte orientada al mar Mediterráneo de la isla y cuyas edificaciones podían considerarse las primeras construcciones monacales de la zona. El azar hizo que se encontraran hacía tres meses en su pueblo natal de Collobrières, y Dufour había visitado al clérigo desde entonces una vez en el monasterio.
– Yo no quería dejar morir a Mike Gelfort sin la bendición de la Iglesia. Un último servicio…
– ¿Y qué pasa con Dios? ¿Por qué no le prestas a él ningún servicio? ¿Por qué ayudas a que el ateísmo se establezca en el mundo? ¿Por qué ofendes la creación de Dios? -el clérigo gritó con voz potente desde la oscuridad de la capilla-. ¿Jacques, todavía eres creyente?
– Pues claro.
– No te creo, Jacques. Sencillamente, no te creo -un profundo suspiro brotó del pecho del padre-. Jacques, trabajé durante muchos años en Roma y he tenido que dedicarme allí a muchas cosas. También con la genética. ¡Jacques, te has vendido al diablo!
– Yo quiero ayudar, inventar, descubrir, investigar, saber por qué las cosas son así, cómo son…
– ¡Mentira!
– La auténtica verdad…
– ¡Nada más que mentiras!
– Padre, por favor… Creemos haber descubierto un camino para utilizar la telomerasa con éxito en la regeneración del hígado.
El monje le miró sorprendido.
– ¿La telomerasa? -el clérigo meneaba incrédulo la cabeza-. Si recuerdo bien se trata de la enzima que regenera o alarga las telomeras situadas en las extremidades de los cromosomas, cuando estas se acortan.
– ¿De dónde…? -Dufour calló, pues Jerónimo le quitó la palabra.
– Yo ya te he dicho que en Roma tuve que dedicarme también a la genética… -«Y de forma más intensa de lo que quizás intuyas», concluyó Jerónimo la frase en su fuero interno.
Dufour asintió con la cabeza.
– Los cromosomas poseen en sus extremidades telomeras. Se trata de réplicas de determinados pares de bases [32]. Estas extremidades constituyen el lugar en el que comienza la réplica de la división celular. Protegen las extremidades de los cromosomas como caperuzas para que no se queden pegadas con otras durante la división celular. El ser humano posee varios miles de estas parejas de bases en las extremidades de los cromosomas, es decir, una cantidad mayor o menor en función del tipo de tejido. Con cada división o renovación celular, el ser humano pierde dos de estas parejas de bases, y las extremidades de los cromosomas se acortan. Una vez que las parejas de bases desaparezcan de la extremidad de los cromosomas, la división celular habrá llegado a su fin.
– La persona cuyas telomeras sean desde un principio más largas, vivirá más tiempo, pues sus células podrán dividirse más veces. Conozco este aspecto de la ciencia.
– Sin embargo, existe una enzima capaz de alargar de nuevo las telomeras en las extremidades de los cromosomas o de retener su acortamiento. La telomerasa. Esta enzima provoca que las telomeras nunca lleguen al punto en que sean tan cortas para provocar que se paralice la división celular. El envejecimiento se detiene, y las células continúan dividiéndose.
– La «enzima de la inmortalidad» -bramaba el padre Jerónimo, quien se había mantenido al día con gran esmero sobre las últimas investigaciones científicas. Tan pronto salieron los primeros informes a la luz pública, las dudas se arrastraban por el Vaticano como lo hacía la serpiente durante el pecado original a través del Jardín del Edén. Sería la palabra del Señor…
– Pero también la «enzima de la muerte» -suspiraba Dufour-. Esta enzima está activa entre un ochenta y noventa por ciento de las células cancerígenas. Supera la muerte natural de la célula y se encarga de que las células cancerígenas sean inmortales y crezcan de manera infinita, matando de esa forma el organismo. Pero desde hace dos años se están llevando a cabo unos experimentos en los que las células tratadas con esta enzima no envejecen en el momento estimado y no desarrollan ningún tumor. A estas alturas sabemos que durante el crecimiento de las células de un tumor, las telomeras son especialmente cortas, y que las células cancerígenas proliferan por doquier, porque activan la telomerasa y son capaces de mantener constantes a las telomeras; las células cancerígenas, por el contrario, se mueren cuando no son capaces de hacer lo propio. Por lo que parece, hace falta una combinación de varios factores para que el cáncer se desarrolle a través de la telomerasa. Y fue ahí donde hemos comenzado nuestras investigaciones.
– ¡Pero si la telomerasa funciona solo en células que continúan dividiéndose! Es decir, solo en células de la piel o el hígado. Por el contrario, las células del cerebro o el músculo coronario ya no se dividen en un adulto. Estáis equivocados.
– Padre, estamos explorando este enorme océano a través de pequeñas inmersiones de buceo. La realidad es que, por ejemplo, en el caso de los nematodos [33], se ha conseguido alargar claramente las telomeras en cultivos por medio de la telomerasa. La esperanza de vida media se alargó de veinte a treinta y cuatro días. Un aumento en su periodo vital superior al cincuenta por ciento.
– Infeliz, ¿qué es lo que se habrá metido en vuestros sesos enfermizos? El envejecimiento es un proceso biológico, el cual está fuertemente ligado al entorno social, el estrés, la forma mental y corporal, y la alimentación. La finalidad de la telomerasa, según mis conocimientos, apunta al cultivo de bancos de material orgánico de repuesto. A una rodilla rota se le extraen células de su cartílago, se espera a que se expandan con la telomerasa, y se injertan de nuevo.
– Existen trescientas teorías sobre el envejecimiento. Hasta ahora, nadie sabe todavía cómo funciona realmente. Incluso nuestra suposición podría ser también errónea. La telomerasa se compone de dos partes funcionales. Una parte equivale a su gran contenido proteínico; la otra parte la forma el ácido ribonucleico, es decir el ARN, con sus aproximadamente ciento sesenta bases. El ARN es la matriz en la que se forma la prolongación de las extremidades de las telomeras. El gen responsable de la cantidad proteínica se encuentra en el quinto cromosoma; mientras el gen responsable de la cantidad de ARN se sitúa en el tercero.
El eclesiástico permaneció con su mirada fija en Dufour. Pudo observar la mirada rebosante de entusiasmo del científico, la cual le recordaba su propia transfiguración cuando se entregaba por completo a Dios.
– Hemos fijado nuestro punto de partida de nuestras investigaciones justo antes del momento cuando las telomeras de las células son muy cortas y en el que, a través de la activación de la telomerasa, nacen las células cancerígenas. Lo que pretendemos es regenerar, a través del uso de las proteínas correctas de telomerasa, las células del hígado dañadas.
Jerónimo comenzaba a entenderlo. Ellos intentaban aprovechar la capacidad de la enzima en un momento determinado en el que todavía no desencadenaba un crecimiento incontrolado de las células.
– Entonces hemos experimentado con las proteínas más diversas de las que se compone la telomerasa, obteniendo éxitos inequívocos en experimentos animales -relataba Dufour, cuando observó la mirada oscura del padre-. Hemos utilizado la enzima responsable de la división celular continuada sin que apareciera ningún efecto negativo. A continuación dimos el siguiente paso. Se utilizaron con Mike Gelfort las proteínas de telomerasa, que habían resultado previamente un éxito y no habían producido ningún daño colateral en los experimentos animales. Él contaba solo con células de su hígado ligeramente dañadas y telomeras, que por su longitud aún distaban mucho del punto en el que, según todas las observaciones científicas, se podía esperar una mutación hacia células cancerígenas a través de la telomerasa.
– ¿Entonces de qué murió?
– No lo sabemos -dijo Dufour en voz muy baja-. La estructura proteínica, un componente especial de su ADN que desencadenó la explosión de las células cancerígenas, los portadores del virus; sencillamente no lo sabemos -Dufour bajó la mirada al suelo-. Busco el perdón… ¡quiero confesarme!
– ¡No!
Dufour estaba desesperado. Fue él quien le había inyectado con la aguja. Todavía le estaba persiguiendo la muda confianza en la mirada de Gelfort al presionar el émbolo. El joven hombre había sonreído.
– Padre… ¡estoy enfermo de culpa!
Retrasó la próxima prueba en Mattias Kjellsson, aun cuando su madre había basado en ella todas sus esperanzas. Ella le había mirado con incredulidad, pero él no se lo podía explicar y tampoco tenía intención de hacerlo. Primero debía descubrir la causa.
El padre Jerónimo se estremecía ante la doble conjetura de la creación divina. Por un lado, la cantidad predeterminada de divisiones celulares limitaba la vida a través de la longitud de las telomeras situadas en las extremidades de los cromosomas. Pero por otro lado, si aun así se superaba esta barrera, las mutaciones celulares proliferaban de tal forma que terminaban por matar al organismo.
La palabra de Dios se cumplía una vez más. E incluso esta parte del plan divino fue recogido en la Biblia: «Sus días serán de ciento veinte años».
Berlín, viernes
Chris adaptó sus pasos a los de la científica. Pasaron por delante del Museo de Pergamo, giraron a la izquierda, recorrieron la distancia a lo largo de la pared trasera del Museo Antiguo, y giraron de nuevo en dirección a la plaza Lustgarten.
Él había expuesto sus condiciones para la comprobación de todas las tablillas, y la profesora accedió después de vacilar un poco. El sacerdote con cara de mochuelo protestó porque no podía formar parte, pero tuvo que desistir de sus pretensiones y se fue. Chris dedujo de sus palabras que se iría a esperarles en las oficinas de la fundación.
– Tenemos que girar a la izquierda -dijo Ramona Söllner cuando pasaron por delante de la fachada occidental de la catedral. En la parte opuesta de la calle se estaba pudriendo el Palacio de la República, una reliquia remanente de los días comunistas de la antigua Alemania Oriental, que continuaba aguardando desde hacía años las máquinas que la derribaran.
Ella atravesó el puente Liebknechtbrücke, que unía hacia el este la Isla de los Museos con el resto de la ciudad. Una vez cruzado el puente, quedó de pie en la parte opuesta mientras manoseaba el interior de su bolso en busca del bono para el aparcamiento subterráneo.
Chris aprovechó la ocasión y miró hacia atrás. Un grupo de divertidos turistas, que retornaba de su visita panorámica de la ciudad y que iba de camino a la parada de autobús o el hotel, acababa de cruzar el puente detrás de ellos.
En mitad de ellos caminaba una parejita. Al contrario que los demás, ellos estaban serios y no hablaban con nadie. Ambos llevaban ropa motera negra de cuero y botas pesadas.
El hombre tenía la cabeza completamente rapada, llevaba un piercing en ambas cejas y en su cara descansaba una sonrisa indefinible. La joven mujer portaba bisutería de plata en la nariz, y sus ojos estaban oscuramente maquillados y destacaban rojizos por encima de las pestañas.
Cuando hubieron recorrido ni siquiera diez pasos, Chris se acordó de repente. Ellos habían estado un buen rato de pie al lado del restaurante en la parada de autobús.
Una coincidencia.
No era una coincidencia.
Chris se giró y mantuvo la mirada fija en la calle. A la izquierda había un enorme bloque de nueva construcción con la fachada en mármol y cristal cuya entrada al aparcamiento subterráneo, en el que la profesora había aparcado su coche, daba directamente a la carretera.
Más adelante, al final del bloque había un cruce, y detrás, en la acera opuesta, comenzaba la gran zona verde situada delante de la torre de televisión.
– Tenemos que entrar aquí -anunció Ramona Söllner cuando continuaron caminando sin entrar en el pequeño pasaje del bloque de nueva construcción.
– Más tarde; primero quiero estar seguro de que no me ha tendido una trampa.
Él aceleró sus pasos, caminó hasta el cruce y giró después hacia la izquierda. La profesora juraba y se apresuró en seguirle. Él se giró varias veces y permaneció intencionadamente delante de diferentes tiendas a la vez que tanteaba puestos y expositores con postales.
Nunca antes he presenciado una paranoia tan desarrollada. Su psiquiatra tendrá trabajo gracias a usted el resto de sus días -ella estaba de pie a su lado mientras miraba las diferentes postales en papel de brillo con panorámicas de Berlín.
Chris se introdujo en la holgada entrada del siguiente edificio, donde se podía leer «Sealife» en letras coloreadas sobre la entrada. En la parte trasera se ubicaba la caja, donde compró dos entradas. La mujer de la caja le explicó que las entradas del acuario otorgaban el derecho a un viaje en el ascensor del AquaDom [34] situado en el edificio contiguo. Chris asintió con la cabeza mientras pasaba por delante y penetraba junto a Ramona Söllner en la oscuridad de la exposición.
El itinerario establecido les llevó a través de diferentes salas con acuarios de diversos tamaños. Además de los peces autóctonos, se podían admirar los más variados paisajes marinos y sus habitantes.
Chris no se fijó en ninguna de las peceras, sin embargo, en otras permanecía de pie durante más rato. Una y otra vez giraba hacia atrás.
La profesora le seguía sin pronunciar ni una sola palabra y se abstuvo de añadir cualquier tipo de comentario después de que Chris le hubiera espetado que la muerte de Forster seguramente no había sido ninguna paranoia.
Mientras los niños apretujaban su nariz contra los cristales y los padres explicaban que las truchas solo podrían vivir en aguas con corrientes, un hombre sesentón deseaba como regalo de Navidad que una de las grandes carpas acabara en su sartén.
Chris se detuvo. Rayas de diferentes tamaños flotaban a la altura de sus pies, utilizando la mínima cantidad de movimientos en el agua de la pecera y deslizándose durante sus rondas en separaciones regulares una y otra vez por delante de ellos.
Él se apoyó contra la pared, que imitaba una roca, justo al lado del borde del acuario, y esperó. Cualquier persona que hubiera comenzado el itinerario detrás de ellos, tenía que pasar forzosamente por delante de ellos.
Después de un rato, Chris no se había percatado todavía de nada extraño; a pesar de ello, decidió esperar algunos minutos más.
– Hace un momento dijo que el texto contenía una parte de los Diez Mandamientos en su forma primitiva, y que eso lo convertía en algo comprometido para la Religión, pero al mismo tiempo tan interesante para la Ciencia. ¿Qué quería decir con ello exactamente?
– Suele plantear usted las preguntas con cierto retardo. Esperaba que hubiera querido saber más en el mismo momento en el que se lo comenté.
– Brandau parecía estar completamente molesto… no quería continuar provocándole. Era más importante para mí llegar a un acuerdo. Pero ahora puede contármelo.
Ramona Söllner miraba hacia una raya que se aproximaba nadando.
– ¿Qué sabe sobre los Diez Mandamientos o la Biblia, o mejor dicho, sobre el nacimiento del Antiguo Testamento?
Chris reflexionaba.
– En él se guarda la palabra de Dios… escrita por alguien en algún momento. Eso al menos dice la Iglesia. -Chris recordaba vagamente las dudas y controversias que solía ignorar su cura-. Con el paso del tiempo se va olvidando todo poco a poco. Para mí dejó de tener importancia. Hace ya mucho tiempo de eso.
– ¿Es usted consciente de que el Decálogo, es decir, los Diez Mandamientos, constituye la esencia de las leyes del Antiguo Testamento?
– Si usted lo dice…
– Y si uno observa como científico el texto de los Diez Mandamientos y lo analiza desde diferentes puntos de vista, hay que postular lo siguiente: al principio no existía la palabra de Dios, sino discursos proféticos de exhortación, los cuales fueron transformados posteriormente en la incuestionable ley divina.
– ¿Qué quiere decir con eso?
– El orden de los mandamientos del decálogo se va intercalando entre mandamientos y prohibiciones, entre el discurso divino y el discurso sobre Yahvé. Contiene reglamentos cortos, otros más largos, con fundamento o sin él. El diferente equilibrio muestra que hay que diferenciar entre el núcleo y las posteriores añadiduras.
– ¿Está diciendo usted que no existe un texto primitivo único e inequívoco? ¿Más bien una amalgama de bloques, y no un único monolito?
– En efecto. Al menos así lo definen los exegetas que analizan los textos de la Biblia. No es mi especialidad, pero intentaré hacer un resumen. Ellos defienden que existe una serie fundamental de mandamientos que podrían provenir del compendio de vicios que aparece en el discurso templario del profeta Jeremías. En él se dice: «Robar, matar y cometer adulterio y jurar bajo la mentira, realizar el humo de sacrificio a Baal [35] y perseguir a otros dioses que no conocéis». Esto precisamente aparece de nuevo como compendio de normas en los Diez Mandamientos. La anunciación profética de la palabra de Dios se ha convertido en una serie de mandamientos. Según los científicos, aún se puede reconocer la procedencia de la polémica.
– ¿Quiere decir entonces que los Diez Mandamientos basan su procedencia en los discursos proféticos?
– Exacto. Esta serie primitiva se amplía con posterioridad. Los demás mandamientos ya no provienen de profecías; fueron incorporados a partir de la esencia de otras leyes y todo lo relacionado al culto. «Yo soy Yahvé» proviene del culto. Con ello, los mandamientos son presentados como una revelación. Yahvé realiza esta demanda a través de su principal acto sagrado: el éxodo de Israel desde Egipto. A partir de aquí formula su demanda: «No debes adorar a ningún otro Dios». En el Decálogo, esto se ha desplazado al principio. Se trata del primer mandamiento.
– Interesante, pero complicado -gruñó Chris.
– Los reglamentos éticos han de verse como meras consecuencias. Son tres mandamientos los que añaden importantes matices sobre todo al primer mandamiento: la prohibición de no pronunciar el nombre de Dios en vano, la prohibición del culto a las imágenes de otros ídolos, y la santificación del descanso del Sabbath [36]. Los tres han influido tanto en la fe judía como cristiana. Fue el cumplimiento de estos tres mandamientos el que dio lugar a la incorporación del primer Mandamiento.
Chris buscaba una reacción interna, un momento de oposición, de incredulidad, un rechazo a este frío análisis. Pero no… parecía plausible.
– Usted opina entonces que no fue Dios quien le transmitió directamente a Moisés los Diez Mandamientos en el Sinaí, como cuenta la Biblia.
– Los exegetas científicos dicen que así es.
Chris miró en los ojos de color avellana de la profesora.
– Usted también es científica. ¿Es usted creyente? ¿Puede usted creer aún?
Ella se reía perpleja.
– No ha planteado bien la pregunta. Si fuera algo así como una fundamentalista, que idolatra los textos bíblicos como a un fetiche de papel, como la obra absoluta que debe interpretarse letra por letra como verdadera y nunca en un sentido figurado, entonces tendría un problema. Tomo la Biblia en un sentido literal, creo y rechazo todo lo demás, sobre todo en el caso de las investigaciones científicas; acepto la Biblia como obra histórica de una sociedad que se encontraba en aquel entonces en su proceso de formación, como descubrimiento, como guía que nos explica el pasado para mejorar nuestro futuro, como libro histórico: entonces estará abierta para muchos, incluso para aceptar los significados más dispares.
– ¿Qué tiene que ver todo esto con las tablillas de arcilla?
La profesora, en lugar de responder, clavó su mirada en uno de los visitantes que acababa de pasar por adelante y que la había escudriñado sin disimulo alguno.
– ¿Le conoce? -preguntó Chris.
– ¿Yo? No -ella arrancó divertida una risotada-. Suelo quedarme mirando fijamente a los tipos que me miran de arriba abajo. Eso suele ahuyentarles más que las palabras.
– Si fuera cierto lo que dice, ¿dónde está la conexión?
– Las seis tablillas más modernas pertenecen a Nabucodonosor II. En ese sentido no hay nada especial. Describe su campaña y victoria sobre Kish -la profesora hizo una pequeña pausa, como si demandara ahora su completa atención-. Las tablillas más antiguas, que fueron incautadas durante la expedición militar de Nabucodonosor y conservadas en el templo de Ninurta de Babilonia, contienen lo más sensacional. El rey describe cómo surgió el reinado de Kish en la Tierra después del Diluvio Universal y cuáles fueron los mandamientos que recibió entonces. «No adorarás ni blasfemarás contra Enlil [37] y Zababa [38], no sacrificarás a otros dioses, no matarás, no robarás, no cometerás adulterio ni jurarás bajo la mentira, todo lo anterior son pecados de los que mi pueblo ha de renegar. Esto dijo Ninurta, el emisario divino y Dios de Kish». ¿Lo entiende?
– Entonces cree que son casi idénticos a las profecías que parecen ser la base de los Diez Mandamientos… siempre y cuando sea cierto lo que acaba de decir sobre su nacimiento.
– Exactamente. Es cada vez más evidente que la literatura hebrea primitiva, es decir, también la Biblia y el Antiguo Testamento, ha de leerse como parte de la primitiva historia cultural y religiosa oriental.
Poco a poco Chris comprendía lo que la científica le estaba esclareciendo. Para él mismo podía carecer de importancia. Sin embargo, no le costó imaginarse que estos descubrimientos no les iban a gustar de ninguna de las maneras a los adeptos más acérrimos de la Biblia.
– Textos comparativos procedentes de Mesopotamia y Egipto, del Imperio Hitita y Ugarit [39], muchos de ellos conocidos desde hacía tiempo, son entendidos cada vez mejor desde un punto de vista científico. Conceptos y argumentos del Antiguo Testamento, hipótesis sociales, incluso conceptos divinos del antiguo Israel son inconcebibles hoy en día sin analogía. Y ahora se puede leer, para una mayor corroboración, en las tablillas más antiguas que se han encontrado jamás, la confirmación. Este descubrimiento constituye prácticamente la victoria de la Ciencia sobre la Religión.
Berlín, viernes
En ese preciso instante entró la parejita de los trajes de motorista por el pasillo.
«Todavía continúan detrás de nosotros y ni siquiera se fijan en las rayas», pensó Chris, cuando ambos desaparecieron de nuevo más adelante. No se detuvieron delante de las rayas, cuando todo el mundo se fijaba en ellos. Una de las atracciones principales no mereció ni un segundo de su atención.
¿Se trataría de una coincidencia?
¿Iba directo a la boca del lobo? ¿Era la profesora realmente quien decía ser?
Hubieran podido correr de nuevo hacia la entrada y abandonar desde allí el Sealife. Sin embargo, en el caso de que efectivamente les hubieran estado persiguiendo, los otros habrían sabido entonces que él les había descubierto. No había una sola persona que utilizara la entrada para salir. Posiblemente habían reforzado la entrada detrás de él. Al menos eso habría hecho él.
Finalmente tomó la decisión de seguir adelante. Para averiguar si les estaban persiguiendo realmente, debía continuar siguiéndoles el juego.
– ¡Vamos!
– Ya era hora -espetó Ramona Söllner cuando despegó su mirada de las rayas.
Chris continuó paseando a través de las oscuras estancias y se paró brevemente en la última habitación, en cuyos acuarios, diferentes hipocampos realizaban sus descensos con maestría ayudándose de su cola para finalmente ascender de nuevo.
A continuación pasaron a la tienda contigua a través de una barrera. La parejita de los trajes de motorista se encontraba en esos momentos de pie delante de un expositor metálico con peces hinchables de plástico. Chris pasó por delante de ellos y accedió al exterior.
Delante de ellos, un pasaje de prácticamente veinte metros de ancho interrumpía el complejo de edificios que continuaba por el lado opuesto. El pasaje estaba repleto, con mesas y sillas de dos cafeterías.
– Debemos girar hacia la derecha, si queremos llegar hasta mi coche -dijo la científica.
Él giró la cabeza. La parejita acababa de entrar detrás de ellos en el pasaje.
– ¡Aún no! -gruñó Chris.
Una familia se abrió paso delante de ellos y accedió al edificio por el lado opuesto a través de una opaca puerta corredera.
«Una última ronda de inspección», pensó Chris y continuó tras los pasos de la familia.
En el interior, el camino les llevó primero en dirección a un restaurante antes de acceder, después de unos pocos metros, a la auténtica estancia principal.
El gigantesco pabellón cuadrado y techado medía, según estimaba Chris, en torno a unos cuarenta metros de alto. Sus paredes con las simétricas ventanas transmitían la sensación de estar dentro de un patio abovedado.
En el centro del pabellón se alzaba hacia las alturas, sobre una columna.de casi diez metros de altura, un majestuoso y redondo cilindro de más de veinte metros. Parecía como si en el suelo del pabellón hubiera anclado verticalmente un helado en su palo.
El palo mismo era redondo y contenía un ascensor acristalado de dos plantas, cuya entrada estaba vedada con postes y cables metálicos. Dentro de la transparente cabina, una escalera de caracol de acero inoxidable conducía hacia más arriba. Chris calculó que podían ser en torno a treinta personas las que se encontraban en ese momento de pie en las dos plantas de la cabina.
El gigantesco cilindro situado en la parte superior del palo tenía un diámetro de aproximadamente diez metros y estaba completamente lleno de agua. El cilindro era un acuario en cuyo interior se erguían hacia arriba cuatro columnas de basalto, mientras peces de los más diversos colores nadaban a su alrededor. El ascensor acristalado estaba deslizándose en esos instantes en su camino hacia las alturas por el centro mismo del acuario.
Entre tanto, en la entrada se agolpaba un buen número de personas a la espera de la llegada del ascensor. Un hombre joven en camiseta azul estaba de pie junto al cable de seguridad, mientras evitaba que las personas que estaban aguardando irrumpieran en la atracción. El eco del sorprendido y excitado bullicio de los visitantes era devuelto por las paredes.
Chris giró y miró en dirección al restaurante.
Allí estaban.
Grandes, fuertes, con cara de pocos amigos. Dos hombres le estaban observando fijamente sin disimulo alguno. Se encontraban erguidos con las piernas separadas y los brazos encogidos en la entrada al restaurante. «¡No podrás salir de aquí!», señalaba su postura. Ambos llevaban el pelo corto, y sus ligeras cazadoras veraniegas eran la prenda ideal para esconder posibles armas. A su lado se encontraba la parejita de la ropa de moteros. La joven mujer le estaba dedicando en ese instante una impertinente sonrisa.
Chris miraba hacia arriba. El ascensor, tras recorrer el mundo acuático, había llegado al último piso. Los visitantes se dispusieron a abandonar la cabina y recorrieron después el puente situado en uno de los extremos del pabellón. Chris percibió sus pies como torpes y oscuras huellas a través del vidrio opalino del puente a aproximadamente veinticinco metros de altura.
– ¡Vamos! -dijo mientras agarraba a la científica por la muñeca y la arrastraba con él.
– ¿Qué está pasando? ¡Me hace daño!
– Un momento.
A paso acelerado, cruzó el pabellón mientras se preguntaba qué función tendría la viga de acero a pocos metros por encima de él. Desde el restaurante continuó caminando hasta el ascensor. En mitad del pabellón vio cómo, desde los extremos, se conectaban sucesivas vigas de acero al ascensor, al igual que suele ocurrir con cualquier viga en cualquier muro.
Detrás, del lado opuesto, repartidos por todo el pabellón, había diferentes biombos en color madera, y delante de ellos escritorios de recepción en los que personas con maletas y bolsos esperaban de pie.
Chris lo entendió de repente. Era un hotel. Y fue entonces cuando también se dio cuenta de todo el estruendo. Estaban ocupados en separar de forma supletoria la zona del hotel con la entrada al ascensor. Sobre las vigas de acero, situadas encima de él, se colocaría seguramente un tejado de cristal para distanciar el ruido procedente de los visitantes de la zona del hotel sin sacrificar la panorámica del acuario.
Chris vislumbró de repente otra posible salida que conduciría con toda seguridad hacia el hotel. Su alivio perduró solo durante un segundo, cuando se percató de que allí había apostados otros dos vigilantes. Uno era de mediana estatura, tenía el cabello rubio oscuro y portaba un poblado mostacho; el otro poseía una hercúlea figura de lucha libre que hacía estremecer a Chris. Podía sentir literalmente la presión de sus enormes garras en su espina dorsal.
El hombre de la figura hercúlea levantó la mano derecha con parsimonia hasta la altura del pecho, estiró el brazo y dirigió con un rápido movimiento el dedo índice directamente hacia Chris.
– ¡Mierda! -se le escapó a Chris.
El se dio media vuelta y tiró de la profesora. Se apresuraron de nuevo al centro del pabellón entre las protestas de ella, pero él no prestó atención.
El ascensor había llegado abajo y estaba a punto de recoger una nueva muchedumbre de personas.
Entre tanto, la parejita en ropa motera acababa de deslizarse en él, ocupando de esta forma la última vía de escape posible.
– ¿Qué está ocurriendo? -preguntó Ramona Söllner enojada.
– Como si no lo supiera ya… -Chris permaneció mirándola con frialdad-. Si esto ha de acabar aquí, usted lo hará conmigo. ¿Me ha entendido? En este momento lo veo de la siguiente forma: usted forma parte de ellos, ¿entendido?
– ¿De quién?
– Eche un vistazo a su alrededor.
La profesora giró la cabeza.
– ¿Se refiere a los dos hombres de allí en la entrada?
– Exacto. La han tomado conmigo. Y los tipos a la izquierda de nosotros…
– ¿Cómo sabe…? -ella calló. La mano derecha de los hombres era extrañamente larga, colgaba prácticamente hasta las rodillas. Solo a través de la segunda ojeada pudo reconocer los cañones opacos de acero-. Tienen armas…
– … Con silenciadores. ¿Para qué serán?
Chris esprintó hacia el ascensor, arrastrando consigo de nuevo a la científica. Dos adversarios eran menos que cuatro. Saltaron delante del sorprendido conductor del ascensor hacia el interior de la cabina y comenzaron a abrirse camino entre los demás visitantes para acabar subiendo algunos peldaños por la escalera metálica. Arriba del todo, vigilando la puerta de salida, se encontraba de pie la parejita.
En el último momento posible saltaron al ascensor el luchador y su compañero del mostacho. El conductor meneaba la cabeza y a continuación se cerraron las puertas.
El ascensor se puso lentamente en movimiento para deslizarse hacia las alturas. El conductor del ascensor pidió atención y comenzó a entusiasmarse con sus explicaciones acerca de las diferentes especies marinas que nadaban a su alrededor por el acuario.
Chris no apartó la vista ni un solo segundo de los dos perseguidores situados, de pie más abajo, en la puerta de entrada a la cabina. Al principio permanecían inmóviles, pero momentos más tarde comenzaron a moverse en dirección a las escaleras, abriéndose camino entre los visitantes, que protestaban.
Chris continuaba sujetando a Ramona Söllner por la muñeca a la vez que ella se giraba debajo de su fuerte agarre.
– Vale ya -susurraba él insistentemente. Su boca estaba muy cerca del oído de la profesora-. Hasta ahora no sé todavía si forma parte de ellos o no. Pero no me queda otra alternativa. ¡Considérese mi rehén!
– ¡Está alucinando! -siseó ella mientras sus ojos centelleaban iracundos-. ¿Qué hará si comienzo aquí ahora a gritar?
– Quizás nos pueda ayudar -susurró él-. Pero podría ser todavía mejor si lo hiciera en el momento apropiado.
Ella le miró sin entender muy bien.
– ¡Hay que esperar! -susurró él mientras miraba en dirección a la parejita.
El hombre palpó primero su chaqueta de cuero y enterró después la mano derecha en su bolsillo interior. Mientras, más abajo, el tipo del poblado mostacho había conseguido avanzar hasta situarse cerca del conductor del ascensor.
– Suban sin miedo arriba, si creen que van a ver mejor desde allí -sugirió el conductor, sintiéndose ofendido.
Varios gritos de sorpresa distrajeron a Chris; dentro del acuario, acababan de aparecer flotando delante de ellos tres buceadores.
– Sí, lo están viendo -anunciaba el conductor del ascensor-. Los buceadores suelen sumergirse en el acuario a diario para limpiar los cristales. Sin embargo, hoy se les ha hecho un poco tarde.
Los buceadores portaban pequeñas botellas de aire comprimido en la espalda, y esponjas en las manos.
– El cristal acrílico de este acuario posee en la parte superior un grosor de ocho centímetros; y en la inferior, uno de veintidós. La pecera misma tiene una anchura de tres metros… cierto… uno no se da cuenta… La masa de agua asciende a un millón de litros, y más de dos mil quinientos peces procedentes de los espacios marinos más diversos viven en esta agua marina creada artificialmente. Sí; aquellos son peces Napoleón, y los de allí peces mariposa.
Entre ellos y sus perseguidores se encontraba tan solo un matrimonio mayor y un hombre joven, quien se estaba aferrando con las manos fuertemente a la baranda de las escaleras sin dar un solo paso, por mucho que le empujara uno de los perseguidores. El joven muchacho se volvía incluso más recio en cada ocasión en la que el del mostacho quería abrirse camino a su lado.
– Ahora, cuando lleguemos arriba, caminen por el puente y tomen a continuación el otro ascensor para descender de nuevo. Les damos las gracias por su visita.
Chris soltó a la científica y se bajó la mochila del hombro. Se inclinó ligeramente hacia adelante para que cualquier mirada curiosa no pudiera ver el contenido de la mochila. A continuación abrió la cremallera con dedos diligentes y comenzó a registrar el interior. Primero se topó con los contenedores de plástico con las tablillas de arcilla, pero al fin pudo sentir el metal.
Sacó la pistola de la marca Korth, que perteneció a Rizzi, y la deslizó debajo del dobladillo del pantalón. El frío acero del arma tranquilizaba sus nervios. Ya no se sentía tan vulnerable.
El ascensor se detuvo con mucha suavidad y la puerta superior hacia el puente se abrió deslizándose.
– ¡Papá, ese señor lleva una pistola!
Chris calculó en no más de cinco o seis años la edad del niño, quien se encontraba de pie y un peldaño por encima al lado de su padre y que le estaba escudriñando con total indiscreción. El padre del niño miró a Chris primero sorprendido, pero a continuación totalmente espantado.
– ¡Corred! ¡Venga, corred! -les gritó a su mujer y a su hija que se encontraban otro peldaño aún más arriba-. ¡Moveos! ¡Lleva de verdad un arma!
De repente gritaba todo el mundo. Cuando ya no se pudo avanzar, los gritos de pánico se hicieron incluso más fuertes. Chris elevó la mirada en dirección a la salida. Allí se encontraba la parejita bloqueando el camino. Sin embargo, la presión pujante de los pasajeros se hizo tan fuerte, que los dos tuvieron que apartarse hacia un lado. La familia que había estado al lado de Chris se apresuraba en ascender los últimos peldaños y desapareció por el puente.
Chris recibió dos golpes en la espalda. El matrimonio mayor detrás de él intentaba abrirse paso sin miramiento alguno.
– ¡Manténgase cerca, detrás de mí! -le ordenó a la profesora mientras subía a toda prisa los peldaños. Delante de él la parejita se colocó de súbito en su camino. Chris se abalanzó directamente hacia la mujer; ella resistiría menos su peso que el hombre.
Sus cuerpos chocaron el uno con el otro y Chris pudo sentir sus blandos pechos. En ese mismo instante, un horrible dolor recorrió la zona derecha de sus riñones.
Chris permaneció un momento ciego de dolor durante los instantes en los que se precipitaba con la mujer al suelo. Él giró la cabeza, y los afilados dientes de ella se hundieron en su oreja izquierda causándole un terrible dolor. Desde arriba cayó un puño, golpeándole en la parte superior de la sien y desplazando su cabeza hacia abajo, que sacudió finalmente el tabique nasal de la mujer. La joven soltó un alarido debajo de él.
Chris pegó un respingo y endureció la mano derecha. Con ayuda del brazo izquierdo bloqueó otro golpe posterior. A continuación, el canto de su mano le asestó un golpe en la parte izquierda del cuello de su contrincante masculino, que se derrumbó sin soltar un solo ruido.
Chris saltó al puente.
– ¡Venga! ¡Vamos! -gritaba al mismo tiempo que Ramona Söllner le seguía a trompicones.
Abajo en el pabellón, los visitantes asomaban la cabeza, pues el griterío les llegaba amplificado en forma de eco desde el mismo tejado del pabellón.
Delante de ellos corría la familia por la pasarela del puente. El padre no cesaba en sus gritos mientras tiraba del niño. Chris corrió hasta el centro de la pasarela y comenzó a remolinarse.
Detrás de él, el tipo con aspecto de personaje de lucha libre saltó sobre el puente y cayó de rodillas. Su mano derecha se alzó hacia arriba con el cañón del arma apuntando a Chris.
– ¡Agáchese! -gritó Chris a Ramona Söllner, que se precipitaba delante de él-. ¡Al suelo!
Chris se lanzó hacia la derecha y se desplomó sobre la base opalina del puente. Detrás de él, Ramona Söllner hizo lo propio, arrojándose al suelo.
La bala pasó silbando sobre la cabeza de Chris.
Este comenzó a disparar. El Korth vibraba en su mano y el disparo azotaba el pabellón a su paso, golpeando la estructura metálica del puente y provocando que el proyectil rebotara perdido zumbando de un lado para otro.
Todavía en el puente y detrás del tirador acababa de tropezar el matrimonio mayor. La mujer chocó contra el tirador arrodillado y se precipitó sobre él, provocando que su marido, que la agarraba, cayera junto a ella.
Entre tanto el del mostacho, quien había pasado al puente detrás del anciano matrimonio, contaba ahora con una zona libre de tiro.
Chris soltó de nuevo el gatillo de su Korth.
El del mostacho alzó de repente los brazos. La bala impactó en la parte superior de su pecho, haciéndole tropezar hacia atrás para desaparecer del puente.
Chris se levantó de un salto y se dirigió corriendo hacia la cabina del ascensor.
El perseguidor con la figura de luchador apartó hacia un lado a los dos mayores, que se encontraban echados a su lado. Chris le asestó con la empuñadura de la pistola varios golpes en la cabeza hasta hacer que el tipo se desplomara de nuevo. Apresurado, Chris continuó corriendo y miró dentro de la cabina del ascensor. La parejita se encontraba tendida e inconsciente, entrelazada entre sí, como dos motas tambaleantes.
El herido de bala tropezaba al lado de la cabina del ascensor, al borde del acuario, aferrándose finalmente a las escaleras que utilizaban los buceadores para penetrar en el agua. Arriba, en la parte del pecho, la camisa estaba totalmente bañada en sangre. La mancha crecía como un capullo en flor. Instantes más tarde, el hombre se tambaleaba y sus manos se escurrieron del pasamano, cayendo de cabeza al acuario. El agua salpicó. Sus piernas pataleaban como imágenes a cámara lenta; después abrió las manos y la pistola cayó hasta el fondo.
Desde más abajo, uno de los buceadores nadó dirigiéndose hacia el hombre hasta alcanzar el agitado cuerpo. Los dos hombres estaban rodeados por hilillos flotantes de sangre, que se convirtieron más tarde en un velo, mezclándose cada vez más con el agua, tiñéndola de rosa mate alrededor de sus cuerpos.
Los hombres se enzarzaron el uno con el otro como si estuvieran practicando lucha libre. El buceador intentó liberarse de nuevo, pues saltaba a la vista que el herido de bala no se percataba de que le quería ayudar.
Mientras tanto, los dos iban descendiendo lentamente cada vez más. Los aleteos del buceador no eran suficientes para reflotar ambos cuerpos hacia la superficie. Continuaron luchando, contorsionándose como serpientes durante su juego amoroso.
De pronto apareció la sacudida de un deslumbrante relámpago blanco.
El agua se precipitaba en todas las direcciones y una nube de burbujas remolineaba alrededor de los cuerpos. Trozos de carne, masa muscular e intestinos humanos salieron disparados por el agua. La sangre manaba de los cuerpos despedazados a borbotones como en una estación de bombeo.
Conmocionado, Chris no pudo apartar la vista del agua que se estaba tornando rojo oscuro en el lugar de la explosión. «Una granada de mano», le vino de súbito a la memoria. El tipo había prendido una granada de mano.
En el siguiente instante estalló con un estruendo la pared del acuario. El peculiar sonido crujiente del cristal acrílico al desintegrarse era amplificado por las paredes del pabellón.
– ¡Dios mío! -Ramona Söllner se encontraba de repente de pie al lado de Chris y se aferraba a su brazo.
Una cascada de agua se precipitaba de un agujero desde una altura de aproximadamente veinte metros al pabellón. Una fisura cada vez más grande recorría el cristal como una costura desde el agujero hasta la base. El murmullo del agua era devuelto por las paredes del pabellón como un rugido, y con las cataratas de agua se precipitaban asimismo trozos de carne humana al pabellón.
Chris giró. Detrás de él, la parejita huía desde el puente, donde el perseguidor de la figura hercúlea continuaba tendido y anestesiado; los últimos fugitivos zapateaban por encima de él.
Chris se fijó de nuevo en la pecera. La corriente de agua precipitándose hacia el exterior empujaba los restos de carne hacia la rotura, haciéndola desaparecer a continuación entre el remolino de agua y peces que se vertía hacia el pabellón.
Entre el murmullo del agua se entremezclaba de pronto un tortuoso crujido. A continuación se resquebrajó el cristal a lo largo de la fisura.
Las masas de agua se precipitaron con un ruido ensordecedor en el pabellón. Chris pudo ver cómo los cuerpos agitados de los otros dos buceadores luchaban contra la corriente hasta caer finalmente al pabellón a través del torrente de un millón de litros de agua.
Praga, tarde del viernes
– Yo no le veo -dijo Zoe Purcell mientras observaba con cierta agresividad a las personas que encontraba a su paso. La exigencia impuesta por Thornten en Vilcabamba de que acabara personalmente con el cerdo que se disponía a venderle los resultados de investigación de Tysabi a la competencia, le había llevado a tener que desplazarse a toda prisa hasta Praga. Ahora se encontraba de pie delante de la Torre del Puente de la Ciudad Vieja mientras intentaba mantener la vista atenta en la muchedumbre que se encontraba en el Puente de Carlos.
– No se quede mirando así a la gente. Desde luego no se puede ser más descarada -Peter Sullivan, el jefe de seguridad de Tysabi, era de la clase de tipos que Zoe Purcell aborrecía, pero que aun así le infundían respeto-. Tenemos todo bajo control.
Su cabeza afeitada hacía que a sus ojos pareciera todavía más despiadado de lo que ya era. Sus hundidos pómulos se contradecían notoriamente con su rolliza figura, que motivaba augurarle la muerte por infarto en cualquier segundo.
Hacía apenas una semana que Sullivan le había informado sobre el inminente intercambio de los resultados de la investigación. Ella quiso saber de dónde provenía la información. «Se lo ha podido exprimir a nuestro amigo de la competencia. No fue barato, e incluso nos pedirá bastante más si nos dice quién es y el momento del intercambio», había contestado él, cuando ella le dio luz verde para el trato en las islas Caimán mientras ella volaba a Vilcabamba.
El hecho de si fue Sullivan el que informó a su vez a Folsom, quien la había avasallado por todo ello delante del presidente en Vilcabamba, era algo que aún no se había aclarado y permanecía entre ellos como una especie de muro. Pero primero tocaba impedir la traición, y a continuación vendría todo lo demás. Otro motivo más de discordia constituía el precio que Sullivan había pagado en las islas Caimán para comprar toda la información sobre la transacción.
– ¡Como no funcione esto le echaré de su puesto! -le increpó mientras apretaba los labios-. ¡Atrápelo! ¡Sin jueguecitos!
Parecía como si un nido de serpientes silbara al unísono, pero Peter Sullivan mordía impasible su bramborák [40]. El trozo de cartón en su mano formaba una única mancha oscura, empapada por entero en la grasa de la tortita de patata.
Esta pequeña mosca cojonera trastocaba toda su misión con sus crispantes preguntas y su actitud de sabidilla. Sullivan venía acompañado de tres equipos de dos hombres respectivamente. Durante su última misión en Praga a finales del 85, habían sido más de veinte hombres. Eso había ocurrido todavía en tiempos de la Guerra Fría y de aquello pasaron ya veinte años. Y quince desde que lo habían echado. Con el final de la Guerra Fría, un ejército entero de agentes de la CIA había quedado, de un día para otro, de patitas en la calle.
El había tenido suerte al encontrar un nuevo comienzo como jefe de seguridad en Tysabi. Por otro lado, los contactos de antaño aún valían hoy su peso en oro. Uno de los de la vieja guardia le había servido la información, financiándose de este modo -al menos así lo sospechaba Sullivan- su futura vidorra en un yate frente a las Bahamas.
– El objetivo acaba de realizar contacto -informó Pete Sparrow, quien comandaba el primer equipo-. Su persona de contacto es un hombre de mediana estatura, con traje oscuro, camisa celeste, sin corbata, de mi edad, entrenado, algo nervioso. Acaba de desaparecer en dirección a «Number One».
– ¿Qué quiere decir eso? -preguntó Zoe Purcell.
– Esta rata acaba de ser detectada por el otro bando. Arrancamos. «Number One» soy yo. -Sullivan se estiró y vio a la persona de contacto aparecer del otro lado pocos segundos más tarde entre una amalgama de personas. El hombre se paró ante un grupo de folclore integrado por seis personas.
El traidor venía acercándose a pasos rápidos a través del puente y pasó por delante del grupo folclórico sin establecer ningún contacto visual con su persona de contacto.
«Bien hecho -pensó Sullivan-; si además supieras alterar el ritmo de las cosas y hacer maretes, todavía podrías meternos en algún compromiso serio». Sin embargo, no podía permitir que llegara tan lejos.
Cuando la persona de contacto se soltó del grupo de músicos, Sullivan cambió de canal. Se acabarían los juegos. Su cuerpo rollizo se tensó como la hoja de una sierra y comenzó a impulsarse con una dinámica que, habida cuenta de su figura, uno nunca se hubiera imaginado en él. Entretanto gritó breves órdenes en el «micro sujeto» en su solapa.
Wayne Snider pasó de largo sin fijarse en el grupo folclórico. Diferentes caras pasaban por delante de él a toda prisa, y en lugar del esperado nerviosismo, estaba pletórico de confianza. Caminó a paso firme a lo largo de la calle Karlova. La gran cantidad de papel en su bolso de cuero que le colgaba del hombro se había convertido, después de un tiempo, en un peso bastante molesto.
«¿Quieres dar la vuelta? -se preguntaba una y otra vez-. No -respondía en cada ocasión a la vez que aceleraba sus pasos-. No, y mil veces no. Estás ahora en racha. ¡Apuéstalo todo y gana!».
«¡Viajas a Praga para volver a jugar!», le había gritado su mujer antes de partir. En los dos años que había pasado solo en Dresde, se convirtió en un jugador empedernido. Al principio, entraba en las casas de apuestas para tener una distracción. Sin embargo, llegó un momento en el que traspasó el umbral del vicio. Había perdido y no había tenido la fuerza de dejarlo a tiempo. Había recurrido incluso a los ahorros, pero poco a poco lo había perdido todo en el juego.
Su mujer casi se había vuelto loca, y él le prometió por lo más sagrado que ya no volvería a jugar si ella iba con él a Dresde. Realmente fue capaz en detener el ansia durante un breve periodo de tiempo.
Sin embargo, la intuición de su mujer no se equivocaba: él volvió a jugar. Para ello, evitó los casinos oficiales y vagaba por las casas de juego ilegales. Sus deudas habían ascendido entre tanto a unos doscientos mil euros. Los últimos créditos se los había procurado un prestamista privado a cambio de unos horrendos intereses, porque su banco ya no estaba dispuesto a ampliar las líneas de crédito.
– Viajo a Praga por un futuro mejor. ¡Créeme! -le había prometido a ella cuando se fue al laboratorio para imprimir los datos.
Su información sobre los antibióticos proteicos endógenos, bactericidas y vascularizantes procedentes del sistema inmunológico de la piel era una mina de oro. Gracias a los últimos conocimientos sobre el sistema de defensa más antiguo del ser humano se podían desarrollar conceptos terapéuticos totalmente nuevos y sacar al mercado nuevos ungüentos alternativos contra las quemaduras y heridas. Les estaba aportando la información correspondiente al último paso previo a la fabricación del propio medicamento.
El ambiente del casco antiguo de la ciudad hizo que se evadiera por un momento. A su izquierda se encontraba el ayuntamiento con su reloj astronómico del siglo XIII, delante del cual, al dar la hora en punto, se reunía siempre una muchedumbre de gente para admirar los movimientos de sus figuras mecánicas.
A la derecha de él, en el extremo sur de la plaza, se alzaba la hilera de casas con sus fachadas repletas de detalles típicamente barrocos y renacentistas, que ya le había fascinado en sus anteriores visitas.
A cien metros delante de él se ubicaba su meta. El poderoso y oscuro monumento a Jan Hus [41] limitaba en su parte posterior con diferentes arbustos, y en la anterior engarzaba con unas escalinatas en forma de media luna en las que descansaban varias personas.
Vacilaba. No porque tuviera miedo. No; disfrutaba del momento. La plaza asfaltada con el monumento era el escenario perfecto en el que ganaría su gran partida.
Los tenía a su merced. Las fórmulas fallaban en tres lugares diferentes. Aceptaron a regañadientes sus precauciones, pero de esta forma les había arrebatado a su vez cualquier oportunidad de tenderle una trampa.
Debían pagar al mismo «Diamond» Snider en diamantes. Eran mucho más manejables que el dinero en efectivo, y tampoco habría transferencias bancadas cuyo rastro les podría llevar a una determinada cuenta suiza. Y a pesar de que entendía de diamantes, no les diría las fórmulas correctas en lugar de las erróneas hasta no convertir los diamantes en dinero. A modo de dietas para el viaje, le darían quinientos mil en efectivo. Unos pocos billetes los apostaría esa misma noche en cualquier casa de apuestas.
Reía satisfecho.
Y a continuación viajaría de vuelta a Dresde y comprobaría lo de la prueba ósea de Chris. Las células se estaban dividiendo, había descubierto algo realmente inconcebible…
Parecía haberse topado realmente con una racha de suerte. «Por fin, por fin, ¡después de tantos batacazos! Hoy mismo el dinero y después quizás incluso una primicia científica».
«Una cosa detrás de la otra», se recordaba a sí mismo. A lo mejor había incurrido con las prisas en algún error, y el descubrimiento ya no era tal. Ahora se trataba primero del dinero…
De súbito, una joven mujer se había colocado de pie delante de él. Pantalones vaqueros, una blusa, una cazadora ligera, de mediana estatura. Tenía una cara amable y el cabello rojizo que llevaba a media melena, junto con unas gafas rectangulares que le hacían parecer mayor de lo que realmente era.
– Disculpe, ¿conoce la zona? -preguntó en alemán con una tímida sonrisa en la boca mientras mantenía abierto en la mano un callejero de la ciudad que agitaba en el aire.
Snider quiso reaccionar de forma desabrida, porque le molestaba en sus reflexiones. Sin embargo, continuó dejándose distraer.
Puede que se tratara de su cabeza ligeramente ladeada, o quizás del desamparo en su sonrisa.
– ¿De qué se trata?
– Quiero ir al Museo Dvorak [42].
Snider meneaba compasivo la cabeza.
– Por desgracia yo todavía no he estado allí. Si no dispone de ningún guía turístico, entonces…
El continuaba mirándola con compasión, cuando su bolso comenzó a deslizarse de su hombro. De repente había desaparecido la presión con la que la correa apretujaba los huesos de su hombro con el peso de su traición. El extremo de la correa flageló su pómulo y rebotó de nuevo para abajo. Su mano derecha, con la que había sostenido el fondo del bolso, flotaba de repente sin peso alguno en el aire. El espacio entre su cuerpo y el brazo derecho estaba vacío.
Wayne Snider giró a toda mecha.
El ladrón se había alejado ya unos cinco metros y corría a través de la plaza en dirección al pasaje Melantrichova, un acceso estrecho enfrente del ayuntamiento.
– ¡Maldito cerdo! -gritó Snider.
Su cara se volvió morada de golpe, las venas en las sienes bombeaban a toda máquina y fragmentos de ideas recorrieron frenéticos su red neuronal. «Traicionado… embaucado… vendido a puercos…».
– ¡Así no! -comenzó a perseguirle, pero de sus pies parecían colgar bolas de hierro. Con el frenesí, cargó contra dos turistas ancianas-. ¡Fuera! -gritaba mientras continuaba tropezando.
Poco después perdió de vista al ladrón. La desesperación se abrió camino a través de sus venas, su cabeza amenazaba con estallar.
«Todo en vano. ¡Se acabó todo!». ¡Idiota!
De repente, dos hombres adelantaron a Snider. Eran jóvenes, fuertes y rápidos. Sin miramiento alguno, se abrían camino a través de los transeúntes, atropellaban a la gente mientras gritaban al mismo tiempo. Comenzó a entenderlo. Si ellos ahora también…
De golpe, Snider contaba de nuevo con una buena panorámica. El joven ladrón sostenía el bolso de cuero en la mano derecha y fue detenido por un hombre, quien le agarraba con la mano izquierda en el cuello mientras le exigía el bolso con la derecha.
Era su persona de contacto.
Lo cual significaba por otra parte…
Sus esperanzas volvieron a brotar.
Quizás fue realmente una estúpida coincidencia, quizás fue víctima de cualquier carterista. Se apresuró a acercarse a los hombres que le adelantaron y se habían dirigido hacia el ladrón. Este no parecía tener ninguna posibilidad contra su persona de contacto y los otros dos.
Mientras se estaba congratulando todavía en su fuero interno, aparecieron detrás de su persona de contacto otras tres personas más: una grácil mujer con cabellos oscuros, un joven y una voluminosa figura con la cabeza rasurada.
Snider se asombró de la rapidez con la que se movía el hombre a pesar de su gordura.
Su persona de contacto de repente cayó de bruces, se precipitó como a fotogramas a cámara lenta sobre los adoquines, intentando con esfuerzo mantener erguida la cabeza hasta el último momento.
Snider soltó un sollozo.
La voluminosa figura se alzaba en la calle como el Coloso de Rodas, su brazo derecho permanecía estirado y señalaba a los otros dos hombres. A pocos pasos delante de él, estos se derrumbaron desplomándose sobre el suelo adoquinado.
El gordo apresó al ladrón por el brazo y tiró de él, alejándolo de la calle hacia el final de la plaza.
Snider corrió detrás.
Berlín, viernes
Los gritos provocaron que Chris corriera de un lado para otro sin saber muy bien qué rumbo tomar.
En el otro extremo del puente había un obstáculo que hacía detenerse a los dos fugitivos. Sin mayor ademán, dos hombres se separaron de entre el amasijo de personas y posaron el pie en el puente al mismo tiempo que detrás de ellos huían los últimos visitantes del ascensor en dirección a las escaleras.
«El otro equipo», pensó Chris. Este había subido en el ascensor por el descansillo del pabellón.
Sus rostros irradiaban una sombría determinación. Resultaba imposible no fijarse en las pistolas con los silenciadores.
– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó la profesora.
Chris juraba. «¿A cuántos necios más podría eliminar antes de que les tocara a ellos?».
– ¡Venga! Vamos… rápido…
Saltaron de nuevo desde el puente hacia la entrada del ascensor, y una vez en su interior, bajaron como locos por las escaleras. El operario del ascensor se encontraba aturdido y sentado en el suelo, al lado de la consola de mandos sujetándose el hombro derecho.
– ¡Venga, para abajo! -gritó Chris mientras le propinaba al hombre un golpe en la espalda. Este presionó un botón y la puerta del extremo superior del ascensor se cerró-. Mala suerte -murmuró Chris cuando el primer perseguidor atizó la empuñadura de su arma contra el cristal.
– ¿Qué es lo que está pasando? -balbuceaba el operario del ascensor mientras se deslizaba la cabina hacia abajo. Temblaba por todo el cuerpo y mantenía su mirada apática en la consola.
– ¿No puede ir más aprisa? -gritó Chris por el contrario.
La capa exterior destruida del acuario con sus roturas estriadas se convirtió en el dolmen de la muerte. Peces y pedazos de carne humana colgaban de los picos de cristal como clavados en lanzas. Dentro del pabellón, el agua ondeaba entre las paredes. Sin embargo, la superficie de agua se iba tranquilizando poco a poco, y el movimiento de las olas iba disminuyendo cada vez más. Los cuerpos retorcidos de los buceadores desplomados yacían aplastados en el inundado suelo de piedra.
El ascensor comenzó a detenerse.
– ¡Abra! -jadeó Chris mientras apuntaba con el cañón del Korth en dirección a la puerta.
– Pero el agua…
– ¡Tranquilo, no se va ahogar! -gritó Chris-. ¡Abra!
La puerta se abrió y el agua penetró con gorgoteos en el ascensor. Chris se arrojó a ella, que de momento apenas cubría la pantorrilla, y se impulsó con el torso inclinado hacia adelante. Ramona Söllner continuaba detrás de él.
– ¡Tenemos que salir de aquí! -gritó Chris. Su objetivo era la puerta por la que entraron en el edificio.
El agua salió salpicando las alturas a su lado, cuando vio desaparecer en ella dos balas en forma de torpedos en miniatura.
La cabeza de Chris se alzó hacia las alturas. Arriba del todo, a veinticinco metros de altura, se podían ver una cabeza y un brazo. A continuación surgió un centelleo. La bala silbó esta vez cerca de la parte posterior de su cabeza.
Ramona Söllner soltó un agudo grito al impactar la siguiente bala en el agua justo delante de ella.
– ¡Más rápido! -por fin, Chris alcanzó el restaurante y abandonó la zona desprotegida del pabellón.
Miró a su alrededor. La científica seguía sus pasos con cara rojiza. Chris continuó adelante sin descanso; el agua bramaba con gorgoteo y fluía a través de la puerta abierta hacia el pasaje, desviándose desde allí en todas las direcciones.
Las mesas y sillas en el centro del pasaje estaban rodeadas de agua. A la derecha de la calle Liebknechtstraße comenzaron a detenerse los primeros curiosos que discutían excitados.
– ¡A la izquierda! -comandó Ramona Söllner.
Chris volvió la vista. Les estaba persiguiendo un hombre. El segundo perseguidor había bajado del puente a través del ascensor del descansillo.
Continuaron corriendo a través del pasaje para alejarse de la calle.
– ¡A la derecha! -volvió a gritar ella detrás de él, cuando Chris se paró en el siguiente desvío delante de una fuente. Ella corrió por delante de él hacia el callejón mientras abrió en plena carrera su bolso y lo registró hasta encontrar el bono de la plaza de aparcamiento.
Ella se detuvo ante una columna plateada y brillante que le llegaba hasta la altura del pecho y se situaba en el callejón a una distancia de casi un metro entre la puerta de entrada y el aparcamiento subterráneo.
Chris presionaba la puerta. Estaba cerrada.
Ramona Söllner deslizó el bono de aparcamiento con dedos temblorosos a través de la ranura de la columna. Pero no ocurrió nada.
– ¡Mierda! -gritó ella mientras se balanceaba sobre los pies. El perseguidor corría a toda velocidad hacia ellos.
Chris se apartó de la puerta de un brinco interponiéndose en su camino. A tres pasos delante de él, el hombre comenzó a saltar para volar por los aires con las piernas estiradas hacia adelante.
Chris se apartó a un lado y rodó sobre el hombro. El perseguidor continuó con su vuelo delante de él y cayó de bruces en el adoquín. Chris se acercó a él de un salto. Su pie describió un rápido movimiento hacia adelante golpeando la barbilla del caído, quien permaneció tendido y aturdido.
Ramona Söllner pasó el bono una vez más a través del lector. Esta vez el cierre de la puerta se abrió con un sonido apenas inteligible.
Se deslizaron a través de ella y bajaron apresurados los escalones de hormigón. Detrás de ellos vibraba el cristal de los furiosos golpes del perseguidor.
Chris aparcó el Mercedes SEL Cabrio en la plaza Monbijou, no muy lejos del aparcamiento subterráneo. Él permaneció sentado en el asiento del conductor y tamborileaba impaciente con los dedos en el volante. La tensión continuaba alojada en su estómago como una bola de hierro, pero al menos podía pensar de nuevo con claridad.
– Usted sencillamente no me convence. Yo no me he delatado a mí mismo. Así que solo queda usted y el cura.
Chris se había quitado los zapatos y los mojados calcetines. Estos últimos descansaban sobre la rejilla mientras se secaban con el aire caliente de la calefacción que estaba encendida al máximo.
– No sé qué más le puedo decir. En cualquier caso no tengo ningún interés en asesinarle. ¡Lo que quiero son las tablillas! -la profesora fumaba un cigarrillo detrás de otro. Poco a poco remitía el temblor en sus músculos.
De nuevo retumbaba el sonido de las sirenas. La policía y las ambulancias continuaban todavía dirigiéndose a toda pastilla al campo de batalla.
– ¿No estamos demasiado cerca? -preguntó ella al estremecerse con cada sonido de sirena.
– ¿Por qué? ¿Sabe alguien qué coche conduce? Ahora mismo tienen que dedicarse a otras cosas que no sean registrar coches aparcados. Aún disponemos de varios minutos.
»Ahora discuten, le dan mil vueltas a cada detalle, hacen repetir la historia una y otra vez en busca de cualquier detalle con el que comenzar una nueva línea de investigación. En eso consiste el trabajo policial -Chris resollaba-. Usted dijo hace un momento que hubo un intento de compra en los años veinte que había fracasado. Y que alguien había involucrado a la Iglesia. Cuénteme un poco más sobre todo aquello.
– No sabemos mucho. Ni el porqué ni el cómo. Está todo sin esclarecer. Quién con quién… Fuimos capaces de identificar y entender en parte los fragmentos de texto que nos envió Forster hace ahora aproximadamente un año.
– ¿Cómo puede ser eso? Usted mismo dijo que la búsqueda en los archivos de la Iglesia no había tenido ningún éxito.
– Correcto. Sin embargo, hemos encontrado fragmentos de una copia en una caja en los depósitos del museo hasta ahora inadvertida.
– ¿Cómo puede ocurrir tal cosa?
– Son cosas que ocurren en la vida real, y la realidad en Alemania ahora mismo es esa. Todavía hoy en día, los depósitos del museo continúan repletos de descubrimientos sin catalogar; al igual que en todos los museos del mundo. Muchas cosas siguen inadvertidas en la penumbra de los rincones de los sótanos -ella hizo una pequeña pausa-. Y además hay que añadir otro aspecto más. Simon, el gran mecenas de los museos berlineses, procesaba la fe judía. Podemos congratularnos de que no se lo hubieran llevado todo durante los innombrables dramas de los años treinta y cuarenta. Por algún motivo, nadie se había interesado por su legado.
Chris la interrumpió con un gesto del brazo y clavó su mirada en un anciano y desaseado hombre, que deambulaba sonriente alrededor del coche y les escudriñaba con curiosidad. El hombre pasó su mano sobre la aleta derecha del coche para convertirla más tarde en un puño, golpear con saña la chapa y acabar riéndose y alejándose cojeando a continuación.
– Cabrón -juró la científica.
– Déjelo. ¡No es nada más que la frustración de la vida! ¿Qué más hay?
– Después de la guerra, los rusos saquearon los museos. A finales de los años cincuenta prosiguió la gran ola de la devolución… entre hermanos socialistas. Pero al principio se concentraron en los importantes trabajos de reconstrucción. De nuevo, más de un objeto tuvo que permanecer oculto en los recovecos de los depósitos.
Cuanto más hablaba, mayor tensión perdía. La necesidad de concentrarse en algo conocido y cercano le ayudaba a superar el sangriento impacto.
– ¿Cómo se ha topado entonces con la caja de los fragmentos?
– Desde hace algún tiempo hemos estado preparando una exposición sobre Koldewey, la cual se mostrará en el museo con motivo de su ciento cincuenta aniversario. Por esta razón estuvimos registrando durante los últimos años los depósitos y hemos repasado y catalogado los archivos. Después llegó la oferta de Forster. Por la copia, no nos dimos cuenta en un principio que el texto había sido escrito hacía tiempo.
– ¿Y eso?
– La traducción de los textos de las tablillas fue escrita a máquina. Por eso era difícil reconocer que el texto hubiera sido escrito hacía decenios. Parece ser que Forster copió partes de una antigua traducción. Por desgracia, la copia no está completa. El texto se interrumpe hacia la mitad.
– Y por eso quiere ver primero todas las tablillas, para saber si son tan interesantes como aquellas de las que conoce el texto.
– En efecto. En cualquier caso, con ayuda del fragmento de Forster, pudimos buscar de forma concreta, ordenar los fragmentos y catalogar de nuevo lo que había permanecido inadvertido. Se trataba solo de trabajar con esmero para toparse con los indicios que pudieran arrojar un poco de luz sobre un antiguo proceso.
– Pero la copia completa de los años veinte no la tiene -resumió Chris.
– No. Ha desaparecido.
– ¿Y tampoco está en los archivos de la Iglesia?
– No; al menos que yo sepa.
– En realidad, no es algo que sea de mi incumbencia -advertía Chris-. ¿Qué hay del dinero?
– ¿Qué hay de las tablillas? Usted no las llevará todas en su mochila.
– Podemos cerrar el trato perfectamente dentro de dos horas. Yo le muestro las tablillas, usted me da el dinero.
Ella acabó alterándose de forma incontrolada.
– ¡Su avaricia por el dinero es una cosa, pero otra muy distinta los hechos! ¡No creerá que vaya de paseo con tal cantidad por Berlín! ¡Y mucho menos aún sin saber qué es lo que me van a dar a cambio!
– Pronto lo sabrá. ¿Quiere o no quiere?
– Si las demás tablillas contienen lo que las ya mostradas aseguran, entonces mantengo el trato. Brandau espera mi llamada, entonces tendrá el dinero.
– Esta misma noche -insistía Chris.
– Como acabo de decirle… esta misma noche.
– De repente le ha entrado prisa.
Ramona Söllner levantó las manos.
– Las antigüedades deben protegerse ante locos como usted o aquellos que nos han asaltado. Esa es la única razón por la que aún estoy aquí.
Chris meneaba la cabeza.
– Usted miente -dijo él enfadado-. El mundo entero parece de pronto estar compuesto solo por samaritanos. ¡Reconozca de una vez que está deseando tener en su poder las tablillas! Esta oportunidad es única. La mayoría de los científicos sueñan toda su vida con una ocasión así. Así que no me reproche que sea sincero con usted.
Durante un rato reinó un frío silencio, pero a continuación ella carraspeó.
– Está bien… quiero comprobarlas, investigarlas, escribir sobre ellas. ¡Sí, maldita sea, es verdad! Se trata de una ocasión única que seguramente no volverá a repetirse. ¿Satisfecho?
– Ahora sí -gruñó Chris divertido-. Ahora se las mostraré -anunció Chris a la vez que encendió el motor.
– Sin embargo tengo otra pregunta: ¿realmente dispone usted de la potestad legal para disponer de estos objetos?
– He cerrado un contrato de compraventa -Chris sabía perfectamente lo que ella tenía en mente. En el caso de que no cuajara el trato, ella se retiraría y jugaría el papel de inocente que no sabía nada del asunto.
– ¿Y en sus manos no hay sangre?
Chris soltó una atronadora carcajada.
– Si acaba de presenciarlo… ¿Ya se ha olvidado? Solo me he defendido. Ya que estamos en ello… ¿y en las suyas?
– ¿Está usted loco?
– ¿Qué le ha ocurrido a su gesto de buena voluntad? -preguntó él.
Ella vacilaba durante un momento.
– Nuestra causa no dispone de tantos medios como nos gustaría. Por eso Brandau, después de que Forster hubiera realizado su oferta, procuró un mecenas que aportara el dinero. Las antigüedades pasarán a ser de su propiedad, pero serán cedidas al museo de forma permanente.
– Me parece muy bien que disponga de un nuevo mecenas. ¿Un segundo Simon?
– No tiene ni idea de cómo funciona esto hoy en día. A nosotros nos apoyan personas privadas y empresas, pero nunca es suficiente. ¿Sabe usted lo que vale la cultura?
– Ahora entiendo de dónde sacó tanto dinero en metálico. Empezaba a desconfiar. ¿De quién se trata?
– Un editor. Un hombre muy cercano a la Iglesia.
– Ah, entonces Brandau es su vigilante. Ahora lo entiendo -Chris sonreía satisfecho.
– Este hombre se interesa sobre todo en los hallazgos procedentes de Oriente Próximo. Nos apoya tanto a nosotros, como el Louvre o el Museo Británico. Está como loco detrás de cualquier nuevo hallazgo arqueológico y resultado de investigación.
– ¿Todavía continúan excavando?
– Pues claro. En la actualidad es bastante peligroso, pero hemos estado realizando excavaciones durante las últimas décadas, aunque con interrupciones.
– ¿Por qué muestra este hombre tanto interés por los hallazgos arqueológicos?
– El es muy creyente. Edita escritos eclesiásticos y además, por lo que sé, forma parte de una orden de la Iglesia.
– ¿Podría estar él detrás del asalto?
– ¡Menudas ideas tiene usted! -Ramona Söllner meneaba la cabeza-. Este hombre no va a darnos primero el dinero para luego asaltarnos.
Chris maniobraba el coche fuera de su plaza de aparcamiento. Habían estado esperando más de una hora.
– Ahora le mostraré todas las tablillas. Tenemos que ir hasta el distrito de Wilmersdorf.
La calle se veía de pronto muy animada. En cualquier lugar había masas de gente que disfrutaban de la cálida noche y ocupaban los bares y las cafeterías.
– Menudo ambiente -comentó él.
– Nos encontramos en la calle Oranienburger Straße. Más adelante, en el cruce, lo mejor será que vaya hacia la derecha, y a continuación de nuevo hacia la izquierda.
– ¿Adónde llegaremos después?
– A la nueva Babilonia de esta ciudad.
Él obedecía sus instrucciones.
– ¿Ha estudiado usted con detenimiento los fragmentos del texto?
– Por supuesto -contestó Ramona Söllner mientras miraba irritada a Chris.
– Cuénteme entonces, por favor, algo sobre los huesos. ¿Qué le ha contado Forster sobre ellos? ¿Qué es lo que cuentan de ellos los textos?
La profesora arrancó divertida una risotada.
– ¿Huesos? Yo no sé nada de ningún hueso. Es la primera vez que escucho mención alguna.
– ¿Quizás pone algo de los huesos en la traducción?
Ella comenzó a reflexionar sobre ello durante un buen rato.
– Es verdad… Nabucodonosor dice en sus tablillas, siempre y cuando sea cierto el contenido de la copia, que había conquistado Kish y trasladado los objetos sagrados del gran templo de Ninurta, en Kish, a Babilonia. Que había unificado de nuevo el reino y llevado consigo los huesos del pastor procedentes del templo de Ninurta.
– ¿Quién es Ninurta?
Chris se encogió y comenzó a tocar el claxon como loco, cuando le adelantó a toda velocidad un coche en la estrecha calle Chausseestraße, que estaba en obras.
Ramona Söllner aguardó a responder hasta que él hubo terminado con sus juramentos.
– Ninurta era el dios de la ciudad de Kish, como lo fue Marduk para Babilonia. En aquellos tiempos, el universo mitológico de los dioses era muy amplio y diverso. Para todo había un dios diferente. Y por otro lado, un mismo dios podía reunir muchas cosas en sí. Ninurta es en el universo mitológico de la historia sumeria el dios de la ciudad, la guerra, la fertilidad, la vegetación, hijo del dios del viento, hijo de Enlil y también emisario divino. Otras fuentes dicen que en él surgió Zababa, el dios de la ciudad de Kish. Ninurta trasladó el reino después del Diluvio Universal a Kish. Así aparece escrito en una tablilla.
– ¿Y quién era el pastor del que hablaba Nabucodonosor?
– A lo mejor un rey. Hubo uno con ese sobrenombre, quien presuntamente unificó por primera vez el reino sumerio. Pero quizás se refiera incluso a un sacerdote. Todavía hoy esta misma palabra es sinónimo de una persona que, en un sentido figurado, cuida del rebaño. En aquellos tiempos remotos, ser pastor se consideraba un cargo admirado e importante. En las crónicas, este término va unido a un sinfín de estampas poéticas. Los pastores llevaban una vida nómada; acompañaban al rebaño a menudo lejos de los poblados, recorriendo áridas tierras y siendo responsables de la integridad del mismo -ella hizo un alto.
– Continúe la historia. La estoy escuchando.
– Por todos estos motivos son tan interesantes las tablillas. Hasta la fecha no existe ningún texto procedente de los tiempos inmediatamente posteriores al Diluvio Universal. Las únicas crónicas hasta ahora conocidas datan de tiempos bastante posteriores, proceden de la época de Uruk. Hay mucho aún por descubrir.
– ¿Serían valiosos unos huesos así? ¿De un rey o de este dios… Ninurta?
Ramona Söllner arrancó una estrepitosa risotada.
– ¿Valiosos? ¿Qué significa eso? ¿Cuántos huesos cree usted se han encontrado a diario durante las excavaciones en Khorsabad, Susa, Babilonia o Uruk? Cada tumba recién descubierta estaba repleta de ellos. Y cada hueso es valioso, sobre todo si se es un coleccionista de reliquias. Hay personas que le conceden a los huesos fuerzas mágicas. Sin embargo, realmente hay que creer en ello -ella se reía de nuevo-. El hueso de un dios sí que podría alcanzar un buen valor de coleccionista. Pues apenas existen.
– La Iglesia católica es el mejor ejemplo…
– Pues eso -ella miraba a Chris de forma divertida-. En la Iglesia católica abundan las reliquias por doquier: uñas sagradas de santos, clavos de crucifixión, trozos de lana de capas, presuntas astillas de la Santa Cruz. Bajo mi punto de vista, una forma especial de fetichismo.
– Menos mal que no ha venido su cura -Chris se mondaba de la risa-. Usted cree entonces…
– Yo no creo nada. Si hay huesos, estableceremos su edad. Porque así podremos exponerlos y añadir que provienen posiblemente de un rey o un dios sumerio. Cuando visite el Museo de Oriente Próximo, verá que en la actualidad ya estamos exponiendo una tumba completa.
Ella calló, cuando a la izquierda delante de ellos y dentro de la rojiza esfera del sol poniente se alzaba el coloso. El techo de cristal de la nueva estación central ferroviaria de Berlín permanecía tensado unos trescientos metros, uniendo el lado oriental con el de occidente. El sol se ponía en cada uno de los diez mil cristales cortados a medida.
– ¿Ve aquello? -dijo Ramona Söllner mientras señalaba cuatro tensores de acero situados a una altura de aproximadamente setenta metros-. Nuestra Babilonia. Nuestra propia construcción del zigurat. Los tensores de acero sostienen las dos torres de oficinas, que se construyen primero como esqueletos de acero y hormigón en un plano vertical para posteriormente descenderlos como un puente levadizo sobre el terraplén. Dicen que los cables de acero tienen un grosor de treinta centímetros. Lo nunca visto. Sencillamente increíble.
– Cree que se trata de gigantomanía y un derroche inútil de dinero.
– Son miles de millones. Tan solo la construcción de la estación ferroviaria debe de costar setecientos millones, cuando en un principio se presupuestaron doscientos cincuenta.
Chris echó una breve ojeada a la obra en la que se erguían las dos torres de oficinas, las cuales se alzarían en un futuro por encima del majestuoso techo de cristal.
– Más adelante, en el próximo cruce a la izquierda, pasaremos por delante del barrio del gobierno y el parque Tiergarten. Desde allí se llega al distrito de Wilmersdorf -dijo ella mientras él se dirigía al centro de la vía en dirección al correspondiente desvío.
Un Ford Mondeo les adelantó por la derecha con el motor rugiendo. Sin embargo, el vehículo aceleró y viró de repente en dirección contraria.
Chris sintió un fuerte golpe en la espalda y fue lanzado hacia delante. El cinturón de seguridad amortiguó la parte superior de su cuerpo, haciéndole rebotar de nuevo hacia atrás. Ramona Söllner apoyaba con fuerza las manos en el salpicadero mientras gritaba aterrada.
El Mondeo se acercaba a toda velocidad hacia ellos. ¡Otro fuerte golpe trasero! Chris pudo ver por el retrovisor el centelleo del parachoques de un todoterreno.
Él pisó el acelerador a fondo, tiró del volante hacia la izquierda y desvió el Mercedes Cabrio en dirección contraria al tráfico. Ambos coches pasaron a todo gas de forma oblicua rozando el uno con el otro, cuando inmediatamente después se incrustó el Mondeo su propio costado a la altura de los asientos traseros del Cabrio. En ese mismo instante hubo un golpe en la parte delantera. Una camioneta que venía de frente pasó rozando el morro del Mercedes, mientras un furgón que venía por detrás les dejó encallados definitivamente entre los dos vehículos.
El todoterreno de detrás embistió de nuevo al Cabrio. Milésimas de segundo más tarde el pequeño camión perforó, con su montón de arena colocado en la caja abierta, el lateral del todoterreno.
– ¡Salga! ¡Vamos, rápido!
Chris abrió la puerta de un manotazo y saltó del coche. Se colocó de forma instintiva en cuclillas y sacó el Korth de la cintura del pantalón.
A continuación rescató de un tirón la mochila que se encontraba en la zona habilitada para los pies del habitáculo. La profesora, por su parte, miró en dirección al asiento trasero, donde descansaba su chaqueta americana, vaciló un instante, y se desplazó reptando y lanzando juramentos desde el asiento del acompañante al del conductor. Chris la agarró finalmente por los hombros y tiró de ella hasta sacarla a la carretera.
– ¡Ándese con ojo! -gritó ella cuando vio que el cañón de la pistola en su mano bailaba delante de su cara.
Una vez que se hubo colocado Chris la mochila al hombro, dio un salto y corrió alrededor de la cabina de la camioneta. A la izquierda de él gritaban voces masculinas a la vez que se percibía el chirrido de frenos. Poco después, se escuchaba retumbar el seco estruendo de sucesivos impactos.
Chris saltó sobre el capó de un vehículo para aterrizar de nuevo en el asfalto.
– ¡Espere!
La científica se había subido detrás de él y se deslizaba torpemente en su falda sobre el capó. De nuevo le lanzó un grito de atención.
– ¡Rápido! ¡Rápido! -gritaba Chris.
Corrieron por la carretera y alcanzaron la acera, la cual estaba separada por una alta valla de alambre. Detrás de ella se agrupaban los barracones de los obreros.
Juntos comenzaron a correr de nuevo. Las miradas de Chris volaban a través de la calle en busca del siguiente peligro entre la creciente maraña de hierros. ¿De dónde venían tantos perseguidores? ¿Cuál fue el error que había cometido?
La llamada de Ramona Söllner hizo que mirara de soslayo. Ella ya no estaba a su lado…
De nuevo escuchó retumbar sus gritos y Chris miró hacia atrás. Ella se había caído y permanecía tendida en el suelo, a unos quince pasos detrás de él.
A su lado acababa de detenerse el primer perseguidor. El hombre poseía un cabello crespo y oscuro, y un rostro aguileño con pesados sacos lagrimales.
El perseguidor elevó la mano derecha con el arma y entonces agarró con la izquierda la larga melena de la científica.
Berlín, tarde del viernes
El hombre tiró de su cabello hasta situar la cabeza en la nuca y curvar la parte superior de su cuerpo como un arco. A continuación, posó el cañón de la pistola en la carótida de su cuello.
¡Tira tu arma y ven aquí!
Les separaban diez pasos.
– No disimules. ¡Ella forma parte de vosotros! -Chris no se movía.
– ¡Que vengas de una vez! ¡Que le pego un tiro! ¡Vamos! ¡Tira el arma!
«Nunca tirar el arma. Se pueden alzar los brazos, ¡pero manteniendo el arma siempre en la mano!».
Chris adelantó lentamente el pie derecho, haciendo a continuación lo mismo con el izquierdo casi a ralentí. El asesino tiraba aún con mayor rabia del cabello de la científica. Ella permanecía arrodillada mientras rodeaba con sus manos el antebrazo de su captor.
– ¡Tira el arma!
Chris meneaba la cabeza e hizo de nuevo un lento paso hacia delante. Gritos de pavor retumbaban desde la calle en la que se iban acumulando los coches. Entre tanto, ellos interpretaban su mortal papel a la intemperie en un escenario improvisado.
El hombre realizó un ligero movimiento con la cabeza hacia un lado, echando una ojeada desde la comisura de los ojos en dirección al lugar del accidente, donde se encontraban atrapados los demás perseguidores entre el amasijo de coches atrapados.
Habían transcurrido tan solo unos segundos, pero se estaban grabando a fuego como una eternidad en la memoria de Chris.
De nuevo dio otro paso más, después permaneció quieto y esperó. Había que ganar tiempo. Siempre había ocasión para un despiste. En algún momento. Debía aguantar hasta entonces. Y tener un poco de suerte.
Entre el amasijo de coches encallados surgió de pronto un estrepitoso disparo, y el asesino miró instintivamente hacia atrás. La mano derecha de Chris cayó con el Korth como por sí sola hacia abajo. A través de un fluido movimiento, el cañón del arma se desplazó apuntando a su diana. En ese preciso instante su dedo superó la resistencia del gatillo y el cañón del Korth se desplazó, debido al retroceso, de nuevo ligeramente hacia arriba. La bala penetró por la parte izquierda de la cabeza y por encima del oído en el cráneo del asesino.
El arma salió despedida del cuello de la científica en dirección a Chris. El disparo había arrancado esquirlas del asfalto y pocos instantes después se derrumbó el asesino con la mano aún aferrada en el cabello de la científica. Después de eso, la profesora se hundió en el asfalto al lado de su captor.
Chris aprisionó la muñeca del asesino con el pie izquierdo y le quitó el arma lanzándola hacia un lado. A continuación separó los dedos de la melena de Ramona Söllner y tiró de su brazo hacia arriba.
Era ligera como una pluma, como si su cuerpo careciera de peso alguno. Sollozando caminó a trompicones detrás de él.
– ¡Vamos! ¡Venga! ¡Continúe! ¡Siempre adelante!
– ¡No puedo más! -ella cayó de bruces. Chris se detuvo y tiró de ella nuevamente hacia arriba. Sin embargo, ella gritó y comenzó a insultarle.
El se apresuró con ella hasta el siguiente cruce de caminos, y se desviaron hacia la izquierda. Varias vallas altas y metálicas obstruían la futura salida en dirección al soterramiento de la calzada norte-sur de todo el barrio del gobierno.
«Hay que salir de la calle -pensó Chris-. ¡Hay que salir de la avenida principal!».
De repente se toparon con un acceso situado en el lado izquierdo, que limitaba por detrás de una valla con un barracón y por delante con una casa particular. Chris corrió sobre los adoquines. ¡Había que salir de la calle como fuera!
Tras recorrer cien metros, el acceso finalizaba delante de una casa.
«Oficina de proyectos…», leyó Chris. Los dos corrieron sobre un estrecho camino por el frente de la casa y se encontraron de pronto delante de una gran superficie arenosa en cuyo centro sobresalían pilares de hormigón, que les llegaban hasta la cintura.
– ¡Estamos al descubierto! -A pesar de ello no podían dar marcha atrás. Detrás de ellos, por la entrada, salía rodando un coche oscuro-. ¿Qué es eso? -gritó Chris.
– No lo sé… quizás…
Él lo adivinaba. No podía confundirse.
Comenzaron a hundirse hasta los tobillos en la fina arena.
Se encontraban a treinta metros detrás de él y la científica, e iban acortando la distancia por momentos. Dos balas pasaron zumbando como dos maliciosos avispones delante de su cabeza.
Por fin alcanzaron el armazón de hormigón y Chris pudo observar la enorme abertura. Debajo de él, ocho vías ferroviarias procedentes del norte se arrastraban hacia el interior de la nueva estación ferroviaria principal de Berlín.
Comenzaron a descender a toda prisa las estrechas escaleras de hormigón en dirección a las vías, y se desviaron a continuación a la izquierda. Delante de ellos, una boca de tiburón semicircular devoraba las vías.
– ¡Yo ya no puedo más! -vociferaba Ramona Söllner y se detuvo jadeante de pie en las vías y con la mirada fija en la gigantesca abertura. La marcha a través de la profunda arena le había limado las últimas fuerzas que le quedaban en las piernas.
– ¡Venga! ¡Vamos! ¡Venga!
A pocos centímetros de la profesora saltaron varias chispas, cuando una bala perdida salió rebotada zumbando del travesaño de acero al impactar en la vía.
El tirador, situado más arriba, disparó de nuevo desde el armazón de hormigón. Iban persiguiéndolos a toda velocidad hacia los túneles, saltando de las vías del tren al andén.
Después de pocos metros, el escenario cambió por completo. En lugar de correr sobre mármol procedente de canteras chinas, lo hicieron sobre el desnudo hormigón. Las paredes estaban cubiertas de azulejos solo hasta la mitad de su altura total. Al lado de ellos se erguían los andamios con sus estrechos tablones hasta el mismo techo.
A pesar de que no había nadie a la vista, el ruido de los trabajos no cesaba de retumbar por toda la obra. En las profundidades de la caverna de mamut se trabajaba día y noche. Transcurridos nueve años, este monumento al arte moderno de la construcción debería estar concluido finalmente.
El ruido de los trabajos parecía provenir de todas direcciones. Golpes de martillo retumbaban desde lejos, una sierra eléctrica comenzó a chirriar, y desde la penumbra llegaban ondeando fragmentos de soeces juramentos. A continuación se entremezclaban diferentes canturreos con el ruido de la obra. Chris se sentía como en una catedral. El armazón de la obra creaba un majestuoso espacio de resonancia.
Los dos subieron corriendo por unas escaleras de hormigón hasta la siguiente planta donde, desde un rellano, Chris echó la mirada atrás.
En la oscuridad de la planta baja se percibían de forma fantasmagórica los movimientos del primer perseguidor.
De repente, Ramona Söllner soltó un grito, derrumbándose a continuación.
Chris se arrojó a su lado en el hormigón con su cabeza a los pies de ella. Ella tenía un sangrante rasguño en la nalga. La piel y la carne habían sido arrancadas por la bala. «¡No se había escuchado el disparo! El silenciador», reflexionó Chris.
– ¡Me han dado! -ella jadeaba, y sus ojos se llenaron de lágrimas.
– ¡Se trata solo de un tiro de refilón! No es grave. ¡Vamos!
Ella permaneció tendida sobre el grisáceo hormigón sin moverse.
– ¡No podemos quedarnos aquí! -Chris mantenía los ojos fijos hacia abajo en las escaleras.
El perseguidor penetró titubeando de entre la penumbra que le protegía de camino al primer escalón.
– Vamos, hijo de puta -gruñó Chris mientras elevaba el brazo para el disparo. El hombre sufrió una sacudida que le lanzó hacia atrás y desapareció detrás de un gigantesco pilar de hormigón-. ¡Aquí estamos al descubierto!
De pronto comenzó a escuchar el rechinar de cristal por el peso de unas pesadas botas. Detrás de ellos se acercaba riéndose un grupo de trabajadores que bajaban por las escaleras. De repente callaron un instante y comenzaron a hablar excitados entre ellos.
Chris metió apresurado el arma en la cintura del pantalón mientras los obreros formaban un círculo y comenzaban a gesticular como locos. Olían a hormigón y mortero. «¿Españoles? ¿Portugueses?». Chris se irguió entre el grupo de obreros. Su círculo constituía una protección perfecta. Ayudó a levantarse a la científica.
– Se ha caído -dijo él y apuntó hacia el rasguño ensangrentado de la pierna-. I'm collecting news for newspapers! I am a reporter! -explicaba Chris en inglés y comenzó a sonreír sonrojado mientras se abría camino entre los hombres, quienes gesticulaban indecisos. Sentía varias manos en los hombros que querían detenerle-. I'm looking for a good story! -El apuntaba en dirección al pabellón y continuaba encaminándose hacia delante, empujando a la científica consigo para salir del círculo.
Uno de los obreros farfullaba fastidiado algo entre dientes mientras continuaba bajando por las escaleras. La aglomeración de hombres se disolvió y Chris continuó subiendo rápido por las escaleras con la científica. De súbito retumbaron de nuevo voces desde el extremo inferior de las escaleras, lugar en el que los obreros se toparon con los perseguidores.
Los dos culminaron en la siguiente planta. El pabellón estaba totalmente vacío y no ofrecía ningún tipo de protección. Desde las profundidades de las vías del tren en la planta más baja se alzaban andamios hasta el mismo techo del pabellón, a bastante altura sobre sus cabezas. Los andamios estaban cubiertos con lonas claras de plástico.
– ¡Tenemos que ir más arriba! -Chris corrió por el próximo rellano hacia las siguientes escaleras. Ramona Söllner, que hacía un instante estaba todavía a su lado, se estaba quedando atrás. Sin más, se tambaleó hacia un lado.
Mientras continuaba adelante, él miró de soslayo por encima del hombro. Detrás de ellos, dos de los perseguidores continuaban al acecho subiendo a todo trapo por las escaleras y el rellano. Uno de ellos llevaba una cinta en la frente con la que dominaba su rubia melena, mientras el corte a cepillo del otro reforzaba de manera peculiar, aún más, la forma oval de su cabeza.
Ramona Söllner corrió describiendo un arco, como cuando un planeta acaba de abandonar su órbita.
Chris le seguía extrañado con la mirada. «¿Por qué…? ¡Maldita sea!». Una pequeña mancha apareció como un antojo en el espacio entre los omóplatos sobre su top de color crema. La mancha brotó, haciéndose más grande con rapidez. Pero de repente apareció otra mancha, un poco más abajo y desviado a la derecha con respecto a la primera. Su cuerpo se encabritó y sus brazos volaron separándose ampliamente.
Impotente, Chris clavó las uñas de su mano izquierda en las correas de la mochila que llevaba colgada al hombro.
Ella cayó a trompicones hacia delante, penetrando en el vacío del pozo de las vías y golpeándose a continuación contra la lona de los andamios.
Sus dedos ni siquiera intentaron agarrarse a la lona de plástico. La lona se hundió y a continuación catapultó su cuerpo como si de un trampolín vertical se tratara. Ramona Söllner caía sin emitir un solo ruido a las profundidades.
– Estamos cerca. Dentro de poco le cogeremos -la voz de Colin Glaser retumbaba con frialdad a través del altavoz.
Justin Barry respiró hondo. No podía repetirse el fiasco. A estas alturas podían llenar una sala completa de cadáveres, si incluía la debacle de la autopista.
No importaba. Lo único realmente importante eran las antigüedades. Barry iba acompañado del equipo que había asaltado el transporte de Forster para el Louvre, porque supuso que las reliquias continuaban viajando con destino a Berlín. Y tuvo razón. La llamada de Rizzi a Ramona Söllner le había devuelto las posibilidades de ganar la partida. Brandau había transmitido de inmediato la información, y Marvin aguardaba impaciente un resultado positivo.
Pero las cosas casi se torcieron de nuevo. Habían perdido de vista al cerdo en el aparcamiento subterráneo y le habían encontrado nuevamente después de buscarlo largo rato. El transmisor sencillamente dejó de enviar la señal durante un prolongado espacio de tiempo. Y eso que sus medios técnicos eran de los más modernos. Brandau tuvo que cometer algún error cuando le coló el transmisor al cerdo en el restaurante, pues el sacerdote se había mostrado muy nervioso.
Barry permaneció con su vehículo en la pequeña entrada delante del edificio con el cartel «Oficina de proyectos». De esta forma estaba suficientemente lejos del caos procedente de la calle de al lado. Allí llegaron los primeros coches de policía, pero sus hombres se habían esfumado hacía ya tiempo.
Barry saltó del coche.
– Ahora vamos a ir allí adentro e iremos por él.
Chris vio cómo caía al abismo.
El perseguidor se encontraba apenas a veinte pasos detrás de él. El asesino con la cinta en la frente corrió en dirección al abismo, el otro permanecía con las piernas separadas en el pabellón con los brazos bien estirados, sujetando la pistola con ambas manos para el disparo final.
Chris sacó de golpe el arma de la cintura del pantalón mientras corría, y se tiró de forma oblicua hacia delante. Se dejó caer de golpe en el hormigón dejándose rodar mientras tiraba del gatillo del Korth. El estruendo del disparo salió lanzado como un estrepitoso eco a través del pabellón.
El de la cabeza oval cayó hacia atrás activando con ello el gatillo una y otra vez. A pesar del fuego permanente no se escuchó ni un solo ruido, el silenciador se tragó cualquier ruido procedente de los disparos.
El rubiales escuchó el disparo de Chris y apartó la mirada del abismo. Cuando vio caer a su compañero, salió como una centella.
Chris se lanzó escaleras arriba. En la siguiente planta, a unos veinte pasos de distancia, un trabajador empujaba una carretilla a través de un laberinto.
En todos los lados había apilados materiales de construcción: tablas para encofrar, material de embalaje, paneles de poliestireno, montones de piedra y escombros; todo permanecía apilado y desordenado alcanzando en ocasiones la altura de un hombre; en otras, la de las rodillas. La rueda de la carretilla chirriaba con cada rotación.
El obrero llevaba unas abultadas orejeras protectoras contra el ruido en los oídos, y se detuvo al otro lado del paisaje de escombros en un cuadrado vallado en cuyo interior se encontraba un contenedor de metal. El espacio delante del contenedor estaba repleto de cubos, sacos de mortero, restos de madera y piedras. Al lado había una fila de garrafas azules de plástico.
El obrero pescó una llave del bolsillo y abrió el candado de la cadena. A continuación separó dos vallas de metal, empujó la carretilla dentro del cuadrado y depositó cuatro de las garrafas en la carretilla.
Chris se acercó hacia el hombre, serpenteando los montones de materiales de construcción. Su meta era alcanzar las siguientes escaleras, las cuales estaban situadas a la izquierda del cuadrado vallado y le conducirían más arriba.
A la derecha del vallado metálico, un ancho corredor llevaba hacia un amplio y desierto pabellón. En el centro del corredor había una barrera de dos metros de ancho de sacos de cemento amontonados hasta la altura de las caderas, donde finalizaba el paisaje de escombros.
El obrero empujó la carretilla de nuevo a través de la valla de metal hacia fuera, juntó las vallas y cerró de nuevo el almacén con el candado.
De repente aparecieron dos hombres de pie en el corredor. Uno era zurdo; la cicatriz debajo de su ojo izquierdo desfiguraba su cara. El otro portaba en la cabeza una gorra de béisbol cuya visera caía en la nuca.
El de la gorra de béisbol inició una estridente y chillona risa. El zurdo contrajo la cara en mil arrugas, las cuales debían dar la sensación de profundas ranuras en cada una de sus víctimas. Sus armas con los silenciadores colgaban como porras hasta las rodillas.
Chris se precipitó detrás de un montículo de piedras. Procedentes desde el otro lado se escucharon varios pasos. Desde atrás, se estaba acercando el asesino rubio con la cinta en la frente que había disparado a Ramona Söllner.
«¡Estoy entre la espada y la pared!», pensó Chris. Esquirlas de piedra salpicaban su cara. Las balas venían lanzadas hacia el montículo de piedra desde dos direcciones: delante y por encima de él. Chris continuó reptando, dio un salto y salió corriendo hacia el obrero.
El hombre de la carretilla colisionó con el montículo de piedra mientras sus ojos parecían salírsele de las cuencas. En el intervalo de tiempo en el que volcó la carretilla y las garrafas cayeron deslizándose al suelo de hormigón, el obrero huyó hacia las escaleras.
Chris corría de un montón de escombros para otro. La mochila se deslizaba en su espalda de un lado para otro en cada cambio de orientación del peso. Por fin alcanzó el último montículo de piedra donde se encontraba tendida la carretilla.
Delante de él se situaba el camino que le llevaría hacia las escaleras y en cuyo extremo superior acababa de desaparecer el obrero.
Las balas pasaban silbando por encima de él.
«¡Estoy al descubierto! ¡Es el final! ¡Se acabó!».
Las sacudidas de adrenalina no tenían fin, y los pensamientos de Chris iban y venían como en una montaña rusa. En su imaginación, se veía a sí mismo arrastrarse entre los montones de escombros, disparar su arma y saltar una y otra vez de sus escondites.
Cambió el cargador de la pistola.
– ¡Eh, Rizzi! Ríndete. ¡Nosotros no queremos matarte! ¡Solo queremos tu mochila! ¿Hay trato? ¿Qué tienes que decirnos a eso?
La voz era clara, tensa y provenía un poco desviada desde el lado izquierdo. Chris la identificaba con la del tipo de la gorra de béisbol. Su repugnante risa sonó también así de clara. Hablaba prácticamente sin acento, pero las pausas entre las frases en busca de las palabras apropiadas le delataban como extranjero.
Se arrastró alrededor de la carretilla hasta el otro lado del montón de piedras, levantó la cabeza y se asomó en dirección a la pila de tablones, detrás de la cual se había escondido el rubiales.
– ¡No puedes salir de aquí! Detrás de ti no estás a cubierto, ¡si ya lo sabes! -retumbaba con ironía la voz a través de la estancia.
El rubiales salió de su escondite.
– Solo quieren distraerme -murmuró Chris, saltando hacia las alturas. Entre tanto apretó dos veces el gatillo del Korth.
El rubiales retornó a toda prisa a su escondite.
Chris cayó sobre el estómago y avanzó a rastras desde el montículo de piedras hasta la maraña amontonada de escombros. Las balas impactaron justo en el lugar en el que hacía un instante acababa de estar en cuclillas. Avanzó apoyado en los codos como suele hacer un caimán de las Galápagos sobre sus cortas patas.
Se tiró con agilidad hacia un lado y respiró hondo. El montón detrás del cual se mantenía tendido contaba con la suficiente altura como para proporcionar una buena protección de visión. Pero si le encontraban aquí, sería el final. Los paneles de poliestireno iban difícilmente a protegerle de las balas.
– Rizzi, último aviso. ¡Sal de ahí!
La voz sonaba vacilante, no, insegura. ¡Y a menor distancia!
«No saben dónde estás -pensó Chris-. Pero se están acercando».
Algo se estaba revolcando en el suelo. A continuación sonó una maldición.
Chris siguió reptando por el suelo. Delante de él quedaban aún dos montones de escombros. Y detrás de ellos comenzaba el estrecho callejón, de aproximadamente un metro de ancho, y a continuación un pasamano provisional de madera, y detrás, el abismo a las vías con los andamios tapados por las lonas.
Pudo escuchar el tintineo del metal. Tres veces. A continuación y por partida triple percibió el sonido seco de los rieles metálicos deslizándose. «Cargadores nuevos -pensó Chris-. Máxima potencia de fuego. ¡Van a venir!».
Se impulsó con las manos hacia arriba, se encogió en cuclillas y comenzó a escudriñar el flanco izquierdo en dirección al montículo de piedras. A diez pasos de ahí se encontraba agachado el rubiales, quien hacía señales con su mano izquierda. Chris agachó la cabeza de nuevo con rapidez.
El acecho iba a tener su fin. Ajustó las correas para que la mochila se acoplara bien a la espalda, clavó el arma dentro de la cintura del pantalón, dio un brinco y comenzó a correr. Giró la cabeza en todas las direcciones. Los tres asesinos atacaron a la vez el montículo de piedras, detrás del cual se encontraba tirada sola la carretilla. No se habían percatado del cambio de posición de Chris.
¡Comenzaron a disparar!
Se dio cuenta por las continuas sacudidas de las armas en sus manos.
Chris dio un bote.
El camino hacia la muerta de Ramona Söllner debía convertirse en su propia salvación.
Chris traspasó rompiendo el pasamano provisional y colisionó contra el toldo de plástico del andamio. El toldo se abolló, absorbiendo su peso corporal. El entramado metálico chirriaba y se balanceaba por el peso. Su tibia derecha impactó contra un tablón y los dolores punzantes casi le dejaron anestesiado.
En ese mismo instante comenzó el infierno.
La última bala del zurdo hizo diana en una de las garrafas azules de gasolina.
Entre tanto, el toldo había alcanzado su máxima extensión y el cuerpo de Chris colgó por una milésima de segundo, al igual que al hacer puenting, en esa misma posición de máxima expansión, rebotándole a continuación la lona y precipitándolo al abismo.
Desde atrás se iba acercando la onda expansiva que impulsaba hacia delante una nube de metralla compuesta de piedras y trozos de madera. La explosión había barrido a los asesinos como granos de arena en una tormenta.
Por encima de Chris, una lluvia de proyectiles de materiales de construcción deshechos impactaba en la lona, agujereándola por mil sitios.
Su mano izquierda permaneció todavía por encima de la planta de hormigón, cuando se aproximó rugiendo la onda expansiva. Una escuadra de jabalinas en miniatura se había hundido en el dorso de su mano y se clavaron en su brazo anterior izquierdo.
Él, entre tanto, se iba desplomando hacia el abismo, colisionando asimismo a su paso con barras y cantos metálicos. Los golpes molían sus costillas, uno de ellos en el riñón derecho casi le hizo perder el sentido.
Su mano izquierda estaba completamente entumecida; apresuradamente intentó sujetarse en algún lugar con la mano derecha. Pero su cabeza chocó contra el canto metálico de un tablón de madera, mientras la onda expansiva de la explosión continuaba rugiendo y estremeciendo la planta de hormigón.
Un potente tirón detuvo su caída y casi le desgarró los músculos, y por encima de él diluviaba un aguacero de piedras demolidas y madera sobre el hormigón de la entreplanta.
La repentina presión en su estómago se hizo insoportable. Colgaba cabeza abajo a media altura sobre las vías, pues su cinturón se había enganchado por la espalda en alguna parte del andamio. El cinturón estaba presionando una vena de la barriga, y las ondas de dolor llegaban a triturarle incluso el cerebro.
Unos dolores punzantes y en ocasiones ardientes provocaron que gritara de dolor con el movimiento más insignificante.
Chris pudo ver las vías del tren borrosas debajo de él. No era capaz de calcular la altura, pero si caía, se rompería hasta el último hueso de su cuerpo.
Se encabritó empleando unos gritos salvajes y comenzó a balancearse de un lado para otro, aferrándose con la mano derecha a los hierros del andamio e impulsándose hacia él. Pataleaba con las piernas en el aire hasta que su pierna derecha consiguió hacer pie en una brida.
La presión en el abdomen iba disminuyendo mientras trasteaba con la mano izquierda por la espalda hasta que el cinturón se hubo deslizado del gancho en el que había quedado atrapado. Sin embargo, en ese mismo instante se resbaló, cayendo de nuevo y golpeándose contra un tablón que sobresalía del andamio dos metros más abajo.
Pudo oler el hormigón, pero no se movía.
Una y otra vez le susurraba una voz que debía seguir adelante.
Sin embargo, no le convencía. No le ofrecía otra cosa más que dolor. En cada uno de sus movimientos.
– Primero voy a descansar, aunar fuerzas -Chris cerró los párpados-. Solo voy a descansar unos minutos, entonces lo intentaré.
Se traspuso; a través de la niebla pudo ver cuerpos precipitándose y el rostro contraído de la profesora, entonces apareció la cara de mochuelo de Brandau con los cristales redondos de sus gafas. Incluso apareció otra cara, seria, y de alguna forma enfadada.
A las imágenes había que sumarles varias voces que gritaban órdenes en cierta forma agresiva, cuando todo parecía estar tan en calma.
Creía estar flotando. Los dolores eran por segundos inaguantables. Gritaba, y el sudor manaba de sus poros como si cada uno de ellos fuera una pequeña fuente.
Observó a Brandau a través de la nebulosa trasteando en su mochila. Brandau abría a tirones el cierre del contenedor de plástico duro, tentaba los trapos de algodón hasta encontrar el pequeño emisor.
No se había dado cuenta. Y tampoco lo había sospechado de él.
– La mochila, la llave del hotel… este cabrón… llevároslo todo.
Chris comenzó a entenderlo. No se trataba de ningún sueño.
Estaba ocurriendo de verdad.
El Vaticano, mañana del sábado
Monseñor Tizzani entró titubeante en el despacho. El papa, sentado en su sillón con el alto respaldo detrás del gran escritorio, parecía casi frágil. Tizzani permaneció de pie y orientó su mirada en dirección al dibujo del claro tapete situado en la pared, detrás del Su Santidad.
Esperó hasta que el pontífice le ordenara acercarse al escritorio. Tizzani se sentó en la silla delante de la mesa y fijó sus ojos por unos instantes en el tubito de cristal con la pequeña astilla de hueso de San Pedro. La presencia simbólica del primer apóstol le transmitía quizás la fuerza que su tensa mente estaba reclamando.
– Monseñor, parece cansado.
– La tarea especial que Su Santidad me ha confiado se está convirtiendo con el paso del tiempo en algo desquiciante -Tizzani ladeó ligeramente la cabeza como gesto de humildad ante el Santo Padre.
– Mi secretario me dijo que había insistido mucho. ¿Acaso no puede esperar? -el papa bajó los ojos y leyó el texto que descansaba delante de él sobre el escritorio.
– Se supone que he de informarle de la manera más diligente posible… Henry Marvin llamó esta misma mañana.
El papa elevó reflexivo la cabeza.
– Marvin implora de nuevo una respuesta, en un sentido positivo. Se avecina su elección a prefecto de los Pretorianos de las Sagradas Escrituras. Marvin dice que dispone de las pruebas del sacrilegio… -Tizzani hizo una pausa. Las manos temblorosas del papa se juntaron como para rezar. De forma muy breve, pero inequívoca. Y sus ojos estaban húmedos. Por un momento, a Tizzani le invadió una idea descabellada. «¿Habría conseguido Marvin realmente su objetivo? ¿Por qué? ¿Cómo?».
– Está dispuesto a entregarle las pruebas a Su Santidad para que las Sagradas Escrituras permanezcan protegidas. Y dijo estar seguro de…
– … ¿A cambio de qué? -los ojos del papa miraron preocupados a Tizzani.
– Su deseo sigue siendo la equiparación legal al Opus Dei. Espera que al menos se realice en breve una confirmación informal por parte de Su Santidad…
– Sencillamente no quiere entender que la Iglesia y la Ciencia hayan encontrado a estas alturas un consenso con respecto a la diferenciación de un mundo material y otro, que es el de la fe, permitiendo de ese modo la existencia a los dos. Él interfiere en este laboriosamente trabajado compromiso. Algunos obispos incluso desean apoyar su campaña. Si solo… -el papa interrumpió su discurso, se levantó y caminó sin sosiego de un lado para otro-. ¿Dónde está?
«¿Desde cuándo un papa golpeaba con el puño la palma abierta de la mano?», pensó Tizzani mientras miraba perplejo hacia el suelo.
– En Fontainebleau. Usted ya sabe, la sede europea…
– … Lugar desde donde desea comenzar una gran campaña para sus ideas… en perjuicio de la Santa Madre Iglesia. ¿De qué ha hablado? ¿Qué tipo de pruebas tiene?
– Tablillas de arcilla sumerias. Textos herejes, que se interpretarían de forma errónea -Tizzani registró sorprendido que el papa no reaccionaba de inmediato con un rechazo frontal.
– ¿Nada más?
– ¿A qué se refiere Su Santidad?
– ¿No habló de otro tipo de pruebas u objetos?
– Me hace dudar. No, él solo habló de tablillas sumerias con precisamente aquellos contenidos de los que nos había enviado una copia del texto. Se acuerda…
Benedicto se detuvo, hizo un breve gesto de rechazo y después reanudó de nuevo su marcha. Pensó en los últimos días tan repletos de dudas. «Había apostado por el caballo equivocado, había rechazado la oferta de Marvin, porque otro granuja había querido solo dinero por entregar esas mismas antigüedades. Pero ese granuja no realizó finalmente la entrega. Ahora estaba claro por qué».
«¿Se trataría de una prueba del Señor? ¿Era Marvin nada más que un rehén de Dios?».
El papa se irguió. No tenía derecho a dudar de los designios del Señor, aun cuando no era capaz de entenderlos.
– Monseñor Tizzani, yo tengo otros asuntos que atender… y aunque no lo apruebe, viaje hasta donde Marvin y analice sus pruebas.
– ¿Conseguirá lo que anhela? -Tizzani no estaba ni por asomo preparado para entender el cambio de parecer del Santo Padre.
– Viaje rápido y sin levantar sospecha.
– Puedo utilizar el pequeño avión de un hombre de negocios que ya nos ayudó en más de una ocasión.
– Preste atención a… -el papa cerró las manos en puños, continuó caminando sin sosiego para girar finalmente hacia Tizzani y clavar en él una mirada penetrante-. ¡Preste atención a los huesos, monseñor! ¡Preste atención si hay huesos entre las reliquias!
El papa esperó hasta que el monseñor se hubo marchado. A continuación miró el reloj. Los gobernantes debían gobernar siempre; sin descanso. Cogió el auricular del teléfono.
Había transcurrido casi media hora hasta que se hubo localizado a su interlocutor.
– Ah, señor presidente… sí, me acuerdo muy bien. Sus bendiciones por mi toma de posesión al cargo… el motivo de mi, sí… en este momento tan peculiar… y las circunstancias… lo sé. Quisiera visitar en breve Saint-Benoît-sur-Loire [43]. La cripta de la basílica… ya me entiende. Exacto, los huesos de San Benito. No, no se trata de una visita oficial. Totalmente extraoficial, exacto.
Tras la conversación, el papa se acercó al pequeño altar situado en la pared lateral. El cofrecillo adornado con pan de oro permanecía intacto debajo de la sencilla cruz de madera.
Él la abrió y pasó la yema de los dedos sobre la cruz. Se trataba de una pequeña cruz de una madera sencilla, pero antiquísima. Se dice que había sido tallada en Montecassino en tiempos en los que aún vivía San Benito.
Sacó la cruz posándola sobre el altar. A continuación elevó el entresuelo del cofrecillo y tiró de la bandeja forrada en seda que se encontraba debajo. En ella descansaban todavía la pequeña tablilla de arcilla con los signos impresos acompañada de varias hojas amarillentas.
«Lo evitaré. Yo soy el pastor».
Dresde, sábado
Sonó el timbre y Jasmin Persson miró instintivamente el reloj. Su nerviosismo de pronto se tornó en alivio. Ella había intentado contactar con Chris dos veces. Sin embargo, su teléfono móvil permanecía apagado.
Se adecentó con breves movimientos la ropa. Con anterioridad, se había maquillado más que en otras ocasiones y secado su pelo con detenimiento, mientras le embriagaba una brisa de felicidad que le venía muy bien después de las lágrimas y el estrés de los últimos días.
El hecho de que el doctor Dufour quisiera continuar evaluando las pruebas a Mattias provocó que se decidiera a volver a Dresde. Ella quiso aprovechar el domingo para adelantar algún trabajo, tomarse quizás el martes de nuevo algunos días libres y estar al lado de su hermana y Mattias para cuando dieran la decisión definitiva.
Después de conseguir alejarse un poco de las preocupaciones durante su viaje de regreso, tenía la intención de disfrutar ahora de algunas horas ociosas. Le hacía ilusión el reencuentro con Chris.
Fue caminando hacia la puerta y presionó el botón del mando que abría el portal de entrada al edificio.
Su corazón iba al galope. Estaba segura de que los ojos centelleantes y la alegre sonrisa de Chris la animarían. Quería descubrir un poco más sobre el Endeavour y quizás también acerca de los ritos sexuales de los tahitianos. A lo mejor, lo de Chris se convertía en algo más y le ayudaba a superar esa difícil etapa. De momento no quiso pensar en más.
Ella abrió la puerta y escuchó los pasos apresurados que vacilaban brevemente en cada una de las plantas. Ella acabó vigilando totalmente sorprendida al extraño que iba subiendo las escaleras. Era de mediana estatura, más o menos de su misma edad, tenía el cabello oscuro, y la estaba mirando con cara seria.
– ¿Jasmin Persson? Mi nombre es Sparrow -dijo el hombre en inglés-. Formo parte del departamento de seguridad de Tysabi -ella permaneció en silencio todavía sobrecogida-. ¿Usted es colaboradora del grupo Tysabi aquí en Dresde, y su jefe es Wayne Snider?
– Sí… -lentamente iba digiriendo la sorpresa-. ¿Le ocurre algo a Wayne? -ella le habló de forma natural en inglés, pues desde su llegada al instituto Max Planck como estudiante se había acostumbrado a tener que desenvolverse desde el primer día en ese mismo idioma.
El hombre remoloneaba, encogía la cara y carraspeaba inseguro.
– Tenemos un problema en el laboratorio. Debido a que es su ayudante, le ruego que me acompañe.
– ¿De qué se trata?
– Siento no poder decírselo. Yo no entiendo nada de eso. Me han enviado simplemente para recogerla. Abajo le espera un taxi.
– ¿Quién lo envió?
– El jefe de seguridad: el señor Sullivan. El ha venido especialmente desde los Estados Unidos -el hombre sacó una tarjeta de la cartera. Ella reconoció de inmediato el carné de empresa de Tysabi, que era el mismo en todo el mundo. El rostro de la foto del carné era, sin duda, el del hombre que estaba de pie delante de ella. «Security Boston» rezaba debajo de la instantánea.
– En ese caso Wayne estará en un buen lío.
– Siento no poder decirle nada al respecto.
Ella reflexionó durante unos instantes, el hombre no parecía estar engañándola.
– Espero visita.
– Vaya, lo siento. Pero es muy urgente.
Ella titubeaba.
– Un momento -dijo por fin, cerró la puerta y caminó hasta el salón. Recogió allí su teléfono móvil y marcó el número de Chris. De nuevo el buzón de voz-. «¡Si ya tendría que haber llegado hace rato! ¿Por qué habría apagado el teléfono móvil?».
Ella pescó sobre la marcha su bolso de mano en cuyo interior aún guardaba objetos de su viaje de regreso.
Sparrow permaneció en silencio durante todo el trayecto y pagó al taxista en dólares. Jasmin llegó a la conclusión de que Sparrow había llegado a Dresde de forma completamente improvisada.
– Espere aquí. Vuelvo en un momento -dijo él cuando entraron en las dependencias del laboratorio.
Sparrow continuó caminando y desapareció detrás del despacho de Wayne. Al poco rato, Wayne en persona apareció en el pasillo. A su lado caminaba un hombre rollizo con la cabeza rasurada que, a pesar de su figura, viraba hacia ella con una movilidad increíble.
Wayne daba la sensación de estar agotado y abatido, sin embargo, no parecía estar enfermo. Él clavó su mirada en ella y transformó su semblante hasta convertirlo en una mueca lastimera.
– ¿Es ella? -preguntó el gordo justo antes de detenerse delante de Jasmin.
– Sí. Jasmin Persson. Mi asistenta. Ella no tiene nada que ver con todo esto.
A Sullivan le comenzaba a sacar de quicio el rumbo de los acontecimientos. Mientras marchaba hacia la mujer, recordaba la última noche en Praga, cuando había despachado a los tres jovenzuelos de la competencia con el arma de balas de goma… el conmocionado Snider había corrido detrás de ellos, como a propósito, hasta un lugar en el que pudieron arrojarlo a un Skoda que les estaba esperando.
Su viejo amigo Lobkowitz le había prestado esa parejita de ladrones, al igual que el Skoda y la casa en la que exprimieron a Snider a continuación. Se trataba de una granja en ruinas situada a las afueras, en un pequeño nido abandonado de la mano de Dios, a unos cincuenta kilómetros al noreste de Praga. Lobkowitz era un auténtico superviviente, sin escrúpulos y rico desde hacía poco tiempo. Desde el final de la Guerra Fría comerciaba con todo aquello que uno se podía imaginar. Anteriormente a eso, se dedicó al negocio de la información. A ambos lados. En realidad continuaba siéndole fiel a su antigua profesión, solo que aprovechó para diversificar las posibilidades de su negocio.
A Lobkowitz no le interesaba otra cosa que no fuera la suculenta gratificación. Sin embargo, puso una sola condición.
– Si has de ocultar un cadáver, por favor, que no sea dentro de la casa. -Lobkowitz se regía todavía por las viejas convenciones.
Sullivan resopló cuando pensó en ello, pues coincidía plenamente con su amigo. Había que dar un escarmiento que entendiera todo el mundo. Y además debía calar hondo. Sin embargo, Hank Thornten no había decidido todavía en qué debía consistir el escarnio.
Las pruebas eran evidentes. Ned Baker, el asesor científico de Zoe Purcell, había comprobado los documentos y confirmado de este modo la traición. En realidad habían podido llevar a cabo la vista del juicio, dictar la sentencia y ejecutarla de inmediato. Incluso la propia mosca cojonera de Zoe Purcell quiso beber sangre. Se comportó como el verdugo de la Torre de Londres en persona.
Sin embargo, todo salió de forma diferente.
Snider había ofrecido un trato. Al principio todos le miraron con estupefacción, pero el cabrón lo había dicho en serio. Purcell puso el grito en el cielo al manifestar que se trataba solo de maniobras de distracción, cuando Ned Baker le hubo prestado atención para hacerle unas preguntas. Snider comenzó a inventarse una historia sobre unos experimentos y un descubrimiento.
Baker se reunió a continuación con Zoe Purcell, que de pronto se había mostrado completamente desconcertada. Poco después, Baker había sacado de la cama a unos cuantos científicos repartidos por todo el mundo para retirarse finalmente con Purcell en una esquina del putrefacto salón. Después de eso, se había roto el bonito plan de Sullivan de sacarle a ese cabrón la sangre de los ojos.
Zoe Purcell exigió de pronto comprobar las informaciones aportadas por Snider sobre el propio terreno. Esa misma noche se habían retirado y volado por la mañana con el Gulfstream G 550, propiedad de la empresa, desde Praga a Dresde…
– Sullivan, ¿cuándo empiezan? -Purcell se acercaba por el pasillo con rápidos, pero pequeños pasos. El jefe de seguridad gruñía malhumorado.
– ¿Quién es? -le preguntó siseando Jasmin a Wayne.
– El tiburón máximo de las finanzas de Tysabi. ¿Sabías que era una mujer la que nos ingresaba nuestro sueldo todos los meses?
– ¿Qué has hecho, Wayne?
– Ahora mismo… -murmuró Snider-. Se trata de la prueba ósea de Chris, su prueba de ADN.
– ¡Venga, vamos! -Zoe Purcell escudriñó a Jasmin con una fría mirada-. ¿Esta es la asistenta?
– Sí -dijo Sullivan-. Me gustaría interrogarla ahora mismo.
– Ahora no. Que le ayude al cerdo. Así que vamos.
– ¡Te necesito ahora! -le siseó Snider a Jasmin.
– ¿Para qué?
– Nada malo. Analizar pruebas.
Nadie pensó en dar respuesta a una sola pegunta de entre el montón que le invadía ahora mismo a Jasmin. Ella ingresó con los demás en el laboratorio mientras escuchaba delante de ella exclamaciones de sorpresa. Wayne la llamó por su nombre y ella se abrió camino.
Cuando vio la prueba se quedó de pie, prácticamente paralizada. Nunca había visto cosa igual.
– ¡Increíble! -se le escapó.
Snider temblaba de la excitación. La explosión del cultivo de células era ahora aún más fantástica que la del pasado jueves por la noche.
De entre las cápsulas de Petri emanaban algunos cultivos celulares hasta tocar el suelo de la incubadora y, en dos lugares diferentes por la ventanilla de esta, las células se arrastraban hacia arriba como un hilillo de baba. Parecía como si los cultivos continuaran dividiéndose también fuera de las cápsulas sin estar en contacto con la solución nutricional.
– Eso es prácticamente imposible -murmuró Ned Baker-. ¿Cuántos pasos de división calcula?
– ¡Cientos! ¡Miles! -murmuró Snider, quien observaba asimismo fascinado las cápsulas de Petri.
– ¿Puede alguien explicármelo? -exigió Zoe Purcell.
– Las posibilidades de división de las células son limitadas -Snider se reía sobresaltado-. En todos los seres vivos. Esta regla es universal, incluso bajo condiciones ideales. La cantidad viene predeterminada. Cada célula posee un reloj para su división celular que limita el número de sus divisiones. Y este no se deja engañar. Tomemos como ejemplo los fibroblastos [44] embrionarios del ser humano, es decir, las células del tejido conectivo cuyos cultivos se dividen entre cuarenta y sesenta veces. Y entonces se acabó. Inevitablemente. El índice de división celular en los ratones se sitúa en un máximo de veintiocho divisiones.
– ¿Esta es su primicia? -preguntó Zoe Purcell impaciente.
– Esto es una primicia… -dijo Snider en voz baja.
– … Pero no la que quería enseñarnos, ¿verdad? -añadió Ned Baker.
Jasmin continuaba mirando desconcertada hacia los cultivos. La fuerza de división disminuía con la edad de las células. Cuanto mayor fuera el donante, menor era el número de posibles divisiones. Las células de donantes humanos muy mayores solían conseguir en los cultivos como máximo veinticinco divisiones.
Estas células procedían de un hueso que, según afirmaba Chris, tenía miles de años. «Cuánta fuerza vital», pensó Jasmin.
– Bien. Una línea celular que se divide ilimitadamente. Una primicia. ¿De verdad se trata de una primicia? -Zoe Purcell miró provocativa en la ronda-. Si no recuerdo mal… Ned, usted siempre dijo que sí existen células que se dividen de forma ilimitada.
– Las células cancerígenas -respondió Ned Baker-. Las células cancerígenas no disponen de ningún límite en sus divisiones. Suelen dividirse en los cultivos ilimitadamente…
– Pues eso.
– En el cuerpo humano suelen perdurar el tiempo que viva el organismo. Cuando muere la persona, mueren con ella las células cancerígenas, deteniendo su división de forma definitiva.
– ¿Puede que se trate quizás de células cancerígenas? -Zoe Purcell permaneció mirando fijamente a Snider-. ¿Pretendía torearnos? ¿De verdad cree que no nos daríamos cuenta?
– Estas no son células cancerígenas -Snider meneaba enérgico la cabeza. Su voz sonaba ronca y denotaba un tonillo de desaire.
– ¿De dónde proceden?
– Proceden de un antiguo hueso.
– ¡Si no me da pronto más respuestas, no nos andaremos con chiquitas! -la jefa de finanzas juraba-. ¡Sullivan, ordene traer las empulgueras!
– Jasmin, me vas a ayudar -Snider aunaba fuerzas.
– ¿Qué vamos a hacer?
– Realizar un análisis. Os quiero enseñar algo. Primero necesitamos interrumpir la división celular.
Snider eligió un cultivo celular mientras Jasmin se colocaba la bata y los guantes. Ella le añadió colchicina, el veneno de los cólquicos [45]. Con ella se detuvo la división celular entre dos y tres horas para que pudieran analizar los cromosomas, y desde allí descender paulatinamente de un nivel a otro.
– ¿Llevará mucho tiempo? -Zoe Purcell llevaba la impaciencia escrita en el rostro.
– Se trata de un procedimiento complejo -dijo Snider esforzándose en utilizar un tono neutro, mientras Jasmin centrifugaba el cultivo.
– Explíquemelo. De todos modos no tenemos nada mejor que hacer.
– La complejidad comienza con el tipo de célula y ADN respectivamente. En el mundo de la investigación se prefiere trabajar con células bacterianas, pues son más manejables debido a su pequeño tamaño, multiplicación y poco tiempo de generación, pero también por su sencilla organización celular. Los eucariontes, es decir, las células del ser humano, los animales y las plantas ofrecen a través de su núcleo, las mitocondrias, el plasma celular y los ribosomas [46] una estructura mucho más compleja.
Zoe Purcell miró a Blake, quien asentía con la cabeza en señal de aprobación.
– Hay que imaginarse el ADN del núcleo celular de un ser humano como un hilo de aproximadamente dos metros de longitud, el cual contiene todas las informaciones relevantes sobre la composición de la persona. El hilo de ADN y las informaciones están a su vez repartidos en un número diferente de cromosomas. Todo ser viviente se identifica por la cantidad de sus cromosomas.
Ned Baker miró hacia su jefa. Hasta entonces ella había rechazado siempre tratar con estos detalles científicos. Baker colocó la mano en el antebrazo de Snider, y él mismo prosiguió con la exposición.
– Los cromosomas se componen de una gran cantidad de filamentos fibrosos, que a su vez contienen proteínas: los denominados histones. El cordón de ADN rodea estos histones exactamente dos veces y media. Debajo del microscopio, los histones se reconocen como perlas sobre un hilo. Los histones y el hilo de ADN forman a su vez el nucleosoma: la unidad básica del cromosoma.
– Esta estructura sofisticadamente organizada hace posible alojar el tan largo cordón de ADN en un núcleo celular tan pequeño -Snider arrancó fascinado una carcajada-. Los genes no son otra cosa que unidades de información procedentes del cordón de ADN, como lo pueden ser las palabras en una frase. Estas informaciones aparecen en forma de parejas de bases. Cada gen ocupa una posición concreta en el cordón de ADN, una estructura individual con su función. Es como un código.
– Lo he entendido; continúe -Zoe Purcell escudriñaba a los dos hombres con desdén.
– Un gen se compone asimismo de fragmentos codificados, los denominados exones. Aquellos fragmentos que no contienen ninguna información se llaman intrones. Lo interesante aquí radica en que la mayoría de las parejas de bases del ser humano recae en fragmentos no codificados -Ned Baker miró dubitativo hacia Zoe Purcell. ¿Realmente lo estaba entendiendo?
– Los genes situados en los diferentes fragmentos del cordón se separan entre sí a través de franjas vacías y programadas secuencias de ADN reguladoras, las cuales indican a los genes sus tareas. Esto en cuanto al tema de las estructuras complejas -apostilló Snider hosco.
– Eso también lo he entendido -dijo Zoe Purcell después de un rato-. ¿Va a tardar mucho?
Jasmin acababa de separar, después del centrifugado, el sedimento celular situado en el fondo de la probeta con la solución nutricional, añadiéndolo a continuación a una solución de potasio clorhídrico hipo-osmótica en la que el cultivo celular debía incubar en torno a veinte minutos.
– Lo que más tiempo necesita es la división celular, y la hemos realizado con éxito -dijo Jasmin con frialdad y conscientemente condescendiente. La mujer la odiaba cada vez más conforme pasaban los segundos. Su lenguaje corporal era arrogante, impaciente y déspota-. Los cromosomas se pueden analizar solamente durante la división celular.
– Siendo así, quiero saberlo ahora con mayor exactitud -Zoe Purcell miraba a Jasmin de arriba abajo sedienta de venganza.
– A lo que ella se refiere es que ya hemos realizado la mitosis -intervino Ned Baker, quien se percató de la escalada de tensión entre las dos mujeres-. Primero crecen las células, después ocurre la duplicación del ADN, a continuación crecen y se estabilizan, y solo entonces comienza la mitosis. Mientras que se divide la célula, y a partir de la información anteriormente duplicada de ella, se crea una segunda célula idéntica.
– Entendido -murmuró Zoe Purcell con su oscura mirada todavía centrada en Jasmin-. ¿Qué ocurre en la mitosis?
– Durante la mitosis, el huso mitótico [47]se encarga de organizar la división celular. Este se compone de miles de filamentos de proteínas y garantiza con una genial precisión el envío de las informaciones procedente de la célula madre a los cromosomas de la nueva célula recién creada. Solo cuando haya ocurrido eso, los cromosomas se ubicarán en el denominado ecuador [48] y podrán ser, por ende, distinguidos, según su tamaño y forma debajo del microscopio óptico. Así de complejo es -murmuró Snider.
Jasmin centrifugaba de nuevo hasta conseguir un sedimento celular procedente del siguiente nivel. Este sedimento celular a su vez lo mezcló con una solución fijadora compuesta de alcohol metílico y ácido acético en una relación de tres a uno para pasarlo de nuevo por la centrifugadora y colocar finalmente con ayuda de una pipeta una gota de este sedimento celular en el portaobjeto.
– Sigo yo -dijo Snider, cuando Jasmin quiso comenzar con el siguiente paso. Snider calentó brevemente el preparado y lo bañó en una cubeta con tinte fluorescente.
– El proceso de la identificación fluorescente de los cromosomas se basa en el hecho de que determinadas albúminas cortan el ADN en forma de sondas, permitiendo de esta forma que el ADN se distinga a través del fluorescente -Ned Baker le explicaba a su jefa los pasos que Snider estaba realizando con absoluta concentración-. Lo que ocurre en realidad es que se aprovechan las diferencias individuales de las secuencias de ADN de cada cromosoma para así poder identificarlos.
Ned Baker calló cuando Snider hubo colocado el portaobjeto debajo del microscopio.
Al principio, Snider investigaba bajo el microscopio, cuyo aumento era de cien veces, las metafases recién preparadas para descartar aquellas que demostraban con este primer aumento que no servían para su posterior análisis debido a errores en la preparación.
Su experiencia le decía que debía analizar unas diez células para poder obtener un resultado fiable. Tanto es así, que en casos de paradigmas e investigaciones más complejos y correspondientes a fragmentos especiales de determinados cromosomas, en más de una ocasión había tenido que recurrir a más de cien metafases para un solo análisis.
Snider trabajaba con un microscopio epifluorescente y registraba los resultados en una cámara conectada que transmitía las imágenes en una pantalla.
– ¿Cómo se distinguen? -preguntó Zoe Purcell mientras estudiaba la espalda arqueada de Snider.
– Los cromosomas del ser humano se distinguen debajo del microscopio durante la fase en la que se divide debido a sus características concretas. Durante esa fase, cada cromosoma posee una estructura individual. Mire -Baker señalaba la pantalla-. En primer lugar, los cromosomas no tienen el mismo tamaño. Por ejemplo, el cromosoma Y es un cromosoma bastante más pequeño.
– ¡Eso ya lo he sabido yo desde siempre! -Zoe Purcell se reía maliciosamente-. Hombres. Un cromosoma sexual más pequeño, un cerebro más pequeño, una inteligencia inferior…
Ned Baker señalaba un lugar de la pantalla.
– Mire. Los cromosomas poseen a su vez unos brazos más largos y cortos. Estos brazos se conectan a través del centrómero, el cual ciñe el cromosoma en una zona determinada como lo hace un corsé en la cintura de una mujer. El centrómero es el lugar en el que durante la división celular se inicia el huso mitótico para la división de los cromosomas. Debido a que el centrómero pinza cada cromosoma en un lugar diferente; se trata de otra característica más de diferenciación.
Entre tanto, Snider estaba observando las células finalmente elegidas a un aumento de mil doscientas cincuenta veces a su tamaño real. Los cromosomas formaban debajo del microscopio una estructura en forma de bastoncillo que pudo reconocer con bastante claridad.
Situó el aumento en tres mil veces a su tamaño real.
– Bien, muy bien -murmuraba Baker, cuando pudo distinguir en la pantalla las diferentes franjas claras y oscuras en cada uno de los cromosomas debido a su coloración.
Los cromosomas continuaban formando una maraña de hilos desordenados debajo del microscopio. Baker no se acordaba del tipo de franjas claras y oscuras que caracterizaba a cada uno de los cromosomas. A pesar de ello, fue capaz de reconocer a raíz de su pequeño tamaño y el ancho extremo de su corto brazo el cromosoma 22, y los cromosomas 1 y 2 por sus grandes dimensiones.
– Hemos superado el primer obstáculo. ¡Se trata sin duda alguna de un hombre! -dijo Snider expectante-. No son ciento trece cromosomas. No se trata de ningún reptil acuático prehistórico de gigantescos huesos.
– ¡No pierda más el tiempo! ¡No queremos criar aquí telarañas!
Baker lo intuyó antes de verlo realmente en la pantalla. Había algo que no concordaba con el núcleo estallado de la célula fijada en el portaobjeto. Comenzó a registrar la imagen.
Cuando descubrió la anomalía, dio un respingo en su silla.
– ¿Es igual que en aquella noche…? -preguntó él.
– Idénticamente igual -murmuró Snider.
– ¿No deberíamos analizar el cariotipo de los cromosomas con el ordenador? ¿Para estar seguros?
Snider se sentó sin mediar palabra al teclado e introdujo una serie de órdenes. En otra pantalla diferente, apareció el resultado de otro análisis realizado por ordenador.
– Se trata del mismo análisis del jueves por la noche. Es idéntico.
– Se trata de una aberración cromosómica -murmuró Ned Baker-. Una trisomía.
– ¿Qué significa eso? -preguntó Zoe Purcell nerviosa.
– Una anomalía en los cromosomas -explicó él pensativo-. En un principio no es tan raro. Suele producirse una mutación en el código numérico del genoma en uno de cada ciento sesenta recién nacidos. La trisomía suele ser la razón principal en todos estos casos.
– Las trisomías más frecuentes suelen afectar a los cromosomas 21,18 y 13. Hacen enfermar -Snider esperó un momento antes de continuar-. Un recién nacido de cada seiscientos cincuenta padece de síndrome de Down desencadenado por la trisomía en el cromosoma 21. La consecuencia es un reducido desarrollo motriz y una disminución en la inteligencia, frecuentes fallos coronarios de nacimiento y la propensión a infecciones. Un grupo de riesgo lo constituye sobre todo madres que superen los cuarenta y cinco años de edad.
– Peor aún es el síndrome de Edwards a causa de la trisomía en los cromosomas 18 y 13 -explicaba Jasmin-. La mitad de los afectados muere durante los primeros tres meses de vida, la proporción se sitúa en nuestro caso en uno por cada cinco mil nacimientos.
– Pero aquí se trata de otro tipo de trisomía -Snider se incorporó, su cuerpo se tensó-. Conocido también, y también investigado… y a pesar de ello raro.
– ¡No se hagan de rogar! -vociferaba Zoe Purcell clavando su mirada enfadada en Snider y Baker.
– Cuarenta y siete cromosomas -sentenció Snider.
– Uno más de lo normal -intervino Baker-. En definitiva, una trisomía.
– El cromosoma adicional es gonosomal.
– ¡Por el demonio, Baker! -bufó Zoe Purcell-. ¿Qué significa eso?
– La anomalía afecta a los cromosomas sexuales.
– El síndrome de doble Y -murmuró Jasmin, que pudo ver con claridad la anomalía en la pantalla.
– La trisomía XYY -añadió Snider.
Durante varios segundos imperó el silencio.
– Un cromosoma Y más… ¿y qué? -Zoe Purcell dio un golpe con la mano en la mesa-. ¡Como vuestro cromosoma masculino es tan inusitadamente pequeño, habrá tipos que cuenten con dos de esos chismes! ¿Y qué?
– Sin embargo, este cromosoma Y adicional es mucho más grande, gordo y rollizo. Debe de estar repleto de genes…
Fontainebleau (París),
tarde del sábado
La puerta del maletero se abrió de golpe y Chris tuvo que cerrar los ojos. A pesar del cielo encapotado, la luz le causaba dolor después de permanecer tanto tiempo a oscuras.
– Uf… ¡deberías lavarte!
El hombre asomado sobre él le sonreía maliciosamente. A Chris le llamaron la atención sobre todo las tres verrugas, que como un triángulo desfiguraban sus pómulos y la barbilla. El otro tipo tenía el cabello cobrizo y su tez era clara. El de las verrugas le agarró por los tobillos atados, mientras el de la cabeza rojiza le sujetaba por los hombros. Le levantaron del maletero y le dejaron caer en el suelo.
La arena y las briznas de hierba rasgaban una de sus mejillas. Giró la cabeza y su mirada se posó en varios árboles de fronda con sus fuertes troncos y tupido techo de hojas.
Los agudos dolores en las costillas le obligaban a tomar solo pequeñas bocanadas de aire. En el dorso de sus manos y los antebrazos sobresalían aún algunas esquirlas de madera y piedra. Las demás se habían desgarrado o hundido aún más en la carne. Algunas heridas se habían incluso inflamado, formando pompas ensangrentadas en pus.
El del cabello cobrizo le arrancó el esparadrapo de la boca y lo incorporó. Chris resopló y se cayó de nuevo hacia un lado. Necesitó un tiempo para volver a acostumbrarse a la nueva postura de permanecer sentado.
Ellos deshicieron las ataduras de sus pies y tiraron de él hacia arriba. Chris se desmoronó ipso facto de nuevo al suelo. Una y otra vez tiraron de él hacia arriba; una y otra vez él se derrumbaba. En cada ocasión, los dolores punzantes recorrían sus piernas mientras él lanzaba tenaces quejidos.
Momentos más tarde, un cosquilleo comenzó a recorrer sus piernas y la sangre a circular, y finalmente fue capaz de mantenerse en pie. El del cabello rojizo le apoyaba durante sus primeros pasos. El de las verrugas, por el contrario, le había anudado una soga en la atadura de sus manos que llevaba a la espalda, y lo guiaba de un lado para otro como si de un perro callejero se tratara.
– ¡Vamos! ¡Rápido!
Chris se tambaleaba torpe desde el coche en dirección a los árboles y viceversa. Después de eso le hicieron caminar en círculo durante diez minutos.
– ¿Dónde estamos? -preguntó Chris por fin.
– Como si eso importara…
– Para mí sí -Chris siseaba; no era capaz de articular con claridad ni una sola sílaba. Sorbió la sangre de sus labios, que se habían reventado nuevamente.
– Si tú lo dices… En algún lugar de Francia.
Chris se sorprendió, pero a continuación decidió echar una ojeada a su alrededor.
El sol se situaba al oeste, pero aún debía de transcurrir algún tiempo hasta que irrumpiera la oscuridad. Más adelante, a unos cien metros y protegido por los arbustos, Chris vislumbró algo parecido a un pequeño palacio.
Las cuatro oscuras limusinas permanecían estacionadas delante de la torre de agua construida con amarillentos ladrillos cocidos del mismo modo que se acostumbraba hacía doscientos años atrás. Zanjas de agua recorrían el campo en las que se pudría el follaje. A poca distancia de la torre de agua había una capilla que, a excepción de la parte superior de la torre del campanario, estaba cubierta de andamios.
Desde el edificio principal, que se asemejaba a un palacio, se iban acercando tres hombres. La cara de mochuelo de Brandau irradiaba acritud y distancia. Chris no fue justo con la profesora. Fue el sacerdote quien le había engañado con el transmisor en la mochila. «¿Por qué había partido de la idea de que un clérigo iba a tener más escrúpulos que cualquier otra persona?».
Al lado de Brandau caminaba el tipo de la tez acartonada, quien había comandado el asalto. Durante un descanso, este último le había relatado orgulloso a Chris el modo en que entraron en su habitación con la llave del hostal, pasada la medianoche, y recogieron el resto de las reliquias.
El tercer hombre, pequeño, fuerte y rechoncho, portaba una sotana clara, casi blanca, con una pieza rectangular en la nuca. La tela iba adornada con perlas y brocados de oro, los cuales, en su parte superior, ilustraban dos signos de Cristo mientras, más abajo, se mostraban dos cruces. La sotana quedaba unida sobre el pecho con una hebilla artesanalmente torneada.
Chris pensó en un principio que estaría ante un obispo, pero a continuación se percató del pantalón y jersey corrientes ocultos debajo de la sotana.
– Aquí está nuestro artista -murmuró Justin Barry.
– Bueno, bueno -Henry Marvin estudió a Chris con desprecio-. Vaya, por el momento parece estar bastante desvalido. Vigiladle bien. ¿Cree usted en Dios y la Biblia?
– Así que es usted el editor al que le gusta presentarse como mecenas ante los famosos museos de todo el mundo cuando se trata de reliquias procedentes de determinados lugares de Oriente Próximo.
– ¿Y quién le ha contado eso a usted?
– Hubo una profesora en Berlín que me ha revelado alguna cosa acerca de usted.
Henry Marvin soltó una estruendosa carcajada.
– Pues entonces ya tiene en qué pensar.
– Hace horas que he superado el punto de romperme la cabeza sobre algo en concreto. Me conformo con estar fuera de ese ataúd.
– ¿Le va el humor negro? Ya veremos si le gusta estar en un ataúd de verdad. Primero le echaré un vistazo a sus regalos. Después ya veremos. Quizás le guste más su nuevo aposento. Por las noches, las ratas suelen ir allí de caza.
Marvin giró y se alejó caminando con Brandau. Barry y el del cabello cobrizo empujaron a Chris en dirección a la torre de agua y le condujeron a través de una escalera empedrada de caracol que conducía hacia abajo hasta llegar a una bifurcación, desde la cual se ramificaban varios pasadizos. Continuaron empujándole hasta finalmente detenerse delante de otro desvío.
Barry abrió la pesada puerta de acero que cerraba el pasadizo izquierdo y entró en la apretada y diminuta senda que había detrás, la cual le fue arrancada al rocoso subsuelo.
Varios focos iluminaban la senda de forma estridente y Chris pudo observar del lado izquierdo barrotes incrustados en la misma roca, los cuales separaban las cavernas situadas detrás del pasillo. Las celdas estaban vacías, literalmente desnudas.
Barry marchó hasta el final del pasillo y se detuvo delante de los barrotes de la última celda.
El del cabello rojizo arrojó a Chris con un empujón a la celda cuya zona posterior permanecía en penumbra. Detrás de él, escuchó cerrarse chirriando la puerta.
– Hola -saludó Chris mientras miraba hacia una esquina, donde un cuerpo permanecía tendido en el suelo sin moverse.
Tuvo que pasar un tiempo hasta que la figura girara lentamente.
– Hola, Chris -contestó Antonio Ponti.
Dresde, tarde del sábado
– El cromosoma Y decide el sexo del ser humano. Eso se sabe. Y en este caso tenemos incluso dos de ellos -resumía Zoe Purcell a la vez que le dedicaba una mirada iracunda a Snider-. Muy bien. Pero usted mismo dijo también que estos casos no constituían nada nuevo. ¿Qué tiene entonces de especial este descubrimiento, cuando en realidad no es ninguno?
– Normalmente, el cromosoma Y es bastante pequeño, y en el caso de la trisomía XYY aparecen siempre dos cromosomas Y pequeños. Sin embargo, en este caso, el cromosoma Y adicional es, como se acaba de decir, especialmente grande, grueso y rollizo -explicaba Wayne Snider quien se levantó de la silla para estirarse.
– Ned, ¿qué opina usted de esto? ¿Quiere engañarnos? -Zoe Purcell escudriñaba a su asesor científico que giró en dirección a su mirada.
– Bueno, qué quiere que le diga… El cromosoma Y suele incorporar hoy en día normalmente, espero no equivocarme, setenta y ocho genes con las instrucciones de construcción para veintisiete proteínas, ocupando con ello tan solo un tercio de su tamaño inicial.
– ¿Es que va cambiando? ¿Se está reduciendo? -se rio Zoe Purcell-. Ned, ¿qué es lo que ocurre con el cromosoma sexual femenino? ¿Acaso está creciendo?
– El cromosoma X con sus mil noventa y cinco genes no se ha modificado prácticamente desde su creación hace entre trescientos y cien millones de años.
– ¿Me está diciendo de verdad que los cromosomas sexuales están evolucionando de distinta manera? -Zoe Purcell se reía a carcajadas-. ¿Desde cuándo ocurre eso? ¿Desde hace cien mil años? Y si eso fuera cierto, significaría que en algún momento debieron de haber partido de un mismo punto común.
– El momento en que se han formado y desde el que llevan evolucionando cada uno por su lado continúa siendo una vaga teoría -añadió Snider, metiéndose en la conversación-. El motivo por el que estos dos hayan evolucionado por separado con respecto a los demás pares cromosómicos, tomando de este modo las riendas sobre la formación del género, continúa siendo en la actualidad un misterio que nadie parece ser capaz de develar. En cualquier caso debió de ocurrir en los albores de la aparición del mamífero.
– ¿Y qué había antes? -preguntó Zoe Purcell al mismo tiempo que echó una mirada a la ronda-. ¿Cómo se establecía entonces el género?
– ¿Quién puede saberlo? Tal vez el género masculino de los mamíferos se veía condicionado a través de la temperatura, como suele ocurrir hoy en día aún con las tortugas careta o los caimanes del Mississippi -Jasmin también se había levantado y colocado entre tanto de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, delante de la jefa de finanzas-. O a través de señales sociales, como en el caso del pez thalassoma azul, donde la hembra más grande del harén se transforma al cabo de una semana en el ejemplar masculino, convirtiéndose así en el nuevo jefe del harén, cuando se muere o es devorado el integrante masculino del grupo.
– Al menos existe un sinfín de ejemplos en el reino animal en el que el género es condicionado a través de otro método que no sean los cromosomas -murmuró Snider autocomplaciente mientras disfrutaba de su buen humor-. Ya de ser hombre, uno debería ser pájaro, reptil o mariposa. Ahí son las hembras las que portan el cromosoma XY y condicionan el género.
– ¿Qué quiere decir con eso? -interpeló la jefa de finanzas, dedicándole una furiosa mirada a Snider.
– Las mujeres van a acabar con nosotros -gruñó Snider aparentemente malhumorado-. Nosotros nos sacrificamos para la ardua tarea que supone la designación del género, y somos castigados por ello. Nuestro cromosoma Y, como acaba de escuchar, se encuentra actualmente en un estado preocupante. Después de adoptar el papel para la designación del género, motivado por una pequeña mutación, ahora se está atrofiando.
– ¡Se me van a saltar las lágrimas!
– En el pasado, los cromosomas X e Y se intercambiaban entre ellos durante la unión de los gametos, es decir, durante el nacimiento de una nueva vida, ya que disponían de muchas franjas idénticas de ADN. Sin embargo, a través de la aparición de una nueva tarea, que es la de asignar el género a través del cromosoma Y, se originó una diferenciación paulatina del ADN con la consecuencia de que con el paso del tiempo iban desapareciendo las similitudes, coincidiendo cada vez menos franjas de ADN.
– Esto a su vez originó como resultado que las franjas del cromosoma Y, que han dejado de ser compatibles, ya no puedan participar durante la creación de una nueva vida en la recombinación conjunta con los cromosomas X. De esta forma se fue silenciando un gen detrás de otro perteneciente al cromosoma Y a lo largo de la evolución.
– Un escenario realmente prometedor -agregó Zoe Purcell con saña.
– En la actualidad solo el cinco por ciento del ADN de los cromosomas sexuales coincide y se recombina durante la creación de una nueva vida. Por el contrario, los dos cromosomas X de la mujer son capaces de intercambiarse por completo. Sin embargo, el cromosoma Y se ha ido marginando ampliamente para este proceso. El hombre: un ejemplar en extinción. -Snider finalizó su exposición con una amarga risa.
– A cambio, el cromosoma Y es capaz de repararse a sí mismo -gruñó Ned Baker.
– Algunos fragmentos del cromosoma Y son realmente capaces de hacerlo. Sin embargo, esto se basa solo en informaciones existentes, las cuales se repiten una y otra vez. Tanto es así, que ya no se dispone de informaciones renovadas. Y ahí es donde reside precisamente el problema con respecto a las condiciones cambiantes del medio.
– Bueno. Nosotras las mujeres disponemos de dos mismos cromosomas sexuales, que van resistiendo; y los hombres solo de uno, que se está atrofiando. La naturaleza es sabia, sabrá lo que hace -Zoe Purcell se reía maliciosamente.
– Sin embargo, de los dos cromosomas X femeninos solo uno está activo -añadió Jasmin, sumándose a la conversación-. El otro fue eliminado desde el principio. ¡Eliminado definitivamente!
– Por algo sería -Zoe Purcell miraba desquiciada hacia su asesor-. Ned, ¿cómo procedemos ahora?
– Así no seremos capaces de avanzar. -Baker fue posando pensativo su mirada alrededor-. Para poder analizar el cromosoma con mayor detenimiento, debemos actuar con mayor rapidez y emplear mejores recursos. Aquí solo hay un pequeño laboratorio. En Boston, por el contrario, contaríamos con mucha mayor capacidad…
Zoe Purcell asentía con la cabeza. Baker corroboraba lo que ella había sospechado durante todo este tiempo. Ella pensó en las palabras de su presidente en Vilcabamba. Quizás se había topado con el diamante que le permitiría cargarse a Folsom. Debía saber más sin que Folsom se enterara de nada. Sin embargo, Boston no sería el mejor lugar para ello. Dentro de la sede principal de la empresa se enteraría inmediatamente de todo. En su fuero interno estaba satisfecha por haber preparado con antelación otra alternativa.
– No. Volaremos a Sofía Antípolis. Saldremos de inmediato. Sullivan ya se ha encargado de todo.
Jasmin giró y marchó hacia la puerta.
– ¿Adónde cree que va? -gritó la jefa de finanzas detrás de ella.
– A casa… ¿adónde sino?
Zoe Purcell se reía con desdén.
– ¿Aún no ha entendido lo que está ocurriendo aquí, eh?
– No, ¿cómo voy a saberlo? No sé lo que pretende de mí.
– Entonces se lo diré yo -Zoe Purcell le relató con palabras punzantes la traición de Snider-… y sospechamos que usted está confabulada con él.
Jasmin clavó su mirada en Snider.
– Wayne, di que no es cierto.
– Sí, lo es -Snider permaneció observando a Jasmin embargado por el arrepentimiento hasta que se giró hacia Purcell-. Ella no tiene nada que ver con esto.
– Quién sabe -Zoe Purcell se apartó sonriendo con frialdad-. Sullivan, nos los llevamos a todos.
– ¿Puedo al menos darle de comer a los animales? -preguntó de repente Jasmin.
– ¿Qué animales? -Zoe Purcell miró a Snider de forma inquisitiva.
– Nuestros animales de laboratorio…
– Tonterías. ¿No puede encargarse otra persona de eso?
– No -contradijo Jasmin con firmeza-. Yo me he comprometido a darle de comer a los animales este fin de semana. Hasta el lunes no vendrá nadie más por aquí.
– Aquí es así… para recortar gastos -añadió Snider-. El personal se va turnando los fines de semana para cuidar de los animales, alimentarlos y vigilar los experimentos en proceso.
– Pues que pasen algo de hambre -gruñó Zoe Purcell.
– Eso no puede ser -Jasmin meneaba la cabeza en señal de protesta-. Hay animales que deben ser vigilados a diario. Forman parte del estudio de pruebas vigentes y sus reacciones deben ser registradas. O si lo prefiere así: estos animales son los garantes de los próximos beneficios de Tysabi.
Ned Baker le envió una señal de aprobación a la jefa de finanzas.
– Está bien, ocúpese de ello. Pero rápido.
Sparrow acompañó a Jasmin a la sección con los animales de laboratorio, que en su mayoría estaban compuestos por ratones. Entraron en la primera sala repleta de jaulas, y Jasmin alimentó a los animales obedeciendo las instrucciones que colgaban en la pared al lado de la puerta.
En la cuarta jaula seis musarañas oteaban aceleradas el aire mientras ella abrió la puerta de la jaula y reponía las semillas y el heno.
Tres de los animales eran jóvenes y fuertes; los otros tres, viejos y al borde de la muerte. Las musarañas tienen una esperanza de vida de hasta tres años, y Jasmin sabía que los tres mayores habían alcanzado ya casi esa edad bíblica para los ratones.
Los tres mayores permanecían sobre las patas traseras en la parte trasera de la jaula. Ya no eran lo suficientemente fuertes como para imponerse contra los otros jóvenes fortachones, que les obligaban a contentarse con los restos. Siempre y cuando no se lo comieran todo.
Si no recordaba mal, en la jaula número cuatro se alojaban los ratones con los que Wayne Snider había conseguido su éxito científico con una nueva generación de ungüentos para quemaduras y heridas.
Los ratones se tiraron a la comida. Los viejos eran apartados una y otra vez por los jóvenes. Le iba a sugerir a Wayne que los separara.
Ella rellenó el dispensador de agua y caminó junto a Sparrow hasta la parte delantera de la sección del laboratorio.
– Entonces ya podemos partir -Zoe Purcell miró a su alrededor.
– Otra cosa más -Jasmin se dirigió hacia Snider-. Wayne, ¿por qué has juntado a los animales jóvenes con los mayores? Los viejos ya no tienen fuerzas para defenderse contra los más fuertes.
– ¿Qué significa esto ahora? -Zoe Purcell soltó un quejido.
Jasmin se giró hacia Purcell.
– Esto no le compete a usted. ¡No se meta!
– ¿Qué animales jóvenes? -preguntó Wayne Snider.
– Los viejos correspondientes a las pruebas de los ungüentos para las heridas; todavía viven tres…
– No entiendo…
Ella entornó los ojos. Había sido deseo expreso de Wayne de no estresar más a los últimos seis animales. Se ocupó él mismo de los animales durante las pruebas y, en contra de las normas, les había designado incluso un nombre a todos ellos, lo cual estaba prohibido con el propósito de mantener los lazos emocionales lo más cortos posibles con respecto a los animales de laboratorio.
– Wayne: ahí hay seis ratones. Tres viejos, y tres jóvenes y fuertes.
De un instante a otro, Snider se puso colorado como un tomate. En su cuello, la carótida se hinchó hasta convertirse en una manguera, y sus incrédulos ojos parecían salírseles de las cuencas.
– ¿Jaula cuatro? -graznóWayne.
– Sí.
Snider comenzó a correr. Salió disparado en dirección a la sección de las jaulas, abriendo las puertas a manotazos mientras corría como un poseso hasta que por fin se encontró de pie delante de la jaula número cuatro. Sus manos se aferraban en torno a los alambres de la jaula. Seis ratones. Tres viejos, y tres jóvenes.
Los viejos se agolpaban en la parte posterior de la jaula al mismo tiempo que los jóvenes continuaban devorando la comida.
Le dieron náuseas. Primero percibió la falta de sangre en la cabeza, después su corazón comenzó a acelerarse. Las fuertes punzadas apretaban su pecho y su estómago parecía albergar de pronto un enorme pedrusco.
De repente estaban de pie a su lado Sparrow, Sullivan y Jasmin; segundos más tarde también Ned Baker.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Jasmin-. Es tal como te dije. ¿Por qué te embalas de esta forma?
Él comenzó a reírse. Primero entre dientes, a continuación a carcajada limpia mientras golpeaba los alambres de la jaula con las manos. Sus risas se hicieron más vehementes hasta convertirse en un auténtico ataque de histeria en toda regla; se agitaba mientras relinchaba. Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos hasta correr por las mejillas.
De repente giró, se acercó a Jasmin y la estrechó entre sus brazos. A Wayne le temblaba el cuerpo. Posó su cabeza en el hombro de ella y sus lágrimas cayeron sobre su cuello.
– ¿Qué andan haciendo? ¿Se ha repuesto por fin este demente? -gritó Zoe Purcell cuando entró en la estancia.
Finalmente, Snider se soltó del hombro de Jasmin. Sus ojos centelleaban triunfantes antes de escupir embriagado por el desdén ante los pies de la jefa de finanzas.
– ¡A partir de ahora exijo respeto! -sus ojos brillaban como lava en erupción.
– ¿Wayne…? -Jasmin colocó con dulzura su mano sobre su brazo.
Snider se giró de nuevo hacia la jaula.
– El jueves pasado había en esta jaula seis animales viejos. A tres de ellos les he suministrado el ADN a través de una mezcla previamente preparada y sintética de lípidos [49].
Todos callaron. Incluso los ratones, por un momento, parecían permanecer totalmente rígidos. Ni un solo crujido o arañazo se pudo escuchar procedente de la jaula.
– ¿Pretendes decir que…?
– ¡Sí! ¡Exactamente eso! -gritó Snider.
– ¿De qué están hablando? -el elevado timbre de voz de Zoe Purcell delataba su excitación. Sospechaba más de lo que entendía con respecto a lo que acababa de relatar Snider.
– Los virus se utilizan a menudo como medios de transporte para los genes. Sin embargo, él extrajo el ADN y lo mezcló con una sustancia apta para su transporte. Se trata de un procedimiento alternativo. Existen diferentes mezclas preparadas de lípidos para transfecciones [50] experimentales. Esta mezcla se la inyectó a tres ratones viejos -Jasmin estaba como en trance-. Y el resultado consiste en tres ratones jóvenes y fuertes…
– Se refiere al ADN procedente de las pruebas. Las de hace un momento…
– Procedentes del cromosoma Y adicional… sí -Jasmin permaneció mirando dubitativa hacia Snider-. ¿A eso te refieres, no?
Snider asentía con la cabeza y sonreía con picardía.
– Simplemente, no me lo puedo creer -dijo Jasmin.
– ¿Por qué no? -Snider se reía y dio un chasquido con las manos en señal de alegría-. Ya sabemos que el pequeño y atrofiado cromosoma masculino Y posee la facultad de repararse. Y este cromosoma Y adicional es tan grande que debe de rebosar de genes… ¿Esto acaso no es prueba suficiente? Observa los ratones… este cromosoma Y regenera completamente.