«El Pontificado significa la cruz, mas es la mayor posible».
Cardenal Reginald Pole
Saint Benoît-sur-Loire,
noche del martes
El papa Benedicto se santiguó e hizo por última vez acopio de todos sus pensamientos.
Le estaba agradecido por sus estrictas reglas a la comunidad benedictina de Saint-Benoît-sur-Loire, la cual fue fundada nuevamente en 1944, después de que la Revolución Francesa hubiera destruido hasta los cimientos la vida monástica en este lugar de peregrinación.
Pero como en muchas otras ocasiones anteriores, los creyentes no se dejaron amedrentar por servirle al Señor en el lugar en el que los restos mortales de San Benito habían encontrado su último descanso.
Los modernos edificios del convento de la comunidad benedictina se situaban al sur de la basílica y constituían una zona prohibida para cualquier persona ajena. El abad había ofrecido hacer una excepción con el invitado del papa, pero Benedicto prefirió elegir para la reunión una celda al lado de la zona de entrada, lo suficientemente lejos del núcleo de la piadosa vida monacal.
El papa se había pasado toda la tarde indeciso y rezando en la cripta de la basílica delante del relicario metálico sin saber si debía o no recibir al invitado.
Calvi estiró dudoso la cabeza por la puerta. Tras un gesto del papa con la cabeza, se hizo a un lado y Marvin entró en la celda. Este se arrodilló y besó el Anillo del Pescador.
– Usted y sus Pretorianos le están provocando enormes problemas a la Iglesia -comenzó el Santo Padre la conversación una vez que hubieron tomado asiento en dos sencillas sillas-. Según los comentarios que he escuchado hoy, se le culpa de los mayores pecados.
Marvin se deslizó de la silla, dejándose caer de rodillas. Sumiso, agachó la cabeza.
– Santo Padre, los Pretorianos y yo, a través de la fe, estamos fuertemente ligados a la Iglesia. Nadie, absolutamente nadie podrá decir que nosotros traicionamos a nuestra fe. Quieren desacreditar a los Pretorianos.
Marvin tejió una historia sobre vanidades, egoísmos, falsas convicciones y traición.
– Si recuerda, Santo Padre, fui yo quien reconoció el peligro de estos textos blasfemos y se apresuró a Roma, cuando Su Santidad todavía era Prefecto para la Congregación de la Doctrina de la Fe. Reconozco que fue un error haber mencionado en ese momento el deseo de los Pretorianos de ser reconocidos como prelatura personal. Si surgió la impresión de que aquí se han impuesto condiciones, entonces… -Marvin agachó aún más la cabeza y continuó diciendo en voz baja-. El hermano Jerónimo en su día no habrá interpretado bien algunas cosas…
– No lo creo -respondió el papa.
– Puede que así sea, pero no hay nada capaz de sustituir una conversación en privado, y por eso le estoy agradecido al Señor porque al fin así sea.
El papa Benedicto calló y clavó su mirada en el cabello oscuro del arrodillado. Sin previo aviso, la cabeza de Marvin se estiró de repente hacia arriba.
– Santo Padre, los Pretorianos necesitan ayuda. Nosotros nos ponemos bajo su protección para que la arbitrariedad terrenal no nos despedace a los creyentes, que solo anhelamos la protección de las Sagradas Escrituras y la palabra de Dios. Las mentiras no deben destruir la verdad de las Sagradas Escrituras.
– ¿Usted distingue la verdad de la mentira?
– Yo he visto las tablillas, las he sostenido con horror en la mano. El hedor del diablo está impregnado en ellas. Cada sola palabra es una difamación, una profanación contra nuestras Sagradas Escrituras. Es una decisión acertada que Su Santidad las quiera enterrar para siempre.
– ¿Quién dice eso?
Los ojos de Marvin centellearon. Él se levantó y se sentó de nuevo en la silla.
– He hablado con el ladrón y asesino italiano, y he leído el texto de las doce tablillas. También sé que falta una tablilla; y esa está en poder de Su Santidad.
Marvin disfrutó del silencio tras sus palabras, pues le mostraba que había acertado plenamente en la diana.
El papa Benedicto mantenía las manos fuertemente entrelazadas en el regazo y esperó.
– Pero todavía sé más -Marvin sonreía satisfecho. El papa no le había desalojado todavía de allí-. El ladrón y asesino italiano intentó venderle las tablillas a Su Santidad.
– Usted va demasiado lejos, Henry Marvin.
Marvin agachó devoto la cabeza, pero su voz resultaba ronca y afilada.
– Su Santidad es un habilidoso y táctico estratega con visión para lo posible. Mi deseo por su protección para mí y los Pretorianos me parece una aspiración justa a cambio de lo que le puedo ofrecer.
El papa Benedicto se levantó y giró hacia la puerta.
– Creo que no voy a poder hacer nada por usted. Marvin, es usted un comerciante. ¡Un comerciante sin producto!
– Padre, no se vaya todavía. Su misión…
El papa giró vacilante.
– ¿Qué sabe usted, Henry Marvin, de mi misión? -El papa se sentía impotente, sentía no estar preparado para la prueba. Las reliquias habían desaparecido, y nadie sabía a dónde. ¿Sería el objeto de su misión el que fracasara? ¿Consistiría en ello la verdadera prueba del Señor?
Pensó en su predecesor y sus apesadumbradas palabras: «La tragedia más grande es el silencio de Dios, quien ya no se manifiesta, quien parece esconderse en el cielo, como si le repugnara el comportamiento de la humanidad».
– Todavía no hay nada perdido… -la voz insinuante de Marvin sacó al papa de sus turbios pensamientos-. Las tablillas… los huesos…
– ¿Qué huesos?
– Santo Padre, desconozco el texto de la decimotercera tablilla. Pero tiene que ver con el hueso, al igual que su misión. Y sospecho que supera a cualquier fuerza del ser humano.
El papa clavó su mirada en el editor. «¿Qué era lo que sabía Marvin?».
– Santo Padre, estos huesos… ¡Los científicos le han extraído una prueba!
La tez del papa se tornó de golpe completamente pálida, mientras Marvin disfrutaba en su fuero interno del sabor del triunfo.
– Yo le pido su protección para mí y los Pretorianos. Y el estatus como orden. Y la promesa de que yo estaré presente…
– ¿Por qué debería? -interrumpió el papa.
– Aún no es demasiado tarde. Yo sé… dónde se encuentra esta obra del diablo. Usted no.
Sofía Antípolis, cerca de Cannes,
noche del martes
– Tome algo del bufé. Parece estar hambriento -sugirió Hank Thornten, quien se levantó y sirvió pescado con ensalada en un plato.
– Y tampoco le vendría mal un baño -Zoe Purcell se reía maliciosa entre dientes-. ¿Dónde ha pasado la última noche?
Chris giró hacia Jasmin, quien lo examinaba intensamente. También ella tenía preguntas y aguardaba sus respuestas.
– ¿Por qué vienes tan tarde? ¿Por qué me has relegado, por qué no has estado cuando te necesitaba? ¡Teníamos una cita! Ni una sola llamada…
Chris agachó la cabeza. La mirada de Jasmin señalaba claramente que sus respuestas decidirían muchas cosas. Pero él no podía explicárselo allí. No en ese lugar ni en ese momento.
«Confía en mí -rogaba con la mirada-. ¡Por favor!».
Los ojos de Jasmin centelleaban llenos de humedad. Su hasta hace un momento iracunda mirada se estaba ablandando.
– No lo va a creer, pero mis encargos como pequeño transportista son, en ocasiones, un tanto caprichosos -dijo Chris en voz alta en dirección a Zoe Purcell y esperó hastaque ella se dirigiera de nuevo a él-. En los últimos días he estado acompañando a alguien durante sus largas expediciones de espeleología. He estado transportando el material.
– Como burro de carga entonces… ¿Y dónde?
– En Fontainebleau. ¿Conoce esa zona boscosa cerca de París? Ofrece unas maravillosas formaciones estrafalarias de piedra arenisca; un paraíso para escaladores. Sin embargo, en este caso se trataba de una excursión espeleológica. Cuando salimos de nuevo esta mañana, escuché la llamada y vine de inmediato.
– Ah, sí, la llamada -Purcell, cavilando, asentía con la cabeza-. La señorita Persson no nos ha contado todavía lo que le ha dicho. Y hasta ahora, usted también lo ha evitado. ¿No va a contárnoslo?
– Ella dijo que estarían reteniéndola; al igual que su hermana.
– ¿Por qué deberíamos hacer tal cosa?
– ¡Porque tiene la intención de probar el efecto del cromosoma en Mattias! -gritó Jasmin al mismo tiempo que saltó de la silla-. Lo considero totalmente irresponsable. Es demasiado pronto…
– ¡Demasiado pronto! -Hank Thornten soltó una sonora carcajada-. Mattias no dispone de otra oportunidad. O mejor: ¡se trata de una oportunidad que, en realidad, no existe! ¡Y usted con sus desvaríos va proclamando que sería demasiado pronto! Si no es Mattias, será otro quien se agarre a esta última tabla de salvación que le ofrecemos. ¿Qué opina usted?
Thornten miró hacia Chris a la vez que continuaba comiendo relajado su ensalada.
– Seguramente se necesite el consentimiento del paciente -advirtió Chris desamparado.
– En el caso de Mattias se trata del de la madre en calidad de tutor responsable -dijo Thornten tranquilo mientras asentía con la cabeza-. Por desgracia está dudando.
– Puedo comprender sus dudas -murmuró Chris. Sentía una tirantez en el estómago, un silencioso y asfixiante malestar. «La incertidumbre consumiría a cualquiera, cuando a alguien, zarandeado de un lado para otro entre la esperanza y el miedo, se le estaba agotando el tiempo, mientras se iba acercando irremediablemente el momento que lo decide todo». Él deseó no verse envuelto en la situación de tener que decidir una cosa así.
– Ha de saber que Mattias está aquí, porque debía participar en una serie de pruebas de terapias genéticas. ¡De forma voluntaria! Desgraciadamente han surgido algunos problemas. ¡Pero ahora disponemos de algo mejor!
De pronto, Thornten empujó su plato enfadado hacia un lado.
– Su amigo volverá ahora mismo con las pruebas vivientes. Y entonces podrá ayudarme en la tarea de convencer a las damas. ¿Por cierto, dónde se habrá metido esta gente? Joven, compruebe qué es lo que está pasando.
Thornten hizo un gesto hacia Sparrow, quien, durante todo el rato, había estado de pie con los brazos cruzados en la puerta, y que ahora abandonaba la habitación.
En el mismo instante sonó el teléfono móvil de Sullivan y todas las cabezas giraron en su dirección.
– Abajo, en la entrada lateral, la patrulla encontró a un monje o sacerdote, quien está esperando por Jacques Dufour -dijo Sullivan finalmente.
– ¿Dufour? ¿Él está aquí? Pero si estaba de baja. Él quería… -Folsom miró con recelo a Sullivan, quien levantaba los hombros.
– ¿Un sacerdote? -Thornten resollaba-. ¿Qué tendrá que ver uno de mis científicos con un sacerdote?
– ¿Cuál es el nombre del sacerdote? -preguntó de repente Andrew Folsom.
– Hermano Jerónimo -contestó Sullivan cuando recibió la respuesta a la pregunta que acababa de trasladar. La cara de Folsom empalideció de pronto.
Saint-Benoît-sur-Loire
René Trotignon había instalado su cuartel provisional en el monasterio benedictino justo en la primera estancia al lado de la puerta de entrada. No le permitieron adentrarse más. Estaba tendido en el catre y mantenía su mirada fija en el techo encalado. Trotignon y sus hombres formaban solo el anillo exterior de seguridad. El papa disponía de su propio guardaespaldas procedente del Corpo di Vigilanza; su equipo constituía algo así como una tapadera francesa.
Llamaban a la puerta.
Trotignon levantó la mano derecha dándole a entender de este modo a Claude Dauriac que abriera la puerta. Dauriac, como su sustituto que era, le hubo informado sobre los acontecimientos transcurridos durante el día mientras él había estado de viaje en Fontainebleau.
Elgidio Calvi entró en la estancia reciamente amueblada.
– ¿Podemos hablar a solas?
Trotignon se incorporó e hizo un gesto en dirección a Dauriac, quien a continuación abandonó la habitación en silencio.
– Necesito su ayuda -murmuró Calvi mientras se apoyaba con el hombro contra la puerta-. Tiene que ver con nuestro fugitivo de Fontainebleau.
Trotignon arrugó el rostro. Se habían dejado embaucar como principiantes. Aún no sabía cómo reflejarlo en su informe.
– Usted es el invitado. ¿Qué debo hacer?
– Necesitamos helicópteros.
Trotignon se incorporó embargado por la curiosidad.
– Existe un parque científico internacional cerca de Cannes. Sofía Antípolis. ¿Lo conoce? -preguntó Calvi.
Trotignon meneaba la cabeza.
– Allí, una empresa llamada Tysabi posee un centro de investigación. Debemos ir lo antes posible a ese lugar. Allí ocurre algo que le perjudica a la Iglesia. Vendría bien que la Gendarmería fuera al centro de investigación y echara un vistazo hasta que lleguemos. Se trata de un asunto estatal interno.
– Entiendo -respondió Trotignon-. Pero en suelo francés.
– La petición procede del Santo Padre -murmuró Calvi.
Trotignon levantaba los hombros.
– Informaré de ello a mi superior. ¿Qué debo decir en caso de que quiera saber más?
– Que debe dirigirse al presidente de la nación y preguntar si hay que cumplir el deseo de un invitado de Estado -Calvi sonreía de soslayo.
– El no preguntará.
– Pues eso.
Sofía Antípolis, cerca de Cannes
– ¿Qué está haciendo aquí?
Dufour se giró.
Ned Baker y Wayne Snider estaban de pie en la puerta del laboratorio.
– ¡Estoy trabajando!
– ¿Ahora? Solo -Ned Baker se adelantó dos pasos-. La orden dice que nadie puede permanecer solo en este laboratorio.
– He tenido una idea…
– ¿Qué tipo de idea?
Ned Baker descubrió el bolso de viaje sobre la mesa. Continuó caminando y abrió el bolso. Los cuencos de Petri con los cultivos vivos procedentes de la incubadora se encontraban desparramados y revueltos con las probetas de la nevera en el fondo del bolso. Las pruebas se estaban descongelando y algunas de las probetas se habían roto mientras el líquido rosáceo se perdía entre la maraña de cristal y los cultivos de células.
Ned Baker resollaba.
– ¡Es usted un cerdo! ¿Qué cree que está haciendo? -La voz de Baker se quebraba.
– ¿Qué ocurre? -gritó Wayne Snider.
– ¡Lo está destruyendo todo! Acaba de tirar las pruebas de la nevera y la incubadora en el bolso. ¡Lo está arruinando todo!
Wayne Snider salió disparado a grandes zancadas delante de Ned Baker en dirección a Dufour. Su rostro se había contraído por la ira.
– ¡Eres un cabrón! ¿Me envidias por mi éxito, eh? -Snider le clavó el puño en toda la nariz. Dufour soltó un alarido de dolor y cayó por un lateral de la silla. Su dedo presionó la tecla por sí solo.
– ¡Maldita sea, está eliminando los archivos! -gritó Snider al mismo tiempo que centelleaba el informe de cancelación en letras grandes y rojas en la pantalla.
Snider volvió a golpear. Su golpe impactó esta vez en el cráneo de Dufour; el dolor de su puño hizo que retrocediera. Dufour dio un respingo e impactó al mismo tiempo con el hombro contra el cuerpo de Snider.
– ¡Vosotros no me detendréis! -gritaba Dufour mientras empujaba con una fuerza extraordinaria ayudándose de las manos contra el pecho de Snider, quien comenzó a tambalearse. Snider tropezó hacia atrás.
Este, al mismo tiempo que agitaba los brazos, perdió el equilibrio y cayó hacia atrás. Durante la caída resbaló hacia un lado y la nuca de Snider impactó con todo el peso en el canto de la mesa de trabajo del laboratorio. El breve chasquido de la rotura de la nuca recorrió por completo el cuerpo de Dufour.
– ¡No… no quería hacer eso! -gritó envuelto por el pánico mientras mantenía clavada la mirada en Wayne Zinder, cuyo cuerpo colgaba durante una milésima de segundo como un muñeco rígido en el aire. Instantes después, el cuerpo impactó en los azulejos.
– ¡Traidor!
Ned Baker saltó hacia Dufour y rodeó al grácil francés con los brazos hasta que ambos cayeron al suelo y rodaron sobre los azulejos de piedra. Dufour se vio de repente tendido al lado del cuerpo sin vida de Snider, con la mejilla derecha cerca de la boca del muerto.
Baker presionaba su mano contra el lado izquierdo del rostro de Dufour y este, entre tanto, pudo sentir los labios todavía templados de Snider. «Como un beso furtivo», pensó Dufour aterrado, cuando sintió restos de saliva en su piel.
Comenzó a dar golpes a diestro y siniestro y golpeó a Baker en la nariz cuyo agarre se aflojó. Dufour apartó de un empujón a Baker, quien se tambaleó hacia atrás.
Los dos consiguieron ponerse en pie al mismo tiempo.
– ¡Te arrepentirás de esto!
– ¡Fue un accidente! -vociferó Dufour.
Baker echó una ojeada alrededor y dio unos pasos hacia atrás hasta que pudo sentir en los lumbares la mesa de trabajo situada en el otro extremo del laboratorio. A continuación abrió los cajones a manotazos hasta encontrar una caja con escalpelos y cuchillos.
– ¡Te voy a rajar! -gritó mientras sostenía el escalpelo con el puño en alto. Baker comenzó a marchar contra él, levantó las manos a la vez que se golpeaba con los puños contra la cabeza. El escalpelo sobresalía como un unicornio radiante de su puño-. ¡Sencillamente, no lo comprendo! ¡No soy capaz de entenderlo!
– ¡Fue un accidente! -gritó de nuevo Dufour.
– ¿Un accidente?
– El se tropezó. ¡Usted estaba adelante!
Los ojos de Baker vibraban, y fue entonces cuando su mirada percibió el cadáver de Wayne Snider.
– ¡Si yo no estoy hablando de ese! ¡Estoy hablando de las pruebas! -la respiración de Baker se entrecortaba-. ¡Usted está destruyendo aquí el descubrimiento científico de la humanidad!
Sobre la mesa de trabajo en la que Snider se había roto la nuca, reposaba toda una fila de probetas y matraces de cristal. Dufour cogió con rapidez uno de los matraces de cristal más grandes.
Ned Baker saltó con los brazos en alto y clavó a continuación el escalpelo hacia abajo al mismo tiempo que Dufour alzó uno de sus brazos hacia arriba para protegerse.
El escalpelo matraqueaba en el antebrazo y desgarró su ropa. De pronto sintió un ardiente dolor. La afilada hoja acababa de seccionar las terminaciones nerviosas situadas justo debajo de la piel.
Entre gritos respondió al golpe. El fondo reforzado del matraz de cristal impactó en la sien de Baker cuya rodilla golpeó en el mismo instante en el estómago de Dufour.
Dufour dejó caer el matraz de cristal y agarró el brazo derecho de Baker. Entre tanto se le doblaron las piernas a Dufour, quien al caer de rodillas, tiró hacia abajo del tambaleante Baker, quien a su vez, tras el golpe en la sien, luchaba por no quedarse sin sentido.
Ambos coincidieron de rodillas con los rostros contraídos el uno delante del otro. Dufour agarró con ambas manos el brazo derecho de Baker por la muñeca mientras la hoja del escalpelo bailaba delante de sus ojos. Apretó el brazo con todas sus fuerzas hacia abajo a la vez que se sorprendía de lo fácil que le resultaba.
Baker jadeaba descontroladamente. Sus ojos permanecían vidriosos. Dufour continuó presionando el brazo de Baker hacia abajo hasta que el escalpelo tocó casi el suelo.
El velo que envolvía los ojos de Baker se hacía cada vez más espeso. De repente desistió de cualquier tipo de resistencia. En su cabeza, el desmayo se tragó cualquier señal nerviosa. Sus fuerzas desaparecieron.
Dufour miró en los ojos medio retorcidos de Baker y continuó presionando con todas sus fuerzas. «¡Detente! No, él o tú!». El miedo a ser vencido eliminó cualquier otro sentimiento, y el instinto de supervivencia le proporcionó a Dufour la fuerza necesaria.
El brazo de Baker se dobló hacia dentro y el escalpelo penetró con la punta a través de su ropa, agujereando la barriga y seccionando una arteria para finalmente permanecer atrapado en la pared abdominal.
Baker se desmayó de rodillas, deslizando su cuerpo a continuación hacia un lado. Del desmayo se deslizó a la muerte.
Thornten observaba al monje de forma furibunda.
– Ningún pope suele acercarse normalmente a menos de cinco metros a mis científicos. Y no hablemos ya de mí. ¿Qué hace usted aquí?
Jerónimo sonreía indulgente.
– ¡Usted no es un hombre que cree!
– Yo creo en la ciencia, no en el baile de disfraces que llevan organizando usted y los de su calaña desde hace dos mil años. ¿Qué hace usted aquí?
– Usted ni siquiera alcanza el primer escalafón de la humildad. ¿Sabe lo que le dice San Benito incluso a gente como usted? «El hombre debe temer a Dios y guardarse de olvidarse de él jamás» -Jerónimo miró al suelo, y elevó a continuación la cabeza con un movimiento enérgico-. Hace unos días me han ofrecido aquí un cheque para la restauración de una casa del Señor.
Jerónimo se acercó a Folsom y le agarró del brazo.
– Este hombre pretendía comprar la salvación de su alma, pretendía sobornarme a mí, y a Dios. Tampoco él conoce la humildad. Ni ante Dios ni ante la vida. Pretendía comprar su culpa.
– Tonterías -Thornten hacía un gesto con la mano-. ¿Qué es lo que quiere de Jacques Dufour?
– A Jacques le han impuesto una gran prueba. Fue elegido por el Señor para llevar a cabo su voluntad y terminar con estos desalmados experimentos.
– Es usted muy enigmático -Folsom se reía-. Hemos paralizado todas las pruebas después del accidente hasta que conozcamos sus causas. El buen Dufour no necesita pasar ninguna prueba por ello.
– ¿De qué está hablando? -Thornten miró hacia Folsom.
Folsom arrugó la cara, titubeaba antes de responder entre dientes.
– De las pruebas de telomerasa, durante las cuales murió el tal Gelfort. Este es el sacerdote a quien llamó Dufour para que le tomara confesión… ¡y ocurrió sin mi conocimiento! -añadió al ver resollar con ira a Thornten.
Los ojos del monje centelleaban.
Jasmin calló y dio a entender con un ademán que ya era conocedora de las conexiones desde que había escuchado aquella conversación.
Chris siguió atento la disputa y reflexionó por un momento antes de que se le ocurriera la palabra acertada para describir la expresión del rostro del monje: «triunfo».
– Creo que no está hablando de eso -espetó Thornten.
– Entonces solo se puede tratar de…
Folsom interrumpió su explicación, pues el teléfono móvil de Sullivan acababa de sonar de nuevo. El jefe de seguridad escuchó la llamada y de repente se tornó blanco como la cal.
– Rápido… en el laboratorio… era Sparrow… Dufour…lo está destruyendo todo… ¡las pruebas! ¡Una carnicería!
Chris corrió en formación con el grupo. Permanecía cerca de Jasmin, quien le sujetaba la mano y lo miraba desesperada una y otra vez.
Una vez en el laboratorio, vieron a Ned Baker y Wayne Snider con sus cuerpos contraídos tendidos en el suelo, el cual estaba sembrado de trozos de cristal. Sparrow se encontraba de pie en la habitación con la pistola cargada mientras amenazaba a Dufour, quien se encontraba de pie tembloroso delante de una nevera sosteniendo varios cuencos de plástico en la mano.
Thornten entendió de inmediato lo sucedido y comenzó a gritar. Sus soeces insultos caían como una pedrisca sobre Sparrow y Dufour. En medio de su desenfrenado delirio se entremezclaba a su vez la ponzoñosa voz de Zoe Purcell.
– ¿Qué es lo que tiene este hombre en la mano? ¿Y quién es? -le susurraba Chris a Jasmin al oído, que mantenía perpleja su mano delante de la boca, a diferencia de Jerónimo, que sonreía a su lado.
– Es el doctor Dufour. Han matado un ratón para analizar los efectos del cromosoma. Se trata de pruebas del tejido del ratón.
Chris asentía con la cabeza y centró su mirada primero en Dufour, y a continuación en Jerónimo.
– ¿Qué tienen que ver los dos juntos?
– No lo sé.
Thornten, quien continuaba vociferando sin cesar, golpeaba con el puño en las mesas de laboratorio, dando tumbos furibundos a través del caos. De pronto, el presidente se colocó de pie delante de Dufour con un escalpelo en la mano. El rostro de Thornten era una caricatura, sembrado de hendiduras y manchas.
El científico, por el contrario, permanecía rígido de pie sin hacer un solo movimiento, entregado a su destino. La punta del escalpelo bailaba debajo de su barbilla.
– Lo que más me gustaría sería cortarte el cuello… -la voz del presidente vibraba de manera tenebrosa, y su brazo temblaba sin cesar. Como a modo ralentizado, la punta del escalpelo se paseó hacia arriba, rozó la piel de Dufour y se retiró de nuevo como la lengua de una serpiente. Los ojos de Thornten se abrían aún más, y Chris creía ver ya el brazo salir disparado hacia arriba.
– «Fue obediente hasta la muerte». Amén -la voz de Jerónimo retumbaba a través de la estancia. La espalda de Thornten se enderezó, y su brazo cayó de repente hacia abajo. El presidente dejó caer el escalpelo.
– ¡Este es ahora el resultado! ¡Tanto hablar para nada! -la voz de Zoe Purcell se entrecortaba-. ¡Este cabrón lo ha destruido todo! ¿Hank, vas a quedarte ahí sin hacer nada? ¡Yo, no!
Zoe Purcell corrió hacia Dufour y le propinó con todas sus fuerzas una patada en la entrepierna. Dufour lanzó un alarido y dejó caer los cuencos. Retorciéndose de dolor, se derrumbó de rodillas con las manos apretadas en el bajo vientre.
La jefa de finanzas se giró colérica y zarandeó el brazo de Thornten. Pero el presidente la apartó de un golpe.
– ¡Calla la boca, Zoe! -Thornten miró con serenidad en dirección a Sullivan-. Prepárelo todo para la salida. ¡De todos!
Sullivan miró a Sparrow antes de posar su mirada en Chris y este último viró el cañón del arma que apuntaba a Dufour en dirección a Chris.
– ¡Idiotas! ¡Sois todos unos idiotas de miras estrechas! Cogéis al niño y… -Zoe Purcell giró furiosa hacia Thornten-. ¡Hank, dame la ampolla! ¡Dámela! ¡Yo misma se la inyectaré al niño! ¡Ahora mismo!
Sofía Antípolis, cerca de Cannes,
noche del martes
Chris salió por la puerta de entrada en dirección al acceso de la clínica, donde esperaban dos ambulancias. Dos limusinas Citroën formaban la cabeza y la cola del pequeño convoy respectivamente.
El crepúsculo se estaba asomando a hurtadillas, y los tonos estridentes del día centelleaban apenas, suaves bajo el sol poniente. La penumbra se iba haciendo un hueco en el acceso al edificio, y las farolas comenzaban a esparcir un débil resplandor.
El aire era agradablemente suave, el clima apropiado para disfrutar una copa de vino sentado en un paseo marítimo. En lugar de eso, Sparrow arrimó el cañón de su arma en la espalda de Chris empujándolo hacia delante.
Entre tanto, los integrantes del equipo de seguridad de Sullivan se habían posicionado de pie al lado de los vehículos, cuyos motores ya estaban en marcha. La luz de los faros atraía a los insectos que se tambaleaban en su ardiente muerte.
– ¡Todos juntos! ¡Por fin! -Thornten hacía impacientes señas con la mano, cuando Chris hubo alcanzado la parte trasera del furgón posterior.
Thornten tenía prisa por desaparecer. Olía el peligro. Ni siquiera le había dado tiempo a preguntarle a Chris el significado de las tablillas. Todo eso debía esperar.
Chris contemplaba al compacto guardaespaldas de Thornten.
– ¿Vigilados y atados? ¿Realmente es necesario eso? ¿No le es suficiente con hacérmelo a mí? -protestó mientras señalaba hacia Jasmin que ya se encontraba sentada en el vehículo con el monje. Sus manos estaban atadas por las muñecas, al igual que las de Chris. Las cuerdas rozaban la piel hasta levantarla.
– Pura precaución -Thornten sonreía con aire de suficiencia-. ¡Adentro! ¡Acabe de una vez, queremos partir! -Thornten se giró hacia Sullivan-. ¿Nuestro jet aguarda listo en Niza?
Sullivan asentía con la cabeza.
– Está todo dispuesto.
– Despéjelo todo. No deben encontrar aquí los cadáveres. ¿Está claro? Cuando termine, venga inmediatamente detrás de nosotros. Le necesito allí.
– Y no se olvide de los documentos del tal Gelfort -dijo Zoe Purcell-. No debe quedar nada aquí. Ni una sola hoja.
Sullivan la ignoró a ella y miró hacia Thornten.
– Ahora mismo, ya lo están preparando todo. Tanto en California como en Boston. Usted puede decidir qué laboratorio va a utilizar.
– Procure que todos los de aquí mantengan la boca cerrada.
– Hank, ¡deberíamos partir ya! -Zoe Purcell trasladaba el peso de su cuerpo sin sosiego de un pie a otro.
– ¡No te rompas mi cabeza, Zoe! -le advirtió rabioso Hank Thornten a su jefa de finanzas-. ¿Andrew ya lo ha guardado todo? ¡Venga, Zarrenthin, suba!
– Andrew acaba de entrar de nuevo a buscar otra cosa. Él va adelante, vigila los ratones, las pruebas y los huesos en persona -ella se reía entre dientes con malicia-. ¡Como Gollum, el anillo!
– Bruja.
– ¡Hank! El se está apropiando de todo.
– Él es el científico, no tú.
– ¿Por qué estás tan distante? El héroe no es Andrew, soy yo. Fui yo quien atrapó a Snider. Folsom y Dufour son unos fracasados. Y tú sabes lo que quiero…
– Sí, Zoe. Quieres ser la directora ejecutiva. Déjalo ya.
Un breve silbido quebró el aire.
– Maldita sea, ¿qué ha sido eso? -Thornten echó una ojeada delante del furgón.
Un vehículo de la Gendarmería ascendía por el acceso y se detuvo al lado del convoy.
– ¿Precisamente ahora? ¡Me lo temía! -jadeaba Zoe Purcell.
Durante varios segundos no pasó nada, pero a continuación se abrieron muy lentas, infinitamente lentas, las puertas. Se apearon dos gendarmes en uniformes azul oscuros: grandes, sosegados y con la autoconfianza de unos gobernantes supremos. Permanecieron de pie junto a su vehículo a la vez que sus miradas se posaban una y otra vez en el convoy.
– Soluciónelo, Sullivan -espetó Thornten-. Hemos de salir de aquí; no importa cómo.
En un principio, Sullivan permaneció de pie sin moverse, pero al instante hizo un ademán con la cabeza hacia el guardaespaldas. Juntos se encaminaron hacia los dos gendarmes.
– Se trata de una coincidencia o fueron alertados, ¿pero por quién?
– Cierra esa bocaza, Zarrenthin -Thornten se mordía el labio inferior-. Si hace un solo movimiento en falso, le mando al otro barrio.
Uno de los policías levantó el brazo en señal de defensa. Sullivan y el guardaespaldas se detuvieron.
Los gendarmes comenzaron a adelantar lentamente un pie detrás de otro. Se acercaron con el mismo sigilo que suelen emplear dos leones al acechar una manada de antílopes. Ambos se acercaron de forma paralela a los vehículos, y a una distancia entre sí de diez metros, al tiempo que mantenían la mano derecha posada sobre la cartuchera del cinturón. El que iba adelante sostenía con la mano izquierda el aparato de radio delante de la boca.
A la altura del segundo furgón fijaron de repente su rumbo en dirección al vehículo.
– Se acabó -se reía Chris.
– Solo son dos -murmuró Thornten mientras seguía atónito con la mirada a los dos policías.
Chris dio un paso hacia atrás y se encontró entonces al lado de Sparrow.
– ¡Sospechan algo! -murmuró mientras aprovechó para retroceder de nuevo otro paso más.
De repente, un grito estridente rompió el silencio por completo. Era un sonido que se dilataba, aupándose por encima de cualquier tonalidad sin querer detenerse, y que se prolongaba cada vez más.
– ¡Es Anna! -gritó Jasmin desde el furgón al mismo tiempo que estiraba la cabeza.
Los dos gendarmes se detuvieron, sacaron sus armas y centraron ahora su atención en el furgón delantero.
Sullivan, por su parte, se puso en marcha y se acercaba lentamente en dirección a los dos gendarmes. Tras levantar el brazo, sus hombres le siguieron.
– ¡Freídles! -espetó Zoe Purcell al lado de Thornten.
El furgón comenzó a balancearse de pronto debido a que Jasmin se había levantado para arrojarse de él. Durante la acción, ella se dio un porrazo contra Sparrow, quien sorprendido, se dobló y cayó de bruces contra el asfalto. Jasmin aterrizó encima de él y comenzó a dar golpes a diestro y siniestro. Sparrow intentó controlarla, pero ella se deshizo de él deslizándose hacia un lado.
Chris se agachó y golpeó con sus manos atadas la caja torácica de Sparrow. El aire abandonó con un silbido la boca de Sparrow, quien retorcía los ojos a la vez que su cabeza caía a un lado.
– ¿Qué pasa…? -Zoe Purcell se giró-. ¡Hank!
El presidente observaba pasmado cómo los hombres de Sullivan rodeaban a los dos gendarmes.
Chris arrancó el arma de la mano entreabierta de Sparrow.
Jasmin se puso de pie y comenzó a correr.
Chris se abalanzó sobre Zoe Purcell y la empujó hacia un lado. Acto seguido colocó a Thornten el cañón del arma en la parte posterior de la cabeza. Thornten se puso rígido tan pronto como sintió la presión.
– Ahora seguiremos mis reglas -Chris aumentó la presión-. Vayamos al primer furgón.
Los gendarmes entre tanto ya habían sido rodeados por los hombres de Sullivan mientras las palabras volaban de un lado para otro. La escena le proporcionaba tiempo a Chris.
– ¡Rápido! ¡Rápido! ¡Rápido!
Arribaron a la parte trasera del primer furgón. Jasmin se encontraba ya en el interior y abrazada a Anna, que continuaba gritando de forma chillona. En la parte izquierda había una camilla con un delgado cuerpo debajo de la manta. Jacques Dufour permanecía sentado y apático en el banco de enfrente mientras miraba al vacío.
Debajo de la camilla reposaba un maletín diplomático de tamaño mediano en cuyo interior se guardaron los huesos, el suero, las pruebas de tejido y las tablillas de arcilla. Al lado se encontraba una pequeña jaula portátil en la que se escondían cuatro angustiados ratones.
Chris atizó la parte posterior de la cabeza de Thornten con la empuñadura del arma. El presidente se derrumbaba lentamente y Chris aprovechó para propinarle un empujón en la espalda haciendo caer a Thornten con la cabeza hacia delante y al suelo del vehículo.
– ¡Sentaos!
Chris elevó el cuerpo inmóvil de Thornten hacia la cabina interior y cerró las puertas de un golpe con las manos atadas.
– ¡Cerdo!
Zoe Purcell le abordó de un salto procedente desde atrás y hundió acto seguido en su cara las uñas, arañándole y levantándole la piel. Los arañazos quemaban como si le arrojaran ácido en las heridas.
Chris pudo sentir primero su caliente respiración en la nuca, y a continuación piel blanda. Ella le mordió mientras colgaba como una vampiresa en su nuca. Él desplazó con un rápido movimiento las manos atadas hacia atrás por encima de la cabeza. El cañón del arma impactó en la parte posterior de la cabeza de Zoe, y la mordedura comenzó a aflojarse. Ella resbaló por su espalda hasta caer en el asfalto.
Chris abrió de nuevo la puerta trasera con un manotazo y zarandeó a Zoe hasta meterla en el vehículo, arrojándola simplemente encima de Thornten. En la furgoneta se estaba estrecho como en una lata de sardinas.
– ¡Aquí! -él le tendía el arma a Jasmin-. Si se mueven, ¡dales sencillamente un porrazo! -ella meneaba la cabeza.
Sonó un estruendoso disparo, y Chris giró. Como hienas, los hombres de Sullivan se arrojaron sobre los dos gendarmes.
– ¡Vámonos de aquí!
Él cerró la puerta trasera y se lanzó hacia la del conductor. Delante del furgón traqueteante se encontraba la limusina en cuya ventanilla posterior colgaba una pegatina con un llamativo anuncio: «Pizzeria Cactus» rezaba sobre un verde y fino árbol de Josué [66].
Vaciló un instante, pero luego disparó a la rueda trasera izquierda del Citroën antes de subirse al asiento del conductor del furgón. Acto seguido, arrojó el arma en el asiento del acompañante y metió la primera marcha, agarró el volante desde la parte inferior e hizo rápidos y continuos movimientos para poder conducir con las manos amarradas.
El furgón viró y pasó por delante de la limusina. Por el espejo retrovisor pudo ver a Sullivan mover furibundo los brazos delante de la maraña de personas.
Chris iba dando bandazos por Sofía Antípolis. Cuando sus manos atadas resbalaron del volante, el vehículo acabó tropezándose con el bordillo, porque no podía girar el volante con suficiente velocidad.
Condujo el furgón a través de un camino lateral sin pavimentar y dejó que el vehículo se detuviera detrás de una curva.
A continuación, saltó hacia afuera y corrió a la parte trasera del furgón.
– ¡Suelta el nudo! ¡Date prisa! -le instó a Jasmin cuando abrió la puerta de atrás.
Purcell y Thornten continuaban inconscientes y Mattias se encontraba tendido a su izquierda en la camilla. Su cuerpo permanecía oculto debajo de una manta en la que varias correas fijaban el enjuto cuerpo.
Anna era sin duda alguna la hermana de Jasmin. Sin embargo, las facciones de su cara se veían decaídas, cansadas y arrugadas. Ella le ignoraba. Toda su atención iba dedicada al niño, a quien observaba sin interrupción.
– Usted se viene conmigo para delante -le dijo Chris a Dufour; su voz no toleraba ninguna protesta. El científico se apeó con cierto esfuerzo y sin mediar palabra de la parte trasera del vehículo.
Por fin se estaba aflojando la cuerda atada en las muñecas de Chris. Una vez liberado, soltó a Jasmin de sus propias ataduras y ató con ellas las manos de Zoe Purcell. Momentos más tarde, Jasmin liberó a Anna mientras Chris maniató con su cuerda a Thornten detrás de la espalda.
– ¿Puedo dejarte a solas con este tipo aquí atrás?
– Si ya lo acabas de hacer hace un rato.
Él le tendió el arma.
– Por si las moscas.
– Yo no sé manejar ese trasto -Jasmin meneaba la cabeza-. Yo no lo quiero.
– ¿Y si te dan problemas?
– Tiene que haber otra forma.
Chris miró a Dufour de forma escrutadora.
– Le concedo una oportunidad. ¿Me ayudará?
Dufour asentía inseguro.
Chris liberó a Dufour de sus ataduras, y juntos arrojaron los dos cuerpos inconscientes contra la parte trasera de la pared de la cabina del conductor. Ayudándose con la cuerda de Dufour, Chris colocó un nudo de ocho alrededor de los cuellos de Purcell y Thornten respectivamente, y tendió acto seguido los dos extremos a Jasmin.
– Solo tienes que tirar de ellos y se estrangulan. Eso acabará con cualquier tipo de resistencia.
Chris quiso trasladarse a la puerta del conductor, pero Jasmin le detuvo.
– El niño está enfermo -Jasmin señalaba hacia Mattias, quien permanecía tendido en la camilla con los ojos cerrados mientras era acariciado con cariño por parte de Anna-. Fíjate en él.
– ¿Qué es lo que debo hacer, según tu opinión?
– Conducir al cuartel de la Gendarmería o al próximo hospital. -Chris permaneció en silencio-. Puedo ver en ti que piensas de forma totalmente diferente al respecto, ¿verdad?
– Jasmin, aquí se está dando un gran golpe. Aún no te he podido contar ni por asomo todo lo que ocurrió en Fontainebleau…
– ¡Llévanos a la Gendarmería!
– Jasmin, eso…
– ¡Tú solo tienes esas tablillas de mierda en la cabeza! -gritó ella de repente-. ¡Si no le quitas ojo al maletín de las pruebas! A ti solo te importa el dinero. ¿Acaso piensas que todavía vas a poder sacarle partido a todo esto?
– Jasmin, hace tiempo que eso ha dejado de ser la razón -murmuró Chris.
– ¿Ah, sí? Te voy a decir algo: cuando nos vimos por primera vez algo hizo clic en mi interior. «Este podría ser», me dijo cada poro de mi piel… ¿Lo entiendes? Y este sentimiento te ha excusado durante estos últimos días cada vez que mi razón hizo acto de presencia. ¡Pues ella me dice que fuiste tú y tus dichosos huesos los que nos han metido en esta situación!
– Jasmin, no me creas si no quieres. Pero sí, tengo problemas de dinero. Y reconozco haber querido hacer dinero, sí. Sin embargo, también soy un sabueso testarudo que no soporta que le toreen. Y tampoco que te lo hagan a ti, ni a Anna y el niño. Quiero averiguar qué se esconde detrás de todo esto. ¡Sencillamente necesito saberlo! ¡Mi sospecha no me deja sosiego!
– A pesar de todo -ella meneaba enérgica la cabeza-, Mattias tiene preferencia. Si quieres continuar haciéndote el loco, pues…
– A Mattias no le va a pasar nada… Usted es el médico que se ocupa del niño -se dirigió Chris de súbito a Dufour, quien se encontraba de pie esperando al lado de ellos-. ¿En qué situación está?
– Él está muy enfermo. Daños en el hígado -respondió Dufour de forma mecánica.
– ¿Necesita ir de inmediato al hospital?
– Seguramente sería lo mejor.
– Y si no, ¿moriría?
Dufour vacilaba.
– Él no va a morir en las próximas horas o días. No, eso no.
Los ojos de Jasmin lanzaban rayos y centellas cuando miró a Chris.
Anna se giró de repente hacia Jasmin y pronunció una sola y breve frase en sueco.
Jasmin se sorprendió y asintió a continuación a regañadientes. Y acto seguido, sus ojos comenzaron a llenársele de lágrimas, pues Anna continuaba sin saberlo. Jasmin agarró a Dufour del brazo.
– Mi hermana no entiende por qué no le realizaron las pruebas previstas a Mattias. ¡Dígaselo!
Dufour miró desamparado hacia Anna, y antes de que contestara, su compasiva mirada descansó en Mattias.
– Las pruebas inicialmente previstas no iban a ayudar a Mattias. Otro paciente murió a causa de ellas… y desconocemos el motivo.
Ellos abandonaron las dependencias de Sofía Antípolis, accedieron a través de la bifurcación a la autovía y condujeron en dirección a Cannes.
Jasmin y Anna permanecían sentadas en la parte trasera del furgón. Anna se refugió en un insoportable silencio desde que Dufour le había destrozado definitivamente sus esperanzas en las pruebas.
– ¿Qué tiene que ver usted con el monje? ¿Con el tal Jerónimo? -preguntó Chris al científico, quien se encontraba sentado en el asiento de acompañante y le indicaba una y otra vez el camino.
Dufour permaneció en silencio durante largo rato.
– Le conozco desde mi juventud. Era mi confesor -dijo finalmente.
– Él opina que Dios le ha elegido a usted para llevar a cabo su voluntad. Habla de una pesada misión. ¿Consistía en destruir las pruebas?
Dufour calló de nuevo. Finalmente el científico resolló ruborizado.
– Jerónimo lo dijo, sí. Acudí a él cuando a esa monstruosa mujer se le ocurrió probar el efecto del cromosoma en el niño.
– ¿Tiene usted escrúpulos?
– Yo soy científico y médico, no un buscafortunas. Yo respeto la vida.
– ¿Usted? ¡Si acaba de matar a dos personas!
– ¡Eso fue un accidente! ¡Estaba desesperado y me he defendido! Yo ya no sé lo que es lo correcto. ¡Jerónimo quería que destruyera las pruebas! Estoy dudando incluso de lo que hasta ahora me parecía correcto… ¡nadie me puede culpar de ello! -gritó Dufour, quien con el puño aporreó la ventanilla lateral. A continuación hubo silencio.
– ¿Le carcomen los remordimientos con respecto al muerto de las pruebas anteriores, que ahora se echa atrás precisamente con este sensacional descubrimiento científico? ¿De qué se trataba? -Chris no dejaba de mirar en los espejos retrovisores, continuaba en alerta por si aparecían posibles perseguidores.
– Un nuevo descubrimiento clínico para el tratamiento de daños hepáticos que está desde hace tiempo en boca de todos. Nuestras pruebas no fueron las primeras, pero hicimos un descubrimiento especial.
– ¿Eso es todo? -Le sonsacaba Chris-. ¿Las cosas no se hicieron como debían, verdad?
Dufour titubeaba con la respuesta.
– Lo habíamos testado anteriormente en ratones -dijo por fin-. El procedimiento tradicional. Los ratones constituyen los animales preferidos para los experimentos en laboratorios.
– ¿Qué fue lo que salió mal?
– Nuestros ratones murieron. Mucho después de las pruebas. Simplemente nos hemos escudado en la excusa de que no tenía nada que ver con las pruebas…
– Y cuando murió este joven…
– Me pregunto día y noche cómo pudo ocurrir tal cosa. Hasta hoy sigo sin conocer el motivo de la muerte de Mike Gelfort y…
– Y no quiere volver a cargar con la culpa. Entiendo -Chris echaba una y otra vez breves ojeadas hacia Dufour, quien mordisqueaba nervioso las uñas de sus dedos-. ¿Qué motivos tiene este monje?
Dufour pensó en la reacción histérica de Jerónimo en la iglesia. Creía verlo de nuevo en el suelo, cómo se arrastraba hacia la cruz, gritaba, lloraba y rogaba por la adjudicación de la prueba. Y entonces hizo que cargara él con la responsabilidad de la misma.
– Me pareció como si él supiera perfectamente lo que se había descubierto en las pruebas óseas.
– ¿Cómo va a ser posible?
– No lo sé. Me hizo preguntas y casi se volvió loco con mis respuestas. Y también me preguntó por un nombre.
– ¿A qué se refiere?
Dufour reflexionó.
– Me preguntó si un hombre…
– Marvin. Henry Marvin -a Chris le salió el nombre casi solo de los labios.
Dufour hundió los dedos en el brazo derecho de Chris.
– ¡Ese era exactamente el nombre por el que preguntaba Jerónimo!
Chris soltó una carcajada cargada de ironía.
– El círculo se cierra. Jacques Dufour, ¿dónde podremos descansar unas horas? Necesito planificar, preparar.
– ¿Realmente desea continuar luchando? ¿Solo, sin ayuda, contra esta superioridad?
– Debo hacerlo. Y quizás pueda ayudarle a usted también… ¿Dónde?
– Yo vivo en Valbonne. Se trata del pueblo justo al lado del parque científico.
– Demasiado cerca. Allí es donde buscarán primero.
Dufour pensó un instante.
– La casa de mis padres en mi pueblo natal está vacía…
– ¿Dónde está eso?
– En Collobrières. A casi dos horas de aquí. En función del camino que se tome. Se trata de un pequeño pueblo en los Pirineos orientales.
– ¿Hay ciudades más grandes cerca? ¿Con un aeropuerto?
– Toulon no está lejos. Marseille lo está algo más.
– ¿Cómo llegamos hasta allí?
– Debemos ir al sur. Lo mejor será que demos la vuelta, viajemos por la autovía hasta la salida…
– No -Chris meneaba la cabeza-. La autovía, aunque sea más rápida, es más problemática a la hora de abandonarla de nuevo. Las barreras y los peajes en las salidas con sus correspondientes sistemas de seguridad abundan por doquier. En cambio, la carretera costera puede suponer una verdadera bendición. Numerosas bifurcaciones, carriles por el monte, posibilidades para desviarse, escondites… ¿Por dónde?
– ¡Allí! -gritó Dufour cuando pasaron por delante del palacio de congresos situado al lado del puerto de Cannes. Durante un breve tiempo les acompañó la playa arenosa, pero más adelante comenzaron a romper las olas del mar en los escarpados acantilados. A la derecha de la carretera costera se iba aupando cada vez más el macizo del Esterel hacia las alturas.
– ¡Dígame lo que tiene en mente! -Rogó de repente Dufour con voz firme-. Yo le ayudaré.
Chris echó una breve ojeada de soslayo a Dufour.
– ¿Podré realmente confiar en usted? Usted cambia una vez más de bando. Primero científico, después esclavo de especuladores ávidos de dinero, y finalmente el brazo ejecutor de un sacerdote dogmático. ¿Y ahora?
Dufour se agarró primero la nariz, y a continuación pasó la mano sobre la barbilla antes de contestar.
– Regresar a la verdadera ciencia. A aquello que significa ciencia: investigar, conocer y ayudar, ayudar a las personas. A aquello que me inspiró en un principio a elegir mi camino. ¿Le bastaría una prueba como esa?
– ¿Cómo sería?
– El niño. Mattias. Las pruebas en las que debía participar parecían su última oportunidad para sobrevivir.
– Y esa esperanza se ha desvanecido.
– Sí. Pero existen otras pruebas que a su vez se dedican a los daños hepáticos. Con éxito. He estado investigando durante los últimos días sobre un método que me parece muy interesante, pero que no fue investigado por nuestro grupo. -El semblante de Dufour se mostraba serio y totalmente concentrado cuando Chris le miró de nuevo.
»En el sur de Alemania existe una pequeña empresa biotecnológica que trabaja en el desarrollo de una idea de un sagaz médico. Consiste en introducir en un hígado enfermo a través de un catéter células vivas y sanas, las cuales se multiplican allí y reparan las funciones vitales. Las células proceden de órganos donantes que no sirven para trasplantes. La gran ventaja de este procedimiento reside en que son varios los pacientes que se aprovechan de un solo órgano donante.
– ¿Y yo me he de creer eso? -preguntó Chris.
– Seguramente comprenderá que nosotros nos mantengamos al corriente de lo que hacen otros investigadores, ¿no? Pero como se trata de mucho dinero, cada uno esconde sus resultados hasta estar seguros de ellos y patentarlos. En cualquier caso, al parecer este método realmente está dando buenos avances. Parece ser que varios candidatos a la muerte, entre ellos una mujer que padeció una ingesta venenosa de setas normalmente mortal, se han salvado de esta forma.
Chris permaneció en silencio durante largo rato.
– ¿Usted es consciente de lo que está diciendo?
– Que hay esperanza porque la ciencia investiga y descubre.
– ¿Ayudará a Mattias?
– Eso no lo puedo decir. Desconozco demasiados detalles.
Chris asentía pensativo.
– Despertar falsas esperanzas seguramente no sea el camino más apropiado en estos momentos.
– Cuando todo esto haya acabado, usted debería… -Dufour se interrumpió, calló y carraspeó después de un rato-. Bueno, parece que mis argumentos no le parecen prueba suficiente.
– ¿Qué? -Chris volvió a salir de la maraña de pensamientos a la que le había arrastrado Dufour-. Ah, sí. Mis intenciones… quiero citarme con una persona. Y eso conlleva ciertos preparativos. Todo esto supone solo una pequeña partida dentro de un juego mucho mayor. ¡Quiero saber el motivo de todo este teatro!
– No creo que exista alguien que pueda decírselo.
– Se equivoca.
– ¿Y quién va a ser?
Chris recordaba Fontainebleau, Ponti y las preguntas de Marvin.
– El papa.
Sofía Antípolis, cerca de Cannes,
noche del martes al miércoles
El papa Benedicto se golpeaba con los nudillos en los labios. «Aquí en el centro de investigación del grupo farmacéutico -así había dicho Marvin- encontraría lo que estaba persiguiendo».
Pero el antro estaba vacío. A pesar de los helicópteros, llegaron demasiado tarde. Calvi acababa de informarle de la existencia de dos cadáveres y le aconsejó que se retiraran lo antes posible.
Sin embargo, hacía pocos minutos que abandonaron a un monje a las puertas de un cuartel de la Gendarmería. «¡El hermano Jerónimo! ¿Podría ser cierto?».
El monje había sido secuestrado allí hacía unas horas y fue abandonado atado y tendido en el suelo en la autovía en dirección a Niza. Un turista español lo descubrió durante un breve descanso y trasladó al aparentemente turbado sacerdote, que no cesaba en nombrar una y otra vez al papa de Roma, hasta la dependencia más cercana de la policía.
Una vez allí, el sacerdote no cesaba en su empeño de relatar extraños sucesos acaecidos en la clínica de Tysabi de Sofía Antípolis, exigiendo una entrevista urgente con el pontífice.
La consideración para con el sacerdote fue el motivo por el que el informe fuera trasladado y hubiera sido recibido en algún momento por la escolta francesa. Calvi fue informado y este se encargó de hablar con el monje por teléfono y organizar que fuera trasladado aquí.
Cuando se abrió la puerta, la sospecha del papa se hizo realidad.
El hermano Jerónimo se dejó caer de rodillas.
– Santo Padre, he hecho todo lo que estaba en mis manos. Intenté llamar a Su Santidad, pero Roma no me tomó en serio. Doy las gracias al Señor de que finalmente haya venido. Soy demasiado débil para esta prueba.
El pontífice agarró al monje de los hombros y tiró de él hacia arriba.
– Tome asiento.
Ambos se sentaron a la mesa, y Jerónimo constató en silencio que el papa había elegido exactamente la misma silla en la que se había sentado Hank Thornten.
– ¡Cuéntemelo todo! -dijo el papa mientras enterraba su cara entre sus manos.
Jerónimo habló entrecortado, se enzarzaba una y otra vez en detalles y agachó culpable la cabeza cuando hubo terminado.
– ¿Y no existe ninguna duda?
Jerónimo meneaba la cabeza.
– He intentado huir de la prueba.
– Dios maneja nuestros destinos, y no nosotros -respondió el papa-. ¿Recuerda mis palabras cuando me pidió que le eximiera de sus responsabilidades? Eso fue cuando Marvin apareció por primera vez en el Vaticano y habló de las tablillas. Ambos sabíamos que había llegado el momento de la prueba. ¿Cómo pudo pensar que iba a poder huir de la voluntad de Dios con su retiro al monasterio? Usted fue quien encontró la tablilla en el archivo arqueológico. Dios le había designado a usted. Acepte de una vez la prueba, ¡como hago yo!
– ¡No soy lo suficientemente fuerte para ella! He intentado que fuera otro quien cargara con la decisión -Jerónimo agachaba la cabeza.
– No debió haber hecho eso. ¡Hermano Jerónimo! Esta carga me la encomendó Dios a mí. El momento está cerca. Soy capaz de sentirlo -el papa, fatigado, se pasó las manos por el rostro-. Pero dígame, ¿realmente es…?
Jerónimo asentía entre temblores.
– Lo he visto. Lo han probado en ratones.
– Por lo tanto, Marvin dijo la verdad. -Jerónimo levantó sorprendido la mirada-. Sí, sí, él también está aquí. Dios le ha utilizado para mostrarme el camino hasta acá.
– ¡Pero Dios parece habernos abandonado! ¡Ellos escaparon con todo!
– ¡Usted confía demasiado poco en Dios! -espetó el papa-. Aún no ha llegado el final -de nuevo sintió de repente ese extraño vacío en su cabeza-. Si pudiéramos alcanzarles…
Jerónimo observaba perplejo al papa. Acto seguido le vino de repente una idea.
El papa ya no le estaba escuchando, tan fuerte y potente le sobrevino la visión.
Comenzó como siempre; sin embargo, esta vez era diferente.
Lo primero que vio fue el cayado, pero de nuevo carecía de su brillante recubrimiento en oro, sin tallados en marfil ni la característica concha de caracol que se suele ver en la parte superior del báculo obispal.
El cayado era recto, de metal liso y centelleaba argentado.
Posado de pie en la tierra, podía llegarle quizás a un portador de mediana estatura hasta la frente. Más abajo, finalizaba en una punta metálica.
La quinta parte del báculo, comenzando por su extremo superior, constituía una cruz laboriosamente tallada que representaba a Cristo crucificado.
Entonces vio al hombre que portaba el báculo en su mano.
El hombre llevaba un níveo solideo de seda de moiré, una sotana blanca con treinta y tres botones y pectoral, y los guantes rojos de cuero, según se vestía en tiempos de los emperadores romanos.
El color del cutis era rosado y el cabello blanco como la nieve. El hombre había rebasado ampliamente la edad de los setenta, el rostro era afable y su figura enjuta. En el dedo anular derecho, el hombre portaba el Pescatorio de oro con la representación del fundador de la Iglesia, San Pedro, y escrito el nombre de «Benedicto».
Se estaba viendo a sí mismo.
La imagen se ampliaba, y pudo ver el rebaño de ovejas. Como de costumbre.
Los animales no se encontraban cerca los unos de los otros, pastaban ampliamente diseminados por toda la zona rocosa en busca de un rico pasto.
Su mano izquierda sostenía el báculo justo debajo del tallado con la cruz, y la punta metálica presionaba fuerte el suelo.
Se encontraba de pie sobre una pequeña prominencia rocosa por encima del rebaño, desde la que disponía de una buena panorámica sobre el terreno. A pesar de ello, el hombre no veía a todos sus animales, pues algunas rocas de gran tamaño le bloqueaban la vista.
Escuchaba el aleteo. Fuerte, poderoso, en lugar de acelerado; tranquilo y decidido, como siempre.
Sin embargo, su retrato no se movía. Permanecía en su postura como si no le viera. ¡Pero eso era imposible! ¡Pero si él también lo estaba viendo!.
Primero un punto en el cielo, de repente el águila se hizo gigantesca, y las garras sobresalían de sus fuertes patas. Podía ver de forma sobredimensionada el pico y los ojos voraces del cazador anunciador de la muerte.
Fue entonces cuando las garras situadas en las patas estiradas se clavaron en el cráneo del cordero. El águila dio una voltereta, tirando consigo el animal al suelo, pero no lo soltaba. Luchaba con aleteos lentos y fuertes contra el peso situado entre sus garras; despegó, pero se hundió de nuevo hacia el suelo, cuando el cuerpo de su víctima daba respingos mientras luchaba por su vida.
El pico curvo del águila picaba la blanda carne situada entre sus garras.
¡Él gritó!
Pero su retrato no se movía de la roca.
El ave se elevó con aleteos pesados del suelo. La presa aprisionada entre sus garras ya no se movía. En cuestión de segundos, el águila ganó en altura y desapareció.
– ¡La culpa le pertenece al pastor!
Macizo de los Moros, sur de Trancia,
noche del martes al miércoles
Chris condujo por la carretera costera a las faldas del macizo del Esterel hasta Saint Raphael, y posteriormente por Saint Aygulf y Sainte Maxime. Thornten había intentado armar camorra, pero Jasmin había tirado de los extremos de la cuerda con los nudos en ocho. Desde entonces volvió a reinar el silencio en la parte trasera del furgón.
En Port Grimaud, Chris se desvió hacia el interior. Las espumosas crestas de las olas y las caprichosas formaciones rocosas pasaron el testigo a parcelas de viñedos sin fin. A partir de Grimaud iban escalando hacia las montañas del macizo de los Moros. Bosques compuestos por pinos, alcornoques y olivos formaban el paisaje a través de la estrecha y serpenteante carretera.
– Un descanso -anunció Chris, cuando desde el margen derecho de la carretera se manifestaba de repente una amplia explanada de gravilla. A los detenidos se les permitió que caminaran unos pasos para, a continuación, ser amarrados por Chris en el parachoques durante el resto de su parada. Jasmin y Anna, entre tanto, se ocuparon de Mattias.
– ¿Cuánto queda? -Bufó Jasmin sin mirarle a la cara-. ¡El chico necesita descansar!
– Ya no queda mucho. Voy a preguntarle…
Jasmin siguió los pasos de Chris hasta el centro del lugar, donde se encontraba Dufour de pie delante de un cierre bajo compuesto de postes metálicos y cadenas. En el interior del cierre se alzaba un gran monolito conmemorativo con varios ramos de flores adelante. En la roca de granito figuraba una placa en cuyo texto destacaban tres nombres.
– Incendios forestales -murmuró Dufour. Caminó hacia un alcornoque situado tan solo a unos pocos metros, manoseó la corteza y mostró su negruzca mano-. Hollín. Observe con mayor atención los pinos y las colinas. Está todo arrasado. Si hubiera mayor claridad, vería que los troncos están todos abrasados. Son como señales calcinadas de advertencia. Los incendios forestales: el azote del sur de Francia. Y a menudo causado por el hombre.
– ¿Y la roca?
– En conmemoración de tres bomberos que sacrificaron su vida en setiembre de 2003 para salvar la de otros.
El repentino sonido del teléfono móvil les devolvió al presente. Jasmin miró hacia Chris, pero él meneaba la cabeza; Sullivan le había registrado antes de su salida.
– ¡Es el mío! -explicó Dufour a la vez que tanteaba toda su chaqueta. A continuación miró la pantalla y respondió a la llamada-. Sí. ¡Hermano Jerónimo!
Chris no podía creer lo que estaba escuchando.
– Sí, nos hemos liberado… No, no nos están persiguiendo… Sí, están con nosotros… ¿Cómo rehenes?… Sí, si lo prefieres denominar así… ¿qué?… ¿Que dónde estamos?
Chris reclamaba el teléfono móvil con movimientos vehementes de las manos mientras meneaba enérgico la cabeza.
– ¿Sí? -preguntó Chris después de haberle entregado Dufour el teléfono móvil.
– Zarrenthin, soy yo, el hermano Jerónimo. ¿Dónde está usted?
– ¿Por qué le interesa saberlo?
– Usted se ha llevado las pruebas y los huesos…
– Sí.
– Pues entonces recordará que estas pruebas fueron el motivo de mi visita a Jacques.
– Él debía haberlo destruido todo; por indicación suya.
– Porque así está escrito.
– Déjelo estar. Ya he escuchado suficientes cosas durante los últimos días que parecen estar escritas. ¿Es usted también uno de esos locos que se escudan detrás de la Biblia para torturar y matar personas?
– ¿Qué es lo que pretende?
– Eso a usted no le importa. Quizás acuda a la Gendarmería.
– Muy bien. La Gendarmería está aquí.
– ¿Dónde? ¿Dónde se encuentra usted?
– ¿Yo? Yo aún estoy en Sofía Antípolis.
– ¿Y qué es lo que quiere? ¿Ha cambiado de bando? ¿Le encargó Sullivan averiguar dónde estamos?
– Sullivan ya no está aquí. ¡Él le está buscando!
– Pues ya se aburrirá.
– Quiero los huesos y las pruebas, Zarrenthin. ¡Todo!
– ¿Usted también? -Chris soltó una divertida risotada-. Entonces póngase a la cola. ¿Por qué precisamente usted?
– Durante años me he dedicado a ello en nombre de la Iglesia. He estado durante mucho tiempo en Roma. Y allí hice un descubrimiento.
Era como si un impulso eléctrico recorriera a una velocidad frenética la red hasta ahora invisible y esclareciera todas las conexiones.
– ¿Conoce usted a Henry Marvin? -preguntó Chris por fin.
– Sí -la voz de Jerónimo sonaba más tensa-. Fue él quien había ofrecido hace unos meses las reliquias al Vaticano.
– ¿Es amigo suyo?
– ¡No!
– ¿Y todo esto por una versión anterior al decálogo escrita en las tablillas?
– Si solo fuera eso… Zarrenthin, a estas alturas usted ya conoce el verdadero secreto.
Chris calló sorprendido. Él no se había esperado tanta franqueza.
– ¿Quiere decir usted que el papa también está interesado en este cromosoma 47 y en sus capacidades? Gracias por la ayuda. Eso hace que mi decisión de pretender preguntarle a él sobre ello me resulte más fácil.
– ¿Usted quiere hablarle al Santo Padre?
– Eso he pensado. Una de mis decisiones espontáneas. Hay quien opina que constituye uno de mis grandes puntos débiles.
– Zarrenthin, el Santo Padre se encuentra a mi lado.
– Ellos continúan sin moverse. Están a menos de dos kilómetros.
Sullivan asentía mientras inhalaba ávido su cigarrillo. Hacía tan solo dos horas que había vuelto a fumar.
Thornten, Purcell y una serie de primeros nombres del consorcio portaban un receptor especial por GPS que se activaba vía satélite y a través del cual era posible averiguar su lugar de ubicación. Se trataba de un pequeño chip incrustado en una tarjeta de crédito.
Sullivan había introducido este sistema porque en determinadas regiones del mundo y a pesar de la protección de los guardaespaldas, los secuestros estaban a la orden del día. Y el presidente de un consorcio internacional, a quien además le fascinaba investigar por Sudamérica, constituía un objetivo más que atractivo.
– ¡Traed vuestro cacharro! ¡Venga! -había gritado Sullivan, después de haber tenido que presenciar desesperado la huida de Zarrenthin.
El cacharro era un ordenador portátil configurado de forma especial en el que era posible observar cualquier ubicación. Al menos tres satélites enviaban sus señales hasta el chip para que, a través de la medición de las diferencias de tiempo en la transmisión de las señales, se determinara la ubicación de la persona en cuestión.
– ¡No podemos! El ordenador portátil está en el avión de Niza -le respondieron las lumbreras de su equipo-. ¡El jefe dijo que esto no era Sudamérica!
Habían atado y escondido a los policías junto con su coche de patrulla en Sofía Antípolis. A continuación habían salido a toda mecha hacia el aeropuerto. Durante el camino apearon al monje bien amordazado en una plaza de aparcamiento y en el viaje de regreso recibieron rápidamente las primeras coordenadas. Zarrenthin iba por una carretera de costa camino al sur.
Sullivan lo había perseguido primero por la autovía, abandonándola más tarde por la salida 36 y conduciendo a todo gas en dirección a Sainte Maxime. El recorrido que atravesaba los valles estaba repleto de curvas y bastante intrincado. Cuando hubieron llegado al lugar, Zarrenthin ya se encontraba más al sur. Pero una vez en Grimaud, ya le estaban pisando los talones.
– ¡Actúe ya de una vez! ¡No titubee más! -Folsom permanecía sentado al lado de Sullivan en el asiento de atrás y traqueteaba como un cortacésped.
– Los ruidos de motor y las luces son visibles a grandes distancias y nos delatan durante la noche.
– Sigamos adelante -siseó el hombre en el asiento de acompañante.
– Quince minutos, Sullivan. ¡Estuvieron parados durante quince minutos! Eso era tiempo suficiente para habernos acercado más y haber puesto fin a esta situación. Comete demasiados errores, Sullivan.
El furgón continuó escalando tortuosamente la curva carretera por la falda de la montaña, y a continuación descendió nuevamente por la otra cara, a través de los bosques, en dirección al valle. A su derecha, la montaña seguía emergiendo hacia el cielo nocturno, mientras que a su izquierda, los desfiladeros comenzaban a asemejarse a agujeros negros. Una curva daba paso a la siguiente.
– ¿Cuánto falta hasta Collobrières? -preguntó Chris sin previo aviso.
– Diez kilómetros, más o menos.
Dufour miró por el espejo retrovisor.
– ¿Qué ocurre?
– Luz… Creo haber visto una luz. ¡Ahora ya no está!
Chris permaneció en silencio. Había descubierto un claro punto hacía unos pocos segundos y ese fue el motivo por el que hubo preguntado por la distancia.
– Hay alguien que…
– En realidad nadie. A no ser… Jerónimo.
– Son dos -dijo Chris después de varios minutos-. Y se están acercando con gran rapidez.
El bosque bailaba a su paso como una horda infinita de demonios que huían en tropel. Las luces de ambos vehículos se acercaban cada vez con mayor velocidad hasta finalmente situarse justo detrás de ellos.
Cuando detrás de una curva le siguió una recta, el primer coche viró hacia el otro carril y adelantó.
– ¿Cómo puede ser? -gritó Chris cuando les hubo rebasado la limusina. En la ventanilla trasera se hizo visible una pegatina que anunciaba un árbol de Josué y encima el nombre de «Pizzeria Cactus».
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Dufour a la par que se apoyaba en el salpicadero debajo del cristal del parabrisas.
– ¡La gente de Tysabi! El coche… ¡está claro! La pegatina…
La limusina se colocó delante del furgón, y de repente se iluminaron las luces de freno.
– ¡Agarraos! -gritó Chris.
Él pisó el freno, y el furgón inclinó el morro como cuando un boxeador hinca las rodillas cuando acaban de darle un buen golpe. Jasmin y Anna gritaban, y a continuación se escuchaba incluso la voz de Thornten, que juraba soezmente.
Chris levantó el pie del freno, pero volvió a pisarlo hasta el fondo.
– ¡Agarraos bien fuerte! -gritó mientras intentaba evitar una colisión, pues si los vehículos se trababan entre sí, eso hubiera significado el fin de su huida.
Tiró del volante hacia la izquierda. Pero la limusina hizo lo propio sin mayor problema, obstaculizando el camino. Chris miró en ese instante a su izquierda hacia el precipicio, lugar donde solo crecían matorrales bajos. Apenas había árboles capaces de frenar una caída.
De repente giró el furgón de nuevo hacia la derecha, hacia la falda de la montaña, pero la limusina delante de él, una vez más, era más rápida. El otro vehículo acechaba como un lobo detrás del furgón.
La carretera continuó de repente, formando un círculo, en dirección opuesta al desfiladero. La falda de la montaña se alzaba ahora a su izquierda, mientras que a su derecha, el terreno formaba un suave descenso. Chris giró el volante, guiando el furgón de nuevo al carril contrario.
La limusina situada detrás de ellos comenzó a acelerar de repente, colocándose a la misma altura del furgón.
– ¡Van a disparar! -gritó Dufour. La ventanilla trasera de la limusina estaba abierta, y él observó claramente una mano aferrada a una pistola.
La carretera giraba, mientras tanto, en una curva hacia la derecha. El bosque se componía aquí de fuertes alcornoques y escaso monte bajo. La limusina situada delante de ellos frenó al mismo tiempo que la segunda limusina, la cual les obstaculizaba el camino a su derecha.
– ¡Allí delante! -gritó Dufour.
Desde la carretera, por una pequeña colina ascendía un camino, cuya barrera con franjas rojas y blancas en la entrada se alzaba verticalmente hacia el cielo.
Chris pisó con fuerza el freno y giró ligeramente el volante. Las limusinas, por el contrario, continuaron a toda velocidad por la carretera principal.
– ¡Atención! -gritó Chris mientras aceleraba. El furgón subía a todo gas por la bifurcación y pegó un pequeño salto una vez culminada la cima.
Dufour soltó de repente un grito de euforia.
– ¿Qué ocurre? -gritó Chris.
– Han colisionado entre ellos -Dufour no cesaba en girar la cabeza, a pesar de que ya no le era posible ver nada.
– Eso nos da unos minutos, nada más. ¿Hacia dónde lleva esta carretera? -Chris pisó el pedal de aceleración a fondo.
– ¡Una carretera sin salida! -berreaba Dufour-. ¡Se trata de una carretera sin salida!
– ¿Por qué? ¡Parece una carretera como las demás!
El furgón iba a toda mecha por las curvas asfaltadas y se balanceaba como un barco carguero en alta mar.
– La carretera se corta después de unos kilómetros -murmuró Dufour.
– ¿Por qué? ¿Qué hay allí?
– Un monasterio en ruinas. La cartuja de la Verne. Un grial de paz y recogimiento. Algo así como el fin del mundo.
Chris condujo el furgón a todo trapo por una hondonada mientras las montañas se retiraban detrás y del lado derecho de la carretera centelleaba el agua de un arroyo a la luz de la luna. Atravesaron un puente, y la carretera comenzó a ascender nuevamente de manera escarpada a través de apretadas curvas.
– ¿Cómo continuamos a partir de aquí?
– Hay una senda que desciende por el otro lado.
– ¿No viene antes ninguna bifurcación, un camino al bosque?
– Nada -murmuró Dufour apático-. Nada.
La carretera asfaltada se convirtió en una pista de escombros. El furgón se balanceaba peligrosamente; esquirlas de piedra saltaban contra la chapa. A su izquierda, la colina descendía de forma escarpada, y un cortafuego que cruzaba el bosque despejaba la panorámica hacia los valles circundantes.
Era impresionante. Como desde un candelecho, la mirada de Chris se deslizaba sobre los valles boscosos y las cadenas de montañas. A pesar de la oscuridad, eran claramente visibles las siluetas de las montañas que se agolpaban unas detrás de otras al igual que las olas del mar.
Delante de ellos, en la siguiente cordillera, se erguía, sobre una torre vigía, un poderoso muro de unos trescientos metros de longitud. Pero sus edificios superaban incluso a estos poderosos muros de protección, y gracias a las diferentes alturas, todo en sí recordaba la imagen de un barco con sus mástiles. De esta forma, los edificios se alzaban con poderío hacia el cielo en la proa del barco, mientras que en dirección a la popa se hacían cada vez más diminutos.
Hacia el sur, la proa del barco rocoso ascendía la loma de la montaña como un buque remolcador que surca una ola en movimiento; mientras que en el norte, la popa se hundía y colgaba profunda en el valle de olas.
– ¿El monasterio? -Chris se estremeció.
– El monasterio tiene mil años.
Ellos echaron una ojeada en dirección al extremo occidental del edificio. Los apabullantes muros de protección se erguían desde las profundidades del valle hacia arriba. A pesar de todo, las instalaciones parecían, desde la lejanía, compactas y extraordinariamente ligeras al mismo tiempo. Chris comenzó a comprender lentamente este efecto. Los muros de contención situados en la profundidad del valle eran los que creaban la plataforma sobre la que se construyeron los edificios. Debido a que no veían las instalaciones desde abajo, al encontrarse a la misma altura, se relativizó su magnificencia.
– Parecen las ruinas de un castillo.
– Los monasterios se construían antaño con capacidad para defenderse.
– ¡Es usted un entendido en la materia!
– En mi juventud estuve aquí en varias ocasiones. Un monasterio de los cartujos. Paz y soledad: el lugar ideal para hacer examen de conciencia.
El camino de grava les obligó a recorrer la falda de la montaña por curvas serpenteantes. En algunos lugares, la carretera se estrechaba de tal forma que no hubieran podido transitar dos vehículos al mismo tiempo. Delante de ellos, del lado izquierdo, vislumbraron el último repecho de la curva; detrás se elevaban los muros de piedra natural del monasterio en forma de pared negruzca.
Chris detuvo el furgón.
– ¡Ayúdeme! Venga -ordenó mientras saltaba del vehículo y abría las puertas traseras de un manotazo-. ¡Debemos correr, venga, rápido!
Jasmin clavó su mirada en él.
– ¡Tú no estás en tus cabales!
– Nos están persiguiendo. Los hombres de Tysabi. Han intentado pararnos.
– Me da igual. ¿Te enteras? -Ella se apeó del coche-. ¡Tu egoísmo nos ha llevado a esto!
– ¡Debemos ir al monasterio! ¡Venga, fuera! ¡Todos!
Anna apartó su brazo y se bajó sola del vehículo. Chris, por el contrario, se subió de nuevo a él y agarró a Thornten por sus muñecas inmovilizadas.
Thornten y Zoe Purcell se incorporaron con cuidado, pues continuaban unidos por sus respectivos cuellos a través del nudo de ocho. Lentos y con cierta torpeza se apearon del furgón. Chris les alejó unos pasos del vehículo y ofreció a Anna la pistola.
– Si quieren fugarse, dispare. ¡Los cerdos son ellos!
A continuación, él se apresuró de nuevo hacia el furgón y trasteó en la camilla hasta deshacer los seguros de transporte y, a continuación, deslizó la camilla hacia afuera para trasladarla ayudado por Dufour hasta el borde de la carretera.
– ¡Todo va bien, Mattias! ¡No te va a pasar nada!
Chris sonreía al niño, que le observaba en silencio. Apenas escuchó a Mattias pronunciar ni una sola palabra. Sin embargo, eso era comprensible, pues el chico hablaba sueco y seguramente no entendía la maraña de idiomas en los que conversaban los demás.
Chris corrió de nuevo hacia la furgoneta para agarrar el maletín con las pruebas y la jaula portátil con los ratones.
– ¡Lleva tú esto! -él buscaba la mirada de Jasmin, pero ella se giró de forma abrupta como si fuera un leproso. Chris la seguía furioso con su mirada, pero instantes más tarde sacó una linterna de la guantera lateral de los asientos traseros y se la ofreció a Dufour-. Llame a su amigo, dígale dónde estamos.
– ¿Se refiere a Jerónimo?
– ¿A quién sino?
– ¿Por qué?
– ¡Maldita sea! ¿Ya no recuerda que nos hemos citado con el papa en Collobrières? Ellos viajan con helicópteros. Ahora deben venir aquí. ¡Dese prisa! ¡Debemos aguantar hasta entonces!
Hank Thornten había girado la cabeza y escuchaba furtivamente, pero no pudo entender más que palabras sueltas.
– Zoe, ¿de qué están discutiendo? ¿Con quién acaban de hablar por teléfono? -preguntó en silencio mientras continuaba a la escucha. Anna se encontraba de espaldas y de pie a su lado mientras que le dedicaba palabras tranquilizadoras a Mattias-. ¿A quién están esperando?
– No lo sé… quizás hayan decidido algo durante el descanso de hace un rato. Yo… -Zoe Purcell se calló, pues Anna había girado al mismo tiempo que los miraba con semblante muy serio.
Thornten seguía sin comprender la conexión de los hechos. Pero le parecía que ya no les restaría mucho tiempo. Quiso dar unos pasos hacia Dufour, quien habló excitado por el teléfono móvil, pero Anna le detuvo con el arma en la mano, por lo que Thornten se paró y continuó escuchando.
Chris se subió al coche y condujo marcha atrás hasta la última curva. En la falda de la montaña destacaba un promontorio en el camino, estrechando la vía. Mientras que del otro lado, en el precipicio, crecían tres árboles cuyos fuertes troncos se alzaban ceñidos a la vía.
Chris guió el vehículo cerca de la falda de la montaña, giró el volante con la intención de deslizar el furgón en plena curva con la parte trasera de cara hasta el precipicio. Se detuvo, giró de nuevo el volante, condujo hacia delante, y a continuación dejó deslizarse hacia atrás. Durante la última ocasión pisó el pedal del acelerador a todo gas. El furgón dio un brinco hacia adelante y colisionó con el morro contra la pared de roca, rompiendo en mil pedazos el cristal y abollando asimismo el capó.
El furgón se encontraba ahora en perpendicular a la vía, formando una barrera junto al promontorio. Chris se asomó fuera del coche y miró hacia atrás. Las ruedas traseras no distaban ni veinte centímetros del precipicio.
Chris metió la marcha atrás, aceleró y soltó el embrague. El furgón dio un brinco y las ruedas traseras salieron disparadas por el precipicio, provocando que la parte trasera colisionara con los árboles. El vehículo comenzó a hundirse hasta que la chapa del suelo se posó sobre la misma vía. Las ruedas traseras giraban silbando en el aire.
Chris saltó del vehículo y volvió corriendo.
– ¿Ha llamado por teléfono?
Dufour asentía con la cabeza.
– ¿Y?
– Vienen de camino.
– ¿Lo ve? ¡Venga! ¡Al monasterio!
Anna Kjellsson zarandeaba su brazo. El azul claro con el iris azul oscuro de sus ojos le recordaban sin remedio a los de Jasmin.
– Quiero que sepa dos cosas, Chris Zarrenthin…
– ¡Ahora no tenemos tiempo!
– ¡Escúcheme! -su voz temblaba, sonaba áspera y dura. Anna señalaba en dirección a Jasmin-. Jasmin se ha enamorado de usted. Ella me lo confesó. Y por eso ha llorado en la furgoneta hasta fundirse los ojos, porque usted continuó empeñado en salirse con la suya, en lugar de elegir el camino más fácil…
Chris pudo sentir una punzada en el pecho, y en sus venas retumbaban miles de tambores salvajes.
– Todo saldrá bien.
– … Pero yo le odio. -Su cuerpo vibraba de repente y los músculos de la cara se estremecían-. Usted junto con su maldita cabezonería y estos huesos son la razón por la que mi hijo se encuentra ahora en peligro. ¡Y su carácter veleidoso clama el cielo! -sus ojos ardían-. Si le ocurre algo a mi hijo, le mataré, Chris Zarrenthin.
Cartuja de la Verne, macizo de los Moros, sur de Francia,
noche del martes al miércoles
Jasmin ascendía a la carrera por el último repecho. Detrás de ella seguían Thornten y Purcell y detrás, a su vez, caminaba Anna con el arma en la mano. Chris y Dufour formaban el final de la cuadrilla y portaban la camilla con Mattias.
«Un castillo», pensó Chris, cuando vislumbró el muro de diez metros de altura, ausente de ventanas y construido en piedra natural. Un cerrojo bastante convincente que se estiraba casi cien metros hacia el este. Ellos se encontraban de pie en el extremo oeste, dominado por una redonda atalaya, que se aupaba incluso por encima del persuasivo muro.
Posaron con cuidado la camilla, y Chris corrió hacia la entrada del monasterio situado en el centro del muro. El portón del monasterio era de madera maciza con remaches en metal, mientras que el arco situado delante del propio muro había sido construido en piedra serpentina de color gris azulado. En su parte superior se alzaba una virgen que miraba hacia la plaza situada delante del portón del monasterio.
– Cerrado y sellado -murmuró Chris a su regreso.
– En mi caso, lo mismo -Dufour suspiraba desesperado, pues acababa de zarandear la pequeña puerta de la atalaya sin éxito.
Varios motores desgarraron el silencio con estrépito, y todos miraron atentos hacia el bosque. El chirrido del metal mutiló su tensión. Acto seguido se repitió el estruendoso chirrido.
– Al menos contamos con varios minutos de respiro. -Chris miró satisfecho a su alrededor, pero nadie le respondió-. Rápido. Sigamos.
Ellos descendieron por el patio hacia el camino situado en la falda del muro occidental del monasterio. Los muros de piedra de los almacenes ubicados a su derecha se aupaban a más de veinte metros, formando a su vez la defensa de la parte occidental del monasterio.
Tras recorrer cincuenta metros en sentido norte, el muro discurrió en un ángulo recto en dirección este hasta transformarse en un edificio de gran altura. El muro adyacente que continuaba en dirección norte, construido en piedra natural y de apenas tres metros de altura, formaba asimismo la pared de una terraza a la que llevaba una escalera de madera.
En la terraza se acumulaban varias montoneras de escombro, y una segunda escalera de madera conducía hacia otra terraza, en la que se alzaban varios oscuros edificios del monasterio hacia el cielo.
– ¿Allí arriba? -Chris se sentía como durante una escalada a una desconocida y peligrosa cordillera.
Pensó en la camilla del niño y meneó la cabeza. Poco después descubrió en el muro la existencia de dos puertas.
– ¿Hacia dónde conduce la puerta? -preguntó Chris a Dufour cuando se detuvieron delante de la primera oscura y estrecha entrada. Chris bajó el picaporte. La puerta estaba cerrada.
– Hace una eternidad que no estoy aquí. -Dufour miró en todas direcciones-. Esta puerta debería conducirnos a la fábrica de aceite. Hacia los molinos de piedra, donde muelen las aceitunas.
Chris giró. A su izquierda el camino llevaba en dirección al edificio, ligeramente retirado, hasta finalizar delante de la otra puerta.
– ¿Y allí?
– No me acuerdo -murmuró Dufour en un principio para sonreír a continuación-. Un momento… una pequeña capilla.
Chris se apresuró hacia al estrecho y ceñido portón y gruñó aliviado cuando fue capaz de hacer descender el picaporte. Iluminó con la linterna el pasillo y ascendió apresurado los escalones de piedra hasta la siguiente puerta. A la izquierda, un pasadizo conducía hacia arriba, pero finalizaba después de unos pocos peldaños delante de una reja atrancada.
Al lado de la puerta y sobre un pequeño pedestal se encontraba de pie una Virgen. Los peldaños situados detrás descendían nuevamente, y tras dar unos pocos pasos más, se encontró de nuevo de pie delante de otra puerta. Chris la abrió; el rayo de luz de la linterna bailaba a través de una bóveda.
No iban a encontrar nada mejor.
– ¡Vamos, adentro! -Chris empujó en dirección a la capilla, que tenía una longitud aproximada de diez metros y una anchura de apenas la mitad, a Zoe Purcell y Hank Thornten que, además de su nudo de ocho en el cuello, iban maniatados. Los laterales estaban formados por unos muros verticales de un metro y medio de altura, y a continuación las paredes de piedra natural se arqueaban hacia el interior hasta alcanzar en su punto más álgido de la bóveda una altura de dos metros y medio.
El suelo estaba construido con placas de piedra de mampostería, y a los lados, detrás de una pequeña barrera, había ancladas en el suelo varias lámparas, de modo que su luz radiaba hacia arriba. Sus haces de luz indirecta provocaban que las paredes se iluminaran en un blanco roto y suave.
– Vaya, una mansión de lujo del Señor -espetó de forma mordaz Hank Thornten cuando puso los pies en la capilla-. Pues ya estamos fuera de cualquier duda. Si ya me imaginaba yo que era usted otro personajillo extravagante camuflado de Jesús.
Chris escudriñó su alrededor. En la estancia había varios bancos oscuramente barnizados y varias sillas con asientos tejidos en mimbre. En una de las esquinas se alzaba la figura de la Virgen María de pie sobre una roca. Delante, en el suelo, reposaba una vasija con un ramo de margaritas en todo su esplendor, y en un pequeño envase de piedra relleno de arena permanecían todavía incrustados de pie dos velas quemadas.
– ¡Vamos! -Chris señalaba con la pistola hacia el centro de la habitación, donde un muro de piedra natural dividía la capilla en dos partes-. Abridla y pasad.
El muro contaba con una puerta con varias rejillas de hierro forjadas, mientras que a su derecha e izquierda, varias aberturas con rejillas lo interrumpían a modo de ventanas.
Thornten abrió la puerta, la cual giró sobre los goznes sin hacer ningún ruido. Zoe Purcell siseaba furiosa cuando Thornten se movía con demasiada rapidez y el nudo de ocho le cortaba, hundiéndose en la piel de su cuello.
En la otra parte de la estancia descansaban, del lado derecho de la pared, dos bancos de madera oscura, encima de los cuales colgaba un incensario de metal. A la izquierda, se alzaba un púlpito como un solitario banco de colegio, cuyo asiento estaba recubierto de madera hasta el propio respaldo.
Chris inspeccionó toda la estancia. Más adelante, del extremo izquierdo, una ventana traspasaba el muro exterior. Apretujó su rostro contra el cristal y miró en la oscuridad.
Delante de la ventana se veía un pequeño patio, pero ni un solo movimiento por ningún lado. Nada más que muros.
Ya más tranquilo, Chris giró de nuevo hacia la estancia. Enfrente de la ventana, del otro lado de la bóveda, una escalera de piedra conducía hacia una pequeña y angosta puerta de madera oscura. Chris ascendió corriendo los peldaños y penetró hacia un pasadizo que se elevaba todavía más y en el que reinaba la oscuridad total.
Chris escuchaba. Nada. Solo silencio.
A continuación, cerró la puerta y encalló uno de los bancos debajo del picaporte.
– ¿Y ahora qué? -Thornten se reía con desdén. La mirada rastreadora de Chris le divertía-. ¿Acaso no encuentra dónde colgar el abrigo?
«Sus manos están atadas», pensó Chris.
En la pared oriental colgaba en su parte central una estrecha cruz marrón oscura con la figura de Cristo crucificado, la cual alcanzaba desde la bóveda hasta casi el suelo. Delante descansaba una pequeña y cuadrada mesa de madera clara a modo de altar.
Chris observó el afligido rostro de la figura y vaciló.
«Es solo una figura».
«No puedes…».
«¡Él perdona!».
Empujó la mesa hacia un lado.
– Venid aquí -Chris agarró los extremos de las cuerdas anudados en ocho, los deslizó por detrás de las piernas anguladas de la figura crucificada de Jesús y anudó los extremos de ambas cuerdas-. Para que no se os ocurra cometer ninguna tontería.
Thornten juraba de forma grosera.
Jasmin colocó el maletín de las pruebas sobre la mesa y la jaula de los ratones debajo de ella en el suelo. Su mirada se posó en Thornten y Zoe Purcell, que se encontraban de pie atados a la cruz como a un poste de martirio.
– De alguna forma inquietante, y lúgubre -comentó Jasmin.
– He tenido que atarlos de alguna forma… Él me perdonará…
Chris corrió hacia afuera y, junto con Dufour, cargó a Mattias en la camilla. A continuación se hizo con un banco y atrancó con él la puerta exterior.
Cuando Chris hubo vuelto a la capilla, las mujeres se encontraban de cuclillas al lado de Mattias. Chris se sentó con Dufour. Callaron. Sus movimientos fueron extrañamente cuidadosos, casi torpes. Un profundo respeto subliminal invadió a Chris, como si estuvieran profanando la estancia con su presencia.
La presa estaba cerca y el cazador se volvía cada vez más sigiloso. Sullivan era como un guepardo a la caza: silencioso y completamente concentrado.
Como un corazón palpitante, el chip de la tarjeta de crédito de Thornten devolvía la señal hacia el satélite. Sullivan mantenía su mirada fija en la pantalla del ordenador portátil que uno de sus hombres balanceaba en sus manos. Faltaban tan solo quince metros, no más. Ellos se encontraban en el edificio situado delante de ellos.
Sullivan presionó el picaporte hacia abajo, pero este no se movió ni un milímetro.
– Deben estar en algún lugar de ahí adentro. Encontrad un camino para entrar.
Él deshizo el camino, subió por la escalera de madera hacia la primera terraza y encendió un cigarrillo. El cabrón consiguió que colisionaran de lleno con el furgón. Ambos coches. Durante minutos permanecieron aturdidos y sentados en los vehículos demolidos hasta que finalmente consiguieron arrastrarse a través de la cabina del furgón para acceder al otro lado.
Sullivan escudriñaba la oscuridad y respiraba profundamente el aire frío. El calor de su cabeza parecía descender paulatinamente. «El que me faltaba», pensó Sullivan cuando se hubo colocado Folsom a su lado.
– Hank le arrojará a los leones. Una vez más, no prestó atención; al igual que en el laboratorio y abajo en la bifurcación. Pudimos haberles cazado hace tiempo.
– Ya lo sé. Es todo culpa mía -Sullivan se fue de allí sin previo aviso para no aguantar más a Folsom. El gilipollas no aguantaría ni un solo minuto contra ninguno de sus hombres.
Transcurrida media hora, apareció más arriba una sombra por la segunda terraza y comenzó a cuchichear. Sullivan se apresuró en subir.
– Hemos encontrado algo.
Uno de sus hombres le guió a través de un pequeño patio en el que se amontonaban restos de madera y piedras numeradas. Cruzaron por los restos de un pequeño claustro y giraron hacia la derecha. Sullivan siguió a su hombre a través de una puerta forzada hacia el interior de un edificio. Recorrieron una serie de oscuros pasadizos y penetraron a continuación en un pequeño patio interior.
El suelo estaba cubierto de matorrales secos, y varias piedras labradas descansaban sobre ellos esparcidas como oscuras rocas lunares. Sparrow se encontraba a solo unos pocos pasos de allí, apoyado en la pared del edificio situado enfrente mientras les hacía con vehemencia señas con la mano.
Sullivan se apresuró hasta allí a hurtadillas y se apretujó contra la pared inmediatamente al lado de la ventana.
La habitación que se encontraba detrás se veía sumergida en una tenue luz que se proyectaba de abajo arriba. Sullivan estiró la cabeza y vio en la pared frontal de la estancia una cruz de madera con una figura de Cristo crucificado.
El cristal penetró lloviendo en la habitación realizando un gran arco, como el agua cuando sale de un aspersor. En algunos de los cristales rotos se reflejaba la luz; brillaban como diamantes.
Dos piedras serpentinas, cada una del tamaño de un puño, cayeron estrepitosamente en el suelo de piedra de la capilla y continuaron rodando.
Chris dio un respingo. El muro de piedra natural situado en el centro de la capilla le impedía ver. Dio un salto hacia la puerta de rejas y agudizó la mirada a través de ella.
Dos hombres saltaron a través de la ventana destrozada y aterrizaron rodando por el hombro. Sus movimientos estaban tan bien coordinados que se podía pensar que hacían lo mismo todos los días.
Detrás de él hubo silencio. La tensión cerró a todos la garganta.
Chris levantó de golpe la pistola. Se decidió por el hombre a la izquierda mientras estaba arqueando el dedo índice. Pudo sentir incluso la presión en el punto de compresión.
– ¡No! Chris, ¡no!
El chillido de Jasmin provocó que se estremeciera. ¡Ella lo estaba llamando después de haberle ignorado durante todo ese tiempo! Él vaciló ese segundo que suele decidir la derrota o victoria en la lucha.
Los dos hombres salieron disparados para arriba como bailarines en una coreografía bien ensayada y apuntaron con gran rapidez sus armas hacia delante. Las rojas luces de láser de su objetivo apuntaban el pecho de Chris.
Chris miraba estupefacto hacia abajo. Los pequeños puntos temblaban ligeramente; uno se paseó un poco hacia arriba, pero descendió de nuevo. Su brazo cayó agotado con el arma para abajo.
Instantes después, Sullivan se apretujó por la ventana hasta la capilla. El cristal chirriaba debajo de sus botas cuando se acercó a la cruz.
Thornten escudriñaba a Sullivan furioso. Folsom acababa de informarle sobre la catástrofe y los vehículos destrozados.
– En efecto, tenemos un problema de transporte -dijo Sullivan sereno-. Ambos coches están en las últimas. Quizás aguanten algunos kilómetros, pero…
– ¿Y el furgón?
Sullivan meneaba los hombros.
– Cuelga con las ruedas traseras sobre el desfiladero. No seremos capaces de sacarlo de allí. Debemos aguantar varias horas. Cuando vengan mañana los turistas, entonces…
– ¡Idiota! -Hank Thornten dio furioso un manotazo contra el pecho de Sullivan.
– ¡Hank, debemos hacerlo ahora mismo! -añadió Zoe-. Cuando estén…
– Lo sé, Zoe. Esta vez tienes razón. Cuando consigan hacerse con las pruebas, se habrán perdido para siempre. Pero cuando el niño haga las veces de incubadora, tendrían que matarlo para destruir la sustancia genética del cromosoma. ¡Y eso no lo harán!
Thornten se encaminó hacia el pequeño altar, abrió el maletín, tomó la cánula con la solución preparada para su uso y le colocó una aguja.
Acto seguido se acercó a la otra parte de la capilla, donde continuaban sentadas en el suelo Anna y Jasmin al lado de Mattias. Dufour y Chris se encontraban sentados enfrente, de forma oblicua, al lado de la pared transversal. Delante de ellos permanecían de pie dos de los hombres de Sullivan apuntándoles con las armas.
– ¿Qué está haciendo? -preguntó Jasmin, cuando Thornten se acercó a ellos con el rostro petrificado y la inyección en la mano.
– ¿Que qué estoy haciendo? ¡Pregúnteselo a su amigo! Si no se hubieran ido, estaríamos sentados ahora en un avión de camino a Boston. Pero de esta forma…
– ¡Ninguno de nosotros quiso ir!
Thornten hizo un ademán reprobatorio con la mano.
– Yo sé que Dufour habló hace un momento por teléfono con este Jerónimo o con el papa. Y sé por parte de Sullivan que Sofía Antípolis está tomada por la policía. ¿Cree usted de verdad que voy a esperar a que este farsante mojigato entierre con sus cuentos este secreto en los sótanos del Vaticano?
– ¿De qué está hablando?
Thornten se reía.
– Déjelo ya. Hablé con este monje, ¿cómo se llamaba? Jerónimo. He estado hablando con este Jerónimo en Sofía Antípolis. Justo antes de querer salir de viaje. Quiso convencerme de entregárselo todo al papa -Thornten meneaba la cabeza-. ¡Sería como destruir este extraordinario descubrimiento científico! Un sacerdote pidiéndole a un científico que renuncie al conocimiento -él hizo una señal con la mano y dos de los hombres de Sullivan, que hasta entonces habían permanecido de pie esperando al lado de la pared transversal, se encaminaron hacia Anna y Jasmin.
Agarraron a las dos mujeres por los brazos y las arrastraron lejos de la camilla hacia una esquina. Anna gritaba y daba golpes como loca a su alrededor y mordía el antebrazo del hombre. También Jasmin pataleaba de desesperación, pero sin poder hacer nada contra el despiadado agarre.
– ¡No! -gritaba Chris y dio un salto. Su captor levantó el arma y Chris se detuvo.
Zoe Purcell giró hacia Chris.
– ¡Estate calladito ya de una vez!
Hank Thornten se arrodilló con la inyección en la mano al lado de la camilla y miró a Mattias.
– Esta inyección te ayudará, mi niño. Te sanará -Thornten hablaba de forma fluida en sueco.
– ¡Usted miente! -Mattias miró a Thornten directamente y sin miedo alguno a la cara-. Mi mamá me dijo que nadie sabe lo que hace la inyección.
– Tu mamá no sabe de estas cosas.
– Mi tía dijo lo mismo. Y ella sí sabe de eso.
Thornten asentía con la cabeza al mismo tiempo que agarraba a Mattias de su brazo derecho.
– Pero ella se equivoca.
– ¡Yo no quiero!
Mattias retiró el brazo, giró medio cuerpo hacia un lado al mismo tiempo que gritaba por su madre. Thornten agarró de nuevo el débil brazo del niño y lo acercó hacia él. Mattias gritaba más alto mientras rodaba desesperado por el suelo. Se arqueaba mientras sus estridentes gritos de auxilio retumbaban a través de la bóveda.
Anna sollozaba y luchaba para erguirse. Su captor la estaba sujetando fuerte, pero ella intentaba soltarse con fuerzas inquebrantables. El hombre la arrojó de nuevo al suelo y se lanzó encima de ella.
Chris quiso saltar, pero el esbirro de Sullivan apuntaba su frente con el arma.
– ¡Agárralo! Folsom, ¡venga!
– Hank, ¡no deberíamos hacer esto!
Thornten miró iracundo hacia arriba.
– Andrew, ¿he escuchado bien?
– Él dice que no quiere.
Hank Thornten miró directamente a los ojos de su director ejecutivo.
– Andrew, ¿estás sordo, o qué? ¡Agárralo fuerte!
Sus miradas se toparon. Transcurridos varios segundos, Folsom bajó la mirada y se arrodilló al lado de la cabeza del niño.
Anna daba golpes a diestro y siniestro, se arqueaba, giraba su cuerpo bajo la presión como una serpiente. Ella mordía, arañaba y escupía a su opresor a la vez que emitía sonidos primitivos de desesperación de su garganta.
Nada ayudaba.
Thornten mantenía la aguja delante de sus ojos, y mientras apretaba el émbolo, se iba acumulando una gota en su punta.
– ¡No! -Chris cerraba desesperado los puños. El cañón del arma le estaba apuntando directamente a la base de su nariz.
Mattias gritaba atormentado y giraba entre las manos de Folsom, quien apretujaba sus enjutos hombros contra el suelo. Anna y Jasmin gimoteaban una y otra vez el nombre de Mattias.
Hank Thornten palpaba el brazo del niño y a continuación colocó la punta de la aguja en la piel.
En ese mismo momento se abrió la puerta y cuatro figuras en amplios trajes blancos de algodón se adentraron en la capilla. Sus rostros permanecían ocultos debajo de sus capuchas.
Cartuja de la Verne, macizo de los Moros, sur de Francia,
noche del martes al miércoles
Lo primero que vio fue el cayado -de inmediato, el pensamiento le llevó a que se trataría de un báculo pastoral-. Pero este era diferente. Era sencillo, carecía de su recubrimiento en oro, tampoco contaba con tallados en marfil ni con la característica concha de caracol que se suele ver en la parte superior del báculo obispal.
Era recto, pero no tanto como un báculo fabricado con herramientas. La vara era lisa, enigmáticamente lisa. Sobre todo en la parte superior, justo antes de su curvatura.
En el mismo lugar, donde lo sujetaba siempre la mano, después de millones de veces, la superficie era tan lisa como si de un diamante pulido se tratara. Un diamante negro, pues la suciedad de la mano había ennegrecido el bastón en ese preciso lugar.
No podía ser el báculo de un obispo. Las manos de un obispo no estarían sucias.
Por lo demás, el bastón era de un color gris oscuro, sin corteza, más seco que el corcho, y tintado por la lluvia y el sol.
La curvatura superior del bastón se abría en una pala en forma de remo con la que el pastor, a falta de agua, cavaba la tierra hasta el nivel freático para darle de beber a su rebaño.
Entonces vio al hombre. Lo había visto en más de dos docenas de veces. ¿O habían sido incluso más?
El hombre era de mediana estatura y llevaba un vestido fino y claro, tejido a partir de la lana de los animales. Áureos adornos brillaban al sol. Su calzado fue trenzado con arte a partir de caña seca, y el hombre portaba en su cabeza un sencillo paño para protegerse del sol.
La cara del hombre era fuerte, al igual que su cuerpo. Estaba acostumbrado a los sacrificios y los esfuerzos físicos, y sus poderosos músculos del brazo se contraían con cada movimiento. Su tez estaba bronceada y acartonada por el sol; le resultaba imposible calcular la edad del hombre.
«La imagen se ampliaba», y finalmente pudo ver el rebaño de ovejas. Como de costumbre.
«Las ovejas y los carneros deambulaban en busca de un rico pasto. El pastor había elegido un buen lugar. El suelo arenoso estaba cubierto de espeso verde, y zanjas de regadío peinaban el prado.
El hombre se apoyaba en su báculo, dirigiendo con sus manos el peso de la parte superior de su cuerpo hacia la parte recta del bastón y presionando su extremo redondeado de forma oblicua hacia delante en el suelo. Se encontraba de pie en medio del rebaño.
El enemigo atacó con fuerza y decisión. Como siempre. Primero un punto en el cielo, de repente gigantesco. Las garras sobresaliendo de sus fuertes patas. Las garras asesinas estaban orientadas rígidamente hacia delante, pudo ver de forma sobredimensionada el pico amarillento y los ojos voraces del cazador anunciador de la muerte.
El pastor lanzó una piedra con ayuda de la pala de su bastón, y después otra, y otra.
Sin embargo, el águila esquivaba las piedras describiendo ligeras oscilaciones, y sus garras se clavaron profundamente en la carne del cordero.
El águila dio una voltereta, tirando consigo el cordero al suelo. El ave luchaba con aleteos lentos y fuertes contra el peso situado entre sus garras; despegó, pero se hundió de nuevo hacia el suelo.
El hombre continuó tirando más piedras y los perros se lanzaron hacia el águila. El rapaz despegó con furiosos silbidos y vigorosos aleteos hacia el cielo, dejando atrás la presa en el suelo.
El pastor se apresuró hasta el animal abatido y le palpó las heridas. Sus manos se ensangrentaron y los perros olfateaban excitados las estrías de sangre entre la hierba.
El pastor agachó la cabeza.
Te lamentas con razón -pensó el papa-. Se trataba de un animal joven que podría haberte regalado todavía muchas alegrías.
El pastor vaciló, se levantó, caminó sin sosiego de un lado para otro, se dirigió de nuevo hacia el animal muerto; lo acarició. A continuación, de su vaina sacó una daga, apartó a los perros hacia un lado y se hizo un corte en el antebrazo izquierdo con el cuchillo.
La sangre comenzó a brotar de la herida. El pastor sostuvo su brazo sobre las fauces abiertas de la oveja, girándolo a continuación para que su sangre se derramara en la garganta del animal.
– ¡No, no puedes hacer eso! -gritó el papa-. Eso te está prohibido. ¡Por siempre! ¡La culpa le pertenece al pastor!
El papa percibió la sacudida en su hombro y regresó de su trance. En el rostro cariacontecido de Jerónimo apareció fugazmente una aliviada sonrisa, cuando el papa le hubo devuelto una clara mirada.
– He tenido una visión…
– Lo sé -murmuró Jerónimo en voz baja.
El traqueteo regular de los rotores recordó al papa que el fin estaba próximo. Pero, acto seguido, le invadieron de nuevo las dudas.
– ¿Dónde nos encontramos?
– Pronto habremos llegado, Santo Padre.
– Todo ha de salir bien…
– Nos estamos aproximando desde el sur. Los pilotos dicen que la gran cordillera protege nuestra aproximación, que tardarán en percibir nuestra presencia. Voy a llamar a Jacques Dufour ahora mismo. Lo lograremos.
El papa se estremecía con el recuerdo de su visión.
– El pastor no se resistió a la tentación. ¿Será ese también mi destino?
Cartuja de la Verne, macizo de los Moros, sur de Francia,
mañana del miércoles
Las níveas figuras permanecían sin moverse de la puerta.
De golpe, todos enmudecieron. Thornten retiró su mano del brazo del chico.
– Nos alegramos de que se hayan reunido aquí en la capilla para la oración. Pues esa es precisamente su función. A pesar de que se trate de una hora poco común para visitarla -dijo la voz transparente.
Chris dio un paso hacia un lado y alargó la cabeza para poder divisar mejor la escena. Dufour le imitó. Los dos esbirros delante de ellos giraban nerviosos la parte superior de sus cuerpos, pues permanecían a espaldas hacia la estancia sin poder ver lo que ocurría detrás de ellos.
Las capuchas ocultaban la cabeza de las figuras albinamente vestidas. Cuando la más adelantada giró la cabeza, Chris pudo observar las suaves facciones del rostro de una mujer.
– Nuestra presencia les habrá sorprendido bastante -Thornten se levantó y dio un paso hacia el frente mientras sonría triunfante-. Realmente se trata de una hora un poco fuera de lo común. No sabíamos que…
Chris miró su reloj. Poco después de las cuatro.
– Nos hemos perdido con el coche durante la noche, después tuvimos un accidente y nos hemos refugiado aquí -habló Thornten con voz suave.
– ¿El niño está herido? ¿Es usted médico? ¿Estaba administrándole un tranquilizante? ¿Podemos ayudar en algo?
La monja dio un paso al frente.
– Gracias. Sé lo que hago -Thornten rechazó el ofrecimiento elevando las manos-. Ha perdido los nervios. Fue demasiado para él. No es nada grave. Nos arreglaremos, si nosotros solamente… ¿No tendrá nada que objetar?
La monja escudriñaba a Folsom, que continuaba arrodillado detrás de Mattias, pero que había retirado sus manos de los hombros del niño.
– Soy la vicaria de la cartuja de la Verne, la representante de la priora -la monja giraba de nuevo la cabeza, pero su mirada se posó en esta ocasión en Jacques Dufour.
Chris calculó la edad de la mujer en poco más de cincuenta años. Pero pudo haberse equivocado por completo. Sentía admiración por la tranquilidad con la que manejaba la situación. «¡Si debería estar viendo las armas!».
– En el lenguaje terrenal se nos calificaría como una comunidad extremadamente meditativa, que busca en el silencio y la soledad el camino hacia el Señor.
– Esposas de Cristo -Thornten reprimió la mitad de sus palabras, pues apenas se veía capaz de contener el tono desdeñoso con el que las pronunció. Pero acto seguido fue capaz de dominarse de nuevo-. ¿Y qué es lo que hacen en este lugar tan apartado?
– Aquí no nos contamos precisamente historias de amor, ¿verdad? -sus ojos centellearon-. En la orden, somos un total de dieciséis hermanas y estamos reconstruyendo las ruinas. Desde hace dos décadas. Muchas manos colaboran con nosotras. Antaño vivían aquí ermitaños de la Orden de la Cartuja. Esta era antiguamente nuestra cocina. Las primeras hermanas la convirtieron en una pequeña capilla para disponer de un lugar para la oración. Sin embargo, en la actualidad sirve para los rezos de los visitantes. Teníamos la intención de preparar la estancia para hoy.
La monja dio otro paso al frente a la vez que giró la cabeza dirigiéndose a Chris.
– Aquí te encuentras en la casa del Señor. Jura por Dios que guardarás la paz para que estos hombres puedan guardar sus armas. Pues no tienen cabida en la casa de Dios.
Ella giró de nuevo la cabeza hacia Thornten.
– ¿Acaso se trata de un ladrón peligroso? ¿Por qué las armas?
– Bueno, es responsable del accidente. Ha robado y no se detiene ante nada.
– ¡Miente! -gritó Anna-. El es el delincuente.
¡Mamá, mamá! -gritaba Mattias con voz débil mientras erguía la parte superior de su cuerpo. Folsom le presionaba las manos contra sus frágiles hombros. Mattias se hundió sollozando debajo de la presión.
La monja parecía estar literalmente creciendo. Su cabeza se alargaba rígida hacia arriba. Chris vio cómo su mano izquierda hacía una señal, y las demás monjas se adelantaron a su vez.
– Yo no confío en personas que acuden con armas delante del altar de Cristo -la vicaria apartó hacia un lado las dos sillas que había delante de ella y se encaminó hacia Thornten.
¡Quédese donde está! ¡Esto no le incumbe! -el rostro de Thornten se heló hasta convertirse en una gélida máscara. Cuando vio que la monja continuaba aproximándose hacia él, gritó-: ¡Sullivan!
El jefe de seguridad atravesó la puerta de los barrotes, procedente de la otra estancia de la capilla, en la que había permanecido de pie durante todo el rato.
– ¿Sí?
– ¡Deténgala!
– ¿Cómo?
– ¡Simplemente hágalo!
– ¡No puedo! -Sullivan permanecía de pie indeciso.
La monja se colocó de pie cerca de Thornten y abrió la mano. Thornten meneaba la cabeza.
– Usted no creerá en serio…
– Ya es suficiente -dijo Zoe Purcell al lado de Thornten cuando presionó sus manos contra el pecho de la monja.
Sus miradas chocaron entre sí durante un segundo. A Zoe Purcell se le erizó el vello. Nunca antes había visto una mirada tan dura e impía. Asustada, retiró las manos y se deslizó con la mirada gacha hacia atrás.
– Hank, quizás…
Entre tanto, las otras tres monjas se adelantaron y se abrieron camino entre Thornten y Zoe Purcell hasta la camilla. Una vez allí, giraron formando una barrera.
– No piense que nos pueden amedrentar. Nosotras sabemos que el Señor está con nosotras, y que se hace su voluntad -la vicaria se acercó todavía más a Thornten; casi se tocaban sus cuerpos.
Thornten sostenía el brazo con la inyección en alto. Cuando sintió la fuerte mano de la monja en su muñeca, comenzó a gritar.
Los guardias situados delante de Chris habían girado la cabeza hacía rato, y se miraron desconcertados cuando el presidente comenzó con sus chillidos. Uno de ellos reaccionó ante ello con un salto, colisionando desde atrás con la monja, quien continuaba aferrada a la muñeca de Thornten.
Chris alzó su mano y su canto golpeó el cuello desprotegido del otro esbirro, cuyo cuerpo languideció hasta derrumbarse. La mano de Chris salió disparada hacia abajo para arrebatarle el arma.
Thornten continuaba de pie con el brazo todavía levantado. La aguja temblaba en su mano. Pudo sentir el blando cuerpo de la monja que cayó contra él al mismo tiempo que intentaba mantener el equilibrio. Thornten caía y gritaba por Sullivan mientras Zoe Purcell se mantenía de pie temblando al lado de Folsom en la cabecera de la camilla.
La mano de la monja continuaba aferrando la muñeca de Thornten. Juntos se cayeron al suelo; el guardia encima de ellos. Sullivan saltó desde la puerta de los barrotes y se inclinó sobre la maraña de personas, echando mano del brazo estirado con la aguja de Thornten.
Las otras monjas formaban un frente contra los hombres que vigilaban a Jasmin y Anna, y empujaban hacia adelante. Anna había dado un salto detrás de ellos, abriéndose camino entre todos hasta la camilla, tirando de Mattias hacia arriba hasta levantarle.
Chris saltó hacia Sullivan y le golpeó con la empuñadura del arma en la cabeza. El jefe de seguridad se desmoronó hacia un lado y cayó al suelo al lado de Thornten.
Anna giró para huir con Mattias en brazos. Pero Zoe Purcell sacudió su embelesamiento y la agarró de su cabellera. Anna arqueaba la cabeza ampliamente hacia atrás mientras sus manos estiraban el enjuto cuerpo del niño hacia adelante como si fuera una bandeja.
El cuerpo de Mattias se deslizó finalmente a los brazos de Chris, y Anna cayó impulsada hacia atrás por el brutal agarre de Purcell. En ese mismo momento, Chris rodó de un lado para otro y saltó hacia la puerta de los barrotes, apresurándose para adentrarse en la otra parte de la capilla.
Miró por encima del hombro; sus miradas buscaban a Jasmin.
«Os voy a sacar de aquí…».
El cuerpo infantil le resultaba extrañamente ligero en sus brazos, y la cara del pequeño estaba llena de lágrimas. Chris subió corriendo la pequeña escalera.
Apartó de una patada el banco de madera hacia un lado y se escurrió hacia el pasillo.
Al mismo tiempo y detrás de él, Jasmin comenzó a gritar su nombre con estridencia.
Chris corrió a través del pasadizo y se topó con un pasillo. Poco a poco comprendió lo que había cambiado: había luz. Hacía un momento el pasadizo había permanecido todavía a oscuras. «Las monjas -pensó Chris- tuvieron que pasar por aquí arriba de camino a la capilla».
– Todo irá bien -le murmuraba una y otra vez a Mattias a la vez que reflexionaba. En algún lugar debía de existir otra escalera, que descendía hacia la entrada, por la que las monjas habían accedido a la capilla, y de pronto recordó el acceso situado justo antes de la puerta de la esta. Debía estar en alguna parte a la derecha de él. Sin embargo, él quería alejarse de la allí. Por lo tanto hacia la izquierda.
Después de quince minutos, salió del edificio y accedió a un patio lateral del tamaño de una pequeña finca, abierto hacia el este, y que se prolongaba hacia dos terrazas situadas a un diferente nivel respectivamente. Delante de los muros de los edificios se amontonaban los escombros, madera, piedras y restos de metal.
Chris orientó su mirada hacia las crestas de las cadenas de montañas situadas en el este. La luz saliente de la mañana iba envolviendo las diferentes capas de bosque en diferentes tonalidades, mientras en los valles anidaba todavía la oscuridad más absoluta.
Dos monjas en níveas cogullas de algodón se le acercaban con paso firme a través de las terrazas desde el este.
Chris estimó la edad de una de las monjas en unos sesenta y cinco años. Sus ojos brillaban llenos de confianza y fortaleza. La otra era claramente más joven, quizás en torno a los treinta.
– ¡Ayúdeme! ¡Lleve al chico a un lugar seguro! -dijo Chris en francés.
La monja mayor lo escudriñó sin rubor de arriba abajo y contempló a Mattias durante un buen rato.
– Puede hablar tranquilamente en alemán. Soy la priora y nací en Austria.
Chris resumió brevemente lo que estaba ocurriendo abajo en la capilla y la ayuda por la que estaba aguardando. Mientras la joven monja soltó una exclamación de sorpresa, la priora ni siquiera entornó los ojos. No dejó entrever si realmente se estaba creyendo la historia de Chris.
– ¡Aquí! ¡Lleve al niño a algún lugar seguro, por favor! -imploró Chris cuando elevó a Mattias y la joven monja lo tomó en brazos.
– Algunas de nosotras vivimos en las barracas ubicadas en la ladera situada al este del monasterio. Constituye nuestro alojamiento provisional desde hace veinte años -la priora señaló en la misma dirección de la que habían venido-. Le alojaremos allí. ¿Qué hará usted?
Thornten empujó a la vicaria hacia un lado y recriminó a Sullivan a gritos. Sus caras distaban solo unos milímetros entre sí mientras Sullivan soportaba la tormenta de insultos, juramentos y vituperios con un sosiego estoico. Su excitación quedó patente solo a través de su enrojecido rostro y las manos temblorosas situadas cerca de la cremallera de su pantalón.
Jasmin y Anna se encontraban acurrucadas en una esquina, abrazadas fuertemente la una a la otra. Anna susurraba sin cesar el nombre de Mattias.
– Chris tendrá cuidado de él. ¡Estará a salvo! -le musitaba Jasmin una y otra vez para tranquilizarla.
Thornten, tras la conclusión de su particular sermón cargado de odio, le concedió a Zoe Purcell la palabra para que continuara injuriando a Sullivan por su incompetencia. El, entre tanto, soltó con todas sus fuerzas una patada contra la figura de cerámica de la Virgen María situada en la esquina, la cual cayó y se rompió en mil pedazos. Acto seguido, salió disparado hacia la cruz, tirando de camino el incensario al suelo, cuando finalmente se detuvo iracundo delante de la figura crucificada.
– Dime, ¿eres tú el que está detrás de todo esto?
Se quedó mirando como fuera de sí la figura de Cristo crucificado, arrancando a continuación una maliciosa risotada cuando las monjas comenzaron escandalizadas a gritar desaforadamente. Thornten comenzó a zarandear la cruz entre fuertes jadeos hasta que su ira fue disminuyendo poco a poco.
Sonaba un teléfono móvil. De repente todos callaron.
– ¿De quién es ese teléfono móvil? -los ojos inyectados en sangre de Thornten se mostraban empapados de malignidad.
– El mío -dijo Dufour finalmente, sacándolo del bolsillo de su chaqueta-. Es el padre Jerónimo -murmuró Dufour cuando vio el número de teléfono en la pantalla.
– ¿Ha estado hablando con él durante el camino?
Dufour asentía con la cabeza.
– ¿Y?
Dufour se percató de la sed de sangre en los ojos de Thornten.
– El viene de camino.
– Pero seguramente no venga solo. ¿Quién le acompaña?
– El papa.
Thornten guardó silencio.
– ¿Atacamos? -sugería Sullivan cuando se hubo colocado al lado de Dufour.
Thornten clavó la mirada en los restos de la figura destrozada de la Virgen, y a continuación meneó la cabeza.
– ¡No! Debemos quitarnos de en medio lo antes posible. Cuando estén una vez aquí, apenas dispondremos de alguna posibilidad. Debemos intentarlo con los coches. ¿Qué otras alternativas tenemos?
– Puedo intentar organizar algunos helicópteros -Sullivan, por fuera, podía parecer totalmente sereno, pero en su fuero interno hervía como un volcán. Nunca perdonaría esta afrenta-. A través de nuestros hombres en el aeropuerto. La clínica no cuenta. Allí está la Gendarmería. Desaparecemos con los coches hasta donde podamos, y a continuación vendrán a recogernos.
– ¿Cuánto tiempo llevará?
– Dos horas, quizás tres.
– Es demasiado… ¡Pero no tenemos otra salida! Hágalo. Y después salgamos pitando de aquí.
– ¿Todos? Si ni siquiera podremos llevar a todos nuestros hombres.
Thornten hizo un gesto despectivo con la mano.
– Cuantos más rehenes tengamos, mejor. Siempre estamos a tiempo de dejarlos atrás. Llame de una vez.
Minutos más tarde, Sullivan le dedicó a Thornten un gesto afirmativo con la cabeza.
Thornten se acercó a la camilla, delante de la cual Anna y Jasmin permanecían acurrucadas.
– Vamos a irnos de aquí, y ustedes se vienen con nosotros.
Thornten escudriñaba a Anna. Una madre desesperada, que luchaba como una leona por su pequeño, era lo último que necesitaba. Sin embargo, como rehén…
Chris se ceñía a la pared de piedra natural mientras miraba hacia el gran patio de entrada del monasterio, que discurría de oeste a este a través de los casi cien metros de las instalaciones del monasterio, y que ocupaba una anchura de unos treinta metros. Enfrente se encontraba la parte frontal del edificio que formaba el muro exterior del monasterio situado al sur.
Chris se dirigió a toda prisa en dirección al muro exterior occidental. Allí estaba todo muy intrincado y los pasajes abundaban por doquier. «Delante hay un camino», había dicho la priora.
El muro del edificio quedaba dividido por el acceso a un portón, tan ancho que una carreta tirada por caballos podía transitar perfectamente a través de él. El adyacente camino pedregoso conducía hacia abajo y desembocaba por el otro lado en forma de rampa en la primera terraza.
Prosiguió a hurtadillas a través del acceso, y una vez en el otro lado, se apretujó contra la pared. Ahora se encontraba lateral a la parte superior del lugar en el que había encontrado la entrada a la capilla.
La luz emergente del alba rompía la negrura de la noche hasta convertirla en un gris plomizo en el que se podían distinguir los contornos.
Chris se puso de cuclillas. No pudo ver ningún movimiento por ningún lado. «¡Pero si habían apostado centinelas! ¿Dónde estaban?».
De repente escuchó voces al son de un tintineo. Provenía de abajo, a su izquierda, donde se ubicaba la entrada de la diminuta capilla.
La pequeña y ceñida puerta se encontraba en un ángulo muerto del que no conseguía ninguna panorámica. Chris se incorporó y descendió agachado la rampa unos diez metros. La ligera brisa, que le soplaba en la cara procedente de occidente, era lo bastante fresca para enfriar su caluroso rostro.
Ahora era capaz de captar una mejor visión desde un plano oblicuo en dirección al ángulo muerto situado más abajo. La puerta de la capilla se encontraba todavía al amparo de la oscuridad de la noche, y las figuras delante de ella parecían esbirros. Estos comenzaron a descender a hurtadillas hacia el camino, desviándose desde allí en dirección sur, al mismo tiempo que se alejaban de él hacia la entrada principal.
Chris comenzó a contar… «Cuatro en claras sotanas con capucha. Las monjas.
Anna… los esbirros de Sullivan. Jasmin… allí, ¡allí caminaba Jasmin!».
Si ella hubiera mirado ahora hacia atrás, hacia él allí arriba, él hubiese saltado. Por un momento, por un segundo, para que ella viera que él todavía estaba presente.
En ese instante se soltó una de las monjas para correr en dirección norte, alejándose del grupo.
Voces entrecortadas retumbaron hasta su posición.
Debajo de él, la monja había llegado casi a su altura.
Uno de los hombres levantó su brazo derecho.
– ¡No! -Chris dio un salto y levantó su arma asimismo para el disparo.
Del cañón de la pistola salió despedido un rayo. El estruendo de su disparo se entremezcló con el latigazo del otro disparo.
Cartuja de la Verne, macizo de los Moros, sur de Francia,
mañana del miércoles
Thornten permanecía a la sombra de la muralla y observaba fijamente el camino que conducía, a la izquierda, hacia el portón principal y la calle. El barranco situado detrás descendía abruptamente y estaba repleto de matorrales, lo que hizo posible que su mirada fuera capaz de pasearse libremente en sentido oeste hacia el amplio y oscuro mar de colinas y valles.
Despuntaba el alba, y los haces de luz en las coronas de las montañas parecían alargarse poco a poco, pero irremediablemente, hacia los valles.
– Todo en silencio -murmuró Sullivan.
Thornten alargó la cabeza y miró hacia la derecha, donde a una distancia de veinte metros, la escalera de madera conducía a la primera terraza.
– Démonos prisa. En diez minutos estaremos donde los vehículos -dijo mientras cargaba con el maletín y el resto de las pruebas, y Folsom sostenía en brazos la jaula de los ratones.
Con un gesto de la mano, Sullivan ordenó a dos de sus hombres que se colocaran en cabeza. Folsom y Purcell se deslizaron adelante, y a continuación les siguieron Jasmin, Anna, Dufour y las monjas, las cuales eran vigiladas por los cinco hombres restantes de Sullivan.
Thornten sopesaba el siguiente paso. Una vez que llegaran a los vehículos debía decidir a quién dejar en tierra. Acto seguido meneó la cabeza como si de este modo pudiera espantar el extraño ruido que oía dentro de ella. Algo no iba bien.
De repente escuchó voces de sorpresa.
Le distrajeron de los sonidos sordos.
Más voces. Sullivan registraba nervioso el cielo.
– ¿Sullivan, acaso estoy rodeado solo por idiotas? -los labios de Thornten temblaban de ira.
Una de las monjas se había liberado y corría por el camino que transcurría hacia el norte. Su captor vaciló, pero a continuación estiró el brazo.
El sonido sordo se hacía cada vez mayor en la cabeza de Thornten. ¡Era una señal de peligro!
Un estrepitoso ruido señalizó el disparo.
La espalda de la fugitiva monja se arqueó a causa del impacto de la bala hasta formar una amplia curva. Sus brazos volaron en el aire, y su corto y estridente chillido retumbó a través del silencio. La monja cayó al suelo con los brazos totalmente estirados.
El estruendo del disparo pareció extrañamente prolongado, y el tirador se tambaleó con las piernas encorvadas hacia el barranco hasta desplomarse mudo por el matorral.
Thornten comenzó a entender lentamente que se habían producido dos disparos casi en el mismo instante. Su mirada saltó hacia las terrazas cuando avistó la figura situada sobre el muro de piedra.
El ruido sordo en su cabeza se hizo cada vez más fuerte.
– ¡Allí arriba! -gritó.
– ¡Jasmin!
Ella estiró la cabeza para mirar hacia las alturas. Chris se encontraba de pie sobre el muro de piedra mientras hacía señales con la mano.
– ¡Es Zarrenthin! ¡Metedle una bala! -Thornten señalaba hacia Chris.
– ¡Chris!
Dos de los hombres de Sullivan levantaron los brazos y apuntaron.
– ¡No! -gritó Jasmin desesperada.
Las pistolas de ambos tiradores ladraban durante el fuego realizado a discreción. El ruido de los disparos deshizo el zumbido en la cabeza de Thornten.
– ¡Adelante! -gritó, cuando vio caer a Zarrenthin para comenzar a arengar-: ¡Haced que se muevan! ¡Venga! ¡Daos prisa! -pero el ruido palpitante había vuelto y se encontraba ahora muy cerca.
Un avispón sobredimensionado volaba por el sur por encima de la cresta de las montañas. El zumbido regular aumentó hasta convertirse en un silbido chillón. El helicóptero se precipitó desde las montañas en dirección a las instalaciones del monasterio, sobrevolando el muro exterior sur y hundiéndose en el valle situado al oeste. Allí viró describiendo un cerrado nudo para dirigirse acto seguido hacia el muro occidental del monasterio. Segundos después, se iluminaron unos focos, cuya luz era tan aguda como una supernova en explosión.
Los haces de luz bailaron sobre el sendero de grava, continuaron paseándose hacia adelante, volvieron a continuación, e inundaron todo en luz incandescente.
Thornten se giró para no cegarse.
El piloto giró el helicóptero en paralelo al muro del monasterio mientras flotaba sobre el barranco. Lentamente se fue acercando al sendero de grava con la cabina de pilotos inclinada hacia arriba. En la puerta lateral abierta permanecían agachados dos hombres, asegurados con cinturones, los cuales sostenían un rifle cada uno en sus manos. Detrás, dos tiradores más se mantenían de pie.
– ¡Alto! ¡Quédense donde están!
La resonante voz procedente de los altavoces salía disparada por la colina como un aullante viento a la vez que los haces de luz se aferraban a los diferentes objetivos.
Los hombres de Sullivan que iban en cabeza perdieron los estribos, se lanzaron de rodillas y comenzaron a dispararle al helicóptero.
Delante de Thornten saltaban guijarros sueltos mientras una de las balas atravesó silbando el suelo. Después otra, y otra más. Al zumbido de los rotores se le sumaron los latigazos de los disparos procedentes de las armas de repetición.
La ráfaga de proyectiles se paseó delante de Folsom y Purcell sin impactar en ellos. Inmediatamente después, la tormenta de balas despedazó a los dos hombres que iban en cabeza. Sus cuerpos se contornearon mientras sus últimos disparos retumbaban en los oídos de Thornten como el aullido estridente a las puertas del infierno.
Thornten quedó atrapado con la imagen de una masa ensangrentada que hasta hacía un momento había sido la frente de una persona. Sobre el pecho del otro se alargaba de forma oblicua una fila de oscuros agujeros de los que manaba sangre clara.
Folsom se detuvo embargado por el horror y levantó los brazos, mientras Zoe Purcell se agachaba hacia uno de los tiroteados y se apoderaba de su pistola.
– ¡Atrás! ¡Atrás!
Thornten se dio media vuelta y le apretujó a Jasmin, que se encontraba justo detrás de él, el cañón de la pistola en el estómago.
– ¡Si se le ocurre hacer ahora alguna tontería, será el fin para usted! -auguraba Thornten al tiempo que reforzaba la presión del arma-. ¿Lo ha entendido?
Sus rostros casi se tocaban. Los ojos de Thornten centelleaban como los de un demente. El pánico y la salvaje determinación se convirtieron en aliados para luchar juntos.
– Gire hacia el helicóptero y comience a caminar con tranquilidad y con las manos bien separadas. Para que puedan ver que no lleva armas -Thornten giró a la vez, permaneciendo detrás de ella en todo momento.
Los hombres de Sullivan permanecían tendidos y repartidos por todo el sendero pedregoso mientras apuntaban hacia el helicóptero, pero sin disparar.
¡Ríndanse! ¡Depongan las armas! -retumbó de nuevo desde los altavoces.
Sullivan permanecía de pie al lado de Dufour a la vez que mantenía agarrada del cuello a Anna y sostenía el cañón del arma contra su sien.
– ¡Debemos regresar! -gritó Thornten a Sullivan.
En ese mismo momento, dos monjas comenzaron a correr, mientras la vicaria permanecía en su sitio con las manos en alto.
¡Haga algo! -gritó Thornten.
– ¿Quiere que les dispare también a ellas? -respondió Sullivan a gritos y arengó a uno de sus hombres tendidos en el suelo con la punta del zapato-: ¡Sam! Encárgate de ellas.
Sam levantó la cabeza, permaneció observando el helicóptero sin saber muy bien qué hacer y a continuación dio un salto. Comenzó a esprintar detrás de las monjas que iban a la fuga. Tuvieron que transcurrir cinco segundos hasta que consiguiera atraparlas.
De pronto, sonó el estruendo de un único disparo.
El fogonazo procedente de la puerta lateral del helicóptero era estridente como un rayo. Sam se arqueó y cayó. Su mano se aferró al hábito de la monja, tirándola consigo.
Pero la monja se incorporó de nuevo, continuó corriendo hasta alcanzar la puerta de la capilla y deslizarse detrás de las demás monjas dentro del edificio.
El helicóptero flotaba inmóvil en el aire, y procedente de los altavoces, sonó de nuevo la orden para la rendición.
– ¡Al más mínimo movimiento, nos pueden pegar un tiro! -siseó Sullivan mientras echaba una breve ojeada a su hombre tiroteado.
– ¡Pero nosotros también a nuestros rehenes! ¡Solo disponemos de esta oportunidad! ¡Vamos! -Thornten resollaba por la tensión.
Ellos comenzaron a moverse con pequeños pasos laterales para deshacer el camino al mismo tiempo que mantenían delante de ellos sus escudos humanos en dirección al helicóptero. La vicaria permanecía de pie indecisa hasta que se le acercó por detrás Zoe Purcell hostigándola con un arma en la espalda.
– Esto lo estaba deseando desde hace rato. ¡No piense que no le voy a disparar!
Claude Dauriac se mantenía detrás de los tiradores en la parte lateral del helicóptero y observaba con frialdad la masacre de esos cerdos.
A los hombres del Groupe d'Intervention de la Gendarmerie Nationale no se les disparaba. Eso en Francia lo sabía cualquiera. Incluso los amotinados carcelarios interrumpían sus revueltas cuando ellos hacían acto de presencia; y el crimen organizado hacía tiempo que había comprendido que cuando los hombres del GIGN utilizaban el poder de sus armas era porque asumían todas las consecuencias.
Dauriac tenía la certeza de recibir el respaldo de sus superiores. Dentro de la unidad especial imperaba la premisa de que la protección más eficiente de los rehenes y la de sus propios hombres se basaba en el uso de las armas de fuego contra los captores.
Constituían una force de choc, una fuerza de choque implacable. La prevención y disuasión eran los principios fundamentales de su filosofía. Quien, a pesar de ello, continuaba ofreciendo resistencia se convertía en el responsable de sus actos, no el GIGN. Aquí no había lugar para los sentimentalismos. El GIGN priorizaba su propia seguridad. Así eran las cosas.
Dauriac era consciente de que su modo de proceder se había convertido a menudo en la diana de todas las críticas… incluso en su propio país y a pesar de sus éxitos.
Y en este caso debía tener, incluso, mayor cuidado. El papa había expresado claramente que deseaba dialogar y convencer, no matar.
Dauriac suspiraba. Él tendría cuidado, pero si atacaba, desataría el infierno.
Chris permanecía tendido en la rampa y observaba la retirada.
Se concentró en Thornten, quien utilizaba a Jasmin como escudo humano y acababa de aparecer en el rincón del muro, donde la pared del edificio transcurría en dirección a la puerta de la capilla hasta derivar en un ángulo muerto.
El helicóptero había aparecido como un genio de la lámpara sobre el barranco. Debía de tratarse del equipo de seguridad del comando de escolta del papa. A pesar de ello, continuó tendido en el suelo. Ellos no sabían quién era él, y seguían disparando sin piedad.
Estiró el brazo y apuntó. Thornten se ubicaba dentro de la luz flotante de los focos, y su espalda formaba una diana perfecta. Sin embargo, Chris vaciló. Si no realizaba un disparo certero, Thornten podría conservar todavía la fuerza suficiente como para apretar el gatillo.
«Siempre has sido un buen tirador», se decía a sí mismo para armarse de valor.
Chris tragó, seguía vacilando.
Thornten y Sullivan avanzaban mientras tanto de espaldas hacia la puerta de la capilla. Sullivan gritó a sus hombres, los cuales se levantaron dubitativos y se apresuraron en trasladarse agachados y de espaldas. A su vez, Zoe Purcell tiraba de la monja entre zarandeos mientras Folsom corría cerca de ellas.
Transcurrieron los últimos segundos. Thornten y Jasmin desaparecieron por el ángulo muerto.
Chris respiró hondo. «Esperar y negociar machacaría a los sitiados. Con el tiempo, el péndulo se trasladaría a favor de los sitiadores, y con un poco de pericia ya no sonaría ni un solo disparo hasta que se rindiera Thornten».
De pronto, Sullivan se detuvo.
«¡Problemas!».
Thornten apareció de nuevo y habló a Sullivan en tono imperioso.
«¡La puerta está cerrada! -le vino a Chris de repente a la cabeza-. ¡Las dos monjas han atrancado la puerta desde adentro!».
Thornten apretó a Jasmin contra su cuerpo, empujándola de nuevo como escudo humano delante de él y desviándola hacia la derecha… en dirección a Chris.
Ellos iban a pasar justo debajo de él.
Mientras Thornten se acercaba cada vez más con Jasmin, el helicóptero avanzaba flotando hacia el camino. El sonido metálico de los altavoces acallaba el traqueteo de los rotores. Una voz dura y distorsionada comenzó a contar; cada número en un intervalo de dos segundos.
«¡Un ultimátum! ¡A continuación dispararán! ¡Y Jasmin era el escudo humano de Thornten!».
Chris dio un salto y se acercó al borde del muro. Acto seguido, se dejó caer.
Aterrizó directamente en el hombro izquierdo de Thornten. El presidente dejó caer el maletín, tirando consigo a Jasmin hacia abajo. Chris comenzó a golpearle. Thornten soltaba saliva, su rostro se contraía hasta formar una caricatura. Chris percibió en su piel la baba y la sangre como gotas venenosas de una cobra escupidora.
Una vez más aporreó el cráneo de Thornten con vehemencia y con ayuda de la empuñadura de la pistola hasta que el presidente se derrumbó entre jadeos al suelo.
Chris ayudó a Jasmin a que se levantara. La voz atronadora continuaba contando todavía a sus espaldas. Chris giró la cabeza y vio a Sullivan con Anna cerca detrás de él, y más adelante permanecía de pie uno de los hombres de Sullivan mientras apuntaba al helicóptero.
El único disparo efectuado desde el helicóptero impactó en el hombre a la altura de su pecho, cuya potencia de tiro vapuleó el brazo del arma hacia arriba. El hombre hincó las rodillas, y a continuación descendieron de nuevo sus brazos. Tres disparos abandonaron su arma.
A Chris se le erizó el cabello. Sus nervios registraron la explosión instantes antes de que se desatara el infierno.
El helicóptero se infló hasta formar un pequeño sol. La bola de fuego salió despedida hacia delante. Las hojas de los rotores rozaron los muros del monasterio hasta desintegrarse. Acto seguido colisionó con gran estruendo la cabina de pilotos con el muro del monasterio, deformándose y comprimiéndose.
Chris y Jasmin miraban perplejos hacia las infernales llamas. Una vez que la onda expansiva les hubo despertado de su espanto, se gritaban entre ellos, pero sus palabras se ahogaban bajo el estruendo aterrador del crepitar el metal y con el estrépito de las explosiones.
La metralla salió disparada en todas las direcciones, y esquirlas de metal colisionaron crujiendo contra los muros de piedra o impactaron en cuerpos humanos. El helicóptero se precipitó con la cabina comprimida en medio del camino.
Chris agarró a Jasmin del brazo; quería arrastrarla hacia él. Sin embargo, en ese mismo momento la ráfaga de aire huracanado, producto de la explosión, se desplazó barriendo sobre sus cabezas. Un torrente de calor les robó la respiración a la par que les abrasó el rostro.
Jasmin fue derribada y Chris percibió un potente golpe en la espalda que le hizo doblar las rodillas y, durante esa misma caída, dar una voltereta.
La cola del helicóptero se desplazó desde su posición horizontal hacia arriba, lo que provocó que la aplastada cabina de pilotos se incrustara de frente en el camino de grava. Los restos de las hojas de los rotores impactaron contra el muro del monasterio, enterrándose a continuación en el suelo y abriendo zanjas para acabar hechas añicos.
Chris ni siquiera se dio cuenta de que su cabeza impactó en el suelo.
Chris, aturdido, consiguió ponerse en pie y observó cómo Jasmin y Thornten permanecían tendidos a su lado sin moverse.
El traqueteo del rotor finalizó en un estridente crujido, murió, y de repente tan solo se escuchó el agudo crepitar del incendio. Nadie gritaba ni sollozaba. «Muertos -pensó Chris-, muertos, inconscientes o paralizados por la conmoción».
Sus brazos y piernas estaban entumecidos, pero aún podía moverlos. Se palpó el cuerpo, pero no había sangre. Tampoco pudo ver sangre en Jasmin ni en Thornten.
Estruendosos latigazos se sucedieron a una velocidad cada vez mayor hasta convertirse en una veloz vorágine, mientras la explosión de munición silbaba durante segundos desde los escombros en llamas.
El helicóptero se encontraba con la cabina de pilotos comprimida sobre el camino de grava; la cola sobresalía por encima del muro del monasterio. Gemidos distorsionados por el dolor penetraron a través de los altavoces, y a continuación un sollozo que degeneró en alargados alaridos. Chris comenzó a temblar de golpe, pues así de tortuosos e inhumanos se percibían los sonidos. Finalmente cesó el grito y con él la última señal de vida procedente del helicóptero.
Él se inclinó sobre Jasmin, tocó su pómulo y posó el oído sobre sus labios. Su débil respiración en el lóbulo de su oreja fue capaz de dibujarle una sonrisa en la cara. De nuevo acarició sus pómulos y susurró con ronca voz su nombre hasta que abrió los ojos.
– ¡Tenemos que salir de aquí! -Chris, mientras la apoyaba, se estiró a continuación a por el maletín de las pruebas, que se encontraba tirado en el suelo a tres pasos al lado de Thornten.
– ¡Anna! ¿Dónde se encuentra Anna? -la voz de Jasmin estaba envuelta por el pánico.
Chris giró. La hermana de Jasmin se encontraba junto a Sullivan, tendida en el suelo a cinco metros detrás de ellos. Chris ayudó a Jasmin a incorporarse con el propósito de acercarse dando tumbos hacia ella.
– Anna, vamos… Anna… -Jasmin tiraba del cuerpo fláccido de su hermana por los hombros hacia arriba.
Chris permaneció mirando embelesado en la herida abierta de la nuca de Sullivan. A través de la gran abertura centelleaban la rojiza fibra muscular y el blanquecino tejido adiposo.
– ¡Debemos salir de aquí!
– ¡Yo no dejo sola a mi hermana! -Jasmin zarandeó de nuevo a su hermana. Los labios de Anna comenzaron a temblar mientras los primeros sollozos abandonaron tortuosos sus labios.
– Yo no quise decir eso -Chris se arrodilló y palpó el pulso de Anna. Cuando ella abrió los ojos, este dio un pequeño brinco.
– Vuelvo en un momento -él continuó caminando entre tropiezos. «¿Continuaban los hombres de Thornten siendo una amenaza? ¿O había concluido todo ya?». De pronto, sintió una sofocante pesadez en el interior de su cabeza que le impidió concentrarse en cualquier otro pensamiento.
A varios pasos más de distancia vio amontonados unos encima de otros, a saber, Zoe Purcell, la vicaria y Jacques Dufour. El científico albergaba dos agujeros en la espalda a la altura de los pulmones. Se encontraba tendido sobre la vicaria, cuyo rostro estaba teñido de sangre. La jefa de finanzas de Tysabi, que se encontraba atrapada abajo de todo, tampoco se movía.
Jasmin le llamaba. Él levantó la mano y se apresuró hacia el muro construido en piedra natural y situado cerca de la entrada a la capilla. Un gran trozo de metal procedente del fuselaje de! helicóptero permanecía anclado en vertical delante de Folsom, cuya cabeza asomaba por un lado. Chris tiró de la pieza metálica hasta hacerla caer hacia adelante. El cuerpo de Folsom, sin el soporte atrapándole contra el muro de piedra, se desplomó al suelo.
La camisa de Folsom estaba bañada en sangre a la altura del abdomen. Toda una batería de largos cuchillos metálicos en forma de sierra le había desgarrado el vientre.
De nuevo Jasmin le llamó.
– ¡Ahora mismo! -murmuró Chris.
Echaba un vistazo a su alrededor. El fuego había desarrollado tal calor que nadie era capaz ni siquiera de acercarse a las inmediaciones del helicóptero. Él no iba a ser capaz de hacer nada, a no ser el hecho de conseguir ayuda de las monjas.
Su mirada se posó en el suelo. La jaula portátil con los ratones se encontraba tirada a dos pasos de Folsom. Varios agujeros dentellados mostraban los lugares en los que los trozos de metralla habían traspasado el plástico de la jaula. La puertezuela estaba abierta. Chris levantó la jaula hacia arriba y echó una ojeada en su interior.
Uno de los ratones permanecía de costado sobre un montón de serrín. De la amplia herida abierta en el estómago manaba sangre. De los otros tres animales no había ni rastro.
Cartuja de la Verne, macizo de los Moros, sur de Francia,
mañana del miércoles
Los dos helicópteros encararon el descenso, y poco después sus patines se posaron en el amplio patio del monasterio. Pequeñas islas de hierba se encontraban esparcidas por las ruinas, y en algunas zonas crecían incluso arbustos, a pesar de lo cual, el patio rectangular de prácticamente cien metros de largo por treinta de ancho ofrecía suficiente espacio para un aterrizaje.
El papa se quitó los auriculares de un manotazo y se desabrochó el cinturón del asiento. Calvi, sentado a su lado, abrió la puerta lateral y se apeó de un salto. Este le tendió la mano al pontífice, quien después del pequeño salto dobló en el suelo ligeramente las rodillas.
Detrás de él se apearon procedentes del artefacto Jerónimo y Marvin, más dos guardaespaldas. Entre tanto, Trotignon, Tizzani y Barry venían acercándose a la carrera desde la otra máquina.
– Su Santidad no debe exponerse bajo ningún concepto a ningún peligro -Tizzani continuaba en su empeño-: Usted tiene una responsabilidad para con toda la Cristiandad. Piénselo…
Procedentes de la parte occidental del monasterio se escucharon varios disparos con gran estruendo. Los guardaespaldas escudriñaban alertados a su alrededor.
– Yo tengo una misión -el papa ignoraba los disparos y miraba hacia Tizzani al mismo tiempo que meneaba la cabeza-. Y la cumpliré. Está en manos de Dios cómo voy a llevarla a cabo. Y tampoco voy a huir por unos disparos.
Jerónimo zarandeó el brazo del papa a la vez que le señaló un pasadizo situado en la fachada del edificio. Allí se pudo distinguir de pie a una figura que vestía una nívea cogulla con capucha.
– Una de las hermanas que están reconstruyendo el monasterio.
El papa asintió con la cabeza. Una hermana de Belén. Una sin nombre; sencillamente, una hermana al servicio del Señor. Petite sœur.
El hizo acopio de todo su valor y se desplazó a paso firme hacia ella.
La monja se dejó caer de rodillas delante de él.
– Santo Padre, qué bendición…
El papa tiró de las manos de la monja hacia arriba.
– Que Dios te bendiga a ti y a tus hermanas.
Ella había superado claramente la edad de los sesenta, y sus ojos brillaban repletos de fuerza y confianza.
– El mal está entre nosotros.
– ¡Lo sé! Por eso he venido.
En ese mismo instante explotó el helicóptero situado en la parte occidental del monasterio.
«Lo primero que vio fue el cayado. En esta ocasión se trataba de un báculo obispal, pero de nuevo carecía de su brillante recubrimiento en oro, sin tallados en marfil ni la característica concha de caracol que se suele ver en la parte superior del báculo obispal.
El cayado era recto, de metal liso y centelleaba argentado.
Posado de pie en la tierra, quizás podía llegarle a un portador de mediana estatura hasta la frente. Más abajo, finalizaba en una punta metálica.
La quinta parte del báculo, comenzando por su extremo superior, constituía una cruz laboriosamente tallada que representaba a Cristo crucificado.
El hombre llevaba un níveo solideo de seda de moiré, una sotana blanca con treinta y tres botones y pectoral, y los guantes rojos de cuero, como vestían incluso ya en tiempos de los emperadores romanos.
El color del cutis del grácil hombre era rosado y el cabello blanco como la nieve. El hombre había rebasado ampliamente la edad de los setenta, el rostro era afable y su figura enjuta.
En el dedo anular derecho, el hombre portaba el Pescatorio de oro con la representación del fundador de la Iglesia, San Pedro, y escrito el nombre de "Benedicto".
Se estaba viendo a sí mismo.
La imagen se ampliaba, y pudo ver el rebaño de ovejas.
Las ovejas y los carneros no se encontraban cerca los unos de los otros, sino que pastaban en grupos o se encontraban ampliamente diseminados por toda la zona rocosa en busca de un rico pasto.
Su mano izquierda sostenía el báculo justo debajo del tallado con la cruz, y la punta metálica presionaba fuerte el suelo.
Se encontraba de pie sobre un pequeño promontorio rocoso por encima del rebaño, desde el cual disponía de una buena panorámica sobre el terreno. A pesar de ello, el hombre no veía a todos sus animales, pues algunas rocas de gran tamaño le bloqueaban la vista cuando uno de ellos desaparecía detrás de ellas.
Primero un punto en el cielo; de repente el águila se hizo gigantesca. El aleteo era fuerte, poderoso, tranquilo y decidido. Como siempre. Podía ver de forma sobredimensionada el pico y los ojos voraces del cazador anunciador de la muerte.
Acto seguido las garras situadas en las patas estiradas se clavaron en el cráneo del cordero.
Se apresuró torpe a alcanzar al atacante. El águila dio una voltereta, tirando consigo el cordero al suelo. Luchaba con aleteos lentos y fuertes contra el peso situado entre sus garras; despegó, pero se hundió de nuevo hacia el suelo.
El pico curvo del águila picaba la blanda carne situada entre sus garras.
Él comenzó a golpearle con el cayado.
El águila le picoteaba, soltando el cordero abatido y despegándose con furiosos silbidos y vigorosos aleteos hacia el cielo.
El cordero abatido permanecía tendido en el suelo y no se movía.
Él se vio a sí mismo arrodillándose y palpándole las heridas al animal. Su animal preferido había muerto. Una profunda tristeza le invadió.
Pero había una salida.
Él registraba debajo de sus vestidos y sacó a relucir una pequeña botella. Él sostuvo el cuello de la botella sobre las fauces del animal y descendió el brazo. Pequeñas gotas comenzaron a unirse en el cuello abierto de la botella.
– ¡No! ¡Está prohibido! ¡Por todos los tiempos!
El papa gritaba a su viva imagen mientras se le encogía el corazón. «El brazo de su retrato continuaba descendiendo a pesar de todo.
De repente, en lugar del cráneo del animal, vio un rostro humano. Lágrimas comenzaron a brotarle de los ojos».
– ¡La culpa le pertenece al pastor!
– Usted, sencillamente, se derrumbó.
Jerónimo sonrió y ayudó al papa a que se pusiera nuevamente en pie.
– ¿He estado inconsciente durante mucho tiempo?
– Unos segundos -murmuró Jerónimo.
– Algo ha explotado.
– El otro helicóptero -respondió Elgidio Calvi-. Los franceses han enviado hombres para echar un vistazo y ayudar. Además acaban de pedir ayuda.
– ¿Cómo accedemos…?
– A través de las ruinas de la antigua iglesia -dijo la priora que permanecía de pie cariacontecida al lado del papa-. Un atajo… ¿o prefiere descansar?
– Muéstrenos el camino.
– Hay una cosa que Su Santidad debería saber…
– ¿Sí?
– Uno de los prisioneros ha huido. Él me ha entregado hace un momento un niño pequeño a quien hemos puesto en lugar seguro dentro de mi barracón situado en la parte oriental.
– Una preocupación menos -murmuró el papa-. Gracias. Muéstrenos el camino -de repente el papa giró-. Usted se queda aquí -dijo mientras miraba en dirección a Tizzani, Marvin y Barry.
– ¡Eso va en contra de nuestro trato! -protestó Marvin.
– ¡Obedece! -espetó el papa con voz furiosa-. ¡No confío en vosotros! ¡Calvi!
El guardaespaldas del papa gritó varias palabras a Trotignon, cuyos hombres sujetaron a Marvin. Nadie pareció prestarle atención a sus juramentos.
Momentos más tarde, Tizzani persiguió con la mirada al grupo que se apresuraba en dirección a las ruinas de la iglesia. Él no se dio cuenta de que Henry Marvin y Barry iban corriendo de repente por el patio en dirección este.
Cartuja de la Verne, macizo de los Moros, sur de Francia,
mañana del miércoles
El helicóptero en llamas obstaculizaba el camino hacia la carretera, y por el otro camino accedían al otro extremo de la fortificación. Solo les quedaba una salida.
– ¡Fuera de aquí! ¡Allí arriba! -Chris hacía referencia a la escalera de madera que desembocaba en las terrazas. A continuación dio un golpecito a Jasmin, que continuaba rodeando con sus brazos temblorosos a su hermana.
Escalaron dando tumbos por la escalera y poco después atravesaron tambaleándose la terraza. Una y otra vez llamaba Anna a gritos por su hijo.
– ¡Mattias está a buen recaudo! -gritó Chris a la vez que empujaba a las dos mujeres por la siguiente escalera que conducía a la segunda terraza.
– ¿Dónde está mi hijo? -Anna se liberó del abrazo de su hermana y se precipitó sobre Chris.
– Las monjas lo están cuidando -respondió él mientras contrarrestaba el golpe de Anna, agarrándola por las muñecas y doblando sus brazos hacia abajo-. ¡Vamos a recogerlo! ¡Vamos a verlo! ¡Las monjas nos ayudarán a todos! -le susurraba él a ella de forma apaciguante una y otra vez al oído hasta que sintió que los brazos iban perdiendo tensión-. Solo debemos acceder al otro lado. ¡Venid!
La terraza desembocaba en un patio cuadrado aledaño a los edificios del monasterio construidos en piedra natural. Los edificios se ubicaban en la parte central del monasterio y formaban una especie de cerrojo que se extendía tanto hacia el norte como el este.
En el patio había, por todos los lados, montones de piedras numeradas y madera para la construcción. En el lado opuesto del patio, por el contrario, se alzaban delante de la pared del edificio las ruinas de un pequeño claustro. Los arcos que todavía se mantenían en pie habían sido construidos en piedra serpentina azulada, y bajo la tenue luz de la mañana se parecían a fragmentos caídos del cielo nocturno.
Se apresuraron en cruzar el patio, y bajo los arcos del claustro giraron hacia la izquierda para correr a continuación debajo de unos andamios de obra y deslizarse a través de una abertura de una pared recién construida. De repente, se encontraron de pie delante de las ruinas de otra pared cuyos restos -en ocasiones diminutos, pero en otras cubrían varios metros de altura-, se asemejaban a una dentadura quebrada a la que le faltaban varios dientes.
Las ruinas del muro limitaban con un rectángulo de más de veinte metros de longitud y más de diez metros de anchura en el que permanecían tirados restos de piedra por doquier, y que estaba siendo reconquistado por los matorrales y las hierbas.
– Las ruinas de una iglesia -murmuró Jasmin y miró hacia los restos del ábside situado en su extremo oriental-. Con el altar en dirección a Tierra Santa y la tumba de Cristo -Jasmin escudriñó el muro recién construido detrás de ellos-. La están reconstruyendo.
– ¡Otra más! -exclamó Chris, quien se encontraba de pie varios metros a la derecha delante del siguiente edificio, que se alargaba desde la ruina en dirección sur. A través de una rejilla cerrada pudo observar la antesala de una capilla recién restaurada.
El grito de sorpresa de Jasmin provocó que girara de forma abrupta.
Una comitiva formada por varias personas se desplazaba procedente del extremo oriental de la ruina en dirección al ábside destruido.
Chris vio el níveo solideo y la blanca sotana con el pectoral. El papa destacaba, por su clara indumentaria, entre todos los demás como hace el sol con respecto a los planetas que lo rodean.
A ambos lados del papa corrían guardaespaldas con sus armas desenfundadas; detrás de él Chris descubrió a la priora, a quien había confiado a Mattias. El claro hábito de esta última resultaba incluso desdibujado en comparación con la radiante blancura de la sotana papal.
Jasmin y Anna se mantuvieron de pie al amparo de las ruinas, mientras Chris se apresuraba en trasladarse a la parte central de la nave derruida de la iglesia.
Mientras el cielo brillaba sobre él en un azul celeste, la luz del sol emergente había alcanzado en ese momento los restos más altos de las ruinas. Ya no iba a restar mucho tiempo para que los rayos del sol alcanzaran también el suelo de las ruinas de la iglesia.
El séquito se detuvo delante de él.
– ¡Zarrenthin! ¡Qué alegría poder conocerle! -dijo el papa después de que Jerónimo se hubo colocado al lado del pontífice para susurrarle algo al oído.
– ¡Quédense donde están! -gritó Chris, quien echó una breve mirada a su alrededor y retrocedió unos pasos hasta una roca plana de piedra serpentina. Allí, sobre la ligeramente inclinada y lisa superficie, posó el maletín con las antigüedades y las pruebas.
– ¿Dónde están los demás? -gritó Jerónimo preocupado-. ¿Dónde está Jacques?
– El helicóptero estalló -explicó Chris mientras señalaba detrás de sí.
Jerónimo asentía con la cabeza.
– Hemos escuchado la explosión. A los supervivientes ya les están ayudando. ¿Dónde está Dufour?
– ¡Dufour está muerto! Dos monjas…
– Que el Señor se apiade de sus almas -el papa hizo la señal de la cruz y vaciló, pero a continuación pareció hacer acopio de sus intenciones-. ¡Tenemos que hablar usted y yo!
– ¿Es usted amigo o enemigo? -Chris señalaba hacia Calvi y Trotignon, quienes le apuntaban con sus pistolas.
El papa imitó el movimiento y murmuró varias palabras. Instantes después, Trotignon y Calvi bajaron las armas. Chris resolló con desdén. Dos guardaespaldas más, situados en segunda fila, le mantenían a tiro con sus rifles.
– Nosotros no le deseamos nada malo… -el papa miró hacia Jerónimo de forma exhortatoria; a continuación, los dos dieron un paso al frente-. Usted ya conoce al hermano Jerónimo… Tenemos que hablar: usted tiene aquello que reclama la Iglesia.
Chris soltó una carcajada.
– ¿Puedo decir algo por una vez? Primero quiero respuestas por su parte, y después ya veremos.
– ¡Pregunte! -insistió el papa mientras se aferraba con mayor fuerza a su bastón.
– ¿El niño está a salvo?
– Sí.
– Bien. En primer lugar quiero que sepa que he estado hablando con un tal Antonio Ponti.
El papa miró a Chris de forma interrogativa, girando hacia Calvi, quien a continuación le susurró en voz baja al oído.
– Ahora le entiendo; usted se refiere al ladrón. Bueno, este hombre quiso venderle los hallazgos al Vaticano. Con todo aquello que hay escrito en las doce tablillas, entenderá usted que nosotros debamos tenerlas.
– ¿No tiene más que ofrecer?
– ¿Qué es lo que desea? ¿Dinero? ¿Como el tal Ponti?
– Dinero. Un transporte por dinero: así comenzó todo. Pero eso ya no me interesa en lo más mínimo. ¡Quiero saber!
Chris clavó su mirada en el papa, quien aguardaba sin moverse. Después de un minuto aparentemente infinito, Chris hizo una señal con la mano en dirección a Jasmin y Anna para que se acercaran.
– ¿Se os ocurre alguna idea?
– ¡Muéstraselo! -murmuró Jasmin-. ¿Qué podemos hacer si no? Tú mismo querías encontrarte con él. Ahora ha llegado el momento… Piensa en Mattias.
Él observó su dubitativa mirada y asintió al final con la cabeza. A continuación abrió el maletín y colocó las doce tablillas como naipes sobre la lisa roca.
– ¡Los objetos que tanto anhela! ¿O son estos? -exclamó por último cuando hubo rescatado los tres huesos del maletín y los hubo colocado delante de la sucesión de tablillas-. ¡Venga aquí, échele un vistazo a esto!
El papa y Jerónimo se acercaron desde el otro lado hacia la mesa improvisada. Trotignon y Calvi, por su parte, permanecieron a diez pasos de distancia con respecto a la priora, mientras que los otros dos guardaespaldas, tras una señal de Calvi, se retiraron definitivamente a la parte final de las ruinas.
– ¿Y ahora va a revelarme de quién son estos huesos? Una divinidad o una figura bíblica, teniendo en cuenta su interés, me va a parecer más creíble que un principote -Chris siseaba mordaz hasta que percibió la mano de Jasmin en su brazo-. ¡Lo que intento decir es que no me cuente ninguna mentira!
La mirada del papa se paseaba lenta, infinitamente lenta, sobre los huesos.
– También los puede tocar. ¡No son contagiosos!
El papa hizo caso omiso del comentario y giró hacia Jerónimo. El monje insinuó un ademán con la cabeza en señal de asentimiento.
– ¡Son los huesos de un pagano! -la voz del pontífice sonaba plana y carente de cualquier emoción-. Los huesos de un rey pagano.
– ¿Y tenía este rey también un nombre? -quiso saber Chris, cuando el papa guardó silencio de repente.
– Se trata de los huesos de Etana [67], el decimotercer rey sumerio después del Diluvio -dijo por fin Jerónimo mientras el papa continuaba con su silencio.
– ¿Y qué? ¿Es que es famoso? -Chris continuaba sin entender-. ¿Qué tenía de especial?
– Según la lista real sumeria, Etana cumplió la edad de mil quinientos años.
Chris calló sorprendido y comenzó a reírse a continuación con cierta incertidumbre.
– Poco a poco creo entenderlo: el cromosoma 47…
– Algunos textos dicen que es mitad…
– ¡Jerónimo! -la voz del papa vibraba furiosa.
– ¡Deje que acabe lo que iba a decir! -gritó Chris enfadado.
– Se dice que lo alumbró Istar: una diosa sumeria. O lo que quiera significar eso. Quién sabe lo que ocurría en aquel entonces y qué personas concurrían ante los demás para presentarse como dioses.
– Dioses sumerios. ¿Hijo de la diosa Istar? -Chris sonreía-. Mitad dios, mitad hombre. Con esto puede que se desmorone su percepción divina monoteísta, ¿piensan que corre peligro su percepción de lo único y verdadero?
Jerónimo calló.
– ¿Teme que las personas puedan pensar que esto sea más plausible que aquello que aparece escrito en la Biblia, cuando se divulgue el efecto del cromosoma, y por lo tanto se utilice como una especie de prueba? -Chris recordó lo que le había relatado Ramona Söllner sobre las disputas con respecto a la Biblia en tiempos del emperador Guillermo-. Hasta la fecha se descubrieron multitud de fragmentos de textos e imágenes de la Biblia en tablillas de arcilla sumerias. Sin embargo, el decálogo en su forma básica en tablillas sumerias… estamos hablando de una prueba completamente diferente. ¿Teme que una nueva tormenta pueda cernirse sobre la Iglesia como hace cien años?
– Tonterías -murmuró el papa, quien había girado y miraba hacia oriente-. Todo eso se superó hace tiempo. Eso ya no le interesa a nadie.
– ¡Le preocupa que el registro sobre la larga vida de Etana sea corroborada por conocimientos científicos! -Jasmin mantenía las manos sobre la boca-. Que la vejez sea vencida, que realmente hayan existido personas con esas vidas tan prolongadas y que puedan existir de nuevo. Eso teme, pues…
– Por ende, usted no puede negar el efecto del cromosoma 47 en los ratones. ¡Vaya! -a Chris se le erizaba el vello en la nuca mientras la sangre retumbaba en sus venas-. Poco a poco lo voy entendiendo.
– ¡Usted no entiende nada! -el papa giró de nuevo hacia ellos.
Chris y el pontífice so dedicaron mutuamente varias miradas hostiles. Chris veía unos ojos claros y despiertos que denotaban un espíritu despierto, el cual sabía exactamente lo que estaba haciendo.
– ¡Sí lo hago! -respondió-. ¡Y por eso quiere destruir los huesos! Debe destruirlos. ¡Desde su punto de vista! -Chris pudo entrever por la mirada del papa que su sospecha era cierta-. A usted no se le pueden entregar la prueba y los huesos, se perderían para la ciencia.
– No es usted el que tiene que decidir eso -el papa temblaba embargado por una ira subliminal-. Si eso ocurriera, será también por voluntad de Dios. ¡Pero eso no ocurrirá! Dios no se traicionará a sí mismo. Su voluntad está escrita en la Biblia. «Y dijo el Señor: No contenderá mi espíritu con el hombre para siempre, porque ciertamente él es carne; mas serán sus días ciento veinte años». [68]
Un grito inflamado por la ira desgarró el aire claro de la mañana. En un hueco de la ruina en la parte norte del muro aparecieron de pie Hank Thornten y Zoe Purcell.
Purcell agarraba a la vicaria de la sotana al mismo tiempo que mantenía una pistola en la cabeza de la monja. El rostro de Thornten estaba completamente ensangrentado, y este mantenía su cuerpo encorvado como si eso calmara sus dolores. En una de sus manos sostenía a su vez una pistola; en la otra, la jaula portátil de los ratones.
Thornten no había reparado en Calvi ni en Trotignon mientras se adelantaba y volvía a gritar con voz quebrada.
– ¡Zarrenthin! ¡No se los entregues! ¡Pertenecen a la ciencia! -Thornten cojeaba hacia ellos.
– ¡Pegadle un tiro si osa dar un paso más! -gritó Chris en dirección a Calvi y Trotignon.
Thornton continuó arrastrándose con su cojera. El consiguiente disparo de Trotignon impactó entre los pies de Thornten en el suelo obliterado de piedra.
– ¡Idiotas! -vociferó Thornten, pero se detuvo-. Zarrenthin, los huesos pertenecen a la ciencia… y también la prueba… ¡Usted conoce el paso que podríamos dar para sanar a las personas. ¡Démelos!
Zoe Purcell empujó a la vicaria hacia adelante hasta situarse al lado de Thornten.
– ¿Y si no? ¿Matará entonces a la vicaria?
El presidente sonreía malignamente y soltó al final una risotada. «Sí, incluso eso haré», pensó. Este secreto merecía cualquier sacrificio. Por parte de todos. Él mismo había hecho sacrificios. En cuestión de unos pocos días, el bien situado jefe de un consorcio se había convertido en un fanático, dispuesto a todo, que no iba a detenerse ante nada. El no sabía cuándo y cómo había dado el definitivo paso sin retorno. «No importa», pensó. Él iba a destapar el secreto. Y este era el momento para que los demás también hicieran un sacrificio por ello.
– Usted no permitirá que eso ocurra. Usted es una persona razonable -Thornten clavó su mirada en el maletín, que descansaba en el suelo al lado de Chris-. Quiero las pruebas.
– Eso ya lo he entendido.
– ¿Acaso le ha convencido con sus argumentos? -Thornten señalaba hacia el papa-. Él no es capaz de eso… Porque él no tiene las respuestas. Ni él ni su credo ni todos los filósofos juntos. La era de las ciencias naturales ha comenzado definitivamente con la marcha triunfal de la biología; por fin, ahora por fin ha comenzado su incontenible avance. Las ciencias naturales encuentran las respuestas a las preguntas en las que fracasan la fe y la filosofía. Hoy, la fuerza motriz es la biología, su filosofía dominará la era que está por venir. ¿Te enteras, Zarrenthin?
– Usted es un pequeño y sucio egoísta, ¡nada más! -Jasmin vibraba por la excitación-. Usted es un tiburón de las finanzas, no un científico. A usted le falta el respeto al milagro de la vida, sin importar cómo haya surgido o quién lo haya desencadenado. ¡Usted se desentiende de cualquier tipo de responsabilidad! ¡De no ser así, usted nunca habría intentado probar por la fuerza la sustancia genética en Mattias! ¡Para usted solo existe su punto de vista, ni siquiera es capaz de imaginarse que todo, sin importar cómo se llame, parte de un determinado punto de vista! ¡A usted no le importa realmente el conocimiento! Usted quiere que el descubrimiento sea para su empresa. ¡Anhela inmortalizar su nombre y amasar dinero! ¡No desea nada más! ¡Es usted una vergüenza para la ciencia!
La risa desdeñosa de Thornten descompuso el aire.
– La fe y las humanidades tan solo reciclan viejas teorías de pensamiento. ¡Tomar las palabras de la Biblia en su sentido literal! ¡Eso equivale a no avanzar! Sin embargo, las ciencias naturales plantean preguntas. Y en lugar de ahogar nuestra sociedad en el pesimismo y valorar nuestra propia dimensión después de la devastación provocada, ofrecen optimismo, porque con cada nuevo conocimiento genera nuevas preguntas y nuevas propuestas. ¡En verdad, constituimos los nuevos humanistas de este mundo!
Chris reflexionó un momento, pero a continuación meneó la cabeza.
– No, Thornten, usted es igual de perjudicial que los fanáticos de la fe. Su camino no es ningún humanismo. Usted desprecia la humanidad. ¡Sin embargo, ni siquiera es capaz de comprenderlo! Debe existir una tercera vía…
– ¡Yo soy la tercera vía!
La voz del papa sonaba sosegada y convencida.
– ¿Usted? No sea ridículo -Chris meneaba la cabeza-. La infalibilidad del papa. Tan solo la pretensión le descalifica del mismo modo que a ese de ahí.
– Usted se olvida de que la Iglesia ha reconocido la Teoría de la Evolución. La Creación y la Evolución ya no son antagonistas. Juan Pablo II lo ha promulgado; y yo también defiendo lo mismo. ¿Qué prueba más convincente que no fuera el intento de reconciliar la Iglesia y la Ciencia podría imaginarse usted en pro del hermanamiento de ambas ideologías?
– ¿Y a pesar de todo, su misión consiste en destruir los huesos y la prueba? -Chris arrancó una amarga carcajada-. ¿Por qué? ¿Qué hay de reconciliador en ello?
El papa y Chris se escudriñaron hostilmente. Jasmin le zarandeó de nuevo del brazo, pero Chris no permitió que le tranquilizaran.
– Usted me postula como ignorante, pero olvida que he hablado con Ponti. Existe una decimotercera tablilla. ¡Y la tiene usted! Pero hasta ahora no la ha mencionado ni una sola vez. ¿Qué hay escrita en ella?
El papa permaneció observando a Chris durante largo rato. Finalmente, el papa sacó a relucir un pequeño cofrecillo que había permanecido oculto debajo de su sotana, y lo colocó sobre la plataforma rocosa. A continuación, rescató la pequeña tablilla de arcilla de la caja empleando movimientos infinitamente lentos para colocarla circunspecto al lado de las demás.
Instantes más tarde acercó a Chris un trozo de papel.
Chris reconoció el texto. Había visto el fragmento de una copia que le mostró la profesora en Berlín.
– El hermano Jerónimo encontró la tablilla y la traducción en nuestros archivos. Un mero recordatorio: según los textos procedentes de otras tablillas, Etana debía unir los diferentes pueblos o tribus en un solo reino. Esa era la voluntad de su dios. ¡Lea!
Chris y Jasmin se inclinaron sobre la hoja y comenzaron a leer:
Yo hablé: Señor, así sea. Yo te serviré y obedeceré.
Y el Señor me preguntó: «¿Cómo he de recompensarte, pastor?», y yo respondí: «Mitad dios, mitad hombre, busco la inmortalidad, al igual que los dioses».
Pero el Señor habló: «Pastor, hijo del hombre. Resígnate».
Él me condujo afuera hacia la llanura. Toda la tierra estaba cubierta de restos mortales. Entonces me preguntó el Señor: «Tú, pastor y hombre, ¿pueden estos huesos convertirse de nuevo en hombres con vida?».
Yo respondí: «Señor, eso lo sabes tan solo tú».
El Señor habló: «Habíale a estos restos mortales; diles: huesos marchitos, escuchad lo que el Señor os ha de decir: yo os vuelvo a la vida. Haré que os crezcan tendones y carne y os recubriré con piel. Yo os daré mi aliento para que volváis a la vida».
Yo hice lo que el Señor me hubo ordenado. Mientras hablaba escuchaba los crujidos. Los huesos se juntaron unos con otros tal como deben ir unidos. Yo vi cómo tendones y carne crecían sobre ellos y una piel se formaba encima.
Y hubo aliento en ello.
Entonces habló el Señor: «Observa, en ti reside la fuerza; sin embargo, eres y seguirás siendo un hombre. Te doy mil quinientos años para que mi voluntad viva y ocurra a través de ti. Y al final de tus días, tu espíritu subirá al cielo».
Chris posó pensativo la hoja en la tablilla.
– ¿Es de aquí de donde saca su misión?
El papa calló.
– ¡Este Etana era un pastor sumerio! Y usted es el líder del mundo católico.
El papa permaneció escudriñando la tablilla sin decir ni una sola palabra.
– Santo Padre, pienso que él ha de entender cuál es la cruz que está usted soportando -Jerónimo aguardó un breve instante antes de dirigirse a Chris-. Usted debe interpretar el texto en un contexto en el que se encuentren los principales fundamentos de la fe cristiana, si quiere entender al papa.
– Ayúdeme; yo no soy muy ducho en la Biblia -Chris vaciló-. Según lo descrito, este Etana poseía la fuerza de devolverles la vida a los muertos. Así es como lo he entendido yo.
Los ojos del monje se escondían detrás de un velo.
– Sí, parece ser así. Él puede devolverles a los demás la vida. Así podría interpretarse.
– Y él… él subirá al cielo…
Jerónimo agachó la mirada.
– Zarrenthin, según el dogma cristiano, solo existe una sola persona que sea capaz de devolverles la vida a los muertos y que subió al cielo.
Cartuja de la Verne, macizo de los Moros, sur de Francia,
mañana del miércoles
Chris no pudo evitar mirar hacia arriba. El fresco y centelleante azul de la mañana era de una claridad increíble; la misma claridad que ansiaba a su vez para sus pensamientos.
– ¿Acaso entiendo realmente a dónde quiere llegar? -Chris miró a Jasmin, cuyos ojos se habían engarzado en los labios de Jerónimo.
Jerónimo permaneció observando con semblante serio las tablillas.
– Pregunte lo que quiera.
– Etana es capaz de devolverles la vida a los muertos. Cristo hizo milagros: curó a enfermos, ¿pero resucitó algún muerto? Yo no lo recuerdo.
– Él resucitó la hija de Jairo, el hijo de Nain, y Lázaro, uno de sus amigos -Jerónimo hablaba con infinita paciencia.
– ¡Todo mentira! -vociferó Thornten en mitad-. La Biblia es una completa mentira. El Antiguo Testamento con sus diez mandamientos, y el Nuevo Testamento con Jesucristo sobre los que se construye toda la Cristiandad. Todo copiado de Sumeria. Incluso la resurrección de Cristo y sus curaciones a los muertos. Las tablillas lo demuestran. ¿No lo comprende, Zarrenthin?
El papa soltó un grito lleno de furia.
– Basta ya de mentiras desgraciadas. No permitiré que se continúen levantando calumnias contra nuestro Señor. ¡Entrégueme las tablillas! ¡Y las pruebas!
El pontífice estiró con actitud desafiante la mano.
Chris meneaba la cabeza.
– Esto no va a resultar tan sencillo. ¿Quién nos da el derecho a desaprovechar la oportunidad que se esconde en el descubrimiento de este cromosoma?
– ¡Exacto! -Thornten se reía satisfecho-. Zarrenthin, lea los antiguos evangelios apócrifos que no se han recogido en la Biblia. ¿El motivo? En ellos no se dice ni una palabra de milagros o resurrecciones de muertos llevadas a cabo por Jesús. Nada. ¿Y por qué? Porque es falso…
– Zarrenthin, ¿no creerá usted que el texto de la tablilla se corresponde a la realidad? -el papa habló en voz baja, pero temblorosa.
– ¿No son los experimentos con los ratones prueba suficiente? -preguntó Jasmin-. Por el mensaje del texto, se deduce que los huesos, la sangre o las células de Etana poseen esta capacidad… en el cromosoma 47. ¿Sinceramente podemos desechar sin más esta idea? ¿No le corresponde este conocimiento a la humanidad?
– En eso consiste el pecado de la ciencia por el que castigará Dios.
– Usted es un hombre de fe, y sus convicciones proceden de la religión -Chris miraba indeciso a su alrededor-. Este texto de la decimotercera tablilla… esta sorprendente cercanía a Cristo le hace dudar a uno del Nuevo Testamento y de Jesús. Al menos, de aquello que la Iglesia cuenta de él. Por otra parte el decálogo en las tablillas. Y si a todo esto le sumamos que de un hueso, de alguien a quien se le considera un pagano y que veneraba a otro dios, se obtiene una sustancia que permite vivir al hombre bastante más que los ciento veinte años estipulados por la Biblia: ¡pues ya son motivos para la reflexión! Toda su concepción divina se viene abajo: su omnipresencia, sus palabras, su unicidad; todo es mentira, todo es desmentido y destruido. ¡Todos los fundamentos en los que se basa la Cristiandad!
– ¿Se le puede negar por lo tanto este descubrimiento a la Humanidad y la Ciencia? -Thornten interrumpió enojado el discurso-. ¡Eso equivaldría a la Edad Media de la Inquisición y las hogueras!
– No, eso no es así -el papa había permanecido durante todo el rato observando las tablillas y elevó ahora con decisión la cabeza-. Olvidémonos por un momento del aspecto religioso. ¡Centrémonos en la cuestión de nuestros actos! Las ciencias deberían comprobar al menos si aquello que le hacen al mundo constituye en ocasiones un acto objetivamente criminal. Zarrenthin, ¿ha visto en alguna ocasión imágenes de perros a los que se les ha cosido la cabeza de un mono? ¡Si ya está ocurriendo de todo!
– ¡Vaya! Ya comienza a claudicar. Ya que no puede avanzar con su monserga religiosa, recurre ahora a la moral -Thornten se reía excitado-. Zarrenthin, no permita que se destruya la única oportunidad de la que dispone la humanidad.
– ¡Usted es científico, y a pesar de ello no lo quiere entender! -el papa echaba pestes en dirección a Thornten-. Ya hemos hablado suficiente -el papa giró hacia Chris y abrió la mano.
Chris dio media vuelta sin saber qué hacer, buscando perdido la mirada de Jasmin.
– ¡Yo ya no sé lo que es lo correcto! -gritó. Estaba agotado. En su cuerpo le retumbaban los dolores, y las piernas le temblaban. ¿Cuándo iba a colapsar? Ya no podía faltar mucho para ello. Pudo sentir un vacío cada vez mayor. La indiferencia se estaba adueñando de sus pensamientos y su voluntad. Que así fuera. Él tan solo quería desaparecer de allí. Con Jasmin, pero desaparecer.
– ¡Pero yo sí! -respondió una voz.
Chris se estremeció. Él conocía muy bien esa voz con su triunfante determinación.
Marvin apareció de repente a través de las sombras de las ruinas del muro situado al este. A su lado caminaba Barry con Mattias en brazos. El chico permanecía recostado contra Barry como si estuviera durmiendo.
– ¡Mirad a quién tengo aquí! -gritó Marvin mientras apuntaba su pistola a la cabeza del niño-. Zarrenthin, haremos un trato muy sencillo. ¡El niño a cambio de la prueba, los huesos y las tablillas!
Marvin y Barry se iban acercando. Thornten cambiaba el peso de su cuerpo de un pie a otro sin sosiego.
Anna se despertó de su espanto y gritó de forma histérica el nombre de su hijo, e instantes después empujó a Jasmin hacia un lado y salió corriendo.
De súbito, Chris recobró de nuevo su ímpetu y se arrojó en su camino, y ambos cayeron de bruces.
– ¡No le va a pasar nada! ¡No le va a pasar nada! ¡Lo prometo! -gritaba Chris una y otra vez mientras presionaba a Anna contra el suelo hasta que ella, presa de un abatimiento desesperado, lloraba desconsoladamente.
Chris dio un salto y alzó el maletín del suelo, colocándolo en la improvisada mesa de piedra. Sacó circunspecto la inyección con la prueba genética preparada para su uso.
– ¡Aquí está! -a paso lento se acercó hacia Marvin al mismo tiempo que mantenía el brazo en alto con la inyección en la mano.
– ¡Quédese donde está! -gritó Marvin-. Entréguele la inyección al papa.
Chris dio media vuelta y le ofreció la inyección al papa.
– ¡Este no es nuestro camino, Marvin! -gritó el papa con voz decidida-. ¡Sin violencia!
– El suyo quizás no, pero yo no tengo tantos escrúpulos. ¡Los Pretorianos protegen la palabra de Dios! ¡Con todos los medios! ¡Usted fracasa en su cometido! -Marvin contempló enfadado el papa-. ¡Hágalo de una vez!
– ¡No! -el grito de Thornten estaba lleno de desesperación-. ¡Miradlo vosotros! -Thornten se agachó y abrió la puerta de la jaula portátil. Metió la mano y poco después la sacó de nuevo. Tan solo la cabeza del ratón sobresalía entre su puño-. Estaba casi muerto, con una herida abierta en el estómago, pero vive. ¡Su herida se ha curado! ¡Mirad! No cometáis un pecado contra la humanidad.
– ¿Quién demuestra que la herida de la barriga no sea una mentira? -gritó Jerónimo.
– ¡Obsérvenlo por ustedes mismos! -Thornten agarró el ratón por el pellejo de la nuca. El animal pataleaba como en un patíbulo.
– Yo sí he visto la herida -murmuró Chris.
– Como en un truco de juego de manos. Antes eran cuatro ratones. ¡Y ahora él nos está enseñando uno sano! -gritó Jerónimo.
– No. ¡Los demás ratones han desaparecido! -dijo Chris mientras echaba una mirada impotente a su alrededor.
– ¡Zarrenthin, no voy a esperar más! -Marvin dominó con su voz los gritos de Thornten y levantó el cañón de su pistola mientras tensaba visiblemente el gatillo.
– ¡Piensa en Mattias! -gritó Jasmin a Chris, cuando ella comprobó que él continuaba vacilando-. ¡Dale lo que quiere!
– He visto al ratón hace un rato. Estaba casi muerto. Pero si eso fuera cierto… -Chris suspiró aliviado cuando encontró la salida-. Pero eso ya carece de importancia. Tres ratones han desaparecido; y tres son los ratones que portan consigo ahora el cromosoma.
– ¡Es usted un idiota ignorante! -gritó Thornten-. Estos animales quizás dispongan de una vida muy larga si no caen en las garras de algún depredador. Sin embargo, nunca podrán transmitir su capacidad a su descendencia: ¡sus células madre no se han modificado!
Marvin reía.
– ¿Lo ve, Zarrenthin? Nada ha cambiado.
– ¡Dásela ya de una vez! -los ojos de Jasmin centelleaban con perfidia-. ¡Dásela!
– Coja usted la prueba. Al niño no ha de sucederle nada -murmuró Chris al mismo tiempo que le ofrecía la inyección al pontífice. El papa alargó la mano con decisión.
– ¡Idiotas! -Hank Thornten obligó a la vicaria a que se arrodillara y colocó el cañón del arma en la parte posterior de su cabeza.
– Eso no cambiará nada. Ha perdido -Marvin se reía de él con burla-. ¡Quédese donde está!
Anna, después de la caída, había permanecido sentada y callada en el suelo. Sin embargo, de pronto se levantó y se acercó ahora a paso lento en dirección a Marvin y Barry.
– ¡Quédese donde está! -gritó Marvin una vez más.
Anna ignoraba sus voces. La piedra, similar a un puño, que sostenía en su mano le daba fuerzas. Su brazo temblaba por la tensión mientras caminaba con paso firme hacia Barry, quien miraba indeciso a Marvin.
– ¡Quédese donde está! -el cañón del arma de Marvin viró de Mattias en dirección a Anna.
– ¡Haz algo! -jadeó Jasmin hacia Chris.
– ¡No dispare! -gritó el papa.
Anna levantó el brazo.
Chris alargó la mano a la cintura del pantalón, sacó la pistola y apretó el gatillo.
El golpe de Anna impacto en el centro de su frente. El hueso frontal se quebró entre crujidos, y la presión del hueso desplazándose hacia el interior provocó que perdiera el conocimiento.
Marvin permaneció inusitadamente petrificado, y a continuación su cabeza descendió hasta el pecho. Con los dedos de la mano izquierda manoseaba el agujero de su tórax. Finalmente se derrumbó entre suspiros.
Entre tanto, Anna dejó caer la piedra y tiró los brazos hacia delante para recoger a su hijo que se estaba deslizando entre los brazos de Barry.
Thornten se abalanzó hacia el papa y Trotignon y Calvi abrieron fuego al mismo tiempo. Mientras del pecho de Thornten manaba sangre, sobre la base de su nariz se abría un segundo agujero. Acto seguido, Zoe Purcell empujó entre voces a la vicaria hasta hacerla caer y apretó el gatillo. El disparo de Chris había impactado en Zoe Purcell demasiado tarde.
El presidente de Tysabi permaneció por un instante de pie a la vez que adelantó un pie como en una escena a cámara lenta. Sus ojos se habían clavado en el pontífice e intentó arrastrar a continuación su pierna izquierda hacia delante, pero sus fuerzas ya no se lo permitieron.
Instantes más tarde, se derrumbó en el suelo cuarteado de piedra, abriéndose su mano. El ratón se deslizó a través de la mano estirada y correteó obnubilado en zigzag por el suelo. Después, desapareció detrás de una roca.
– Se ha pedido ayuda. Pero tardará en llegar -Trotignon continuaba de pie al lado de la priora, de rodillas sobre las piedras, sosteniendo la cabeza de la vicaria en su regazo.
El medico que acompañaba al papa hizo lo que estaba en sus manos. Detuvo la hemorragia externa del disparo en el vientre y acabó por suministrarle una inyección a la vicaria para calmar sus dolores. Sin embargo, para luchar contra las hemorragias internas del cuerpo de la vicaria se vio impotente.
Chris se hubo sentado con Jasmin a pocos metros de distancia. Anna sostenía a Mattias en brazos mientras lo mecía suavemente.
Chris escudriñaba a la moribunda vicaria.
– ¿Por qué no lo intenta? -Chris pensó en la valentía con la que la monja había defendido a Mattias en la pequeña capilla.
– ¿Qué?
– La inyección. Si ha causado efecto en el ratón, quizás disponga la monja también de una oportunidad -pensó en la ironía del destino. Hacía tan solo una hora habían intentado que no se hiciera uso de la inyección. Sin embargo, en estos momentos pensaba precisamente lo contrario.
Jasmin meneó la cabeza.
– A él ni siquiera se le pasa por la cabeza.
– Por cierto, ¿dónde está?
– Está rezando en la capilla.
– Al menos debemos intentarlo. ¡Ven!
Chris se incorporó y marchó junto a Jasmin, abriéndose camino entre el personal de seguridad, en dirección a la capilla situada al lado de las ruinas de la iglesia. Entraron en una antesala provista de sencillas sillas antes de poner los pies en la capilla propiamente dicha, la cual estaba reservada solo a las hermanas de Belén.
La elevada pero ajustada estancia era luminosa, se conservaba con ascetismo, y el único mobiliario al lado del altar estaba compuesto por los asientos de haya del coro delas monjas situados a ambos lados de la capilla. El papa se encontraba tendido bocabajo sobre las placas de piedra delante del altar; sus brazos permanecían estirados por los costados.
Detrás de él y a una distancia conveniente, se encontraba Jerónimo de rodillas en el suelo.
Cuando se dispusieron a entrar en la capilla, el monje se giró de súbito y levantó con un gesto de rechazo la mano. Ellos vacilaron unos instantes, pero a continuación prosiguieron caminando. Pero Jerónimo se levantó y les obstruyó el camino.
– No molesten al Santo Padre. Está buscando el consejo del Señor.
– La monja se muere.
– ¿Cree que él no lo sabe?
¡Quizás pueda salvarla! -murmuró Chris mientras observaba el cuerpo espasmódico del papa-. La prueba podría…
– ¡Habla, Padre!
Era un grito de desesperación.
El papa levantó la cabeza hasta la nuca al mismo tiempo que su cuerpo continuaba tendido en el suelo.
– ¡Con toda humildad ruego tu consejo!
Chris calló confuso. Ahí yacía delante de él en el suelo uno de los hombres más poderosos del mundo e imploraba ayuda, porque no sabía cómo continuar.
– ¿Por qué callas? Señor… ¡por favor!
– ¿Qué…?
– ¡Psst! -siseó el monje cuando volvió a resonar la voz del papa.
– La monja se está muriendo. San Benito dice: «El cuidado del enfermo debe prevalecer y estar por encima de todo: uno debe servirle como si realmente se tratara de Cristo».
El papa gritaba embargado por la desesperanza a la vez que su cabeza se tambaleaba por el esfuerzo.
Jasmin dio un paso de forma espontánea hacia delante, pero el monje la cogió del brazo y su agarre férreo la detuvo.
– No. Tiene otra de sus visiones.
El papa, con las manos cerradas en puños, golpeaba descontrolado el suelo de piedra.
– Señor… ¡Responde! ¡Háblame!
La furiosa llamada inicial se convirtió más tarde en un profundo sollozo, el cual dio paso finalmente a unos quejidos capaces de romperle a uno el corazón.
Chris comenzó a temblar mientras se escuchaba a sí mismo jadear, como si fuera él mismo quien soportaba esa carga tan pesada que oprimía al Sumo Pontífice. A Jasmin parecía ocurrirle lo mismo; sus dientes castañeteaban de forma descontrolada.
– ¡Lo sé! ¡Lo sé! -gritó el papa-. ¡La culpa le pertenece al pastor!
La cabeza del papa cayó hacia adelante en el suelo de piedra. Un estremecimiento le recorrió desde los hombros hacia abajo por todo su cuerpo. Una y otra vez, su cuerpo daba respingos. Momentos después, su cuerpo se relajaba y el papa jadeaba fatigado.
Pasaron unos minutos hasta que el pontífice se hubo levantado, no sin cierto esfuerzo. Se apoyaba en su báculo pastoral y avanzaba con pesadez hasta el altar. Su espalda se mantenía encorvada y el báculo vibraba; tal era el temblor descontrolado de su brazo.
Por fin el papa alargó su mano izquierda y tomó la inyección con el líquido rosáceo.
El pontífice se dio media vuelta y Chris se estremeció.
Su rostro mostraba una palidez cadavérica y profundas arrugas; como si hubiera envejecido varios años.
Parecía no ver a nadie mientras mantenía clavada su mirada, con los ojos vacíos y como en trance, hacia la salida de la capilla.
La madera ardía envuelta en llamas. Las llamaradas daban zarpazos mientras se retorcían y se desplazaban hacia los lados; a continuación ascendían de nuevo verticalmente hacia arriba. Desde occidente, donde en el cuadrado del pequeño claustro faltaba el muro, penetraban una y otra vez nuevas ráfagas de viento, avivando en cada ocasión la lumbre.
Chris y Jasmin permanecían de pie en la parte despejada mientras miraban hacia abajo en dirección al camino occidental que conducía al monasterio, lugar en el que continuaban humeando los escombros del helicóptero ceñido al muro del monasterio.
Tres de los hombres de Trotignon caminaban a hurtadillas entre los cadáveres, a pesar de que el médico había declarado que nadie de los de allí abajo seguía con vida.
Los dos se encaminaron de nuevo al pequeño patio. El papa se encontraba erguido delante del fuego mientras mantenía clavada su mirada en dirección a las llamas. A su lado aguardaban Jerónimo y Elgidio Calvi, quien no cesaba en el empeño de mirar su reloj.
El cuadrado se encontraba a la sombra de la capilla. El sol había superado en todo este tiempo la altura de las crestas de las montañas, inundando los bosques de los valles con la reconfortante luz de la mañana. Sería al final del mediodía cuando el sol cobró suficiente altura para que sus ardientes rayos alcanzaran aquel lugar.
El papa hizo un gesto con la cabeza y acto seguido Jerónimo abrió el maletín. Poco a poco rescató los restos de los cultivos de células y las pruebas de tejido del ratón muerto y se los entregó al pontífice, quien los arrojó con decisión al fuego.
Por último, el papa sostuvo la inyección con la prueba lista para su uso en la mano. Este dio dos pasos al frente. Por un segundo pareció que se iba a caer. Sin embargo, antes de que Calvi pudiera reaccionar, el pontífice ya se tenía de nuevo bajo control.
El brazo del papa describió un amplio arco durante el lanzamiento. Chris vio caer el émbolo en uno de los tizones ardientes, donde permaneció tendido fácilmente visible.
El fuego parecía arder de pronto con mayor vehemencia. Ráfagas de aire arribaban, las llamas flameaban con mayor claridad y el crepitar del fuego le penetraba a Chris con mayor estruendo en los oídos.
Su mirada quedó atraída por el ardiente tizón sobre el que se encontraba el émbolo. Las zonas ennegrecidas por el fuego de la madera mutaron en millones de puntos incandescentes y las llamas flameaban en un intenso azul, tornándose más arriba rojas y amarillentas.
Tardó un rato hasta que estallara el émbolo. El líquido se evaporó y se mezcló sin más con el humo de la madera.
Sin mediar palabra, Benedicto se dio media vuelta y abandonó con pesadumbre el pequeño claustro. Elgidio Calvi le seguía con el maletín que contenía ahora tan solo las tablillas y los huesos.
– Así de fácil es -murmuró Chris a la vez que contempló a Jasmin.
Acto seguido se les acercó Jerónimo.
– Así de difícil fue -contradijo el monje, quien había escuchado las palabras de Chris.
– ¿El es consciente de lo que acaba de hacer? -quiso saber Chris-. Yo no hubiera podido hacerlo.
El monje lo examinó con insistencia.
– Yo estoy seguro de que sí sabía lo que hacía. Y es bueno que así sea.
– Bueno, usted es un hombre de la Iglesia. No se puede esperar de usted otro tipo de respuesta.
– «No puede ser que coma también del árbol de la vida. ¡Pues vivirá para siempre!» -exclamó Jerónimo.
– Sí, sí. Las palabras de la Biblia. Al menos ha procurado que no se pongan en duda los cimientos de su fe.
– Ha hecho mucho más que eso para la humanidad.
– Eso sí que me interesa.
– Él actuó en el sentido de la Evolución, y por lo tanto también en el sentido de la humanidad.
– Los científicos opinarán seguramente de forma muy diferente.
– No lo creo. Piense en la Evolución, la Biblia de los científicos: si no existiera la muerte, no existiría la vida. Solo a través de la muerte y la vida renovada se desarrollan las especies. La vida y la muerte dependen la una de la otra. Son hermanas inseparables. No hay ningún camino capaz de deshacer este axioma de la evolución. Este descubrimiento no corresponde a la Iglesia, sino a la ciencia.
– Pero esto no le va a servir de ayuda a la reconciliación ente la fe y la ciencia.
– No hagamos caso de los fanáticos. Los entendidos y tolerantes de ambas partes han conseguido llegar mucho más lejos, pues saben que las ciencias naturales son un oficio divino. ¿Y hacia qué va dirigido el oficio divino de los creyentes? Hacia la creación. ¿Ya qué nos referimos con la Creación? Eche un vistazo a su alrededor. Ambos se refieren a lo mismo, solo que lo definen con otras palabras.
Roma, miércoles
Normalmente, la audiencia general del pontífice delante de la catedral de San Pedro solía dar comienzo los miércoles a las diez y media. Sin embargo, eran ya las once.
– Ya no siento mis posaderas -gruñó Philipp a la vez que se secaba con el antebrazo el sudor de la frente. El sol llevaba martirizándole la cabeza desde hacía horas.
Habían pasado su última noche en Roma delante de la Fontana di Trevi y se habían apresurado en sortear antes de las ocho las barreras de la plaza para asegurarse un lugar cerca de las escalinatas.
– Ya vendrá -Anja se pasó la mano por su corto y oscuro cabello a la vez que se dejó contagiar por el alegre ambiente que emanaba la muchedumbre.
Las filas gris oscuras repletas de sillas de plástico situadas en la parte anterior de la plaza ya habían sido ocupadas al amanecer. Mientras, en la superficie restante de la plaza, las personas se encontraban de pie apretujándose unas con otras.
– No dejo de pensar en el tipo que durante nuestro viaje de ida nos llevó durante un trecho.
Philipp miró hacia uno de los enormes monitores que se ubicaban a ambos lados de la plaza y que transmitían alternativamente imágenes de las diferentes aglomeraciones de personas o las caras de los clérigos situados más arriba, debajo del baldaquín.
– Te refieres a ese antiguo policía que iba de camino para ver a ese marchante de arte -Anja sabía perfectamente a quién se refería Philipp.
– Sí, a ese me refiero. -Philipp miró hacia las escalinatas situadas delante de la catedral de San Pedro. El gigantesco baldaquín le ofrecía una agradable sombra a los dignatarios de la Iglesia, quienes poco a poco tomaban su asiento detrás del sillón vacío del papa-. ¿Habrá realizado su transporte con éxito?
Observaba con detenimiento las filas de asientos que se alargaban a izquierda y derecha del baldaquín, donde a una distancia respetuosa detrás de las barreras, semana tras semana, se sentaban los privilegiados, los elegidos, los invitados.
Una voz procedente de los altavoces comenzó a retumbar de pronto.
– ¿Qué dice? -preguntó Philipp.
– El papa viene de camino desde Castelgandolfo, su residencia de verano. Su helicóptero sufrió un problema en el motor. Por eso se retrasa, pero dentro de poco estará aquí.
Entre la maraña de voces procedentes de todas las partes del mundo, que parecía resurgir de nuevo, se entremezclaba el canto de diferentes grupos juveniles y parroquias, que realizaban una vez más una de sus pruebas, antes de que se les permitiera entonar sus canciones en honor a Dios, el papa y la fe cristiana.
Poco después, dos helicópteros sobrevolaron el Vaticano. Philipp pulsó repetidas veces el disparador de su cámara fotográfica. Pocos momentos más tarde, el obispo de Roma avanzaba, colocado de pie en la parte trasera y abierta de un pequeño coche blanco, a través de las vocingleras y jubilosas masas. El papa mantenía la mano izquierda aferrada en una barra lateral al mismo tiempo que saludaba sonriente con la mano derecha.
El vehículo se deslizaba por las calles que se mantenían libres por toda la plaza. A continuación, el vehículo ascendía botando ligeramente por la rampa. El Vicario de Cristo se apeó y se sentó en su silla debajo del baldaquín.
Antes de que el papa diera comienzo a su audiencia, Philipp echó un apresurado vistazo a la toma de las últimas fotos.
Si hubiera observado con mayor detenimiento las imágenes con los dos helicópteros en vuelo, quizás se hubiera dado cuenta de que los helicópteros portaban emblemas nacionales franceses.