LIBROCUARTO.LA TENTACIÓN

«Si fueron capaces de completar esta obra,

ahora nada de cuanto se propongan les será imposible.

Realizarán todo lo que les venga a la mente».

Génesis


Capítulo 29

Fontainebleau,

mediodía del domingo


– Al menos es puntual -gruñó Henry Marvin cuando vio pasar el Citroën que había enviado al aeropuerto. Sonreía triunfante mientras apretaba con exagerada fuerza la mano de monseñor Tizzani.

Monseñor sintió dolor, pero no arrugó la cara, más bien observaba la capa de Marvin con una sonrisa cargada de desdén.

– Una sotana con el más fino brocado y con exquisitos bordados. No está nada mal, querido Marvin. ¿Sabía usted que antaño se llevaba con una capucha como protección contra la lluvia, y que simbolizaba la riqueza de su dueño? -Tizzani señalaba hacia la parte rectangular de la nuca.

– Conozco muy bien la historia de esta prenda, querido Tizzani -Marvin exageró su réplica a la quemazón-. Se desarrolló a partir de la cogulla de los monjes en tiempos de los carolingios…

– Entonces sabrá también que en la actualidad los sacerdotes la utilizan durante sus celebraciones litúrgicas al aire libre. ¿No le basta la dirección terrenal de la congregación? ¿También desea convertirse en sacerdote? -Tizzani permaneció mirándole taimado-. En el escudo del nuevo pontífice se ha prescindido de la tiara, la corona como signo del poder terrenal. Benedicto, un papa de la era moderna, fue el primero en renunciar a ella. ¿Desea más que el propio papa?

Marvin sometió la cólera en su interior y se tranquilizó a sí mismo con la idea de que Tizzani deseaba disimular con oprobios el motivo de su viaje. Era una buena señal que Roma reaccionara con esa presteza a su llamada. A pesar de todas las santurronerías anteriores, estaban a todas luces fervientemente interesados en conocer sus hallazgos.

– Cuenta con apoyos, querido Marvin. Yo, por el contrario, estoy solo -Tizzani hizo un gesto con la cabeza en dirección a Eric-Michel Lavalle y Brandau, quienes esperaban expectantes detrás de Marvin.

Marvin, mientras señalaba hacia detrás, halló remedio diciendo:

– El señor Lavalle es mi mano derecha y se ocupa de nuestra inminente ofensiva en defensa de la fe. Además es experto en lenguas muertas. Y el estimado Thomas Brandau es, al igual que usted, hombre de Iglesia. También él es capaz de leer estos idiomas antiguos, y apoya la causa de los Pretorianos desde Berlín.

– Vaya, vaya.

Monseñor Tizzani reclinó la cabeza hacia la nuca y permaneció observando detenidamente el edificio principal. La casa solariega de fachada renacentista fue construida en medio de la campiña a finales del siglo XIX, medía prácticamente setenta metros de largo y veinte de ancho y se desmembraba en cinco construcciones distintas, y contaba con una sola planta en sus extremos. Sin embargo, conforme se posaba la vista hacia el centro, el edificio se transformaba primero en dos plantas hasta convertirse finalmente en su parte central en uno de tres.

El carácter emergente del edificio se veía reforzado aún más por sus altas y estrechas ventanas. En los tejados de los diferentes edificios se alzaban hacia el cielo incluso hasta diez chimeneas.

– Sus trabajos de restauración son realmente imponentes -murmuró el sacerdote de la curia romana.

– A la altura de los Pretorianos -dijo Marvin satisfecho mientras le señalaba el camino.

– Usted conoce la opinión que tienen sus enemigos de todo esto -murmuró el monseñor.

– ¡Yo no conozco a ningún enemigo al que tenga que tomar en serio! -Marvin sonreía autocomplaciente-. Los Pretorianos están todos de acuerdo. En Roma las cosas han de ir de otra forma…

Transcurrió casi una década desde que Henry Marvin había decidido construir la sede central de los Pretorianos en Fontainebleau, cuando le habían ofrecido esta enorme finca a casi cincuenta kilómetros al sudeste de París.

Esta ciudad cargada de historia, en cuyo palacio real abdicó Napoleón Bonaparte, se ubicaba lo suficientemente cerca de París y de las conexiones de transporte internacionales. A pesar de ello el lugar, con sus apenas veinte mil habitantes, resultaba agradablemente tranquilo y suficientemente alejado del estrés de la metrópolis.

– ¡Sus enemigos opinan que esta es su forma de vilipendiar el dinero de sus hermanos de la congregación!

– Tonterías. Fue una compra favorable. Pero con el paso del tiempo todo resulta más fácil de manipular -Marvin, a través de la compra, le había concedido a un desdichado conde la gracia de una lujosa vejez, después de que este hubiera perdido toda su fortuna a través de las especulaciones en bolsa.

La propiedad lindaba, escondida, con un espacio natural de veinticinco mil hectáreas en las proximidades de Fontainebleau, cuyos bosques de encinas, pinos y hayas constituían uno de los destinos favoritos de los parisinos. Las caprichosas formaciones de piedra arenisca formaban un reto importante para los amantes de la escalada, pero a pesar de ello, casi nadie solía perderse en este rincón del bosque.

Entraron en la casa solariega, cuya edificación central albergaba la sala de recepción y en cuyos extremos, situados a izquierda y derecha respectivamente, dos pasillos conducían hasta las diferentes habitaciones.


– ¿Qué hay sobre el reconocimiento de la Orden? ¿Hemos dado algún paso hacia delante?

Mientras comían en una de las salas anteriores, Tizzani había aguardado durante todo ese tiempo a escuchar precisamente esa misma pregunta.

– La congregación de los Pretorianos de las Sagradas Escrituras contaría sin duda alguna con mayores apoyos si a su cabeza, al igual que ocurre en el Opus Dei, hubiera sacerdotes consagrados. ¿Me perdona que sea tan franco en mi respuesta?

– Afortunadamente, la curia en Roma no lo ordena todo -contestó Brandau.

– Los obispados alemanes son conocidos por su postura, en ocasiones crítica y obstinada -respondió Tizzani con una leve sonrisa en los labios-. Sin embargo, que yo recuerde, el poder de convicción de la curia romana continúa siendo inquebrantable como antaño.

Las mandíbulas de Marvin se frotaban entre sí como dos gigantescas piedras de molino. «Tizzani es el solicitante, pero se comporta con aires de grandeza. Si no trae las respuestas apropiadas, puede irse por donde ha venido».

– Hay personas en el Vaticano que tratan de convencer al Santo Padre de que el reconocimiento como orden o incluso como prelatura personal para los Pretorianos constituiría una decisión equivocada. El comportamiento intransigente enturbiaría el compromiso y el equilibrio alcanzados entre la Iglesia y la Ciencia.

– Si quiere saber mi opinión, hasta ahora hemos estado cavando nuestra propia tumba -Marvin tomó un trago de vino tinto y dio un chasquido de forma aprobatoria con la lengua-. Despertaremos al mundo de su letargo.

Tizzani arrugó la cara. «¿Qué pretende este loco?».

– Se necesita más tiempo del esperado. El papa está muy ocupado en otros asuntos, que hacen que sea más probable que no se realice ninguna afirmación hasta su elección…

– ¿Entonces para qué ha venido? -comenzó a gritar Marvin fuera de todo control-. ¿Me quiere tomar de nuevo el pelo como ya hizo conmigo en Montecassino? -y dio un puñetazo en la mesa, provocando que se cayera la copa cuyo vino tinto se desparramó como una mancha sanguinolenta sobre el blanco mantel de Damasco.

Tizzani elevó con un gesto reconciliador las manos.

– Sin embargo, si los servicios de la orden resultan ser realmente convincentes… por eso estoy aquí, para comprobar…


* * *

Las paredes de la habitación estaban provistas de estanterías de libros laboriosamente talladas, cuyas imágenes artísticas reflejaban escenas bíblicas en miniatura.

Los libros se sucedían uno tras otro. Sin embargo, había solo uno: la Biblia.

– Los Pretorianos coleccionan las versiones más variopintas de las Sagradas Escrituras procedentes de todo el mundo. Yo mismo superviso la catalogación junto con un archivo en imágenes -explicaba Marvin mientras hacía un gesto aprobatorio hacia Lavalle y Brandau-. ¿Este tampoco lo conoce todavía, verdad?

Estaban de pie en el centro de la pared de libros cuya parte central parecía tener un lugar destacado. El hueco lo rellenaba una vitrina de cristal de aproximadamente dos metros de altura. La vitrina sobresalía medio metro de la pared a la habitación, de tal forma, que se podía admirar su contenido desde tres lados diferentes. Varios sensores diminutos situados en el interior del cristal atestiguaban que la vitrina contaba con un sistema de seguridad electrónico.

Un doble fondo de cristal dividía la mitad superior de la vitrina. En cada fondo reposaban pequeños atriles, que se asemejaban a musiqueros. Había dos en cada extremo de los fondos, y uno en la parte frontal respectivamente.

En los atriles descansaban diez hojas de pergamino. Se trataba de hojas escritas a mano cuya caligrafía, casi dibujada en lugar de escrita, irradiaba una fuerte personalidad, aun cuando el color de las letras se había descolorido.

– Como sabe, se considera comúnmente el Códice B 19A de la Biblioteca Pública de San Petersburgo como la versión completa más antigua de la Biblia escrita a mano -dijo Marvin.

– El Códex Petropolitanus. El texto completo más antiguo en hebreo -murmuró Lavalle-. Escrito por los masoretas, quienes añadieron signos vocálicos a los textos de la Biblia aún más antiguos que habían sido redactados en escritura consonántica -en la voz de Lavalle retumbaba una cierta emoción científica.

– Tengo que contradecirle en un aspecto fundamental, Lavalle. En realidad, el Códice de Aleppo continúa siendo unas décadas más antiguo, y constituye por lo tanto la versión más antigua de la Biblia arcaica -Henry Marvin se encontraba de pie con los brazos estirados hacia ambos lados delante de la vitrina. Su pequeña y fuerte figura emitía un orgullo sin límites por los cuatro costados.

– Pero, por desgracia, no se ha conservado en su totalidad -Tizzani sonreía-. ¿Por eso enfatizó Lavalle el tono de su respuesta, verdad?

– Se había conservado en su totalidad su texto bíblico en hebreo, el cual, por el contrario, es bastante más reducido en su extensión con respecto al texto bíblico griego procedente de los judíos de la diáspora -Marvin sonreía seguro de sí mismo.

– No importa. Para nosotros los cristianos, la Vulgata [51] sigue siendo esencial en la Iglesia católica.

– No se ofenda tan rápido, monseñor Tizzani -Marvin sonreía divertido-. Aquí no se trata de una cuestión de fe. Yo hablo de una única realidad histórico-cultural.

Lavalle soltó divertido una pequeña risotada.

– La realidad es que no existe una única Biblia. La traducción de San Jerónimo del siglo IV fue asimismo un intento para superar las diferencias entre la Biblia hebrea y la griega.

Monseñor Tizzani levantó las manos.

– ¿De qué Biblia proceden estas hojas?

– Son diez páginas de las ciento noventa y dos que le faltan al Códice de Aleppo -la voz de Marvin era un pozo de vanidad.

Monseñor Tizzani apartó a Lavalle con una mueca despótica de su sitio y clavó su mirada en los pergaminos sin mediar ni una sola palabra.

– ¿De dónde los ha sacado? -Tizzani desmembraba las palabras en largas sílabas.

– Ese es mi secreto -Marvin se rio lleno de orgullo-. En 1947, la sinagoga de Aleppo se había convertido en pasto de las llamas, después de que las Naciones Unidas decidieran la división de Palestina y la creación del estado de Israel. El códice se había deteriorado bastante. Fue dividido, y los miembros de su comunidad escondieron las diferentes partes. En 1959 fueron transportados clandestinamente a través de Turquía con destino a Jerusalén. Solo doscientas noventa y cinco páginas de cuatrocientas ochenta y siete vieron su destino.

– Y estas de aquí…

– Bueno, de las páginas que han desaparecido, diez permanecen hoy en día aquí -la voz de Marvin albergaba un tenebroso y amenazador tonillo-. Con esto solo le quiero demostrar la seriedad con la que se toman los Pretorianos su tarea. Pues ahora somos nosotros los que debemos ocuparnos de la escoria del paganismo.

Marvin presionó el botón de un control remoto, y una de las paredes se deslizó casi sin ruido alguno, separándose en varias secciones, hasta desaparecer. En la pequeña estancia posterior había colocados una mesa y varios sillones de cuero.

Finalmente se apagó el silencioso ronroneo del motor eléctrico. Como por algún encanto, varios conos situados en el techo proyectaron una sola luz, hacia abajo, en dirección al tablero en el que descansaban doce tablillas de arcilla, tres huesos y un clavo de fundación de color pardo.

Marvin se acercó a la mesa, estiró la mano, titubeó, y la encogió de nuevo lentamente.

– Por desgracia, ahora hemos de prestarle mayor atención a esto y no a los restos de la Biblia de Aleppo -su voz sonaba ronca y una breve sacudida recorrió su cuerpo hasta que instantes después se hubo dominado de nuevo. Caminó hacia un lado y se sentó con gesto sombrío en uno de los sillones.

Acto seguido, Lavalle recogió sus anotaciones realizadas a mano que descansaban sobre la mesa al lado de las tablillas.

– Estos también son tesoros incalculables.

– ¿Cómo puede equiparar esos textos paganos en tablillas de arcilla con la palabra del Señor? ¡Lavalle! ¡Contrólese! -le interrumpió Marvin salido de tono a quien de pronto le invadieron las dudas como un enjambre de langostas. «¿Dónde está el espíritu de los Pretorianos? Lavalle debe superar aún la prueba de madurez…». De eso se iba a encargar él lo antes posible.

Lavalle sonreía autocomplacido, a pesar de las palabras de exhortación, mientras enrollaba las hojas en sus manos.

Monsieur Brandau y yo hemos repasado de nuevo el texto y lo hemos comparado con el contenido de la traducción fraccionada que el monsieur Brandau trajo consigo de Berlín.

– ¿Qué pone en las tablillas? -preguntó Tizzani a la vez que acariciaba suavemente una de ellas con los dedos de su mano derecha y sus ojos se posaron pensativos en los huesos. «Preste atención a los huesos», le había dicho el Santo Padre antes de emprender el viaje.

– Está bien. Primero hablaremos de los textos de Nabucodonosor II. Según mis conocimientos, se trata de la primera descripción que se refiere explícitamente a una campaña militar de Nabucodonosor En contra Kish y que aporta al mismo tiempo el motivo de la misma.

Lavalle parecía salirse fuera de sí. Su cuerpo se tensó de forma abrupta, y su alegre excitación tuvo su fiel reflejo en las vibraciones de su voz cuando comenzó a leer.


Yo soy Nabucodonosor, rey de Babilonia, el venerable príncipe, el protegido de Marduk, el favorito de Nebo [52], el precavido, el que busca la sabiduría, el que respeta los designios de su divinidad, el que se postra ante su reverencia y magnificencia, el gobernador de la ciudad, el que nunca se agota, el que se preocupa a diario de la conservación de Esagila y Ezida [53], el que procura el favor para con Babilonia y Borsippa [54], el sabio, el que está presto para la oración el varón primogénito de Nabopolassar, rey de Babilonia.

Desde que Marduk, el gran señor, erigiera la cabeza de mi majestad real y me encomendara el reino sobre todos los hombres, desde que Nebo, el protector de todo el cielo y la tierra, me hubiera colocado con justicia el cetro en mi mano para guiar a todos los pueblos y en pos del desarrollo fructífero de la humanidad, les venero; soy consciente de su divinidad al invadirme la devoción ante el dios y la diosa al pronunciar sus venerables nombres. Gracias a su misericordia, he recorrido tierras lejanas, montañas remotas desde el mar superior al inferior, caminos tortuosos, senderos prohibidos en los que el paso era incierto y el pie no encontraba descanso, carreteras llenas de contrariedades y caminos sedientos.

Aplasté a los rebeldes, hice prisioneros a los enemigos. Mantuve el orden en el país, hice medrar al pueblo de manera fructífera. He apartado a los malos y malignos de entre el pueblo. He traído plata, oro, piedras preciosas, todo aquello de valor y magnificencia, abundancia brillante, productos de las montañas, tesoros del mar, todo en gran cantidad, he traído sacrificios sin igual a mi ciudad Babilonia.


Lavalle jadeaba por el esfuerzo realizado e hizo una pausa antes de iniciar la explicación.

– Las primeras tablillas del rey babilonio no son otra cosa que la descripción o justificación de su reinado. No se trata de nada especial, nada que no conozcamos ya de otras tablillas o gobernantes. A pesar de ello, estamos por supuesto ante un tesoro -él sonreía mientras estaba de pie al lado de la mesa, sintiéndose el centro de todo el Sistema solar.

Marvin sencillamente no se lo esperó. Nunca antes había visto a Lavalle de esa manera. Este midió como un actor la velocidad y las pausas del discurso, mezcló tonos altos y bajos, y creó tal viveza como si él mismo hubiera sido el loado.


Escuchad lo que, bajo expreso deseo del dios Marduk, dios de dioses y obispos, anuncia Nabucodonosor. Y Marduk dijo: rey y pastor de Babilonia. Tras la gran inundación, los dioses trasladaron el reino a Kish para castigar a los malos pastores y unificar los rebaños para que obedezcan a los dioses y surja un gran imperio.

Ahora los países están languideciendo, el reino es débil, traicionado por sus malos pastores. Y olvidado quedó el deseo de los dioses.

Y Marduk, el señor, habló: rey y pastor, venera a tu dios, unifica el reino, haz Babilonia fuerte y venera y guarda la herencia del reino. Pues Babilonia es el martillo, el arma de guerra que destruye pueblos y reinos que no obedezcan el deseo de los dioses. Venera al pastor de Kish a quien le fue entregado el reino para que unificara como primero los rebaños para que sirvan y obedezcan el deseo de los dioses.

Escuchad cómo Nabucodonosor veneraba a su dios: marché hacia el este, vencí a Kish, unifiqué el reino y los pastores, limpié los templos y traje los huesos del pastor a Babilonia. Yo construí un templo en honor a Ninurta, realicé el culto a Marduk y en su honor le dediqué las siete tablillas y los huesos del pastor.

Babilonia es fuerte de nuevo, el reino es fuerte de nuevo, que los pueblos reconozcan el poder de Marduk, te veneren y realicen sacrificios como su mayor dios. Yo fui un fiel sirviente, un buen pastor.

Gran Marduk, hijo de dioses y el más grande entre ellos, alabado sea tu nombre que me dio grandeza y poder.

Lavalle concluyó el discurso con un tono elevado y los brazos patéticamente desplegados, los cuales volvió a descender cuando se dio cuenta del esperpéntico efecto que debió de haber causado entre sus oyentes.

– ¿Conoce el mundo mitológico de Mesopotamia? -preguntó con una sonrisa de soslayo.

– Cuéntenoslo solamente cuando nos sea de ayuda -murmuró Tizzani, quien escondía su alivio detrás de su oculta mirada. Hasta ahora no había aparecido nada que afectara a los textos de la Biblia.

– En un principio, Marduk era solo el dios de la ciudad de Babilonia. Sin embargo, más adelante se convierte en dios omnipresente. Cuanto más poderoso es el dios de la respectiva ciudad, mayor es el poder de su rey. Con la hegemonía de Babilonia, comenzó asimismo la hegemonía de Marduk… o al revés. Como usted prefiera.

– Bien, ¿qué más?… -la mano derecha de Tizzani temblaba de tanta impaciencia.

– Sin embargo, la hegemonía nominal, el auténtico reino se conseguía solo si se dominaba también a Kish, lugar en el que se cree que comenzó el reino original -Lavalle apenas podía dominarse. Manaba como un torrente a alta presión-. Ninurta era el dios de la ciudad de Kish, además de dios de la caza, la guerra, la vegetación y la fecundidad. Se identifica asimismo con Zababa; así se le llamaba también en ocasiones al dios de la ciudad de Kish. O si lo prefiere, se trata de un rival de Marduk. La realidad es que Nabucodonosor II erigió durante la construcción de la nueva Babilonia un templo en honor a Ninurta, el cual, por el contrario, era bastante más pequeño que el de Marduk, el dios de la ciudad. Y esto tiene su motivo en las anteriores seis tablillas más antiguas -sentenció con una sonrisa satisfecha en la boca.

– ¿Qué ocurre con las seis tablillas más antiguas? -Tizzani escudriñaba a Lavalle de forma impaciente.

– A ver, las tablillas más antiguas no son de Nabucodonosor II, proceden de un tiempo del que aún no se había tenido constancia en ningún escrito. ¡Es fantástico! Las tablillas más antiguas encontradas hasta ahora fueron redactadas mucho después. ¡Escuche!


Así habla Ninurta, hijo de Enlil, emisario divino y dios de Kish: tú, hombre, creación de los dioses, enuncia a los hombres en el poder lo siguiente: escuchad lo que dice Ninurta, el señor, en nombre de todos los dioses: antes de la gran inundación os burlasteis de los dioses. Habéis sido malvados. Fuisteis creados para servir a los dioses, pero os habéis alejado. Los dioses han dictado sentencia. La gran inundación tendría que haberos aniquilado. Pero a Enki le sobrevino el arrepentimiento, alertó a Ziusudra y os salvó.

Queríais mejorar. Así lo dispusieron los pastores de los rebaños. Sin embargo, en lugar de preocuparos y de venerar a los dioses, después de la inundación solo habéis pensado en vosotros mismos. ¡Ahora tendréis que realizar penitencia por ello!

Habéis seguido siendo malvados, en lugar de agradecidos. Os bebisteis la leche de las ovejas, de su lana os habéis fabricado vestidos, y habéis matado los mejores animales. Pero no os preocupasteis de buscar un buen pasto. Si un animal estaba débil, no lo habéis ayudado; si uno estaba enfermo, no lo habéis curado. Por los heridos y vagabundos, no os preocupasteis; y los perdidos, no los habéis buscado. Porque mis ovejas tenían malos pastores, se perdieron y cayeron víctimas de las bestias. Y el deseo de los dioses quedó olvidado.

Por eso escuchad lo que os ha de decir Ninurta en nombre de los dioses.

Yo no voy a mirar más. Os voy a castigar por lo que habéis hecho. Ya no podéis ser más mis pastores. Os abandono; ya no debéis abusar de mi pueblo ni ignorar el deseo de los dioses. Pondré un nuevo pastor a la cabeza de mis rebaños. Los llevará a los pastos, se preocupara de ellos y cumplirá el deseo de los dioses.

Yo he buscado por todos lados a aquel que salte en la brecha. Y lo he encontrado. Yo, Ninurta, seré vuestro dios; y el pastor que cumpla mi deseo ha de ser vuestro rey. Yo, el señor, lo dispongo así.

Y él me eligió a mí, el pastor del desierto occidental, hijo de un hombre y nacido en Istar, para cumplir lo que los lugal [55] no consiguieron.

El señor me dijo: toma una vara y escribe en ella: Lugal de Kish y su pueblo. Luego, toma una segunda vara y escribe en ella: Lugal de Mari y su pueblo. Luego, toma una tercera vara y escribe en ella: Lugal de Akkad y su pueblo. Luego, toma una cuarta vara y escribe en ella: Lugal de Isin [56] y su pueblo. Después, coloca las cuatro varas en la mano de tal forma que parezcan una sola vara.

Pastor de Kish, reúne los rebaños para que surja un poderoso imperio, y ten presente: no venerar y blasfemar a vuestro dios, hacerle sacrificios a los falsos dioses, matar, robar, cometer adulterio y jurar en la mentira; todos eso son pecados de los que el pueblo tiene que rehuir. Pastor, indica a los lugal y los rebaños que veneren y glorifiquen a su dios.


– Aquí se interrumpe el texto -murmuró Lavalle agotado. Tizzani meneaba la cabeza. Su rostro se había petrificado. -¡En una tablilla sumeria!

– La base del decálogo en la tablilla de arcilla sumeria más antigua jamás encontrada. ¡La Biblia será acusada de ser un plagio! -Lavalle tosía, porque había expuesto a su voz a un sobreesfuerzo-. La Biblia de Aleppo, el Códex Vaticanus, la Vulgata: todos ellos son tesoros de la cristiandad y del judaísmo. Sin embargo, estos son los tesoros de toda la humanidad. ¿A qué museo le serán cedidas las tablillas?

El editor dio un respingo.

– Monseñor Tizzani, ¿comprende ahora a lo que me refiero?

El emisario del papa permanecía de pie al lado de la mesa con los ojos cerrados mientras los dedos de su mano derecha acariciaban uno de los huesos.

– El texto no está completo -dijo Tizzani de repente.

– ¿A qué se refiere? -Lavalle miró irritado a su alrededor.

– Seis tablillas de Nabucodonosor y seis más antiguas de ese rey de Kish hacen doce -Tizzani enmudeció, pero a continuación prosiguió murmurando con los ojos cerrados-. «… y en su honor le dedicó las siete tablillas del rey y los huesos del pastor». Así era una de las últimas líneas que acaba de leer en alto. Aún retumba en mis oídos. ¡Falta una de las tablillas más antiguas! ¿Dónde está y qué hay escrita en ella?

– Un momento -Lavalle repasaba con premura los renglones del texto en sus hojas.

Tizzani abrió los ojos y clavó la mirada en los huesos.

– ¿Y de quién son estos huesos?

Capítulo 30

Fontainebleau, tarde del domingo


– Nos matarán. O como sigamos aquí mucho tiempo más, nos moriremos de hambre -Antonio Ponti habló con voz débil y apática mientras jugaba con un trozo de mortero entre sus dedos.

Estaba sentado sobre el suelo de piedra de la celda con la espalda recostada contra la pared. Su cara se veía enjuta y hundida. Desde el comienzo de su cautiverio hacía prácticamente una semana tuvo que pasar hambre; recibía a diario una sola ración de agua administrada con mesura.

Chris recorría cojeando la pared longitudinal de la celda mientras se apoyaba en todo momento en una de sus manos. Los dolores iban y venían a oleadas. Apretaba los dientes, resollaba, se quejaba, intentaba una y otra vez que su cuerpo se volviera cada vez más insensible. Con cada ola de dolor, le salpicaban diferentes recuerdos. Diferentes sucesos acaecidos durante los últimos días bullían en su cabeza como fotogramas revueltos de una película. Primero Jasmin, después Forster, y de repente la imagen rolliza de ese Scharff en Múnich.

Todo había comenzado con su falta de autocontrol durante aquella noche. Si en aquel entonces hubiera mantenido la boca cerrada, no se hubiera esfumado la gratificación y, por ende, hubiera conseguido algunos buenos clientes más. Sin embargo, de esta forma no tuvo otra opción, se vio obligado a tragar los diferentes cebos envenenados que Forster había guarnecido para él como puntas de solomillo.

Volvió a ver el salón con la muchedumbre en ropa de gala, y delante de él, el copioso bufete en la pared. El hambre hacía acto de presencia. También a él le habían despachado con solo una ración de agua. Que podría comprobar aquí lo purificante que resultaba el ayuno para la mente y el alma, le habían dicho.

– ¿Por qué no nos interrogan? -preguntó Chris para distraerse.

– Quizás lo hagan todavía -opinaba Ponti, quien observaba aburrido a Chris-. No te agotes.

Chris estiraba conscientemente una y otra vez los músculos, extendía el cuerpo y apretaba los dientes tan pronto el dolor punzante le estremecía las costillas. Si quería escapar debía poder confiar en su cuerpo.

– Tú también deberías hacer algo -alegó Chris. Ponti se mostraba demasiado indiferente. Quizás se encontraría igual que él después de una semana en este antro-. Si es así como dices, ¿por qué no hacen ya lo que van a hacer de todos modos? ¿Por qué no te han matado en el acto?

– Se trata de cínicos fanáticos. Idealistas. Puede que disfruten haciéndonos patalear -Ponti resolló con menosprecio-. Hasta ahora no estaban seguros si todavía me necesitaban. Ahora también te tienen a ti. Ahora lo tienen todo.

– No me apetece diñarla en este agujero -Chris pensó en Jasmin. Pudo oler su fragancia, soñaba con los suaves movimientos que ella había empleado para frotarse con él en la cocina. ¿Cuánto tiempo hacía ya de eso? Por un momento pensó sentir sus delicados dedos con ternura en sus brazos. Su vello comenzó a erizársele.

Su sonora risa parecía estar por un segundo en todos los rincones. Una y otra vez se había imaginado durante los últimos días lo maravilloso que serían sus primeras vacaciones… juntos.

En su Endeavour.

Creía degustar la sensual humedad de sus labios, y por un instante imaginaba estar con ella en los mares del sur, tumbados en la playa. F:1 deslizaba sus labios sobre la sedosa piel de sus muslos mientras su lengua exploraba cada centímetro de su regazo. Se trataba sencillamente de un sueño demasiado maravilloso.

– ¿Escuchas eso? -Ponti levantó la cabeza y aguzó el oído.

La cara de Jasmin se desintegró por completo. Chris escuchaba un silencioso tintineo mezclado con un murmullo entre dientes, pasos y un ruido que sugería el arrastre de algún objeto.

– Si tus sospechas son ciertas, debemos intentarlo cuanto antes… -Chris buscó los ojos de Ponti.

– De acuerdo. ¿Cómo?

– Sobre la marcha… -Chris se echó en el suelo al lado de Ponti. «Y según se porten mis huesos», pensó en su fuero interno mientras intentaba concentrarse.

Poco después, aparecieron de pie Marvin, Barry y el de las verrugas delante de los barrotes de la celda. Barry fue quien se encargó de abrir el candado de la puerta.

– ¡Uf! ¡Apesta! -Marvin giró hacia un lado y escupió al suelo.

Parecían estar muy seguros de lo que se traían entre manos. «Ninguno de ellos lleva armas -pensó Chris-. ¡Esta es la ocasión!».

El de las verrugas arrastró un compresor hacia la celda y portaba en la mano una manguera cuya punta era de metal. Detrás del aparato, desparecían a lo largo del pasillo una manguera y un cable.

– ¡Despertad! -vociferó Marvin, quien se encontraba de pie con las piernas separadas en la puerta de la celda.

El motor comenzó a rugir.

El chorro de agua impactó en el pecho de Chris. El puño de hielo le estrujaba el aire de los pulmones. Echaba bocanadas de aire a la vez que salió gritando disparado hacia arriba.

La presión desapareció de repente y el cuerpo de Ponti quedó sepultado de repente bajo la cascada de agua. Sus gritos se entremezclaban con el jolgorio que procedía de la puerta.

A continuación, el agua fría volvió a impactar como un martillo en el cuerpo de Chris. En esta ocasión, el gélido golpe colisionó en su muslo derecho que, a causa de la presión, se dobló hacia atrás. Chris cayó de bruces.

Con gran tortura fue capaz de ponerse entre jadeos de nuevo en pie, mientras Ponti caía al suelo a su lado. Chris permanecía de pie y temblando en la habitación; el anillo de hielo continuaba incrustado en su pecho mientras fluía el agua hasta formar un charco a sus pies.

– ¡Alto! -la voz amenazante de Marvin rompió el telón crepuscular dentro de la cabeza de Chris-. ¡Dad un paso adelante!

Chris temblaba y el agua incluso ondeaba en sus zapatos.

– ¡Venga! ¡Vamos! ¡Venga! ¡Arriba! -Marvin registraba sus movimientos-. Estáis hechos unos cromos. ¡Estas son las reglas! Yo hago las preguntas, y vosotros las contestáis. De no ser así…

El chorro de agua impactó una vez más en el pecho de Chris. El golpe era comparable al de un martillo eléctrico, que le hizo caer de nuevo. Aturdido, volvió a ponerse en pie.

– ¿Qué huesos son esos, Zarrenthin? ¿Y dónde está la tablilla que falta?

¿Qué pretendía Marvin de él? Ni Forster ni Ramona Söllner habían mencionado nada al respecto. Y los huesos… a él también le hubiera gustado saber un poco más sobre ellos.

– Yo no sé nada sobre la falta de una tablilla ni nada sobre los huesos.

Henry Marvin levantó la mano.

El de las verrugas activó el surtidor con un pequeño movimiento. El chorro de agua impactó esta vez en la clavícula izquierda de Chris. El caño comprimido resultaba monstruoso a esa corta distancia. Chris se derrumbó al suelo medio inconsciente a causa de los punzantes dolores.

– ¡Parad de una vez con esta mierda! -gritó. La llama del odio volvió a despejarle-. No sé nada. ¡Nada! -a pesar de sus dolores, dio un brinco y comenzó a dirigirse hacia Marvin.

El de las verrugas levantó la mano un poco hacia arriba. Instintivamente, Chris se hizo un ovillo y agachó la cabeza.

El chorro salió disparado como un tiro raspando la piel de su cabeza. Chris dejó caerse al suelo cuando el chorro continuó desplazándose hacia abajo.

El golpe recibido en la parte trasera de su cabeza fue lo último que sintió.

Tendido en el suelo, volvió de nuevo en sí. Durante varios segundos no supo dónde se encontraba, pero a continuación escuchó la voz de Ponti:

– El no sabe nada. Quizás pueda decirle yo lo que quiere saber. Pero eso no le va a salir gratis. Estoy dispuesto a un pequeño trato. ¿Usted también?

– Yo siempre estoy dispuesto a negociar -el editor soltó una desairada carcajada-. En especial cuando dispongo de las mejores bazas. ¿Qué tienes que ofrecer?

– Forster era muy reservado. Pero sé algunas cosas.

– Dilas.

– ¿No íbamos a cerrar un trato? Para ello se requiere un clima favorable de negociación -Ponti sonreía con audacia.

Marvin resollaba repleto de desdén.

Chris continuaba tendido en el suelo, cuando Ponti salió cojeando sonriente de la celda y dijo:

– En verdad son trece tablillas.


* * *

Todo se difuminó hasta formar un difuso gris sin costuras. Chris olía la humedad, y más adelante cerca de los barrotes, brillaban los charcos de agua a la luz de los focos del pasillo.

Se encontraba tendido al lado de la pared y estaba completamente desnudo, a excepción de sus calzoncillos. Su ropa estaba tirada en el suelo a una braza de distancia, pues se la había quitado de encima y sacudido para secarla del agua helada.

Su cuerpo temblaba de frío, y en un principio pensó que las voces serían producto de su imaginación. Sin embargo, instantes después, Chris pudo ver la silueta de tres personas acercándose a la puerta de la celda.

– ¡Entra ahí!

A Ponti le propinaron un golpe en la espalda, y el italiano entró a trompicones en la celda hasta caer de bruces y con la cara justo en uno de los charcos de agua.

– ¡Mierda! ¿Qué significa esto? -gritó Ponti.

El de las verrugas entró en la celda y esperó hasta que Ponti se hubo colocado de rodillas. En ese mismo momento le asestó una potente patada en uno de sus costados y Ponti cayó de nuevo, y permaneció tendido hasta que el hombre hubo abandonado la celda.

Resollando se arrastró hasta la pared. Durante largo rato permanecieron en silencio.

– ¿Has cerrado tu trato?

Ponti no contestó mientras rebañaba con los dedos pequeños trozos de mortero de la pared.

– Si lo que has conseguido de este trato es simplemente esta ropa seca, entonces no es gran cosa. A pesar de ello, te envidio por tu nueva indumentaria.

Ponti vestía un chándal que, a causa de la caída, se había mojado en la parte superior del cuello.

– Es un cerdo. ¡Un cerdo fanático!

Ahora quien calló fue Chris.

– Pero hemos cerrado un trato -Ponti se reía triunfante entre dientes.

– ¿Entonces por qué estás otra vez aquí?

– No se fía de mí. Querrá comprobar algunas cosas que le he contado para saber si son ciertas o no… Yo haría lo mismo. ¡Y tú también!

– ¿Qué le has contado? -interpeló Chris a la vez que le temblaban descontrolados los músculos y sus dientes castañeaban.

– ¡Todo! No me apetece que me torturen. No me han pagado lo suficiente para eso.

– ¿Y ahora? ¿Ahora que está enterado de todo lo que tú sabes?

– Hay que esperar.

De nuevo guardaron silencio durante minutos.

– No se lo has contado todo…

Ponti gruñía de mal humor.

– Antes gritaste que había una decimotercera tablilla.

Ponti permanecía en silencio, pero a continuación susurró de repente con voz neutra:

– Yo quería vender las tablillas. Y los huesos. Simplemente todo. Quería hacer dinero, desaparecer, devolvérsela al cabrón de Forster por todas las vejaciones y humillaciones durante todo este tiempo. Era un cerdo… ¿o pensabas que era un buen samaritano? Del mismo modo que te utilizó a ti, me ha utilizado a mí para sus fechorías durante todos estos años. ¡Así era él!

Chris recordó la mirada llena de odio que había observado en los ojos de Ponti en Toscana.

– Pero entonces te cruzaste en mi camino.

– ¿Yo?

– Sí; tú -Ponti carraspeó-. ¿Te acuerdas del asalto a la casa?

– Sí -Chris había sospechado de Ponti en su fuero interno, pero desechó el presentimiento cuando, después del incidente en la autovía Forster, lo había acreditado como alguien de su absoluta confianza.

– Fui yo. No hubo ningún ladrón procedente del exterior. Mi objetivo consistía en abrir la caja fuerte y desaparecer con todo esa misma noche. Mi comprador ya me estaba esperando. Pero ese canalla de Forster había cambiado la combinación pocas horas antes. Me costó semanas llegar a ese punto. ¡Y entonces va y cambia el código!

Chris creía sentir el garrote de nuevo en su cuello.

– ¿Me estás diciendo que fuiste tú el que intentó estrangularme?

– Debía eliminarte. Él no me había avisado que venías. Y yo debía seguir adelante. Tu muerte quedó sellada en el mismo momento en el que apareciste en el puesto de guardia.

– Yo te he…

– ¿Tu cuchillazo? Por fortuna fue un corte limpio. Nada que no se pudiera arreglar con una venda, un pantalón nuevo… sin problema.

Era extraño. A Chris no le impresionó lo más mínimo la confesión de Ponti. En el momento en el que Ponti se lo estaba corroborando, tuvo la extraña sensación de haberlo sabido durante todo ese tiempo.

– ¿Y dónde estaba.tu guarda? ¿Acaso no existía ninguno?

Ponti resollaba con desdén.

– Muerto. A ese me lo cargué afuera y lo metí en una artesa de madera situada en la fachada principal del edificio. Apenas había vuelto al puesto de guardia cuando bajaste tú -Ponti golpeó la pared con el puño-. Quise intentarlo de nuevo en Ginebra. Pero Forster se me adelantó nuevamente. Durante toda esa noche en su villa, no le había quitado el ojo a las cosas. Mi plan de llevar a cabo el asalto durante el viaje al Louvre lo desbarató organizando en secreto el viaje a Berlín.

– ¿No sabías nada de todo eso?

– Nada en absoluto. No sabía nada del doble, nada de ti ni nada de Berlín. Fue durante el viaje al hotel cuando se animó a contar toda la verdad. Me había despistado. Ya no pude reaccionar. Engañó a todos.

Chris recordaba de pronto la escena en el garaje del hotel, donde Ponti había seguido visiblemente enfadado e inseguro su salida con la mirada.

– ¿Por qué no lo intentaste en el garaje?

– Puede que no te dieras cuenta, pero Forster me apuntaba todo el rato con un arma… ¡cargada! Y Forster era un tirador muy bueno y preciso.

– ¿Por qué? Ponti, ¿por qué?

– Por dinero; qué si no. Mucho dinero -Ponti hizo una pequeña pausa antes de continuar-: ¿Acaso tú no te has dejado comprar por Forster?

– ¿Yo? Sí. Para un transporte. En eso consiste mi trabajo.

– Todo el mundo se deja comprar. Todos tenemos nuestro precio.

– Por lo tanto no tienes nada que ver con los asaltos ni con estos tipos -murmuró Chris.

– Quería llevar a cabo mis propios planes… si hubiera salido bien el robo en Toscana, no hubiera habido nunca ningún transporte, y estos cabrones no harían que me pudriera aquí adentro.

Los dos callaron.

– ¿Qué sabes sobre la decimotercera tablilla? ¿A quién querías vendérselas?

Ponti se reía entre dientes.

– Forster, en un minuto de debilidad, se decidió a hablar en una ocasión. Demasiado vino. Desde finales de los años veinte falta una tablilla. La decimotercera. Su abuelo quiso intentar en una ocasión vender las tablillas y se había llevado en su día dos tablillas en señal de prueba. La primera y la última. Sin embargo, cometió un error que le hizo perder precisamente la última tablilla. Esta explica el significado de los huesos. Al menos eso decía Forster. Y esta tablilla descansa actualmente en el Vaticano.

– ¿En el Vaticano? -Chris recordaba las explicaciones de Ramona Söllner. Podía encajar-. ¿Cómo puedes estar tan seguro?

– Porque Forster me había dado con ello una idea: le ofrecí al Vaticano la venta de las tablillas y los huesos a través de un intermediario. Al principio parecían no estar interesados, pero a continuación les entró prisa -Ponti resollaba con rabia-. Se acabó. Es el final.

– ¿Dónde se esconde el secreto, Ponti?

– Pregúntale al papa -dijo Ponti después de un rato.

– ¿Al papa?

– Sí, Zarrenthin. Hace un rato, durante mi conversación, estaba presente un clérigo de Roma…

– ¿Un clérigo de Roma?

– No cesaba en preguntarme una y otra vez por los huesos. El papa, Zarrenthin. Él es el comprador.


* * *

De súbito, Barry, el de las verrugas y el del cabello cobrizo se encontraban de nuevo de pie en la celda.

– Ven aquí -ordenó Barry, quien sostenía un arma en la mano y señalaba claramente en dirección a Ponti. Acto seguido apuntó el cañón hacia Chris-. ¡Tú quédate donde estás!

Chris se encontraba recostado, ataviado solamente con los calzoncillos, con la espalda en la pared mientras luchaba contra el temblor de los músculos. Su ropa continuaba húmeda tirada en el suelo.

– Ciao, Zarrenthin. Siento tener que dejarte aquí. Pero así es la vida. Mi trato funciona.

Ponti sonreía y se dirigía hacia Barry, quien con un gesto de soslayo hacia atrás indicaba con la cabeza el camino hacia la puerta de la celda. El italiano caminaba por delante de Barry.

Chris vigilaba a los dos hombres. Barry le apuntaba todavía con el arma. «Pero cuando gire y se concentre en la puerta de la celda…».

Chris tensó los músculos. Elevó ligeramente la pierna derecha y aprisionó la planta del pie derecho contra la pared. Eran cinco o seis pasos. «Dos grandes zancadas, luego me abalanzo sobre el tipo y ataco el brazo que porta el arma…».

Ponti alcanzó la puerta, obstaculizando por un momento la entrada a la celda a los otros dos.

«¡Date vuelta!», pensó Chris esperando que Barry se moviera.

– ¡Eh! ¿Qué está pasando?

La exclamación de sorpresa de Ponti hizo añicos la concentración de Chris.

De nuevo, Ponti soltó un juramento, y a continuación se pudo escuchar un clic.

– ¡Ahora tú! -Barry sonreía de oreja a oreja-. ¡Vamos! ¡Venga! ¡Vamos!

– ¿Qué está pasando? -gritó Ponti mientras le devolvieron a la celda a empujones.

Barry dirigió a Chris con el cañón del arma hacia la puerta de la celda guardándose en mantener siempre la suficiente distancia.

Una mano áspera se aferró al cabello de Chris y le arqueó la cabeza hacia atrás, a la par que otra mano diferente presionaba entre tanto su barbilla hacia arriba. Otras manos echaron, a continuación, sus brazos a su espalda. Pudo sentir el frío metal de las esposas. La presión de la cabeza desapareció de inmediato.

– ¡Maldita sea! ¿Qué estáis haciendo? -Ponti continuaba con sus juramentos y enmudeció solo en el instante en el que aparecieron otras dos voces más.

Henry Marvin y Eric-Michel Lavalle se acercaron a través del pasillo y entraron en la celda.

– No entiendo… -Lavalle miraba totalmente descompuesto a Marvin.

– Ahora mismo, Lavalle, ahora mismo.

Barry dirigió a Chris y Ponti hacia el centro de la celda y presionó a ambos hacia abajo hasta que los dos se encontraron de rodillas sobre el pequeño desagüe ubicado en el suelo.

– ¡La cabeza sobre el pecho!

Marvin se acercó a los dos prisioneros y les presionó uno detrás de otro con la mano en la cabeza hasta que inclinaron su barbilla hasta el pecho.

– ¿Qué significa esta mierda? -gritó Ponti.

Chris quiso dar un brinco, pero ya era demasiado tarde. El del cabello cobrizo le estaba enfilando con el arma en su sien.

Marvin alargó su mano derecha, en la que sostenía la pistola Korth que le habían quitado a Chris, hacia Lavalle.

Lavalle estaba totalmente perturbado.

– Yo nunca he sostenido una cosa así en la mano.

– Lo sé -Marvin sonreía-. Hoy será la primera vez; pero no la última. Hoy probará si quiere formar parte entre los Elegidos de los Pretorianos. Lavalle, usted pertenecerá al pequeño círculo de adeptos que defienden de verdad la Biblia. Con todos los medios, toda la fuerza, todo el poder -la voz de Marvin sonaba opaca, seductora y rebosante de convicción y sus ojos centelleaban como diamantes.

Lavalle meneaba mudo la cabeza. Con los ojos vacíos miró, sorteando a Marvin, hacia los dos arrodillados.

– Yo… entiendo… siempre… aún… no -sus labios apenas eran capaces de pronunciar una sola palabra. Sin embargo, sabía muy bien a lo que se refería Marvin.

– Lavalle, ¿acaso creía usted que nuestra campaña contra los enemigos de la fe, los científicos y todos los demás ateos no se cobraría ninguna víctima? -Marvin se reía-. Eso sería un error. Nosotros nos encargaremos para que haya muchas víctimas entre nuestros enemigos. Destruiremos sus carreras, acabaremos con ellas a través de escándalos. Contra quien traiciona la Biblia, está permitido emplear cualquier medio. Y los peores entre ellos acudirán ante Dios, el Señor nuestro y suyo, para hacer examen de conciencia. Comenzaremos por estos dos de aquí.

– Usted… quiere… matar…

– Exactamente -apostilló Marvin entre risas-. Son enemigos de la fe.

Lavalle calló.

Chris continuaba apoyado sobre las rodillas y giró ligeramente la cabeza hacia la izquierda. A su lado, Ponti no cesaba en expulsar salivazos. Sus labios vibraban; si de rabia o miedo, Chris no supo adivinarlo.

Él mismo sentía una presión indescriptible en la cabeza. Ya no era capaz de pensar. La resignación se posó como una espesa niebla sobre su voluntad. Era el final. Ni siquiera contaba ya con la posibilidad de defenderse.

– ¡Usted no puede hacer eso! -Lavalle gritaba-. No importa si se trata de un científico o lo que sea… ¡Usted no puede matarlos! ¡Dios es amor, no la muerte!

– Aquí mueren los traidores de la fe y las Sagradas Escrituras. El mundo verá que la unión de la fe con la espada será el método más fértil.

La parte superior del cuerpo de Lavalle temblaba como si tuviera frío.

– ¿Qué tiene que ver eso conmigo? -preguntó en voz baja con los dientes apretados.

– Le toca a usted superar una prueba, monsieur Lavalle -Marvin susurraba manteniendo sus labios cerca del oído derecho de Lavalle-: Demuestre ahora que forma parte, que quiere formar parte. Demuéstreme su compromiso. ¡Mate en nombre de Dios!

– ¡No puedo hacerlo! -Lavalle meneaba enérgico la cabeza una y otra vez-. ¡No!

– Piense en los misioneros de la Santa Madre Iglesia durante la Edad Media.

– ¡No puedo hacerlo! -Lavalle vibraba.

– ¡Tiene que hacerlo! -Marvin gritaba a Lavalle. Sus dos caras estaban solo a unos pocos centímetros de distancia-. Lavalle, tiene que cargar con esta prueba para demostrar su devoción ante Dios.

– ¡No puedo matar a una persona! -Lavalle cayó sobre las rodillas, colocó las manos delante de la cara y comenzó a llorar-. ¿Usted sería capaz de hacerlo? -preguntó aterrado mirando hacia arriba.

– ¿Yo? -Marvin se reía-. Lavalle, usted todavía me conoce demasiado poco. ¿Sabe cómo encontré el camino a Dios? Participé en la guerra del Vietnam como una rata de las trincheras. Tuve que arrastrarme por estrechos pasadizos en los que se ocultaba el Vietcong [57]… y maté. Era yo o el otro. Y en aquellos tiempos, sí, Lavalle, encontré el camino hacia Dios. Cada vez que me arrastraba por uno de aquellos túneles le prometí al Señor que le veneraría, que lucharía por él si volvía a ver la luz del día. ¡Y Dios me escuchó! ¡Y yo cumpliré mi promesa!

Marvin agarró al sollozante francés por debajo de las axilas, tiró de él hacia arriba y le colocó el arma en la mano.

– Demuéstreme lo que le importan los ideales de los Pretorianos. ¡Mátelos a los dos!

– ¡No puedo!

Marvin arrancó el arma de la mano abierta de Lavalle y se colocó detrás de Chris y Ponti.

– ¡Decídalo usted! ¿A quién de los dos he de enviar primero al amparo del Señor? ¿A este que nos ha causado tantos problemas? ¿Que ha matado a los nuestros, a soldados de Dios? -Marvin presionó el cañón del Korth en la nuca de Chris.

Chris sintió el frío metal y se estremeció. La boca del cañón le pinzaba, justo debajo del borde del hueso del cráneo, sus tensos músculos de la nuca. De pronto, su cabeza parecía estar totalmente ausente de sangre y delante de sus ojos comenzaron a bailar pequeños puntos negros.

De repente desapareció la presión.

Marvin se puso detrás de Ponti y le colocó el arma en la nuca.

– ¿O a este? ¿El traidor que conspiró contra quien se había comprometido a proteger? También él ha matado. A uno de sus empleados, para enriquecerse, para robar.

»El mismo lo confesó. Ambos merecen la muerte. ¿Qué hay escrito en el Génesis, capítulo 9, versículo 6? ¿Lavalle, qué hay escrito?

Lavalle jadeaba, vacilaba.

– ¿Qué hay escrito? -gritó Marvin.

– «Quien vertiere sangre de hombre, por otro hombre será su sangre vertida, porque a imagen de Dios hizo Él al hombre».

Marvin giró hacia Lavalle.

– Es la palabra del Señor. Observe.

Lavalle sollozaba mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.

Capítulo 31

Sofía Antípolis, cerca de Cannes,

noche del domingo


Jasmin no se engañaba a sí misma. Era una prisionera. Su cárcel se situaba en la segunda planta de la clínica y era una habitación de hospital que le habían prohibido abandonar.

Delante de su puerta permanecía sentado un guardia refunfuñón, quien le gruñía con desconfianza tan pronto se le ocurría abrir la puerta, aunque solamente fuera por una pequeña rendija. El móvil se lo había quitado Sullivan y, para mayor colmo de males, le desconectó incluso el teléfono fijo de la habitación.

Todo el séquito voló la noche del sábado con el jet de la empresa desde Dresde a Niza. Allí les había recibido el nervioso jefe de seguridad del centro de investigación de Tysabi ubicado en Sofía Antípolis. Tuvieron que viajar algunos kilómetros en coche por la autovía A8 en dirección oeste para llegar pocos minutos más tarde a la sede científica internacional cerca de Cannes, que se situaba entre el paisaje montañoso en las cercanías de Valbonne.

Desde su llegada no había vuelto a ver a Wayne Snider. Sin embargo, en dos ocasiones fueron a verla Sullivan con el doctor Dufour y Ned Baker. Ellos querían saberlo todo sobre la visita de Chris y los huesos.

Dufour, el médico que atendía también a Mattias, se encargaba de realizar las preguntas técnicas. Su comportamiento la exasperaba. No mencionó ni en una sola sílaba que se conocían y que ella había estado aquí hacía solo unos pocos días antes. Ella no era capaz de imaginarse ninguna razón para este comportamiento, y cuanto más pensaba en ello, más nerviosa se ponía.

Jasmin abrió la ventana y se adentró en el pequeño balcón. Los edificios de la clínica limitaban con los jardines, los cuales se agrupaban en forma de media luna junto con sus caminos de cantos rodados, árboles y bancales de flores en torno a las zonas de césped, y desembocaban en la parte frontal del edificio principal al finalizar como eje transversal la curvatura del parque.

La iluminación de las aceras esparcía un débil resplandor irremediablemente a merced de la noche que se acercaba a pasos furtivos. No se veía ni un alma por ninguna parte. Entre tanto, ella se asomó sobre los barrotes del balcón.

Fue como en su juventud, cuando se encontró de pie por primera vez en la piscina sobre el trampolín de cinco metros. Desde arriba, la diferencia en altura parecía como mínimo el doble de grande de lo que realmente era.

El pánico hizo presa de Jasmin. Quedaba descartado saltar. ¡Sin embargo, no podía fracasar ya a la primera de cambio!

Ella volvió a la habitación, anudó la funda de la colcha con la sábana de la cama y rodeó el extremo final de su cuerda provisional en la parte frontal izquierda del balcón alrededor del pasamano de la barandilla.

Jasmin escaló con cuidado sobre la barandilla, e instantes más tarde se balanceaba con la punta de sus pies sobre el canto exterior que formaba el zócalo del balcón. Con ambas manos se agarró a la ropa de cama estirada, aferrándose a ella incluso con las piernas cruzadas, y se dejó caer.

Jasmin se deslizó con mayor velocidad de lo que había imaginado en un principio. En algún lugar se estaba rompiendo la tela; el seco matraqueo provocó que Jasmin mirara presurosa para abajo. Milésimas de segundo más tarde, sus pies se posaban en la barandilla del balcón situado debajo de ella. Pero ella se separó de un golpe con los pies y continuó deslizándose. Debido a que su cuerda provisional no era lo suficientemente larga, se vio obligada a dejarse caer los últimos dos metros.

Ella aterrizó sobre un bancal de flores de verano blancas y amarillas, se incorporó con esfuerzo y se arrimó rápidamente a la pared. Su plan consistía en entrar a hurtadillas en el edificio principal por la parte anterior para llegar hasta el ala donde se encontraba Anna.

Ella corrió con presteza por el muro en dirección al edificio principal. Precisamente durante los últimos metros de carrera delante de la entrada del edificio principal, comenzó a resplandecer una luz de una de las ventanas.

Los barrotes de la ventana se encontraban a más de dos metros de altura. La ventana, que estaba abierta, permitió que el murmullo de varias voces retumbara hacia el exterior. Ella se pegó a la pared del edificio y continuó impulsándose hacia adelante mientras posaba con cuidado un pie detrás de otro y se fijaba en cada momento donde pisaba.

Jasmin permaneció petrificada justo en medio, debajo de la ventana, al reconocer las voces; al menos una con total seguridad.

De repente una sombra oscureció el resplandor de la luz.


* * *

A Zoe Purcell le dolía la espalda. La jefa de finanzas había permanecido sentada durante todo el tiempo en la dura e incómoda silla de madera de Dufour, y se apoyó después en el alféizar de la ventana con la mirada orientada a la habitación. Malhumorada miró hacia Dufour.cuyo traje parecía quedarle una talla demasiado grande. Este se encontraba sentado delante del escritorio al lado de Ned Baker mientras amasaba las manos con vehemencia.

– Los ratones tienen el cuerpo de un animal joven y fuerte, a pesar de haber estado al borde de la muerte. ¿Cómo puede ser eso posible?

– No lo sabemos -Dufour movía desamparado los hombros.

Zoe Purcell miró con frialdad a los dos científicos.

– Yo siempre imaginé que en su profesión trabajaban con datos y hechos exactos y precisos. El hecho que nos ocupa ahora es el siguiente: a los ratones se les ha suministrado una ducha de genes con este desconocido cromosoma Y, que ha hecho mutar a estos ratones matusalenos hasta convertirse en fuertes y jóvenes saltarines. ¿Correcto?

Ned Baker asentía con la cabeza:

– Siempre y cuando sea cierto lo que se nos ha dicho.

Zoe Purcell hizo un ademán con la mano en señal de su impaciencia.

– Sin embargo, se continúa considerando que esto no puede ser posible. Pues hasta ahora la ciencia parte de la idea de que son las células del hígado y del intestino y unos pocos tipos más los que se renuevan una y otra vez durante toda una vida, pero en ningún caso músculos ni tejidos conjuntivos. ¿Correcto? Y a pesar de ello, estos ratones han cambiado su viejo, atrofiado, agotado y anquilosado cuerpo por uno joven y musculoso.

De nuevo asentía Ned Baker de forma titubeante y soltó un «sí» a continuación.

– Según el informe de Snider parece ser así.

– ¿Por qué esa cautela, Baker? Y usted, Dufour, ¿por qué actúa de ese modo tan retraído? ¿Le teme al descubrimiento del que quizás esté formando parte en estos momentos? ¿Dónde está su ambición científica, la predisposición a creer en lo imposible?

– Parece tan increíble que no me atrevo a pensarlo o a tener la esperanza de que así sea. -Dufour meneaba la cabeza cavilando.

– ¿Está diciendo que por qué ha de ser precisamente usted quien participe en el descubrimiento de la fuente de la eterna juventud? ¡Si de eso precisamente trata su trabajo! A usted no le cuesta creer en el hecho en sí, sino en la perspectiva de que pueda ser precisamente usted quien participe. ¿No es así?

Jacques Dufour meneaba los hombros.

– Sí, será eso.

– ¿Por qué? Si Copérnico hubiera pensado así, ¿cree usted que hubiera llevado a cabo sus revolucionarios descubrimientos? ¿O Crick y Watson [58], cuando describieron la estructura del ADN? Yo no soy precisamente una experta en ciencias naturales pero, si yo fuera usted, actuaría con determinación, tiraría del hilo que tenemos ahora en nuestras manos y le diría con orgullo al mundo quién fue el que descubrió el secreto del envejecimiento.

Zoe Purcell pensó en Andrew Folsom, quien vilipendiaba cientos de millones en patentes para investigar precisamente este sueño de la humanidad, y se rio a continuación entre dientes. Después se dirigió de nuevo a Dufour.

– Explíqueme de nuevo lo que ha descubierto hasta ahora sobre este cromosoma.

– Aún nos queda mucho para finalizar nuestros análisis. Estamos comenzando a identificar los genes. Cuando hayamos conseguido eso, necesitaremos comprender cómo estos genes trabajan entre ellos. Y posteriormente deberemos descubrir, en el caso de que así sea, cómo y por qué estos genes influyen y controlan otras parcelas del ADN. Pueden… sí, creo que sí… pueden pasar años hasta que entendamos las relaciones.

– ¿No creerá usted que yo vaya a permanecer aquí todo ese tiempo a la espera de los resultados, no? -espetó Zoe Purcell enfadada-. Un cromosoma desconocido cuyo ADN convierte a vetustos ratones en jóvenes saltarines. ¡Deducir su racionamiento resulta inequívoco! ¿Qué nos dicen las pruebas del ratón sacrificado?


Dufour tragaba antes de iniciar en voz baja su explicación.

– Se han descubierto cantidades superiores de la enzima catalas [59] en los núcleos celulares y en las mitocondrias. Las mitocondrias constituyen las plantas energéticas de las células, que convierten la energía en trifosfato de adenosina [60]. Sin embargo, durante este proceso se producen también desechos: radicales libres de oxígeno y oxidantes agresivos como el peróxido de hidrógeno. Una mayor proporción en catalasas significa que la agresiva molécula de peróxido de hidrógeno sea desactivada. El desecho que perjudica a las células durante su proceso metabólico, es decir, el que hace envejecer, es contrarrestado de esta manera.

– ¿Es nuevo eso?

– La realidad es que ya se habían realizado pruebas con la enzima de la catalasa en ratones con cierto éxito. El tiempo de vida de los animales se pudo alargar en más de un veinte por ciento. Lo nuevo en este caso radica presumiblemente en que la enzima es activada por el cromosoma a través de un proceso prácticamente natural.

– ¿Y qué es lo que cree usted?

– Las primeras sospechas indican que el cromosoma Y dispone de genes capaces de controlar las mitocondrias. Con cada análisis descubrimos un poco más.

Zoe Purcell provocaba a los dos científicos con cada una de sus miradas. «Gallinas -pensó ella-. ¡Pero no importa!». Ella al menos estaba decidida a aprovechar esa oportunidad única. Para ello debía despertar en estos memos aquello que por lo visto no eran capaces de imaginarse todavía por sí solos.

Pensativa, volvió caminando desde la ventana en dirección al escritorio para sentarse de nuevo en la dura silla y repasar con semblante concentrado las hojas del montón de expedientes correspondientes a los enfermos del hospital, que se encontraba delante de ella en la mesa.

– Aún nos queda por hablar de sus futuras pruebas -anunciaba ella a la vez que le dedicaba una gélida mirada a Dufour-. La muerte del paciente Mike Gelfort nos preocupa.

– Un accidente -murmuró Dufour tímido.

– Sí, sí, eso ya lo he entendido. Pero aun así resulta muy peligroso para la empresa. La opinión pública, la competencia, la envidia -ella se quedó mirando seria a Dufour-. ¿Podemos descartar que algo así vuelva a ocurrir? Quiero decir… ¿quedan aún pacientes a los que les podría ocurrir algo parecido?

– ¿Qué es lo que le hace pensar eso?

– ¡Aquí la que hace las preguntas soy yo! -respondió Zoe Purcell de forma cortante al mismo tiempo que dio un brinco. Ella se inclinó hacia adelante, se apoyó en la mesa y continuó avasallándolo-. Puede que usted no se imagine en qué lugar han puesto a la empresa usted y Folsom. Con que solamente salga una sola palabra hacia el exterior, nuestras acciones caerán en picado. La nube de polvo provocada por la caída equivaldría a la de un volcán en erupción, ¡como mínimo! ¿Se imagina lo que pasaría a continuación? ¡En primer lugar atomizaríamos su quiosco aquí! Después le utilizaríamos como cabeza de turco ante las fieras masas. En definitiva: ¿hemos de suspender las siguientes pruebas y continuar esperando a ver qué pasa?

Dufour sabía en su fuero interno que llevaba razón. A la prensa no le interesaba que la muerte de Gelfort fuera un accidente. Tan solo los titulares serían incluso capaces de destruirle a él y de arrinconar a la empresa. Después se presentaría la fiscalía del Estado…

– En estos momentos estamos llevando a cabo cuatro baterías diferentes de pruebas preclínicas. En tres de ellas tenemos todo bajo control. Sin ningún tipo de problemas. Sin embargo, la cuarta, en la que participaba Mike Gelfort, se ha interrumpido. Tenía previsto realizarle las pruebas a otro paciente, pero aún no he comenzado con ellas.

– ¿Quién es el paciente?

– Un niño de apenas diez años de edad.

Zoe Purcell revolvía los archivos hasta dar con la estrecha carpeta en la que había varias hojas con datos de laboratorio y otros resultados de investigación.

– ¿Qué tipo de enfermedad padece?

– Daños al hígado, cirrosis. Morirá si no se le ayuda. Por varias razones; ha fracasado el trasplante, y la madre ve en las pruebas de telomerasa su última oportunidad.

– Apenas tiene siete años.

Dufour asentía con la cabeza.

– Es el sobrino de Jasmin Persson, que ha venido…

Zoe Purcell lo miró sorprendida.

– ¿Qué dice usted?

Ella cavilaba. Esa era la oportunidad que había estado esperando. Ella lo tenía ahora todo a su favor para dejar a Folsom en la cuneta y de convencer a Thornten de que el verdadero director, ejecutivo era ella. Actuando de forma decidida, obtendría en cuestión de pocas semanas los resultados de años de investigación y arrinconaría a estos científicos pusilánimes.

Tenía en su poder al paciente para las pruebas, para quien de todos modos ya no existía salvación alguna, y a su pariente, que sabía lo suficiente sobre la materia para obligarla a formar parte del juego. Zoe Purcell cogió el teléfono móvil y ordenó a Sullivan que viniera a verla.

– ¿Padecen también de enfermedades mortales los demás pacientes?

– No -dijo Dufour mientras meneaba la cabeza-. Una de las baterías de pruebas está relacionada con un nuevo remedio asmático, la otra con un remedio reumático, y la tercera investiga una variante de la insulina sintética.

Sullivan entró en la habitación con tres archivos debajo del brazo y los arrojó sobre la mesa:

– Esto es todo sobre la muerte del joven; Gelfort.

Zoe Purcell se levantó y apartó a Sullivan hacia un lado. Mientras ella le susurraba, él levantó las pestañas. Finalmente asintió con la cabeza y se fue.

– ¿Qué está haciendo? -preguntó Dufour sorprendido-. ¿Para qué quiere los documentos? Todavía los necesito.

– ¿Para qué? -Zoe Purcell volvió a sentarse-. ¿Para coquetear con la prensa? -la jefa de finanzas se reía con saña-. Aún queda un aspecto del que no me debo olvidar. Aunque haya trabajado con el paciente, yo sé que Folsom dirige este proyecto. ¿Puede imaginarse lo que sucedería si se supiera que el director ejecutivo de nuestra empresa está bajo sospecha de participar en la muerte de un paciente?

– ¡Fue un accidente! -Dufour dio un salto, excitándose y volviéndose más agresivo con cada palabra-. El paciente fue informado ampliamente con antelación, y este aceptó conscientemente todos los riesgos y los firmó. También autorizó, por si fuera necesario, y así ocurrió finalmente de forma imprevisible, que se dispusiera de su cadáver. Tenemos el derecho a continuar investigándole para usos científicos… -Dufour interrumpió de repente su discurso, escuchó sus propios jadeos y se hundió en sí mismo. Ahí estaba de nuevo ese anillo alrededor del pecho y ese sordo vacío dentro de su cabeza que le estaba devorando desde la muerte de ese joven; desgarraba su cuerpo, convirtiéndolo en un manojo de nervios.

Ned Baker se concentró en fijar la mirada en el suelo y a continuación miró a Zoe Purcell, quien a su vez le estaba dedicando una insolente sonrisa a Dufour.

– Yo soy médico. El certificado de defunción lo he… Nadie va a… -Dufour elevó implorante las manos.

– A eso me refiero precisamente -Zoe Purcell registró el archivo hasta sostener el certificado de defunción en la mano. A continuación clavó una maliciosa mirada en Dufour-. Un documento muy importante. Si alguien quisiera hacerle algo malo, Dufour, esta es la llave para conseguirlo. Y esa la tengo yo a partir de ahora. Por eso debería pensar en mi oferta.

«Y con ella tengo también a Folsom en mis manos», pensó ella. La humillación de Vilcabamba aún la estaba devorando y reclamaba venganza. Pero en primer lugar utilizaría el otro as que se guardaba en la manga para sustituir a Folsom como director ejecutivo. En el caso de que eso no funcionara, siempre le quedaría aún la venganza, y estos documentos constituían el medio ideal.

– ¿Qué oferta? -preguntó Dufour. Con el transcurso de cada segundo respiraba cada vez con mayor dificultad. Su raciocinio no quería entender lo que Zoe Purcell le estaba poniendo de manifiesto. Pero sus palabras fueron claras e inequívocas. Un minuto más tarde se iba a tornar blanco como la pared.


* * *

Jasmin temblaba de pies a cabeza cuando abrió deslizando la puerta de la entrada principal. Los ataques de pánico todavía recorrían su cuerpo. Como en trance, se quitó los zapatos y avanzó a hurtadillas con las medias a través de la antesala al pabellón principal, cuyas verdes lámparas de emergencia lo sumergían todo en una luz crepuscular.

Ella estuvo rastreando durante un rato, se deslizó luego en dirección a las escaleras de emergencia, y se apresuró en subir por los peldaños pétreos para entrar de nuevo dos plantas más arriba en un pasillo, y girar a continuación a la derecha hasta toparse con la puerta de una estación clínica.

Abrió en silencio la puerta por una rendija y miró hacia el pasillo. La habitación de la enfermera de la estación clínica, por lo que ella recordaba, se encontraba solo a unos pocos metros de distancia de la puerta de entrada. Varios metros más adelante, una luz se proyectaba en el pasillo. De vez en cuando penetraban sonidos entrecortados desde las habitaciones.

Jasmin se deslizó a través de la ranura de la puerta y se acurrucó detrás del contenedor móvil de un metro de altura que estaba repleto de toallas y ropa de cama usadas. Ella se estremeció cuando la puerta se cerró detrás de ella con un tintineo.

Jasmin esperó varios segundos y quiso levantarse en el preciso instante en el que una enfermera salía del cuarto de la estación y se dirigía en su misma dirección con la mirada fija en la puerta. Sin embargo, de repente y sin motivo aparente se quedó quieta y giró para desaparecer detrás de otra puerta.

Jasmin salió desde detrás del contenedor y, con los zapatos en la mano, pasó corriendo por delante de la puerta por la que había desaparecido la enfermera.

Ella permaneció a la escucha en silencio delante de la habitación de Mattias; vaciló, pero finalmente se decidió por abrir la puerta. Una pequeña luz de emergencia iluminaba la cama en cuyo resplandor apenas pudo distinguir la silueta de su enjuto cuerpo. Sin realizar ningún ruido se acercó a la cama.

Mattias respiraba con regularidad mientras dormía plácidamente sobre el lado derecho y con el brazo izquierdo tendido sobre la colcha de la cama. La pequeña mano con la suave piel infantil parecía estremecerse de vez en cuando.

«Por las noches sueño siempre historias de Metru Nui -le había confesado él a ella durante su última visita-. Suelo escuchar el CD cada noche, y cuando me duermo sueño con nuevas aventuras».

A ella, mientras recordaba el brillo en su mirada cuando se lo contaba, comenzaron a brotarle las lágrimas de los ojos. Rápidamente colocó una, mano sobre la de él y se hizo un juramento a sí misma en silencio.

A continuación se fue de nuevo a toda prisa hasta el pasillo.

Anna se aposentaba en la habitación contigua para que pudiera estar siempre cerca cuando el niño la necesitara. Jasmin se acercó de puntillas a su cama. Su hermana dormía profundamente con la colcha bien enrollada alrededor de su cuerpo.

Jasmin tocó a su hermana primero con la punta de los dedos, y a continuación la sacudió con vehemencia.

Anna abrió los ojos y se levantó sobresaltada soltando asustada un grito.

Jasmin posó una mano sobre la boca de su hermana.

– Psst. No te asustes. De verdad que soy yo. ¡Calla!

Jasmin necesitó casi diez minutos para explicarle a Anna por qué se encontraba repentinamente de nuevo en Sofía Antípolis. Anna meneaba una y otra vez la cabeza con incredulidad.

– ¿Tienes que añadir aún más problemas a tu vida? ¿No tiene nuestra familia ya bastantes?

Jasmin permaneció en silencio con los labios apretados. Su corazón comenzó a acelerarse de repente de la misma forma que hacía un momento debajo de la ventana. Después de escuchar aquello no podía sumarle otra preocupación más a Anna.

Así que se irguió y acarició con cariño el brazo de su hermana.

– Me he olvidado de mi teléfono móvil y necesito realizar urgentemente una llamada… ¿Cómo le va a Mattias?

– El médico no ha comenzado todavía. Continúa demorándose con el tratamiento.

– ¿Te ha comunicado el porqué?

– No lo he entendido. En principio, estaba todo claro. Ahora manifiesta una y otra vez que quiere esperar a ciertos resultados.

– ¿Qué tipo de resultados?

– No lo sé.

– ¿Y Mattias?

– Él es valiente y continúa esperando -Anna tragaba-. Jasmin… de algún modo aquí se ha enrarecido todo. Este doctor Dufour es tan reflexivo, tan dubitativo… cuando en su día había sido tan optimista. Habla de nuevas pruebas, dice tener dudas, si la terapia elegida sería realmente lo correcto para Mattias. Sin embargo, había dicho con anterioridad que estaría en su fase de experimentación… Y Mattias se entera de todo. Sin ir más lejos, hoy me dijo que aquí seguramente tampoco le ayudarían… ¿Puede un niño presentir algo así?

Jasmin estaba a punto de derrumbarse. Con esfuerzo pudo controlar la tiritera de sus piernas.

– ¿Está peor?

Anna asentía con la cabeza.

– Mañana hablaré con el doctor Dufour. Él me dirá qué es lo que ocurre. No en vano trabajamos en la misma empresa -Jasmin se obligó a mirar a su hermana-. Pero ahora debo hablar urgentemente por teléfono por otro asunto. Tienes ahí tu teléfono móvil, ¿no?

Anna la miró con asombro.

– Por favor… se trata de un asunto completamente ajeno… ¡es muy importante, de verdad! Se trata de una historia con un hombre -añadió, cuando su hermana continuaba mirándola desconcertada.

Anna giró hacia un lado y sacó su teléfono móvil del cajón de la mesita de noche.

Jasmin lo encendió y esperó hasta que intervino la empresa de telefonía móvil francesa. A continuación marcó el número del teléfono móvil de Chris, que leía de la hoja, la cual había arrancado de forma instintiva de su libro de notas en Dresde, antes de que le hubieran arrebatado todavía su bolso de mano. Se alegraba de haber mantenido su vieja manía de registrar los números más importantes de teléfono no solo en el móvil, sino de anotarlos también aparte.

¡Él la ayudaría! ¡Debía hacerlo!

Pero sus esperanzas se esfumaron con cada pitido.

– ¡Maldita sea! -siseó Jasmin mientras luchaba por no derramar ninguna lágrima cuando solo escuchó el buzón de voz.

Ella lo intentó de nuevo, pero en esta ocasión le dejó un mensaje en el contestador automático.

Anna la observaba con los ojos muy abiertos. Hablaba bastante bien alemán, pero no alcanzó a comprender todo lo que su hermana llegó a soltar con tanto enojo y excitación por teléfono.

– Si no me contesta con esto… -bufó Jasmin enfadada y apagó el teléfono móvil-, habrá acabado antes de su comienzo.

En este momento la puerta se abrió de un empujón, y el que entró en la habitación a paso firme y con una fría sonrisa en la boca no era otro que Sullivan.

Capítulo 32

París, lunes


En la Isla de la Cité, en el corazón de París, gobierna desde hace siglos la jurisdicción, pues era aquí, en tiempos de los romanos hasta la Guerra de los Cien Años, donde latía el corazón político de Francia.

Eric-Michel Lavalle estaba nervioso cuando accedió a través del portal forjado de hierro a la entrada del palacio de justicia situado en el Boulevard du Palais. Había abandonado Fontainebleau el domingo por la noche con los últimos documentos autorizados por Marvin para la impresión del folleto. El hecho de que la imprenta hubiera estado esperando durante todo el fin de semana, y que cobraba cada minuto perdido además de los incrementos por horas extras, no le inquietó a Marvin en lo más mínimo. El jefe de la imprenta había sonreído satisfecho de oreja a oreja cuando Lavalle le hubo entregado los documentos para que comenzaran con la impresión durante esa misma noche. Y aunque la imprenta reclamase mil veces el precio pactado… a Lavalle ya no le preocupaba.

Se encontraba de pie delante del majestuoso edificio de justicia y temblaba con el simple recuerdo de las últimas horas vividas en Fontainebleau. Durante el viaje de regreso tomó conciencia de lo mucho que distaba con respecto a lo que estaba planeando y haciendo Henry Marvin.

No había pegado ojo en casi toda la noche porque no cesaba de pensar horrorizado en su regreso al día siguiente.

«Yo te la guardo, Lavalle. Demuestra que vas a convertirte en un auténtico Pretoriano». El recuerdo de los gélidos ojos de Marvin no le permitió pegar ojo en toda la noche.

Lavalle hizo acopio de sus intenciones y entró en el edificio de justicia. Caminó a través de la sala de columnas dóricas y preguntó finalmente en recepción por un juez instructor.

– ¿Civil o penal?

– Penal -murmuró Lavalle dubitativo. El conserje le señaló el camino y él avanzó por interminables pasillos hasta entrar por fin en la oficina del juez instructor.

Maurice Alazard era pequeño, huesudo y se sentía totalmente agotado después de haber repasado el domingo entero los archivos correspondientes a un escándalo de corrupción. Por esa misma razón, el visitante al que le habían enviado a él por cosas del destino, le resultaba cuando menos inoportuno.

Alazard comenzaba a despuntar en su profesión y se decía de él que no se dejaba amedrentar por los grandes nombres. Su obsesión había destrozado su honor, lo cual quedaba patente por el hecho de que era demasiado rácano en invertir más dinero del realmente necesario en su imagen exterior; desde hacía años iba de un lado para otro con sus viejas camisas sin planchar.

El juez instructor saludó a Lavalle con bastante frialdad y le ordenó a tomar asiento delante del escritorio cubierto por una inmensa montaña de archivos.

– El volumen de trabajo nos supera sin remedio. El mundo parece componerse tan solo de crímenes: por eso este desorden -dijo entre bostezos.

Al principio, Lavalle no soltaba prenda y exigió máxima discreción. Cuando continuaba vacilando después de la promesa adquirida por Alazard, este último se levantó finalmente detrás de su escritorio.

– Si no me cree, no le puedo ayudar. Por lo tanto, váyase, por favor, y no me robe más tiempo.

Eso pareció haber sido el detonante adecuado para que al fin se decidiera su visitante.

En pocos minutos había brotado todo aquello de lo que Eric-Michel quería informar.

Alazard entornaba al principio la cara en una mueca, pues parecía que se trataba de otro robo más, aun cuando en este caso los objetos sustraídos fueran diez páginas de la mundialmente afamada en círculos especializados Biblia de Aleppo.

Sin embargo, el juez de instrucción había agudizado el oído cuando Lavalle manifestó que la propiedad era custodiada por un pequeño ejército privado armado hasta los dientes. Mercenarios procedentes de todos los países retenían y mataban allí a personas. Transcurrida media hora, Maurice Alazard comenzó por fin a plantear sus preguntas.

Alazard, por norma, desconfiaba de cualquier forma de poder, independientemente de que fuera estatal, religiosa o económica. No necesitó ni diez preguntas para formarse su propia teoría acerca de esta inmundicia espectacular y mediática: un grupo perteneciente al crimen organizado con conexiones en todo el mundo, que usaba la tapadera de una comunidad cristiana en una enorme propiedad en las cercanías de París, planeaba ataques terroristas.

Alarmado, echó mano del auricular.


* * *

Bièvres, cerca de París


Bièvres era un pequeño lugar con carácter aldeano de cinco mil habitantes en el departamento de Essonne, al sur de París, que colindaba con la línea C del tren regional, y era sede de las Panteras Negras. Esta unidad especial de la policía fundada por el Ministerio del Interior francés en 1985 porta una pantera negra, de la que toma prestado su nombre, en su emblema situado sobre las iniciales «RAID», las cuales sustituyen las palabras «reacción», «asistencia», «intervención» y «disuasión» respectivamente. En calidad de unidad especial de la Police Nationale le corresponde estar a cargo de toda Francia.

Con su fundación, el Ministerio del Interior había acabado con su dependencia del Ministerio de Defensa. Porque hasta entonces, en casos de intervenciones especiales y peligrosas, era necesario acudir siempre al Groupement d'Intervention de la Gendarmerie Nationale, que posee un carácter paramilitar y se nutre también de miembros militares como por ejemplo paracaidistas.

El requerimiento enviado a través del juez instructor para solicitar apoyo por parte del «RAID» llegó a manos del inspector jefe Paul Cambray ese mismo mediodía en su oficina del cuartel general.

Cambray leyó el informe y clavó a continuación su mirada en la hoja de servicios. Tenía a su disposición a un total de cien hombres, los cuales operaban en pequeños grupos de entre ocho y diez integrantes.

Dos de sus equipos estaban destinados en Marsella, vigilando una ruta de transporte de drogas, que había sido delatada por la competencia. Otro equipo estaba destinado en una revuelta carcelaria en Fresnes, donde dos condenados por robo a mano armada y homicidio debían ser obligados con la sola presencia de sus hombres a desistir en su propósito. Y otro equipo más estaba disponible solo parcialmente, pues sus especialistas en escuchas estaba afanados en probar la culpabilidad por corrupción de un diputado del Parlamento Europeo en Estrasburgo.

«Hay bastante jaleo», pensó Paul Cambray, quien había pertenecido a los primeros setenta Panteras que fueron seleccionados entre mil doscientos voluntarios durante la fundación.

Cambray estaba cerca de los cincuenta, era grande y fuerte, y contaba con un rostro de facciones bien marcadas, que a su vez se veía dominado por una gran nariz en forma de bulbo. En otros tiempos se hubiera enojado por las respectivas púas, pero a estas alturas las había aceptado como referencia a su propia marca distintiva.

Continuó leyendo el informe repetidas veces mientras meneaba la cabeza. Ahí estaba de nuevo el típico error del bando contrario.

Ellos pensaban estar más seguros con armas. Sin embargo, este era precisamente algo que ningún cuerpo de policía del mundo podía aceptar. Las armas son siempre peligrosas, incluso para la propia vida. Y por ese mismo motivo había que intervenir en este tipo de casos con mayor dureza.

Alazard era un juez instructor eficiente; uno de los que no se arrugaban delante de nadie cuando oteaba cualquier inmundicia. Eso mismo le hizo cosechar mayor simpatía entre los policías; por el contrario, alguno de los antaño intocables le odiaba ahora por ello.

Tanto era así, que el inspector jefe comenzó a engrasar complaciente la maquinaria, familiarizándose de nuevo con los detalles de la orden. Finalmente se decidió por dirigir la operación él mismo.


* * *

Fontainebleau


Henry Marvin sostenía el teléfono móvil cerca del oído mientras se paseaba por la habitación, sonreía, y contraía eufórico una y otra vez la cara, se reía nervioso de vez en cuando, y después de nuevo eufórico mientras cerraba nuevamente la mano izquierda para dar un puñetazo al aire. Su mirada radiante se posaba dichosa en Barry y Brandau mientras les iluminaba con su felicidad sin fijarse realmente en ellos.

Marvin telefoneaba a Roma.

Y Roma le daba buenas nuevas.

– Le doy las gracias, querido monseñor Tizzani. Dígale al Santo Padre que es un honor para mí y la orden poder desempeñar este servicio a la Santa Madre Iglesia. Le puedo asegurar que los Pretorianos estarán a la altura de este honor.

Marvin apagó el teléfono móvil mientras se reía a carcajadas.

– ¡Lo he logrado! ¡Ha llegado el momento! Era el bueno del monseñor Tizzani. A su regreso ayer mismo por la noche mantuvo una conversación con el papa. Hace un momento le han llamado incluso para acudir de nuevo a ver al Santo Padre. El viejo está como loco por estas reliquias. La prelatura personal está garantizada para los Pretorianos de las Sagradas Escrituras -Marvin arrancó de nuevo con varias carcajadas.

Barry no hizo ni un solo gesto. Marvin tendía a sufrir cambios de humor como una diva, y su euforia momentánea podía cambiar sin previo aviso en cualquier momento. Sea como fuere, si las cosas salían según había planeado Marvin, esto iba a reforzar su propio puesto. Pues este triunfo solo fue posible gracias a sus sucios trabajos.

– ¡Por fin! ¡Por fin! ¡Lo sabía! -Brandau juntó las manos varias veces para aplaudir.

Marvin se sentó en uno de los sillones y miró de forma aprobatoria al alemán.

– Brandau, ha hecho un buen trabajo. Hoy puedo decírselo: cuando vino a mí hace seis meses y me habló de la oferta, le había tomado al principio por un loco. Pero usted tenía razón. ¡Roma necesita hacerlas desaparecer!

– Me alegró poder contribuir de forma tan decisiva en el éxito de los Pretorianos. -Brandau estaba ávido por obtener mayor reconocimiento.

– Usted dirigirá próximamente la sección alemana de los Pretorianos -dijo Marvin con altanería-. De eso me encargaré inmediatamente después de mi elección. El papa mismo vendrá a Francia…

– ¿El Santo Padre?

– Sí, Brandau. Viene a Francia. Tizzani acaba de comunicarme que el Santo Padre visitará mañana la cripta de la basílica de Saint-Benoît-sur-Loire para profesar sus respetos a los huesos de San Benito. Se trata de una pequeña y discreta visita privada. ¡Sin llamar la atención!

La basílica, que fue ocupada de nuevo por monjes a partir del año 1944, albergaba los restos mortales de San Benito, los cuales habían sido trasladados en el siglo vil desde Montecassino a Francia para protegerlos de los longobardos.

Brandau sonreía. Fontainebleau se situaba al norte de Saint-Benoît y, por lo tanto, quedaba prácticamente de camino. Una hábil estratagema.

Marvin gruñía satisfecho. Por fin todo seguía según sus planes. Él tenía en su poder las reliquias y se encontraba tan cerca de su objetivo con respecto al Vaticano que prácticamente podía tocarlo con sus propias manos. En caso de emergencia tendría en Zarrenthin, alias Rizzi, al clásico cabeza de turco. Sin embargo, según informaban Brandau y Barry, la policía alemana no había avanzado hasta el momento en lo referente al asalto de Berlín ni en lo de la autovía. En pocos días, los sucesos serían olvidados por los medios, y la policía se guardaría en sacar el asunto a la palestra mientras continuara sin saber qué rumbo seguir con las investigaciones. Y en el caso de que las cosas se pusieran feas de verdad, siempre podría contar con Barry para pasar a la acción…

– ¡Parece bastante furioso, Barry! ¿Qué le ocurre? -Marvin observaba retador a su jefe de seguridad, que continuaba de pie expectante delante del escritorio.

– Lavalle ha desaparecido.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Aún no ha vuelto. Él debía estar de vuelta este mediodía, y no está. Hemos intentado contactar con él, pero no contesta.

– ¿Ha llamado a la imprenta?

– Allí va todo según lo previsto. Lavalle entregó ayer mismo por la noche los demás documentos que faltaban. Desde entonces las máquinas trabajan a pleno rendimiento. Mañana por la mañana realizarán la entrega.

Marvin recordó el derrumbe de Lavalle.

– No será capaz de digerir su reacción de ayer. Pero si es listo, se preparará para aquello que le pido. De no ser así…


* * *

Jean Santerre y Victor Faivre saludaron a su jefe por última vez con un gesto con la cabeza.

– ¡Mucha suerte! -murmuró Paul Cambray, cuando los dos subieron por las escaleras al techo de la furgoneta. El vehículo estaba aparcado entre árboles justo al lado de la valla metálica de dos metros y medio de altura que limitaba en este lugar con la propiedad de los Pretorianos. Otro hombre más de las Panteras Negras estaba en cuclillas sobre el tejado mientras mantenía preparadas dos grandes mochilas, que debían llevar los dos a cuestas.

– Un terreno bastante difícil de vigilar. Aunque nuestros hombres se suban a los árboles, podríamos ver algunos metros hacia la propiedad con los infrarrojos y las cámaras, pero en ningún caso llegaríamos hasta la casa principal -Santerre recordaba su propio análisis de la situación durante la última reunión, que ahora iba a regir su intervención.

– ¿Qué situación tenemos en la entrada? -preguntó Cambray por el micrófono.

– Cada poco aparecen nuevos invitados. Precisamente en estos instantes entra un coche. El antro se va llenando poco a poco.

El inspector jefe miró arriba al techo, donde estaban aguardando sus dos hombres. Cambray levantó a modo de confirmación el pulgar de la mano derecha.

Lavalle había manifestado que la propiedad estaba vigilada por perros que vagaban de un lado para otro. Durante su inspección no pudieron descubrir a ninguno hasta ahora y sospecharon que tendría relación con la llegada de los invitados del día siguiente. Ellos querían aprovechar esa oportunidad.

Cambray confiaba sobradamente en que sus hombres le harían frente a los perros. Santerre formaba parte de las Panteras Negras desde hacía diez años y, desde que durante una revuelta carcelaria en Marsella, donde había visto de cerca la muerte al son del transcurso de los minutos como rehén de intercambio al cobrarse la vida de dos guardias, no existía nada que pudiera sacarle de quicio. Tanto era así, que soportó incluso dos ejecuciones fingidas en cuatro días.

Su rostro angulado con sus marcados rasgos resultaba al menos temible a la mayoría de las personas. Otros le acusaban a menudo de recurrir a la brutalidad, aunque en realidad fuera un negociador que utilizaba la psicología y que superaba situaciones críticas con paciencia y tacto.

Victor Faivre, por el contrario, formaba parte solo desde hacía unos pocos meses de las Panteras Negras y era considerado uno de los talentos más prometedores. Era diez años más joven que Santerre, esbelto, y provisto de una dinámica física que en raras ocasiones había visto antes Cambray. Faivre, en la lucha cuerpo a cuerpo, había permanecido invicto hasta la fecha en el seno de las Panteras Negras. Su piel era muy oscura, y sus ojos centelleaban como el carbón cuando se enfurecía.

Faivre fue el primero en saltar la valla, aterrizando a continuación elegantemente con una voltereta en el suelo cubierto por el seco follaje. Tras saltar Santerre, las dos mochilas planearon detrás y el suelo boscoso amortiguó el ruido seco de sus caídas.

Se colocaron las mochilas en la espalda y comenzaron con su marcha. Santerre guardaba el plano de la propiedad en la cabeza y viraba con precisión en dirección oeste. El crepúsculo cedería en pocos minutos su testigo a la oscuridad de la noche. Para entonces querían acercarse lo máximo posible al edificio principal. Santerre comenzó a correr.

La propiedad era muy extensa, e incluso mediante el uso de cámaras, era solo posible vigilarla de forma parcial. Con toda probabilidad, las trampas electrónicas estarían operativas solo de manera intermitente, pues la abundante caza menor accionaría la alarma con demasiada frecuencia.

«Solo queda la opción de los perros -pensó Santerre-. Seguramente corren a su libre albedrío durante toda la noche». Para entonces se propuso haber encontrado un escondite.

Se apresuraron a través de la maleza, avanzaron a hurtadillas lejos de los senderos por pequeños claros, a través de espinosos matorrales, por debajo de un espeso tejado de hojas en dirección al palacio. Tras recorrer casi un kilómetro vieron de pronto ante sí un espacio libre, detrás del cual se alzaba una iglesia encorsetada en andamios. Acto seguido, se refugiaron detrás de unos matorrales, y Santerre exploró el terreno con sus prismáticos. No lejos de la iglesia se erigía una torre de agua. Según informó Lavalle, ambos edificios estaban conectados entre sí a través de un túnel subterráneo.

– ¿Qué hacemos? -preguntó Victor Faivre después de echar él también una ojeada a través de los prismáticos-. ¿A la iglesia?

– No sería una mala solución. La torre de agua también sería una posibilidad. O un cobertizo.

– Tenemos que darnos prisa. De un momento a otro se hará de noche.

Santerre inclinó la cabeza en señal de aprobación. Su alrededor crujía y crepitaba. La creciente oscuridad venía acompañada por los ruidos indefinidos y nocturnos del bosque.

– Elegiremos la iglesia.

Salieron arrastrándose de los matorrales y rodearon el claro al amparo de la falda del bosque. Corrieron de tronco en tronco, aprovechando la protección de la maleza. Solo uno avanzaba, mientras el otro le cubría con el arma en la mano.

Sus herramientas para la intrusión quedaron sin utilizar. El portal de la iglesia estaba sin cerrar, y la puerta se balanceó sin rechinar hacia adentro, cuando Santerre presionó hacia abajo el pestillo.

Ellos se deslizaron al interior de la iglesia, buscaron el ascenso a la torre y se apresuraron en subir los escalones de piedra hasta el campanario.

Santerre tiró de su aparato de radio para sacarlo de su mochila y se puso en contacto con Cambray. Victor Faivre entre tanto estaba colocado de pie con los prismáticos nocturnos ceñido al muro de la torre y vigilaba el exterior a través de una estrecha ranura del muro.

En la definición verdosa de los prismáticos apareció una compacta fuente de calor.

La fuente de calor era cuadrúpeda y se detuvo de repente. El gigantesco cuerpo quedó petrificado, y la enorme cabeza parecía fundirse con el suelo. De pronto, la cabeza se elevó de nuevo y el animal olisqueó el viento con el cuello estirado.

El temblor de la ijada provocó que a Faivre se le erizara el vello de la nuca. Era puro músculo. Se trataba de una máquina de guerra de setenta kilos de peso cuya poderosa mandíbula molería cualquier hueso.

El animal había olisqueado sus huellas y ya no las perdería. Con la cabeza inclinada hacia el suelo, el perro les seguía el rastro.

Capítulo 33

Fontainebleau, mañana del martes


Ellos llegaron poco después de las cinco y aplastaron la cara de Chris contra el suelo. La presión de las manos callosas en la parte posterior de la cabeza le despertó.

Sus labios entraron en contacto con el suelo agrietado de la piedra y Chris saboreó el polvo en la lengua. Se encontraba de nuevo con la ropa puesta que se había secado casi por completo gracias al calor de su cuerpo. El frío metal de las esposas se posó como un brazalete de hielo alrededor de sus muñecas.

Las manos callosas aferradas a su cabello tiraron de él hacia arriba. Chris se tambaleó, y a continuación le sorprendió un golpe en mitad de la espalda. Se tambaleaba con paso inseguro en dirección a la salida de la celda. Una mancha seca y oscura testimoniaba el lugar en el que habían ejecutado a Ponti.

Delante de él caminaba el del cabello cobrizo; y detrás, Barry y el de las verrugas. Le guiaron para salir por un pasillo central al que le seguía a su vez un pasadizo subterráneo que les conducía hacia más abajo. Después de unos cien pasos, se encontraron de pie delante de una puerta de acero y Chris vio colgada del techo la pequeña lente de una cámara.

Entraron en una antesala, que después de unos pocos pasos se ampliaba hasta dar lugar a una gran sala subterránea.

La sala medía unos cuatro metros de alto, sin embargo, el otro extremo permanecía oculto a merced de una oscuridad impenetrable. La negrura comenzaba a pocos pasos detrás de una fila de candelabros con docenas de velas encendidas. Oscuras siluetas de sombras bailaban en la habitación sobre la roca desnuda de las paredes. Del lado derecho, Chris pudo reconocer varios nichos, que a la danza de las sombras parecían entradas a una caverna. «Sarcófagos», pensó él, cuando al brindarles una segunda mirada descubrió en ellos unos fugitivos contornos de color gris oscuro.

Del otro lado de la sala flamearon de pronto las velas, cuando una corriente de aire llegó desde algún lugar de la oscuridad.

Pesadas notas de órgano ondeaban a través de la sala como estruendos procedentes de una tormenta, y varios haces de rayos luminosos procedentes de diferentes proyectores fijados en el techo, sumergieron de repente, en su parte anterior, un rectángulo de áspera luz en el suelo.

«Estamos debajo de la iglesia», pensó Chris mientras miraba irritado hacia la superficie incandescentemente iluminada.

Un empujón en la espalda le hizo caminar de nuevo. Alrededor de la clara superficie observó varias sillas colocadas a una misma distancia, y entre ellas había apilados, hasta una altura que cubría las rodillas, varios montones de piedras, las cuales tenían el tamaño de una pelota de tenis.

El rectángulo se encontraba a varios centímetros de profundidad con respecto al resto del suelo y destacaba por su superficie totalmente lisa y nívea entre la superficie rocosa de la sala.

Chris calculó el tamaño del rectángulo en unos cinco por diez metros cuyo centro lo dividía una ranura transversal. Desde su posición, en la parte posterior de la ranura, pudo ver en la superficie de la parte final de la plancha el repujado de una larga y estrecha cruz.

Chris pensó en un sepulcro sobredimensionado y se preguntaba si el material estaría compuesto por piedra pulida o algún elemento sintético, cuando procedente de la oscuridad apareció de repente una figura a través de la fila de candelabros.

Los sonidos procedentes del órgano se interrumpieron.

Sobre la sotana blanco crema de Henry Marvin bailaban diferentes reflejos de luz. Los hilos de oro que recorrían la tela centelleaban al resplandor de las velas mientras diferentes puntos de luz se extinguían en el crepúsculo como efímeras estrellas fugaces.

Chris pensó en los vestidos de los querubines que había visto en imágenes durante su niñez. Sin embargo, los bordados sanguinolentos en la sotana de Marvin no le encajaban en esa imagen.

– ¿Ha rezado ya? -interpeló Henry Marvin mientras observaba con atención a su reo-. La matutina: el primer rezo de la mañana. ¿Ha rezado ya? -preguntó Marvin de nuevo al no reaccionar Chris.

Chris meneaba la cabeza en señal de negación.

– Le concedo cinco minutos para rezarle a Dios y comenzar su pesado día con humildad y reverencia para con el Señor.

– ¿Tan importante es? -Chris no había vuelto a rezar desde su juventud.

– ¡Para mí, sí! -dijo Henry Marvin de repente con voz atronadora-. Hay que diferenciar entre aquellos que creen y aquellos que no lo hacen. Los ateos no han de esperar piedad alguna, pues no pueden participar de la misericordia de Dios.

– Lo que usted promulga entonces es que hay que tratar a los ateos peor que a los que creen.

– Eso es. Y los que traicionan tanto a Dios como a la fe son los peores. Es preciso condenarlos con toda la furia del Señor.

– ¡Yo no le rezo a ningún Dios iracundo!

Marvin hizo un gesto con la cabeza en dirección a Justin Barry y de repente comenzó a zumbar un motor. La enorme plancha del centro comenzó a separarse por la ranura, y ambas partes desaparecieron en la parte frontal de ambos lados del rectángulo debajo del suelo pétreo.

Poco a poco se fue vislumbrando una fosa de unos dos metros y medio de profundidad, que delimitaba exactamente con las sillas.

Chris pensó de forma espontánea en una piscina cuyo fondo estaría cubierto de arena. La arena tenía un color amarillento, era lisa y llana como una playa impoluta de los mares del sur.

Marvin levantó su mano derecha. De nuevo comenzó a zumbar el motor, pero en esta ocasión se elevaron unas rejas ubicadas en la parte frontal izquierda de la fosa.


* * *

El cantar de los pájaros sacó de repente a Jean Santerre de su soñolencia. Abrió los ojos y miró hacia Victor Faivre que se encontraba de cuclillas junto a un pequeño hueco del muro del campanario mientras miraba hacia abajo.

Santerre se frotó los ojos y pensó en las últimas horas. Primero habían enviado el mensaje de haber localizado un escondite.

Allí estuvieron al acecho hasta pasar la medianoche mientras controlaban todos los movimientos alrededor del edificio principal con sus aparatos de visión nocturna. Avistaron rondas de guardia compuestas por dos hombres, que cruzaban el terreno a intervalos irregulares, y también descubrieron varios perros que salían de vez en cuando del bosque y cruzaban a hurtadillas los claros y las superficies despejadas como tigres que van de caza.

En la casa principal se apagaron las últimas luces justo antes de la una, y tras una espera de media hora, los dos Panteras Negras salieron para explorar la iglesia.

Se apresuraron a bajar las escaleras hasta llegar a la nave principal, repasaron con sus aparatos de infrarrojos -que parecían mascarillas de submarinistas sobre sus rostros- hasta el último rincón y descendieron a continuación por unas escaleras de piedra hasta llegar a una gran sala subterránea. Llamaba sobre todo la atención una superficie rectangular y clara con una cruz labrada, la cual estaba rodeada por una fila de sillas.

La cámara digital sobre la cabeza de Victor Faivre retransmitía las imágenes a través de radio hasta el puesto de mando, que les había ordenado averiguar un poco más acerca de la clara superficie, pero tras pocos minutos desistieron de su intento sin resultado alguno. En ningún lugar existían un agarre o una hendidura que les permitiera echar una ojeada debajo de la superficie; por otro lado, debían contar con que en cualquier momento podían ser descubiertos.

Finalmente se decidieron por instalar pequeñas cámaras en miniatura, tanto en la iglesia como en la sala subterránea, que recogían imágenes de las estancias en su totalidad a través de su lente de gran angular. Los aparatos de vigilancia controlados por radio eran diminutos y disponían de células de energía para un uso ininterrumpido de prácticamente treinta y seis horas.

Ellos también encontraron la puerta de acero, detrás de la cual debía estar ubicado el pasadizo que conectaba con los demás edificios.

El inspector jefe Cambray prohibió abrir la puerta, pues según afirmaba Lavalle, en los pasillos había conectadas varias cámaras de vigilancia.

Ellos volvieron a hurtadillas al campanario a sabiendas de que no habían descubierto prácticamente nada nuevo. Los testimonios de Eric-Michel Lavalle continuaban siendo la única razón que respaldaba su intervención. A través de sus propias observaciones no conocían ni el número de hombres de sus adversarios ni sus armas; tampoco habían visto bienes robados ni tampoco hubieran podido decir si realmente tenían retenida a alguna persona.

El inspector jefe Cambray les prohibió cualquier otro tipo de incursión, pues consideró ese puesto en el campanario de la iglesia como una ventaja táctica en el caso de que hubiera que tomar la propiedad a la fuerza. Sin embargo, continuaba siendo una incógnita el momento y si efectivamente el juez instructor Alazard iba a dar al final esa orden. A Santerre y Faivre no les quedó otro remedio que retirarse a su puesto de vigilancia y turnarse para dormir.


Jean Santerre se arrastró hacia Faivre, quien se encontraba en cuclillas al lado de la rendija del muro del campanario mientras observaba el edificio principal. Allí se habían encendido hacía unos pocos minutos las primeras luces.

– ¿Algo fuera de lo normal? -quiso saber Santerre.

– Hasta ahora, no.

La noche se iba desvaneciendo y resistía tan solo como una tenue luz crepuscular ante el día.

Victor Faivre cuchicheaba de pronto algo entre dientes. Santerre echó mano de sus prismáticos y miró hacia abajo a través de otra rendija en el muro.

El hombre, que había aparecido en la gran explanada del palacio, era de pequeña estatura, fuerte y vestía un manto prácticamente blanco. Según la descripción facilitada por Lavalle debía de tratarse del susodicho Henry Marvin.

Otros dos hombres más aparecieron al lado de Marvin. Parecían estar esperando, ¿pero a qué? De repente salieron disparados varios perros de diferentes lugares de entre la maleza.

La espalda de Santerre se estremecía mientras observaba los cuerpos musculados de los animales, de los cuales ninguno, según sus propios cálculos, podía pesar menos de cuarenta kilos. Las lenguas colgaban de las fauces entreabiertas cuando galoparon hacia los tres hombres a una velocidad inconcebible.

Santerre contó hasta siete perros. No se escuchaba de ellos ni un solo ruido al tiempo que el canto de los pájaros amenizaba a su alrededor el aire de la mañana.

Santerre aguardó la embestidura de los animales, creía ver ya las patas traseras en tensión, y que estas lanzarían los cuerpos en un movimiento rápido y enérgico hacia el cielo. Sin embargo, los perros se detuvieron de forma abrupta delante de los hombres, sentándose sobre sus patas traseras.

Marvin pasó por delante de la fila de perros y señaló a dos de ellos para que uno de los hombres les llevara atados de una cuerda. El tercer hombre, por el contrario, corrió con los demás animales en dirección al palacio.

– Es nuestra oportunidad… van a guardar a los monstruos -murmuró Santerre. Miró su reloj. Eran poco antes de las cinco.

– ¿Qué pretende? -preguntó Faivre.

Marvin iba acompañado por los dos perros en dirección a la iglesia.


* * *

El perro estiró la cabeza y olfateó el viento. El animal se puso a continuación en movimiento, caminó literalmente hasta el centro de la fosa y quedó allí quieto. Sus pezuñas dibujaron las primeras huellas en la arena de la cavidad.

Chris se estremeció.

El animal alcanzaba en su cruz una altura de más de setenta centímetros, el pelaje gris plomizo era corto y daba visos de ser áspero y duro. La cabeza era grande y rolliza y la piel se plegaba en enormes arrugas y surcos. Las pequeñas orejas en forma de triángulo caían hacia los pómulos. Chris calculaba el peso del animal en unos setenta kilos.

– Un mastín napolitano -dijo Marvin, quien observaba con detenimiento la reacción de Chris con gran satisfacción-. Incluso Alejandro Magno y Julio César tenían sus propios molosos, los cuales penetraban en las filas de sus enemigos, propagando el miedo y el terror. Este es uno de sus descendientes. Y aquél también.

Chris miró hacia el segundo perro, que se acercaba lentamente y muy ufano hasta el centro de la fosa. Todo lo de ese animal equivalía a fuerza y suavidad. El segundo perro parecía pesar todavía más, era aún más alto en su cruz, poseía una amplia caja pectoral y un desarrollo muscular muy plástico en todo su cuerpo. El cráneo gigantescamente ancho parecía ser cuadrado, debido a que sus labios caían en ángulo recto desde su tabique nasal. El pelaje tenía un tono similar al de la propia arena.

– Un mastiff -dijo Marvin orgulloso.

Ambos animales permanecían ahí de pie sin emitir un solo ruido, manteniéndose petrificados y con las cabezas levantadas.

– ¿Qué significa esto? -gritó Chris enfurecido.

Marvin sonreía con desdén y dio dos pasos hasta uno de los montones de piedra. A continuación cogió una de las piedras y la sopesó en la mano.

– Hoy seré elegido prefecto de los Pretorianos. Y a partir de mañana los Pretorianos llevarán adelante una lucha contra los ateos de consecuencias hasta ahora inimaginables. Por un lado contamos con nuestra campaña pública, con la que crearemos la atención necesaria a través de discursos y argumentos para difundir la palabra de Dios. Pero eso será solo el comienzo. Los que estén decididos a todo entre nosotros se encargarán de enviarle al mundo la ira del Señor como respuesta a sus blasfemias.

– ¿Qué quiere decir con eso? -preguntó Chris.

– Hay personas cuyas palabras constituyen una blasfemia. «Quien blasfeme el nombre de Yahvé, será muerto; toda la comunidad lo apedreará. Sea forastero o nativo, si blasfema el nombre, morirá». Libro Tercero de Moisés, capítulo 24, versículo 16.

Chris clavó su mirada en el montículo de piedras en el borde de la fosa y comenzó a entender.

– Usted quiere…

Marvin asentía serio con la cabeza.

– Sí, los elegidos de entre los Pretorianos le suministrarán a los blasfemos su justo castigo. Tal como lo indica la Biblia.

– Usted no está en sus cabales.

– «Os lo aseguro: mientras duren el cielo y la tierra, no dejará de estar vigente ni una "i" ni una tilde de la ley sin que todo se cumpla». San Mateo, capítulo 5, versículo 18.

– ¿A mí también? ¿Me quiere lapidar? ¿Por eso estoy aquí?

– ¡Zarrenthin, acaba de blasfemar de nuevo contra Dios!

Sus ojeadas se enzarzaron, pero Chris sostuvo la despiadada mirada.

– ¿Cuándo? ¿Cómo?

– Forster era un blasfemo. Quería traicionar la palabra del Señor, y por lo tanto también al mismísimo Señor. Usted se ha confabulado con él, le ha ayudado, ha vivido bajo su techo… ha hecho planes con él. -Marvin asentía serio con la cabeza como si estuviera a la espera del eco de sus propias palabras… Pero antes quiero saber una cosa-. Y así Dios decidirá si le concede la misericordia.

– ¿Quiere jugar aquí al Circo Máximo para obtener algunas respuestas? -Chris echó una breve mirada a los dos perros-. Yo ya lo he entendido tal cual.

– Yo creo que no. ¿Conoce la historia de Daniel en el foso de los leones? Daniel fue calumniado y sobrevivió a la noche en el foso de los leones al que le había arrojado Darío, el rey persa. Su fe en Dios obtuvo su recompensa. Sin embargo, los que le habían calumniado y fueron arrojados al foso después de esa noche, fueron desmembrados de inmediato por los leones.

Marvin se inclinó de repente hacia adelante y agarró a Chris de la parte superior de su brazo, apretando con fuerza.

– Zarrenthin, ya se verá si es usted hijo de Dios o un calumniador.

– ¡Está usted enfermo! -las piernas de Chris temblaban.

Marvin sonreía malignamente y sacó un teléfono móvil del bolsillo. Se trataba del teléfono de Chris, que a continuación estrechó a Barry.

– Quiero la respuesta a algunas preguntas -dijo Marvin con una voz atronadora que retumbaba en la gran bóveda como el bramido de un oso-. En él hay una serie de mensajes. Y no quiero escuchar ninguna mentira. Ni un solo segundo. ¡Abajo!

Marvin señalaba hacia la fosa, y Barry apuntó con la pistola en dirección a Chris.

– ¡Nunca! -Chris meneaba la cabeza-. ¡Nunca!

El golpe en la parte trasera de su cabeza le había pillado completamente desprevenido. Chris se dobló por las corvas de las rodillas. El del cabello cobrizo y el de las verrugas lo atraparon y lo arrastraron hasta el borde de la fosa, y su boca se llenó de arena.

Chris rodaba de un sitio para otro quejándose mientras escupía. Los perros le observaban, pero no se movían ni un milímetro de su sitio. Él se levantó y los animales giraron sus cabezas de nuevo hacia arriba en dirección al borde del foso.

– Están perfectamente entrenados, Zarrenthin -Marvin clavó hacia abajo su mirada en él-. En realidad, debería estar aquí Lavalle para que demostrara su fidelidad para con los Pretorianos. ¿Se acuerda? Pero el cobarde ha desaparecido, se habrá escondido en algún agujero. Pero tampoco él escapará de los designios del Señor. Sin embargo, ahora comprobaremos si recibirá la misericordia de Dios… -Marvin sonreía con saña.

– ¿Qué debo hacer para…? -Chris hacía un gesto con la cabeza en dirección a los perros.

– ¡Ah! ¡Arrepentimiento! -Marvin se reía satisfecho-. ¡He descubierto una de sus debilidades, Zarrenthin! ¡El miedo a los perros!

– ¿Quién no tendría miedo a estas bestias?

– Hay cosas peores, Zarrenthin. Créame, hay cosas peores. Por ejemplo, ser lapidado -Marvin soltó una sonora carcajada-. Cuénteme qué quiere Jasmin.

Marvin le hizo una señal a Barry, quien telefoneó para escuchar los últimos mensajes del buzón de voz, elevando su volumen al máximo.

La voz de Ina sonaba excitada y nerviosa. Quería haber programado con él las salidas de la semana, y se notaba claramente enfadada por el hecho de que él no estaba dando señales de vida, dejándola sola a merced de los problemas de la empresa de la cual precisamente él era el dueño.

– Mi secretaria -murmuró Chris mientras le agradecía al destino tener a esta joya.

– Eso ya lo he entendido yo solito -respondió Marvin con frialdad-. Pero la siguiente llamada; esa me la tiene que explicar.

Barry presionó el botón.

– Chris, soy Jasmin. ¿Por qué no llamas? Estoy de nuevo en Sofía Antípolis… eso está en Francia, cerca de Cannes. Mi hermana Anna también está aquí. Yo todavía no te había contado nada de esto… Su hijo está muy enfermo. Estoy en la clínica de Tysabi…

Una pausa.

– Wayne la ha armado muy gorda… nos han traído aquí por lo de tus pruebas… necesito tu ayuda. Tu maldito análisis óseo se ha multiplicado al final y… ¿cómo te lo explico? Parece ser que, si es cierto, se trate de un descubrimiento científico en toda regla. Parece que… maldita sea… Y ahora estos cerdos quieren… ¡Llama! Me han quitado el teléfono móvil. Llama a mi hermana… ¡llama a Anna! -Jasmin repetía con rapidez un número de teléfono-. ¿Por qué no das señales de vida? ¡Necesito ayuda! ¡Si no llamas, te puedes ir yendo por donde has venido!

Capítulo 34

Fontainebleau, mañana de! martes


De golpe, Chris creía encontrarse nuevamente en el apartamento de Jasmin durante aquella noche, creía ver su cara con sus expresivos ojos. Jasmin sonreía divertida; y una vez más se le apareció aquella expresión melancólica que no había sido capaz de explicarse en aquel momento. Pero ahora…

Creía verla sentada en su silla en el laboratorio, su estrecho cuello recto como una vela, los hombros tensos, la veía riéndose en el restaurante; y de nuevo le apareció su suplicante voz, su llamada de auxilio…

– ¿Qué debo hacer para salir de aquí? -escuchó decirse a sí mismo.

– Zarrenthin, ¿me está proponiendo un trato? ¿Qué tiene que ofrecerme? -preguntó Marvin, carroñero.

– Voy a acabar como Ponti. ¿Es esa la idea que tiene de Dios? ¿Un Dios sediento de venganza? Usted se conoce la Biblia de memoria; yo no. Pero si no recuerdo mal había una imagen misericordiosa de Dios: el amor. ¿No es ese un tema central precisamente para la Cristiandad?

– «El que hiera mortalmente a cualquier otro hombre, morirá… Siempre prevalecerá la regla: ojo por ojo». Libro Tercero de Moisés, capítulo 24, versículos 17 y 18. La ley de Dios nos dice lo que debemos hacer, Zarrenthin. Usted ha matado. Eran cristianos. Eran Pretorianos. Protectores de las Sagradas Escrituras. Usted debía haber leído las Sagradas Escrituras. ¡Usted no se toma en serio a Dios! -Henry Marvin meneaba la cabeza como si lamentara de todo corazón esta revelación.

– ¿Quiere ver cómo me arrastro por el polvo a cuatro patas delante de usted y le suplico por mi vida? ¿Es usted uno de esos? Usted y sus hombres matan para hacerse con las tablillas. Pero si ya las tiene: ¿qué más quiere?

– Quien confía en Dios, acepta su destino con humildad.

– Una cosa parece estar cada vez más clara: su Dios no es el mío.

– ¿Qué ocurre con los huesos? ¿De qué prueba se trata? ¿A qué se refiere esta tal Jasmin con descubrimiento científico? ¡Explíqueme la llamada!

– No hay mucho que explicar -Chris describía en breves palabras cómo le había convencido Forster en la autovía para llevar a cabo el transporte, y cómo había viajado a Dresde por su cuenta para saber más acerca de los huesos.

– ¿Cómo se le ocurrió la idea?

– Forster había realizado un extraño comentario. Que los huesos serían de una persona especial o algo así -Chris reflexionó por un momento-. Me despertó la curiosidad, deseaba saber más, y por eso pensé en determinar la edad de los huesos. Forster había contado mucho sobre las tablillas, pero apenas nada sobre los huesos. Era solo una más de mis ideas espontáneas.

– ¿Qué más? -preguntó Marvin expectante.

– Nada más. A través de la estructura ósea no había total garantía para saber si se trataba realmente de una persona. Por eso mi amigo se encargó de realizar una prueba de ADN. Pero la prueba estaba muerta. ¡Yo no puedo explicar la llamada!

– «Escuchad, cómo Nabucodonosor veneraba a su dios: marché hacia el este, vencí a Kish, unifiqué el reino y los pastores, limpié los templos y traje los huesos del pastor a Babilonia. Yo construí un templo en honor a Ninurta, realicé el culto a Marduk y en su honor le dediqué las siete tablillas y los huesos del pastor». -Marvin hizo una pausa mientras aguardaba a que retumbara el eco de sus palabras-. Así está escrito en las tablillas, Zarrenthin. ¿Son estos los huesos del pastor?

– ¿De qué pastor me está hablando? ¡Ni siquiera conozco el texto de las tablillas! ¡A ver si se entera de una vez! -Chris gritaba lleno de ira mientras daba una patada contra la pared. A continuación se acordó de los perros y miró hacia ellos, pero los animales permanecieron sentados sobre sus patas traseras, como esculpidos en roca.

– ¿Conoce usted la importancia del pastor, Zarrenthin?

– ¡Pastor! ¡Ovejero! Protegen sus rebaños. ¿Qué pretende, Marvin?

De repente resonaron de nuevo los sonidos de órgano a través de la bóveda y Marvin levantó la mano y permaneció de pie como una estatua hasta que los sonidos se hubieron extinguido.

– ¿Oye el órgano, Zarrenthin? Lo están afinando para la misa. Esa es la diferencia entre nosotros: hoy saldré elegido como pastor de los Pretorianos -Marvin se reía-. ¿Es usted pastor? ¿Posee usted aptitudes para serlo? Yo creo que no. Por el contrario, yo sí las poseo. Zarrenthin, el pastor tiene el poder de administrar piedad. ¡Cuénteme lo que sabe y tendrá piedad!

– ¡Está loco! -gritó Chris. De nuevo se pudo escuchar el zumbido del motor mientras se abría la parte frontal izquierda de la fosa hasta la mitad. Una oveja se iba acercando dubitativa hacia la fosa y se paró mientras se volvió a cerrar la puerta detrás de ella. Los dos perros permanecieron sentados como petrificados, ni siquiera alargaron las cabezas.

– Muéstreme si es un buen pastor, Zarrenthin. Entonces le soltaré. Pero solo si…

Marvin se apartó. Cuando volvió a girarse hacia la fosa sostenía en su mano un bastón, que arrojó a la fosa.

Chris tomó el bastón. El bastón era recto y enigmáticamente liso. Sobre todo en su parte superior, justo antes de su curvatura. La madera era más seca que un hueso y tintada gris oscuro por la lluvia y el sol.

La curvatura superior del bastón finalizaba en un gancho, ideal para rodear las patas traseras de los animales. El extremo inferior acababa en una punta metálica. Chris colocó el bastón de pastor de pie en la arena. Le alcanzaba casi a la altura de la frente.

La oveja balaba y se apretujaba contra la pared transversal de enfrente. De repente, el mastín salió disparado al lado de Chris con unos pocos saltos y las fauces bien abiertas.

El enorme cuerpo con sus casi setenta kilos se estampó contra la oveja. El potente cuello del perro se puso rígido, y debajo de su cuerpo gris plomizo desapareció pataleando el cuerpo de la oveja. Sonó un crujido, y a continuación la oveja se relajó entre las fauces del monstruo.

– Usted no protege su rebaño. Usted es un mal pastor.

Marvin se mantenía de pie al borde de la fosa mientras sostenía un silbato para perros en la boca. Al mismo tiempo que mostraba sus dientes, miraba con ojos centelleantes hacia los animales. Marvin silbó de nuevo y el mastín soltó la oveja de inmediato.

– Zarrenthin, ¿qué sabe sobre los huesos? ¿Por qué los quiere el papa? ¿Qué secreto esconden?

– ¡Pregúnteselo al papa!

Marvin movió los labios.

El mastiff saltó desde su postura de sentado. Los plásticos contornos musculados se estremecían debajo del pardo pelaje. Chris saltó hacia un lado y dirigió entre tanto el bastón pastoril de la punta metálica hacia el animal.

Las fauces entreabiertas del mastiff no le atraparon por centímetros. Pero su golpe tampoco fue certero. La punta metálica resbaló en los duros músculos de las patas del animal como en una armadura. El animal aterrizó en la arena, se giró e iba a dar el siguiente salto, pero detuvo de repente el movimiento posándose sobre sus patas traseras.

– La próxima vez tendrá menos suerte -gruñó Marvin, quien había detenido con un silbido el nuevo ataque del mastiff.

¡Yo no sé nada! -vociferó Chris y clavó el bastón a su derecha en la arena.

¡Sea su propio pastor!

Marvin afiló los labios y tocó el silbato una vez más mediante un silbido ininteligible para el oído humano, dándole al animal la orden para el siguiente ataque.

El mastiff emprendió el salto.

Sin ruido.

Chris se movió en el mismo momento hacia un lado, colocándose en cuclillas hacia delante, y adelantando a la vez el bastón con los brazos estirados ligeramente hacia abajo.

La punta de metal apuntaba hacia el pecho del poderoso animal que ya no fue capaz de variar la dirección de su salto.

La punta penetró en la caja torácica. Debajo, los brazos de Chris vibraban por la tensión creada a través de las dos fuerzas antagónicas que colisionaron entre sí. Chris soltó el bastón y se tiró hacia un lado.

El bastón se arqueó, e inmediatamente después, la punta metálica encontró su camino a través de la carne, y la presión empujó el bastón a través del pecho del animal hasta hacerse añicos por la presión del compacto cuerpo.

El mastiff sobrevolaba a Chris con las fauces bien abiertas. Podía sentir en su brazo el áspero pelaje del animal, y a continuación cayó en la arena. El cuerpo del animal aterrizó a su lado, pero permaneció tendido. Sin embargo, acto seguido, unas garras comenzaron a desmembrar su camiseta, hundiéndose en sus hombros. Era el mastín con el pellejo gris plomizo, quien estaba encima de él. Las fauces del animal estaban muy abiertas mientras las filas de dientes centelleaban como el marfil. Por alguna razón, en algún lugar del cerebro, la actual conmoción interrumpió su creciente nivel de irritabilidad.

Creía percibir, como a mucha mayor distancia, las arrugas de la piel de la maciza cabeza. A continuación, las fauces abiertas con los poderosos colmillos se acercaban a toda velocidad hacia su estirada laringe.


* * *

– ¡Hay que intervenir! ¡Rápido! ¡Hay que intervenir! ¡Debajo de la iglesia! ¡Vamos a atacar!

Jean Santerre y Victor Faivre bajaron corriendo por las escaleras del campanario mientras el inspector jefe Cambray observaba los hechos a través de las minicámaras que se habían instalado.

Acababan de alcanzar la entrada a la iglesia. Al final de la nave principal flameaban las velas, y estruendosos sonidos de órgano colmaban el templo. Continuaron apresurándose todavía más lejos y hacia abajo. Agachados saltaron los últimos escalones, encogiéndose en cuclillas al final de las escaleras de piedra.

Delante de ellos se encontraba la sala subterránea. Cuatro hombres rodeaban de pie la bien iluminada fosa. Un hombre de cabello cobrizo se encontraba de espaldas hacia ellos en la parte frontal de la fosa; otro más en la parte transversal. Del lado opuesto a este último, había dos hombres más, de los cuales uno vestía una clara sotana.

Santerre se acercó como una bala a saltos rasos hacia el del cabello cobrizo en la parte central de la fosa. Los estrepitosos tonos del órgano silenciaban cualquier otro sonido.

Victor Faivre permaneció a dos pasos detrás de su compañero mientras aferraba la pistola Glock, de diecisiete disparos y fabricada en material sintético de polímero reforzado en acero, a la altura de su rostro.

El canto de la mano de Santerre atizó la parte derecha del cuello del primer hombre, el del cabello cobrizo, quien se derrumbó al suelo. Acto seguido, Santerre miraba con detenimiento hacia la fosa.

El hombre había sobrevivido felizmente al ataque para convertirse en la víctima del otro monstruo.

Santerre cambió el arma a su mano derecha. El punto de mira por infrarrojos se paseaba sobre el pelaje gris plomizo. El rojo punto de luz se posó justo debajo del omóplato en la zona del corazón. Santerre apretó por dos veces el gatillo. Las balas hicieron diana en el mastín durante su salto, pero sin detenerlo. El cuerpo compacto volaba por el aire y sepultó a continuación al hombre tendido en el suelo.

El hombre situado en el borde opuesto de la fosa sacó su pistola de la cartuchera escondida bajo la axila cuando vio a Santerre. Victor Faivre viró su arma y disparó a la carrera. La primera bala rozó silbando el objetivo, mientras que la segunda impactó en el cuello. El hombre se tambaleó primero hacia atrás, dio después un paso hacia delante y cayó finalmente en la fosa.

Marvin y Barry giraron la cabeza en el mismo momento en el que su hombre se acercaba a tumbos hacia la losa. Marvin había soltado un grito envuelto por la ira, girando a continuación para echar a correr junto a Barry.

Faivre, entre tanto, le había dado unos golpecitos con los dedos a Santerre, que continuaba con su mirada clavada en la fosa.

– ¿Les perseguimos?

Santerre observaba con atención el poderoso e inmóvil cuerpo del can.

Por fin se movía un brazo debajo del cuerpo del animal. Santerre asintió con la cabeza.


* * *

Las fauces abiertas del mastín, cuya lengua asomaba hacia el exterior y continuaba temblando, reposaban sobre el pecho de Chris.

La fila de los puntiagudos dientes brillaba en un tono blanco amarillento. En algunos dientes colgaban todavía trozos del cuello desmembrado de la oveja; en la encía se acumulaban pequeñas islas sanguinolentas, que a su vez descendían en forma de pequeños hilos hacia el gaznate del animal. El duro y corto pelaje frotaba la laringe de Chris, y un terrible peso aplastaba su cuerpo.

Los pliegues en el rostro del animal estaban solo a unos pocos centímetros de distancia de su ojo. Fijó su mirada en una pequeña oreja en forma de triángulo mientras sus manos trasteaban el pelaje gris plomizo. Sintió cierta humedad, frotó brevemente y levantó a continuación la mano. Estaba roja. Era sangre.

La presión apareció de repente, su estómago se elevó y volvió a hundirse de nuevo, y el jugo gástrico salió disparado a través del esófago. Empleando un esfuerzo salvaje, se asomó por debajo del cuerpo de animal para vomitar en la arena. Entre quejidos se dejó caer hacia un lado y permaneció tendido hasta que, procedentes de la parte trasera de la bóveda, comenzaron a escucharse varios disparos.

Sofocado empujó y tiró del animal hasta liberarse por completo. La sangre del mastín estaba empapando la arena y hundiéndose en ella, estampando unas pardas y rojizas huellas. A continuación, observó los dos orificios de impacto y entendió lentamente el motivo de su salvación. Momentos más tarde, rodó por la arena y dio de repente un salto.

¡Necesitaba salir de ese lugar!

En el otro extremo de la fosa descansaba el cuerpo retorcido del de las verrugas, no lejos del cadáver de la oveja, de cuyo cuello mordisqueado continuaba manando la sangre. Chris olía el hedor de la muerte.

Quiso saltar la pared de la fosa y fue capaz de tocar el borde con la punta de los dedos; ¡pero resultaba imposible!

Chris tropezó hacia el otro lado, tiró del cuerpo sin vida del de las verrugas entre jadeos hasta alcanzar el extremo de la fosa y lo apoyó en posición de sentado contra la pared. A continuación cogió carrerilla y saltó sobre el hombro izquierdo del muerto catapultándose hacia arriba.

Fue capaz de aferrarse con ambos antebrazos sobre el borde de la fosa y tiró de su cuerpo con todas las fuerzas hacia arriba, elevando a su vez su pierna derecha. Entre sofocos hizo palanca con los brazos y se elevó por encima del borde hasta rodar hacia un lado.

Chris dio un salto y corrió hacia la parte frontal de la fosa, le sacó la pistola de la cartuchera al del cabello rojizo y continuó corriendo al lugar en el que habían estado de pie Marvin y Barry. Su teléfono móvil seguía descansando sobre la silla.


* * *

Chris alcanzó entre jadeos la puerta, detrás de la cual se bifurcaba el túnel. A la derecha conducía hacia las celdas. Una y otra vez se escuchaban disparos aislados; en otras ocasiones incluso el fuego graneado de armas automáticas. Bajo tierra sonaba todo tan extrañamente sordo…

Corrió sobre el suelo rocoso y, tras recorrer unos cien metros, alcanzó otra puerta más. La abrió de un manotazo y se deslizó a través de pasadizos y puertas hasta alcanzar una gran sala, en cuyo lado opuesto unas escaleras llevaban hacia arriba.

Por encima de él una voz masculina tronaba órdenes, enviaba hombres para fuera, quería saber cómo estaba la entrada. La entrada principal, según había entendido Chris, había sido tomada por un vehículo blindado contra el que ni siquiera las armas automáticas de los sitiados tenían ninguna posibilidad.

El estruendoso fuego graneado parecía acercarse cada vez más, pero al rato volvió a alejarse, y la profunda voz gritaba una y otra vez preguntando por Marvin y Barry. Sin embargo, de repente hubo silencio.

Chris esperó durante medio minuto y continuó a hurtadillas hacia arriba.

Estaba claro que se encontraba en el edificio principal. Desde una imponente entrada con cristalografías, esculturas y suelos de mármol, partían diferentes pasillos en ambas direcciones.

¿Dónde estaban los huesos? ¿Y las tablillas?

«¡Este cabrón de Marvin! -Chris, en su interior, estaba a punto de ebullición-. ¡Son míos!».

Se apresuró en continuar por el ala derecha y abrió las puertas de golpe. Las habitaciones estaban decoradas con estilo y de forma ostentosa con muebles de siglos pasados. A continuación, corrió por el pasillo de la otra ala, abrió de nuevo las puertas de un manotazo para registrar también aquí las habitaciones.

¿De cuánto tiempo dispondría todavía? ¿Debía registrar también las habitaciones de la planta superior? ¿Con qué probabilidades contaba para que las tablillas y los huesos estuvieran tirados por ahí?

Detrás de la siguiente puerta se escucharon caerse objetos. Chris agarró la pistola con mayor fuerza, presionó el picaporte con la mano izquierda hacia abajo y empujó la puerta.

Una clara sotana rodeaba la fuerte espalda. Marvin se encontraba de pie junto a la vitrina de cristal y jadeaba embargado por la impaciencia. Estaba cogiendo presuroso las hojas de pergamino desde los pequeños atriles y los colocaba en una carpeta forrada.

– ¿No hay nada capaz de conmocionarle, eh?

Marvin se giró y escudriñó a Chris con ojos centelleantes.

– ¡Mira quién está aquí, si es Zarrenthin! ¿Creerá usted que voy a temblar de miedo? ¿Cree acaso que no estaría preparado?

Chris apenas le prestó atención. Su mirada recayó en la mesa al lado de los ventanales. Las tablillas de arcilla y los huesos descansaban limpios y ordenados sobre una base oscura y lisa en un maletín metálico plateado, listos para su transporte. Al lado había una linterna y su mochila estaba en el suelo.

Chris clavó su mirada en Marvin.

– ¡La palabra de Dios! -gritó Marvin mientras continuaba guardando hojas procedentes de la vitrina en el archivador acolchado-. ¿Ve aquello? -Marvin señalaba las estanterías-. ¡La palabra de Dios! Documentada y salvaguardada con honor. Copias procedentes de los siglos y las culturas más diversos. ¡Una joya!

– Vaya nervios tiene usted…

Los ojos de Marvin resplandecían fanáticos.

– ¡Dios está conmigo! Como en Vietnam. Allí se me presentó, regalándome la vida, cuando penetraba en la tierra como una rata -la voz de Marvin constituía un susurro apenas perceptible que transportaba una inquebrantable veneración-. ¿Cree que me privará de su favor ahora que le estoy sirviendo? ¡Oh no, Zarrenthin! ¡Él observa mis actos con placidez, me entiende y me protege!

Chris calló. Marvin parecía estar completamente convencido de sus palabras.

– ¿Sabe lo que aún me falta? -Marvin acababa de cerrar nuevamente el acceso a lo más profundo de su alma y su voz sonaba relajada y serena como antes-. Me encantaría tener un fragmento de la Genizá [61] de la sinagoga de El Cairo. Los hallazgos descubiertos allí en un oculto depósito se remontan al siglo VI… O un resto de la Hexapla [62]: la Biblia griega de las seis columnas con sus seis traducciones.

– En la biblioteca del trullo encontrará seguramente solo una traducción estándar.

– No se interponga en mi camino, mocoso. Venga conmigo y sirva al Señor; o si no, desaparezca.

Marvin continuó empaquetándolo todo.

– ¡Está loco! -la mirada de Chris sobrevolaba las paredes cubiertas de estanterías. Al otro lado de la habitación descubrió una parte entre las estanterías que sobresalía varios centímetros hacia la habitación. Marvin se incorporó de repente. Su rostro estaba tenso. Chris se acercó a la pared y tiró. La estantería continuó deslizándose hacia la habitación y quedó a la vista una escalera que descendía hacia abajo-. ¿Hacia dónde lleva el pasadizo? ¿Ha venido desde allí?

– Es el camino hacia la libertad, Zarrenthin.

Chris reflexionó un breve momento para apresurarse a continuación hacia la mesa, levantar la mochila del suelo y colocarla sobre la mesa al lado del maletín metálico. Abrió la mochila con la mano izquierda mientras continuaba apuntando con el arma a Marvin, y metió las tablillas y los huesos dentro. La linterna la guardó en el bolsillo del pantalón.

– ¿Adónde lleva ese pasadizo? ¿Al infierno?

Marvin calló, pero se rio a continuación entre dientes.

– … Al final saldrá por un cobertizo en medio del bosque. Huyamos juntos…

– ¿Por qué debería ayudarle?

– Aunque todavía no sepa reconocerlo, ¡usted es un instrumento de Dios! ¡Al igual que yo! -Marvin lo decía absolutamente en serio-. Por eso Él elige nuestro destino -el editor colocó tranquilo la última hoja en su archivador, la cerró y giró hacia Chris-. ¿No lo entiende? ¡Él elige nuestro destino!

– ¡Apártese de mi camino! Yo soy el que tiene el arma, no usted.

– ¿Cree usted que eso me da miedo? -los ojos de Marvin brillaban iracundos-. He luchado contra los Vietcong durante la guerra del Vietnam en su propio laberinto de cuevas. Fue Dios quien me hizo sobrevivir en esos túneles repletos de trampas debajo de la tierra. ¿De verdad piensa que una pistola me va a dar miedo? ¡Si está temblando!

Marvin marchó hacia Chris.

– Yo voy a desaparecer, y usted se pudrirá aquí, ¡usted va a pagar por sus pecados! -Chris levantó el arma.

– Usted no conoce a Dios. Incluso aunque hubiera pecado, pues en su piedad dice el Señor: Yo no deseo la muerte del pecador… -Marvin se reía a carcajadas-. Zarrenthin, ¿sabe usted quién es? ¿No? San Benito.

Marvin se reía de nuevo.

– No podemos escapar de los designios del Señor. Nuestros destinos están fuertemente ligados entre sí: eso lo habrá entendido ya…

La mano de Chris salió despedida hacia arriba aporreando con la empuñadura de la pistola la sien del Pretoriano que se le estaba abalanzando encima.

Marvin lanzaba entre quejidos:

– Zarrenthin, usted tampoco escapará de los designios del Señor -hasta que se derrumbó diciendo-: Esto no ha acabado todavía…

Capítulo 35

Isla Saint Honorat, martes


Eran las cinco cuando Dufour se levantó temblando y se paseó sin sosiego a hurtadillas por su pequeña casa cerca de Valbonne. Poco después se lavó y se puso la ropa. Viajó a Cannes, realizó un paseo solitario por la playa y se acurrucó delante de las olas que se hundían entre la arena hasta que a las nueve pudo tomar el primer transbordador.

Una vez en la isla de Saint Honorat, en ocasiones caminaba vacilando; pero en otras, realizaba a paso apresurado el trayecto, ligeramente empinado a través de los viñedos, hasta alcanzar la Abbaye de Lérins y entrar en la pequeña sala de recepción ubicada en la entrada del monasterio. Una vez en ella, el último bastión terrenal lo constituía una mujer entrada en años enclavada detrás del gigantesco mostrador de oscuro barniz.

Transcurrió más de media hora hasta que el hermano Jerónimo entrara en la habitación.

– Los pecadores viajan temprano.

– ¡Necesito consejo! Si estuviéramos solos…

– ¿Has pecado de nuevo? -Jerónimo percibió la mirada suplicante del científico. Jacques Dufour enlazó las manos y las sostuvo en alto intentando reforzar aún más su gesto implorante, pero Jeronimo se limitó a dedicarle un movimiento desalentador con la cabeza.

Salieron a la claridad de la luz. Jeronimo camino en dirección a la iglesia; Dufour seguía marchando detrás de él sin mediar palabra ni percatarse de la maravillosa floración del wisteria [63] que proliferaba a su izquierda en los postes de madera y aleros. Una suave brisa marina jugaba con las hojas de dos poderosas palmeras situadas inmediatamente delante del pórtico de la iglesia. Poco después pasaron a la iglesia, donde les recibió un sublime silencio.

El interior de la iglesia, de estilo neorrománico, cumplía los claros y ascéticos cánones arquitectónicos de los cistercienses, los cuales parecían suscitar en Dufour un efecto tranquilizador. Las paredes y los techos estaban impregnados por un claro y pulcro gris capaz de relajar sus doloridos ojos y sosegar el torbellino de pensamientos que llevaba en su interior.

En el centro de la nave de la iglesia, una balaustrada transversal de oscura madera dividía el mundo: de este lado se encontraban las filas de bancos destinados a los pecadores descarriados, de los que Dufour formaba parte; y detrás de la balaustrada con los asientos del coro, que se encontraban inmediatamente después, comenzaba el mundo de las claras reglas y los mensajes que tanto añoraba Dufour en esos momentos. Delante de los asientos del coro había un corredor que desembocaba en la parte oriental en la zona del altar.

Jerónimo se trasladó hasta la balaustrada, se arrodilló y se santiguó. Dufour imitó al monje y se sentó al lado de Jerónimo en una de las filas de bancos.

– Habla y considera que mis hermanos me están echando en falta en los viñedos -murmuró Jerónimo mientras escudriñaba la pálida cara del científico-. Y no te olvides: esto no es un confesionario.

Dufour clavó la mirada en la larga y relativamente estrecha cruz de madera situada en el ábside. Los conos de luz, procedentes de dos proyectores fijados en dos de las columnas, se habían orientado con precisión hacia la cruz. Elevaban al Cristo crucificado como una estrella desde la pared grisácea. A continuación comenzó a hablar.

Con cada palabra, se liberaba un poco más de la presión que oprimía su alma. Relató el extraño descubrimiento del cromosoma 47, capaz de realizar curas inexplicables, convirtiendo durante los experimentos a viejos ratones en fuertes jovenzuelos. Asimismo narró que el cromosoma había sido obtenido de un hueso, el cual se encontró presuntamente durante unas excavaciones en Babilonia.

Con el fin de conseguir una primicia científica, sus jefes estaban dispuestos a tirar por la borda todos los prejuicios posibles y a probar el efecto cuanto antes en una persona. Todo ello sin realizar las pertinentes pruebas preventivas ni tener en cuenta las posibles consecuencias para el paciente.

Con cada palabra, el vigor parecía regresar en Dufour y el color de su cara, tornarse rosado.

A su lado algo se precipitó. El monje, que estaba sentado en su misma fila, se dejó caer sobre sus rodillas. Sus manos se habían entrelazado para el rezo mientras jadeaba sin cesar.

– ¿Qué ocurre, Jerónimo? -Dufour alargó su mano hacia el monje.

El monje apartó la mano y se levantó, subió por encima de la balaustrada, y se dejó caer detrás para comenzar a arrastrarse de rodillas a lo largo del corredor. Acto seguido, escaló los escalones hasta el altar y se deslizó a continuación de nuevo hasta alcanzar la cruz. Durante todo ese tiempo gritaba siempre las mismas palabras:

– ¡Señor, concédeme a mí esta prueba!


* * *

Fontainebleau


Henry Marvin se encontraba sentado sobre el blando suelo del bosque mientras se apoyaba de espaldas en el tronco liso de un haya blanca. Le dolían los pies y su cabeza necesitaba oxígeno para que pudiera pensar de nuevo con claridad.

Durante toda la mañana vagó con Barry por el bosque, no lejos del palacio. En tres ocasiones casi habían caído en brazos de las patrullas policiales, pero Dios estaba de su lado.

Barry había encontrado a Marvin inconsciente en la sala de las biblias después de que la congregación hubiera detenido la defensa. Los invasores eran demasiado numerosos, por lo que huyeron por el túnel mientras en el exterior sonaban todavía con estrépito los últimos disparos.

Marvin guardaba la esperanza de toparse en algún lugar con Zarrenthin. Sin embargo, el cabrón tenía la suficiente destreza como para descubrir la salida.

La moto del cobertizo había desaparecido. Lo único que encontraron fueron dos abrigos impermeables, por lo que se vieron obligados a salir de allí por su propio pie. Para contar con alguna posibilidad, debían actuar de forma distinta a la que se esperaba de ellos. Y por ese motivo se aproximaban a hurtadillas cada vez más al puesto de mando. En algún momento se retiraría la horda, y entonces ellos también podrían desaparecer de allí.

No sin cierto esfuerzo, Marvin se levantó del suelo. Continuaron avanzando a escondidas. Después de unos minutos, Barry hizo una señal hacia delante. La aglomeración de vehículos en el pequeño claro del bosque, cercada por una cinta de plástico, pasaba difícilmente desapercibida. El centro del lugar estaba reservado a la reina de las abejas: una furgoneta a modo de puesto de mando provisional con antenas lineales en su techo.

– ¿Más cerca todavía? -murmuró Barry.

– ¡Lo más cerca que sea posible!

Se acercaron a toda prisa sobre el suelo amortiguador del bosque en dirección a la barricada de coches mientras buscaban protección detrás de gruesos troncos, y reptaron hasta esconderse detrás de un madero de un árbol en descomposición.

Barry acercó a Marvin unos prismáticos con los que observó durante varios minutos el puesto de mando. Estaban replegándose. Ya no debían de tardar mucho para que se marcharan.

De pronto, una limusina se balanceó sobre el terreno boscoso y se detuvo al lado de la furgoneta de mando. Marvin orientó los prismáticos hasta situarlos en las puertas a la vez que observó a tres hombres apearse del vehículo.

Sorprendido contuvo la respiración. De repente, una fuerza indomable recorrió su cuerpo hasta calentarle todos sus músculos.

«Ahí está la persona que me llevará a mi gloria», pensó con euforia mientras respiraba hondo. En un solo instante, comprendió cómo seguir adelante.


* * *

Fontainebleau


«¿Dónde están las reliquias? -pensó monseñor Tizzani-. ¡Esa es la cuestión!».

Tizzani permanecía sentado en la parte trasera de la camioneta policial, transformada en mando central. En lugar de recibir una respuesta a la decisiva pregunta, tuvo que escuchar las disputas de los franceses.

– Dice usted entonces que el tal Marvin y algunos de sus hombres, aún no se sabe cuántos, han desaparecido. Sin más -la voz de Trotignon solía ser cortante y afilada cuando planteaba alguna pregunta.

René Trotignon era jefe de equipo de la Groupement d'Intervention de la Gendarmerie Nationale, que en Francia se encargaba también de la protección civil. Trotignon había pasado el ecuador de la treintena, era de mediana estatura, y su corto peinado militar reforzaba aún más la expresión de las facciones poco joviales en su rostro.

Le habían encargado a él y a sus hombres, por parte de los franceses, a proteger al papa; razón por la cual vino acompañado de Tizzani.

El papa se encontraba en esos momentos no demasiado lejos de camino a Saint-Benoît-sur-Loire con la intención de meditar en la basílica de San Benito, cuyos restos mortales descansaban allí en un relicario metálico. Eso decía al menos la versión oficial.

En realidad, se trataba de la oferta que le había propuesto Henry Marvin, quien quería entregarle estas horrendas reliquias al papa. Sin embargo, parecía que eso ya no iba a ser posible, y Tizzani acababa de descubrir ahora también el motivo por el que no se pudo contactar con Marvin por teléfono.

– Derribamos el portón principal durante la toma con el vehículo blindado. Pero allí nos esperaba medio ejército, interponiéndose en nuestro camino. Dentro del palacio hemos espantado toda una congregación de gente ilustre. Notables procedentes de los lugares más dispares del mundo. Impresionante. También había dos sacerdotes entre ellos, pero ni rastro de Marvin -Paul Cambray reaccionó irritado, y su enorme nariz en forma de tubérculo temblaba nerviosa una y otra vez.

«Las Panteras Negras -pensó Tizzani con desdén cuando centró su mirada en el emblema en el pecho de Cambray y suspiró interiormente-. Una de estas unidades especiales de la policía cuyo jefe seguramente habrá dejado ya atrás su cénit. Solo falta que me pregunten qué es lo que sé de todo esto».

Este pensamiento atenazaba a Tizzani cada vez con mayor ahínco. Miraba impaciente hacia Elgidio Calvi, el fuerte guardaespaldas del papa con una estatura superior al metro noventa, quien le acompañaba. Calvi pertenecía a una pequeña unidad especial dentro del Corpo di Vigilanza que se encargaba de proteger al papa durante sus visitas al extranjero.

– ¡Deberíamos partir! -cuchicheó Tizzani.

– ¡Solo un momento! -gruñó Calvi sin miramiento alguno-. ¿O acaso sabe ya lo que vino a averiguar?

Tizzani guardó silencio. Calvi tenía razón. Volver de nuevo ante el papa con las manos vacías le haría un flaco favor a su carrera.

– ¿Cuál fue la razón del ataque? -preguntó Trotignon.

– Salvar vidas. Debajo de la iglesia se encuentran unas catacumbas. Este Marvin estuvo a punto de ejecutar… sí… a una persona. Yo tenía a dos hombres en el campanario. Ellos le han ahorrado un destino cruel a ese pobre diablo. Allí hay una especie de laberinto de túneles subterráneos: nunca he visto nada parecido. Mis hombres continúan encontrando más pasadizos…

– Y las grabaciones de las catacumbas carecen de sonido, por lo que es imposible entender lo que se ha hablado.

– Por desgracia no tienen sonido -Cambray miraba hacia Tizzani implorando indulgencia.

– Quisiera hablar con Thomas Brandau, ese sacerdote de Berlín -murmuró Tizzani.

– Brandau guarda tenazmente silencio.

– Usted es policía -aseveró Tizzani-. A mí, sin embargo, me ha enviado el Santo Padre. Permítame que hable con él de sacerdote a sacerdote.

– Eso no va a ser posible. Todos los detenidos fueron transportados o bien a celdas, o bien a hospitales. Pero si dispone del tiempo suficiente, podemos trasladarnos allí -el inspector jefe Cambray elevó apesadumbrado los brazos.

Tizzani meneaba la cabeza mientras descendía el tono de su voz hasta convertirlo en un silencioso y suave murmullo.

– ¿Hubo… hubo alguna víctima?

– Fue una auténtica masacre. No teníamos ni idea de que esta orden dispusiera de un ejército.

– ¿Y este Lavalle tampoco sabe dónde están las reliquias, si se las ha llevado alguien? Porque él las ha visto.

– Eso dice -Cambray ladeó la cabeza-. ¿Esconden estas tablillas y huesos un significado especial? Lo que quiero decir es… cuando un emisario del papa se interesa por ellos…

– Nosotros nunca hemos estado aquí -dijo Trotignon de forma cortante en lugar de Tizzani-. ¿Tiene claro lo que se espera de usted? -dijo Trotignon mientras le dedicaba una fría mirada al jefe de las Panteras Negras.

– Un golpe contra una banda de ladrones de obras de arte y traficantes de armas, cacos y criminales… ¿se le ocurre otra cosa? -los ojos del inspector jefe centelleaban.

– Basta -Trotignon se levantó-. Se trata de reliquias que pertenecen a la Iglesia… es decir, una cuestión interior de otro Estado. Nosotros actuamos solo… con el respaldo explícito del Presidente.

– ¿Reliquias? -Cambray pensó en la declaración de Lavalle. «¿Son tablillas de arcilla sumerias, reliquias de la Iglesia católica?».


* * *

Tizzani se apresuró en salir del puesto de mando una vez hubo concluido el frío saludo de despedida.

– No son demasiado cooperantes -murmuró cuando se encontraban sentados de nuevo en la limusina. Trotignon condujo el vehículo lentamente de nuevo por el camino boscoso en dirección a la carretera pavimentada.

– Sinceramente, no pudo haber esperado otra cosa -contrarió Trotignon-. A ellos todavía les truenan los oídos en la cabeza. Necesitan volver todavía en sí.

Acto seguido frenó, y el coche rodó de nuevo sobre el asfalto.

– Solo espero que sean discretos. Sería inimaginable…

– Hacemos todo lo que podemos -murmuró Trotignon-. Cambray cumplirá lo que prometió el Presidente.

– ¿Y este juez instructor del que nos habló durante nuestro trayecto de ida? El hombre no parece tener precisamente mucho tacto. Debía haberse informado o haber indagado un poco más antes de iniciar el caso.

Trotignon bajó el pie del acelerador, pues el camino se desviaba hacia una curva cerrada, y unos tupidos matorrales taponaban más adelante la visión de la carretera.

– No se preocupe por eso. Los jueces de instrucción gozan de una buena reputación en nuestro país, pero eso ya lo arreglaremos. Para eso estamos… -interrumpió su discurso mientras su mirada continuó ensimismada en la carretera detrás de la curva. A pocos metros, delante de ellos, permanecía de pie un hombre. Trotignon frenó.

– ¿Qué significa esto? -preguntó Calvi desde el asiento de acompañante.

– ¿Pretende que le atropelle?

Calvi introdujo la mano derecha debajo de la chaqueta del traje y se aferró al gatillo de su pistola.

Trotignon detuvo la limusina tan cerca de la persona, que Tizzani tan solo era capaz de ver a la figura de cintura para arriba. La frente del hombre permanecía ampliamente oculta bajo la capucha de su abrigo impermeable. Mantenía su mano derecha colocada sobre la nariz y la boca, y la parte superior de su cuerpo se estremecía como en alguien que tose de forma descontrolada.

Entre tanto, la puerta del asiento trasero se abrió de golpe.

Tizzani jadeaba; el cañón de una pistola presionaba dolorosamente contra el hueso de su mejilla derecha.

– Haga sitio. Necesito un taxi.

Barry seguía de pie delante del vehículo y sonreía de forma impertinente.

Tizzani, sin embargo, no consiguió dejar de mirar en los arteros ojos centelleantes de Henry Marvin.


* * *

Isla Saint Honorat


– ¡Vámonos!

El hermano Jerónimo se apresuró en salir a grandes zancadas de la iglesia, mientras Dufour apenas podía seguirle el paso. Delante del portal se toparon con una familia con dos niños pequeños, y Jerónimo esperó hasta que hubieran pasado a la iglesia y cerrado la pesada puerta.

– Repítemelo otra vez, ¿este cromosoma le ha proporcionado de nuevo un cuerpo joven a unos ratones viejos?

– Sí.

– Y vosotros pensáis haber encontrado lo que están investigando científicos en todo el mundo: ganarle la partida a la vejez. ¿Sabes lo que esto conlleva?

Dufour asentía con un gesto de la cabeza.

– Yo mismo no me lo quiero creer. Pero si estas pruebas lo confirman, parece ser que así será…

– Tú tampoco estás seguro.

– ¿Cómo voy a estarlo?

– Y este científico de Dresde nos contó que la prueba provenía de un hueso que, a su vez, le había traído un amigo para un análisis.

Dufour asentía de nuevo mientras hacía frente a la mirada examinadora del monje.

– Y además se supone que estos huesos forman parte de un tesoro antiguo que se compone de tablillas de arcilla sumerias y de precisamente estos huesos. Y ambas cosas provienen presuntamente de excavaciones realizadas en Babilonia.

Dufour asentía una vez más.

Jerónimo percibió de nuevo la debilidad en sus piernas.

– ¿Ha dicho algo acerca de un tal Henry Marvin? Algo sobre los Pretorianos de las Sagradas Escrituras?

– No, ni una sola palabra. No entiendo…

Jerónimo miró hacia adelante en dirección a la salida de las dependencias del monasterio, donde una pequeña arboleda de grandes palmeras absorbía cualquier mirada.

– ¿Llevas algo de calderilla, una tarjeta telefónica o ambas cosas a la vez?

Dufour miró desconcertado hacia Jerónimo. Recordó haber visto una cabina telefónica durante el camino hacia el monasterio justo antes de la última bifurcación. ¿Qué sería lo que preocupaba tanto a Jerónimo para que no quisiera realizar la llamada desde el monasterio? ¡Si nadie sabía que estaba aquí!

– Tengo un segundo teléfono móvil… la empresa controla que no realicemos llamadas personales con el de la empresa… si…

Jerónimo meneaba primero la cabeza, pero a continuación asintió.

– Dámelo…

Dufour aceptó contrariado.

– Yo no entiendo nada de esto…

– Tampoco necesitas hacerlo; y tampoco puedes. Jacques, confía en Dios. ¡Y ahora vete! Necesito pensar. Los caminos del Señor necesitan de su planificación en la tierra… y posiblemente de tu ayuda.

Capítulo 36

Sofía Antípolis, cerca de Cannes,

noche del martes


«No se trata de un fantasma», pensó Chris.

En la salida 44, en los carteles de información situados sobre la autovía rezaba por fin el nombre de Sofía Antípolis. Procedente del oeste, se trataba de la primera indicación que se encontraba con respecto a la sede científica internacional, ubicada entre las faldas de boscosas lomas entre Cannes y Grasse, inmediatamente al lado de la pequeña y pintoresca ciudad de Valbonne.

Chris condujo la moto hacia la salida en cuyo peaje se amontonaban los vehículos. Entre tanto, echó mano del dinero que había encontrado en el cobertizo durante su huida. Los acontecimientos parecieron haber pasado hacía mucho tiempo. Sin embargo, habían transcurrido tan solo unas pocas horas.

Chris recordó la mañana durante su huida a través del túnel, después de haber golpeado a Marvin… El túnel se negaba sencillamente a acabar en algún momento, carecía de iluminación y llevaba primero hacia abajo y más tarde de nuevo hacia arriba; y en algunos lugares era tan estrecho y apretado, que Chris se vio obligado a correr agachado, golpeándose una y otra vez con los hombros contra la roca. Su cuerpo padecía todavía de fuertes dolores que le recordaban todas las vejaciones a las que le habían sometido durante los últimos días. Para colmo de males, a la altura de los brazos, se le abrían varios bultos de abscesos y él mismo pudo percibir su propio hedor; añoraba el placer de un largo y relajante baño y, sin embargo, solo mordía el crujiente polvo en su boca.

La luz de la linterna bailaba por las paredes mientras dibujaba miles de contornos fantasmagóricos que se fundían entre sí. Chris se echó en el último momento hacia un lado antes de colisionar una vez más con el hombro contra la roca. De repente, y sin saber cómo, finalizó el pasadizo.

Solo enormes rocas y roturas, en ningún lugar se veía la salida. Se tuvo que obligar a sí mismo a mantener la calma e iluminó la roca. Nada. Aporreó la roca poco a poco en busca de cavidades huecas. Nada.

Finalmente dio media vuelta y volvió a recorrer el pasadizo. Después de treinta pasos cruzó una roca prominente que se erguía como un poste dentro del pasadizo. Por poco hubiera pasado nuevamente de largo, cuando a la luz de la linterna avistó el pequeño montón de escombros. Restos de la roca mellada descansaban amontonados en una pequeña pila. Si se procedía de la otra dirección, era imposible darse cuenta de la existencia de la escombrera por culpa de la sobresaliente roca. Uno pasaba simplemente de largo.

Apartó los escombros con el pie hacia un lado, y a la luz de la linterna brilló de pronto una anilla metálica. Apresurado, se agachó y tiró de ella, percibiendo una gran resistencia, que provocó que tirara todavía con más fuerza. Poco a poco aparecieron deslizándose las argollas de una cadena metálica entre el montón de piedras. A continuación se sucedieron varios golpes secos.

En la pared de roca, justo al lado, se abrió un ceñido agujero, lo suficientemente grande como para que un hombre se pudiera apretujar a través de él.

Se prensó a través de la abertura e iluminó la oscuridad que se encontraba detrás. A mano izquierda se encontraba el bloque de roca con el otro extremo de la cadena. La luz bailaba sobre los primeros peldaños de una escalera de madera que, al final de la cavidad y a través de un ajustado pozo, despejaba el camino hacia las alturas.

Chris se arrastró mientras tiraba de la mochila detrás de él para llegar finalmente a una ceñida cueva. Se obligó a subir por la escalera. El pozo que llevaba hacia las alturas era estrecho, y la escalera se encontraba en un plano prácticamente vertical. Subió escalón a escalón mientras la pared de roca le restregaba la espalda.

La escalera finalizaba en una trampilla que Chris alzó con la cabeza y las manos. Cuando se estrujó a través de la abertura, su mirada se topó, enfrente, con las ruedas de una moto.

Las toscas paredes de madera del cobertizo estaban corroídas y los escombros se amontonaban en las paredes. Sobre un banco de trabajo reposaban varias llaves inglesas, y más arriba, en la pared, colgaban dos trajes de cuero de motorista con sus respectivos cascos.

La llave estaba puesta en el contacto de la máquina. Chris se metió en el traje de motorista y palpó algo duro en uno de sus bolsillos. Sacó a la luz una caja metálica y se echó a reír entre dientes cuando descubrió el contenido: una tarjeta de crédito sin firmar y varios billetes de cien euros y algo de calderilla. Marvin había pensado realmente en todo…

Media hora más tarde alcanzó el siguiente pueblo y de pronto estaba de camino por la autovía hasta Aix-en-Provence, y a continuación a través de la A8, paralelamente a la costa en dirección este.

«Cerca de Cannes», había dicho Jasmin.

Chris abandonó sobresaltado sus pensamientos, cuando un conductor detrás de él empezó a tocar el claxon, instantes más tarde pagó el peaje y continuó conduciendo por la salida, que se bifurcaba pocos metros después. Allí se desvió hacia el interior, y tras varios cientos de metros accedió a una salida que le indicaba el camino a Sofía Antípolis.

Una vez allí, se detuvo delante de un panel de información. Las dependencias del parque científico parecían enormes y estaban divididas en diferentes áreas temáticas. Las empresas con fines técnicos se congregaban en un lugar diferente al de las compañías médicas. Finalmente encontró el nombre Tysabi y memorizó el camino.

Muchas de las parcelas ubicadas en ese terreno montuoso permanecían aún sin construir. La calle tan pronto ascendía por colinas como que los descendía de nuevo, lo que provocó que perdiera poco después la orientación. Finalmente, se detuvo delante del parque de bomberos situado al final de las dependencias, dio media vuelta y se metió nuevamente de lleno en la maraña de calles empinadas hasta que, más bien por casualidad, se topó con la entrada del grupo farmacéutico detrás de una colina.

La entrada se ceñía entre dos pilares revestidos en mármol en los que se había esculpido el nombre de «Tysabi» en vivas letras. El empinado camino conducía hacia un complejo de edificios situado en lo alto de una colina.

La empinada calle se encontraba vacía y desaparecía después de unos cien metros en una curva hacia la derecha, detrás de la colina. La parcela situada a la izquierda de la calle estaba todavía sin construir, carecía de arboleda, pero ofrecía una amplia vista hacia el valle.

Rodó lentamente con la motocicleta hasta la entrada. Una alta valla metálica limitaba la propiedad con el exterior. La pendiente hasta el edificio estaba sembrada de arbustos y flores.

El edificio de cuatro plantas en lo alto de la colina se levantaba como un castillo sobre un promontorio.

Chris se detuvo detrás de la bifurcación. Se bajó de la moto, se quitó el casco y tentó examinante en busca de su mochila echada sobre la espalda. A continuación fue subiendo a buen ritmo entre pinos y alcornoques por la pendiente. Una vez en la cima, giró hacia la derecha y continuó avanzando a hurtadillas bajo el amparo de los árboles.

La valla continuaba serpenteando a través de la loma; detrás de una fila de árboles y arbustos se prolongaba una zona de césped hasta arribar a la parte posterior del edificio desprovista de ventanas, que se alzaba como un búnker.

Chris aguardó de pie durante varios minutos debajo de los árboles dedicándole atención al bloque de hormigón. La luz poniente del sol iluminaba la mitad superior del edificio mientras que su parte inferior recibía la sombra de los árboles.

Sacó el teléfono móvil y volvió a escuchar la llamada de Jasmin. Su voz desesperada consiguió elevar de nuevo su presión sanguínea. Marcó una vez más el número que le había mencionado ella. De nuevo sin señal. Así había ocurrido durante todo el día.

– ¡Mierda! -vomitó Chris.

Sofía Antípolis, el edificio de Tysabi… estaba en el lugar correcto.

Sin embargo, él no había preparado ningún plan.


* * *

– … ¡No hagáis ningún comentario sin haberlo pensado antes! ¿Zoe? ¿Andrew? No podremos mantenerlo en secreto durante mucho más tiempo. Debemos ser rápidos, ella tiene que sumarse a…

La voz con acento norteamericano calló cuando Jasmin apareció por la puerta en la recatada sala de conferencias acompañada por Sullivan. En una de sus paredes había dispuesto un bufé mientras que en el centro se alzaba una mesa redonda.

Todos permanecían aún de pie cuando giraron hacia ella.

La mirada de Jasmin se había posado en Wayne Snider, quien sujetaba una copa de champán en su mano y sonreía con espíritu emprendedor. Ned Baker le hacía un gesto altanero con la cabeza, mientras Zoe Purcell permanecía de pie con el rostro forzado al lado de dos hombres, que Jasmin conocía por la revista de la empresa. Le sorprendió el hecho de descubrir lo pequeño que era en realidad Andrew Folsom, el director ejecutivo de Tysabi.

La cara petrificada del director ejecutivo con las comisuras decaídas de la boca tenía un aspecto cínico, y los estrechos labios junto con los ojos lobunos reforzaban aún más la dura expresión de su rostro.

El otro hombre tenía unos treinta y cinco años, era delgado y vestía un pantalón oscuro y un polo amarillento debajo de la chaqueta americana, por lo que se ataviaba claramente con mayor informalidad que el director ejecutivo, enfrascado en su traje oscuro y la corbata roja. Debajo de su cabello rizado centelleaban unos ojos verde marinos. Todos le brindaban un trato especialmente respetuoso, lo cual se reflejaba sobre todo en el hecho de que cada uno le guardaba una respetuosa distancia.

Hank Thornten, presidente y accionista mayoritario de Tysabi, había venido personalmente.

– ¡Qué bueno que haya venido! -Thornten sonreía al mismo tiempo que portaba un vaso de agua en la mano y caminaba hacia Jasmin para saludarla.

Su voz vibraba de forma sombría, y su sonrisa cautivadora, pero reservada, desparramaba un aura de absoluta confianza. Era él quien hablaba cuando ella entró en la habitación.

La reputación del presidente, quien se arrastraba en persona por las selvas de toda Sudamérica para trabajar como científico, era el de un hombre ponderado y abierto a las opiniones de terceros. «¿Cómo se podía tener esa reputación y trabajar a su vez con una criatura como Zoe Purcell?», pensó Jasmin. ¿O tal vez no estaba siendo justa con esa mujer?

– Como puede comprobar, se han olvidado las peleas de los últimos días, ¿verdad, Wayne? -Hank Thornten soltó una alegre carcajada.

Jasmin miró a Wayne con frialdad. Él había conseguido su trato.

Thornten se percató de la mirada escéptica de Jasmin.

– Podemos perdonarnos todos y ser capaces de anteponer la ciencia ante cualquier otra cosa. Venga aquí, quiero mostrarle algo completamente sensacional.

En la parte frontal se alzaba una televisión y Ned Baker sostenía el mando a distancia en dirección al aparato. En la pantalla apareció un laboratorio mostrando dos jaulas en las que, en cada una de ellas, corrían excitados de un lado para otro, dos ratones jóvenes y fuertes.

– Cuatro ratones: ¿y qué?

– Señorita Persson, ¿por qué actúa de esa forma tan mordaz? -Thornten sonreía mientras sus ojos brillaban como estrellas-. Vine personalmente a través del gran charco porque ocurrió algo realmente sensacional. ¡Y usted forma parte del equipo! -él señalaba en dirección a las sillas de la mesa, sentándose a continuación-. ¿Por qué entonces esa actitud tan reservada?

– ¿Qué significa todo esto? Somos prisioneros y…

– ¿Quién ha dicho eso? -Thornten se rio extrañado-. ¡Ah, ya entiendo! Perdone, Sullivan ha actuado quizás con demasiado ímpetu…

Desde que Sullivan la sorprendiera el domingo por la noche en la habitación de Anna, ella se había encontrado en cuarentena. Le quitó el teléfono móvil de Anna, revisado las llamadas y quiso saber con quién había hablado. Sin embargo, Jasmin había permanecido férrea en su silencio.

– … Nosotros somos extremadamente cautelosos. ¡El secreto es el máximo mandamiento durante el descubrimiento! ¡Nadie debe robárnoslo! Ni siquiera el gran hermano fue capaz de hacerse con ninguna información. ¡Pero por eso no va a ser ya una prisionera! -Thornten señalaba hacia la silla a su derecha y esperó a que Jasmin tomara asiento. A continuación señaló de nuevo hacia la pantalla.

– ¡Observe! Cuatro ratones viejos que en cuestión de pocos días han adquirido un cuerpo joven. Dos son de Dresde, mientras que a los otros dos les hemos suministrado la secuencia genética del cromosoma Y el domingo por la noche.

– En Dresde había tres ratones -dijo Jasmin fríamente.

– Uno está muerto. Ya sabe. Las pruebas… -explicó mientras miraba a Jasmin a los ojos-. Se trata de un único gran enigma. Queremos acelerar nuestros análisis. ¿Qué sabe acerca de la procedencia del hueso del que provienen las pruebas, señorita Persson?

– No mucho -ella miraba en dirección a Wayne Snider, quien se encontraba sentado enfrente de ella-. Pregúnteselo a Wayne. Fue su amigo quien acudió con el hueso al laboratorio.

– ¿Ese amigo no le ha contado nada más durante aquella noche? ¿La noche en la que ustedes se quedaron en el restaurante y Wayne se fue a casa?

Ella miró sorprendida a Snider, que se limitó a mover los hombros.

– Jasmin, ya lo hemos repasado todo. ¿No te ha contado nada más? A mí me había comentado después por teléfono que el hueso procedía de Babilonia.

– ¿Qué importancia tiene eso? -preguntó Jasmin.

– Lo que pretendemos es entenderlo, simplemente. Cada detalle podría acelerar nuestros análisis, señorita Persson -en los ojos verde marinos de Hank Thornten bailaban claros puntos como crestas de espuma sobre las olas del mar-. Usted misma sabe lo difícil que es esto. El trabajo más sencillo consistirá incluso en definir simplemente los genes. Sin embargo, su relación, sus efectos, la influencia en las enzimas, toda la red completa… ¡El mundo no debería esperar demasiado tiempo por nuestro descubrimiento!

Jasmin le dedicaba una fría mirada al grupo y su voz sonaba áspera como una lija de hierro:

– ¿Es por eso por lo que lo quiere probar en Mattias?


* * *

Chris se encontraba de pie en el vestíbulo y miraba impaciente hacia el conserje uniformado que permanecía sentado detrás del cristal y respondía a sus preguntas con sacudidas indiferentes de los hombros y sin abrir la puerta de la entrada principal, que permanecía cerrada.

Parecía evidente que aquí no había ninguna Jasmin Persson, nadie procedente de Dresde, ningún Wayne Snider, ninguna Anna.

Por otro lado, era demasiado tarde para darle un recado a alguien o realizar una entrega. Los tiempos de visita para la clínica se habían acabado, y por supuesto en los laboratorios ya no trabajaba nadie.

Chris se quitó la mochila de la espalda, sacó la pistola, la cargó de forma ostensible y apuntó hacia la pequeña abertura de comunicación con el puesto de conserje.

– ¡Abra! -Chris golpeaba con fuerza la empuñadura del arma contra el cristal.

En la pared detrás del conserje se abrió una puerta por una rendija, y por un instante se hizo visible una cabeza. Acto seguido se cerró de nuevo y pocos segundos más tarde se colocaron del otro lado de la puerta de entrada, que continuaba cerrada, tres hombres con las armas cargadas.

Sus armas apuntaban a Chris, quien levantó los brazos, sonriendo de oreja a oreja, para bajarlos de nuevo a continuación. Uno de los guardias hablaba excitado a través de la radio.


* * *

Hank Thornten tomó las manos de Jasmin. Ella se puso tensa, pero él continuaba agarrándolas fuerte sin piedad.

– Por muy increíble que parezca, estos ratones que ve ahí eran viejos; deberían estar muertos a estas alturas. Sin embargo, continúan con vida. El cromosoma ha rejuvenecido en Dresde a estos animales. Y aquí ha ocurrido de nuevo. ¿Lo entiende?

Ella asentía con la cabeza.

– Yo no. -Thornten miró a Jasmin con expresión seria-. Lo único que veo es que funciona. La enfermedad hepática matará a Mattias. No hay ninguna salvación posible. Su hermana ya lo ha intentado todo. Al menos…

– ¿Qué es lo que quiere? -gritó Jasmin alterada.

– ¡Salvar al chico! -Thornten la retaba con la mirada-. Los resultados no dejan lugar a duda -refutaba él mientras mantenía su boca cerca de su cara-. Convenza a su hermana de suministrar a Mattias esta secuencia genética, ¡y el chico vivirá! Observe lo vivaces que están de nuevo estos ratones tan viejos.

Aturdida, observó a los ratones corriendo de un lado para otro en la pantalla.

– ¿Quiere probar usted este cromosoma en Mattias sin conocer las posibles consecuencias?

– No -Thornten meneaba enérgico la cabeza-. ¡Conocemos el resultado! Mire con mayor atención. Usted sabe de lo que estamos hablando. Usted es la mano derecha de Wayne. Aquello que está viendo delante de usted es un experimento animal. Un experimento animal llevado a cabo con éxito.

– Usted mismo sabe que este experimento no demuestra nada -contradijo Jasmin-. ¡Un ratón no es un animal que guarde semejanza con el hombre! ¿Por qué tanta prisa? ¿Por qué no espera a los resultados de otras pruebas? Mattias no se va a morir mañana. ¿Por qué no comienza otras pruebas para investigar qué se esconde en los genes que hay en el cromosoma? Usted desconoce sus efectos. Usted está viendo un resultado que podría ser bien diferente si ocurriera bajo otros parámetros. ¡Sus intenciones son totalmente irresponsables! -Jasmin jadeaba de la excitación mientras cerraba sus manos en puños.

– No somos principiantes -Thornten arrugó ofendido la cara-. ¡Qué poco confía en nuestras capacidades! ¡Usted es una de nosotros! Y nuestros laboratorios están a la vanguardia del mundo. ¡Usted lo sabe! ¿Cree usted que le ofreceríamos nuestra ayuda si Mattias pudiera sufrir algún daño? ¿Por quién me toma usted? -sus ojos centelleaban-. Cuando un experimento animal es amparado por un éxito de estas características, cabe augurar resultados parecidos en el ser humano. ¡Será la única oportunidad de la que disponga Mattias! ¿No lo entiende?

– ¿Qué es lo que le da la seguridad y el derecho para actuar de esta forma tan presuntuosa? Yo siempre he creído que afrontaríamos con responsabilidad aquello a lo que nos dedicáramos. Hasta ahora siempre viví con la convicción de que nunca debe ocurrir precisamente lo que está proponiendo… -Jasmin temblaba con todo su cuerpo-. ¿Realmente vivimos en un tiempo en el que es posible realizar lo que usted tiene intención de hacer?

– ¿En qué medida es usted presuntuosa a su vez? -Thornten se inclinó hacia delante-. Nos culpa de intenciones ilícitas, cuando en realidad queremos ayudar. Nosotros creemos en nuestra vocación y en aquello que investigamos. ¿Qué es concretamente lo que debería ir mal? ¡Los ratones no se han muerto! ¡Están vivos! ¡Con cuerpos jóvenes! Es fascinante. Todas las células están aprovechando el proceso de regeneración. Y ahí… -Thornten señalaba en dirección a la pantalla-. En la jaula derecha hay ratones procedentes de aquí. ¿Cuándo fueron inyectados? -Thornten giró la cabeza mirando de soslayo en dirección a la habitación.

– El domingo por la noche -dijo Snider.

– ¿Lo ve? Hace casi dos días. Usted podría decir lo mismo de Mattias dentro de dos días. ¡Usted sabe lo mal que se encuentra y lo mucho que sufre!

Jasmin permaneció con su mirada clavada en la pantalla mientras mordisqueaba su labio inferior. De repente le invadieron imágenes del pasado, la esperanza de una salvación para Mattias, y más tarde una vez más la desesperanza. ¿Escondían los argumentos de Thornten quizás una verdad que ella simplemente no entendía?

– ¿Dónde está Anna? -quería saber ella.

– Con su hijo. Ella lo está cuidando. Está empeorando día a día -Thornten enfatizaba cada sílaba.

– ¿Qué opina ella de la propuesta?

– Bueno, se niega a dar su consentimiento.

– Ella tendrá sus razones -dijo Jasmin, visiblemente aliviada por las dudas que acababan de invadirla-. Ella es por ley su tutora. Ella es la que decide.

– Pero ella no es capaz de entender la oportunidad que le ofrece este nuevo descubrimiento.

– Yo tampoco. Yo solo soy la asistenta científica de Wayne, no soy ninguna experta. Mi sano juicio me dice que esto va demasiado rápido.

– Pero usted entiende mucho más de esto, usted puede sopesar mejor las opciones. Convenza a su hermana. ¡Por favor! -suplicó Hank Thornten-. Tenga en cuenta que sin tratamiento, Mattias morirá. Pero con esta terapia tiene una oportunidad… ¿cómo puede dudar todavía? ¡Yo lo haría todo para salvar la vida de mi hijo! ¿Lo está haciendo también la madre de Mattias? Sea sincera: ella tiene miedo a la responsabilidad, ella vacila y rehúye, perjudicando de este modo al niño. ¿Y usted? ¡Si fuera mi sobrino no dudaría ni un segundo en salvarle!

– ¡No! ¡Basta! -Jasmin alzó brevemente las manos y replicó con una voz que le costó controlar no sin esfuerzo-. ¿Por qué no recurre a las terapias que habían previsto en un principio para Mattias?

Folsom carraspeó mientras pasaba las manos por su cara.

– Porque precisamente esa terapia había fallado en otros pacientes. No se dieron los resultados esperados en casos en los que el hígado sufría, incluso, menos daños.

Jasmin cerró los ojos e hizo un esfuerzo por reprimir sus lágrimas; casi estuvo a punto de ceder ante sus presiones. Sin embargo, ellos no le estaban diciendo toda la verdad.

Jasmin recordó la conversación que había escuchado con anterioridad a escondidas. De nuevo creía verse debajo de la ventana mientras escuchaba la voz potente y sibilina de Purcell. «¿Y aquí? Ni una sola palabra de la muerte del paciente».

«¿Podía fiarse de ellos? ¡No! Debía ganar tiempo. Debía encontrar un camino…».

– ¿Dónde está el doctor Dufour? Él parece una persona responsable.

– No se encuentra bien -murmuró Zoe Purcell.

– Por cierto, se trata de una grabación -dijo sin quitar ojo de la pantalla-. ¿De cuándo es? ¿De hace días u horas? ¿Cómo están los ratones ahora? ¿Aún están realmente con vida? -Sus labios se comprimieron hasta formar finas líneas.

– Como niños con zapatos nuevos -Thornten sonreía desdeñoso.

Jasmin miró hacia Snider, quien asentía seguro de sí mismo.

– Es tal y como dice, Jasmin.

– Wayne, tú sabes la cantidad de pruebas previas que se necesitan antes de…

– Jasmin, se trata del descubrimiento científico. Funciona realmente. Observa los ratones. Están estupendamente. Cuanto antes lo probemos en condiciones reales, antes podremos ayudar a más personas. El niño será famoso. ¡Conmigo! ¡Solo has de permitirlo!

– De pronto te ves en medio, ¿eh?

– ¡Yo lo he descubierto! ¡El descubrimiento es mío! -Wayne Snider rebosaba de convicción-. Venga, Jasmin. Ayúdanos a regalarle el descubrimiento al mundo entero.

– ¡Piense en el niño! -añadió Thornten-. ¡Acabará sus días en sufrimiento! Lentamente, seguro que hoy no, tampoco mañana, sino día tras día un poco más, durante semanas. Y su madre lo verá, se desesperará; enloquecerá. ¡Y usted también! Porque se echará la culpa. ¡Habrá cometido un pecado! ¡En un niño! Solo porque le falta el valor en concederle esta oportunidad -el presidente metió la mano en el bolsillo interior de su americana y de repente sostuvo en su mano una cánula con un líquido claro y rosado-. Una inyección lista para su uso. Este es el líquido milagroso; disuelto en una mezcla preparada de lípido sintético con la que podemos suministrar el ADN. Convenza a Anna, ¡y salvará a Mattias!

Capítulo 37

Sofía Antípolis, cerca de Carines,

noche del martes


La escena duró pocos minutos. Procedente desde la puerta cerrada del interior a la entrada apareció finalmente un tipo rollizo, que a pesar de su tamaño se movía de una forma bastante grácil. Su cabeza rasurada era blanca como la cal y su cara, extrañamente magra con respecto a su compacto cuerpo. Uno de los guardias abrió la puerta, y Sullivan pasó al vestíbulo. Sus ojos escanearon literalmente a Chris.

– ¿Qué es esto? ¿Por qué se pasea por ahí con un arma? -Sullivan arrugaba visiblemente su nariz.

Chris ignoró su alusión.

– Porque quiero entrar aquí. Estoy buscando a una persona.

– Al menos sabe cómo llamar la atención. Mi nombre es Sullivan. Soy el jefe de seguridad de Tysabi, y sepa que los locos como usted con un arma en la mano no tienen nada que hacer aquí. Voy a llamar ahora a la policía… a no ser que disponga de una buena explicación para su comportamiento.

– Quiero ver a Jasmin Persson…

Chris observó al jefe de seguridad. El nombre no parecía desencadenar en él ninguna reacción visible.

– ¿Por qué no guarda el arma? De todos modos no va a disparar.

– Espero que sepa lo que dice…

– Basta ya. Soy jefe de seguridad de un consorcio internacional y poseo algo bastante más valioso que cualquier arma: conozco a las personas. Usted no es un loco que va disparando por ahí.

– Vengo a ver a Jasmin Persson. Ella me ha llamado desde este lugar. Dice estar en peligro. Y yo soy un amigo suyo.

– ¡Vaya, vaya! -la voz rezumaba desdén-. ¿Su nombre?

– Chris Zarrenthin.

Sullivan calló durante un rato, y a continuación asintió con la cabeza.

– Venga aquí. Creo que en realidad le están esperando. Pero guarde su arma.

Chris continuaba detrás de Sullivan, quien subía en silencio las escaleras y le guiaba a través de largos pasillos, abriéndole a continuación una puerta.


El rostro de Jasmin estaba totalmente colorado y sencillamente maravilloso.

Su pulso martilleaba, y la carótida latía contra la piel. Cascadas de sentimientos repletos de felicidad recorrían sus venas con estrépito, sacudiendo todas sus tensiones y dudas.

– Jasmin… -en su oído graznaba un viejo cuervo. «Maldita sea, ¿por qué ella no le estaba mirando?».

Los ojos de Jasmin se habían enganchado en los labios del hombre sentado a su lado al mismo tiempo que sus puños cerrados permanecían tensos sobre la mesa.

«Parece que he venido en el momento oportuno», pensó Chris. La rojez de Jasmin develaba su estado de exaltación.

Él se liberó de su imagen y paseó la mirada rápidamente por las demás personas de la habitación. Wayne se quedó mirándole pasmado, pero los ojos de Chris continuaron con su paseo: el centro de atención en toda la ronda lo formaba, sin duda alguna, el hombre sentado al lado de Jasmin.

– ¡Tenemos visita! -dijo Sullivan en voz alta, y todas las cabezas viraron hacia ellos.

La expresión de Jasmin oscureció todavía más su semblante. Sus ojos parecían arrojar un manojo entero de flechas incandescentes.

– Ahí tiene al hombre que puede responderle a todas sus preguntas. Es a él a quien debemos agradecerle la prueba ósea -Jasmin dio un brinco y marchó hacia Chris.

– Jasmin, cuánto te he… -comenzó a decir Chris mientras abría feliz los brazos.

Ella, por el contrario, se detuvo con labios temblorosos delante de él.

Su tortazo hizo que a Chris se le saltaran las lágrimas.


* * *

A pesar de haber estado esperando la llamada, Jacques Dufour se llevó un sobresalto al sonar el teléfono móvil.

– Te agradezco que hayas mantenido tu promesa. ¿Estás en el laboratorio, no? -la voz del padre Jerónimo sonaba fuerte y decidida.

– Sí.

– ¡Debes confiar en el Señor! -la voz de Jerónimo apremiaba, no aceptaba titubeos-. ¡Demuestra tu fe en Dios! ¿Vas a aceptar la prueba?

– No puedo. Yo… yo soy científico -la boca de Dufour se tornó de súbito tan seca como el desierto.

– Tú puedes. Y debes hacerlo. Él te lo ruega.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro?

– Lo sé. ¡Confía! Confía en Dios. Confía en mí.

– ¿Cuándo estarás aquí?

– Pronto. Pero tú no debes demorarte. Debe haber ocurrido para entonces. ¡Hazlo!

– Jerónimo, no me dejes solo. Yo ya no sé lo que está bien y lo que no. Yo… yo voy a esperar a que vengas.

– ¡No! Debe ocurrir rápido, debe ocurrir ahora.

Dufour calló.

– Yo no puedo…

Jacques Dufour se incorporó. Sus huesos le dolían y pesaban como piedras. Desde la muerte de Mike Gelfort, sus reservas vitales desaparecían como la nieve al sol. Meneaba desesperado la cabeza. Jerónimo le estaba pidiendo demasiado. No importaba lo que hiciera: sería un traidor de todos modos.

Dufour comenzó a temblar. Los músculos de sus muslos se estremecían mientras él observaba incrédulo su propia reacción nerviosa, visible incluso a través de la tela del pantalón.

– ¡Es la voluntad de Dios! -Con su clara e incesante voz, el monje quebrantaba cada vez más la voluntad de Dufour. Jerónimo calló por un momento antes de continuar hablando con un tono más suave, pero aun así firme-. A través de la misericordia de Dios somos lo que somos. Tú y yo, también. Jacques Dufour, recuerda siempre los designios que ha fijado Dios para el hombre. Para ti y para mí. «Yo no he venido a actuar a mi voluntad, sino a la de quien me ha enviado». Así habló Jesús, el Señor. Esta misma obediencia es la que nos exige también a nosotros, los monjes, San Benito a través de sus preceptos. Tú crees en Dios, pues obedece tú también su voluntad. Nadie puede escapar de la prueba del Señor. Yo también he huido. Sin embargo, Dios dispone las cosas de tal modo para que yo no pueda escapar. Tú eres una herramienta del Señor, tu labor es su voluntad. Compréndelo, Jacques Dufour, Él te ha elegido. ¡Obedece! Esta prueba va dirigida a ti.

Dufour dejó caer agotado el auricular. Él no sabía qué era lo correcto, pero Jerónimo sí. Agradecido se aferraba a su inquebrantable voluntad. Jerónimo le estaba mostrando el camino.

Dufour cogió el bolso de viaje que había robado por la tarde de una de las habitaciones de los pacientes, y caminó con pasos pesados hacia el laboratorio. Una vez allí, encendió la luz ubicada al lado de la puerta y orientó su mirada hacia arriba hasta que vio iluminarse con una silenciosa vibración hasta la última lámpara.


* * *

– Así somos las mujeres -se reía Zoe Purcell-. Siéntese y digiera primero esta demostración de amor. -Su mirada desairada perseguía la estela de Jasmin, quien se encaminaba hacia su asiento.

– Qué agradable resulta poder conocer al misterioso desconocido que nos ha facilitado el descubrimiento de esta extraordinaria primicia científica. ¿Qué es lo que le trae por aquí? -saludó Thornten a Chris.

Chris murmuró algo sobre unos negocios importantes y urgentes, y mencionó la preocupante llamada de Jasmin.

– Y ahora quiere liberar a la señorita Persson de las garras del monstruo… -Thornten se reía divertido-. Mire a su alrededor. Somos un grupo de responsables científicos. La señorita Persson se habrá excedido seguramente, pero eso ya nos lo temíamos. A mí mismo me ha comentado hace tan solo un momento que ella se consideraba una prisionera. Lo cual no es cierto en absoluto.

– ¿Está usted diciendo que puedo irme de aquí con la señorita Persson, si así lo deseamos?

Thornten se reía.

– Yo no creo que vaya a hacer eso -acto seguido resumió en pocas frases bien estructuradas lo sucedido en Praga y Dresde. Chris no dejó entrever a través de un solo gesto su opinión acerca de la traición de Wayne, y escuchó con atención para entender un poco más acerca de los detalles referentes a la tecnología genética.

– Para mí, la tecnología genética es un enorme y desconocido océano -dijo Chris, una vez hubo acabado Thornten-. Pero he entendido lo siguiente: Wayne consiguió llevar a cabo finalmente una división celular, y durante su análisis posterior ha descubierto un cromosoma 47, un cromosoma masculino adicional. Esto por otra parte constituye una anomalía, pero que…

– … Trisomía, sí, una trisomía XYY…

– … Que desde un punto de vista científico no es desconocido -Chris hizo una pausa para hacer acopio de sus ideas-. Por otro lado, he entendido que las trisomías están casi siempre asociadas a graves enfermedades.

– Sí, pero en los cromosomas sexuales existe una serie de peculiaridades que no admite una generalización -Thornten ladeaba la cabeza-. Yo conozco mejor el mundo de las plantas. Andrew, esta es tu especialidad.

Andrew Folsom arqueaba las cejas, pero Thornten asentía impaciente con la cabeza, y Folsom comenzó sin más a matraquear su discurso.

– Normalmente, cualquier cromosoma adicional suele causar graves daños, como puede ser el caso del síndrome de Down en una trisomía del cromosoma 21. Sin embargo, parece ser que existe un sinfín de cromosomas sexuales que son menos perjudiciales que las trisomías. Mujeres con tres o cuatro cromosomas X a menudo no suelen revestir ningún cuadro clínico grave. Eso parece tener relación con el hecho de que un gran número de cromosomas X son desactivados con el tiempo. Y esto suele considerarse un caso bastante común, pues una mujer posee normalmente dos cromosomas X: uno de la madre, y otro del padre. Uno de ellos es desactivado precisamente en un estadio bastante prematuro. Con el tiempo se convertirá en algo común.

– Hasta ahora lo he entendido todo -dijo Chris, que percibió la frase no pronunciada de «aún-lo-entiendes» en la mirada de Folsom.

– Las trisomías en los cromosomas sexuales de los hombres son más problemáticas. En el caso por ejemplo de dos cromosomas X, es decir una trisomía XXY, estos hombres suelen padecer el síndrome de Klinefelter [64], son estériles, inusitadamente grandes, con brazos y piernas excepcionalmente largos, en ocasiones desarrollan pechos y cuentan por lo normal con poco vello en el cuerpo…

– Pero en este caso estamos ante una trisomía XYY, ¿correcto? -Chris sonreía con sarcasmo, pues Folsom le escudriñaba como un colegial.

– Ella también puede acarrear consecuencias, pero no tiene por qué. Estos hombres suelen ser más grandes que la media. Suelen padecer una fuerte cantidad de acné, unas proporciones inusitadamente grandes de la cara, testículos retráctiles y fallos cardíacos. La calidad del esperma es menor, y un nivel elevado en testosterona puede desembocar en esquemas típicos de actuación masculinos.

– Esto no parece un descubrimiento científico, más bien un defecto -Chris meneaba la cabeza.

– Efectivamente, antaño se le sugería a hombres XYY que incluso no tuvieran descendencia -Thornten soltó una risotada-. Hubo incluso investigaciones que pretendían clasificar a estos hombres como sociópatas criminales. Pero eso fue en el pasado. Hoy se puede decir que la trisomía XYY carece en gran medida de un cuadro clínico que conlleve graves consecuencias.

– Por otro lado esta trisomía, por norma, no suele ser hereditaria. La probabilidad se sitúa por debajo del uno por ciento -la voz de Folsom matraqueaba como un cortador de césped.

– ¿Existe una explicación para ello?

– La trisomía procede entre los afectados de un error en la formación de los gametos masculinos cuando durante la meiosis, la segunda división meiótica, no se separan entre sí ambas cromátidas del cromosoma Y. Se trata, por así decirlo, de un error durante su proceso efectivo cuya causa es transmitida solo en muy contadas excepciones. El cromosoma Y lo repara por sí solo -Folsom dio un golpe en sus muslos como si ya le hubiera dado suficientes explicaciones al ignorante.

– La repetición del cromosoma Y constituye, por ende, un mal particular que ya no suele aparecer en el descendiente masculino -repetía Chris.

– ¡Sin embargo, mi descubrimiento demuestra otra cosa! -Wayne Snider se movía de un lado para otro en su silla embargado por la euforia y la excitación producidas por su propia genialidad-. Este cromosoma Y adicional es enorme y está repleto de genes; por el contrario, el hasta ahora conocido cromosoma Y es pequeño y está atrofiado -Wayne jadeaba al mismo tiempo que se golpeaba con el puño derecho la palma de la mano izquierda-. Este cromosoma Y no puede haberse originado a partir del cromosoma Y que conocemos en la actualidad. Es totalmente diferente. De lo contrario…

– … Tu experimento con los ratones no hubiera acabado como lo ha hecho -Chris advirtió la pista de Wayne-. Has preparado el material genético, se lo inyectaste a ratones viejos y débiles, y estos saltan de nuevo poco después con sus nuevos cuerpos jóvenes de un lado para otro.

– ¡Sí, Chris! ¡Sí! ¡Parece increíble, pero realmente es así! -Snider dio un salto y comenzó a caminar a grandes pasos por la habitación-. Tardará una pequeña eternidad hasta que lo hayamos investigado y podamos intuir por encima cómo funciona. ¿Pero qué importancia tiene? Hay tantas cosas que funcionan y que no podemos explicar.

– Si les soy sincero, no lo puedo creer. ¿Puedo ver los ratones?

– Solo verá jóvenes ratones. Nada más -exclamó Thornten mientras se reía.

– Aun así.

Thornten miró hacia Snider y Baker.

– ¿Trae los ratones? Haremos gustosamente lo que haga falta para convencer a los escépticos.


* * *

Dufour posó el bolso cuando hubo entrado en el laboratorio.

Las dos jaulas con los ratones descansaban en una mesa situada inmediatamente al lado de la entrada. Para descartar cualquier peligro de infección, no se les alojó junto con los demás animales de laboratorio.

Los ratones eran fuertes y correteaban excitados por la viruta de madera. Dufour meneaba la cabeza y de nuevo le sobrevino la duda. «¿Cómo podía Jerónimo pedirle eso a él? ¿De qué conocimientos disponía el monje para estar tan seguro?».

«Hay caminos que al hombre le pueden parecer correctos, sin embargo, al final conducen a las profundidades del infierno. Con esa frase se suele parafrasear a San Benito en los libros de citas. ¿Lo entiendes, Jacques?».

La voz del monje, que aún retumbaba en su cabeza, ayudó a Dufour en la lucha contra sus propias dudas. Entre temblores continuó caminando inseguro hasta colocarse delante de la incubadora. En ella, nuevas pruebas continuaban creciendo al igual que el moho en una pared húmeda.

Durante varios minutos permaneció de pie inmóvil mirando a través de la ventanilla de cristal hacia los hilillos crecientes que tan alegremente proliferaban con esa asombrosa fuerza vital. Su masa blanquecina subía arrastrándose por el cristal de la ventanilla.

El milagro de la vida. El mayor secreto del mundo. Dufour sentía un fuego incandescente en su cara a la vez que escuchaba la voz de Jerónimo.

«Obediente actitud la de aquellos para quienes Cristo es lo más importante sobre todas las cosas. De ellos dice el Señor: A la primera llamada me obedece», había promulgado Jerónimo de manera inquebrantable.

A pesar de todo… ¿Era este el camino correcto? ¿Era su camino? ¡Estaba traicionando a la ciencia! ¡Su ciencia!

«Piensa en Mike Gelfort. Eres responsable de su muerte. ¿No te parece suficiente advertencia? ¿Ha de morir también un niño pequeño para que recapacites y obedezcas?».

Las palabras estruendosas de Jerónimo le estaban moliendo a Dufour la tapa de los sesos. Desesperado, se agarró la cabeza que parecía reventarle.

«¡No pienses más! No sientas de nuevo esas dudas tortuosas que te están consumiendo. Jerónimo te está mostrando el camino».

Primero situó el regulador de la incubadora en «Apagado», y a continuación se colocó los guantes y la mascarilla de protección y abrió la incubadora. En su interior pudo sentir la temperatura de la vida: treinta y siete grados centígrados.

El calor acariciaba el vello de sus antebrazos. Uno a uno cogió todos los cuencos de Petri y los arrojó al bolso. A continuación limpió las estrías del cristal de la ventanilla con un pañuelo, tirándolo también al bolso.

Cada movimiento lo ejecutaba como la mordedura de una serpiente: rápido, de golpe y presto para realizar el siguiente. Las lágrimas le corrían por las mejillas a la par que sollozaba y temblaba febrilmente.

Después se encaminó hacia la nevera y abrió su tapa. Habían extraído y congelado alrededor de unas veinte pruebas. En dos de las probetas, que centelleaban en un ligero color rosáceo, permanecía la sustancia genética en una solución de liposomas lista para su utilización. Otra más la llevaba Thornten consigo, y dos más las habían utilizado para convertir en cuestión de horas a varios ratones vetustos en jóvenes saltarines.

«¿Era eso acaso un pecado? ¿Dios no iba a querer una cosa así?».

Dufour meneaba la cabeza para deshacerse de sus pensamientos mientras arrojaba las pruebas en el bolso y comprobó repetidas veces si lo había empaquetado todo. No debería dejar nada atrás. «Ni una prueba ni una sola huella», había exigido Jerónimo.

A continuación se sentó al ordenador y accedió al banco de datos que se había instalado exclusivamente para los análisis. Mientras, normalmente, los datos desaparecían por el voraz abismo de la computadora central de Boston, en este caso se realizaba, por orden expresa de la bruja de Zoe Purcell, una copia de seguridad solo en el sistema local.

«¿Desea eliminar los datos definitivamente?».

La flecha se ubicaba en el «Sí».


* * *

– Se ha abierto la puerta para el secreto de la humanidad.

– Yo, sencillamente, no me lo puedo creer -murmuró Chris. Todo eso le resultaba demasiado patético. ¿Cómo se podía decir con el conocimiento rudimentario que se tiene de la superficie del agua del gran océano lo que ocurre a diez mil metros de profundidad?

– Por eso debemos descubrirlo todo sobre la procedencia del hueso.

Chris se reía.

– Yo debía transportarlo. Nada más. El hombre que más sabía está muerto.

– ¿No se hace usted a la idea de la magnitud del descubrimiento? -la voz de Thornten iba adquiriendo un tono hostil-. Podemos remediar el envejecimiento, rejuvenecer viejos cuerpos. ¿Sabe usted lo que significa eso? La prolongación de la vida para cada uno de nosotros…

– ¿La inmortalidad? -murmuró Chris.

– Quizás también eso -Thornten asentía con la cabeza-. Pero aunque no fuera así, serán posibles al menos tramos de vida más largos, sin olvidar la posibilidad de erradicar muchas enfermedades. Con esta solución se atajarán de un solo golpe más de trescientas teorías que existen actualmente sobre el envejecimiento. Cada posible detalle tiene su importancia. Ahora mismo usted no se está mostrando muy cooperativo.

– Tampoco se lo había prometido.

– ¿Suele llevar el hueso ahí en su mochila? -la voz de Thornten escondía un sinfín de tonalidades diferentes de excitación.

Chris no respondió.

Thornten hizo un pequeño ademán con la cabeza y, de súbito, Sullivan y Sparrow se posicionaron de pie al lado de la silla de Chris. Sullivan miró hacia Chris con cara inexpresiva, mientras mantenía la palma de su mano abierta y las manos de Sparrow se colocaron en los hombros de Chris.

– ¡No haga tonterías! -inquirió Hank Thornten a la vez que le dedicaba una gélida mirada a Chris-. Sé lo que está pensando. Pero aunque no le guste, aquí se hace lo que yo quiera. Esos dos no dudarán en quitarle la mochila por la fuerza.

– En la mochila se guardan también otras cosas que no son el hueso…

– De eso estoy seguro -Thornten sonreía con sorna-. ¿Quizás incluso un segundo hueso? Estoy seguro de que la mochila es un auténtico cajón de sastre. ¡Vamos!

Chris vaciló un instante, agitó a continuación los hombros y empujó la mochila con el pie hacia un lado.

– Muy bien. Es usted una persona razonable -Thornten sonreía entre dientes con desdén.

– Conozco mis límites -contestó Chris mientras enfrentaba la fría mirada y carraspeó-. Pero… ¿por qué precisamente un cromosoma Y? ¿Por qué no lo llevamos todos dentro de nosotros? ¿Por qué se ha… extinguido?

– ¿De dónde proviene? No se sabe nada en absoluto. ¡Pero existe! La razón por la que usted y yo no lo llevamos dentro de nosotros se basa en fundamentos biológicos conocidos hasta cierto punto. ¿Le interesan?

Chris hizo un gesto con la cabeza en señal de aprobación.

– Las informaciones se conservan en el núcleo del ADN. En un cromosoma Y especial -aleccionaba Thornten al mismo tiempo que sonreía con desaire-. Si el hombre del cromosoma Y adicional gesta una hija, esta, sin embargo, poseerá dos cromosomas XX. En este caso, la herencia del cromosoma Y se habría perdido con el primer descendiente. Imaginemos la gestación de un hijo; entonces probablemente habría heredado asimismo el segundo cromosoma Y. Si este hijo gesta a su vez una hija, se interrumpe aquí la cadena, al igual que si no tuviera descendencia. Solo con la gestación de un hijo se transmite uno de los dos cromosomas. Y, o quizás incluso el segundo.

»Imaginemos ahora que solo unas pocas líneas masculinas, por la razón que fuera, hubieran sido agraciadas desde el comienzo con este segundo cromosoma Y; esta estructura especial del ADN pudo haber desaparecido con bastante rapidez de este mundo.

Chris permaneció observando incrédulo al presidente.

– ¡Zarrenthin, so trato de la teoría de la herencia! Pero existe otro factor que quizás habría que tener en cuenta: las células se componen del núcleo y el citoplasma. El ADN del núcleo contiene todas las informaciones hereditarias con todas nuestras peculiaridades individuales que nos caracterizan como personas. El citoplasma contiene a su vez las mitocondrias, las cuales poseen su propio ADNmt [65]. Estas mitocondrias son las responsables de producir la energía de las células. Ellas se encargan en todo momento de que funcionen las células: ¡ellas son las responsables! Sin las funciones de las mitocondrias, las informaciones de los núcleos del ADN serían como una fórmula escrita en una hoja escondida en un cajón, que está ahí, pero que no se aprovecha.

»Sin embargo, las responsables de la energía de las células son femeninas, pues cada persona hereda solo la información de su madre. ¿Lo entiende? Debido a que esta se encuentra en el núcleo celular del ADN de un cromosoma Y, esta no es utilizada, pues las mitocondrias poseen su propio ADN. Es como si la fórmula estuviera en el cajón equivocado, el cual ya no se abre desde hace infinidad de tiempo.

Chris meneaba la cabeza a la vez que miraba escéptico a los rostros de los demás.

– ¿Eso no se lo creerá ni usted, verdad?

– Creer no está catalogado científicamente. Yo no creo. Yo solo me permito explicar mi opinión, a reflexionar sobre un modelo explicativo que incluye hechos científicos ya conocidos. Muchos de los grandes descubrimientos, en sus comienzos, se basaban en meras especulaciones.

– ¿Dónde está el indicio que sea capaz de mostrarnos, al menos, la posibilidad de que podría ser así? ¿Dónde hay mamíferos… personas que puedan apoyar de alguna forma su teoría?

– ¿Personas? Solo hombres, Zarrenthin. Ninguna mujer -Thornten arrancó divertido una carcajada.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– A pesar de ser científico, en este caso debo hacer referencia a la Biblia.

Thornten miró ligeramente divertido hacia las caras sorprendidas de los demás, mientras Andrew Folsom meneó incrédulo la cabeza al mismo tiempo que Zoe Purcell abrió recelosa los ojos de par en par.

– No te preocupes, Zoe. Aún no me han convertido -Thornten se levantó, caminó unos pasos y después giró diciendo-: en cualquier caso, la Biblia constituye un oportuno testigo. En ella se dice: «Abraham vivió ciento setenta y cinco años. Adán murió a los novecientos treinta años, Matusalén vivió novecientos sesenta y nueve años. Noé murió a los novecientos cincuenta años».

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