La nieve se hacía cada vez más espesa a medida que se acercaban a Cortton. Los caballos se abrían paso contra el manto de nieve que les llegaba hasta las rodillas. La tranquila yegua que Elaine solía montar se encontraba segura en su establo, demasiado vieja, demasiado gorda, demasiado lenta. En su lugar, un esbelto caballo marrón intentaba brincar a través de la gruesa capa de nieve. Elaine se alegraba de que hubiera nieve; ésta amortiguaría el golpe en caso de una caída.
Todavía no había sucedido tal cosa, pero Elaine se aferraba al arzón de la silla con ambas manos, y las riendas atadas a sus manos enguantadas. Había una expresión casi burlona en los ojos del caballo, y Elaine estaba segura de que ella era el motivo de mofa del equino.
Blaine avanzó hasta donde ella se encontraba, con una mano en las riendas, la otra libre para gesticular a su antojo.
– ¿No es hermoso? '
Hizo un gesto amplio que lo abarcaba todo. De todas las ramas pendían carámbanos. Cada arbusto era una escultura de hielo con huesos de madera negra. La intensa luz del sol bailaba y destellaba en cada ramita. Elaine entrecerró los ojos para soportar la claridad. Hasta donde le alcanzaba la vista no había nada más aparte de la luz, su resplandor y una cruda belleza.
Volvió la vista al rostro sonriente de su hermano.
– Sí, es bonito.
La sonrisa de Blaine se borró de repente.
– ¿Qué sucede? -le preguntó Blaine.
Su caballo mordisqueó la rodilla de Blaine. Éste esquivó los dientes de forma mecánica. Elaine suspiró y su aliento formó un velo que fue a unirse a los cristales de hielo que ya colgaban del pelaje de su capucha.
– Nada.
Ladeó la cabeza hacia un lado, y la capucha se deslizó hacia atrás. Sus cabellos rubios brillaban casi tanto como el hielo destellante bajo el sol.
– Elaine, te pasa algo. ¿Qué sucede?
– Es este caballo.
Blaine le propinó una patada en la cadera. El caballo brincó y Elaine profirió un chillido impropio de una señorita.
– ¡Blaine Clairn! ¿Qué demonios crees que estás haciendo?
Inmediatamente se mostró arrepentido y preocupado.
– Realmente le tienes miedo a este caballo, ¿no es así?
Blaine, que no había temido a ningún animal en toda su vida, posó una mano cubierta por un mitón sobre el hombro de su hermana.
– El caballo no quiere hacerte ningún daño. Simplemente es joven y tiene mucho brío.
– Demasiado, para mi gusto -replicó ella.
Blaine volvió a meter la mano bajo el abrigo.
– Siento haber asustado a tu caballo, Elaine. No lo hubiera hecho de haber sabido que te molestaría tanto.
Ella negó con la cabeza, y las pieles de la capucha le rozaron la cara. Un cristal de hielo, afilado y cortante, le arañó la mejilla. Se llevó la punta de los dedos a la cara y una pequeña mancha empezó a extenderse sobre el guante. De pronto parecía sumamente enfadada, como si fuera culpa de Blaine, aunque sabía que no era así. Se trataba tan sólo de un pequeño corte. ¿Por qué sentía tanto enojo? Algo raro estaba sucediendo.
– Llama a Gersalius.
– ¿Por qué?
– ¡Hazlo!
Evitó ver la pena en los ojos de Blaine. Todas sus emociones se reflejaban siempre en ellos. Pero Elaine no disponía de tiempo para ello.
Blaine avanzó en medio de una nube de nieve. Su caballo, al brincar, lanzaba al aire cristales de hielo que parecían chispas. La luz del sol hacía brillar la nieve levantada por el trote del caballo como si se tratara de polvo de diamantes. Un tenue arco iris se dibujó en la nieve espolvoreada. Los destellos de luz hacían daño a los ojos.
Elaine apartó la vista para fijarla de nuevo en un pequeño arbusto que resplandecía con un fuego plateado. La luz se abrió camino a través de su mente. Lo único que podía ver era aquel resplandor plateado, que traspasaba su cerebro como una espada afilada. Elaine deseaba alejarse de allí, cerrar los ojos, pero no era capaz de hacerlo.
– Elaine, ¿me oyes? -Era la cálida y agradable voz de Gersalius, la que había oído por primera vez en la cocina.
– Sí.
– ¿Qué ves?
– Luz.
– ¿Puedes describirla?
– Plateada, blanca. ¡
– ¿Se trata simplemente de la luz que refleja el hielo?
– No lo sé.
– ¿Puedes ver algo aparte de la luz?
Negó con la cabeza, y la luz osciló y tembló como un espejo de metal que hubiera recibido un golpe. Las náuseas hacían que le ardiera el fondo de la garganta. Dio unas cuantas bocanadas, tragando aire helado de forma convulsiva. ‹
– ¿Podría tratarse de una de tus visiones que intenta abrirse paso?
– No me lo parece -respondió.
– Estás empezando a controlar tu magia, Elaine. Antes las visiones se producían sin que tú tuvieras control sobre ello, cuando tu magia lo decidía. Tal vez ahora sólo se produzcan cuando tú así lo solicites.
– ¿Y cómo puedo hacer tal cosa?
Las visiones siempre le habían resultado de algún modo fáciles, no le suponían ningún esfuerzo. Era como dejarse caer una vez que uno había decidido saltar. En cuanto se dejaba llevar, lo único que podía hacer era experimentarlas. Estaba segura de que uno podía detenerlas ni cambiar de opinión. Tras sus ojos aumentaba la presión. La luminosidad se estaba expandiendo para llenar el interior de su cráneo de una luz blanca, fría y cálida a un tiempo.
– La magia está pidiendo permiso, Elaine. Déjala venir.
– No sé cómo.
– Concéntrate en la luz. Alimenta tu magia con ella. Deja que se mezclen. Es lo que has venido haciendo desde siempre. Pero ahora lo harás por propia decisión. Simplemente en esta ocasión eres consciente del proceso. Por lo demás, nada ha cambiado.
Elaine sabía que el mago estaba mintiendo, pero no podía saber de qué forma. Se concentró en la luz, en la luminosidad. En cuanto lo hizo, recuperó la vista. Seguía viendo el arbusto cubierto de hielo. La luz del sol le arrancaba destellos, hasta que quedó cubierto de llamas plateadas. Elaine se concentró en una pequeña rama. Memorizó las formas que el hielo adoptaba al moldearse contra la oscura madera, los tenues reflejos azules que perseguían la luz blanca. Casi podía imaginarse su tacto, frío, suave y resbaladizo. Pero en realidad no era así: el hielo presentaba una protuberancia allí donde una de las ramas sobresalía, una pequeña imperfección. Sin embargo, no había forma de que Elaine pudiera haberlo sabido. No podía verlo y todavía estaba sentada a lomos de su caballo, sin tocar la rama.
Percibía la madera dentro del hielo, el frío, y muy débilmente también la vida en estado latente, que esperaba la llegada de la cálida primavera para resurgir. Elaine se apropió de esa calidez. Ésta se extendió por todo su cuerpo como una oleada, que la visión aprovechó…
Un hombre yacía en la nieve. Pero era distinto de cualquier hombre que Elaine hubiera visto antes, con un rostro de pómulos finos y altos. Podría haber sido simplemente eso, un rostro atractivo de pómulos marcados, pero la delicadeza de sus facciones no residía sólo en los huesos. La piel tenía un tono plateado, casi el color de la nieve caldeada por el sol. Su piel era realmente de color plateado, metálica, y en contraste con la nieve semejaba seda. No era humano. Elaine no sabía qué era, pero estaba segura de que no se trataba de un hombre. ¿Acaso era un monstruo? ¿Un monstruo hermoso?
Había una mujer arrodillada a su lado. Una larga cabellera castaña enmarcaba un rostro delgado. También había algo extraño en la cara de la mujer, aunque ésta no presentaba aquella terrible palidez. Pero sus ojos brillaban como una llama dorada que se reflejase en un instrumento de bronce, lo que hacía resaltar lo vulgar de sus cabellos y su piel.
La mujer acercó una pequeña ampolla de cristal a los labios del hombre, y le frotó la garganta para obligarlo a tragar su contenido. ¿Por qué debía Elaine presenciar todo aquello? ¿Acaso la mujer estaba curando a aquella criatura herida? Pero ¿de qué se trataba? ¿Se suponía que debían eliminarla? ¿Era peligrosa?
La mujer alzó la vista hacia algo que Elaine no podía ver. Sus extraños ojos miraban alarmados. Intentó retroceder, tropezando en la nieve. Del cinturón extrajo un cuchillo, todavía arrodillada en la nieve al lado de la criatura caída.
Elaine quería ver qué era lo que tanto la había asustado. Por primera vez, Elaine dejó de contemplar la visión, y pudo desviar la mirada de la muchacha hacia aquello que ésta estaba mirando. En un primer momento pensó que se trataba de un lobo. Pero la criatura se irguió sobre sus patas traseras flexionadas, mostrando los músculos de las manos como garras. De las fauces enormes e irregulares salió su aliento con un resoplido, como una nube de humo blanco.
La sangre adornaba la nieve como una cinta carmesí. Un hombre yacía en la nieve desgarrado, pero todavía vivo, a los pies de la bestia. Tras ella, lobos del tamaño de pequeños ponis esperaban su turno, hasta que su señor les permitiera alimentarse de su presa.
– No -dijo Elaine. La bestia alzó la vista hacia el cielo, como si la hubiera oído. ¿Era posible?-. Dejadlo en paz.
La bestia intentó descubrir de dónde procedía la voz, sin ver nada, pero no atacó a la mujer.
– Blaine, encuéntralos. Ve hacia ella. Ayúdala.
– ¿Dónde está? -preguntó una voz que a Elaine se le antojó distante.
Elaine notó que su brazo se movía, señalando lentamente.
Oyó caballos avanzando al galope por la nieve. El tintineo de los arneses, el sonido de las hojas al ser desenvainadas.
– Rápido -añadió Elaine.
La bestia avanzó hacia la mujer, y los ominosos lobos se abalanzaron en tropel hacia adelante. La criatura se volvió con un rugido. Los lobos retrocedieron, con el rabo escondido y arrastrando la panza por la nieve. Los grandes cánidos se postraron; debían de ser criaturas atroces, pero el hombre bestia los hacía parecer pequeños y vulgares. Un horror normal, en comparación con él.
Elaine volvió la vista hacia la mujer. Le pareció que movía la cabeza, pero no eran sus ojos los que veían. La mujer seguía arrodillada al lado del hombre caído. Se puso en pie, con el cuchillo a punto, pero le temblaba la mano. Un cuchillo no era suficiente para hacer frente a semejante monstruo.
La bestia saltó hacia adelante, con una velocidad imposible para sus piernas contrahechas. Atacó a la mujer; ella gritó, dando un paso atrás.
¿Dónde estaba Blaine? ¿Por qué no acudía en su auxilio?
El hombre extraño se movió sobre la nieve con un movimiento suave, como si estuviera caminando. La gran bestia cayó de rodillas y alargó las garras hacia la víctima que estaba más próxima. La mujer se abalanzó sobre el monstruo y lo apuñaló con el minúsculo cuchillo. Brotó la sangre, y la criatura retrocedió con un bramido. La sangre manaba de una profunda herida en el brazo. La mujer parecía sorprendida por haber conseguido herirlo.
La criatura enseñó los dientes apartando los labios. Un terrible y grave rugido salió resonando desde el pecho. Hasta ese momento había estado jugando con ella, creyendo que era inofensiva. Pero eso había cambiado.
La rodeó, intentando obligarla a apartarse del hombre herido y salir a campo abierto. Cuando los lobos quedaran a su espalda, su muerte sería segura; no podría vencerlos a todos.
Pero la mujer no se apartaba de su compañero herido. Se quedó allí, observándolo, mientras el hombre luchaba por despertar de algo más profundo que el sueño.
La bestia hizo una señal con una mano, y los lobos avanzaron. ¿Dónde estaba Blaine? Para cuando llegaran sería demasiado tarde.
Los lobos se precipitaron hacia adelante rugiendo. La bestia los espoleaba, con el hocico apuntado hacia el cielo, aullando.
Elaine profirió un grito sin voz mientras alzaba una mano, como si pudiera tocarlos o protegerlos de algún modo.
Los lobos, una masa casi compacta de pelaje y colmillos, avanzaron en tropel sobre sus musculosos miembros, corriendo como un viento oscuro que se abalanzaba sobre la mujer, pero de pronto se replegaron bajo una lluvia de chispas de color violeta. Los lobos quedaron aturdidos y amontonados, a poca distancia del hombre herido. Justo delante de ellos se veía un resplandor de color azul violeta.
La bestia se acercó acechante, apartando de su camino a patadas a los lobos caídos. Agitó precavido una zarpa en el aire. En las puntas de sus garras aparecieron chispas de color púrpura, que cayeron como un arco iris sobre la nieve, con un chisporroteo.
La bestia se volvió lentamente, escrutando los árboles. Dio una vuelta completa, dándole la espalda a la mujer. Ésta había conjurado un poderoso hechizo para ponerse a salvo, pero la bestia ya no estaba interesada en ella. Empezó a husmear el aire, mientras su aliento parecía echar espuma en el aire gélido. De pronto, miró fijamente a Elaine. No estaba segura de qué era lo que había cambiado o cómo se había dado cuenta, pero supo que la había visto, que sabía que estaba allí.
Alguien la sacudió violentamente. Le dolía la cara. Parpadeó, y alguien la golpeó con fuerza. Gersalius la sostenía. Jonathan retiró la mano para volver a golpearla.
Elaine alzó un brazo para protegerse.
– Creo que ya está mejor -dijo Gersalius, mientras posaba una mano en el hombro de Jonathan-. No creo que sea necesario volver a hacerlo.
– Me dijiste que debía darle una bofetada -replicó Jonathan, con cierto tono defensivo.
– Lo sé -confirmó el mago-. Elaine, ¿cómo estás?
– Tenía una visión. ¿Por qué habéis interrumpido mi concentración? -De pronto se sentía furiosa con ellos-. Ahora ya no sé si la mujer está a salvo. ¿Por qué me despertasteis?
– Una gran oscuridad había dado contigo, Elaine. Noté cómo te buscaba. Grité, intentando romper tu concentración antes de que pudiera encontrarte.
– ¿De qué estás hablando?
– El hombre lobo no es tan sólo un monstruo. Es una importante fuerza del mal, mucho más poderosa de lo que parece.
Elaine lo miró parpadeando, atónita.
– ¿Cómo sabes lo del hombre bestia?
Jonathan respondió por él..
– Tu… visión se reflejaba en todas las superficies. Todos pudimos verla en los espejos retorcidos del hielo.
Había algo en su voz que hizo callar a Elaine. Desaprobación. No aprobaba su comportamiento. Había recelo en sus ojos, algo parecido al… miedo. Aquella mirada se clavó en el corazón de Elaine como una daga. La muchacha apartó la mirada, ocultando el rostro en el hombro de Gersalius. Escondió sus lágrimas en el manto del mago, con la esperanza de que Jonathan no se diera cuenta.
– Si todavía puede montar -intervino Teresa-, debemos ir a ayudar a los demás.
Cuando Elaine advirtió que Jonathan se había puesto en pie y se alejaba, alzó la cabeza lentamente.
Gersalius le rozó la cara con sus dedos fríos y desnudos, recogiendo sus lágrimas.
– No pretende hacerte daño.
– Ya lo sé.
Elaine intentó dejar de llorar, enjugándose la cara con los guantes. Gersalius la ayudó a ponerse en pie. No podía recordar haber desmontado de su caballo, ni mucho menos el momento en que había caído sobre la nieve.
– Nunca una visión había sido tan larga -comentó.
– No fue sólo una visión.
– Debemos ayudar a los demás -dijo Teresa-. Monta.
– ¿Te encuentras lo bastante bien para cabalgar? -preguntó el mago.
– Sí, estoy bien. No me siento cansada, ni tengo frío, ni ningún otro malestar. ¿Por qué no, esta vez?
– Porque estás aprendiendo a controlar tu magia.
Teresa trajo el caballo de Elaine.
– Le sostendré la cabeza mientras montas.
El caballo puso los ojos en blanco. No parecía excesivamente contento.
– No hay tiempo para remilgos, Elaine. Los demás ya se han puesto en marcha. Puede que estén heridos y necesiten nuestra ayuda.
Elaine asintió. Se aferró al arzón de la silla. El caballo parecía querer alejarse bailando; únicamente la cabeza permanecía firme gracias a Teresa. Gersalius la alzó por la parte de atrás, y Elaine se encaramó sobre el caballo. Se sentó en la silla, pero advirtió que el caballo seguía inquieto debajo de ella.
Teresa soltó la cabeza del caballo y lo espoleó hacia adelante, dejando que Elaine se hiciera con las riendas. La muchacha sabía que Blaine se encontraba a salvo. Sus visiones siempre le advertían si a las personas que amaba les estaba sucediendo algo verdaderamente horrible. Como la muerte de sus padres. No podía pasar nada definitivo sin previo aviso, aunque éste a menudo no sirviera para nada. Pero Elaine se sentía más segura sabiendo que no sucedería ninguna catástrofe por sorpresa.
Jonathan seguía a Teresa. Únicamente Gersalius esperó por ella. Elaine aflojó las riendas. El caballo dio un brinco que la hizo chillar, para luego salir disparado hacia adelante, al galope, estirando totalmente su musculoso cuerpo. Saltó por encima de un árbol caído. Elaine reprimió el grito que creció en su garganta. El caballo dejó atrás la montura de Teresa, y Elaine se dio cuenta de que el animal se alejaba desbocado. Cuanto más tiraba de las riendas, más corría el condenado.
La capucha cayó hacia atrás. Su melena ondeaba con el viento helado. Los árboles parecían precipitarse hacia ella a gran velocidad, borrosos. Las manos buscaron la silla, intentando agarrarse a un asidero, a lo que fuera.
Por encima del viento ululante, oyó el ruido de una pelea: un caos de rugidos, chillidos y golpes. El caballo se dirigía directamente hacia allí.
La montura cabalgó al galope, un arroyo ancho de corriente rápida con bancos de nieve en proceso de deshielo. Elaine vio horrorizada cómo el animal arqueaba el cuerpo y saltaba por encima del arroyo. Salió despedida cuando el caballo aterrizó y trepó por la otra orilla.
Chocó contra un árbol y se desplomó al suelo. No podía respirar, ni mover el cuerpo. Se sentía impotente y agonizante. Aquel estúpido caballo había conseguido acabar con ella.