Capítulo 13

La tienda de Gersalius era de menor tamaño que las demás, y a su entrada una tabla de madera tenía grabadas unas extrañas runas en forma de arabescos. Elaine todavía no había tenido tiempo de examinar de cerca la tienda del mago. Ahora por primera vez se fijaba en la madera tallada, que parecía no estar sujeta de ningún modo a la tienda, sino más bien formar parte de ella. Era casi como si surgiera directamente de la tela de la tienda. No pudo reconocer ninguna de las fiorituras grabadas. Éstas no representaban animales ni imágenes que le resultaran familiares; simplemente se trataba de diseños de colores. Elaine gritó:

– Gersalius, soy yo, Elaine. Necesito hablar contigo.

El viento soplaba racheado, haciendo que la tienda se tensase y tirase de las pequeñas estacas que la sujetaban. La madera grabada se balanceaba al viento como si fuese la cornamenta de un animal vivo.

– ¡Gersalius! -Volvió a gritar Elaine, mientras esperaba fuera, en el frío, arropándose contra el viento-. Gersalius, si estás dentro, contéstame por favor.

Al no recibir respuesta, dio media vuelta y se dirigió a la hoguera. Blaine estaba haciendo la cena: salchichas en una sartén al fuego. Olía muy bien. Claro estaba que ni siquiera Blaine podía estropear demasiado unas salchichas al recalentarlas. Era casi a prueba de tontos.

A un lado había una pequeña sartén. Blaine removió su contenido con una cuchara de palo. De la sartén le vino un olor que le dejó un regusto amargo en la garganta. Antes de que pudiera decir nada, Blaine vertió la repugnante salsa sobre las fantásticas salchichas. A continuación, tapó la sartén y la dejó a un lado. De haberle preguntado, probablemente hubiera dicho que la estaba dejando reposar. Blaine era el peor cocinero del mundo, pero tenía pretensiones de gourmet. Sus «recetas mejoradas» y experimentos con hierbas eran legendarios.

Le sonrió, ufano.

– Esta noche estoy haciendo una nueva salsa, ¿quieres probarla?

– Ya la he olido, gracias -dijo Elaine, con una valiente sonrisa.

Blaine no sólo era el peor cocinero del mundo, sino que además era ajeno a esa realidad. Por mucho que Thordin y los demás se quejaran, Blaine no acababa de creerlos. No se desalentaba, y seguía machacando hierbas secas, moliendo raíces e intentando envenenarlos a todos.

– ¿Has visto a Gersalius?

– Creo que está en la tienda de Thordin. -Se volvió hacia una fuente de barro que yacía a sus pies, cubierta con un trapo que hacía las veces de tapa. Cortó el cordón que lo sujetaba y retiró el trapo para dejar al descubierto una masa gris-. Hice el relleno antes de salir. Todo lo que hay que hacer es calentarlo.

– ¿Te ayudó Malah a hacerlo? -preguntó Elaine esperanzada.

Blaine hizo una mueca.

– Por supuesto que no. Sabes que en la cocina me gusta hacerlo todo yo mismo.

– Claro-respondió ella.!

Lo dejó que estropease la cena y se dispuso a buscar la tienda de Thordin. Éste la compartía con Konrad, así que era lo suficientemente grande para albergar a un visitante.

El viento amainó de forma tan repentina como se había levantado. Elaine oyó un murmullo de voces masculinas en medio de la silenciosa y gélida calma, un ruido sordo y suave que resultaba de algún modo reconfortante. Elaine había pasado gran parte de su vida oyendo esa cadencia fuerte, rotunda y campechana.

Se inclinó y dijo:

– Gersalius, ¿estás ahí?

La entrada de la tienda se abrió y por ella asomaron el rostro y el brazo de Thordin.

– Pasa, Elaine, y únete a nosotros. Creo que si nos apretamos un poco hay sitio para todos.

Por primera vez se le ocurrió que Thordin ya había visto antes a sacerdotes utilizar su magia sanadora. Puede que también supiera algo que les fuera de utilidad en este caso. Elaine se agachó para entrar en la tienda y tiró del pesado abrigo para hacerlo pasar a través de la pequeña abertura.

Gersalius estaba sentado sobre un montón de ropa de cama, sonriente, con una taza entre las manos.

– Elaine, ¿qué te ha hecho venir en mi búsqueda?

Thordin le ofreció también una taza.

– Seguro que es la tuya -dijo ella.

– Sí, pero puedo conseguir otra. -Con una sonrisa, le tendió la taza.

– Gracias.

El calor de la taza en sus manos era una sensación maravillosa. Los vapores que salían de ella se le antojaron espíritus de dulce aroma. Era una infusión de menta verde con un leve toque dulzón. Respirar el vaho era casi tan reconfortante como beberlo.

– ¿Cómo evolucionan los heridos? -preguntó Thordin.

– Ésa es la razón por la que he venido -dijo Elaine.

Thordin llenó una tercera taza con la infusión procedente de una tetera de barro y volvió a dejarla sobre un calentador. Tomó una pizca de azúcar de una bolsita que pendía de su cinto, lo añadió a la infusión y procedió a removerla con una cucharilla de plata.

– Con unas pocas comodidades, cualquier sitio es un hogar -dijo Gersalius.

– Eso es exactamente lo que yo pienso -repuso Thordin.

– ¿Por qué me buscabas, Elaine? -preguntó de nuevo el mago.

– Konrad y yo no habíamos visto nunca antes los resultados de sanaciones mágicas. No estamos seguros de cómo debemos proceder.

– Un sacerdote cura mediante la imposición de las manos.

La herida simplemente se cierra y ya está curada -explicó Gersalius.

– ¿Completamente curada? -insistió ella.

– Sí -confirmó el mago.

Ella negó con la cabeza.

– Pero esas heridas no están completamente curadas.

Gersalius se enderezó con tanta brusquedad que derramó parte de la infusión caliente sobre sus vestiduras. Dio un pequeño alarido, apartando al mismo tiempo la tela de su cuerpo, y depositó la taza en el suelo.

– Dime qué quieres decir exactamente, Elaine, ya que podría ser de gran importancia.

La muchacha miró alternativamente a uno y a otro. Thordin parecía tan preocupado como el mago.

– ¿Se supone que las heridas deben estar perfectamente curadas? -preguntó Elaine.

– Sí -afirmó Gersalius.

– No siempre -intervino Thordin.

El mago miró fijamente al guerrero.

– Un conjuro funciona, o no funciona.

– Yo ya era un guerrero mucho antes de llegar a Kartakass -empezó Thordin-. Un sacerdote puede curar una herida, pero cuando yo sufrí varias heridas a un tiempo, no todas ellas sanaron. Todas mejoraron, pero algunas seguían sangrando, otras sólo estaban curadas en parte. Kilsendra, la sacerdotisa que me acompañó hasta aquí, me dijo que cada sanación tiene un poder concreto. Cura hasta donde puede, de modo que es posible que se necesiten varios intentos hasta que cada herida sane por completo.

Gersalius frunció el ceño.

– Es cierto que yo no he vivido una vida de aventuras. Tuve un pequeño negocio de magia que suministraba materiales a otros magos; pero con mi magia, un conjuro funciona o no funciona. Si los componentes del hechizo son insuficientes, éste simplemente no puede funcionar.

Thordin negó con la cabeza en señal de desacuerdo.

– La sanación de los sacerdotes no es igual. O por lo menos, no es eso lo que Kilsendra me explicó.

El mago torció el gesto.

– Muy poco observador por mi parte, si lo que dices es cierto.

Elaine bebió un sorbo de su infusión y se volvió hacia Thordin. Parecía saber más sobre esa clase de sanaciones que el mago.

– Si una herida no sana por completo, ¿qué se hace para seguir tratándola?

– No estoy seguro de a qué te refieres.

– ¿Se procede a limpiarla? ¿Vendarla?

– Eso creo. -Pero Thordin parecía desconcertado-. ¿Por qué no es posible tratarla como cualquier otra herida?

– Porque las heridas normales no se quedan así, tal cual, simplemente llenas de sangre. Konrad tiene miedo de que al limpiarlas éstas vuelvan a sangrar, y que después sea imposible cortar la hemorragia.

– ¿Por qué no deberían dejar de sangrar? -preguntó Thordin.

Gersalius tomó ahora la palabra.

– Puedo entender su preocupación. ¿Qué pasa si lo que impide que la sangre fluya es una especie de campo mágico? ¿Quedaría éste destruido al tocarlo? Y si el conjuro que ayuda a coagular la sangre queda destruido, ¿será posible detener la sangre con los métodos tradicionales?

– Sí, eso exactamente es lo que no sabemos.

Thordin arrugó la frente.

– No recuerdo ningún caso semejante.

– ¿Estás seguro? -preguntó Elaine.

– Estoy seguro de que nunca tuve noticia de que pasara algo así, pero no por ello puedo asegurar que nunca haya sucedido… -Se encogió de hombros-. Yo no soy sanador.

– ¿Cómo atendía tu amiga la sacerdotisa las heridas sólo curadas en parte? -preguntó Gersalius, de nuevo recostado sobre las pieles, con la taza de té en la mano. En su toga podía verse una pequeña mancha húmeda, consecuencia del té derramado anteriormente.

– Kilsendra volvía a imponer las manos sobre las heridas por segunda o tercera vez. A veces tenía que esperar un día entero para recuperar las fuerzas, pero siempre era ella misma la que nos curaba.

– ¿Y las heridas?-preguntó Elaine.

Su mirada se perdió en la nada, como si estuviera viendo cosas sucedidas hacía mucho tiempo en algún lugar remoto.

– No las tocábamos. Esperábamos hasta que Kilsendra pudiera curarnos.

– Así que en realidad no sabes qué sucedería en caso de emplear métodos más mundanos en heridas previamente curadas con magia -concluyó Gersalius.

Thordin negó con la cabeza lentamente.

– Creo que no. -Miró a Elaine-. ¿Ha despertado ya el sacerdote elfo?

– No, sigue inconsciente, pero el muñón del brazo perdido parece curado, así que no hemos tenido que cauterizarlo.

Gersalius se atragantó con el té. Cuando dejó de farfullar, añadió:

– Yo no aplicaría fuego a ninguna herida. Creo que eso impediría que la carne siguiera cicatrizando.

Elaine sintió frío de pronto, pero era una sensación que nada tenía que ver con el viento del invierno. ¿Qué hubiera sucedido de haber efectuado las curas normales? ¿Habrían condenado a los tres hombres a sufrir por culpa de sus heridas de por vida? Konrad afirmaba que las quemaduras eran las heridas más dolorosas. El brazo del elfo hubiera presentado el aspecto de un muñón quemado en lugar de la suavidad que la piel tenía ahora. Parecía que el elfo hubiera nacido con el brazo así, que se tratara de una deformidad más que de una herida.

– ¿Qué debemos hacer? -preguntó.

– Nada -respondió Gersalius-. Esperad hasta que el elfo vuelva en sí.

– ¿Qué pasa si una herida empieza a sangrar otra vez? ¿O si entran en estado de shock? ¿Podemos tratarlos con hierbas? ¿O eso tal vez sería también contraproducente?

– Haced lo que creáis conveniente para mantenerlos con vida -opinó Gersalius-, pero sólo lo único e imprescindible.

Thordin asintió con la cabeza.

– Soy de la misma opinión.

– De acuerdo, entonces le comunicaré a Konrad vuestras recomendaciones. -Dicho esto, tendió la taza vacía a Thordin-. Gracias por los consejos y por la infusión. -Elaine se puso en pie, medio encorvada, y alzó la portezuela de la tienda.

Afuera, el aire seguía inmóvil como si fuera de cristal y tan gélido que cada respiración resultaba dolorosa. Elaine se detuvo unos instantes, escrutando el cielo. Las nubes habían avanzado, otorgando al cielo una blancura perfecta. Amenazaba con nevar, pero la quietud del aire hacía pensar más bien en una tormenta. Sólo en una ocasión había visto rayos en una tormenta de nieve. Era algo inusual, pero después de tantos acontecimientos extraordinarios, tan sólo se trataría de uno más. Una breve tormenta en pleno invierno era una nadería en comparación con todo lo que había visto aquel día. Fuera cual fuera la causa, la atmósfera era pesada y amenazadora.

Elaine miró a Blaine, que seguía entretenido ante el fuego. Estuvo a punto de preguntarle si también podía sentirlo; pero, en caso de que no fuera así, haría que se preocupara por nada. Si la sensación era el inicio de una visión, iría a más; si no, se desvanecería poco a poco, y únicamente Elaine debería preocuparse por ello.

Se arropó bien en el abrigo y se apresuró a regresar al lado de Konrad. Éste se encontraba arrodillado junto al elfo, dando la espalda a la abertura de la tienda. Se volvió, alertado por el ruido o tal vez por el frío. Al ver a Elaine, le hizo señas de que se acercara.

Elaine retiró la capucha hacia atrás y se arrodilló a su lado.

– ¿Qué sucede? -susurró.

Konrad buscaba con la mano el pulso en el cuello del elfo.

– Su corazón no late como debería.

– Quizá es algo normal en un elfo.

Konrad negó con la cabeza.

– Antes su pulso era firme y constante; ahora es débil e inestable. Compruébalo tú misma. Konrad le frotó las manos para que éstas entrasen en calor. Elaine nunca tocaba a un herido con las manos frías si podía evitarlo. Palpó la suave piel del cuello. El pulso era vacilante; de pronto, el corazón dio unos cuantos latidos rápidos para después volver a un ritmo constante. Elaine mantuvo la mano allí durante unos instantes, pero el pulso seguía estable.

– He notado las palpitaciones, pero parece que ahora vuelve a la normalidad -comentó ella.

– No me gusta. Su corazón estaba bien hasta hace apenas unos minutos. -Arropó al elfo con una piel hasta la altura de la barbilla-. No sé qué pasa. Ni siquiera entiendo por qué no despierta. En un principio pensé que estaba inconsciente debido a la herida y al esfuerzo que le supuso conjurar una magia tan poderosa, pero ahora… ya no estoy seguro.

– Thordin y Gersalius no parecieron alarmarse por el hecho de que el elfo siguiera durmiendo.

– ¿Qué dijeron sobre el tratamiento de las demás heridas? -preguntó Konrad.

– En su opinión, debemos hacer lo menos posible. Cuando el elfo vuelva en sí, podrá volver a imponer las manos sobre las heridas una y otra vez, en tantas ocasiones como sea necesario.

– Un don sorprendente, pero que sólo podrá llevar a cabo si se despierta. -Konrad había bajado tanto la voz que Elaine tuvo que inclinarse hacia él para poder entenderle. Sintió su cálido aliento en la cara.

– ¿Qué le pasa a Silvanus? -preguntó Fredric. El hombre corpulento se había girado hacia un lado, apoyado sobre un codo.

– ¿Qué pasa? -preguntó Randwulf.

– Su corazón late de manera irregular -dijo Konrad sin embargo.

Era un buen sanador, pero mejor no preguntarle su opinión a menos que uno realmente quisiera saberla, y quisiera saber la verdad, por muy cruda que fuera.

Randwulf se incorporó, con lo que las pieles fueron a parar al suelo, pero en ningún momento Elaine pensó que estuviera coqueteando de nuevo. Parecía demasiado asustado para andarse con bromas.

– ¿Va a morir? -preguntó Fredric, con voz grave y neutra. Sólo lo traicionaba la mirada, donde ya empezaba a asomar el dolor.

– No lo sé -repuso Konrad.

– Pero tú eres el sanador -dijo Randwulf-. ¿Cómo es posible que no lo sepas?

– Su cuerpo está bien. El brazo ha sanado incluso por sí solo. Nunca antes había visto una sanación mágica, y creo que ahí radica el problema.

– ¿Alguno de vosotros sabe algo sobre esta clase de magia curativa? -inquirió Elaine.

Randwulf hizo un gesto de negación.

– No, pero Averil puede que sí sepa -dijo Fredric.

– Creía que era maga -comentó Konrad.

– En efecto, así es, prepara pociones medicinales y las vende -confirmó Fredric.

– Pociones medicinales -repitió Konrad, quien acto seguido empezó a farfullar palabras ininteligibles, con los labios entrecerrados. Después añadió-: Elaine, ve a buscar a la muchacha y tráela. Dile que traiga también sus pociones. Rápido.

Elaine se puso en pie y salió a toda prisa de la tienda. Corrió arrastrando su pesado abrigo sobre la nieve. Averil se encontraba en la tienda que Elaine y Blaine compartían. Se suponía que debía descansar.

Elaine abrió bruscamente la portezuela de la tienda. Averil se incorporó, con un puñal en la mano.

– ¿Qué sucede?

– Tu padre está grave. Recoge tus pócimas y acompáñame, rápido.

Averil cogió una mochila y se precipitó hacia la entrada de la tienda. Sólo llevaba puesta una enagua, ya que el vestido estaba doblado con cuidado sobre la cama. Sin darse cuenta de ello, al parecer, empujó a Elaine para apartarla de su camino.

Elaine le echó sobre los hombros desnudos su propio abrigo, pero Averil echó a correr, y el abrigo cayó al suelo. Elaine no se detuvo a recogerlo, sino que se remangó la falda para correr al lado de la muchacha. Sentía el frío, pero eso era algo irrelevante en comparación con el pánico de Averil, que casi podía palparse en el aire.

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