Al entrar a la posada, oyeron el ruido característico del acero contra el acero, acompañado de gritos. Elaine corrió hacia la escalera.
– La prudencia sería una actitud más sabia, muchacha -le gritó Gersalius. Elaine hizo caso omiso de su advertencia. Todas las personas que todavía le importaban se encontraban en el piso de arriba. No permitiría ninguna otra pérdida.
La falda rasgada hizo que tropezara al subir la escalera; cayó con fuerza y se golpeó en la rodilla. El dolor le inmovilizó la pierna, por lo que Elaine se quedó donde estaba. Voces, gritos y el rugido a voz en cuello de alguien familiar. Nunca había oído aquel grito de guerra, pero le recordaba a Fredric. El paladín no se enfurecía fácilmente.
Elaine subió gateando la escalera, arrastrando su pierna magullada hasta llegar casi al último escalón. El rellano estaba atestado por una masa de personas que reñían. Un hombre de gran estatura se defendía con una espada y un escudo frente a la puerta de la habitación de Averil. Elaine no podía ver contra quién luchaba, pero sí lo oyó.
– Atrás, malditos villanos, atrás os digo, o tendré que mataros a todos. -Era la voz de Fredric.
Elaine utilizó la barandilla para ponerse en pie. Esperó allí unos momentos mientras comprobaba si la pierna le respondía. Había un punto rojo con sangre en el área dañada. No se molestó en examinar la herida. Eso podía esperar; la pierna aguantaba. Subió cojeando los últimos escalones, apoyándose con fuerza en el barandal.
Gersalius se encontraba detrás de ella.
– ¿Qué es todo este escándalo?
Elaine negó con la cabeza dando a entender que no lo sabía, mientras avanzaba tambaleándose por el rellano hacia el lugar de la pelea. A través de la puerta abierta salió la voz de Jonathan, en un tono bastante tranquilo.
– Silvanus, todos los que mueren en Cortton resucitan como zombis. Todos. No creo que desees eso para tu hija.
Fredric guardaba la puerta, blandiendo su enorme mandoble. El hombre armado que se enfrentaba a él dijo:
– Escuchad, caballero, estoy cumpliendo con mi deber como alguacil de esta ciudad. No pretendo haceros daño. Todos hemos perdido a alguien con motivo de la enfermedad. No queremos que vuestra pena sea aún más dolorosa, pero debemos sacar el cuerpo de aquí.
– Para conseguir a Averil deberás pasar por encima de mi cadáver -dijo Fredric.
– Caballero, ésa sería una posibilidad, pero preferiría que no fuera así.
Fredric profirió una carcajada, un potente bramido que contenía el suficiente desdén como para helar la sangre.
– Serás tú quien acabe muerto, alguacil, lo sabes perfectamente.
Elaine se encontraba lo bastante cerca para ver el sudor que corría por la frente del alguacil. Era consciente de que podía morir en cualquier momento, pero no retrocedía. El honor era más importante que la vida.
– Si acabas conmigo, quiero que quemen mi cuerpo. No quiero volver como un muerto viviente. Tampoco creo que quieras eso para tu amiga; ver cómo se pudre ante tus ojos una noche tras otra. Permite que nos llevemos su cuerpo y estará simplemente muerta. La muerte es mejor que eso, caballero, mucho mejor.
Fredric vaciló. La punta de su espada tembló. La duda asomó a su rostro.
Silvanus intervino desde el interior de la estancia.
– No se la llevarán.
La espada recuperó su firmeza.
– Silvanus, ya no está. Déjala que se vaya en paz. -Era la voz de Jonathan.
– Deberías habernos enviado a Elaine. Ella puede resucitar a Averil. Sé que puede hacerlo.
– No puede. Thordin dice que semejante proeza sólo puede llevarla a cabo la magia de un gran sanador. Y Elaine apenas acaba de aprender -dijo Jonathan.
Elaine se abrió paso a través de la muchedumbre hasta llegar junto al alguacil. Éste le lanzó un rápido vistazo para en seguida volver a centrar toda su atención en el gran guerrero.
– Soy Elaine Clairn. Creo que Silvanus me está esperando.
– Elaine -exclamó Fredric-, estos necios quieren quemar el cuerpo de Averil.
– ¿Quiere decir eso que será imposible resucitarla? -preguntó Elaine.
– Elaine -gritó Silvanus-, ven aquí, no hagas caso de esos necios.
El alguacil y Fredric intercambiaron una mirada. Ninguno de los dos quería ceder su puesto.
– Déjame pasar, alguacil -dijo Elaine-. No sé si puedo hacer lo que Silvanus me pide, pero hasta que lo intente no conseguiréis su cuerpo.
El alguacil vacilaba.
– El anochecer se aproxima -le recordó Elaine con voz suave.
El alguacil dio un paso atrás, todavía blandiendo la espada y el escudo.
– Puedes pasar, pero no esperaremos eternamente.
Fredric retrocedió lo justo para permitirle el paso. Gersalius esperó en la puerta. Elaine volvió la vista hacia él, pero el mago dijo:
– Reuniré un grupo de hombres para nuestro pequeño proyecto de excavación.
– Yo también debería estar presente.
– Puedo hacer lo mismo que tú o incluso más. Pero esto sólo puedes hacerlo tú, Elaine Clairn. Sólo tú.
La muchacha asintió. Tenía razón, como de costumbre.
La estancia estaba abarrotada. Silvanus todavía abrazaba el cuerpo de Averil en su lecho. Randwulf se encontraba al pie de la cama, Jonathan cerca de la ventana y Fredric vigilaba la puerta. Una persona más, y nadie hubiera podido moverse en aquella habitación.
Elaine se sentó al borde del camastro.
– ¿Cómo debo proceder?
Silvanus se apartó del lecho, y depositó a Averil con sumo cuidado sobre las mantas arrugadas. Alguien le había cerrado los ojos, así que casi parecía que estuviera dormida, pero la flaccidez de su cuerpo sólo podía deberse a la muerte. Ni el sueño ni los estados de inconsciencia habrían podido causarla.
Silvanus se arrodilló al lado de la cama.
– Coloca las manos sobre su cuerpo, sobre la herida que acabó con su vida, o bien sobre el centro alrededor del cual giraba su vida, allí donde tú sientas que su fuerza vital era más intensa.
Elaine se puso de rodillas, haciendo una mueca de dolor. En el lugar que había ocupado, las sábanas presentaban una mancha de sangre.
– Estás herida -dijo Silvanus.
– No es nada.
El le alzó las faldas para examinar la herida, con el permiso de Elaine. Se trataba de un corte profundo que sangraba profusamente.
– Tal vez sea mejor que antes cures esta herida. De lo contrario, podría afectar a tu concentración.
Por algún motivo, Elaine no lo creía así. Rechazó la propuesta con un gesto.
– No. Utilizaré el dolor; eso me ayudará.
Ella miró extrañado, pero asintió.
– Como desees. Cada sanador es distinto. Si su herida te impresiona demasiado, puedes empezar por curar la tuya y luego seguir con la otra.
– ¿Cómo se cura la muerte? -preguntó Elaine.
– Se sanan las heridas que causaron la muerte, y el cuerpo funciona de nuevo. -Se encogió de hombros-. No sé cómo explicarlo de otro modo; es algo que simplemente se entiende o no se entiende.
Elaine sabía lo que en ese caso «no se entiende» significaba para ellos: que Averil habría muerto para siempre; y que Blaine estaría muerto para siempre, aunque encontraran su cuerpo. Lo haría. Tenía que hacerlo. Quería hacerlo.
– Os dejo solos con vuestra sanación, Elaine -dijo Jonathan mientras se dirigía hacia la puerta.
Elaine sintió el impulso de pedirle que se quedara, pero no lo hizo. Habían acordado que en ese punto no estaban de acuerdo. Podrían seguir siendo una familia siempre que Jonathan no tuviera que presenciar su magia. Y el precio le parecía razonable.
– Habla con Gersalius. Puede que hayamos encontrado algo -dijo por último Elaine.
Jonathan asintió, sin volver la vista para mirarla. Fredric lo dejó pasar, y en seguida desapareció.
Elaine retiró los vendajes del cuello de Averil. La carne estaba enrojecida por la infección, verde en los bordes de la herida. La gangrena ya había hecho aparición. Eso no era normal. Una herida no se gangrenaba tan rápido. ¿Podría ser uno de los efectos del veneno?
Recorrió los bordes irregulares de la herida. La piel estaba caliente al tacto. Elaine tocó la cara de Averil. Estaba fría. ¿Por qué la herida seguía caliente? Era como si la herida siguiera viva y sólo el cuerpo hubiera muerto.
Elaine volvió a colocar las manos sobre la herida. No importaba. Lo único que importaba era la sensación de la carne triturada, el áspero orificio en su piel. Hundió los dedos en la herida, escarbando en la carne tal como había hecho en el suelo de la tumba. El cuerpo no tenía vida, no podía hacerle más daño; nadie tenía que aguantar ninguna clase de dolor. Aquel cuerpo estaba a su disposición. Y nunca se quejaría. No podía pensar en él como si se tratase de un ser humano. Era una herida en el cuello que había provocado una gran hemorragia; pero el cuerpo estaba muerto.
Suavizó las heridas más profundas, tal como había hecho anteriormente. La estructura de las arterias rotas, una vena rasgada, todo volvía a su estado anterior. Elaine pasó los dedos sobre la garganta hasta que la piel recuperó su suavidad. Pero el cuerpo seguía muerto. Se sentó de cuclillas, observando atentamente, con las manos apenas rozando el cadáver.
– He curado la herida. -Dejó caer las manos sobre el regazo-. No sé qué más hacer.
Silvanus le puso una mano en el hombro.
– Está vacía. Debes volver a llenarla de vida de nuevo.
– ¿Cómo?
Silvanus profirió un suspiro entrecortado.
– No puedo explicártelo, Elaine. Muchos sanadores nunca han podido aprender a resucitar a personas fallecidas. No creo que sea cuestión de habilidad. Creo que es un fallo de comprensión, de visualización de la muerte como una herida más.
– El cuerpo está ahora en perfecto estado. No puedo seguir curando, porque el cuerpo está sano.
Los dedos de Silvanus se clavaron en su carne.
– Elaine, te lo ruego. Debes verlo por ti misma. No puedo hacer esto por ti. -Había algo en sus ojos que superaba incluso el pánico.
Elaine buscó el pulso en su garganta. Si no era capaz de salvar a Averil, Blaine estaría muerto de veras. Pero, por mucho que lo intentaba, no podía sentir nada más aparte de la muerte. El cuerpo estaba muerto, no había nada que curar.
– Por favor -insistió Silvanus.
Elaine volvió a intentarlo. Colocó las manos sobre el cuerpo y empezó a buscar. Suavizó la cicatriz que encontró en un riñón, el resto de alguna enfermedad. Los dedos amasaron la carne y repararon cualquier posible defecto, hasta que el cuerpo de Averil estuvo en perfecto estado, mejor que nunca. Sin embargo, seguía siendo un cuerpo sin vida. Elaine no podía arreglar algo que simplemente ya no estaba: la chispa, el alma, aquello que confería la vida, independientemente del nombre que se le quisiera dar, y que la convertía en algo más que simplemente un amasijo de carne, huesos y nervios. Aquello había dejado de existir. Y Elaine no sabía cómo devolvérselo.
Se dio cuenta de que experimentaba placer al explorar su cuerpo, acariciando sus órganos internos. Disfrutando de las formas como si fuera un escultor, pero ya sin afán de curar. Elaine se limitaba a jugar con el cuerpo. Eso era todo.
Se arrodilló de nuevo y al hacerlo sintió una punzada de dolor en la rodilla herida. El dolor era agudo, nuevo. Sin necesidad de mirar, Elaine supo que volvía a sangrar. Examinó el dolor, pero no con intención de sanar, sino para reunirlo. Tomó la aspereza de cada rasguño que tenía en las manos, el dolor más intenso de las uñas rotas, el dolor punzante en la rodilla.
Lo último que recogió fue su pena. Encontró el abrumador dolor en su corazón, en la cabeza, en todo el cuerpo. Envolvió su soledad en ambas manos y la mezcló perfectamente con el dolor. Después envió el resultado al cuerpo de Averil. No podía darle la vida, pero sí podía transmitirle el dolor, la ira, la pena.
El cuerpo empezó a convulsionarse bajo sus manos, dando fuertes sacudidas. Elaine cayó al suelo. El cuerpo se incorporó, con los ojos dorados abiertos y la mirada perdida en la nada.
Silvanus se puso en pie, ofreciéndole los brazos.
– Averil, Averil.
La envolvió en un abrazo apretándola contra su pecho. Estaba rígida y permanecía indiferente ante su abrazo.
Silvanus se apartó de ella.
– Averil, ¿puedes hablar?
Averil abrió la boca, cada vez más. El sonido que salió de ella era un chillido sin palabras, sin sentido: el dolor hecho voz. Al primer grito siguieron otros apenas sin pausa, únicamente la necesaria para recuperar el aliento.
Silvanus sacudió a Averil, pero ella no podía verlo ni oírlo.
– ¡Averil, Averil! -exclamó mientras le daba una bofetada.
Los gritos prosiguieron. Le pegó con tanta fuerza que Averil se desplomó sobre la cama. Pero siguió chillando tumbada, con los puños apretados, y el cuerpo tenso como si un dolor intenso la acuciara.
– ¿Qué le has hecho? -Preguntó Silvanus-. ¿Qué significa esto?
– Me dijiste que debía rellenarla. Y así lo hice.
– ¿Conque?
– Con dolor.
Silvanus cayó de hinojos al lado del lecho y de aquella cosa que no paraba de gritar, y que no se parecía en nada a su hija.
– Matadla.
– ¿Qué has dicho? -preguntó Randwulf.
– ¡Matadla, matadla! ¡Oh, dioses, matadla! -exclamó Silvanus de nuevo.
Randwulf se puso en pie, con las manos colgando a ambos lados. Tuvo que gritar para hacerse oír por encima de los chillidos de Averil.
– No.
Fredric abandonó la puerta, con la punta de la espada apuntando al suelo.
– Silvanus, no.
– Miradla. No es Averil. No es un ser humano. Matadla, por favor.
Fredric se acercó al lecho. Elaine miraba alternativamente a uno y a otro. No había actuado con mala intención. No había sabido hacerlo mejor.
– Lo siento, lo siento.
Los hombres no le prestaban atención. Para ellos, aquella estancia sólo contenía a su familia, y Elaine no formaba parte de ella.
– Fredric… -Silvanus alargó el brazo y asió la mano del enorme guerrero, que utilizó para mantener el equilibrio al incorporarse-. Lo haremos juntos -dijo, mientras apretaba aún más la muñeca del guerrero.
Elaine vio cómo los dedos palidecían por la presión.
Fredric alzó la espada; Silvanus le aferraba un brazo y en el otro sintió el roce liviano de Randwulf. El rostro del joven estaba surcado de lágrimas. Pero Fredric y Silvanus no derramaron ninguna.
Elaine se apartó de ellos, arrastrándose por el suelo. Se acurrucó en un rincón, impotente. Su ayuda había resultado peor que si se hubiera abstenido de intentarlo.
La espada descendió veloz, directa al corazón, y clavó el frágil cuerpo contra la cama. El cadáver quedó inmóvil, pero de la herida manaba la sangre a borbotones, como de una fuente de caño grueso. Aquella sangre procedía del corazón, y era oscura y espesa. Si Elaine hubiera podido dar auténtica vida a aquel cuerpo, Averil habría vuelto.
Los tres hombres se encontraban al lado del cuerpo. Habían soltado la empuñadura de la espada que había quedado en posición vertical, como un signo de exclamación, una estaca plateada atravesando el corazón de Averil.
Silvanus fue el primero en alejarse de ella, para dirigirse al gentío que seguía esperando en la puerta.
– Os daré su cuerpo en un par de minutos. Necesitamos un poco de intimidad.
El alguacil personalmente cerró la puerta, sin decir una palabra.
Silvanus bajó la vista hacia Elaine, que seguía acurrucada en el suelo, indecisa, sin saber qué hacer o adonde ir. Salir corriendo le parecía un acto de cobardía. Pero al mirarlo a los ojos deseó haberlo hecho.
– Bien, Elaine Clairn, ahora echaremos un vistazo a tus otras sanaciones, para comprobar si hay diferencias entre las tuyas y las mías.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó ella.
– Fredric, enséñame las heridas que Elaine te curó en los brazos.
Fredric se desabrochó los botones se remangó sin decir nada. Todavía estaba impresionado, y en su cara se veía una expresión de perplejidad.
– Me lo temía -dijo Silvanus.
Elaine se puso en pie lentamente.
Fredric ya no parecía atónito. Las facciones de su rostro reflejaban ahora un terror en ciernes. Elaine examinó el trozo de piel que había quedado al descubierto. No había ni rastro de las heridas, la piel era suave al tacto, pero su aspecto no era el esperado. Una especie de grandes escamas de color verde estaban creciendo sobre la carne.
Elaine alargó la mano para tocarlas. Nadie la detuvo. Las escamas eran muy lisas, casi afiladas en sus extremos, y cubrían toda la zona que ella había curado.
Randwulf se desabrochó rápidamente sus propias mangas. La piel parecía suave y perfecta. Profirió un suspiro de alivio que resonó en medio del silencio.
– Déjame ver el cuello -dijo Silvanus.
Randwulf lo miró con los ojos muy abiertos, pero en seguida se volvió, con las manos muy rígidas a ambos costados, como si quisiera tocarse el cuello pero no se atreviera.
Silvanus apartó el pelo, retiró el cuello de sus vestiduras y ahogó una exclamación. Algo estaba creciendo en la parte superior de su columna vertebral. Era exactamente igual que una figura humana, perfecta en todos sus detalles, pero su tamaño era diminuto, hasta el punto de que habría cabido en la palma de Elaine. Mientras la observaban, la figura abrió los ojos de la medida de un alfiler, y los miró.
Elaine gritó y retrocedió.
– ¿Qué pasa?-preguntó Randwulf, aterrado.
– Una excrescencia -dijo Silvanus.
Nadie se atrevió a corregirlo. Nadie quería decirlo en voz alta.
Silvanus bajó la vista hacia el muñón del brazo. Intentó desatarse el cordón con el que ataba la manga.
– Ayudadme -solicitó.
Fredric la cortó con su daga. Por debajo del codo había crecido un brazo. Parecía sano, y la piel era dorada, pero acababa en una protuberancia negra y viscosa como un gusano. La parte posterior era blanca como la panza de un pez y presentaba enormes ventosas.
– ¿Qué tengo en la nuca? -Preguntó Randwulf-. Decídmelo, por favor.
Se oyó un débil gemido. Un grito tenue y muy agudo. Randwulf se volvió hacia ambos lados, intentando ver qué era lo que tenía detrás. La criatura en miniatura había abierto la boca y estaba gritando.
Randwulf intentó asirla, arrancársela. Un brazo diminuto cayó al suelo, y del desgarro manó un hilillo de sangre. El brazo todavía dio unos cuantos coletazos. Randwulf lo miraba fijamente, boquiabierto, gritando en silencio.
– Córtalo. -La voz de Silvanus los devolvió a la realidad, desde el borde de la locura más absoluta-. Córtame esa cosa -instó a Fredric, señalando la anomalía de su brazo.
El paladín asestó una cuchillada al tentáculo. La sangre salió a borbotones, pero era espesa y de color verde, en absoluto humana.
Randwulf se desplomó en el suelo sobre la sangre, intentando arrancarse la criatura que le crecía en el cuello. El tentáculo dio un coletazo y golpeó a Fredric.
Elaine no pudo soportar más. Abrió la puerta de forma brusca y salió disparada hacia el pasillo ahora vacío. El alguacil esperaba al pie de la escalera. Miró a Elaine y preguntó:
– ¿Están preparados?
Elaine lo apartó de un empujón y se precipitó hacia la puerta. De pronto la asaltó un pensamiento: ¡Jonathan tenía razón! ¡Jonathan tenía razón! Estaba corrompida por la magia. O tal vez era incluso peor.
Salió corriendo a la calle, sintió el frío invernal y lo agradeció. No sabía adonde ir, sólo sabía que debía huir. Huir de aquella habitación y de las sanaciones que había hecho. Del recuerdo de la sensación de bienestar que había sentido al sanar. Incluso resucitar a Averil como una obra resultante de su dolor la había hecho sentir bien. Y una pequeña parte de ella había sentido el impulso de tocar a la pequeña criatura, acariciarla, disfrutar de ella. Lo mismo había sentido respecto al miembro que había crecido en el brazo de Silvanus. Se obligó a sentirse horrorizada, pero en realidad se sentía atraída por todo aquello. Una parte de su ser habría disfrutado de sus creaciones si se lo hubiera permitido.
Más que ninguna otra cosa, ésa fue la razón de que se lanzara corriendo a la calle: el hecho de que una parte de sí misma quisiera regresar a aquella habitación para jugar con las obras fruto de su creación.