Capítulo 3

Blaine, envuelto en una cobija, se dejó caer en una silla, en cuyo respaldo habían colocado una almohada. Unas tiras de tela asomaban por la manga desgarrada de su brazo izquierdo, y su pierna, en la que había sufrido la peor herida, descansaba sobre una pequeña banqueta bordada. Konrad había cosido las demás heridas utilizando para ello un ungüento a base de hierbas, y vendajes para protegerlas. Hasta el corte más diminuto podía infectarse y costarle al herido el brazo. Blaine confiaba en los apositos de campo de batalla de Konrad mucho más que en los de la mayoría de los médicos. Teresa había intentado convencer a Blaine de que se tumbara en su propia cama, pero éste se había negado. Quería estar allí cuando Elaine despertara.

Elaine siempre quedaba débil después de tener una visión, pero nunca antes se había percatado Blaine del grado de debilidad. Le había tocado la piel, más fría que la nieve, fría como la muerte. Únicamente el ritmo constante de su respiración le había confirmado a Blaine que seguía viva. A pesar de que la sangre había manado de las heridas de su brazo y de la pierna desgarrada por las ramas del árbol, en este último caso a borbotones, y aunque no podía caminar sin ayuda, era Elaine quien había estado a punto de morir.

Miró hacia el lugar donde se encontraba su hermana, con la cabellera rubia esparcida sobre la almohada. Mirar la cara de Elaine era como mirarse en un espejo. Los huesos eran ligeramente más delicados, los ojos también azules tenían un tono turquesa, pero los dos gemelos eran como dos caras de una misma moneda. Sus padres habían muerto asesinados cuando ellos sólo contaban ocho años; desde entonces, se habían tenido únicamente el uno al otro. Habían sobrevivido durante dos años antes de que Jonathan se hiciera cargo de ellos; dos años en los que sólo habían podido contar el uno con el otro. A pesar de que estaban sumamente agradecidas a Teresa y Jonathan, cada uno de ellos era para el otro su única familia.

Se dejó caer aún más en la silla. Sus ojos azules se agitaron aun estando cerrados. Luego los abrió. Hizo un esfuerzo por sentarse más erguido en la silla, pero una aguda punzada de dolor le recorrió toda la pierna.

El aviso de Elaine había llegado a tiempo. Thordin y Blaine habían corrido a refugiarse, pero el desconocido que los acompañaba no había comprendido el grito de Blaine. Era un aldeano de Cortton que había emprendido el viaje para solicitar ayuda a Jonathan. Y ellos habían actuado como sus escoltas, como su guardia personal. Cuando el árbol atacó al hombre, intentaron ayudarlo. Pero el árbol parecía invulnerable; ¿cuál era el punto débil de un árbol? No tenía corazón, ni cabeza… Habían hecho todo lo que habían podido, pero el hombre estaba muerto. Había gritado durante un buen rato antes de morir.

Se oyó un débil sonido procedente del lecho, un gemido suave, más que una palabra. Blaine se enderezó.

– ¿Elaine?

La muchacha se agitó debajo del montón de mantas, moviendo la cabeza sobre la almohada.

Blaine alargó un brazo hasta rozarle la mejilla.

– Elaine, abre los ojos por favor.

Ésta así lo hizo. Una sonrisa amable asomó a sus labios. La sonrisa más hermosa que Blaine había visto nunca.

– Blaine, estás vivo. -Su voz era suave, casi ronca, como si le doliera la garganta.

– ¿Cómo te encuentras? -preguntó él.

Los ojos azul turquesa parpadearon, devolviéndole la mirada.

– Estoy bien.

Blaine sonrió.

– No te creo.

Elaine desvió la vista hacia el brazo vendado.

– Estás herido. -

– Konrad ha vuelto a poner todo en su sitio. Ahora me preocupas tú.

– ¿Por qué? -preguntó con extrañeza.

Blaine le acarició el pelo peinando sus cabellos hacia atrás desde la frente, y se sintió aliviado ante la calidez de su piel.

– Hemos mandado buscar a un mago.

Elaine frunció el ceño.

– Has estado a punto de morir, Elaine. Estabas fría como el hielo. Te trajimos a casa y te envolvimos en mantas con ladrillos al rojo, bolsas de agua caliente, todo lo que se nos ocurrió. Pero seguías helada. -Respondió a la pregunta que se leía en sus ojos-. No sabemos qué te sucedió. Teresa mandó buscar a un mago. Incluso Jonathan se mostró partidario de ello.

– ¿Accedió a que un mago entrara en la casa? -Su voz denotaba cierto asombro.

– Todos temíamos por tu vida.

– Pero Jonathan no permite que ningún mago entre en la casa. Casi nos echó cuando supo que tenía visiones.

– Las visiones no son lo mismo que la verdadera magia.

Elaine sonrió.

– Me acuerdo de las discusiones.

En la casa se habían formado dos bandos. Ninguno quería realmente tener a un mago en la casa, pero nadie quería tampoco echar a los dos niños. Únicamente cuando Teresa se unió a aquellos que deseaban que los niños se quedaran, Jonathan había transigido.

Jonathan Ambrose era exterminador de magos. Era su trabajo, formaba parte de su ser. Había sido un antimago radical. Tras aceptar a Elaine y sus visiones en la casa, se había vuelto más comprensivo, y lo pensaba dos veces antes de condenar como brujería todo aquello que fuera sobrenatural. Aceptó que Elaine podía tener extraños poderes que no fueran malignos.

Jonathan solía decir que Elaine le había abierto la mente, y que le estaría eternamente agradecido por ello. Sin que nadie lo expresara en voz alta, los gemelos sabían que lo querían.

– ¿Está aquí el mago? -preguntó Elaine.

– No lo sé. He estado aquí todo el tiempo, desde que te metieron en la cama.

– Estás herido. Necesitas descansar de verdad, y no precisamente en una silla.

Blaine hizo una mueca.

– Del mismo modo que tú necesitabas descansar en una cama caliente después de tu visión, en lugar de salir afuera con este frío invernal.

Elaine se sonrojó.

– Tenía que ir.

– Y yo tenía que estar aquí cuando despertaras.

Elaine alargó un brazo hacia él. Se apretaron las manos en silencio. Sobraban las palabras.

Llamaron a la puerta. Konrad abrió sin esperar respuesta.

– Ha llegado el mago. ¿Se encuentra Elaine en condiciones de bajar la escalera si la ayudamos?

– ¿Por qué? ¿Es que el mago no puede subir? -preguntó Blaine.

– Jonathan no permitirá que el mago vaya más allá de la cocina. Dice que ya es bastante que lo haya dejado entrar por la puerta de atrás.

– ¿Estás bien como para bajar la escalera, Elaine? -inquirió Blaine.

– Creo que sí. -Se sentó con cuidado, apoyando los brazos estirados en la cama.

Blaine la asió por el brazo.

– ¿Estás temblando?

– No tengo frío, pero me siento débil. No estoy segura de poder bajar.

– Yo te ayudaré.

– Con mucha suerte podrías bajar tú solo la escalera -intervino Konrad, quien entró en la habitación-. Yo cargaré con Elaine.

Blaine abrió la boca para oponerse, pero se dio cuenta de que Konrad tenía razón. Tal vez sería capaz de bajar renqueando, pero en ningún caso podría cargar con el peso de otra persona.

Konrad ya estaba inclinado sobre la cama.

– Necesito una bata -dijo Elaine.

Konrad se irguió de golpe.

– Por supuesto. A veces se me olvida que ya no eres una niña. -Giró sobre sí mismo para echar un vistazo en la habitación, como si esperase que la bata apareciera por arte de magia. Después se volvió hacia Elaine-. No veo ninguna.

– Está en el armario.

Konrad se dirigió hacia el enorme armario de madera de roble que ocupaba la pared del fondo y abrió las puertas talladas. En los distintos estantes aparecía cuidadosamente doblada la ropa de Elaine; varios vestidos y una bata azul colgaban de las perchas al lado de los estantes. Konrad sacó la bata y se la acercó a Elaine.

– Date la vuelta, por favor.

– Blaine sólo tiene un brazo disponible. ¿Realmente crees que puede levantarte para ayudarte a vestirte?

– Me vestiré yo sola -replicó ella.

Konrad profirió un leve bufido.

– Estás demasiado débil.

Elaine apretó la bata entre sus brazos.

– Date la vuelta. -Era una orden.

Konrad suspiró, pero finalmente se volvió, con los brazos cruzados sobre el pecho. Su pose con la espalda exageradamente erguida daba a entender que consideraba todo aquello una tontería.

Elaine se incorporó con ayuda de los brazos, los codos rígidos. El esfuerzo la hizo temblar. Los labios se convirtieron en una fina línea, mientras aguantaba la respiración. El camisón blanco que llevaba le cubría más el cuerpo que algunos de los vestidos que Elaine había lucido ante Blaine, pero no se trataba de eso. Este no podía entender que un grueso camisón fuera más íntimo que un vestido escotado; pero así era para la mayoría de las mujeres. O como mínimo para Elaine. Blaine sabía que era mejor no discutir.

Le tendió la bata de forma que un brazo quedaba parcialmente disponible para ella. Elaine apoyó la espalda contra la cabecera de la cama, que utilizó para mantenerse en pie. Presionó una mano contra la manga, y Blaine se alzó todo lo que pudo para ayudarla a introducir el brazo hasta el hombro. Pero una punzada de dolor le recorrió la pierna, por lo que volvió a dejarse caer en la silla, jadeando.

– Si me dejarais ayudaros, ya podríamos estar bajando la escalera -dijo Konrad.

– No -repuso Elaine con la respiración entrecortada.

– El pudor es una virtud, Elaine, pero esto es ridículo. Déjame darme la vuelta.

– ¡No!

Por primera vez, Blaine se dio cuenta de que Elaine no era tan recatada ante ningún otro hombre de la casa, incluidos los sirvientes. Blaine demostraba a veces ser un poco lento en esas cuestiones, pero cuando le asaltaba una idea, era muy difícil que la abandonara. A Elaine le gustaba Konrad.

Blaine miró alternativamente la rígida espalda de Konrad y a Elaine, que seguía luchando por entrar en la bata. Konrad era viudo, y podía perfectamente volver a casarse. Supuso que debía de ser atractivo, aunque él nunca lo había visto con esos ojos. A buen seguro, nunca se lo había imaginado como un futuro marido para su hermana. Pero tampoco había considerado a ningún hombre como tal.

Elaine se recostó jadeando en las almohadas, con la bata azul muy apretada sobre su pecho. Los ojos azul turquesa destacaban febriles en contraste con la piel pálida; con su melena ligeramente ondulada esparcida sobre el rostro como una cortina dorada, parecía casi etérea. Como una descarga eléctrica que le recorriera todo el cuerpo hasta la punta de los dedos de los pies, Blaine se dio cuenta de que su hermana era hermosa. Quedó fuertemente impresionado, casi asustado. ¿Cómo no se había dado cuenta antes?

La cuestión ahora era: ¿también Konrad se habría dado cuenta? Nada le había hecho pensar que el alto guerrero hubiera mirado a Elaine con esos ojos. Claro estaba que hasta ese día él tampoco había visto a su hermana de ese modo.

– ¿Puedo darme la vuelta ya? -La voz de Konrad estaba cargada de desdén, pero Elaine parecía demasiado cansada para darse cuenta.

– Sí-dijo.

Konrad se volvió. Su atractivo rostro moreno tenía el ceño fruncido. Como si lo estuviera esperando, Blaine se percató de la crispación en los ojos de Elaine, disgustada por el hecho de que Konrad le pusiera mala cara. ¡Caray! El hecho de que la opinión de Konrad le importara tanto empezaba a preocuparlo. Era una tontería, pero estaba celoso. En el momento en que lo advirtió,

Blaine intentó apartar de sí los celos. Si el adusto Konrad podía hacer feliz a su hermana, ¿quién era él para impedirlo? Por supuesto, sería distinto si Konrad llegaba a herirla. Al fin y al cabo, ¿acaso no era el deber de un hermano proteger a su hermana?

Konrad retiró las mantas. Elaine se colocó correctamente la bata ya cerrada sobre el camisón. Sin que se lo pidiera, Konrad recogió las zapatillas del suelo y las deslizó en sus pies descalzos, en un gesto sorprendentemente íntimo.

Ató el cinturón de la bata con un movimiento brusco, como, si todavía fuera una niña.

Las mejillas de Elaine ardían por el rubor. Ésta se cuidó mucho de mirar directamente a la cara a Konrad; no hubiera podido soportar encontrarse con sus ojos.

Él la alzó en brazos como si no pesara nada. Elaine pasó los suyos alrededor de su cuello, el rostro apretado contra uno de sus hombros. Tenía un aspecto adorable en brazos de Konrad, pálida y enferma como estaba; demasiado cómoda para el gusto de Blaine.

– ¿Podrás bajar tú solo la escalera, Blaine? De lo contrario, puedo volver a subir y ayudarte a bajar.

Blaine negó con la cabeza.

– Creo que podré hacerlo. -Bajaría la escalera él solo, o con la ayuda de otro. En ese preciso momento hubiera aceptado la ayuda de cualquiera de los habitantes de la casa excepto la de Konrad Burn.

Konrad empujó la puerta suavemente y salió con Elaine en brazos. No volvió la vista atrás, ni insistió en ofrecer ayuda a Blaine. Éste había dicho que no. Nunca se le hubiera ocurrido pensar que no había sido sincero.

Blaine se levantó de la silla haciendo palanca con el brazo, con un solo pie, mientras se apoyaba en el pesado marco. Cada vez que movía la pierna herida sentía una punzada aguda de dolor. En el brazo el dolor era persistente y abrumador. Apoyada contra la pared había una muleta con una tela dispuesta en su parte superior. La asió y se la puso bajo el brazo. Había sido especialmente confeccionada para él, de acuerdo con su altura. Enfrentarse contra un monstruo solía ser duro para un simple cuerpo. Y, como Teresa solía decir, todos ellos eran personas sanas sólo temporalmente.

Blaine salió renqueando por la puerta. Konrad y Elaine ya habían bajado la escalera. Se balanceó un momento en el corredor vacío, con la esperanza de que el dolor disminuyera un poco. Ya era bastante doloroso estar de pie con la pierna colgando, pero mucho más lo era moverse.

De pie, intentando recuperar el aliento, se preparó para bajar brincando. Había sido un gesto pueril rechazar la ayuda de Konrad. Ahora pagaría por ello con dolor. Pero se trataba de su propio dolor, del privilegio de no aceptar la ayuda del hombre que hacía que se crispase el rostro de su hermana. No creía que Konrad fuera consciente siquiera de los sentimientos de Elaine. Blaine no sabía si era mejor así. O peor. Probablemente daba lo mismo.

Intentó mantener el equilibrio al inicio de la escalera, con una mano firmemente apoyada en la barandilla. Tras una respiración profunda, dio el primer paso. El dolor subió por la pierna como una llamarada de fuego. Para cuando llegara al final de la escalera, tendría náuseas, y se sentiría casi tan mal y tan débil como Elaine. ¿Era ése el precio que debía pagar por su orgullo?

Blaine saltó hasta el siguiente escalón, apretando los dientes para no gritar de dolor. Pero volvería a hacer lo mismo. En su corazón empezaba a anidar lentamente una cólera absurda contra aquel Konrad Burn.

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