21

Elijah Monroe Farley salió para la India en octubre de 1893, empezó a leer Ava, dos años después de su marcha de los laboratorios de investigación de la Universidad Johns Hopkins de Baltimore. Varios amigos y conocidos viajaron a Nueva York para despedirle, entre ellos su mentor, el venerable especialista en malaria W. S. Thayer y los otros dos componentes de su antiguo equipo, W. G. MacCallum y Eugene L. Opie. En el verano de 1894, el joven reverendo Farley estaba establecido en una pequeña clínica de beneficencia del remoto municipio de Barich, al pie de los montes orientales del Himalaya. La clínica estaba dirigida por la Misión Ecuménica Americana y su personal era el único con formación médica del distrito.

Con veintiséis años, Farley era un hombre alto y desgarbado, pelirrojo y de ojos verde oscuro. De carácter austero y contemplativo, se adaptó fácilmente a los rigores de su nueva vocación. Si llegó a añorar su antigua profesión de científico, no lo dejó traslucir: todo su tiempo lo consumía la clínica.

Ya llevaba cinco meses en la clínica cuando recibió la primera carta. Era de su antiguo amigo y colega de Baltimore Eugene Opie. En su mayor parte, se componía de trivialidades sobre el tiempo y las circunstancias maritales y profesionales de conocidos comunes. Pero Opie también se refería, aunque sólo de pasada, a un proyecto de investigación que MacCallum y él habían emprendido recientemente. Escribiendo en la descuidada taquigrafía de un atareado investigador, Opie no perdió tiempo en exponer las implicaciones teóricas de su trabajo. Pero Farley comprendió inmediatamente que Opie y MacCallum se basaban en los descubrimientos del francés Alphonse Laveran.

Aquellas noticias inesperadas sumieron a Farley en un estado de perplejidad. De estudiante no había prestado mucha atención al trabajo de Laveran, dando por descontado que estaba generalmente desacreditado. En eso había seguido la opinión nada menos que de William Osler, el padre espiritual de la Johns Hopkins, que había declarado públicamente sus dudas sobre el «laveranismo». Farley se había marchado a la India con el pleno convencimiento de que la teoría de Laveran estaba destinada al vasto cementerio de las hipótesis desprestigiadas: su asombro ante la noticia de su exhumación no pudo ser mayor.

Una vez despertados, los recelos sobre la vuelta a la vida del laveranismo fueron insinuándose poco a poco en la mente del joven misionero, creando duda e incredulidad donde antes reinaba la certidumbre. A medida que pasaban los días, esas dudas empezaron a corroerle de forma sutil e inesperada, evocándole de nuevo la vida a la que había renunciado, suscitándole una abrumadora nostalgia por los casi olvidados hábitos y costumbres del laboratorio. Empezó a lamentar amargamente el impulso que le había llevado a dejarse el microscopio en el hogar familiar de Nueva Inglaterra, pues si se lo hubiera traído habría sido muy fácil instalar allí mismo un laboratorio improvisado.

Entonces, por azar más que por empeño, entre las páginas de un libro de rezos descubrió la tarjeta de un doctor inglés, un tal coronel Lawrie, del Cuerpo Médico de la India. Farley había conocido a Lawrie en una de sus ocasionales visitas a la sede central de la Misión en Calcuta. Durante su breve encuentro, el coronel médico le había informado de que iba camino de Hyderabad, para tomar posesión de una cátedra en la Facultad de Medicina que acababa de fundar el príncipe de aquel estado, el nizam. Afortunadamente había anotado su nueva dirección en el dorso de la tarjeta, y no perdió tiempo en enviarle una carta en la que le preguntaba por el presente estado de opinión sobre las teorías de Laveran.

No tuvo que esperar mucho: para su gran alivio, el coronel Lawrie le contestó al cabo de un mes. Pero la carta, cuando la leyó, sólo incrementó su confusión: al parecer, el coronel seguía manteniendo la creencia de que el laveranismo carecía de fundamento.

Pese a los esfuerzos de algunos acólitos, escribía el coronel, seguía siendo cierto, hasta donde llegaba el dictamen de la razón, que las conjeturas de Laveran carecían enteramente de fundamento empírico. Él mismo había sido testigo recientemente de un espectáculo que le había dado prueba convincente de ello, de un modo que habría resultado cómico si no hubiera ridiculizado tan manifiestamente a su protagonista.

Acababan de destinar a un doctor del ejército llamado Ronald Ross, joven presuntuoso y testarudo, al hospital militar de Begumpett, no lejos de Hyderabad. Dado que tenía más tiempo libre de lo aconsejable, Ross se había empeñado en realizar una investigación sobre la malaria, enfermedad de la que no tenía conocimiento práctico alguno. En el club de Secunderabad se le había oído, no una sino varias veces, ufanarse de su familiaridad con la quimera de Laveran. Tampoco había vacilado en aceptar una invitación para demostrar la existencia de tal engendro ante el claustro de la Facultad de Medicina del nizam. A tal fin, había llegado a cargar a un pobre y tembloroso infortunado en un carro de bueyes para llevarlo traqueteando a la Facultad, a quince kilómetros de distancia. Pero naturalmente, cuando llegó el momento, con todo el mundo reunido en el paraninfo, no se encontró absolutamente nada en la sangre del pobre hombre: ni rastro de la fantástica criatura de Laveran. Cuando le pidieron explicaciones, salió con una balbuceante historia sobre que la criatura se había retirado temporalmente: como si el parásito fuese uno de esos indolentes tipos mediterráneos que necesitan su siesta de todos los días.

En lo que al coronel médico Lawrie concernía, ese contratiempo dejaba zanjado el asunto de una vez para siempre. No obstante, añadía el coronel, entendía perfectamente que alguien quisiera convencerse por sí mismo. Uno de sus colegas del Cuerpo Médico, D. D. Cunningham, miembro de la Royal Society, persona muy sensata y científico de cierto renombre, estaba a cargo de un laboratorio en Calcuta. Aunque nada comparables con los principales laboratorios de Europa, las instalaciones de Cunningham eran sin duda las mejores de la India y, posiblemente, de todo el continente asiático. La teoría de Laveran no convencía a Cunningham más que a sus colegas, pero, como era un hombre justo, de buena gana prestaba sus instalaciones para una buena causa. Si el reverendo doctor así lo deseaba, el coronel médico Lawrie tendría mucho gusto en escribirle una carta de presentación para Cunningham, etc., etc.

Farley contestó inmediatamente a Lawrie, aceptando su ofrecimiento, y pronto acordaron que visitaría el laboratorio de Cunningham en su próximo viaje a la sede central de la Misión en Calcuta.

Farley abordó el tren en un estado de excitación febril. Su entusiasmo no había mermado en absoluto cuando, tres días después, se apeó en la estación de Sealdah de Calcuta.

A las cinco de la tarde siguiente, puntualmente, Farley se presentó a tomar el té en la pensión del doctor Cunningham. Éste era un hombre robusto, de tez rubicunda. Saludó a Farley con aparatosa afabilidad y le pidió algunos detalles sobre la salud y el bienestar de W. S. Thayer, su antiguo mentor, cuyo trabajo conocía y evidentemente admiraba.

Conversaron durante un rato sobre temas generales y Farley comprendió enseguida que, cualesquiera que fuesen sus logros anteriores, Cunningham había perdido desde hacía mucho todo interés por la investigación. No se sorprendió particularmente cuando Cunningham le comunicó que tenía intención de jubilarse dentro de unos tres años y que, pensando en su futuro tiempo libre, estaba explorando la posibilidad de abrir una consulta privada en Calcuta.

Cuando finalmente la conversación pasó al tema que les ocupaba, al joven misionero le esperaba una decepción. Cunningham le informó de que, debido a circunstancias imprevistas, dentro de un par de días tenía que marcharse de Calcuta: le había llamado un hacendado amigo suyo que había caído repentinamente enfermo.

-Pero no ponga esa cara tan afligida, muchacho -vociferó Cunningham, palmeándole en la espalda-. Mañana podrá usted mirar todas las platinas que quiera. Créame, no tardará mucho en desechar todo ese asunto de Laveran.

Al día siguiente, sus obligaciones retuvieron a Farley en la Misión hasta bien entrada la tarde. En consecuencia, no llegó al Hospital General de la Presidencia hasta pasadas las cuatro, cuando el sol declinaba sobre la gran extensión del Maidan. Si las circunstancias hubiesen sido distintas, quizá se hubiese visto tentado de pasar unos minutos admirando la contenida elegancia de los edificios de ladrillo rojo del hospital, el cuidado césped y los umbrosos senderos circundantes. Pero, resuelto a aprovechar bien el tiempo de que disponía, Farley, preguntando a un ordenanza, averiguó rápidamente la dirección del laboratorio del doctor Cunningham y se dirigió hacia él a paso vivo.

El laboratorio se encontraba al final de los terrenos espaciosos y densamente arbolados del hospital. Estaba separado del complejo principal por un alto bosquecillo de bambúes, y Farley, al atisbar el edificio por primera vez, se llevó una sorpresa.

No se parecía a ningún laboratorio que hubiese visto nunca: desde luego, nada podía ser más distinto de las sepulcrales y deprimentes cámaras que servían para albergar los laboratorios de la mayoría de las universidades de América y Europa. Era un bungalow normal, de los que había en todas las instalaciones militares británicas de cualquier parte.

Parado en la sombra del bosquecillo, con los bambúes meciéndose a su alrededor, Farley tuvo una insólita sensación de malestar. Echando una mirada por encima del hombro, no vio a nadie a su alrededor, ni en el bosquecillo ni en el bungalow. Sin embargo tenía una vívida impresión de que su presencia no había pasado inadvertida. Al cabo de unos momentos, a modo de confirmación, la puerta del bungalow se abrió de pronto y la rubicunda figura del doctor Cunningham salió al porche.

-Ah, ya está aquí, Farley -gritó-. Me han dicho que había llegado. Bueno, hombre, no se quede ahí parado; entre. Arreglemos este asunto de una vez por todas.

Tranquilizándose, Farley subió los escalones del porche y estrechó la ancha y carnosa mano de Cunningham. Tras un rápido intercambio de saludos, el doctor le puso una mano en el hombro y le condujo hacia la puerta abierta del laboratorio. Farley pasó, sólo para detenerse en seco al descubrir que estaba siendo minuciosamente observado por una mujer vestida con un sari y por un joven que llevaba una bata blanca y un pyjama.

La mujer le escrutaba con un aire inquisitivo tan penetrante que no era capaz de apartar la mirada de ella. Vestida con un sari de algodón barato y colores vivos, no era ni joven ni vieja, quizá rozaba la cuarentena. Cuando terminó su examen, se sentó en el suelo con las rodillas levantadas.

Cunningham debió de notar el desconcierto de Farley, porque dijo:

-No le preste la menor atención; le encanta mirar a la gente.

-¿Quién es? -preguntó Farley en voz baja.

-Bueno, sólo es la mujer de la limpieza -dijo Cunningham con indiferencia.

Sólo entonces observó Farley que tenía en la mano una jahru.

-Es una especie de arpía -continuó Cunningham-, está aquí desde siempre. Ya sabe cómo son: les gusta echar una mirada a las visitas. No se deje intimidar; es inofensiva.

Farley vio que la mujer miraba al joven, que estaba de pie a su lado, y tuvo la clara sensación de que habían intercambiado una sonrisa y una inclinación de cabeza, casi un imperceptible gesto de despedida. Entonces la mujer se puso en pie, le dio la espalda y se dirigió al fondo de la sala, como dando a entender que se había agotado su interés por él.

Farley sintió que la sangre le añoraba a las mejillas.

-No le haga caso -insistió Cunningham, guiñando un ojo-. Está un poco tocada…, ya sabe.

Hizo un gesto al joven para que se presentara.

-Y este chhokra -dijo con una ruidosa carcajada satírica- es un criado a quien he enseñado a ayudarme con las platinas. Supongo que podría llamársele mi ayudante.

Conduciéndole entre las mesas del laboratorio, Cunningham señaló un microscopio.

-Puede trabajar aquí -dijo a Farley-. Mi criado le traerá las platinas. -Al marcharse se permitió soltar una carcajada-. Espero que encuentre lo que anda buscando.

Farley se sentó frente al microscopio, y durante la hora y media siguiente el ayudante le llevó varias docenas de platinas para que las mirase. Como se trataba de un empleado doméstico, a Farley no le sorprendió que Cunningham no se hubiera molestado en decirle su nombre. Pero ahora, al verle trabajar, le impresionó la habilidad del joven: dadas las circunstancias, su eficiencia le pareció bastante notable.

Pero las platinas que le presentó a Farley no encerraban sorpresas. Tenían manchas secas, de un tipo que le resultaba familiar, con las negras células pigmentadas de sangre palúdica muy evidentes. Cuando estudiaba en Baltimore había visto docenas como aquéllas. Del parásito de Laveran no vio rastro alguno. En realidad pronto habría abandonado el esfuerzo si no hubiera sido por un pequeño y extraño incidente.

Después de mirar por el microscopio durante una hora más o menos, Farley tuvo sed y pidió agua. El joven ordenanza fue en el acto a buscarle un vaso y se lo puso delante. Farley bebió la mitad y, con idea de dejar el resto para más tarde, lo colocó al alcance de la mano, justo detrás del microscopio.

Unos minutos después, apartando la vista del microscopio, descubrió que, reflejada en la superficie convexa del vaso de cristal, podía ver toda la sala. No pensó más en ello, pero cuando levantó la vista de nuevo sus ojos se detuvieron en la escena que se desarrollaba a su espalda.

El ayudante, que había ido a buscar una bandeja de platinas, estaba cuchicheando con la mujer del sari. Farley comprendió enseguida que hablaban de él: el distorsionado reflejo de sus rostros les daba un carácter grotesco e intimidante mientras asentían con la cabeza y señalaban al otro lado de la estancia. Farley se apresuró a bajar la cabeza al microscopio sin dejar de observar el vaso con el rabillo del ojo.

Lo que vio a continuación fue aún más sorprendente que lo que había visto antes. Cuando la conversación en voz baja terminó, no fue el joven ayudante sino la mujer quien se dirigió a la estantería con cajones de la pared; fue ella quien seleccionó las platinas que iban a presentarle para que las examinara. Fijándose con cuidado, Farley la vio escoger las platinas con una celeridad que indicaba que no sólo conocía a fondo las platinas, sino que sabía exactamente lo que contenían. Farley apenas podía contenerse. La cabeza le rebosaba de preguntas: ¿cómo había adquirido tales conocimientos una mujer, analfabeta por añadidura? ¿Y cómo había logrado mantenerlo en secreto ante Cunnningham? ¿Y cómo era que, evidentemente sin formación alguna e ignorante de los principios en que se basaba ese conocimiento, había llegado a asumir tal autoridad sobre el ayudante? Cuanto más reflexionaba en ello, más convencido estaba de que aquella mujer le ocultaba algo; de que si lo hubiera querido le habría enseñado lo que iba buscando, el parásito de Laveran; y de que había decidido negárselo porque, debido a algún insospechable motivo, le había considerado indigno de ello.

Farley se habría marchado con mucho gusto de aquel sitio, de aquel supuesto laboratorio, cuyos instrumentos demasiado familiares parecían destinados a propósitos tan perversos como inescrutables. Pero sabía que si se marchaba entonces la incertidumbre y la duda le atormentarían para siempre. No tenía más remedio que proseguir su investigación, adondequiera que condujese.

Y de esa manera Farley se obligó a permanecer donde estaba, con el ojo pegado al microscopio, mirando sin ver las absurdas platinas que el ayudante colocaba frente a él. Al cabo de media hora, dijo al joven:

-Hoy no he visto ni rastro del parásito, pero sé de buena fuente que existe en realidad. Así que hablaré con Cunningham-sahib y, con su permiso, volveré mañana para continuar mis investigaciones.

Ante esas palabras, un aire de absoluta consternación se abatió sobre las facciones hasta entonces sonrientes del ayudante. Farley le vio lanzar una mirada a la mujer sin nombre, que los observaba atentamente desde el fondo del laboratorio. Luego soltó una serie de balbuceantes protestas: no era necesario que volviera al día siguiente; no había nada que ver, era una pura pérdida de tiempo, y de todos modos Cunningham-sahib estaría ausente; sería mejor que volviera más tarde, otro día…, dentro de dos semanas, o de un mes, quizá entonces habría algo que ver…

La vehemencia de sus protestas era tal que confirmó las sospechas de Farley: el ayudante no podría haber manifestado mejor que él y su silenciosa compañera, que permanecía al fondo de la sala, estaban deseosos de librarse de su presencia; que su visita al día siguiente desbarataría alguna connivencia previamente concebida, un acontecimiento o acontecimientos que ya habían planeado contando con la ausencia de Cunningham.

Dándose cuenta de que ahora llevaba ventaja, Farley pasó delante del ayudante diciendo:

-A pesar de todo volveré mañana.

Tras lo cual fue a buscar a Cunningham.

El inglés estaba en la sala contigua, instalado en una chaise longue y dando soñadoras chupadas a una pipa de largo vástago. Cuando Farley le pidió permiso para continuar al día siguiente, soltó una bocanada de aromático humo y exclamó:

-¡Pues claro, muchacho, no faltaba más! Si está decidido a persistir en la búsqueda de ese fantasma de Laveran, vuelva las veces que quiera. Les diré que le esperen.

A punto de marcharse, Farley vaciló. Echó una rápida mirada alrededor, para asegurarse de que estaban solos, y luego, acercándose al asiento del inglés, se dejó caer de rodillas.

-¿Puedo hacerle una pregunta, señor? -musitó al oído de Cunningham-. ¿En qué circunstancias admitió a esa mujer en el laboratorio?

-¿A Mangala? -dijo Cunningham, señalando por encima del hombro con el vástago de la pipa.

-Sí, si es que se llama así.

-Si quiere saber cómo la encontré, la respuesta es: en el mismo sitio donde encontré al resto de mis criados y ordenanzas, en la nueva estación de ferrocarril; ¿cómo se llama? Ah, sí, Sealdah.

-¿En la estación de ferrocarril, señor? -jadeó el asombrado Farley.

-Exactamente -repuso Cunningham-. Ahí es donde hay que ir si se necesita a alguien dispuesto a trabajar: siempre lo he dicho, está llena de gente que busca trabajo y techo para dormir. Véalo usted mismo la próxima vez que pase por allí.

-Pero, señor -exclamó Farley-, contratar a gente sin preparación y analfabeta…

-¿Y quién mejor que uno mismo para preparar a los propios ordenanzas, muchacho? -replicó Cunningham-. En mi opinión, es con mucho preferible a estar rodeado de estudiantes a medio formar y excesivamente impacientes. Se ahorra uno la tarea de dar muchas lecciones inútiles e innecesarias.

-Así que fue usted quien enseñó a esa mujer… Mangala, ¿no?

-Fui yo, en efecto -dijo Cunningham, con los ojos nebulosamente perdidos en la distancia-. Y nunca había visto antes unas manos y unos ojos tan rápidos. Sin embargo… -añadió, dándose unos golpecitos con el dedo en la cabeza y ensombreciendo las facciones-, no está muy en sus cabales, ¿sabe? Tiene el cerebro tocado…, por la enfermedad, la mala vida o Dios sabe qué.

-¿Y el joven? -preguntó Farley-. ¿Qué me dice de él?

-No lleva mucho tiempo aquí -explicó Cunningham-. Lo trajo Mangala: dijo que era paisano suyo.

-¿Y de dónde son?

-De cerca de donde está usted. Creo que el sitio se llama Renupur; al venir habrá pasado por allí.

-Pues sí -dijo Farley-. De camino a Calcuta he pasado por Renupur.

Farley estaba a punto de preguntarle el nombre del ayudante cuando oyó un ruido a su espalda. Se incorporó y lo primero que vio fue a la mujer, Mangala. Le miraba ferozmente desde el otro extremo de la habitación, y tal era la furia de su expresión que un escalofrío le recorrió la columna vertebral. Al salir, observó que la mujer mantenía una consulta en voz baja con el ayudante.

Apenas había llegado al bosquecillo de bambúes que había delante del laboratorio cuando oyó pasos que corrían tras él. Momentos después le alcanzó el ayudante y en tono cortés, casi implorante, le preguntó cuándo pensaba llegar exactamente al día siguiente. Resuelto a mantener la ventaja de la sorpresa, Farley le dio una respuesta evasiva:

-Vendré cuando pase por el barrio. Mi visita no tiene por qué interrumpir su trabajo diario.

Con esas palabras volvió la espalda al cabizbajo ayudante y se alejó.

Sin ninguna razón concreta, Farley pasó gran parte de la noche rezando. Pero no pudo determinar la naturaleza de lo que le esperaba ni por qué lo temía. Y eso, el hecho de no reconocer aquello a lo que debía enfrentarse, se convirtió a su vez en su mayor miedo. Se quedó en su cuarto durante toda la mañana siguiente, sin probar bocado ni beber nada, y no salió hasta bien pasado el mediodía.

Así, una vez más, ya estaba cayendo la tarde cuando llegó al hospital. Pero, a diferencia de la víspera, aquel día el cielo estaba gris y encapotado, y un fuerte viento soplaba por el Maidan. Mientras se acercaba al laboratorio, Farley tenía la impresión de que los bambúes que lo separaban del hospital estaban vivos, presa de agitado movimiento. Y cuando entró en el bosquecillo vio que efectivamente había sombras delante de él, en el camino: tres siluetas, encapuchadas y envueltas en mantos, se dirigían despacio y a trompicones hacia el laboratorio. Farley se detuvo, invadido por malos presagios, y luego, serenándose, siguió adelante. Cuando sólo estaba a unos pasos de las siluetas, vio que el pequeño grupo lo componían un hombre vestido con un dhoti y una mujer con un sari. Entre ambos llevaban a otra persona, casi inerte. Se acercó audazmente, haciendo resonar la leontina para advertirles de su presencia. Se detuvieron y dieron media vuelta para encararse con él.

Farley dirigió inmediatamente la mirada a la silueta central. Era un hombre, tal vez joven, quizá maduro; imposible decirlo, pues bajo la capucha había un rostro desfigurado más allá de toda descripción, ojos desorbitados, mostrando sólo el blanco, la piel salpicada de manchas, llena de costras, los dientes en la boca abierta, babeante, remetidos hacia la garganta, como si hubieran recibido un puñetazo. Sólo lo vislumbró brevemente, pero su sentido del diagnóstico, afinado durante meses de práctica en Barich, le dijo al momento que aquel hombre se encontraba en la fase terminal de la demencia sifilítica.

Movido por la compasión, Farley extendió el brazo para ayudar al hombre paralizado por la enfermedad. Pero en cuanto le vieron, sus compañeros se dieron a la fuga, fundiéndose en la oscuridad. Farley se los quedó mirando y luego siguió el camino hacia el laboratorio.

Cuando estaba a unos metros del bungalow llegó a sus oídos un rumor inesperado: un cántico suave, ejecutado al unísono por varias voces. Aflojando el paso, escuchó con atención. Pronto comprendió que el sonido no procedía del laboratorio, sino de otra parte. Aguzando la mirada entre los árboles y los bambúes, Farley vio que un grupo de gente se había reunido en torno a una de las casetas, a poca distancia de allí. Estaban en cuclillas, formando un círculo alrededor de una fogata, cantando con el acompañamiento de platillos de bronce, como preparándose para algún ritual o ceremonia.

Curioso ahora, se apresuró hacia aquella construcción, pero justo entonces la puerta del laboratorio se abrió de golpe y el joven ayudante salió corriendo. Fingiendo brindarle una efusiva bienvenida, condujo rápidamente a Farley al laboratorio.

A punto de entrar en el laboratorio, Farley observó que se estaba desarrollando una gran actividad en una de las antesalas. El ayudante trataba de hacerle pasar deprisa, pero a fuerza de arrastrar los pies Farley logró echar un rápido vistazo. El espectáculo que vieron sus ojos era tan desconcertante que Farley no articuló protesta alguna cuando su guía se las arregló para hacerle pasar por la puerta del laboratorio.

Lo que vio fue lo siguiente: aquella mujer, Mangala, estaba sentada al fondo de la antecámara, en un diván bajo, pero sola y con aire autoritario, como entronizada. A su lado había varias jaulas de bambú, cada una con una paloma. Pero lo que le dejó pasmado no fueron las aves en sí, sino el estado en que se encontraban. Porque estaban en el suelo de las jaulas, desplomadas, estremecidas, sin duda agonizantes.

Pero eso no era todo. En el suelo, junto al diván, agrupadas a los pies de la mujer, había unas seis personas en diversas actitudes de súplica, unas tocándole los pies, otras postradas. Otras dos o tres acurrucadas contra la pared, envueltas en mantas. Aunque Farley sólo había vislumbrado un instante sus rostros ciegos y marcados de cicatrices, reconoció enseguida que, como el hombre que había visto en el bosquecillo de bambúes, eran sifilíticos en las etapas finales de la terrible enfermedad.

Ahora el joven ayudante empezó a realizar de nuevo la charada del día anterior, yendo a buscar platinas y apresurándose de un lado para otro como instándole a efectuar algún descubrimiento extraordinario. Farley no puso reparos. Se dedicó mecánicamente a examinar las platinas que le presentaban mientras su mente seguía absorta en la extraordinaria escena que acababa de ver.

Aunque los extraños hechos que se desarrollaban fuera tenían mucho de desconcertante, un aspecto de ellos le resultaba a Farley perfectamente comprensible por experiencia propia. En Barich se había encontrado más de una vez en situación de ejercer de reacio depositario de las últimas y alicaídas esperanzas de una familia asustada y desquiciada que, atravesando selvas y subiendo montañas, había llegado a las puertas de la clínica con un pariente mortalmente enfermo. Conocía el rostro de esa gente, la implorante súplica de su voz, la mermada luz de la esperanza en sus ojos. La conciencia le gritaba que saliese a decirles que no se hicieran falsas ilusiones con la charlatanería, del tipo que fuese, que les ofrecía aquella mujer; a revelar las falsedades que ella y sus secuaces habían urdido para engañar a aquella gente sencilla. Su obligación, lo sabía, era decirles que la humanidad no conocía cura para su enfermedad; que aquellos falsos profetas les estaban estafando el dinero que a duras penas podían conseguir.

Pero se quedó donde estaba con la esperanza de ser capaz, con paciencia, de realizar sus tareas. Los minutos se sucedieron y pasaron horas sin que alzase la cabeza del microscopio, fingiendo examinar todo lo que le ponían delante de los ojos. A medida que transcurría el tiempo iba sintiendo que la crispación crecía a su alrededor; lo notaba en los pasos apresurados; lo percibía en las miradas que le atravesaban la espalda, instándole a marcharse para que ellos pudieran seguir con sus planes, cualesquiera que fuesen. Pero él permaneció en su sitio, inmóvil, impávido y, según todas las apariencias, enteramente absorto en las platinas.

Entonces, al fin, cuando la luz del día casi había declinado, Farley dijo:

-Ordenanza, encienda las lámparas de gas, por favor. Todavía me queda mucho que hacer.

Ante esas palabras, el ayudante empezó a protestar:

-Pero, señor, aquí no hay nada, no encontrará nada, sólo está perdiendo el tiempo inútilmente.

Farley había estado esperando precisamente ese momento. Ahora, alzando la voz, declaró:

-Escúcheme bien, no me iré del laboratorio hasta haber visto las transformaciones que describió Laveran. Tengo la intención de pasar aquí toda la noche si es preciso: me quedaré todo lo que haga falta.

Después de lo cual volvió a inclinar la cabeza sobre el microscopio. Pero entretanto había tomado la precaución de volver a colocar el vaso frente a él, y con el rabillo del ojo vio ahora que el ayudante cogía varias platinas limpias y salía furtivamente hacia la antesala.

Cuando desapareció, Farley cruzó sigilosamente el laboratorio. Pegándose a la pared, avanzó hacia la puerta hasta situarse en una posición desde donde podía ver la antecámara sin que advirtieran su presencia.

Farley se había preparado para cualquier cosa, o eso creía, pero no lo estaba para lo que iba a ver. Primero, el ayudante se acercó a Mangala, que seguía majestuosamente arrellanada en el diván, y le tocó los pies con la frente. Luego, al estilo de un cortesano o un acólito, le musitó algo al oído. Ella asintió con la cabeza y le cogió las platinas limpias. Alargando el brazo hacia las jaulas, pasó la mano sobre cada paloma, como tratando de asegurarse de algo. Entonces pareció llegar a una decisión; metió la mano en una jaula, cogió una de las temblorosas aves y se la colocó en el regazo. La cubrió con las manos y empezó a mover los labios como si murmurase una plegaria. Entonces, un escalpelo apareció de pronto en su mano derecha y, apartando la paloma moribunda con la otra mano, la decapitó con un rápido movimiento de muñeca. Cuando el flujo de sangre disminuyó, recogió las platinas limpias, las pasó por el cuello cortado y se las entregó al ayudante.

Farley tuvo la presencia de ánimo de volver aprisa al microscopio. En cuanto se sentó, apareció el ayudante.

-Le ruego que examine éstos ahora, señor -le dijo con una amplia sorisa-. Quizá pueda concluir con éxito su investigación.

Farley cogió las platinas y las observó.

-Pero estas manchas no sirven: la sangre está todavía fresca.

-Sí, señor -repuso el ayudante en tono desenvuelto-. Lo que usted busca a lo mejor sólo se encuentra en la sangre recién extraída.

Farley colocó la platina bajo el microscopio y miró por el instrumento. Al principio no vio nada fuera de lo corriente: nada que le indicase, si no lo hubiese sabido, que aquella muestra procedía de una paloma. Observó los conocidos gránulos del pigmento palúdico. Y entonces, súbitamente, distinguió movimiento; formas ameboidales empezaron a desplazarse y a agitarse bajo sus ojos, ondulando despacio por la lisa superficie. Luego se produjo de pronto una actividad convulsa y empezaron a desintegrarse: entonces fue cuando vio aparecer los bastoncillos de Laveran, a centenares, diminutas criaturas cilíndricas, que traspasaban el miasma sanguinolento con sus cabezas agudas y penetrantes.

El sudor le empezó a correr por la frente al contemplar a las cornudas criaturas en su frenética búsqueda, sondeando, sacudiéndose, retorciéndose. Se le hacía difícil respirar; la cabeza le daba vueltas. Se enderezó en la silla, jadeante, con la visión de aquellas forcejeantes y voluntariosas criaturas aún viva. Su mirada se desvió hacia la ventana y descubrió una hilera de rostros pegados al cristal que le observaban mientras él se removía en el asiento, enjugándose la frente. Sus ojos se encontraron con los de Mangala, que estaba delante de los otros mirándolo fijamente y sonriendo para sí. En su mano, a plena vista, estaba el cadáver de la paloma decapitada, con la sangre aún manando de la macabra herida.

-Dile -dijo la mujer con una sonrisa burlona- que lo que ha visto es el miembro de esa criatura penetrando en el cuerpo de su compañera, haciendo lo que hombres y mujeres deben hacer…

Y ahí, en ese instante de revelación, que demuestra que Farley ya había llegado a la conclusión que haría célebre a su antiguo compañero de equipo, acaba la narración. Porque entonces, incapaz de contenerse por más tiempo, arrojó las platinas a la mujer y, furioso, salió rápidamente del laboratorio.

Pero antes de franquear la carta para el correo, a la mañana siguiente, Farley añadió unas líneas garabateadas al margen: «Deprisa: muchos de mis temores se han confirmado en las últimas horas. Poco antes de maitines han llamado a mi puerta: era el joven ayudante de Cunningham. Me ha dicho…, bueno, muchas cosas; ya te las contaré a su debido tiempo. Baste decir por el momento que todo es distinto de lo que parece, una fantasmagoría. El joven prometió revelármelo todo si le acompañaba a su pueblo natal. Afortunadamente el sitio a que se refería no está lejos de mi clínica. Nos vamos mañana: volveré a escribirte con más detalle, querido amigo, una vez que sepa…»

Pero Elijah Farley no llegó a Barich: desapareció durante el viaje, nunca se le volvió a ver. La policía averiguó que efectivamente había cogido el tren en Sealdah, tal como tenía previsto, pero se apeó antes de llegar a su destino, en Renupur, una remota estación rara vez utilizada, y bajo un fuerte aguacero monzónico. Un revisor informó después que había visto a un joven que le llevaba el equipaje.

Bruscamente, Ava empezó a emitir un mensaje con voz chillona: Resto indescifrable, imposible continuar…


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