22

Murugan no podía conciliar el sueño.

Sofocado de calor bajo la mosquitera, permaneció despierto, mirando cómo el ventilador del techo agitaba el bochornoso aire monzónico, con sus robustas aspas destellando hipnóticamente bajo la tenue luz que entraba por el balcón, cuya puerta se negaba obstinadamente a cerrarse. Tenía las sábanas en la cintura, arracimadas en un manojo húmedo, empapadas de sudor. Se quitó la camiseta, hizo una pelota con ella y la tiró por fuera de la mosquitera. Se quedó sólo con los calzoncillos de algodón.

El generador seguía retumbando al final de la calle, en la boda. Ahora la música parecía aún más estridente. Pero, por alguna razón, a pesar de todo aquel ruido oía claramente los mosquitos, que zumbaban pacientes en torno a la cama, buscando aberturas, reuniéndose agitados siempre que una mano o un pie rozaba la tela. Luego ya no distinguía si el zumbido venía de dentro o de fuera de la red; si la comezón de sus miembros venía de sus interrumpidos sondeos o del roce de las sábanas húmedas.

Se dejó hundir en el colchón y trató de no moverse. Con brazos y piernas abiertos esperó…, quería averiguar si estaban realmente dentro de la mosquitera; si su congestionada piel le permitiría discenir la sensación de sus picaduras.

Resultaba extrañamente íntimo el estar así en la cama, entre la ropa húmeda, estirado en aquella postura elemental y reveladora, de invitación, de abrazo, de deseo. Cuando echó una mirada a su cuerpo, bien pegado al colchón, no supo si los estaba esperando para que se mostrasen o si él se estaba mostrando a ellos: exhibiéndose en aquellos minúsculos detalles que sólo ellos eran lo bastante pequeños para ver, para entender, porque sólo ellos tenían ojos concebidos para no ver el todo sino las partes, cada una en su singularidad. Involuntariamente flexionó los hombros, enarcando la espalda, ofreciéndose, esperando averiguar dónde le tocarían primero, donde acusaría primero el hormigueante alfilerazo de su picadura, en el pecho o en el vientre, en el músculo del brazo o en el desgastado pellejo del codo.

El ventilador se convirtió en una mancha; la mosquitera se fundió en una niebla lechosa. Ahora estaba flotando por fuera, mirando hacia dentro, a gente que conocía, y que conocía muy bien, aunque sólo a través de libros y artículos. Y ahora estaba dentro otra vez, en la mosquitera; y era uno de tantos, también, tumbado en un duro charpoy de hospital, sin ropa, desnudo, viendo cómo el doctor inglés destapaba una probeta llena de mosquitos y los soltaba dentro de la red. Seguía aferrando las monedas que le habían dado a las puertas del hospital. Las apretaba fuerte, disfrutando de su tacto, de su sensación de seguridad; eran tan frescas al tacto, de perfiles tan duros…; todo lo hacían muy sencillo, muy limpio: un puñado de monedas, una rupia, por dar al doctor la criatura que vivía en su sangre, para que la guardara.

Ahora veía caras alrededor de su cama, ondeando como juncos más allá de la superficie de la mosquitera, rostros que le observaban, estudiando su cuerpo mientras yacía con su apremiante desnudez; rostros que conocía, o reconocía, una mujer de cabello gris que sonreía entre centelleantes bifocales; un muchacho desdentado, sonriente, que daba vueltas en torno a la cama; un anciano con lágrimas en los ojos, que le atisbaba en la oscuridad; una joven delgada, cogida de la mano de su novio. Estaban alrededor de su cama en actitud preocupada, como enfermeros y ayudantes de médicos, esperando que se sumiera en la inconsciencia de la anestesia.

Y ahora reaparece el inglés barbudo, con su bata blanca, fumando un puro, pertrechado con media docena de probetas; mete en la mosquitera una redecilla de mariposas, la saca, atrapa con pericia un mosquito atiborrado de sangre y lo introduce en un tubo de ensayo, tapando la boca con el pulgar envuelto en un pañuelo. Alza la probeta y se la muestra a los demás, que aplauden; están eufóricos, rebosantes de entusiasmo.

El inglés aspira el puro con fuerza y suelta una bocanada en el tubo de ensayo; el insecto muere, la diminuta y zumbante criatura que lleva su sangre. El doctor lo alza y se lo enseña a los demás, que alargan ansiosamente la mano; quieren ver por sí mismos aquella extrusión de su carne; y en su impaciencia la probeta se les escurre de los dedos, cae al suelo y se hace añicos, llenando la habitación de un frágil tintineo de cristales rotos.

Murugan se incorporó bruscamente, con la cara chorreando de sudor, sin saber si estaba despierto o aún soñando. La mosquitera zumbaba de mosquitos; bailaban como motas de polvo en la raya de luz que dividía en dos su cama. Le ardía el cuerpo, cubierto de picaduras. Se había rascado furiosamente mientras dormía; se vio sangre en las uñas, y en las sábanas.

Se levantó trabajosamente de la cama y deambuló por la habitación, rascándose con fuerza. El aire estaba cargado del olor de su propia transpiración. Abrió la puerta y salió al balcón.

Ya no había nadie por la calle, pero el generador seguía funcionando en el edificio de más abajo. El arco de entrada a la boda parecía más brillante que nunca, inundando la calle de luz. Grupos de obreros salían y entraban corriendo por el arco, cargando sus carritos de bambú con montones de sillas y mesas plegadas.

Súbitamente, con un chirrido de neumáticos, un taxi dobló a toda velocidad la esquina de la calle Rawdon y se detuvo frente a las puertas de la vieja mansión del número tres. Se apeó una mujer vestida con un sari. Estaba demasiado lejos para que Murugan pudiese verle la cara, pero la luz del arco nupcial era lo suficientemente fuerte como para vislumbrar un mechón blanco a lo largo de su pelo. Sacando una llave del bolso, la mujer abrió la verja y entró.

Murugan esperó unos momentos para ver si volvía a salir; luego entró en su habitación. Estaba acostándose cuando oyó el cercano chasquido de una puerta al cerrarse. Se levantó y asomó la cabeza por el pasillo. El piso estaba a oscuras y en silencio. Cogió una linterna y, pasando por el cuarto de estar, se encaminó al dormitorio de la señora Aratounian. Inclinándose sobre una rodilla delante de la habitación cerrada, aplicó el oído a la rendija de la puerta. Oyó un rumor leve, acompasado: como un suave ronquido; o un ventilador, quizá. Era difícil estar seguro.

Murugan titubeó, preguntándose si debía comprobar que la señora Aratounian se encontraba bien. Se decidió en contra y, de puntillas, volvió rápidamente a su habitación. Justo cuando iba a pasar por la puerta sintió un dolor agudo y punzante en el pie derecho.

Blasfemando en voz baja, se agachó a investigar. Tenía una pequeña herida en el talón. Se había cortado con un objeto afilado que yacía en el suelo, destellando en la penumbra.

Lo recogió y lo miró. Era un fragmento de cristal de unos tres centímetros de largo, posiblemente de alguna clase de tubo.


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