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Fue la lluvia, entrando a chorro por los batientes postigos, lo que despertó a Sonali. Tenía los ojos hinchados y pegajosos; le resultaba difícil abrir los párpados. Estaba tendida de lado, mirando una franja de polvo que se había formado al borde de un tablón del entarimado.

No tenía idea de dónde estaba, la pared podía ser cualquier pared de cualquier sitio; no sabía cuánto tiempo llevaba allí ni qué estaba haciendo en el suelo. Su primera reacción fue ponerse rígida, permanecer absolutamente quieta, como un lagarto, para hacerse invisible.

Tendida en el suelo sin moverse, empezó a escuchar, centrando toda la atención en el oído. Poco a poco empezó a percibir ruido de coches en una avenida cercana; el estribillo de una vividh-bharati en transistor; timbres de bicicletas, el petardeo de un motor y el habitual bullicio de la calle, aunque a cierta distancia. Pero allí, en su proximidad inmediata, no había sonidos de ninguna especie; no oía nada: nada que le diera pistas sobre dónde se encontraba ni de si había alguien más en la habitación.

Y entonces oyó algo no tan distante como el rumor de la calle: un chasquido metálico, el ruido de una bisagra sin aceitar, de una verja que se abría despacio. Un momento después oyó pasos que crujían sobre la grava: parecían acercarse, venir hacia ella.

Se dio la vuelta, despacio, y descubrió que estaba tendida en el suelo de una estrecha galería de madera. Incorporándose un poco, se arrastró poco a poco hasta el borde y miró abajo.

Lo que vio fue una enorme sala vacía. Un resplandor tenue, de crepúsculo, se filtraba por un tragaluz roto. Distinguió un pequeño montón de cenizas y leña a medio quemar al extremo de la cavernosa estancia. Ahora empezó a recordarle todo de golpe: la escalinata, el ruido, la multitud congregada en torno a un cuerpo.

Jadeando, volvió a asomar la cabeza para escrutar a su alrededor: no había señales de nadie; la estancia estaba desierta.

Los pasos ya estaban dentro de la casa, probablemente cerca de la escalinata. Sonali retiró rápidamente la cabeza y se quedó quieta, con el aire entrando y saliendo pesadamente de sus pulmones.

Ascendían ahora por la escalinata podrida; oía resonar los zapatos por la estructura metálica. Oyó una voz, de hombre, en alguna parte de la casa. Y luego una de mujer; todavía amortiguadas, aunque los pasos estaban ahora bajo ella, muy cerca del salón de recepciones.

Oyó que entraban aquellos pies, que iban de un lado para otro. Y luego lo único que logró percibir fue el latido de su propia sangre en los oídos. Cerró los ojos, mordiéndose el labio, tratando de hacer acopio de valor para mirar abajo.

-Aquí no hay nadie -dijo una voz. La que hablaba era una mujer; y le resultaba familiar, la conocía.

Alzó la cabeza, muy despacio, acercándose al borde centímetro a centímetro. Entonces un grito brotó de sus labios:

-¡Urmila!

-¡Sonali-di! -jadeó Urmila, girando en redondo.

Y, al mismo tiempo, Murugan exclamó:

-Está ahí arriba, vamos.

Sonali dejó caer la cabeza al suelo, aliviada. Enseguida estuvieron junto a ella, en la galería, ayudándola a bajar la escalera, cogiéndola de las manos, y ella lloraba, luchando por respirar, y entre sollozos se oyó a sí misma tratando de hablar, esforzándose por decir algo coherente, pero las palabras le salían mal, atropelladas, en una mezcla sin sentido.

-Cálmate, Sonali-di -le dijo Urmila-. No pasa nada; ya estamos aquí. Dime, ¿qué haces aquí? ¿Cuándo has venido?

Sonali apretó la mano de Urmila.

-Llegué anoche. Vine a buscar a Romen; no sé por qué, pero estaba segura de que lo encontraría aquí.

-¿Y lo encontraste? -preguntó Urmila.

Sonali empezó a sollozar de nuevo.

-Eso es lo raro, Urmila. No estoy segura.

Empezó a contarles lo del taxi hasta la calle Robinson, la ascensión de las escaleras, el humo, la gente, el descubrimiento de la galería, el muchacho, la mujer del sari, la fogata, el cuerpo…

-Y luego extendió las manos -concluyó Sonali- y tocó el cuerpo que yacía ante el fuego y le llamó Laakhan. Justo antes de desmayarme logré ver quién era.

Se interrumpió, sofocada.

-¿Quién era? -le preguntó Urmila.

-Era Romen

Sonali rompió a llorar.

-¿Y la mujer? -terció Murugan-. ¿Quién era la mujer? ¿La conocías?

Sonali sacudió la cabeza de un lado a otro, enjugándose con la blusa el rostro bañado en lágrimas.

-No estoy segura -dijo al fin-. Me parecía conocida, pero no la situé.

Entonces Urmila la tomó de la mano, dando un codazo a Murugan para que se quitara de en medio.

-Inténtalo, Sonali-di -la instó Urmila-. Trata de recordarlo. ¿Quién era?

Sonali abrió mucho los ojos al mirar al rostro de Urmila.

-Alguien que tú conoces, Urmila. Estoy segura: por eso me resultaba tan familiar; alguien de quien te he oído hablar y que yo no he visto desde hace años.

Urmila empezó de pronto a balancearse sobre los talones, soltando la mano de Sonali.

-No -gimió, llevándose las manos a la boca-. No puede ser la señora…

-Sí -confirmó Sonali-. Era ella…, la señora Aratounian.


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